I. El camino de Wasson a Eleusis
Con este librito inauguramos un nuevo capítulo en la historia semicentenaria de la etnomicología; un capítulo que por primera vez incluye dentro de la esfera de acción de dicha disciplina, y en forma importante, nuestro propio pasado cultural, el legado que recibimos de la antigua Grecia. La etnomicología es simplemente el estudio del papel de los hongos, en el más amplio sentido, en el pasado de la raza humana; es una rama de la etnobotánica.
El lenguaje inglés carece de una palabra que designe a los fungi superiores. Toadstool es un epíteto, un término peyorativo que abarca todos aquellos productos fungoideos de los que el consumidor desconfía, con razón o sin ella. Mushroom es una designación ambigua que para diversas personas cubre diferentes terrenos del mundo fungiforme. En este librito utilizaremos la palabra mushroom [hongo] para todos los fungi superiores. Ahora que finalmente el mundo está comenzando a conocer estas formaciones fungoideas con todas sus miríadas de formas y colores, aromas y texturas, es posible que esta nueva usanza responda a una necesidad y llegue a ser aceptada generalmente.
Somos tres quienes participamos en esta obra. Albert Hofmann es el químico suizo célebre por su descubrimiento, en 1943, de la LSD; su conocimiento de los alcaloides vegetales es enciclopédico y él se encargará de llamar nuestra atención hacia ciertos atributos de algunos de ellos que son pertinentes a los misterios eleusinos.
Ya que nos encontrábamos ocupados con un tema central de la civilización griega en la antigüedad, era obvio que necesitábamos la cooperación de un estudioso de Grecia. En el momento apropiado supe de la existencia del profesor Carl A. P. Ruck, de la Universidad de Boston, quien a lo largo de algunos años ha venido realizando notables descubrimientos en el indócil terreno de la etnobotánica griega. Durante muchos meses los tres hemos estado estudiando la tesis que ahora proponemos; la contribución de Ruck será la tercera y última. El himno homérico a Deméter es la fuente para el mito que subyace en Eleusis; lo ofrecemos en traducción de Luis Segalá Estalella y de Rafael Ramírez Torres.
En ésta, la primera de las tres ponencias, mi cargo consiste en destacar ciertas propiedades del culto de los hongos enteogénicos en México.
En el segundo milenio antes de Cristo, los griegos primitivos fundaron los misterios de Eleusis, que mantuvieron embelesados a los iniciados que cada ano participaban en el rito. Era obligatorio guardar silencio respecto a lo que allí acontecía; las leyes de Atenas eran rigurosas en cuanto a los castigos que se imponían a todo el que violase el secreto. Pero a lo largo y a lo ancho del mundo griego, por encima del alcance de las leyes áticas, el secreto fue conservado de manera espontánea durante toda la Antigüedad, y a partir de la suspensión de los misterios en el siglo IV d. C. el secreto se ha convertido en un elemento que forma parte de la leyenda de la Grecia antigua. No me sorprendería que algunos estudiosos del mando clásico llegaran a sentir incluso que estamos cometiendo un atentado sacrílego al forzarlo ahora. El 15 de noviembre de 1956 leí un breve trabajo ante la American Philosophical Society en el que describía el culto a los hongos en México; en la sesión de preguntas subsecuente apunté que dicho culto podría llevarnos a la solución de los misterios eleusinos. Un célebre arqueólogo inglés especializado en Grecia, con quien había llevado relaciones muy amistosas durante unos treinta y cinco años, me escribió poco después, en una carta, lo siguiente:
No creo que Micenas tenga nada que ver con los hongos divinos ni con los misterios eleusinos. ¿Puedo darte un consejo? No te apartes de tu culto a los hongos mexicanos, y cuídate de estar viendo hongos por todas partes. Nos gustó mucho tu ponencia de Filadelfia y te recomendaríamos que te mantuvieses tan dentro de tu tema como te sea posible. Disculpa la franqueza de un viejo amigo.
