III
Sue se inclinó sobre la portezuela, al tiempo que exclamaba:
—¡Oh, mirad! ¡Mirad abajo!
Habíamos subido lo bastante, serpenteando por aquella abominable carretera, como para poder mirar abajo, a través de los claros. Más allá de los árboles y las rocas se alcanzaba a ver el Monstruo de Gila.
—¡Bueno, lo que nos faltaba! —dijo Scott, y redujo la velocidad del camaleón.
Un árbol de buen tamaño había caído atravesándose sobre la carretera. Delante del árbol se hallaba un hombre sumamente sucio, y a su lado, atisbando por entre las raíces del tronco caído estaba el muchacho que había tratado de decapitar a Mabel.
—¿Quiénes… son? —murmuró Sue.
—Scott y Sue, permaneced aquí y mantened la puerta abierta, de modo que podamos entrar rápidamente —dijo Mabel—. Blacky, vamos fuera.
El pelo del hombre, debajo de la capa de grasa, era del color del latón. Tenía una herida en el pómulo izquierdo, tan mal cosida que todavía se apreciaban perfectamente las grandes puntadas en la piel. El lóbulo de la oreja izquierda era un jirón de carne. Su camisa tenía rasgadas las mangas, carecía de botones y era demasiado corta para introducirla en el pantalón. Un segundo costurón le cruzaba el velludo torso, deformaba el pezón derecho y desaparecía bajo la prenda.
Mientras nos acercábamos, Mabel se colocó delante. Yo la aparté hacia un lado, pero ella me dio un leve empujón y volvió a ponerse a la cabeza.
Era un hombre de aspecto duro. Por encima de la hebilla de cadena que empleaba para asegurarse el cinturón claveteado podía verse una barriga incipiente. Usaba zapatos diferentes en cada pie: en uno calzaba una bota hasta el tobillo que tenía la suela destrozada, mientras que en el otro llevaba una sandalia negra. Dos dedos de su mano derecha, el medio y el meñique, estaban cercenados.
Nos observábamos atentamente. Yo iba sin mi camisa, que seguía enrollada en torno a la pantorrilla de Sue. Mabel era la única que tenía un aspecto pulcro y adecuado.
El hombre miró a Mabel, después a mí, y de nuevo a Mabel. Luego inclinó la cabeza, carraspeó con fuerza y dijo:
—¿Qué hacen ustedes por aquí, eh?
Carraspeó de nuevo y arrojó una flema amarilla que fue a dar unos veinte centímetros delante de la bota de Mabel, y a unos quince centímetros de su propio pie desnudo. Alzó la cabeza, y su labio inferior, húmedo y reluciente, dejó ver sus largos dientes amarillos.
—Buenos días —repuse tendiéndole la mano, que él se quedó mirando—. Estamos reconociendo el terreno.
Sacó su mano del rasgado bolsillo y estrechó la mía. Mucha grasa y muchos callos; era la mano de un hombretón que se mordía las uñas desde muy pequeño.
—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Y para qué hacen eso?
—Pertenecemos a la Comisión de Energía Mundial.
Noté que llevaba un espléndido anillo hecho con una pepita de oro irregular y en bruto…
—Me lo figuraba. Ya he visto su aparato abajo, en la carretera.
«Era una pepita de oro tres veces más grande de lo que el buen gusto o la lógica podía aconsejar para un anillo…»
—Nos han informado que en esta zona cierto número de personas carecen de energía eléctrica.
«Y en el centro de la pepita se había practicado el agujero para pasar el dedo…»
—Aquellos condenados de Hainesville deben haber enviado una reclamación. Bueno, nosotros no vivimos en Hainesville; no veo por qué se molestan ustedes.
«Llevaba engarzado en el oro un ópalo tan grande como su…, como mi pulgar…»
—Tenemos que comprobarlo. La falta de energía no hace bien a nadie.
«Con pequeños diamantes incrustados en los tres vástagos que se curvaban para sujetar la gema…»
—¿Usted cree?
«Y completado con trocitos de espodúmeno, piropo y espinela que rellenaban las irregularidades del dorado metal; todo ello heterogéneo, todo magnífico.»
—Escuche, amigo —declaré—, el informe de Hainesville dice que habitan más de dos docenas de personas en este monte; pero la Comisión Mundial de Energía no registra una sola toma de corriente.
El hombre se introdujo las manos en los bolsillos traseros del pantalón y dijo:
—Creo recordar que no he visto ninguna, ahora que lo mencionan ustedes.
Entonces intervino Mabel, manifestando:
—La ley establece qué cantidad de energía y de tomas corresponden a cada persona. Vamos a tender líneas en estos lugares esta tarde y mañana por la mañana. No estamos aquí para ocasionar problemas, y tampoco queremos encontrarlos.
