Graciliano Ramos (1892-1953)

Baleia

Baleia

Traducción de Elkin Obregón

La perra Baleia lucía muy mal. Había enflaquecido, estaba llena de peladuras, sus costillas sobresalían bajo la piel rosácea, donde supuraban manchas oscuras y sangrantes, cubiertas de moscas. Las llagas de la boca y la hinchazón de los belfos le dificultaban comer y beber.

Por todo ello, Fabiano pensó que el animal tenía un principio de hidrofobia, y le ató al pescuezo un rosario de mazorcas quemadas. Pero Baleia, siempre de mal en peor, se rascaba contra las estacas del corral, se internaba en la espesura, impaciente, espantaba los mosquitos con sus orejas lacias, agitando la cola pelada y corta, gruesa en la base, llena de moscas, semejante a una cola de cascabel. Fabiano entonces decidió matarla. Buscó la escopeta de pedernal, la lijó, la limpió con la varilla de hierro y tuvo buen cuidado de cargarla bien, para que la perra no sufriera mucho.

La señora Victoria se encerró en la pieza, llevando consigo a los niños asustados, que adivinaban una desgracia y no se cansaban de repetir la misma pregunta:

—¿Le va a pasar algo a Baleia?

Habían visto el plomo y la pólvora, y la actitud de Fabiano los perturbaba, haciéndoles sospechar que Baleia corría peligro.

La perra era como un miembro de la familia: los tres jugaban juntos, y la verdad es que en nada se diferenciaban, se revolcaban en la arena del río y en el lodo blando que amenazaba anegar el corral de las cabras.

Quisieron abrir la puerta, pero la señora Victoria los empujó a la cama de varas, los acostó y se esforzó por taparles los oídos: aprisionó en sus muslos la cabeza del mayor y cubrió con las palmas de sus manos las orejas del otro. Como los pequeños resistían, aumentó la presión, tratando de dominarlos, mientras rezongaba entre dientes.

También ella sentía un peso en el corazón, pero se resignaba: la decisión de Fabiano era necesaria y justa. Pobre Baleia.

Aguzando el oído, escuchó el leve ruido de las municiones al entrar en el caño del arma, los golpes sordos de la baqueta en la bucha. Suspiró. Pobre Baleia.

Los niños comenzaron a gritar y a patalear. Y, como la señora Victoria había aflojado algo los músculos, el mayor logró zafarse y ella lanzó una exclamación:

—¡Diablo de niño!

En la lucha que trabó para asegurar de nuevo al hijo rebelde, se enojó de verdad. Mocoso insolente. Lanzó un coscorrón a la cabeza del chico, medio escondida en la colcha roja y en la falda floreada.

Poco a poco su ira disminuyó y, acunando a los hijos, optó por denigrar a la perra, refunfuñando diatribas. Bicho sucio, baboso. Qué inconveniencia dejar suelto por la casa a un perro enfermo. Pero comprendía que estaba siendo demasiado severa; no acababa de aceptar que Baleia estuviera rabiosa, y lamentaba que el marido no hubiera esperado siquiera un día más para ver si en realidad la ejecución era indispensable.

En ese momento Fabiano estaba en el corredor, haciendo chasquear los dedos. La señora Victoria encogió el cuello y trató de cubrirse las orejas con los hombros. Como eso era imposible, alzó los brazos y, sin soltar al hijo, logró ocultar una parte de su cabeza.

Fabiano recorrió los alrededores, espiando el anacardo y los corrales, y azuzando un perro invisible contra animales invisibles.

—¡Zuz! ¡Zuz!

Después entró a la sala, atravesó el pasillo y llegó hasta la ventana baja de la cocina. Examinó el solar, vio a Baleia, que se rascaba las peladuras contra el poste, y se ajustó al hombro la escopeta. La perra lo miró desconfiada, se encogió y fue desviándose hasta quedar al otro lado del poste, agachada y arisca, dejando asomar apenas las pupilas negras. Molesto con esa maniobra, Fabiano saltó por la ventana, se deslizó a lo largo de la cerca, llegó hasta el varal del extremo y alzó de nuevo la escopeta. Como el animal estaba de frente y no ofrecía buen blanco, avanzó algunos pasos. Al llegar a las cantigueiras, modificó la puntería y apretó el gatillo. La descarga alcanzó los cuartos traseros e inutilizó una pata de Baleia, que se puso a ladrar desesperadamente.

Al oír el ruido de los disparos y los ladridos, la señora Victoria invocó a la Virgen y los niños se revolcaron en la cama, llorando a los gritos. Fabiano entró a la casa.

Y Baleia huyó a toda prisa, rodeó el bramadero, entró al solarcillo de la izquierda, pasó frente a los claveles y las macetas de hierba, se metió por un agujero de la cerca y ganó el empedrado, corriendo en tres patas. Intentó dirigirse al corredor, pero temió encontrar a Fabiano y corrió hasta el chiquero de las cabras. Se detuvo allí un instante, medio desorientada; después se alejó a los saltos, sin rumbo fijo.

Delante de la carreta de los bueyes, perdió el uso de su pata trasera. Y, vertiendo mucha sangre, siguió andando como las personas, en dos pies, arrastrando con dificultad la parte posterior del cuerpo. Quiso retroceder y esconderse debajo de la carreta, pero tuvo miedo de las ruedas.