Lamento que ahora mi amigo se encuentre ya sumergido en las sombras del Hades; aunque tal vez debiera alegrarme de que no podrá ofenderlo mi insolencia al menospreciar su bien intencionada admonición.
Mi difunta esposa Valentina Pavlovna y yo fuimos los primeros en utilizar el término etnomicología, y seguimos de cerca los avances en esta disciplina durante los últimos cincuenta años. Con el propósito de que el lector pueda apreciar el dramatismo de nuestro último hallazgo, debo comenzar por relatar de nuevo la historia de nuestra aventura con los hongos. Comprende precisamente los últimos cincuenta años. En buena medida constituye la autobiografía de la familia Wasson y ahora nos ha llevado directamente a Eleusis.
A finales de agosto de 1927 Valentina y yo, entonces recién desposados, pasamos nuestra demorada luna de miel en una cabaña que nos prestó el editor Adam Dingwall en Big Indiana, en las montañas Catskills. Valentina era rosa, nacida en Moscú en el seno de una familia de intelectuales; había huido de Rusia con su familia en el verano de 1918, cuando tenía diecisiete años. Tina se recibió como médica en la Universidad de Londres y había estado trabajando arduamente para establecerse como pediatra en Nueva York. Yo era periodista y trabajaba en el departamento de finanzas del Herald Tribune. En aquel hermoso primer atardecer de nuestras vacaciones en las Catskills salimos a deambular por un sendero, paseando asidos de la mano, felices como alondras, disfrutando la plenitud de la vida. A nuestra derecha había un calvero y a la izquierda el bosque.
De pronto Tina se desprendió de mi mano y se precipitó en la floresta. Había visto hongos; una multitud de hongos, hongos de muchas clases, que poblaban el suelo del bosque. Gritó encantada con su belleza. Los llamaba a cada uno con un afectuoso nombre ruso. No había visto tal profusión de hongos desde que dejó la dacha de su familia cerca de Moscú, casi un decenio antes. Tina se prosternó ante aquellas setas, en actitudes de adoración semejantes a las de la Virgen mientras escuchaba al Arcángel de la Anunciación. Comenzó a recoger algunos de los hongos en su delantal. Le advertí: «¡Regresa, regresa acá! Son venenosos, hacen daño. Son setas. ¡Ven acá!». Sólo conseguí hacerla reír más: sus festivas carcajadas sonarán por siempre en mis oídos. Esa noche Tina aderezó la sopa con hongos y guarneció la carne con otras setas. Ensartó otras más en ristras que colgó a secar para su consumo durante el invierno, según dijo. Mi desconcierto fue total. Esa noche no probé nada que tuviese hongos. Desesperado y profundamente preocupado me dejé llevar por ideas descabelladas: le dije que al día siguiente, cuando me levantara, sería viudo.
Era ella quien tenía razón; no yo.