—¿Qué les hace creer que pueden encontrar problemas?
—El hecho que ese amigo suyo haya tratado de cortarme el cuello.
El hombre frunció el ceño y echó una mirada a través de las raíces. De pronto se inclinó sobre el tronco y dio un golpe al tiempo que exclamaba:
—¡Fuera de ahí, Pitt!
El muchacho lanzó un chillido. Alcancé a ver su pelo lacio y los numerosos puntos de acné que tenía en la mejilla y en la aguda barbilla. Advertí entonces que se trataba de una chica, y llevaba colgadas de la cintura varias cuchillas arrojadizas. La muchacha desapareció entre la espesura.
Cuando el hombre se volvió observé que llevaba tatuado en la espalda un dragón alado que se enroscaba en torno a una svástica y la mordía.
Mabel agregó, ignorando todo lo ocurrido:
—Terminaremos de inspeccionar el monte esta misma mañana, y por la tarde comenzaremos el tendido de líneas.
Él asintió a medias, y al bajar la cabeza ya no la levantó. Entonces me di cuenta que el asunto no resultaba de su agrado.
—Deseamos hacerlo con facilidad —dije—. No estamos aquí para perjudicarle a usted.
Sus manos volvieron a apoyarse en la cintura.
—Puede ayudarnos comunicándoselo a los demás —añadí—. Si alguien quiere saber algo respecto a lo que estamos haciendo, con gusto se lo aclararemos. Yo soy el jefe de sección Jones. No tiene más que preguntar por Blacky.
—Mi nombre es Roger…
Siguió un apellido imposible de pronunciar, que parecía polaco y comenzaba con Z.
—Si tiene usted problemas —manifestó—, puede venir a verme, aunque no sé si podré hacer algo.
Una buena evasiva para terminar. Pero Roger se quedó donde estaba. Mabel, a mi lado, tenía en el rostro un gesto de manifiesta desaprobación.
—¿Dónde vive la mayor parte de la gente en este lugar? —inquirí para romper el silencio.
El hombre señaló con la cabeza.
—Allá, en High Haven —dijo.
—¿Hay alguna autoridad, un alcalde o algo similar, con quien yo pueda hablar?
Roger me miró con evidente desagrado y contestó:
—Para eso he venido aquí, a hablar con usted.
Estuve a punto de decir: «¿Usted?», pero no lo hice. En cambio manifesté:
—En tal caso tal vez podamos subir allá y ver la comunidad. Me gustaría saber cuántos son ustedes. Así podría calcular el equipo necesario, y planear la forma de llevar a cabo la operación.
—¿Quiere usted subir a High Haven? —inquirió él.
—Si es posible, sí.
El hombre cerró la mano, y se rascó el cuello con los resaltes de su anillo.
—Está bien —contestó, y señalando el camaleón agregó—: pero no podrán subir camino arriba con eso.
—¿Nos guiará usted, entonces?
Reflexionó un momento, y al fin dijo, mientras sonreía, dejando ver la amarilla jaula de sus dientes:
—Y también les acompañaré a la vuelta.
Una pequeña victoria, en suma.
—Aguarde un momento —terció Mabel— mientras vamos a decírselo al conductor.
Nos dirigimos hacia el camaleón y comenté:
—No pareces muy feliz con mi tentativa de lograr la paz.
—¿He dicho algo?
—Por eso lo digo. Pero, ¿te imaginas cómo deben ser esas gentes, si el tal Roger es el más importante?
—Sí, no es difícil imaginarlo.
—Tiene tan mala traza como aquellos aldeanos del Tíbet. ¿Y no viste a la pequeña? ¡Que esto ocurra a mediados del siglo veintiuno!
—Y más aún en la frontera con el Canadá —comentó Mabel, y como habíamos llegado al camaleón, dijo a Scott—: Llévanos a Sue y a mí de vuelta al Monstruo. —Luego, dirigiéndose a mí, agregó—: Blacky, si no estás de regreso al mediodía vendremos a buscarte.
—¿Cómo? Entonces, ¿no vienes conmigo?
Scott frunció el ceño al escuchar mis palabras.
—No te preocupes —le dije—, volveré. Sue, ¿puedes devolverme mi camisa?
—¡Oh, no sabes cuánto lo siento! Aquí la tienes. Debe estar algo húmeda.
—Si subiéramos los dos, Mabel…
—Mira, Blacky, llevar a cabo esta operación con dos jefes de sección presenta evidentes riesgos, y realizarla sin ninguno es igualmente inadecuado. Tú eres un jefe, sabes lo que hay que hacer, de eso estoy segura, aunque te considere algo aturdido.
