5
LA mente de Ushtu se extendió, palpando, tanteando, hurgando en las torturadas profundidades de las almas humanas que le rodeaban. Al cabo de pocos momentos, había localizado a un guardia de servicio que odiaba su trabajo, que le unía al Estado, y que esperaba un milagro.
El torbellino de muchos años cristalizaron de pronto en una decisión. Había una gran paz dentro del guarda.
—Perdóname —dijo a su contrincante partida de ajedrez—; he de ir a un sitio...
Cruzó una puerta, dobló en torno al bloque de celdas y entró en él por la parte trasera. Sabía que el nuevo prisionero era un científico; pudo escuchar fragmentos del salvaje interrogatorio anterior de aquel día y como entonces sus dudas se agitaron, ahora de pronto había decidido que tenía que hacer a aquel hombre unas cuantas preguntas por su parte.
—Petrov —susurró desde fuera de la puerta—, Dr. Petrov.
Boris se adelantó, cogiéndose a los barrotes de la celda. Ushtu no quedaba a la vista, pero era él quien condujo el coloquio de cinco minutos. Al final el guarda abrió con llave la puerta de Boris.
—Vamos —dijo en silencio—; y que la Providencia nos acompañe.
Boris no pudo decir si la deleidad caminó junto a ellos o no lo hizo. Pero Ushtu sí que estaba allí, extendiendo el sueño y la inconsciencia como un velo en su torno, él mismo invisible para todos, excepto para un hombre. Los demás prisioneros dormían; no hubo alarma. Cuando los rebeldes llegaron a las porciones exteriores de la cárcel, los diversos centinelas —por el más improbable de los milagros— no miraron hacia los rincones exactos en donde Boris y Ushtu estaban plantados. Dejaron pasar a su colega cuando les dijo que tenía una misión... entonces, de manera igualmente improbable, todos miraron. en otra dirección cuando sus dos compañeros, los fugitivos, pasaron por su lado.
Los tres salieron a la noche que era dura y cruel de frío, viento y nubes que soplaban desde el este con la nieve girando al caer en las calles vacías. Se estremecieron de frío y corrieron la mayor parte del camino hasta que encontraron un coche aparcado al exterior de un edificio. En él habla un conductor militar. Ushtu le hizo dormir mientras Boris y el guardia Yakov se acercaron; no se movió hasta que brazos poderosos le rodearon el cuello y entonces ya fue demasiado tarde para los movimientos.
El coche rugió por las calles de la ciudad en un torbellino de prisa desesperada, saliendo hacia el aeropuerto. Frenó ante la puerta principal, y los centinelas, ordinariamente recelosos, allí apostados dejaron que los dos hombres y el monstruo invisible cruzasen... obedeciendo simplemente a la palabra de que tenían una misión urgente. Quizás el hecho de que uno de los hombres llevase uniforme de la policía secreta, tuvo algo que ver con ello. O puede que...
No era noche para velar, pero un reactor militar estaba calentando sus motores dentro del hangar. El mecánico principal decidió de pronto que era un buen momento para que alguien despegara y que por tanto pudiese ordenar a sus subordinados que preparasen la máquina para hacerle una prueba. Pero cuando un hombre con el uniforme de policía secreta apareció y le pidió el avión, nadie protestó... aunque, ordinariamente, habrían estado alerta, y consultado con una autoridad superior.
Boris que, como reservista, tenia alguna experiencia, tomó los mandos y el. reactor surcó los aires. Cuando estuvo por encima de las nubes, a la escalofriante y fría claridad de las estrellas, tomó rumbo éste hacia la gran planta conversora. Era uno de los pocos que conocían su situación; había estado allí varias veces.
Yakov, no viendo ni sabiendo que una criatura iba con ellos, no podía creer que todo se hubiese producido con tanta facilidad. Permaneció sentado y boquiabierto mientras Boris aumentaba la potencia de los motores y dejaba tras de sí el estampido de un trueno.
—¿Por qué lo hice? —murmuró—. Debo estar loco. ¿Cómo lo hemos logrado?
Media hora más tarde, el reactor descendió por encima de la masa extensa de la fábrica.
—Será mejor que nos demos prisa —dijo Boris, y su rostro se retorció con la. tensión—, Ahí abajo hay muchos cañones antiaéreos.
