IV

EL MONSTRUO DE GILA ENTRA EN ACTIVIDAD

Seis soportes hidráulicos con cilindros tan gruesos como bidones de gasolina ajustan el nivel, metro y medio más arriba, para permitir el trabajo de excavación. Desde la parte anterior el «arado», algo más grande que el cráneo de un triceratopus, se hunde en la tierra. Lo que antes era un sonido espasmódico se convierte en un rugido. Unas placas en los costados se deslizan hacia atrás.

Entonces Mabel, con la mayor dotación a su cargo, sube en un ascensor telescópico para echar una mirada por encima del hombro del Monstruo, con una cámara de televisión y fotografía a distancia.

La plateada tripulación se esparce luego sobre la capa de agujillas de los pinos cercanos, igual que las bruñidas esferitas escapadas de un cojinete. El Monstruo retrocede arrastrando el «arado» (que guía uno de los mejores poetas contemporáneos en lengua francesa). Un pozo de unos tres metros y medio de ancho por otros tres de profundidad se abre en la tierra. Dos mandíbulas metálicas se extienden ahora, con unas escobillas de alambre que van limpiando ruidosamente la parte superior de la caja enrejada donde se enrolla un cable de cinco metros de largo; se abren unas portillas laterales, y por encima de la cadena de rodadura de babor, la grúa deja caer unos arpeos magnéticos.

Una de las carreteras más rectas del mundo es la que va desde Leningrado a Moscú. Cuando pidieron al Zar de aquel tiempo que indicase por dónde debía atravesar aquel camino, él sorprendió a ingenieros y políticos tomando una regla y trazando una línea entre las dos ciudades.

—Así debe ser —dijo, en su equivalente ruso. Y con esta única indicación se construyó la famosa carretera rusa a mediados del siglo diecinueve.

Excepto en algunas de las fosas más profundas del océano Pacífico y en ciertos difíciles pasos del Himalaya, la colocación de los mayores cables, y buena parte de los menores, se realiza de la misma forma. El único momento en que un cable se curva lo suficiente como para poder verlo es cuando se coloca una conexión. En aquella ocasión estábamos montando una conexión.

Dentro del pozo, los operadores Julio, Bill, Frank y Dimitri están preparando la pinza, una sección de cable en forma de U que mide tres metros desde la curva hasta los extremos. En éstos se colocan unos acoplamientos muy complicados. Los operadores inspeccionan dichos acoplamientos con gran minuciosidad, ya que la pinza soporta toda la corriente mientras se está insertando la conexión.

Las grúas comienzan a chirriar arriba, en la torre, cuando Mabel pulsa el botón correspondiente. La pinza sale de las entrañas del monstruo, y oscila por encima del refulgente borde del aparato mientras Scott se coloca junto a la cuerda y cabalga sobre la pinza como si fuera un jinete infernal.

Frank y Dimitri salen de detrás de las bandas de rodadura para reunirse con Sue en el exterior, y luego el semicírculo de la pinza se desliza sobre el cable precisamente en el lugar señalado con tiza. A continuación, Scott se escurre dentro y hace equilibrios sobre el cable, llevando en la mano un taladro. Sue baja con otro. En cada uno de los dos extremos de la pinza hacen perforaciones para los acoplamientos, que se hunden a diversas profundidades en el cable.

—La chica utiliza bastante bien esa herramienta —dice Frank.

Y Dimitri contesta:

—Bueno, tal vez enseñen algo útil en la academia, en estos últimos tiempos.

—Te quieres lucir porque eres nueva, ¿eh, Sue? Vamos a ver si trabajas tan bien con el torniquete que te enviamos.

La gran pieza de dos metros de largo desciende hasta penetrar en el núcleo central. Por allí pasarán sesenta mil voltios. La pieza, algo mayor, va en terreno más hondo. Sirve de retorno para una línea de tres cables de alto voltaje que desde el núcleo central envían más de trescientos mil voltios. Entre las dos juntas pueden suministrar energía eléctrica a ciudades de dos a seis millones de habitantes. La pieza siguiente conecta la corriente de alta frecuencia. Luego se hace lo mismo con la de baja frecuencia. Viene a continuación una capa de circuitos de comunicación que permiten a aquellos que requieren este servicio conectar con el vasto sistema de computadores de alcance mundial. Después se aplican los conductores para las emisiones de radio y televisión. A continuación vienen las pequeñas antenas que transmiten directamente al Monstruo de Gila los datos de los circuitos de comprobación. Y así se prosigue a lo largo del tendido de la conexión, que alcanza cinco metros.

La herramienta de Scott emite un chasquido al completar el último acoplamiento (dirá más tarde que dejó ganar a Sue por una conexión). Entonces alguien hace una señal a Mabel; ésta ha descubierto que van atrasados un minuto y medio respecto al plan establecido, y se preocupa por ese detalle.

Otra grúa baja una placa doble. Los dientes muerden el metal y las chispas se reflejan en los plateados uniformes. Los operadores se echan atrás.

Dimitri y Scott llevan rodando el disco de conexión hasta el borde del pozo.

—¡Eh, Sue! —grita Scott—. ¡Cuidado, nena, que esta pieza sólo pesa ciento treinta kilos!

Un momento después se retiran las cabezas de perforación, y se coloca la sección del cable debajo del Monstruo de Gila.

El acoplamiento, que pasa conexiones para tomas de corrientes del cable principal, de modo que puedan conectarse los cables para High Haven, es llevado rodando hasta el lugar de las operaciones. Nuevos trabajos de perforación, en los que esta vez colabora todo el personal especializado.

Por fin, Mabel suspira y se seca el sudor de la frente: han concluido las operaciones sin haberse producido un solo apagón en todo el mundo, y no ha habido heridos o bajas. Lo único que falta es retirar la pinza en forma de U, para que todo vuelva a su cauce normal. Resulta difícil que algo salga mal en ese trabajo.

Roger me dejó allí en el momento en que extraían la pinza en forma de U. Yo bajé trotando por la pendiente rocosa y agité un brazo saludando a la gente. Tropecé con la escalerilla a causa de la brillante iluminación; y entré en el Monstruo de Gila, protegiéndome los ojos con una mano.

Poco después ascendía por la escalera lateral y sacaba la cabeza por la trampilla.

—¡Eh, Mabel! —dije—. Adivina qué es lo que hay allá arriba, en High Haven.

Creo que no me esperaba, porque tuvo un ligero sobresalto.