—Mabel…
—Vete ya; y demuestra toda la buena voluntad que puedas. Si consigues evitar sólo una décima parte de los problemas que según preveo van a surgir en las próximas doce horas, te quedaré eternamente agradecida.
Mabel subió con aire resuelto al camaleón. La siguieron Sue y Scott, que parecían desconcertados.
—Ah, devuélveles esto —dijo entregándome la cuchilla de cuatro puntas y agregó—: Nos veremos hacia el mediodía.
El camaleón se alejó carretera abajo. Yo me puse la camisa, coloqué la hoja en mi cinto, y volví a donde estaba esperando Roger.
Éste echó una ojeada a las cuchillas, y ambos nos sentimos incómodos.
—Vamos —me dijo, y trepó por encima del tronco, siguiéndole yo detrás.
Detenido al otro lado del árbol caído se hallaba una especie de viejo pterociclo de dos turbinas. Roger lo enderezó tomándolo por un ala negra y cromada, cuya forma recordaba la de los murciélagos. El cromado estaba bastante desgastado. Con una mano tomó el manillar e hizo girar el botón de arranque. La otra mano se deslizó sobre el ala con la indiferencia que solemos emplear cuando queremos pasar inadvertidos.
Roger sonrió y me dijo:
—Súbase a mi escoba volante y le llevaré donde los ángeles tienen su refugio.
Al oír «los ángeles» yo interpreté varias cosas. De modo que concebí el breve ensayo que sigue, acerca de un fenómeno corriente hace medio siglo. (Época en que se tendieron los primeros cables y los operadores comenzaron a husmear por todo el mundo con sus armaduras de plata, enmendando averías, reparando conexiones y reemplazando cubiertas desgastadas. Establezcan las correspondientes relaciones sociológicas, por favor.) Fue entonces cuando se popularizaron los primeros pteraciclos como medios de transportes a corta (a veces no tan corta) distancia. Por aquellos días surgió repentinamente un grupo de seres asociales, que se llamaban ellos mismos individualistas. Disgustados con la sociedad, actuaban en bandas, luciendo símbolos que se usaron en épocas más destructivas: como una calavera y dos tibias, unas fasces, la svástica y la guillotina. Se los acusó de realizar actos vandálicos y depravados, unas veces con razón y otras sin ella. Se les dio el nombre genérico de Ángeles (Ángeles de la Noche, Ángeles Rojos, Ángeles del Infierno, Ángeles Sangrientos. Uno de estos grupos derivaba de otro similar, pero difundido cincuenta años antes. Sin embargo, la mayor parte de su acervo mítico procedía de otras fuentes). Explicación sociológica: se los consideraba como una respuesta al intento de dispersar la población humana, como el último elemento de violencia en un mundo neutral. Otro elemento importante era el pterociclo. ¿Cómo podríamos describirlo? Bueno, consiste en dos turbinas de levas, un asiento entre las alas, un bastidor metálico alargado, de algo menos de dos metros de longitud, que uno lleva entre las piernas y maneja con ellas (de ahí el apodo «mango de escoba»), y nada más que unas antiparras entre el conductor y el cielo. Ya puede uno figurárselo. Acotaciones finales: los Ángeles eran un producto de fin de siglo. Nadie oía hablar de ellos desde hacía treinta años. Se esfumaron junto con los tubos de neón, el resfriado común y los pantaloncitos cortos de cinilo transparente. ¡Ah, los jovenzuelos del siglo veintiuno sí que veían algo bueno! Y aquí termina mi breve ensayo.
Me acomodé en el asiento trasero. Roger hizo lo propio en el delantero, pulsó con el dedo del pie uno de los botones del estribo (para volar con destreza se requiere oprimir rápidamente algunos botones, por lo cual hay que llevar el pie descalzo), giró el anillo de arranque, y una nube de hojas ascendió entre mis piernas. El pterociclo avanzó camino arriba, rebotó un par de veces en los baches, y luego se desvió hacia un costado, en el vacío. Descendimos unos tres metros antes de tomar la corriente de aire, y describimos un prolongado arco hacia arriba. Roger no usaba gafas de vuelo.
—¿Cuántas personas viven en High Haven? —pregunté.
—¿Cómo?
—Digo que cuántas personas habitan en…
—Unas veintisiete.
La curva nos alejaba de la montaña, llevándonos hacia atrás.
El Monstruo de Gila relució un momento debajo, y luego desapareció entre las rocas. Ante nosotros se abría en la montaña una enorme grieta. En el fondo de ésta, sobre una bóveda que cubría el arroyo de la hondonada, alguien había edificado una casa. Era una antigua monstruosidad de hormigón y cristal del pasado siglo veinte (anterior a las líneas de energía). Sobre la roca se escalonaban cuatro pisos con terrazas. Buena parte de los vidrios estaban rotos. Los lugares que habían sido jardines estaban ahora invadidos por hierbajos y maleza. Una espectacular escalera metálica ascendía en espiral desde la piscina, situada hacia el final de un camino que parecía ser el mismo que habíamos seguido con el camaleón, y llegaba hasta el porche; parecía una serpiente de lomo oxidado.