Las circunstancias particulares de este episodio parecen haber conformado el curso de nuestras vidas. Comenzamos a examinar lo que hacían nuestros compatriotas; ella con los rusos y yo con los anglosajones. Pronto encontramos que nuestras actitudes individuales eran características de las que tenían nuestros pueblos. Entonces empezamos a reunir información; al principio lenta, aleatoria, intermitentemente. Comparamos nuestros respectivos vocabularios para referirnos a los hongos: el ruso era interminable, aún no lo he agotado; el inglés se reducía esencialmente a tres palabras, dos de ellas imprecisas: toadstool, mushroom, fungus. Los poetas y novelistas rusos han llenado sus escritos con hongos, siempre en un contexto afectuoso. Un forastero podría tener la impresión de que todo poeta ruso compone versos sobre la recolección de los hongos casi a modo de un rito de transición que le permita calificar cual un artista maduro. En inglés, el silencio de muchos escritores acerca de los hongos es ensordecedor: Chaucer y Milton jamás los mencionan; los demás lo hacen rara vez. Para Shakespeare, Spencer, William Penn, Laurence Sterne (abundantemente), Shelley, Keats, Tennyson, Edgar Allan Poe, D. H. Lawrence y Emily Dickinson, mushroom y toadstool son epítetos desagradables, incluso ofensivos. Los poetas ingleses, cuando los mencionan, los relacionan con la descomposición y con la muerte. Tina y yo comenzamos a extender nuestra red y a estudiar todos los pueblos de Europa; no solamente los alemanes, franceses e italianos, sino más especialmente las culturas periféricas, fuera de la corriente principal, donde las costumbres y las creencias arcaicas han sobrevivido más tiempo —los albaneses, frisones, lapones, vascongados, catalanes y sardos, los islandeses y faroeses, y por supuesto los húngaros y los fineses. En todas nuestras pesquisas y viajes buscamos como nuestros más preciados informantes, no a los estudiosos, sino a los campesinos humildes e iletrados. Exploramos su conocimiento de los hongos y los usos que les daban. Así mismo tuvimos cuidado de recoger el sabor del vocabulario erótico y escabroso que a menudo desatienden los lexicógrafos. Examinamos los nombres comunes de los hongos en todas estas culturas en busca de las metáforas fósiles ocultas en sus etimologías, con el propósito de descubrir lo que tales metáforas expresaban: una actitud favorable o desfavorable hacia estas criaturas de la tierra.
Poca cosa, pensarán algunos de ustedes, es tal diferencia en la actitud emocional hacia los hongos silvestres. Pero mi esposa y yo no lo creímos así, y durante decenios dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo libre a disecarla, definirla y rastrear su origen. Los hallazgos que hemos logrado, incluyendo el redescubrimiento del papel religioso de los hongos enteogénicos en México, pueden relacionarse con nuestra preocupación por la brecha cultural entre mi esposa y yo, entre nuestros respectivos pueblos, entre la micofilia y la micofobia (palabras que acuñamos para designar nuestras dos actitudes) que dividen a los pueblos indoeuropeos en dos bandos. De ser errónea nuestra hipótesis, habría que reconocer que una hipótesis falsa que ha dado tanto fruto como ésta es bien singular. Pero no es errónea. Gracias a los enormes avances realizados durante este siglo en el estudio de la psique humana, todos nosotros sabemos ahora que las actitudes emocionales profundamente arraigadas, que se adquieren a temprana edad, son de importancia fundamental. Me parece que cuando tales rasgos colorean las actitudes de tribus o de razas enteras, cuando tales rasgos han permanecido inalterados a través de la historia y, sobre todo, cuando difieren entre dos pueblos vecinos, nos encontramos frente a frente con un fenómeno de las mayores implicaciones culturales, cuya causa primera podrá ser descubierta sólo en los veneros de la historia cultural.
Nuestros archivos y correspondencia crecieron constantemente y al final, en algún momento a principios de los cuarenta, Tina y yo nos sentamos y nos preguntamos qué íbamos a hacer con toda esa información. Decidimos escribir un libro; mas había tantas lagunas en nuestros datos que debieron pasar años antes de que pudiésemos llevar las palabras al papel. En nuestras conversaciones de entonces encontramos que habíamos estado pensando en la misma dirección, temerosos de expresar nuestras ideas incluso entre nosotros: eran demasiado fantásticas. Ambos habíamos llegado a columbrar un período muy remoto, mucho antes de que nuestros antepasados supieran escribir, en que aquellos antecesores deben haber considerado a un hongo como una divinidad o como un ente cuasi divino. No sabíamos cuál (es) hongo (s) ni por qué. En la época del hombre primitivo el mundo entero se hallaba transido del sentimiento religioso, y los poderes invisibles lo mantenían empavorecido. Sin duda nuestro «hongo» sagrado debe haber sido maravilloso, debe haber evocado respeto y adoración; miedo, sí, y aun terror. Cuando ese culto primigenio dejó el lugar a nuevas religiones y a las nuevas prácticas que surgieron con una cultura letrada, las emociones convocadas por la vieja devoción hubieron de sobrevivir, aun arrancadas de sus raíces. En ciertas regiones pervivirían el miedo y el pavor, ya a un hongo particular (como en el caso de A. muscaria) o bien, conforme a través del tabú deviniese más vago el foco emocional, a las «setas» en general; mientras tanto en otras regiones, por alguna causa que por ahora no conocemos, lo que pervivió fue el espíritu de amor y de latría. En eso residiría la explicación del enfrentamiento entre la micofobia, y la micofilia que habíamos descubierto. (Por cierto, toadstool fue originalmente el nombre, específico en inglés de A. muscaria, el hongo, divino, de belleza a la altura de su divinidad. A través del tabú toadstool perdió su especificidad y llegó a cubrir la totalidad de los hongos que el micófobo elude).