—Bueno, ¿qué hay? —respondió.

—Una nidada de ángeles conductores de pterociclos que parecen salidos de la prehistoria. Tatuajes, pendientes de aro y hasta chaquetones de cuero. A decir verdad, no creo que puedan comprarse otro atuendo. Viven bastante modestamente.

—Interesante —repuso Mabel, frunciendo el ceño.

Subí y me senté en el suelo. Luego añadí:

—En realidad no son malas personas. Algo excéntricos sí lo son. Sé que acabas de establecer las conexiones; pero, ¿qué me dices si recogemos nuestros trastos y nos marchamos a alguna otra parte?

—No estás en tu sano juicio —repuso, mientras su entrecejo se arrugaba aún más.

—Escúchame: ellos están tratando de vivir sus propias vidas. Larguémonos de aquí.

—De ningún modo.

—Consideran este asunto como una tentativa de eliminarlos. ¿Por qué no podemos irnos?

—Porque pienso eliminarlos.

—¿Ah, sí? Vaya, no me digas que de pequeña te maltrataron algunos de estos ángeles, y desde entonces les has odiado en secreto.

—Ya te dije que discutiríamos, Blacky —dijo, volviéndose en su sillón giratorio—. La última vez que hubo una conversión me encontré con una secta de vegetarianos que se había refugiado en las Montañas Rocosas. Sólo comían carne una vez al año, en la víspera del equinoccio de otoño. Nunca olvidaré la expresión de aquel muchacho. La primera flecha clavó su camisa al tronco de un roble.

—¡Pobre San Sebastián! —comenté—. Pero debes saber, Mabel, que éstos no son caníbales.

—En la conversión que hicimos anterior a ésa nos encontramos con un grupo de socialistas utópicos que habían establecido su campamento en los Alpes suizos. No creo que pudiera achacarles directamente una muerte… Sí, ahora recuerdo: no contaba a tres de mis hombres que murieron cuando el asunto degeneró en lucha abierta. Como ves, a su lado los vegetarianos se quedaron cortos. Siguiendo con la conversión precedente…

—Mabel…

—Supongo que me interrumpes porque has comprendido que tengo razón.

—Antes hablabas de formas de vida. ¿No se te ha ocurrido pensar que puede existir más de una forma de vida?

—Eso es demasiado necio para que me moleste siquiera en contestarte. Vamos, levántate del suelo.

Hice caso.

—Si vamos a empezar nuestras discusiones con perogrulladas —agregó—, ten en cuenta ésta: el trabajo no daña a la máquina humana, que ha sido hecha para eso. Pero trabajar duro estando desnutrido, o hacerlo para que alguien viva espléndidamente mientras uno pasa privaciones, o carecer de trabajo y ver cómo los demás se mueren de hambre, eso sí que es desastroso para la máquina humana. Si, con fines estadísticos, ponemos diversos grupos de personas en situaciones semejantes, al cabo de un par de generaciones empezarán las guerras, junto con las neurosis que tales circunstancias suelen acarrear.

—Primer premio a la perogrullada.

—Cuando todos los integrantes de la humanidad estaban estrechamente relacionados, doscientos millones de personas murieron de hambre en Asia, y tales calamidades no tuvieron ningún efecto sobre la psicología y la sociología de los doscientos millones de personas bien nutridas y educadas de los Estados Unidos durante la época de nuestros abuelos.

—Segundo premio a la trivialidad.

—Conclusión…

—Por la cual obtienes automáticamente el tercer premio.

—Con nuestro modo actual de vida no ha habido guerras en cuarenta años. Sólo hubo seis asesinatos en Nueva York el pasado año, y nueve en Tokio. El mundo posee un índice de alfabetización del noventa y siete por ciento. Por lo menos un ochenta y cuatro por ciento de la población mundial es bilingüe. El factor más influyente ha sido sin duda Líneas Mundiales de Energía. Ello se debió a que la gente no ha tenido que trabajar con exceso para ganar un sueldo mísero. Ese problema ha podido aliviarse notablemente. La situación actual se ha logrado en el tiempo que tarda un niño en llegar a abuelo. La generación que vivía cuando se fundó Energía Mundial había engendrado un interesante conjunto de neuróticos como segunda generación, quienes, no obstante, tuvieron inteligencia y desinterés suficiente como para procrear una saludable prole de la que provenimos nosotros.

—¿Hemos hecho ya todo lo que podíamos hacer?

—No seas ingenuo. Mi opinión es, sencillamente, que en un mundo en que millones de seres humanos morían a consecuencia de las guerras, y cientos de miles a causa de otros medios menos eficaces, existía quizá una justificación para decir respecto a una injusticia: «¿Qué podemos hacer?» Pero eso no ocurre ahora. Posiblemente sabemos demasiado acerca de nuestros abuelos y su mundo, y por ello siempre esperamos que las cosas ocurran del mismo modo. Pero cuando las estadísticas resultan ser como en la actualidad, aquellos hechos no son más que una excepción.

—Lo que yo vi allí arriba…

—Manifiesta violencia, brutalidad y crueldad de una persona hacia otra, incluso asesinato. Sí, la criminalidad potencial en todos ellos. ¿Me equivoco?

—¡Pero ésa es la vida que han elegido! Poseen un sentido auténtico del honor y la responsabilidad. Tu no lo has visto, Mabel, pero yo sí. No van a perjudicar…

—Escucha, cabezón. Alguien trató de matarme esta mañana con ese objeto que llevas al cinto.

—¡Mabel! —exclamé, y el grito no tenía nada que ver con nuestra discusión.

Ella tomó rápidamente el micrófono y oprimió el botón.

—¡Scott! ¿Qué demonios estás haciendo?

Su exclamación, amplificada por el altavoz, llegó hasta todos los operadores que trabajaban abajo.

He aquí lo que Scott estaba haciendo:

Había subido a la pinza en forma de U para dirigir su introducción en el Monstruo. Luego tomó una línea de conexión de alto voltaje, probablemente después de decir a Sue: «¡Oye, apuesto a que nunca has visto esto!», y la fijó a la cubierta metálica. En ese punto sólo hay una fracción de amperio, de modo que no era posible esperar grandes daños. El efecto del alto voltaje en la cubierta provoca una descarga de chispas de igual longitud que el cable no cubierto. Resulta impresionante. Cerca de un metro de chispas restallando por todas partes, y Scott sonriendo y con todo el pelo erizado. Como un cerco de platino…

Como un río de diamantes…

Como una serpiente cubierta de gemas…

Lo peligroso del asunto, y esto es lo que inquietó a Mabel, es que, si algo sale mal, con semejante voltaje, las consecuencias serán más serias. Por otra parte, la pinza en forma de U está conectada a la grúa; ésta, a su vez, va unida a la cabina de la grúa y ésta al bastidor de la misma, de donde surge la posibilidad de originar graves daños.