La mansión aún conservaba algo de su descabellada grandeza. Alineados contra un antepecho de ladrillo había una veintena de pterociclos (qué mejor lugar de lanzamiento que el gran alero de hormigón, pese al mal estado en que se hallaba). Uno de los pterociclos se encontraba fuera del soporte, y ante él se arrodillaba un hombre con las piezas del motor en torno suyo. Otro, con los brazos en jarras, estaba aconsejándole.
Volamos sobre el desfiladero. Un tercer individuo colocó la mano en forma de visera para mirarnos mejor. Una pareja se detuvo al borde de la piscina. También apareció una muchacha.
—¿Es High Haven? —inquirí.
—¿Qué? —preguntó Roger, pues los pterociclos hacen mucho ruido.
—¡Que si es High Haven!
—En efecto.
Planeamos entre las rocas, recibimos unas salpicaduras de los peñascos mojados por el riachuelo, y ascendimos hacia el vidrio y el hormigón. Luego el cemento raspó la parte inferior de los patines, y por fin nos detuvimos.
Dos hombres salieron por uno de los ventanales rotos, y otros dos bajaron las escaleras. Alguien miró brevemente desde el porche superior, luego desapareció, y volvió a aparecer en compañía de otros cinco, entre los cuales había una mujer.
Estaban muy sucios, llevaban el pelo muy largo, y vi bastantes pendientes de oro (conté cuatro orejas desgarradas más, por lo que de haber usado yo semejante adorno, me habría cuidado mucho de enzarzarme en una pelea). Un muchacho de abundante pelo rojizo, que aún no tenía barba, montó a horcajadas sobre el soporte de uno de los pterociclos, y tras apartar su chaquetón de cuero se rascó el vientre desnudo con sus negras uñas. Llevaba tatuado en el pecho un dragón rodeando la cruz gamada.
Descendí del pterociclo por la izquierda, y Roger lo hizo por la derecha.
—¿Quién es ése? —preguntó alguien.
Algunos hombres se apartaron para que pudiéramos ver a quien había hablado. Era una mujer que se hallaba junto a la pared de cristales rotos.
—Es de la Comisión Mundial de Energía —dijo Roger, señalándome con el pulgar—. Se encuentran estacionados montaña abajo.
—Puedes decirle que se vuelva al infierno, de donde ha venido —repuso la mujer.
No era joven, pero sí hermosa.
—No necesitamos nada de lo que vende —agregó.
Los demás murmuraron y se movieron inquietos.
—Callaos —ordenó Roger—. Éste no vende nada.
Yo seguí inmóvil; me sentía incómodo, pero recordaba que había logrado ganarme a Roger.
—Ésa es Fidessa —me dijo.
La mujer traspuso los ventanales. Tenía los pómulos anchos y altos, boca oscura y ojos aún más oscuros. Desearía describir sus cabellos como de color ambarino, pero era un tono de ámbar tan oscuro que sólo la luz solar directa le arrancaba destellos rojizos. La luz de la mañana caía de lleno sobre ella, ensanchando sus esbeltos hombros. Parecía tener las manos cubiertas de harina, y al avanzar hacia mí, sus caderas esparcieron una nube de polvillo blanco.
—¿Fidessa? —dije.
—Es de fiar —dijo Roger, como respuesta a la mirada inquisitiva de la mujer.
—¿Seguro?
—Sí. Y no insistas más —dijo Roger, y empujó a Fidessa, que estuvo a punto de chocar contra uno de los hombres; éste se hizo a un lado respetuosamente, a pesar de lo cual la mujer le lanzó al pobre individuo una fiera mirada que quería decir: neli me tangere.
—¿Quiere ver este lugar? —preguntó Roger, y como avanzara, yo le seguí.
Uno de los presentes, que parecía estar acostumbrado a la tarea, tomó el pterociclo de Roger y lo llevó hasta el soporte, colocándolo allí.
Fidessa venía siguiéndonos, y cuando entramos en la casa, ella hizo lo mismo.
—¿Cuánto tiempo lleva este grupo aquí? —pregunté.
—En High Haven hay ángeles desde hace cuarenta años. Unos vienen y otros se van. La mayor parte de éstos se encuentran aquí desde que empezó el verano.
