Me gusta la cabina de los locutores. La vista es diferente desde allí. Muy distinta a la que se tiene desde abajo. La gente se ve pequeña, y sus ropas forman un conjunto multicolor. Es posible ver la totalidad del estadio, que parece verdaderamente un gran tazón. Un tazón de uvas.

Por encima de las tribunas, aquella tarde se divisaba la torre de una iglesia, y más allá, los edificios de la ciudad. El cielo estaba grisáceo y sucio como acero viejo, pero el aire resultaba estimulante. Se respiraba con placer.

Fuera cual fuese el tiempo, el caso es que el público había acudido. Para el gran partido del siglo teníamos apenas entradas vendidas. Las tribunas tienen capacidad para veinte mil espectadores, de modo que había sitio de sobra. La gente se acomodaba a su gusto, aproximándose lo más posible al campo de juego. Era precisamente lo que esperábamos: un compacto racimo de uvas.

Subí las escaleras con tiempo de sobra. Barney Blue, más conocido como Ba Ba Blue, ya estaba allí. Su ayudante, un muchacho, se hallaba con él. Todo estaba preparado para la emisión radiofónica. No se televisaría esta vez el partido. ¿Quién iba a mirar?

La cabina de prensa se encontraba vacía. Aún faltaban dos horas. Sólo Dios sabe por qué Ba Ba Blue había llegado con tanto adelanto. Yo no quería actuar precipitadamente. Tan sólo esperaba que Jack y Shelly Lubachik tuvieran el sentido común suficiente para dominarse.

Mucho dependía de lo razonable que fuese Ba Ba Blue, y, a decir verdad, no era demasiado inteligente. Al pensar de nuevo en ello, creo que su forma de actuar fue lo que me preocupó.

—Eh, Vic, ¿qué demonios estás haciendo aquí arriba? —me preguntó.

—Nunca estuve aquí, después de tantos años de salir al campo de juego —contesté.

—Éste es Vic Lazisky —dijo Ba Ba Blue a su ayudante—. Vic, te presento a Wally Brom.

—Sí, ya le conozco —repuso el muchacho, mientras estrechaba mi mano.

Me di cuenta que era uno de esos chicos que conocen mi carrera con todo detalle. Siempre me ha sorprendido pensar en los que leen y hablan de uno, y a quienes por lo general jamás llegamos a conocer.

Luego llegó el técnico de Ba Ba con unos cafés. Era un hombre pálido y pequeño, del que no se podía esperar que crease ningún problema.

—Hola, Vic —me dijo, a pesar que nunca me lo habían presentado.

—Mucho gusto —le contesté.

—¿Quiere un café?

—Creo que lo voy a aceptar.

Tomé un sorbo del vaso de papel y me escaldé la lengua.

—Esto está ardiendo —comenté.

Los cuatro tomamos asiento. No había otra cosa que hacer más que esperar. De modo que nos pusimos a hablar de las últimas marcas deportivas. A su debido tiempo, una hora antes de que comenzase el partido, se presentó Jack con la caja, que estaba envuelta en papel verde floreado, como si se tratara de un regalo. Recuerdo que eso me hizo gracia.

—Hola Ba Ba —dijo Jack, que fue presentado al grupo.

No debíamos empezar hasta pasados unos veinte minutos.

—¿Qué pasa aquí arriba?

—¿Dónde está Shelly? —me preguntó Jack.

—Tiene que reunirse conmigo —respondí, preocupado ante la posibilidad que Shelly hubiera tenido algún problema abajo.

El ayudante, Wally, se puso en pie y bostezó.

—Me acosté tarde —explicó.

—Pues no te duermas cuando trabajas conmigo —le dijo Ba Ba.

—¿No van ustedes abajo? —inquirió el ayudante.

—Después —contesté—. Aún es temprano. Para este partido nadie se da prisa.

—No necesitas jurarlo —manifestó Ba Ba Blue.

Sobre el césped, algunos de los muchachos ensayaban forcejeando entre ellos. La banda tocaba para entretener a los espectadores. Una de las animadoras daba saltos mortales. Desde donde me encontraba, su trasero no se veía mayor que una uña mía. Podía cubrirlo manteniendo mi pulgar alejado de los ojos.

—Desde aquí parecen enanitos —declaré.

Los periodistas llegaron a sus cabinas. Morey Jackman y Bob Lane. Me pregunté qué les habría ocurrido a los otros. No podíamos llevar a cabo el asunto mientras no cubriesen aquella parte, puesto que la casilla de prensa estaba justamente al lado de la que ocupaban los locutores de radio. Por fin, se presentaron cinco de los nuestros, pero Shelly no estaba entre ellos.

—Shelly me preocupa. En circunstancias normales no crea ningún problema, pero ante un caso apurado se trastorna en seguida.

—Creo que ya es hora —dijo Jack Wilks.

—En efecto —respondí.

—Bien, buena suerte.

—¿Por qué buena suerte? —preguntó Ba Ba Blue—. ¿A qué vienen esos misterios?

Entonces les dije a Ba Ba y a los demás:

—Fíjense allá, encima de la otra cabina.

—¿Qué ocurre, Vic? —inquirió Ba Ba, y entonces me vio con la pistola en la mano.

—Ninguno de nosotros quiere complicaciones —aseguré—. De modo que sean juiciosos.

No les haríamos nada a menos que fuese absolutamente necesario, según decían nuestras órdenes. Se nos había explicado que serían los periodistas quienes relatarían el suceso posteriormente. Ninguno de nosotros podía comprenderlo en aquel momento.