—Sí —murmuró Ushtu—. Un momento.
Se inclinó hacia adelante, una sombra más, carente de todo sentido de humanidad, volando por el firmamento de un mundo que había muerto antes de nacer. Con sus percepciones sensitivas reunidas a su manera, notando cómo los átomos estallaban allá abajo, analizando, calculando, llegando a un resultado final escalofriante.
Una bomba, incluso pequeña que cayese precisamente en aquel punto, destruiría el circuito y cerraría un conmutador que destruyendo al mismo tiempo cierto recipiente, enviaría a toda la fábrica en pedazos por la estepa.
—¡Ahora! —dijo.
La bomba cayó, Boris hizo que el reactor saltase hacia el cielo en busca de seguridad.
Durante los momentos en que caía la bomba, Ushtu pensó mucho. No había motivo alguno para que pensase de pronto en su propia época, en su casa; los fríos desiertos brillantes y las herbosas montañas asomando en un cielo sin nubes; los enjambres y cachorros y Chutha, su bien amada, y la profunda maravilla de formar parte de algo. Pero así lo pensó Y el recuerdo de su hogar fue un dolor fiero y ciego dentro de si, y quizás gritó al caer la bomba.
El cielo flameó lívido. Durante un momento las estrellas desaparecieron; el firmamento fue un cuenco de latón incandescente y un infierno blanco azulado de radiación, corriendo en estampida por las llanuras invernales en contra de un horizonte tembloroso. Nómadas, a cien millas de distancia, vieron la columna de luz alzarse al borde del mundo y aullaron tratando de aplacar al furioso Dios nuevo, cayendo de bruces sobre la nieve en muda adoración. Luego vino la obscuridad y la columna de humo y polvo de furia rugiente, subiendo y subiendo hasta que tapó a Orión y surgió entre las constelaciones. Los sismógrafos se volvieron locos en todo el planeta.
Nunca se pudo saber si Ushtu tuvo un brevísimo instante de consciencia antes de desaparecer, si se dio cuenta, que él y su mundo habían servido su propósito; y sí, en aquella gran angustia, aún recordó su casa y a Chutha. ¿Es posible que un ser puede saberse a sí mismo parte de una cadena casual de autoanulación?
Lo más probable es que se diese cuenta de la nada; porque, después de todo, nunca había existido realmente.
Boris y Yakov se miraron uno a otro con creciente maravilla, muy alto en el firmamento, por encima de las ruinas del sueño de un tirano. Apuntaron el reactor hacia la más próxima frontera.
—Si dudas que la Providencia pueda cambiar e curso de los acontecimientos —dijo el filósofo—, necesitas sólo echar un vistazo a esa fantástica serie de aparentes accidentes, de coincidencias y de sencillos milagros que ha hecho posible para ti detener la carrera del hombre hacia el suicidio. Yo no deseo despreciar tus consecuciones, Boris, pero... bueno, considéralo. Era improbable en primer lugar que, después de escapar, tú pudieses, en un momento de histeria disparar contra algún enemigo imaginario y al hacerlo así atraer a la policía sobre nosotros y que nos quedásemos también paralizados por el desastre e incapaces de hacer ninguna resistencia efectiva. Pero la súbita decisión de tu amigo Yakov de libertarte, es un impulso que él mismo nunca ha sido capaz de explicar. Violaba todo sentido común y eso (a través de la secuencia más increíble de fallos, negligencias, descuidos, rebeliones y sueños, por parte de un hombre tras otro) hizo que vosotros dos fueseis capaces de escapar y de robar aquel reactor, demuestra simplemente, que el destino, o la suerte si lo prefieres, sobrepasa todo sentido común. ¿Eh? Y que tu bomba dejada caer a lo loco, diese precisamente en donde estropearía todo el asunto y matara a una pequeña cantidad de hombres clave que estaban cerca, ¿no te hace creer en ángeles de la guarda?
"Claro, los acontecimientos que siguieron y que condujeron a nuestra última liberación resultaron bastante lógicos... pero precisamente ese instante crucial en el que te imaginaste triunfar y que apenas puede ser explicado, excepto si recurrimos a alguna especie de ayuda sobrehumana.
—Pero yo creí que usted dijo una vez que la intervención divina implicaba la reforma del plan inicial por parte de la deidad —objetó el físico.