—¡Condenado Scott!…

La consecuencia menos peligrosa habría sido una acumulación de energía en el lugar donde Scott había fijado el conductor. Y creo que es lo que sucedió, porque él apartó la mano violentamente, como si hubiera recibido una descarga.

Mabel se acercó a los mandos y bajó lentamente la palanca del reóstato, con lo cual se interrumpió el flujo eléctrico.

—¡Saben perfectamente que no me gusta desperdiciar la corriente! —dijo por el altavoz, y agregó en seguida—: A ver, ustedes, idiotas vestidos de plata, entren de una vez. ¡Basta por hoy!

Noté que estaba muy alterada, y por ello no quise proseguir la conversación.

Con tiempo de sobra, eché a andar junto a las excavaciones que había hecho el Monstruo de Gila. Luego me senté un rato, y a continuación volví a pasear. En realidad tenía que haber estado rellenando formularios en el cuarto de navegación, pero durante casi todo el tiempo en que estuve paseando me pregunté si no sería mucho más feliz si cambiase las ropas de plata por las de algodón, y me fuera a las alturas cerca de las nubes. ¿Para qué recorría yo el mundo con aquellos condenados operadores, cuando podía ser muy dichoso expresando mi resentimiento a los vientos de la noche, y haciendo mi santa voluntad? Y lo cierto es que todos mis resquemores se concretaban en Mabel.

Salí al mirador, y al apoyarme sobre la barandilla escuché una conversación.

Sue y Pitt se encontraban cerca de la base del Monstruo.

—Bueno, te diré que a mí me gusta trabajar aquí —decía Sue—. En dos años de academia, después de la escuela secundaria, uno aprende todo lo que hay que aprender acerca de ingeniería, electrónica y disciplinas afines. Da gusto porque aquí uno viaja mucho.

Debo decir que Sue no hacía más que repetir textualmente el prólogo del folleto del curso de estudios de la academia. Y hay que reconocer que es un buen prólogo.

—A propósito —terminó diciendo, y me di cuenta que había estado pensando en ello mucho tiempo—, ¿qué le ha ocurrido a tu amigo en el ojo?

Pitt escarbó con el pie en la tierra, y luego dijo:

—Bueno, tuvo una pelea y quedó malherido.

—Sí, claro —contestó Sue—; eso es evidente.

Las dos muchachas miraron hacia el bosque, y Sue agregó:

—Puede venir aquí cuando quiera. Nadie va a molestarle.

—Pero es tímido —dijo Pitt—, y no oye bien.

—Comprendo entonces que quiera quedarse ahí.

—Debe ser muy agradable viajar por todas partes en un monstruo como éste. Creo que me gustaría mucho hacerlo.

—¿Quieres entrar a verlo? —preguntó Sue.

—No, no. Tengo que regresar a High Haven.

Y Pitt (que sin duda no me había visto en la barandilla) dio media vuelta y echó a correr hacia los árboles.

—¡Adiós! —le gritó Sue—. ¡Da las gracias a tu amigo por haberme llevado a dar una vuelta en torno a la montaña! ¡Me he divertido mucho!

Un momento después vi un pterociclo que ascendía por encima de la arboleda.

Regresé al despacho. Mabel estaba sentada ante mi escritorio, examinando los formularios que yo no había rellenado.

Pensé en los diversos temas que podía tratar para no iniciar una discusión con la jefa.

—Exige mucho esfuerzo encontrar algunas palabras que eviten una polémica —dijo Mabel—. Creo que será mejor terminar con el asunto.

—Me parece bien, sólo que no he tenido una oportunidad para discutir.

—Adelante entonces.

—No, sigue tú. La única forma de ganarte una discusión sería amordazándote.

—Escucha bien esto. Es la última perogrullada del día. Supón que colocamos las líneas y las tomas de corriente en esta zona. Yo pienso que no tienen por qué usarlas si no quieren, ¿no crees?

—Vamos, Mabel; todo esto no es más que un asunto de principios.

—Con eso no me vas a amordazar.

—Mira, tú eres el jefe. Ya te dije que lo haríamos a tu gusto. Y ahora me marcho. ¡Buenas noches!

Y sintiéndome algo frustrado, pero al menos limpio con mi atuendo de plata, salí del despacho.

Frank Falteaux me dijo que la frase francesa apropiada es l’esprit d’escalier: el espíritu de la escalera secreta. Hablamos de cuando uno piensa en lo que debiera haber dicho una vez que ha pasado la ocasión. Yo estaba tendido en la hamaca de mi nueva habitación, pensando en lo que habíamos hablado poco antes.

Afuera, la noche arrojaba hojas secas contra mi ventana, y hacía penetrar su tenue fulgor dorado a través de los vidrios. Como me sentía inquieto, me puse en pie y salí al exterior.

Ya en la orilla del riachuelo, me entretuve arrojando piedras al agua pegándoles con la bota. Observé los remolinos de la corriente, y paseé aguas arriba, escuchando el sonido de la cascada. Detrás oía las risas de algunos operadores, sentados sobre las bandas de rodadura del Monstruo, mientras tomaban cerveza.

Luego, alguien llamó a los operadores y éstos entraron. Me quedé solo con la noche y el agua.

Y escuché una carcajada encima de mi cabeza.

Alcé la vista hacia la cascada.

Fidessa estaba sentada sobre una piedra, moviendo acompasadamente las piernas.

—Hola —le dije.

Ella movió la cabeza contestando a mi saludo; tenía el aspecto de una mujer que guarda un secreto. Luego saltó hacia abajo y empezó a dar brincos entre las piedras.

—¡Eh, cuidado! No vaya a resbalar en…

No resbaló.

—Blacky…

—Sí…, ¿qué puedo hacer por usted?

—Nada. ¿Quiere venir a una reunión de amigos? —me preguntó mientras le brillaban los ojos castaños.

—¿Cómo?

—Arriba, en High Haven.

Yo pensé que el hecho de que aún no hubiéramos colocado los cables allá arriba había sido interpretado como una victoria.

—Debe saber que no he ganado ninguna victoria aquí, todavía.