—Vamos, Vic… —dijo Ba Ba.

Jack abrió la caja del regalo y extrajo cuerdas, esposas y un magnetófono.

—Hoy van a tener vacaciones —declaró—. Nosotros haremos el trabajo por ustedes.

Jack apretó una tecla del magnetófono a pilas, y Ba Ba se oyó a sí mismo comenzando a describir el partido. Incluso se escuchaba el rumor y los vítores de los espectadores.

—Ese soy yo, maldición —manifestó Ba Ba—. ¿Cómo han conseguido mi voz?

—En estos tiempos hay gente capaz de imitar cualquier clase de voz, incluso la del presidente —aclaró Jack—. ¿Por qué no iban a imitar la tuya?

—Jack, a tu trabajo —dije—. No necesitas explicar nada.

Jack conectó los cables de modo que el sonido del magnetófono se transmitiera a la emisora. Ignoro cómo lo hizo. Yo no soy técnico en la materia.

—Ba Ba, ¿quieres saber quién ganará? —pregunté.

—Vic, esta broma me hace muy poca gracia.

—No se trata de una broma. El partido ya está todo jugado aquí dentro. Las jugadas son emocionantes, y el final mucho más espectacular. En los últimos segundos los Royal marcan el tanto del triunfo. Chico, espera a que los corredores de apuestas se enteren del resultado. Nos tienen anotados 21 puntos en las hojas.

Jack quitó al técnico el papel que indicaba el momento en que debían intercalarse los anuncios y demás. Ba Ba Blue ordenó al técnico que no entregara la hoja, y éste se la quitó de las manos a Jack; entonces éste le dio dos bofetadas en la boca.

—Usted va a actuar como de costumbre —dijo Jack—. Si hay un solo fallo es hombre muerto, ¿me entiende?

—Entiendo —respondió el técnico.

—Yo no comprendo —terció el ayudante.

—Es muy fácil —intervine yo—; si se comportan con docilidad no les pasará nada. Tienen que hacerse a la idea que hoy somos nosotros quienes actuamos aquí. Ustedes sólo van a sentarse y mirar lo que hacemos.

—Basta ya de tonterías —dijo Ba Ba—. Esta es una jugarreta de muy mal gusto, Vic. Y ahora, márchense de aquí. Estoy harto de esta comedia.

Un redactor trató de saltar desde la vecina casilla de los periodistas. Morey le tomó por una pierna. Quedó colgando a medias sobre la barandilla, pero Morey lo subió como un pescado. El redactor, que según creo era el del News, intentó forcejear. Morey no tuvo más remedio que darle una cuchillada en el pecho.

—Morey, ése era un redactor —le dije por una ventanilla de la cabina.

—No podía dejar que se estrellara contra el cemento —me contestó.

—¿Cuánto falta ahora? —le pregunté a Jack.

—Seis minutos.

—¿Dónde está Shelly?

—Ni idea —contestó Jack—. Probablemente esté comiendo.

Entonces Jack imitó a Shelly cuando comía, haciendo restallar la lengua contra el paladar, con la boca llena. No era el momento más apropiado para aquellas bromas, pero lo cierto es que Shelly tiene muy pocos modales en la mesa.

Procedimos a atar y poner esposas al locutor y a sus ayudantes. Amordazamos a Ba Ba y a Wally, pero no lo hicimos con el técnico. Ba Ba hacía unos ruidos divertidos: «Ump, ump, ump»; tenía la cara purpúrea.

—¿No puedes tomarlo con calma? —le dije—. Mira, Ba Ba, te aseguro que no te pasará nada.

Ba Ba se calmó entonces, exceptuando sus ojos, que muy abiertos se fijaban en todo. Eso estaba bien. Pensé en la página deportiva y en lo que Ba Ba iba a escribir. Francamente, no esperaba leerlo nunca, pero alguien lo haría. Valía la pena después de tantos años.

Comenzaron a tocar el himno nacional.

La multitud se puso en pie y los jugadores se llevaron la diestra al corazón. La música llegaba con un pequeño retraso hasta nosotros. Podía verse al del bombo golpear su instrumento, y una fracción de segundo después se escuchaba la percusión.

Por si me he olvidado de mencionarlo, debo advertir que los chicos de la banda estaban con nosotros, lo mismo que los vendedores de salchichas y cacahuetes, los taquilleros, los acomodadores, los auxiliares de campo, los telefonistas, los guardias privados, y, ante mi sorpresa, hasta las animadoras. Todos estaban con nosotros.

Yo eché una mirada al estadio. La gente cantaba el himno rápidamente, para que empezase el partido.

—Jack, ¿crees que esto saldrá bien? —le pregunté a Wilks.

—¿Quién puede decirlo?

—Creo que lo conseguiremos —dije confiado.

Los altavoces empezaron a dar las alineaciones de los equipos, y el público notó que faltaban nombres como el mío, el de Jack, el de Morey, el de Bob Beefer, el de Rocco y otros. Yo había defendido la conveniencia de enviar sustitutos con nuestros números en la camiseta, pero se limitaban a decir: «No es necesario, negativo.» «No es necesario, negativo.» Así hablaban ellos, como los robots de la televisión.

Nuestro coordinador, Siggy Mulosk se presentó hacia las dos.

—¿Qué tal va eso? —le preguntamos.

—Todo marcha bien —contestó.

—¿Está todo interceptado?

—Todo se halla bajo control, incluso los retretes.

—¿Has visto a Shelly? —le pregunté, antes de que él hiciera lo mismo.