—Perfectamente. Yo no creo en el milagro viejo estilo, no —el filósofo fumó satisfecho su cigarro—. Por otra parte, si el hombre tiene libre albedrío, es necesario alguna especie de sistema de control divino para mantener nuestras inteligencias nítidas para impedir que hagan un lío demasiado grande con las cosas.
—Ya vuelve otra vez —se quejó el físico—. Ya le he dicho que el libre albedrío es una ilusión, que crece de nuestro imperfecto conocimiento de la psicología... que entre otras cosas viene de los principios de la casualidad y de la conversión de la energía.
—Clerk Maxwell pensó de otro modo —dijo el filósofo con suavidad—. Sugirió una vez que hay tiempos cruciales cuando dos o más acontecimientos son igualmente posibles. Como el electrón darwiniano que te mencioné. La casualidad universal es una noción que la ciencia, incluso desde Heisenberg, ha tenido que abandonar; y la simple energía y las consideraciones momentáneas no detenían únicamente el desarrollo de todas las situaciones.
"Aquí tenemos, decía Maxwell, que el libre albedrío puede encontrar su lugar. Sin gastar energía por si misma, la mente puede ser capaz de actuar como factor determinante para zanjar cuál de las diversas posibilidades ha de ser realizada en la actualidad. ¿Vamos a utilizar la energía atómica para destruirnos... como nuestros últimos gobernantes parecían querer... o para construir un mundo en que se pueda vivir, como la ONU trata ahora de hacer? Yo no pienso que un simple análisis de energía momentánea... incluso electrón por electrón... revelara cuál es o cuál ha de ser la actual decisión; las partículas individuales no están sujetas a la casualidad. No, se tiene que añadir un factor extra, y ese es el factor que yo llamo libre albedrío.
—Pero en ese caso —dijo el físico—, su Providencia ha abierto las puertas del caos. Porque entonces, los hombres podrán hacer cuanto quieran y lo más probable es que se pierdan olvidándose y apartándose de cualquier plan divino ya creado. En serio, ¿cómo puede usted reconciliar su creencia del libre albedrío con su creencia de que el universo tiene un propósito definido... un destino?
—Porque mi estudio de la historia, me ha convencido de que vamos a algún lugar y aunque las cosas de vez en cuando aparezcan desesperadas, alguna improbabilidad ocurre para salvarnos —replicó el filósofo—. Piensa en tu propia y fantástica experiencia, como un ejemplo entre muchos. ¿Eh?
—No, no creo que la Providencia tenga, que intervenir personalmente para salvarnos de nosotros mismos. Pero creo que... Él... ha instalado un..., un gobernador, un sistema de reivindicación negativo en el universo, para que las ofensivas partidas y separaciones del plan, necesariamente, provoquen sus propias medidas correctivas. Tenemos libre albedrío... tenemos que salvarnos a nosotros mismos... pero estamos guardados contra que nos arruinemos o nos destruyamos nosotros también.
—Eso es una forma de la teleología, ¿verdad? —preguntó el físico.
—No del todo —dijo el filósofo—. La teleología, es, poco más o menos, la idea de que el futuro puede tener una influencia casual en el pasado. Mis propias creencias me requieren tal presunción.
—Aún así —murmuró pensativo—, el concepto abre algunos aspectos fascinantes especulativos.
Entonces sería posible para un hombre hacer cualquier cosa antigua y evolucionar los futuros no predestinados. Pero el gobernador del destino empezaría a operar; y estos mismos futuros influirían al pasado, de tal manera, que ellos mismos no pudieran llegar nunca a plena existencia. Eso podría ser el principio actual de la realimentación, ya se sabe: cualquier cadena de acontecimientos no acordes con el destino total, debe adaptar necesariamente su propio pasado y así anular su existencia.
—Ahora —rezongó el físico—, va usted demasiado lejos. Usted cae en la autocontradicción. O una cosa ha ocurrido o no ha ocurrido; la lógica no admite una clase intermedia de semirrealidad. Estos futuros hipotéticos autoanulantes suyos nunca han, y nunca podrán existir.
El filósofo asintió con curiosa amabilidad.
—Sí —dijo con voz tranquila—, sí, en eso debes tener razón; nunca existieron.