Cruzamos una estancia donde los desaprensivos, el tiempo y el fuego habían dejado profundas huellas. Las paredes posteriores de las habitaciones estaban labradas en plena roca. En un tabique divisorio de madera se leían infinidad de nombres y palabras obscenas. Había en aquel lugar motores antiguos desmontados, un montón de leños, ropas hechas jirones y numerosas cadenas.
—Aquí no queremos energía —dijo Fidessa—; no la necesitamos.
Su voz estaba cargada de violencia y tensión.
—¿De qué viven ustedes? —inquirí.
—Cazamos —respondió Roger mientras los tres descendíamos una escalera cuyas paredes relucían—. Hainesville está a unos quince kilómetros de aquí. Algunos de nosotros vamos a trabajar allí cuando lo necesitamos.
—¿Cuándo lo necesitan? —dije, y vi que la boca de Roger adoptaba una expresión dura.
—Sí, cuando lo necesitamos.
Noté olor a carne asada y a pan recién hecho.
De nuevo observé las caderas de Fidessa, manchadas de harina. Se balanceaban al compás de sus pasos. Yo no desvié la mirada.
—Fíjense en la instalación de energía que tienen aquí —dije, deteniéndome a tres pasos de la puerta, mientras la luz, al reflejarse sobre mi uniforme, dificultaba mi visión.
Roger y Fidessa se detuvieron también.
—Son ustedes dos docenas de personas —añadí—, y aseguran que hay gente aquí desde hace cuarenta años; pero, ¿cómo cocinan?, ¿qué calefacción tienen en invierno? ¿Y si se vieran ante algún caso médico de urgencia? No teman a la ley; está hecha para ustedes, más que para nosotros.
—¡Váyase al demonio! —dijo Fidessa, y se dispuso a alejarse, pero Roger la retuvo tomándola del hombro.
—No sé cómo viven ustedes aquí —agregué, porque vi que al menos Roger estaba escuchándome—. Pero el invierno ya está llamando a la puerta. Ustedes usan combustible líquido para sus mangos de escoba, y podrían adaptarlos para que funcionaran con acumuladores, con lo cual el gasto sería tres veces menor que ahora. Los acumuladores les permitirían recorrer doscientos kilómetros más que un tanque lleno de combustible líquido.
Fidessa, evidentemente disgustada, comenzó a bajar las escaleras. Me pareció que Roger perdía la paciencia, porque se volvió hacia ella. Yo les seguí de nuevo.
En el cuarto inferior reinaba un calor sofocante.
Del techo colgaban cadenas, y vi dos hornos encendidos. Habían excavado las bocas de éstos en el suelo, y el techo presentaba como unas lenguas oscuras, causadas por el humo. Una ráfaga de aire caliente aleteó sobre mi rostro, que pronto se humedeció con el sudor.
Miré extrañado, en busca de los alimentos.
—Ésta es nuestra fragua —dijo Roger, al tiempo que tomaba un martillo de herrero y golpeaba con él una plancha de hierro que estaba apoyada contra la pared; luego añadió—: ¡Eh, Danny, ven aquí!
Descalzo y manchado de hollín, el joven aparecía empapado de sudor. El fuelle y el martillo habían dejado sus músculos tensos, tan bien tallados y definidos que cada uno parecía contraerse con independencia de los demás. Bañado y con el pelo cortado sería un muchacho apuesto, me dije. ¿Qué edad podía tener? ¿Veinte, veinticinco años? Se acercó frotándose el ojo izquierdo con el puño. El derecho era de un extraño color azul grisáceo que destacaba vivamente, lo que le daba un aspecto realmente sorprendente, debido a su piel morena.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —exclamó Roger, y agregó en voz más baja, dirigiéndose a mí—: Dan es bastante sordo.
El aludido retiró el puño de su rostro y señaló detrás de nosotros.
Entonces yo contuve la respiración.
Lo que se había estado frotando no era un ojo; era una herida y una costra desprendida en parte. Debajo de la ceja izquierda sólo había una llaga supurante.
Seguimos a Danny entre fuegos y yunques hasta llegar a un banco de trabajo que había atrás. Vi montones de cuchillas arrojadizas (como la que tenía en mi cinto), que se hallaban en distintas etapas de fabricación. Sobre las tablas, entre martillos, punzones y navajas, se veían montoncitos de pepitas de oro, de piedras preciosas, y tres lingotes de plata. Junto al pequeño yunque de orfebre vi unos pendientes de aro, así como anillos y una gran hebilla preparada para engastar gemas en ella.
—¿Trabajas en esto ahora? —preguntó Roger, recogiendo la hebilla con sus dedos grasientos, acostumbrados a sopesar el oro.
Me incliné para ver, y en vez de la hebilla admiré el anillo de Roger. Éste movió la cabeza y agregó:
—Danny hace muchas cosas para nosotros. También es un excelente mecánico. Todos entendemos aquí bastante de turbinas, pero él nos supera. A veces le llevamos en el pterociclo hasta Hainesville, y trabaja allí un tiempo.