—Ya debiera estar aquí. Su puesto es éste.

—Vendrá, no te preocupes.

—Voy a anotarle en la lista.

—Por todos los cielos, te pareces a ellos. Anótalo si eso te hace sentir mejor. Pero lo tendré en cuenta.

—No me sermonees —dijo el coordinador.

—Ya conoces a Shelly —añadí—. Él hace lo que puede.

—Tengo que anotarlo. Cualquier equivocación sería por mi culpa. Debo hacerlo, Vic.

—Bueno —admití con desgana.

Jack puso en marcha la grabación. Se escuchaba el relato del partido. Sin embargo, nada estaba ocurriendo aún en el campo. Pero a Jack le habían dicho que pusiera en marcha el magnetófono en el minuto preciso, y así lo hizo. La radio transmitió el partido antes de que empezase, pero eso nada importaba, puesto que nadie podía ya abandonar el estadio.

Luego comenzaron en el campo de juego. Los Royal marcaron su primer tanto, pero yo sabía que perderían la pelota en un barullo, dentro de un par de jugadas. Después de ensayar aquel partido tantas veces, resultaba aburrido verlo de nuevo. Me resultaba difícil concentrarme en el juego sabiendo lo que ocurriría en la jugada siguiente. Lo mismo me sucede cuando veo las carreras de caballos. La primera vez resulta una novedad, pero cuando el jockey relata lo que hizo para ganar, siento ganas de echarme a dormir. Me gusta lo imprevisto en las cosas. Cuando alguien me dice que ha visto una película dos veces presiento que está mal de la cabeza. ¿Para qué quieren ver dos veces una misma película?

Los Fierce se adueñaron con el balón después de una melé. Luego los espectadores se enardecieron viendo cómo Billy Hally lanzaba el cuero hasta la línea 35, donde debía patear, pero olvidó hacerlo. Hally corrió hasta la línea 22 y entonces lo derribaron. Sentí simpatía por él. Yo hubiera avanzado hasta el final también si me hubiesen dejado. Podía ver a Hally inmovilizado en medio del barullo, y golpeándose luego el pecho como castigándose a sí mismo por su estupidez al perder la jugada.

Un avión pasó bastante bajo; pero, ¿qué podía ver? Ba Ba lo miró cuando pasaba, y me di cuenta de lo que estaba pensando. Se retorció y casi pareció gritar con los ojos. Luego movió la cabeza hacia mí, como si quisiera decirme algo. Yo aflojé la cuerda y le puse un lápiz y un papel sobre las rodillas.

Escribió: «¿Qué hay de los chicos?»

De modo que él sabía algo.

—Lo siento —le contesté—. Elegimos este partido para complicar al menor número posible.

Entonces Ba Ba escribió: «No, no, no, no» por toda la hoja.

Yo le di unas palmaditas a Ba Ba en la cabeza, igual que se hace con un amigo, y logré un buen resultado: dejó de escribir.

El técnico pasó el anuncio de una mueblería a su debido tiempo, de modo que no tuvimos complicaciones con él. Ba Ba seguía con el lápiz, que daba vueltas en su mano. Le entregué una hoja en blanco, por si la necesitaba. El ayudante parecía estar bien, y no nos molestaba.

En el campo, Pokriss resultó lesionado. No es raro que ocurran estos accidentes. Se hizo daño en una pierna y se lo llevaron fuera. Los espectadores le ovacionaron. ¿Cuántas veces en mi vida habré estado allí abajo, con el trasero molido, mirándolos mientras jadeaba trabajando hasta echar el bofe?

Y sin embargo, jugar significa mucho para mí. He sido un ídolo la mayor parte de mi vida, y tendría mucho menos si no fuera por mi habilidad, lo que no impide que a su vez el juego me haya quitado bastante también.

A las dos y media comenzó el asunto. Si me olvido de algunas cosas o las relato superficialmente, es porque hay demasiado que contar. Pero pueden comprobar lo que digo comparándolo con lo que atestiguaron otros.

Primero fueron los altavoces. No. Primero Rocco Benvegna, Beefer Schwinn y Paul Boylan tomaron posiciones sobre el techo y sacaron las pistolas. Yo vi recortarse sus siluetas contra el cielo.

Ba Ba los vio antes que yo. Tragó saliva primero, y luego tosió con violencia. Allí estaba Rocco, a menos de cien metros de nosotros, hacia la derecha.

Sin embargo, ninguno de los que se hallaban en las cabinas les señaló o los vio siquiera. Estaban mirando hacia el campo de juego: para eso les pagan. Los Fierce habían sido detenidos en la línea de los dos metros, e iban a jugar. La banda tocó unos compases. Yo agité una mano en dirección a Rocco y él me contestó.

La imagen de Rocco en cuclillas, apuntando con la pistola hacia abajo resultaba reconfortante, si se me permite la expresión. Boylan y Schwinn guardaban la misma actitud. Eran como estatuas sobre el techo. Uno podría haber jurado que llevaban siglos allí arriba…

Si usted es un aficionado al fútbol norteamericano sabrá perfectamente que yo soy el jugador central de los Fierce. Aquí yo estaba también en el centro. Siempre en el medio, lloviera o brillase el sol. Yo soy siempre un comodín para ellos, pase lo que pase. Subir con una pistola al techo resulta sencillo y limpio, comparado con mi trabajo. Vigilar a Ba Ba Blue y a los demás era mucho más difícil que la misión de Rocco.