Fue en México donde nuestra búsqueda de un hipotético hongo sagrado alcanzó por primera vez su objetivo. El 19 de septiembre de 1952 recibimos por correo dos cartas de Europa: una de Robert Graves, que adjuntaba un recorte de una revista farmacéutica en que se citaba a Richard Evans Schultes, quien a su vez citaba a varios frailes españoles del siglo XVI que contaban acerca de un extraño culto a los hongos entre los indios de Mesoamérica; la segunda, de Giovanni Mardersteig, nuestro impresor en Verona, que nos enviaba un dibujo, ejecutado por él, de un curioso artefacto arqueológico procedente de Mesoamérica. Dicho objeto se exhibía en el Museo Rietberg de Zurich. Era de piedra, de unos treinta centímetros de alto: era obviamente un hongo, con un radiante ser esculpido en el tallo, o en lo que los mitólogos llaman el estipe. Tal vez ahí se encontraba precisamente el culto que estábamos buscando, puesto a nuestro alcance. En un principio habíamos resuelto que en nuestras indagaciones nos mantendríamos alejados del Nuevo Mundo y de África: el mundo era demasiado vasto y nuestras manos tenían suficiente con Eurasia. Mas en un abrir y cerrar de ojos cambiamos de opinión y el curso de nuestros estudios, y nos concentramos en México y Guatemala. Habíamos estado postulando una conjetura fantástica: que un hongo silvestre era objeto de devoción religiosa. Y de pronto ahí estaba a nuestra puerta. Durante todo aquel invierno estuvimos revisando los textos de los frailes españoles del siglo XVI, y qué relatos tan extraordinarios nos brindaron. Volamos a México en aquel verano de 1953 y repetimos el viaje en muchas temporadas de lluvias subsecuentes. Gracias a la maravillosa cooperación de todo mundo en dicho país, la noche del 29 de junio de 1955 logramos finalmente nuestro hallazgo capital: mi amigo el fotógrafo Allan Richardson y yo participamos con nuestras amistades indias en una velada, bajo la dirección de una chamana de extraordinaria calidad. Fue la primera vez, hasta donde se sabe, que alguien de raza ajena compartió tal clase de comunión. Fue una experiencia sobrecogedora. La temeraria conjetura que nos habíamos atrevido a comunicarnos, en un susurro, años atrás, finalmente estaba demostrada. Y ahora, casi un cuarto de siglo después, nos hallamos preparados para ofrecer, en otro hongo, Claviceps purpurea, la clave que guarda el secreto de los misterios eleusinos.