Se dirigió hacia los juazeiros. Bajo la raíz de uno de ellos había una gruta acogedora y honda. Le gustaba revolcarse allí: se cubría de polvo para evitar las moscas y los mosquitos, y, al levantarse, con hojas secas y chamizos pegados a las heridas, parecía un animal distinto de cualquier otro.

Cayó antes de alcanzar la gruta escondida. Intentó erguirse, enderezó la cabeza y estiró las patas delanteras, pero el resto del cuerpo permaneció caído hacia un lado. En esa difícil postura apenas si podía moverse. Trató de hacerlo, agitando las patas, clavando las uñas en el suelo, aferrándose a los pedruscos. Finalmente, desfallecida, se aquietó junto a las piedras, donde los niños arrojaban las cobras muertas.

Una sed terrible le quemaba la garganta. Procuró mirarse las patas y no lo consiguió: un velo le nublaba la vista. Se puso a ladrar y deseó morder a Fabiano. En realidad no ladraba: aullaba débilmente, y los aullidos iban disminuyendo, hasta hacerse casi imperceptibles.

Como el sol la encandilaba, logró alcanzar con gran esfuerzo una pequeña franja de sombra que circundaba la piedra.

Se miró de nuevo, angustiada. ¿Qué le estaría pasando? La neblina se adensaba, a cada momento más cercana. Sintió el buen olor de los curíes que descendían del cerro, pero aquel olor llegaba muy débil, y mezclado con otros. Parecía que el cerro se hubiera alejado. Dilató el hocico y aspiró lentamente el aire, con deseos de subir la cuesta y perseguir a los curíes, que saltaban y corrían en libertad.

Empezó a jadear penosamente, haciendo intentos de ladrar. Se pasó la lengua por los belfos resecos y no sintió ningún alivio. Su olfato se embotaba cada vez más. Ciertamente, los curíes habían huido. Los olvidó, y otra vez le vino el deseo de morder a Fabiano, que surgió ante sus ojos vidriosos con un objeto en la mano. No conocía ese objeto, pero se puso a temblar, segura de que encerraba sorpresas desagradables. Hizo un esfuerzo para desviarse de él y encoger el rabo. Cerró los párpados pesados y juzgó que el rabo estaba ya encogido. No podría morder a Fabiano: había nacido cerca de él, en una pieza, bajo la cama de varas, y había entregado su existencia a la sumisión, ladrando para reunir el ganado cuando el vaquero batía palmas.

El objeto desconocido seguía amenazándola. Contuvo la respiración, escondió los dientes, espió al enemigo por detrás de las pestañas caídas.

Permaneció así algún tiempo, después se tranquilizó. Fabiano y la cosa peligrosa habían desaparecido.

Abrió con dificultad los ojos. Ahora reinaba una gran oscuridad. Con certeza el sol se había ocultado.

Los cencerros de las cabras tintinearon cerca del río, y el hedor del chiquero se esparció por los alrededores. Baleia se sobresaltó. ¿Qué hacían aquellos animales, sueltos de noche? Su obligación era levantarse, conducirlos al bebedero. Frunció las narices, tratando de distinguir a los niños. Le extrañaba su ausencia. No se acordaba ya de Fabiano. Había ocurrido un desastre, pero Baleia no atribuía a ese desastre la impotencia en la que se hallaba, ni percibía que estaba libre de responsabilidades. Una angustia oprimió su pequeño corazón. Era preciso vigilar a las cabras: a aquella hora olores de pumas y onzas debían rondar por la barranca y el monte. Felizmente, los niños dormían en la estera, debajo del nicho donde la señora Victoria guardaba su cachimba. Una noche de invierno, helada y brumosa, rodeaba a la perrita. Silencio absoluto, ninguna señal de vida en los alrededores. El gallo viejo no cantaba en la estaca, ni Fabiano roncaba en la cama de varas. Esos sonidos no le interesaban demasiado, pero cuando el gallo batía las alas y Fabiano se daba vuelta en el lecho, emanaciones familiares le daban cuenta de sus presencias. Ahora parecía que la hacienda se hubiera despoblado.

Baleia respiraba agitada, la boca abierta, las mandíbulas desgonzadas, la lengua colgante e insensible. No sabía qué había sucedido. El estruendo, el golpe que recibiera en los cuartos traseros. Y el difícil viaje desde el bramadero hasta el final del empedrado se desvanecía en su espíritu.

Probablemente estaba en la cocina, entre las piedras que servían de fogón. Antes de acostarse, la señora Victoria retiraba de allí los carbones y la ceniza, barría con la escoba de ramas el suelo quemado, y aquello se convertí en un buen sitio para descansar. El calor ahuyentaba las pulgas, la tierra se hacía blanda. Y, cuando el sueño llegaba, numerosos curíes corrían y saltaban, una legión de curíes invadía la cocina.

El temblor subía, cesaba en la barriga y llegaba al pecho de Baleia. Del pecho hacia atrás todo era insensibilidad y olvido. Pero el resto del cuerpo se estremecía, espinas de mandacaru penetraban en la carne roída por la enfermedad.

Baleia recostaba en la piedra su cabeza fatigada. La piedra estaba fría, seguramente la señora Victoria había dejado apagar el fuego muy temprano.

Baleia quería dormir. Despertaría feliz, en un mundo lleno de curíes. Y lamería las manos de Fabiano, un Fabiano enorme. Los niños se revolcarían con ella, rodarían con ella en un empedrado enorme, en un corral enorme. El mundo entero estaría lleno de curíes gordos, enormes.

Vidas secas (1938)