Ah, ese equívoco «todavía»… Me rasqué el cuello con aire indeciso.

—Son ustedes muy atentos al proponerme que asista a la reunión —añadí.

—En realidad soy yo quien se lo pide —dijo, con mirada conspiradora—. ¿Por qué no trae también a alguna de las muchachas?

Durante un segundo pensé que se trataba de una invitación sin mayor trascendencia.

—Roger tal vez pudiera enfadarse si cree que le he invitado sólo a usted a nuestro refugio —añadió.

Alto, muy moreno y apuesto, en muchas ocasiones he recibido un trato especial parecido por parte de las mujeres, aun en este esclarecido siglo.

Por ello no me sentí desconcertado.

—Claro; iré con mucho gusto —dije.

Mi intención era llevar conmigo a Mabel para que comprobase la razón de mi punto de vista. Pero pronto abandoné la idea.

Me sentía muy belicoso. Demonios, ¿quién quiere llevar a su antagonista a una fiesta?

Miré de nuevo hacia el Monstruo, y vi a Sue sentada en lo alto de la escalerilla, leyendo.

—¡Eh, Sue!

La muchacha alzó la vista. Yo le hice un ademán para que se acercara. Ella dejó el libro y vino hasta nosotros.

—¿Qué está haciendo Scott? —le pregunté.

—Está durmiendo.

Uno de los motivos por los cuales Scott no será nunca un buen operador es porque duerme en cualquier parte y en cualquier momento. Un operador de energía debe ser capaz de estar preocupado toda la noche con un problema. Sin que esto signifique que al día siguiente se muera de sueño o rinda menos en su trabajo.

—¿Quieres venir a una fiesta? —le pregunté.

—Desde luego.

—Fidessa nos ha invitado a ir a High Haven. Tendrás ocasión de ver de nuevo a tu amiga, Pitt.

Sue me tomó por el brazo y apoyó la cabeza en mi hombro, mientras fruncía el ceño. Las leves arrugas del rostro de una chica de diecisiete años son encantadoras.

—Pitt es una extraña muchacha —dijo—. Pero me gusta. ¿Cuándo nos vamos?

—Ahora mismo —repuso Fidessa, y comenzamos a trepar por las rocas—. ¿Han montado alguna vez en un palo de escoba? —inquirió la mujer.

—Yo solía llevar y traer a mi mujer a clase en pterociclo cuando estábamos en la academia —dije, y resulta interesante que hiciera semejante confesión en aquellos momentos; luego pregunté—: ¿Quiere que conduzca?

Me situé delante, frente a los mandos; Sue en medio, con la barbilla apoyada en mi espalda, y Fidessa detrás de ella. Tras un despegue algo torpe, trazamos una hermosa espiral en torno a la montaña.

—Por allí —dijo Fidessa, y nos dirigimos hacia la abertura del desfiladero.

—¡Ah, me encanta montar en estos aparatos! —exclamó Sue—. Es mejor que una montaña rusa.

Creo que no estaba refiriéndose a mi forma de volar. Tampoco olvida uno cómo se maneja una bicicleta. Entramos en la boca rocosa, y poco después descendíamos en el porche alto de High Haven. Nuestro aterrizaje fue mejor que el realizado con Roger.

Al fin hallé el lugar donde habían cocinado por la mañana. Fidessa nos condujo entre los árboles, más arriba de la casa. Percibí un aroma a carne asada. Al avanzar por entre la maleza de la mano de Sue, vi que nuestro novel cadete arrugaba la nariz.

—¿Cerdo a la brasa? —dijo.

Habían excavado un agujero poco profundo. En la ennegrecida parrilla se veía un cerdo extendido sobre los carbones, que nos contemplaba con mirada bizca. Tenía las orejas carbonizadas y sus labios se curvaban hacia atrás a causa de la forma de los dientes. Exhalaba un olor apetitoso.

—¡Ah! ¿Han venido a la reunión? —dijo Roger, saludándonos desde el otro lado del agujero con un bote de cerveza que tenía en la mano.

—Eso creo —contesté.

Uno de ellos llegó cargando una caja de cartón. Era el muchacho pelirrojo del dragón tatuado en el pecho.

—Oye, Roger —manifestó—. ¿No necesitas algunos limones? Estuve en Hainesville, y birlé esta caja de limones…

Un amigo le tomó con ambas manos por el cuello del chaquetón de cuero y le dio un empujón. La caja cayó al borde del agujero y los limones se esparcieron por el suelo.

—¡Condenación, terminen de una vez…!

Media docena de limones cayeron entre los hierros de la parrilla. Alguien dio una patada a la caja de cartón, y otra media docena de limones rodaron pendiente abajo.

—¡Eh…!

Medio minuto más tarde vi venir por el aire dos botes de cerveza. Los pesqué al vuelo y alcé la vista. Delante, Roger se reía alegremente. Quité las tapas con movimiento de torsión (antes no se hacía así; son cosas del progreso), y después de entregar un bote a Sue, alcé el mío en señal de brindis.

Fidessa se había colocado detrás de Roger, y estaba riendo también.

Sue bebió y dijo con aire intrigado:

—¡Eh! ¿Dónde está Pitt?

—Abajo, en la casa.

Ella me miró, al mismo tiempo que sonreía con aire de complicidad. Comprendí, y asentí con la cabeza.

—Llámame cuando el asado esté listo —me dijo, y se alejó saltando sobre las rocas.

«¿Adónde conducirá esta montaña, más arriba de High Haven?», me pregunté. Como no lo sabía, me alejé de los parrilleros, y subí por entre la maleza y las peñas. El viento atravesaba las frondas de pinos y llegaba hasta mí, atenuado. Miré desfiladero abajo, más allá de los atestados techos de High Haven. Sentado sobre un tronco me sentía lleno de paz.

Oí detrás el ruido de unos pasos sobre las hojas secas, pero no me volví. Unas manos cubrieron mis ojos, y escuché la risa de Fidessa. La tomé por una muñeca y tiré hacia delante. La risa se esfumó en su cara. Ella tenía un gesto de curiosidad; ambos nos miramos.

—¿Por qué se ha vuelto tan amistosa? —le pregunté.

Su rostro de altos pómulos adquirió una expresión pensativa.

—Tal vez se deba a que reconozco lo bueno cuando lo veo —repuso.

—¿Lo bueno?

