A la vuelta de un siglo - James Blish
SÓLO poco después de obscurecer los reporteros lograron encender una hoguera, a la que mantuvieron cálida y alta con cuanto les fue posible hallar en la nevada campiña que rodeaba a la colina. Su trabajo consistía en cubrir la llegada del siglo XXI para la primera edición —la hoja rosa, como se la llamaba— de los periódicos facsímil, desde un punto de vista bastante especial de la Iglesia de los Dones Retenidos. Pero puesto que la vuelta del siglo era improbable que se presentara inesperadamente, el mantenerse calientes tenia prioridad.
Dentro de una hora, sin embargo, los tres antiguos pedazos de barandilla de cerca con los que se formó la hoguera, se habrían consumido. Puesto que nadie se ofreció voluntario para bajar hasta la cerca por más madera, cuando llegó esa hora las llamas se redujeron considerablemente.
Sin embargo, aún brillaban lo bastante para mostrar el costado cercano del arco de madera sita en lo alto de la colina. Ocasionalmente, cuando cambiaba el crudo viento, podían oírse voces cantarinas procedentes del interior de aquel navío con aspecto de juguete. Los reporteros no prestaron atención; aún no era lo bastante tarde para que «Viniera el Reino».
Después de jugar un rato a «echar un pulso» sobre la lona, entraron en circulación las botellas. Esto provocó unas pocas discusiones entre los jugadores, pero cada cual estaba demasiado helado para interesarse seriamente por pelear. Todo se disipó en el acto cuando uno de los reporteros más jóvenes salió de la nevada obscuridad con dos pollos, que fueron desplumados y desmembrados prontamente, aunque de manera inexperta.
Los operadores de video habían estado hasta ahora eludiendo la hoguera, puesto que velaban sus fotogramas. Unos cuantos se habían trasladado al otro lado de la colina para fotografiar el botecillo de la cumbre silueteado contra el resplandor. Pero cuando comenzó a extenderse el olor a pollo, empezaron a regresar individualmente o por parejas, aunque resultara claramente imposible repartir sólo dos pollos entre tanta gente.
—¿Por qué no los echamos dentro de la cacerola? —sugirió un veterano reportero.
—¿Qué te imaginas que es esto, una fábrica de sopa? Deja que esos malditos buscones monden sus propios pollos, como hice yo.
—No chaval. Pienso usarlos como apuestas en el juego de dados. Por lo menos, parte de los pollos.
—Buena idea —dijo uno de los más aficionados al juego enderezando penosamente la espalda.
—Vete al infierno —exclamó uno de los improvisados cocineros—. Yo me quedo con mi parte. De todas maneras, el dinero no es bueno. El año que viene lo emplearemos para envolver desperdicios, dado el modo en que va desapareciendo el pliofilm.
—Me parece que tú si que te convertirás en un desperdicio si dejas que se queme esa ala —le advirtió el joven reportero—. De cualquier forma, puede que el año próximo sea diferente. Tengo un presentimiento, 1999 es sólo otro maldito año, pero parece que el año 2000 tiene que ser algo especial.
Hubo un zumbido sibilante por encima de las cabezas y toda la nevada tierra de granja se tornó fulgurantemente blanca y sin sombras. La bengala-paracaídas tardó largo rato en apagarse... lo bastante para que los del video corrieran a sus cámaras y enviaran varias y claras tomas del arca.
La luz fue lo suficientemente brillante como para mostrar los símbolos cabalísticos que habían sido pintados en sus costados en diferentes colores e incluso para captar la voluta de humo que salía por la chimenea que estaba en lo alto del techo de un castillete. Ninguna persona quedó visible para las cámaras, pero una tomó la cabeza de un perro mestizo... los ojos entrecerrados, las orejas gachas... asomada tentativamente por uno de los cuatro ojos de buey sitos bajo cubierta.
—Será especial... como eso —dijo el veterano reportero, señalando con la cabeza hacia el cielo donde el resplandor resultaba mortecino—. Sólo que la última vez que veas una luz así no podrás hacer ningún comentario después. Te habrás convertido en gas.
El joven pareció apesadumbrado y dudoso.
—Sí —dijo—. ¿Por qué esos holgazanes de Washington no se quitan el plomo de las bragas y bombardean Buenos Aires? ¿Por qué nos quedamos sentaditos, esperando que ellos nos ataquen primero?