Que debía haber un denominador común entre el misterio del hongo mexicano y los misterios de Eleusis fue una revelación que me asaltó de inmediato. Uno y otro misterio provocaban un avasallador sentimiento de temor reverente, de maravilla. Dejaré que sea el profesor Ruck quien hable de Eleusis, mas deseo citar antes a un antiguo escritor, el retórico Elio Arístides, que en el siglo II d. C. alzó por un instante el velo, cuando dijo que lo que experimentaban los iniciados era «nuevo, sorprendente, inaccesible a la cognición racional», y después:
Eleusis es un santuario común a la tierra entera, y de cuantas cosas divinas existen entre los hombres es la más reverenciable y la más luminosa. ¿En qué lugar del mundo han sido entonados cánticos más milagrosos y dónde han provocado los dromena mayor emoción, dónde ha existido rivalidad mayor entre el mirar y el escuchar? (Las cursivas son mías).
Y Arístides continúa hablando de las «visiones inefables» cuya contemplación fue privilegio de muchas generaciones de hombres y mujeres afortunados.
Punto por punto esta descripción es paralela con el efecto sentido por los iniciados en el rito mesoamericano de los hongos, inclusive la «rivalidad» entre el mirar y el escuchar. Pues las visiones que uno experimenta asumen contornos rítmicos y los cantos de la chamana parecen adquirir formas visibles y abigarradas.
Al parecer, entre los griegos corría la voz de que los hongos eran el «alimento de los dioses», broma theon, y se dice que Porfirio los llamó «nodrizas de los dioses», theotrophos. Los griegos de la época clásica eran micófobos. ¿Acaso no sería esto porque sus antecesores sintieron que la totalidad de la familia de los hongos se hallaba contagiada «por atracción» con la cualidad divina del hongo sagrado, y en consecuencia los hongos debían ser evitados por los mortales? ¿Acaso no estamos examinando aquí algo que en su origen fue un tabú religioso?
No quiero que se entienda que estoy sosteniendo que sólo estos alcaloides (dondequiera que se encuentren en la naturaleza) provocan visiones y éxtasis. Evidentemente algunos poetas y profetas y muchos místicos y ascetas parecen haber experimentado visiones extáticas que cumplen las condiciones de los antiguos misterios y reproducen los efectos de la ingestión ritual de hongos en México. No estoy insinuando que San Juan, en Patmos, haya tomado hongos cuando escribió el Apocalipsis. No obstante ello, la secuencia de imágenes en su Visión, tan nítidas y a la vez tan fantasmales, me indica que el Apóstol se encontraba en el mismo estado de quien ingiere los hongos. Tampoco insinúo, ni por un instante, que William Blake conociera los hongos cuando escribió esta hipotiposis de la nitidez que tiene la «visión»:
Los Profetas describen lo que ven en la Visión como hombres reales y existentes, a quienes ellos vieron con sus órganos imaginativos e inmortales; los Apóstoles lo mismo; mientras más diáfano sea el órgano más nítido será el objeto. Un espíritu y una Visión no son, como supone la filosofía moderna, un vapor nebuloso o una nada: se encuentran organizados y minuciosamente articulados más allá de todo lo que puede producir la naturaleza perecedera y mortal. Quien no imagina con contornos mejores y más vigorosos, y bajo una luz mejor y más intensa, de lo que pueden distinguir sus ojos perecederos, en realidad no imagina nada. [Las bastardillas son mías.]
Esto sonará críptico a quien no comparta la visión de Blake o no haya ingerido los hongos. La ventaja de los hongos es que pueden poner a muchas personas, si no a todas, en este estado, sin que deban sufrir las mortificaciones de Blake ni las de San Juan. Su ingestión permite a uno contemplar con mayor claridad que la de nuestros ojos mortales, vistas que están allende los horizontes de esta vida; viajar por el tiempo, hacia adelante y hacia atrás; penetrar en otros planos de la existencia; incluso, como dicen los indios, conocer a Dios. No es muy sorprendente que nuestras emociones resulten profundamente afectadas, que sintamos que un vínculo indisoluble nos une con los demás que han compartido el banquete sagrado. Todo lo que uno ve durante esa noche tiene una calidad prístina: el paisaje, las construcciones, los relieves, los animales: todo parece recién llegado del taller del Creador. Esta novedad de todo —es como si el mundo acabara de surgir— lo abruma a uno y lo funde en su belleza. De manera natural, cuanto nos ocurre nos parece preñado de sentido y, en comparación, la rutina cotidiana resulta trivial. Uno ve todas estas cosas con una inmediatez de visión que lo lleva a decirse: «Ahora estoy viendo por primera vez; viendo directamente, sin la intervención de ojos mortales».