—En efecto —dijo, sentándose a mi lado—. Nunca he comprendido cómo se hace para enfrentarse al poder en este mundo. Cuando luchan dos personas, el más poderoso es el que gana. Yo era muy joven cuando conocí a Sam. Me quedé con él porque creí que era poderoso. ¿No suena eso ingenuo?

—Al principio, puede ser. Pero cuando se piensa en ello…

—Sam insistió en vivir de una forma totalmente diferente de como lo hace la sociedad. Eso requiere… poder.

Asentí con la cabeza.

—Aún no sé si finalmente él perdió ese poder. Tal vez, sencillamente, Roger tenía más. Pero yo tomé una decisión antes de que pelearan. Y me uní al mejor.

—Usted no es una necia.

—No, no lo soy. Pero se acerca otra pelea. Y creo saber quién va a ganar.

—Yo no lo sé.

Fidessa bajó la mirada y dijo:

—Además, ya no soy tan joven. Estoy cansada de vivir con los ángeles. Mi mundo se desmorona, Blacky. He conseguido a Roger. Comprendo que Sam perdiese, pero no entiendo por qué venció Roger. En la lucha que se avecina, usted vencerá y Roger saldrá perdedor. Eso tampoco lo entiendo.

—¿Es una invitación para que yo, con mi plateado atuendo, la lleve lejos de todo esto?

Ella frunció el ceño y repuso:

—Vuelva a High Haven y hable con Roger.

—En la víspera de la batalla, los generales enemigos suelen reunirse —dije—. Unos y otros se explican los grandes perjuicios que la guerra acarreará a todos. Y a pesar de ello, rompen las hostilidades.

Fidessa me miró con extrañeza.

—Cité a un autor —aclaré.

—Baje usted y hable con Roger.

Me puse en pie y me dirigí de nuevo a la casa, a través de los bosques. Llevaba cinco minutos caminando cuando oí que me llamaban.

—Blacky…

Me detuve junto a una encina cuyas raíces se aferraban a una gran peña. Cuando los árboles crecen demasiado en terrenos como aquél, no tienen dónde sujetarse y se agarran donde pueden.

—Me pareció que era usted el que andaba por aquí.

—Roger —contesté—, las cosas no marchan muy bien en el Monstruo de Gila.

Él echó a andar a mi lado.

—¿No puede evitar que traigan las líneas aquí arriba? —inquirió mientras daba vueltas a su anillo en el dedo lleno de cicatrices.

—La ley así lo establece. Pero escuche: aunque coloquemos esas líneas, ¿por qué tienen ustedes que usarlas? No comprendo por qué este asunto resulta tan perjudicial para ustedes.

—¿No lo entiende?

—Como ya he dicho, simpatizo con…

Roger se metió las manos en los bolsillos. Allí, entre los árboles, la luz no era lo suficientemente clara para que pudiera ver su expresión. El tono de su voz me sorprendió.

—Dice usted que no comprende lo que ocurre aquí, ¿no es cierto? Fidessa así lo dijo. Yo creía que usted…

Parecía estar cansado. Su mente derivó hacia otro asunto; luego dijo:

—Estas líneas de energía eléctrica… ¿Sabe usted lo que mantiene a mis muchachos aquí? No lo sé muy bien, pero me doy cuenta que es algo menos fuerte de lo que uno podría creer.

—Fidessa asegura que algunos se han marchado.

—Yo no puedo evitar que un hombre haga lo que le parezca bien. Sam tampoco lo consiguió. Ese es el pobre poder que él tenía y que yo tengo. Si ustedes colocan líneas, ellos las usarán. Quizá no lo hagan al principio, pero lo harán. Al cabo de poco tiempo, todos habrán bajado.

Más allá de los árboles alcanzaba a ver el agujero del asado.

—Tal vez sea conveniente que usted ceda.

Él movió negativamente la cabeza en la oscuridad.

—No llevo en mi puesto mucho tiempo; de modo que no resultará difícil perderlo. Pero no cederé.

—Roger, usted no va a perder nada. Cuando las líneas lleguen hasta aquí, ignore…

—Estoy hablando de poder; de mi poder.

—¿Cómo dice?

—Ellos saben lo que está sucediendo —dijo, y señaló al resto de los ángeles—. Saben que se trata de una lucha y que yo voy a perder. ¿Sería mejor que actuase como lo hubiera hecho Sam? Él habría tratado de romperle la cabeza a usted. O si no, sin duda hubiese intentado destrozarle el uniforme plateado, y la mayor parte de nosotros hubiéramos terminado en la cárcel.

—Es muy probable.

—¿Ha perdido usted alguna vez algo tan importante que no es capaz de decir a los demás la enorme trascendencia que tenía? Algo que se marcha, que usted ve alejarse, y que por fin desaparece del todo…

—Sí, me ha ocurrido eso.

—¿Sí? ¿Y qué perdió?

—A mi mujer.

—¿Le dejó para marcharse con otro?

—Se quemó en un cable que estaba al aire libre, una noche, en el Tíbet. Yo lo vi. Yo vi cómo desaparecía.

Después de un momento de silencio, Roger dijo:

—Usted y yo tenemos mucho en común, ¿sabe? Me pregunto qué pasará cuando yo pierda a Fidessa… también.

—¿Conque piensa eso?

Sus anchos hombros se encogieron. Roger inclinó la cabeza, y luego respondió:

—A veces, por la forma en que actúa una mujer, uno se da cuenta… Sam lo comprendió de ese modo. Pero estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

Oímos unos pasos sobre las hojas. Nos volvimos.

—Fidessa… —dijo Roger.

Ella se detuvo en la semioscuridad. Me di cuenta que ella se sentía sorprendida por habernos dado alcance.

Roger me miró, y luego miró a su mujer. A continuación le preguntó:

—¿Qué hacías por aquí?

—Me había sentado un momento —repuso ella, antes de que lo hiciera yo.

Nos quedamos unos instantes en silencio, envueltos en la oscuridad. Luego Roger se volvió, apartó las ramas de los arbustos y salió al claro. Yo le seguí de cerca.

Ya habían cortado en trozos el cerdo. Buena parte de una pata estaba cortada en tajadas. Roger tiró del hueso y se volvió hacia mí.

—¡Esto es una fiesta, Blacky! —exclamó, entre carcajadas—. ¡Tome! ¡Aquí tiene esto!

Me arrojó un hueso caliente a la mano. Sentí que me quemaba dolorosamente.