Terminó el primer tiempo con un lanzamiento que los Fierce debían convertir. La multitud enloqueció de entusiasmo. Se hizo la alineación correspondiente para el lanzamiento.

Joey Ribick me ha dicho que cuando tira piensa que los postes son como las piernas abiertas de una mujer. Ribick se preparó y echó hacia atrás la pierna; pero no hubo patada. Se quedó como si estuviera helado. El árbitro se le acercó gritando y dando palmadas, pero él también estaba en el asunto y formaba parte del plan. Ribick sabía que no iba a patear. Es terrible ver a un hombre que, a punto de actuar, es impedido o cesa en su intento. Yo sentí aquella pausa justo en la boca del estómago.

Los vendedores de cacahuetes y salchichas estaban ya distribuidos debidamente, lo mismo que los guardias privados. Me sorprendió que se hallaran de nuestro lado, pero resulta lógico, cuando se piensa en ello. En el exterior, los porteros y otros auxiliares estaban igualmente preparados.

Los Fierce y los Royal empezaron a estrecharse las manos y a darse palmadas unos a otros deseándose buena suerte. Ribick parecía bailar sobre una pata.

La gente, extrañada, emitió unos ees y uuus como si contemplaran aquello por primera vez en su vida. Muchos se subieron en las sillas para ver mejor. Pero aún no había nada que ver.

Los altavoces comenzaron su labor.

Los altavoces aclararon todo.

A pesar de ello nadie se movió, ni gritó, ni trató de escapar. Después de los altavoces aparecieron las pistolas. Nosotros agitamos los brazos para que pudieran vernos. Los vendedores de cacahuetes y de salchichas y los vigilantes, todos movieron el brazo y enseñaron las armas.

Uno podría haber imaginado que cuando los altavoces hablaran, la multitud se dispersaría, pero no ocurrió así. Por el contrario, se juntaron aún más. Las doce mil y poco más que allí había parecían formar un grupo compacto. Nos advirtieron que así ocurriría y sucedió precisamente eso. Supongo que ellos entienden más que nosotros de tales asuntos.

En ese momento, el técnico intercaló otro anuncio, esta vez de un jabón en escamas. Era muy agradable y musical. Ba Ba Blue cerró los ojos y dejó caer la cabeza. Yo hice que la levantara.

Shelly llegó en ese momento.

—Bien venido —le dije—. ¿Dónde has estado? Te han inscrito en la lista.

—Lo siento, Vic —me contestó—. Me trasladaron a la Puerta Cuatro para que vigilase desde allí.

En ese momento los altavoces decían:

«Todos los que se llamen Robert, Bob o Bobby deben bajar al campo.»

Vaya usted a saber por qué, pero lo cierto es que los imbéciles hicieron lo que se les ordenó. Algunos se volvieron en el último instante, o trataron de hacerlo, pero la mayoría hizo lo que se les ordenaba. ¿Por qué?

La banda comenzó a tocar, y los Robert fueron separados en grupos. El primero fue llevado hasta el centro del campo. Los Royal se alinearon en la línea del gol del oeste, y luego cargaron contra los Robert. Uno de éstos echó a correr. Las ametralladoras trazaron un anillo de balas a su alrededor, y luego le acertaron. El hombre dio un salto y cayó al suelo. Los Royal cargaron contra los Robert a la carrera, y se produjeron algunos claros en sus filas.

Shelly me tomó un brazo. Yo me solté. Estaba tan excitado que alcanzaba a oler su sudor. No es más que un niño grande.

Franck comprobó la grabadora, que seguía funcionando normalmente. Decía que el partido estaba en el segundo tiempo, lo cual era verdad, con un tanteo de siete a tres a favor de los Fierce, lo que era mentira, lógicamente. Y uno podía jurar que era Ba Ba Blue el que estaba hablando.

Del primer grupo de los Robert, cuatro habían caído, dos estaban inclinados, y otros siete se movían vacilantes sobre el terreno. Uno de ellos luchaba con Lance Ligima, el cual jugó con él un momento, y luego le pateó con las botas claveteadas.

El siguiente grupo de Robert fue lanzado al césped y soportó la carga de los Fierce. Todos los jugadores estaban ahora en el campo y había mucha más acción.

Los sonidos que nos llegaban hasta arriba resultaban extraños. La gente de las tribunas emitía un murmullo como el de las olas de la playa. Se escuchaba con toda claridad a la banda tocar la música. Cuando uno de los Robert recibía un impacto, percibíamos el ruido con toda claridad. Y recuérdese que estábamos muy arriba.

Siempre me ha gustado el encuentro físico del fútbol americano, incluso siendo niño. Para mí es algo así como el acto carnal sin el debilitamiento que le sigue. Es dureza contra dureza, no duro contra blando. Pero no sé si los Robert que estaban recibiendo los duros embates estaban muy contentos. Creo que los profesionales me comprenderán. El dolor es placer, pero es dolor igualmente.

—Aún quedan muchos —dijo Jack.

—¿Y qué esperabas? —repuse—. Acabamos de empezar.

—¿Cómo habrán venido tantos a un partido tan malo como el de hoy?

—¿Qué iban a hacer en casa? —terció Shelly.

Una parte de los espectadores se dispersó.

De improviso se separaron, cuando un grupo de Robert fue empujado hacia la línea. Echaron a correr desesperadamente, y se podía ver el lugar en donde el grupo se había disuelto, igual que la rotura de un cristal. Luego, el conjunto se disgregó en todas direcciones.