Platón nos dice que más allá de esta existencia efímera e imperfecta de aquí abajo hay otro mundo ideal de arquetipos, donde el Modelo de cada cosa tiene una vida perdurable: hermoso, verdadero, original. A lo largo de milenios, poetas y filósofos han sopesado y comentado dicho concepto. Para mí resulta claro dónde encontró Platón sus «Ideas»; también lo era para aquellos de sus contemporáneos que fueron iniciados en los misterios. Platón bebió de la poción en el templo de Eleusis y pasó la noche contemplando la gran Visión.
Y durante el tiempo en que uno está viendo estas cosas, en México, la sacerdotisa canta, no en voz alta pero sí con autoridad. Es bien conocido que los indios no se entregan a exteriorizaciones de sus sentimientos, excepto en tales ocasiones. El canto es bueno, mas bajo la influencia de los hongos uno lo juzga infinitamente tierno y delicado. Es como si uno estuviese escuchando con los oídos del espíritu, purificado de toda turbiedad. Uno está recostado en un petate; si se puso listo tal vez en un colchón inflable y en un saco de dormir. Está oscuro, pues todas las luces han sido apagadas, menos unas cuantas ascuas entre las piedras del hogar y el incienso en un anafe. Hay quietud, pues la choza de paja posiblemente se encuentre a cierta distancia del pueblo. En la oscuridad y la quietud aquella voz cambia de ubicación en la choza: de pronto viene de más allá de los pies, ahora suena junto al oído, ahora a lo lejos, ahora realmente abajo de uno, con un extraño efecto de ventriloquia. También son los hongos los que producen esta ilusión. Todo el mundo la experimenta, así como sucede a los nativos de Siberia cuando comen Amanita muscaria y yacen bajo el conjuro de sus chamanes, que así mismo hacen gala de una pasmosa habilidad para imprimir un efecto de ventriloquia a sus toques de tambor. De manera similar, en México escuché a una chamana que emprendía una sesión de percusiones de lo más complicado: con las manos se golpeaba el pecho, los muslos, la frente, los brazos; cada punto del cuerpo producía una resonancia diferente y ella mantenía un ritmo complicado en el que modulaba e incluso sincopaba los golpes. El cuerpo de uno yace en la oscuridad, pesado como el plomo, pero el espíritu parece remontarse y abandonar la choza, y con la velocidad del pensamiento viajar por donde lo desee, en el tiempo y en el espacio, acompañado por el canto de la chamana y por el golpeteo de sus rítmicas percusiones. Lo que uno mira y lo que uno escucha parece ser una sola cosa: la música asume formas armoniosas, reviste de forma visual sus armonías, y lo que uno está mirando adopta las modalidades de la música: la música de las esferas. «¿Dónde ha existido rivalidad mayor entre el mirar y el escuchar?». ¡Cuán a propósito de la experiencia mexicana era la antigua pregunta del retórico griego! Todos los sentidos se encuentran afectados de manera similar: el cigarrillo con el que uno ocasionalmente rompe la tensión de la noche tiene un aroma como jamás otro lo ha tenido; el vaso de agua pura es infinitamente mejor que la champaña. En algún lugar escribí una vez que la persona que ha ingerido hongos se encuentra suspendida en el espacio: una mirada despojada del cuerpo, invisible, incorpórea, que ve pero no puede ser vista. En realidad los cinco sentidos se encuentran despojados del cuerpo, todos ellos a tono con ese alto nivel de sensibilidad y alerta, todos ellos mezclándose de la manera más extraña hasta que el sujeto, enteramente pasivo, deviene un puro receptor de sensaciones infinitamente delicado.