Roger, con un brazo en torno a los hombros de uno de ellos, se balanceaba con aire festivo. Alguien me alcanzó una cerveza. El hueso, que yo había arrojado sobre el lecho de hojillas de pino, recibió algunas patadas de los ángeles.

Comí en abundancia, y bebí bastante.

Recuerdo que me había detenido en el porche superior de High Haven, y que me apoyé sobre lo que quedaba de la baranda.

Sue estaba sentada junto a la piscina. Reluciente con el sudor de la forja, Danny se encontraba inclinado cerca de la muchacha.

Entonces oí decir detrás de mí:

—¿Quiere volar? ¿Quiere volar a la luna, al cielo? ¡Veo tres estrellas allá arriba! ¿Quién las ha puesto allí?

Roger se tambaleó delante del estacionamiento de pterociclos, y con los pies separados sacudió un puño hacia el firmamento.

—¡Voy a volar! —gritó—. ¡Voy a volar hasta que mi escoba haga un agujero en la noche! ¿Me escuchan, dioses? ¡Vamos hacia ustedes! ¡Les vamos a apalear con nuestros mangos de escoba hasta matarles, y revolveremos el cielo antes de volver a bajar!…

Hubo gritos a su alrededor. Un pterociclo rugió. Luego, dos más.

Roger saltó hacia un lado cuando la primera escoba levantó el vuelo. Algunos ángeles cayeron al suelo. El artefacto avanzó inseguro, traspuso el borde de la casa, voló entre las ramas y luego por encima de ellas con las negras alas extendidas.

—¿Viene a volar conmigo?

Yo me encogí de hombros.

Su mano golpeó mi cuello sin demasiada fuerza.

—Allá arriba hay dioses a los que debemos visitar. ¿Quiere que vayamos a verlos?

El humo nos envolvía, y también los vapores de la cerveza.

—Los dioses no son otra cosa que un poco de azúcar en la sangre —contesté—. San Agustín, el tótem de los indios, todo es parecido…

Roger volvió la mano, de modo que su dorso quedó contra la piel de mi cuello.

—¡Volar! —exclamó de nuevo. Si hubiera retirado la mano con rapidez, el anillo me habría arrancado un par de centímetros de yugular.

Otros tres pterociclos despegaron.

—Bueno, ¿por qué no? —dije.

Él se volvió para sacar su ciclo del soporte.

Yo monté detrás de Roger. El hormigón raspó la parte inferior del artefacto, y pasamos sobre el borde del porche. El vacío oprimió mi estómago. Las ramas nos arañaron. Otras pasaron a nuestro lado sin tocarnos.

Subimos más alto que la casa; más alto que la montaña que domina High Haven.

El viento me echaba la cabeza hacia atrás, y entonces miré hacia arriba. Los ángeles evolucionaban sobre nuestras cabezas.

—¡Eh! —gritó Roger, volviéndose para que pudiera oírle—. ¿Ha hecho alguna vez un barrido de cielo?

—¡No! —le contesté.

Roger me hizo una seña con la cabeza para que mirase.

Aproximadamente a un centenar de metros por delante y por encima, un ángel volvió las alas hacia la luna, apuntó luego hacia abajo, y con los codos completamente separados del cuerpo, hizo girar los anillos de aceleración y de improviso detuvo el funcionamiento de ambas turbinas.

El pterociclo se hundió en la noche.

Y bajó. Y bajó.

Por fin creí que le perdería de vista entre la oscura alfombra verdosa de la montaña. Durante un momento estuvo perdido.

Luego, una llama diminuta iluminó tenuemente unas minúsculas alas que salían del tortuoso descenso. A pesar de su pequeñez, alcanzaba a percibir la tensión que curvaba las alas. Se encontraba tan cerca de la copa de los árboles que por un momento se hicieron visibles las hojas bajo el veloz chorro de luz. Era tan minúsculo…

—¿A qué condenada altitud estamos? —pregunté a Roger.

Éste se inclinó sobre el manillar y seguimos ascendiendo.

—¿Adónde vamos?

—A subir lo bastante alto para hacer un buen barrido —me contestó.

—¿Yendo dos aquí montados?

Y continuamos subiendo.

Ya no había ángeles por encima de nuestras cabezas.

Lo único que nos superaba en altura era la luna. En ella se dibujaba un rostro.

Un rostro que se reía, mirándonos de soslayo.

Alcanzamos el punto superior de la curva ascendente. Entonces los codos de Roger golpearon sus costados.

De nuevo se me contrajo el estómago. Una extraña sensación: las vibraciones del asiento y del apoyo para los pies han desaparecido. Lo mismo que el rugido de las turbinas.

Es un descenso silencioso.

Hasta el ruido del viento sobre las alas desaparece hacia atrás demasiado rápidamente para percibirlo. Delante, abajo, sólo está la montaña.

Y abajo. Y más abajo.

Por fin tomé por los hombros a Roger, me incliné hacia delante y le dije al oído:

—¡Supongo que se estará divirtiendo!

Dos pterociclos se apartaron rápidamente para dejarnos pasar.

Roger volvió la cabeza, me miró, y sin forzar la voz, porque con las turbinas apagadas no es necesario gritar, dijo:

—Oiga, ¿qué estaban haciendo usted y mi mujer allá en el bosque?

—Recogiendo setas.

—Cuando hay una lucha de poderes, no me gusta perder.

—¿Le gustan las setas? —inquirí—. Le voy a dar un cesto lleno hasta el borde cuando estemos de nuevo en High Haven.

—Yo no bromearía si estuviera sentado tan lejos del acelerador como lo está usted.

—Roger…

—Uno puede adivinar las cosas por la forma en que actúa una mujer, Blacky. He estado observándoles mucho. A usted, a Fidessa, incluso a esa chica que ha traído a Haven esta noche. Apostaría que tiene la misma edad que Pitt. Pero Pitt no aguanta muy bien una comparación con ella. Y no me refiero a su aspecto, sino a la posibilidad de sobrevivir que poseen ambas, colocadas abajo en el mundo. Yo tengo treinta y tres años, Blacky. ¿Y usted?

—¿Yo? Treinta y uno.

—Tampoco nosotros hacemos buena pareja.

—¿Qué le parece si subimos?

—Me está haciendo daño en el hombro.

Le quité la mano y vi el sudor de la palma impreso en la tela de algodón.

—Quiero bajar hasta ver cuánto aguanta usted.

—Si no sube, nunca tendrá ocasión de comprobarlo.

—¡Cállese! —dijo Roger, y sus codos se separaron de los costados.