—¿Es otra fuente de ingresos?
—En efecto.
En ese instante apareció Pitt entre las llamas de las bocas de los hornos. Traía media pieza de pan.
—¡Eh, Danny! —gritó, con voz adecuada para sordos—. Te traigo un poco de…
Al vernos, la muchacha se interrumpió de improviso.
Dan la miró, sonrió, y al tiempo que rodeaba los hombros de la chica con un brazo, tomó el pan con la otra mano y lo mordió.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Pitt.
El temor se atenuó en el rostro de la muchacha, mientras miraba al tuerto herrero que se comía el pan. Entonces casi parecía hermosa.
Eso me alegró.
Dan se volvió nuevamente hacia el banco, reteniendo siempre a la muchacha contra su cuerpo. Después de hurgar entre los anillos, encontró uno lo bastante pequeño para la chica y se lo colocó sobre la palma de la mano.
—Oh —murmuró Pitt, y su rostro se estremeció de gozo, al tiempo que en su cintura resonaban las cuchillas arrojadizas.
Siempre silencioso, Dan tenía el aire abstraído del que disfruta con la felicidad que puede proporcionar a los demás.
Fidessa habló en ese momento.
—¿Ya han sacado todos los de la primera hornada? —inquirió.
Mientras hablaba miró el trozo de pan que comía Dan, e hizo un gesto desdeñoso. Luego se volvió bruscamente y se marchó de allí.
—Dime —le pregunté a Pitt—, ¿estás a gusto aquí?
Ella dejó caer el anillo sobre el banco, y al mirarme volvió a manifestarse el miedo en sus facciones.
Creo que Dan no me había oído, pero no dejó de advertir el sobresalto de la muchacha. Nos observó alternativamente, y su semblante fue adquiriendo una expresión de asombrada ira.
—Vámonos —dijo Roger, y me sorprendió al darme un golpe en el hombro—; dejemos solos a los chicos. Salgamos de aquí.
Yo iba a protestar por verme así empujado, pero pensé que aquello era habitual en él. Abandonamos la fragua.
—Escuche. Quiero que comprenda algo —dijo Roger, mirando al suelo mientras caminábamos—. Aquí no queremos energía eléctrica.
—Eso salta a la vista —contesté, procurando ser tan sincero como él—. Pero existen las leyes.
La franqueza es mi forma preferida de mostrarme belicoso.
Roger se detuvo delante de un ventanal cuyo vidrio estaba intacto, se metió las manos en los bolsillos traseros y observó el riachuelo espumeante de la hondonada.
Pensé que era el mismo junto al cual se hallaba detenido el Monstruo de Gila, un kilómetro y medio más abajo.
—No sé si sabe que soy nuevo en estas funciones, Blacky —me dijo Roger, después de un momento—. Tan sólo llevo un par de semanas como Arcángel. La única razón por la que aceptara tal responsabilidad es que tenía algunas ideas acerca de cómo desempeñar el cargo mejor que el que estaba antes. Una de esas ideas consistía en actuar creando el menor número de complicaciones posible.
—¿Quién mandaba antes?
—Sam fue Arcángel antes que yo, y Fidessa era su Serafín. Ellos llevaban los asuntos de este lugar, y los llevaban con dureza.
—¿Y Sam?
—Tome usted un montón de maldad y métalo en un pellejo tres veces más feo que el mío. Así era Sam. Él le sacó el ojo a Danny. Cuando le echamos mano a un par de cajas de bebida, lo pasamos bastante movido por aquí arriba. Sam bajó a la fragua a revolver un poco. Calentó el extremo de un tubo y lo agitó frente a los demás. Le gustaba verlos saltar y gritar. Ése es su tipo de maldad. A Danny no le gusta que la gente ande con sus herramientas y sus cosas. Además, Sam persiguió a Pitt, y Dan quiso protegerla. El otro, entonces, golpeó a Dan en la cabeza, con el tubo al rojo vivo.
Roger hizo girar su espléndido anillo y agregó:
—Cuando vi aquello me dije que debía intervenir. Eso fue hace dos semanas —se echó a reír y bajó las manos—. ¡Aquel día hubo una batalla en High Haven!
—¿Qué sucedió? —pregunté a Roger, que estaba mirando hacia el agua.
—¿Ha visto usted el porche superior? —inquirió—. Pues en medio de la lucha lo arrojé desde allí a la segunda terraza. Luego descendí y lo tiré a la primera. Por fin lo eché de cabeza al río. Después dije a los muchachos que lo llevaran monte abajo, donde yo no volviera a verle nunca más.