Mientras el cuerpo de uno yace ahí en el saco de dormir, el alma queda libre, pierde todo sentido del tiempo, alerta como nunca antes; vive una eternidad en una noche, mira una infinitud en un grano de arena. Lo que uno ha visto y escuchado queda grabado como por un buril en la memoria, de donde jamás podrá ser borrado. Por fin conoce uno lo inefable y lo que significa el éxtasis. ¡Éxtasis! El espíritu se remonta al origen de esa palabra: para los griegos ekstasis significaba que el alma volaba fuera del cuerpo. Estoy seguro de que esta palabra fue acuñada para describir el efecto de los misterios de Eleusis. ¿Puede hallarse mejor término que ése para describir el estado de quienes han ingerido hongos? En el habla cotidiana, entre los muchos que nunca han experimentado el éxtasis, «éxtasis» significa algo divertido, y a menudo la gente me pregunta por qué no tomo hongos todas las noches. Pero el éxtasis no es una diversión. Es el alma misma lo que es tomado y sacudido hasta el estremecimiento. Después de todo, ¿quién buscará sentir el temor de una reverencia absoluta, o traspasar esa puerta de maravillas que lleva a la Presencia Divina? El ignorante ordinario emplea mal la palabra, y nosotros debemos recapturar su sentido total y aterrorizador… Unas cuantas horas después, a la mañana siguiente, uno está listo para ir a trabajar. Pero cuán baladí nos parece el trabajo en comparación con los portentos ocurridos durante aquella noche. Si uno puede hacerlo, preferirá permanecer cerca de la casa y, junto con quienes compartieron esa noche, comparar notas y gritar de asombro.
Quiero dar una idea de la abrumadora sensación de reverencia que los hongos sagrados provocan entre la población nativa de las montañas mexicanas. En la tribu mazateca donde los tomé por primera vez estos hongos en especial no son «hongos»: pertenecen a otra categoría. Hay una palabra, thain5, que abarca a todos los fungi: los comestibles, los que son inocuos aunque no puedan comerse y los venenosos; a todos los fungi menos los sagrados. Los hongos sagrados reciben un nombre que es un eufemismo de otro nombre ahora perdido: son ?nti2xi5tho5. (En mazateco, cada sílaba puede pronunciarse en cuatro tonos distintos, o con entonaciones que van de uno a otro; el más agudo es 1 El signo inicial ? es una oclusión de la glotis). El primer elemento, ?nti2, es un diminutivo de afecto y respeto. El segundo, xi5tho5, significa «el que brota». Así pues, la palabra completa sería «el pequeño que brota». Pero esta palabra es sagrada: no se escucha en el mercado ni en donde haya un grupo de personas reunidas. Es mejor traer el tema a colación por la noche, a la luz de una fogata o de una vela (veladora), cuando uno se encuentra a solas con sus huéspedes. Entonces ellos se extenderán largamente sobre las maravillas de estos hongos prodigiosos. Es probable que en lugar de dicho nombre eufemístico utilicen incluso otros eufemismos más avanzados: los niños santos o las cositas, en mazateco. Cuando partíamos a caballo de las montañas mazatecas, después de nuestra primera visita, preguntamos a nuestro muletero, Víctor Hernández, cómo había sido que los hongos sagrados llegasen a ser llamados los pequeños que brotan. Víctor había recorrido las montañas durante toda su vida y hablaba español, aunque no sabía leer, escribir, ni decir la hora en el reloj. Su respuesta, preñada de emoción y sinceridad, alentaba la poesía de la religión, y yo la cito aquí palabra por palabra, tal como él la pronunció y yo la anoté entonces en mi libreta:
El honguillo viene por sí mismo, no se sabe de dónde, como el viento que viene sin saber de dónde ni por qué.