Les cerraron el paso los vendedores de salchichas y de cacahuetes, que dispararon contra ellos, lo mismo que los vigilantes privados. Las ametralladoras también intervinieron; corrieron un instante, y luego cayeron como moscas.

Shelly sostenía los prismáticos de Ba Ba, y yo se los quité. La vista resultaba muy buena desde allí arriba, pero con los binoculares era mejor aún en todos los sentidos. Vi profundas arrugas que aparecían en rostros muy lejanos. Vi una boca que chillaba y una mujer que caía al suelo apoyada en las manos. Vi esas cosas una a una.

—Vamos, dame los gemelos, Vic —me dijo Shelly.

—¿Cuándo bajamos? —preguntó Jack.

—Nos relevan dentro de media hora —contesté.

—No quedará ni uno —comentó Jack—. Miren a Rocco.

—Bueno, alguno quedará —dije yo.

Las ametralladoras hacían llover balas sobre los restos del desperdigado grupo. Otros saltaron al terreno de juego y fueron cazados por los chicos. Pero en las tribunas eran los vendedores y algunos acomodadores los que hacían el mejor trabajo.

Cambió entonces el ruido. Se produjo una conmoción en la multitud. Algunos corrieron hacia el campo. Los altavoces ni siquiera tuvieron que llamar a los John, o los Charlie. Ellos solos bajaron por su propia voluntad. Incluso había mujeres y algunos niños. No se les podía detener. Entraron en el campo de juego, pero no crearon complicaciones. En las tribunas, no obstante, llegaron a escucharse algunos vítores.

Yo miré hacia la banda con los prismáticos de Ba Ba. Habían atrapado a un tipo y le estaban castigando. Una de las animadoras pegaba con su bastón de mando al pobre individuo. Tenía el traje desgarrado a la altura del pecho y se le movía la piel. ¡Qué gemelos los de Ba Ba!

El técnico de Ba Ba quiso jugárnosla interrumpiendo la grabación, pero Jack le tomó por el cuello, y con silla y todo, lo arrojó desde allí arriba. El otro cayó dando vueltas, como un periódico, y fue a dar encima de un Royal.

—Le has dado a uno de los nuestros —dijo Shelly.

—Ahora tendré que poner yo mismo los condenados anuncios —declaró Jack.

—Espera a que ellos se enteren de lo que has hecho —agregó Shelly.

Trajeron una lona de gran tamaño y con ella taparon a un buen grupo de los caídos. No era un espectáculo agradable.

Ba Ba parecía haberse puesto enfermo. Devolvió, y yo le quité la mordaza. De otra forma se hubiera ahogado con sus propios vómitos. Envié a Shelly a buscar algunos trapos, pero no los encontró, de modo que utilizamos la chaqueta del técnico, que había quedado allí, para limpiar a Ba Ba. Luego arrojamos la chaqueta a las tribunas.

Ellos nos habían advertido que eso podía ocurrir. Durante este lapso algunos de los espectadores se organizaron. Nos explicaron todo lo que podía suceder en el estadio. Y tuvieron razón. Los Robert bajaron al campo, y ahora se estaban organizando.

Las instrucciones partieron desde el centro de la multitud. Jack se dio cuenta al seguir la dirección de los ojos de Ba Ba. Miró y pudo ver a una docena de espectadores en conciliábulo. Por consiguiente y de acuerdo con las instrucciones recibidas, envió abajo a Shelly para que diera el alerta. Shelly no quería ir, pero al fin lo hizo.

Mientras Shelly bajaba, otros grupos se organizaron. Algunos formaron un círculo dando la espalda al campo. El terreno de juego parecía una cloaca. Algo no marchaba bien en la operación de trasladar y apilar los cuerpos. Los que tenían la tarea de limpiar el terreno de despojos se hallaban demasiado ocupados. Por todas partes había cuerpos caídos, y algunos eran de los nuestros.

Conté seis de estos últimos, entre ellos un vendedor de salchichas, tumbado sobre una silla de la sección B. Con los gemelos pude ver que una de nuestras víctimas era Chico Martínez, con quien había compartido una habitación algunos años antes. Le llamaban Luna por la forma redonda de su cara.

Regresó Shelly. Venía contento porque ellos le habían dicho que estaba realizando un buen trabajo. A Shelly le gusta que le den unos golpecitos en la espalda de vez en cuando, en lugar de un puntapié en las asentaderas.

Cuando Shelly venía de vuelta, los altavoces ya estaban dando órdenes:

—«¡Centro D! ¡Centro D!» —anunciaban.

Entonces entraron en acción los especialistas. Estos dividieron a la multitud igual que se corta un melón. Lanzaron gases. Tenían puestas unas máscaras, y se aproximaron a los cabecillas. La multitud se apartó en seguida, dejando al descubierto a los organizadores. Parecía el hueco de una rosquilla.

Los cabecillas fueron llevados hacia un costado del campo, y luego los aplastaron con las apisonadoras que se usan para dejar liso el césped. No resultó nada agradable.

Yo mismo sentí náuseas, debo admitirlo. Tenía la boca pastosa. Mientras removía la lengua en la boca para estimular la secreción de la saliva, me dije que muchas de aquellas personas eran mis seguidores desde hacía tiempo. Era evidente que estábamos perdiendo simpatizantes leales, y lo sabíamos. Pero en términos generales podía decirse que valía la pena.

—Eh, mira a Ba Ba —me dijo Shelly.

El locutor tenía los ojos cerrados. Creo que se daba cuenta de nuestro deseo para que observase lo que estaba ocurriendo en el estadio. No quería abrir los ojos.