Me di cuenta que Roger estaba haciendo girar su anillo detrás de la espalda. Luego dijo:
—No he vuelto a verlo. Tal vez se marchó a Hainesville.
—Y Fidessa…, ¿estuvo de acuerdo con su ascenso?
—Sí —contestó, mientras volvía a llevar adelante sus manos, con lo cual la luz relumbró en las irregularidades del metal—. No creo que yo hubiese aceptado el cargo, de haberse opuesto ella. Es una gran mujer.
—Mata al rey y quédate con la reina —dije.
—Yo había tomado a Fidessa primero. Luego tuve que… matar al rey. Así son las cosas en Haven.
—Escuche, Roger…
Él no me miró.
—Escuche, tiene usted un muchacho, ahí en la fragua, que necesita asistencia médica. Dice usted que siente afecto por él. ¿Cómo puede entonces dejarle que vaya por ahí con ese ojo? ¿Qué pretende usted?
—Sam solía decir que estábamos tratando de vivir lo suficiente como para demostrar a la maldita gente lo malos que podíamos ser. Yo me limito a decir que estamos tratando de vivir lo suficiente.
—Suponga que la infección que tiene Danny en el ojo se le extendiera. No digo esto para conseguir algo en relación con mi tarea. Le pregunto, en cambio, si usted puede hacer realmente lo que desea.
Él siguió jugando con el anillo.
—Usted vengó a Dan y se ganó a la dama —añadí—; pero, ¿qué piensa acerca de esa infección?
Roger se volvió hacia mí. La cicatriz se crispaba en su mejilla y unas arrugas coléricas aparecieron en su frente.
—¿Cree usted de verdad que no tratamos de llevarle a un médico? —me preguntó—. Pues sepa que le trasladamos a Hainesville, luego a Kingston, después de nuevo a Hainesville y por fin a Edgeware. Pasamos toda la noche de un lado para otro con ese pobre chico, que no dejaba de gritar, medio loco de dolor.
Hizo una pausa, señaló en dirección a la fragua y agregó:
—Danny creció en un instituto; si cuando está asustado se le lleva a una ciudad, hará todo lo posible por escapar. No podíamos traer aquí a un médico.
—¿No huyó él de aquí cuando le quemaron el ojo?
—No. Vive en este lugar. Se ha conseguido un puesto para hacer las pocas cosas que hace bien. Tiene una mujer, comida y gente que le cuida. Lo que ocurría con Sam es que ni siquiera se daba cuenta de lo que pasaba. Cuando uno pasea por un bosque y cae un árbol y le rompe la pierna, no huye uno del bosque. Danny no comprendió que él era más importante en Haven que el gran Sam, con todas sus fanfarronadas y sus amenazas. Pero trate usted de explicarle eso a Dan.
Volvió a hacer un ademán en dirección a la fragua, mientras contemplaba su anillo, en el que la luz jugaba sobre la superficie de las gemas. De nuevo comenzó a hacerlo girar, y añadió:
—Danny hizo este anillo para Sam. Yo se lo quité a éste en la terraza inferior.
—Aún sigo interesado por saber lo que piensan hacer con Danny —dije.
Vi que Roger arrugaba el entrecejo, luego repuso:
—Cuando no conseguimos llevarle al consultorio de un médico en Edgeware, nos trasladamos a la ciudad, hicimos levantar a un médico a las dos de la madrugada y lo llevamos a las afueras para que examinase a Dan. El doctor le puso un par de inyecciones de antibióticos, y le recetó un emplasto, que Pitt le aplica todos los días. El médico dijo que no le vendaran la herida porque cicatrizaría mejor al aire. La próxima semana lo llevaremos de nuevo para que le examine.
Como si no le importase mi respuesta, cambió de tema, añadiendo:
—Dijo usted que le gustaría examinar este lugar. Puede mirar, si quiere. Cuando haya terminado le llevaré de vuelta abajo y dirá a los demás que no queremos en absoluto líneas eléctricas aquí arriba.
Sacudió el dedo ante mi rostro mientras decía las seis últimas palabras.
Yo anduve un rato por aquellos lugares, y mientras ascendía las empinadas escaleras me dije que hasta los ángeles en su refugio tienen su porción de infierno. Procuré parecer satisfecho, y aparentar que gozaba con el sol y la brisa. Miré por encima del hombro a los que trabajaban en sus pterociclos. Pero la gente dejaba de hablar cuando yo pasaba, y al volverme notaba que alguna mirada se desviaba hacia otra parte. Si levantaba la cabeza hacia las terrazas, alguien se apartaba de las barandillas.
Llevaba deambulando cerca de veinte minutos cuando en una habitación encontré a Fidessa, que me sonreía.
—¿Tiene hambre? —preguntó.