Víctor se refería a la génesis de los hongos sagrados: brotan sin semillas ni raíces, un misterio desde el principio. Cuando le preguntamos a Aurelio Carreras, carnicero de Huautla, a dónde nos llevan los hongos, dijo sencillamente: «Le llevan allí donde Dios está». Según Ricardo García González, de Río Santiago, para tomar los hongos «hay que ser muy limpio, es la sangre de Nuestro Señor Padre Eterno». Los testimonios anteriores son de habitantes del pueblo que hablaban español y que elegimos al azar; expresan la religión en su esencia más pura, sin ningún contenido intelectual. Aristóteles dijo de los misterios eleusinos precisamente lo mismo: los iniciados debían sufrir, sentir, experimentar ciertas emociones y estados de ánimo; no estaban ahí para aprender nada.
Cuando el hombre emergía de su vasto pasado, hace milenios, hubo un estadio en la evolución de su conciencia en que el descubrimiento de un hongo (¿o fue una planta superior?) con propiedades milagrosas constituyó una revelación, un verdadero detonador para su alma que despertó en él sentimientos de temor y reverencia, de bondad y amor, en el más alto registro de que la humanidad es capaz; todos esos sentimientos y virtudes que a partir de entonces la humanidad ha considerado como el mayor atributo de su especie. Esa planta le permitió ver lo que estos ojos mortales no pueden mirar. Cuánta razón tenían los griegos al rodear de sigilo y custodia este misterio, este beber la poción. Lo que hoy en día ha desembocado en una simple droga, una triptamina, un derivado del ácido lisérgico, era para ellos un milagro prodigioso, inspirador de poesía, filosofía y religión. Tal vez con todos nuestros conocimientos modernos no necesitemos ya de los hongos divinos. O ¿los necesitaremos más que nunca? No falta quien se moleste porque la clave, aun de la religión, pueda reducirse a una mera droga. Por otra parte, tal droga es tan misteriosa como siempre lo ha sido: «como el viento que viene sin saber de dónde ni por qué». De una simple droga brota lo inefable, surge el éxtasis. No es el único caso en la historia de la humanidad en que lo más bajo ha dado origen a lo divino. Parafraseando un texto sagrado diríamos que esta paradoja es difícil de aceptar, más digna de que todos los hombres crean en ella.
¿Qué no darían nuestros estudiosos de la antigüedad clásica a cambio de la oportunidad de asistir al rito en Eleusis, de hablar con las sacerdotisas? Llegarían a los recintos, entrarían a la cámara sagrada con la reverencia emanada de los textos que han venerado a lo largo de milenios. ¡Qué propicio sería el estado de su espíritu si se les invitara a compartir la poción! Pues bien, tales ritos ocurren ahora, ignorados por los estudiosos de la antigüedad clásica, en habitaciones apartadas, humildes, techadas con paja, sin ventanas, lejos de los caminos trillados, en lo alto de las montañas de México, en la quietud de la noche, rasgada sólo por el ladrido lejano de un perro o el rebuzno de un asno. O bien, ya que nos encontramos en la temporada de lluvias, el misterio puede celebrarse bajo un aguacero torrencial, con el acompañamiento de truenos terroríficos. Y entonces, por supuesto, mientras uno yace ahí bajo el efecto de los hongos, escuchando la música y contemplando las visiones, conocerá una experiencia estremecedora al recordar cómo algunos pueblos primitivos creían que los hongos, los hongos divinos, debían su origen a la participación celestial de Parjanya, el dios ario del rayo, que los engendraba en la suave Madre Tierra.
Hay quien ha llamado a la micología el entenado de las ciencias. ¿No está ahora adquiriendo una dimensión totalmente nueva e inesperada? La religión se ha encontrado siempre en el meollo de las más altas facultades del hombre y de sus mayores logros culturales; a partir de tal perspectiva quiero ahora pedirles que consideremos nuestro humilde hongo: ¡qué testimonios de nobleza y de añeja estirpe van respaldándolo!
R. Gordon Wassom