El pterociclo empezó a vibrar.

Los árboles se abalanzaban sobre nosotros. Podía ver la bifurcación de las ramitas. Entonces la fuerza del giro casi me arrojó fuera del asiento. ¿He dicho antes que podía ver las alas curvarse? Pues ahora también podía oírlas. Chirriaban y crujían en medio del rugido de las turbinas.

Por fin, comenzamos a ascender suavemente; una vez más miré hacia arriba y respiré hondamente. La noche tenía ecos resonantes; era fría y maravillosa.

Como una miniatura por encima de nuestras cabezas, otro ángel descendió y lo vimos pasar ante el disco de la luna. Se acercó a nosotros mientras remontábamos con el viento.

Roger lo notó antes que yo.

—¡Eh, ese chico está en un aprieto! —gritó.

En lugar de mantener los brazos pegados al cuerpo, el muchacho los movía frenéticamente, como tratando de enroscar algo suelto.

—¡Tiene el acelerador congelado! —exclamó Roger.

Otros ángeles se habían dado cuenta de la avería y volaban en círculo siguiendo hacia abajo al muchacho, que pasó velozmente a nuestro lado.

Su rostro era todo dientes y ojos, mientras luchaba con el manillar. El dragón se retorcía sobre su pecho desnudo. Era el pelirrojo.

El grupo le siguió en su descenso.

El muchacho estaba por debajo de nosotros. Roger aceleró en picado para pasarle, y lo consiguió. En seguida, el chico volvió a pasarnos.

Controlaba parcialmente una de las alas. Pero eso no le servía de mucho, porque cada vez que accionaba aquel alerón lo único que lograba era cambiar de dirección, pero seguía en picado.

De nuevo las ramas…

De pronto algo pareció deshelarse en el ciclo averiado. Su caída se atenuó a la vez que salían unas llamas de las turbinas.

Durante tres segundos creí que lo iba a conseguir.

El fuego chamuscó la copa de los árboles a lo largo de unos diez metros. Vimos una llamarada más intensa, y, después, nada.

Un minuto más tarde encontramos un claro, donde los ángeles se posaban como hojas inquietas. Echamos a correr a través de los árboles.

No estaba muerto. Estaba quejándose.

Había sido lanzado a siete metros de su pterociclo, sobre una capa de hojas y ramitas. Tenía las dos piernas y un brazo rotos. Sus ropas estaban destrozadas, lo mismo que buena parte de su piel.

Roger se olvidó de mí. Demostrando su competencia, improvisó una camilla entre dos pterociclos y llevó velozmente al pelirrojo hasta Hainesville. El muchacho lloraba cuando el médico le hizo dormir.

Despegamos de nuevo desde las calles del suburbio, todas cubiertas de hojas, y ascendimos hacia las terrazas de High Haven.

El desfiladero era una serpiente de plata.

La luna refulgía en las ventanas de la casa iluminada; alguien había regresado ya, llevando la noticia.

—¿Quiere una cerveza? —me preguntó Roger.

—No, gracias. ¿Ha visto a la chica que traje conmigo? Creo que es hora que regresemos.

Pero Roger ya se había alejado. La fiesta aún continuaba.

Me encaminé hacia la casa, subí las escaleras, y como no encontraba a Sue, volví a bajar. Me hallaba en la mitad de la escalera de la fragua cuando oí un chillido.

Vi salir a Sue por la puerta; al subir precipitadamente las escaleras chocó conmigo. Yo la sostuve en el momento en que el tuerto Danny trasponía el umbral. Detrás, corriendo igualmente, apareció Pitt. Llevaba una cuchilla en la mano y parecía decidida a arrojarla.

Se detuvo de repente.

—¿Por qué no me dice alguien qué demonios está pasando aquí? —pregunté—. Vamos, baja de una vez el arma, Pitt.

¿Recuerdan la cuchilla que yo llevaba al cinto? Pues ahora la tenía en la mano. Pitt y yo bajamos el brazo al mismo tiempo.

—¡Oh, Blacky, vayámonos de aquí! —susurró Sue.

—Está bien —le contesté.

Volvimos a subir las escaleras, y salimos al porche. Sue aún se recostaba sobre mi hombro. Cuando hubo normalizado su respiración, me dijo:

—¡Están locos!

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé; es decir…

Vaciló un momento, y luego prosiguió diciendo:

—Dan estaba hablando conmigo, mientras me enseñaba la forja y las hermosas joyas que hace. Quiso flirtear un poco… No sé cómo…, con ese ojo. Yo trataba de disuadirle por todos los medios cuando llegó Pitt…

Sue miró hacia el borde de la terraza.

—Ese muchacho que cayó… —dijo—. ¿Le han llevado al médico?

Asentí con la cabeza.

—Era el pelirrojo, ¿no es cierto? —añadió, con gesto apenado—. Me dio un limón.

Fidessa apareció por detrás y me preguntó:

—¿Quieren marcharse?

—Sí —contesté.

—Cojan aquel ciclo. El dueño está dentro, borracho perdido. Mañana iré a recogerlo.

—Gracias.

Un vidrio saltó en pedazos. Alguien había arrojado un objeto a través de una de las ventanas de la casa.

La fiesta tomaba un cariz violento.

Aun hallándose en medio del agitado grupo, Roger nos observaba.

Fidessa le miró un momento, y, empujándome por un hombro, dijo:

—Váyanse.

Regresamos por encima de las aguas blancas de espuma, desfiladero abajo.

Scott abrió un ojo y arrugó la pecosa nariz. Se hallaba tendido en su hamaca.

—¿Dónde… —se interrumpió para bostezar— habéis estado?

—En una fiesta. No te preocupes. La he traído sana y salva —repuse.

—¿Os habéis divertido? —inquirió al tiempo que se frotaba la nariz con un puño.

—Sociológicamente ha sido algo maravilloso, de eso estoy seguro.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no me despertasteis? —dijo, apoyándose sobre un codo y mirando a Sue, que estaba echada tranquilamente en su hamaca.

—Te estuvimos sacudiendo durante quince minutos, pero lo único que hiciste fue tratar de golpearme.

—¿Es posible? No, no lo creo.

—No te preocupes más por eso. Duérmete otra vez. Buenas noches, Sue.

Ya en mi habitación, me adormecí evocando el rugido de los pterociclos.

Luego, tal vez media hora más tarde, me despertó el ruido de uno de esos artefactos, que se acercaba al Monstruo.

Oí el rascar de los patines sobre el techo.