—Eso no es cuenta tuya ni mía, hijo. No querrás que los chicos de Washington empiecen nada antes de que tengan el lugar estrujado y seco, ¿verdad? Vamos, pásame un pedazo de esos ahora que estás con ello.
—Sigo pensando que quizás Kruschev tuviera razón —dijo el joven con tozudez—. Debimos haber escarmentado del último chasco y dejar que los comunistas barrieran por nuestra cuenta al Brasil y a las dictaduras de otros países europeos. Antes que nosotros estaban contra esos pájaros.
—Malditos sean todos estos arbustos —gruñó uno de los hombres—. No hay a mano ni uno sola rubia con la que tumbarse a su amparo. Vaya sitio infernal para pasar la entrada de Año Nuevo. ¿Qué pasará ahora en Times Square?
El veterano reportero se encogió de hombros.
—Estará lleno de gente y todos mirarán a la pantalla de video del edificio del Times, esperando ver lo que les sucede a esos «puddings» de lo alto de la colina. No les habéis enviado hasta ahora mucho que ver.
—«Nada que mirar» es justo lo que tenemos aquí para enviarles. Si realmente hubiese de producirse algo que ver, este sitio estaría lleno de cables desde aquí hasta Dubuque.
—Y un infierno que sí. Todos vosotros estaríais escondidos bajo las mesas de casa Jimmy, esperando que el Señor, en medio de la confusión, pasara por alto vuestros pecados...
—Que sea como a ti te guste, papaíto...
Hubo una renovada explosión de cánticos en la colina y pudo oírse cómo una voz potente gritaba palabras indistinguibles. En medio de la segunda estrofa, una vaca mugió disgustada. Habían muy pocos animales en la lancha salvadora.
—No me pescarás escondiéndome bajo ninguna mesa —dijo el más joven, dejando la botella en el suelo—. La bomba infernal o el fin del mundo son lo mismo para mi. Soy tan bueno como cualquier hijo de vecino y no me importa quién lo sepa. Lo que digo es, ¿eres un hombre o un ratón?
—Se refiere a una tirada —dijo uno de los ayudantes, sacando los dados de la nieve y mirando de reojo al veterano—. Eh, me parece que te he reconocido. ¿No eres el fulano que explotó la historia de los hielos fundentes del polo? ¿Qué diablos haces aquí? Deberías estar nadando en dinero...
—Me pillaron mientras aún lo gastaba —dijo con un gruñido el viejo—. ¿Y a ti qué? Te diré otra cosa, además, metomentodo. Esos tipos universitarios están ahora todos en libertad condicional. Gracias a los lloriqueos de sus hermanitas; hasta el último de ellos. Y aquí es donde me han enviado... ¿y por qué? Por nada, por nada...
—Es duro —dijo el jugador de dados.
—Por mí, no me importa —continuó el veterano—. Lo que me mata es dejar que esos tipos se vayan de rositas. Un año en chirona... ¿qué es en la vida de un chaval? Deberían enrolarlos a todos por el plazo completo en la infantería. Eso serviría para enderezarles. Yo fui jefe en la última quinta. Si hubiesen estado a mis órdenes...
Uno de los ayudantes se levantó, echando un roto travesaño al fuego.
—Las doce menos cuarto —dijo.
Todos se levantaron; algunos con envaramiento; nadie con prisa. A lo lejos podía oírse el zumbido, muy suave, en su viaje de regreso.
—Bueno, me alegraré mucho cuando haya terminado —dijo el viejo reportero sin dirigirse a nadie en particular. El joven, con la cabeza ladeada, le abordó.
—Va a ser también muy duro para los muchachos de sobre la colina —dijo—. Quiero decir que... uno piensa que marcharse en una cosa así será bastante malo.
—¿Y por que?
—Bueno, trata de ponerte en su lugar. Serán remolcados hasta el cielo, a las doce en punto. El resto de nosotros se supone que moriremos ahogados o quemados, o algo por el estilo. Cuando no ocurra nada, la sorpresa será mayúscula. Cualquiera pensaría que será duro para ellos; o bien hacerles planear y tocar tierra, o hacerles recobrar el sentido.
—No será nada de eso, sin embargo. Conozco a los de su clase. No dan su brazo a torcer.
El zumbido se instaló sobre la colina y pasó de nuevo esta vez más cerca. El viejo tropezó en una piedra y soltó un reniego.
—No cambiarán ni pizca. ¿Por qué diablos no deja caer esa bengala? ¡Nunca cambiarán, hijito; nunca cambiarán!