—Pues tiene que mirar —dijo Jack.

Llegó entonces un mensajero de comunicaciones y dijo que habían llamado desde la central de la emisora, en la ciudad, porque nos habíamos olvidado de pasar un anuncio. Jack incluyó el anuncio inmediatamente. Refirió luego al mensajero que habíamos tenido inconvenientes con el técnico, pero el mensajero escribió el nombre de Jack en la lista.

—Los dos estamos ahora en la lista —comentó Shelly.

Yo traté que Ba Ba Blue abriera los ojos. Le di palmadas en la cara, pero él apretó aún más los párpados. Se mordía los labios, y se hubiese tapado los oídos, de haber tenido cera a su alcance.

—Vamos, Ba Ba —le dije—, abre los ojos de una vez.

—Ábrelos o te los saco —dijo Jack.

Luego sostuvo una cerilla encendida bajo el mentón del locutor. Esto hizo que abriese los ojos un instante, pero en seguida volvió a cerrarlos.

Shelly sugirió que lo tirásemos abajo. Fingimos hacerlo, pero no logramos nada.

Abajo estaban pasando ahora las apisonadoras por encima de las lonas.

Por otro lado comenzaron las carreras, y los disparos. Pam, pam, pam. Se utilizó nuevamente gases para dividir a la multitud en varios grupos. La banda seguía tocando, y las animadoras dando vítores. Éstas también participaban en la acción. Yo miré a través de los gemelos y se lo mostré a Shelly. Es increíble hasta qué punto pueden enardecerse las muchachas.

Los sonidos que llegaban ahora hasta nosotros eran de voces. El gas atenuaba todos los ruidos. Abatió a muchos de los nuestros, pero era necesario.

Entonces recordé las bombas que estaban debajo de las cabinas, y que no estallarían hasta el final. Aquello sí que produciría ruido.

Ellos nos habían dicho que para el momento en que las bombas hiciesen explosión, nosotros ya estaríamos fuera. Aseguraron que los espectadores que quedasen permanecerían allí sin ocasionarnos problemas, ya que se destrozarían entre ellos. Yo no me creía eso, pero para entonces sabía hasta qué punto habían acertado en muchas cosas, por lo que me sentí inclinado a creerles.

Miré a mi alrededor. Shelly estaba actuando sobre Ba Ba Blue, que se mantenía firme.

—Déjale —le dije—. Ya ha visto bastante.

—Quiero irme abajo —declaró Shelly.

—Pronto nos marcharemos —respondí.

De acuerdo con el plan establecido, quince minutos más tarde se presentaron Zeke Winkel, Larry Finn y Pop Londaberry. Me relevaron a mí y a Shelly, pero no a Jack. A éste le castigaban por haber omitido un anuncio, y le ordenaron que permaneciese allí.

Jack le dio un puntapié a Ba Ba Blue en las espinillas y volcó su silla, dejándole de lado en el suelo.

—Al menos has conseguido sus prismáticos —le dije a Jack—. No te precipites, muchacho.

Shelly y yo descendimos. Por las escaleras me dijo que tenía dos hamburguesas envueltas en papel plateado, que le abultaban en los bolsillos del pantalón. Se comió una sentado en los escalones, y yo traté de comer la otra, pero se la devolví. Estaba demasiado reseca.

Shelly también consiguió una limonada para rociar las hamburguesas. La abrió en el borde de un escalón, se bebió la mitad y yo el resto.

—No te separes de mí —le dije.

Entonces sacamos las pistolas y descendimos.

Cuanto más bajábamos, más ensordecedores eran los sonidos. Desde arriba parecían un océano rompiendo en la costa. Abajo estaba uno inmerso en el ruido. Los gritos eran infernales, lo mismo que los golpes y las carreras.

Cuando se juega al fútbol norteamericano, el sonido se proyecta en dos sentidos. De los espectadores hacia nosotros, y de nosotros a ellos. Si uno lo hace bien, el sonido parece ir de uno a ellos, pero cuando lo hace mal parece venir de ellos a nosotros, y es como si entrase arena en la cabeza.

Aquella sensación de llenarse de arena es una de las razones por las que odiamos al público. Durante los momentos en que el estruendo es arena, quisiéramos subir y destrozarlos uno por uno. Ahora lo estábamos haciendo.

Shelly me tiró del jersey. Había encontrado a una amiga. Allí estaba la más fea de las muchachas tratando de ocultarse detrás de una columna. Vio que Shelly miraba y se escondió aún más.

—Ve, pero ten cuidado —le dije—. Y recuerda el lugar de concentración cuando lo digan los altavoces. ¿Sabes dónde tienes que ir?

—A la Puerta Nueva del Este.

—Ve y pásalo bien.

Shelly se dirigió al encuentro de aquella desagradable muchacha. Yo me fui al campo, dejando a Shelly holgar un poco.

Podía hacerlo, porque la posibilidad de ser atrapados vivos era casi nula. Sospechaba que ellos desertarían, abandonándonos allí.

Así tenía que ser. Ellos eran diferentes. Intuía que cuando fuésemos al lugar de reunión no encontraríamos los camiones. Y las puertas no estarían abiertas, como nos habían prometido. O lo que era peor, también nos colocarían bombas a nosotros.

Entonces nadie podría contar cómo había ocurrido todo aquello. Ni cómo conseguimos las bombas, las armas y las municiones.

Ellos nunca me gustaron. Pero nos señalaron ese camino. Entonces, ¿por qué no? ¿Por qué no? Del mismo modo que Ba Ba escribió «no, no, no, no», yo escribo «por qué no, por qué no, por qué no».