Tenía una manzana en una mano y en la otra media pieza de pan moreno, aún caliente.
—Sí —repuse; y me senté a su lado en el largo banco de troncos.
—¿Miel? —añadió, tendiéndome un bote oxidado en los bordes, con un cuchillo dentro.
—Gracias.
Extendí la miel sobre el pan, que corrió sobre la miga caliente. Ese fue mi desayuno. La manzana estaba tan fría que me hizo daño en los dientes.
—Es usted muy atenta.
—De otro modo no haríamos más que perder el tiempo. Ha venido usted a echar una mirada a este sitio. Está bien; ¿qué ha visto?
—Fidessa —dije después de una breve pausa, durante la cual traté de relacionar su sonrisa con la última frase que me había dirigido poco antes («Váyase al infierno», ¿no era eso?), y no lo conseguí—. Fidessa, yo no soy una persona de mentalidad cerrada. No desapruebo que ustedes vengan a vivir lejos del mundo. Las cadenas y los chaquetones de cuero no son precisamente de mi gusto; pero no he visto aquí a nadie menor de dieciséis años. Eso quiere decir que tienen ustedes edad suficiente para votar, o dicho de otro modo, que pueden vivir su propia vida. Incluso podría afirmar que esta existencia abre senderos realmente valiosos para algunos miembros de la humanidad. He oído hablar a Roger y me ha impresionado, incluso me ha conmovido la gran semejanza que hay entre su sentido de responsabilidad y el mío. También yo soy nuevo en mi puesto. Pero lo que no alcanzo a comprender es que suscite tanta ira el tendido de media docena de líneas de energía eléctrica. Hemos venido en son de paz, y nos marcharemos dentro de un par de horas. Déjennos las llaves, márchense a hacer un poco de ruido en alguna tranquila aldea y cuando vuelvan nos habremos ido. Ni siquiera se darán cuenta que hemos estado aquí.
—Escuche, operador…
Una abuela mía de ochenta y siete años, que había tomado parte en los disturbios raciales de Detroit, en mil novecientos sesenta y nueve, debió emplear el mismo tono al hablar con un rubio defensor de los derechos civiles en medio de los disparos, defensor que se convirtió en abuelo mío tres años más tarde: «Óyeme, hombre blanco…» Ahora comprendí lo que mi abuela había querido decirme con su anécdota.
—Escuche, operador; usted no sabe lo que ocurre por aquí. Lleva media hora dando vueltas, y nadie más que Roger y yo le hemos hablado. ¿Qué cree haber comprendido?
—Por favor, no me llame operador.
—Lo que usted ha visto no es más que una parte de un proceso. ¿Tiene la menor idea de lo que era esto hace cinco, diez o quince años? Cuando llegué aquí por vez primera, hace casi diez años…
—¿Usted y Sam?
Algunos pensamientos encontrados animaron su rostro, pero no alcanzó a expresarlos.
—Cuando Sam y yo vinimos a este lugar, había cerca de ciento cincuenta ángeles viviendo aquí. Ahora somos veintiuno.
—Roger me dijo que eran veintisiete.
—Seis se marcharon después de la pelea entre Sam y Roger. Éste cree que volverán. Yoggy puede que lo haga, pero los otros, no.
—¿Y qué pasó durante esos años?
Ella movió significativamente la cabeza.
—¿No lo entiende? —dijo—. No es necesario que nos eliminen echándonos de este lugar. Nos estamos muriendo.
—Nosotros no pretendemos matarles.
—Pero van a hacerlo.
—Cuando me vaya de aquí voy a hacerles propaganda.
Di otro mordisco al trozo de pan y me sacudí las migas de la brillante solapa.
Fidessa volvió a mover la cabeza, ahora con expresión triste. Quisiera que las mujeres no me sonrieran con aire de tristeza.
—Usted es amable, atractivo, puede que hasta sea bueno. Y está aquí para traernos la muerte.
Yo dije algunas palabras de protesta.
Ella me tendió la manzana; le di un mordisco y la mujer se echó a reír.
Su risa cesó de pronto; yo alcé la vista.
En la puerta se encontraba Roger, que tenía cierto aire desconcertado.
—¿Puede llevarme de vuelta abajo? —le dije, poniéndome en pie—. No le prometo nada, pero trataré de hacer que Mabel se olvide de este asunto y se lleve su armatoste plateado a otro sitio.
—Trate de… hacer eso —contestó él—. Está bien, vamos.
Mientras Roger sacaba su pterociclo del soporte, yo eché un vistazo sobre el borde de la terraza.
En la piscina, Pitt había logrado atraer a Danny y ambos jugueteaban en el agua. Fuera no debía hacer mucho más de quince grados, pero los dos chapoteaban y reían como dos cachorrillos felices.