Lo primero que sentí al llegar al campo de juego fue mucho calor. Y eso, a pesar que era un día fresco. Pero el aire estaba impregnado de sudor y de miedo. Y los cuerpos abiertos despedían un vaho caliente. El césped estaba empapado. Corrí hacia los espectadores que había en el campo.

Perseguirles no era exactamente lo mismo que hacerlo con los adversarios en un partido. Golpeaba a uno, que caía o aguantaba. Luego iba contra otro, que quizá devolvía el golpe, aunque muy flojamente.

Volvía a correr saltando encima de uno o pateando a otro, pero eso nunca era igual que en el juego. El contacto resultaba diferente. Y bajo los pies, la hierba estaba pegajosa y húmeda. No, no era lo mismo, aunque no estaba mal.

Algunos pensaban de manera diferente que yo. Rocco se había tumbado, y disfrutaba en grande. Shelly también habría gozado allí, pero por el momento disfrutaba con su chica. Yo no podía avanzar sin tener que trepar o resbalar. ¡Qué masacre!

Sobre un banco había tres vendedores que sujetaban a un tipo muy rollizo y lo estaban rellenando de cacahuetes, desperdicios y todo lo que encontraban a mano.

Yo interrumpí aquello golpeando en la boca a uno de los chicos. El gordo se sentó en la hierba con las piernas separadas, aspirando el aire con angustia. Mi parecer era que los vendedores de cacahuetes, cuyo lugar estaba en las tribunas, no tenían el mismo derecho que los jugadores a estar en el campo.

Me dirigí hacia donde se hallaba la banda de música. Habían organizado un baile. La mayor parte de las mujeres a las que bajaron de las tribunas habían sido llevadas hasta allí, les quitaron la ropa y las obligaron a bailar y cantar.

Volví hacia el centro del campo muy oportunamente, pues tres vendedores de salchichas se habían dejado atrapar, y gente del público ya les había quitado las pistolas. Mataron a ocho de nuestros agentes antes de que los liquidáramos.

Cuando ellos hicieron los planes, les dije que no dieran armas a los vendedores. No me gustaba ese detalle, pero así lo ordenaron. Anotemos al menos un error por parte de ellos.

Se estaba haciendo tarde. La multitud que quedaba era diezmada paulatinamente. Los que estaban junto a la banda de música empezaron a luchar. Se encontraban cerca de nosotros. Pero rebasaron la banda y avanzaron sobre el campo sin atacarnos. En lugar de ello, agredieron a otros grupos del mismo público. Otros muchachos y yo contemplamos aquello. Tuve que convencerme del acierto de nuestros organizadores.

En verdad era muy posible que la multitud permaneciera allí como una manada de corderos, mientras nosotros nos marchábamos. ¿Cómo sabían ellos todo esto? Realmente eran unos genios.

Antes de aquel momento nunca imaginé que saldría de allí con vida. Eché una ojeada al reloj del estadio. Había un tipo trepando por la aguja de las horas. Lo derribé de dos balazos. Era pronto para las bombas. Los altavoces no nos decían nada acerca de cómo escaparíamos.

Llegó Shelly en ese instante arrastrando con él a la ridícula muchacha.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

—Nada, me la llevo.

—¿Que te la llevas? Shelly, no seas estúpido.

—Quiero hacerlo. ¿Tiene algo de malo?

—Sabes bien que ellos no te dejarán sacarla de aquí.

Resultaba enormemente cómico ver a Shelly con su adefesio del brazo.

—Voy a esconderla en mi guardarropa, Vic, hasta que den la señal.

Entonces un Royal, Howie Cretch, le arrebató la chica a Shelly, y ésta, no sé cómo, llegó hasta mí volando como un pájaro.

—¡Howie! —gritó Shelly—. ¡Howie!

Pero éste ya se había alejado corriendo.

—Está bien, Shelly —dije—. Escóndela, pero date prisa, por todos los cielos. Ya sabes lo que va a suceder aquí.

—Está bien —repuso Shelly.

—Vas a estropearlo todo. Será mejor que vaya contigo —declaré.

Los tres nos dirigimos hacia el pabellón que había debajo de las cabinas, donde estaban los vestuarios.

—Ya sabes lo poco que falta. Apresúrate.

Avanzamos por un pasillo, con la fea aferrada a la mano de Shelly.

Entonces los oí allí dentro.

—El centro de control —murmuré—. Recuerda que ellos establecieron el centro de control en nuestros vestuarios. Si te ven con la chica se acabó todo.

Me dirigí hasta el vestuario de nuestros rivales, los Royal. Encontramos un guardarropa abierto y metimos dentro a la muchacha, que apenas cabía. Shelly tuvo que meterla a empujones.

—No te muevas, cariño —le dijo él—. Volveré a buscarte.

Cuando estábamos lejos, pensé que si la encontraban y ella decía que Shelly y yo la habíamos ayudado podíamos darnos por muertos, aun cuando escapásemos de las bombas. Disciplina, disciplina. Ellos siempre insistían acerca de esto.

—Quédate aquí, Shelly —le indiqué—. Vigílalos. Yo tengo que volver a los vestuarios.

—¿Por qué, Vic?

—Dejé mi pistola sobre un banco.

Regresé al guardarropa. Ella estaba encogida en el ropero, con aire estúpido. Lamentaba hacerlo, pero era por el bien de Shelly. Y por el mío. Porque si había alguna oportunidad de sobrevivir, resultaba una necedad perderla a causa de ella. Entonces le llené la espalda de plomo. Y en seguida recibí una bala de Shelly en un hombro.

Sentí la quemadura producida por la bala y me volví, apuntando hacia la húmeda nariz de Shelly. Iba a apretar el gatillo cuando, gracias a Dios, él bajó el arma y dijo:

—¿Y ahora con quién me las arreglo?

Me convenció de que lamentaba mucho lo que me había hecho.

Entonces les oímos acercarse.

—¡Corre, Shelly! —grité.

Abrieron la puerta. Pam, pam, pam. Cuando irrumpieron en los guardarropas, parecía como si estallaran las bombas. Yo disparé y abatí a uno, pero vinieron más.

Encontramos una puerta en la parte trasera del vestuario de los Royal y escapamos por ella, bajando hasta el vestíbulo. Escuchamos nuevos pasos y retrocedimos mientras disparábamos contra ellos.

Corrimos al exterior y atravesamos el campo hacia la portería. Le dije a Shelly que se mezclase con la multitud. Cuando aparecieron a la luz, tumbé a otros dos.

En ese instante los altavoces emitieron un sonido de sirena. Esto significaba que todo se había descubierto.

Vi entrar a los policías por una puerta empuñando las pistolas. Ahora fue Shelly el que me arrastró hacia la muchedumbre. Nos encontrábamos en la línea de los treinta y cinco metros cuando estallaron las bombas. Saltaron por el aire las dependencias y luego se desplomaron entre una nube de humo y de muerte.

Ya lo sabía yo. Las bombas habían sido preparadas para que estallaran antes. No pensaban advertirnos ni iban a haber camiones esperándonos.

Otras bombas hicieron explosión. Shelly se aferró a mí y yo a él. Había tal humareda y tal hedor que parecía imposible respirar.

Pensé en Ba Ba Blue. ¿Había visto aquello, o estaría aún con los ojos cerrados?

Luego aumentaron mis mareos, jadeé buscando aire y perdí el conocimiento. Antes di unos pasos, me deslicé hasta el suelo y quedé encogido como un ovillo. Esto me lo dijo Shelly.

En el hospital me contaron que habían muerto sesenta y dos de los nuestros, entre ellos muchos amigos queridos. Cincuenta sobrevivimos y fuimos sometidos a juicio. Cincuenta jugadores. No cuento los vendedores, acomodadores y demás. Del público matamos o dejamos inútiles a 9.432 almas en las dos horas y treinta y un minutos que duró la acción.

Todo se arruinó por culpa de la mujer de un político que estaba a punto de dar a luz. Dicha señora llamó a su médico, que siempre asistía a los partidos. Le dijeron que le habían llamado y que no estaba allí. Pero como se sabía que él nunca dejaba de ir al estadio, enviaron a un policía a buscarlo y éste lo descubrió todo.

Llevaron a Ba Ba Blue al juicio. Pero aún seguía con los ojos cerrados. Tenían también la hoja de papel donde había escrito «no, no, no», pero se negó a hablar.

Con Ba Ba Blue o sin él, de todos modos fueron muchos los que hablaron. Pueden ustedes leer sus testimonios y compararlos con el mío.

El proceso fue una necedad.

Shelly y yo estábamos juntos mientras el juez nos preguntaba cuál había sido el motivo. Yo hablé por los dos y dije:

—Fue una pequeña guerra, y nada más que eso.

Luego el juez nos preguntó por ellos, por la forma en que nos encontraron, pero yo me mostré de piedra. En todos los estadios donde aquel día ocurrió aquello, en todos los países, fuera cual fuese el deporte, ninguno de nosotros habló de ellos, según pude enterarme. Así somos los atletas. Somos solidarios cuando tenemos un motivo común. La labor en equipo es la razón de semejante comportamiento.

Por otra parte, ¿qué ganaríamos hablando de ellos?

¿Quién sabe lo que será de mí en este mundo o en el próximo, y quién sabe si no nos estarán aguardando allí? Además, se trata de un asunto de lealtad. Prometimos con una mano en el corazón y otra en el sexo que no hablaríamos jamás.

El juez nos preguntó si no lo lamentábamos.

Shelly lo lamentaba por la chica, y yo por haber perdido unos seguidores y simpatizantes leales. Sin embargo, lo volvería a hacer mañana mismo.

Un día como ése reconforta. Hay cosas que van acumulándose en el interior de uno, y necesariamente deben encontrar una válvula de escape. Debo decir que lo pasé magníficamente.

Cuando me encontraba en el hospital me pregunté qué haría en el futuro, si es que había futuro. Ya no podría volver a jugar al fútbol profesional, puesto que nunca me lo iban a permitir, como es lógico.

En cualquier otro trabajo me faltarán el dinero, la gloria y el contacto físico que me satisface ¿Qué puedo hacer? ¿Cavar zanjas?

Shelly también se preocupó por eso, y yo procuré calmarle en varias ocasiones. Tuve que hacerlo también aquella mañana en que se sonó la gruesa nariz y le llevaron a morir.

Yo aún sigo preocupado.

¿Qué otra cosa hay además del fútbol, para una persona como yo? ¿Qué puede hacer mejor que eso?

Sin embargo, la famosa tarde resultó muy grata, especialmente después de haber oído tantas veces aquel sonido como de arena que venía de la multitud. El estruendo que me llenaba por dentro los oídos, la boca, el ombligo y los intestinos.

Fue una hermosa tarde, pero no quiero morir por ella.