Me puse el traje plateado y salí a la terraza del Monstruo. Cerca de la baranda escuché algunos golpes hacia la derecha, y vi a Danny deslizarse desde arriba. Su ojo bueno parpadeó rápidamente.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —le pregunté con voz demasiado baja para que pudiera oírme.

En ese momento miré hacia la pared curvada del Monstruo y vi bajar a Fidessa. Danny la ayudó.

—¿Quieren decirme qué les trae aquí a estas horas de la madrugada?

Después de unos segundos de silencio, tuve la impresión de que ella me estaba gastando una broma. Me dije que era víctima de una extraña maniobra.

Pero Fidessa estaba aterrada.

—Blacky…

—¡Eh! ¿Qué le ocurre?

—Yo… —movió la cabeza, vacilante—. Roger…

—Vamos, pase y siéntese.

Ella tomó por un brazo a Dan, miró al cielo y dijo al fin:

—Entra. Entra, Danny, por favor.

Torpe, con aire de no comprender, el joven entró en el Monstruo. Luego tomó asiento sobre una litera.

Fidessa se quedó de pie, dio unos pasos y se detuvo.

—¿Qué sucede? ¿Qué ha sucedido en High Haven?

—Nos vamos de allí —respondió ella, y pareció esperar mi reacción.

—Cuénteme lo que ha pasado.

La mujer se puso las manos en los bolsillos y volvió a sacarlas en seguida.

—Roger trató de matar a Danny.

—¿Cómo?

Los dos miramos al silencioso herrero, que parpadeó y esbozó una sonrisa.

—Roger se volvió loco cuando ustedes se marcharon.

—¿Estaba borracho?

—¡Loco! Se llevó a todos a la fragua y empezó a destrozar lo que había.

Después habló de matar a Danny. Dijo que Sam había tenido razón; por último aseguró que me mataría.

—Parece una broma de mal gusto.

—No era una broma.

Fidessa parecía luchar por encontrar las palabras.

—Y por eso les dio miedo y se marcharon, ¿verdad? —dije yo.

—En aquel momento yo no tenía miedo —dijo con voz cada vez más baja, mientras miraba hacia arriba—. Ahora sí lo tengo.

Tras balancear suavemente las piernas, Danny enfrentó sus plantas desnudas y entrecruzó los dedos gordos.

—¿Por qué trajo a Danny con usted?

—Él había escapado. Después de lo que ocurrió en la forja, huyó al bosque. Yo le dije que viniera conmigo.

—Ha sido usted muy prudente al venir aquí.

Ella pareció irritarse; luego el enfado dio paso nuevamente al temor.

—No conocíamos otro lugar a donde ir —repuso, estrujándose las manos—. Y además vine porque quería ponerte sobre aviso.

—¿Acerca de qué?

—Respecto a Roger… Creo que él y los demás ángeles vendrán a armar una gresca aquí.

—¿Qué?

Ella asintió.

—Bueno, de pronto esto se ha puesto serio. Vamos a decírselo a la jefa.

Abrí la puerta del pasillo y añadí:

—Ustedes también.

Danny pareció sobresaltarse, y separó las manos y los pies.

—¡Sí, tú también! —exclamé.

Mabel estaba ejercitando su maligno talento.

Tenía el cenicero lleno de colillas y había desparramado papeles por todas partes. Con un lápiz detrás de la oreja, Mabel mordía otro lápiz. Era la una de la mañana.

Entramos en el despacho, yo primero, luego Fidessa y por último Danny.

—¡Ah, Blacky, hola! ¡Dios santo…!

La última exclamación se debía al ojo de Danny.

—Hola, Mabel. ¿Qué tal van esos estudios a altas horas de la madrugada?

—Son horas muy apropiadas para trabajar con tranquilidad —contestó mientras fruncía la frente y observaba detenidamente a Dan.

Reponiéndose a la sorpresa sonrió y dijo:

—¿Qué le pasó a ese chico en la cara?

—Te presento a Fidessa y a Danny, de High Haven. Acaban de escapar de allí y vienen a advertirnos que los ángeles piensan atacarnos.

—Esto parece grave —dijo con aire cansado—. El Monstruo de Gila es un taller de mantenimiento, no una fortaleza. ¿Qué resultado han dado tus esfuerzos en pro de la buena voluntad, Blacky?

Yo iba a contestar con una evasiva, cuando Fidessa dijo:

—Si Blacky no hubiese subido a hablar con Roger, como lo hizo, habrían bajado aquí ayer por la mañana.

Yo le envié un beso mentalmente.

—¿Y qué le ocurrió a él? —preguntó Mabel, señalando a Danny con la cabeza—. ¿Qué le ha pasado en el…?

—¿Dónde demonios llevaste a esa pobre chica? —irrumpió Scott, mientras entraba en la habitación.

—¿Qué chica? —pregunté.

—Sue. Me dijiste que habías ido a una fiesta. ¡Yo no diría eso!

—¿De qué estás hablando?

—Tiene en la pierna dos moretones tan grandes como mi puño, y otro en la espalda aún mayor. Dijo que un condenado tuerto trató de violarla…

Dejó de hablar para observar con el ceño fruncido a Dan, que le sonrió con aire burlón.

—Ella me dijo —contesté a Scott— que el muchacho sólo quería flirtear un rato.

—¿Con patadas y puñetazos? Pues Sue me dijo que no quería decirte a ti —añadió, señalándome con el pecoso dedo— lo que realmente sucedió, para que no fueras demasiado duro con ellos.

—Mira, no quiero discutir acerca de lo que…

En ese instante Mabel se puso en pie.

Reinó el silencio.

Algo golpeó contra la claraboya. Unas grietas aparecieron en el vidrio, si bien éste no se rompió. Saltamos de nuestros asientos, y Scott lanzó una maldición. Encima del cristal se veía una cuchilla de cuatro puntas.

Yo me incliné sobre el escritorio de Mabel y pulsé un botón.

—¿Qué hace? —preguntó Fidessa.

—Reflectores —contesté—. Ellos pueden vernos, con luces o sin ellas, pero de este modo les veremos nosotros también si se acercan a menos de cincuenta metros.

Empleábamos aquellos reflectores —de luz especial— para nuestros trabajos nocturnos.

—Voy hacer que la cabina suba hasta donde podamos echar un vistazo a lo que está ocurriendo —le dije a Mabel.

Ésta se apartó a fin de dejarme libres los mandos.

Cuando la cabina empezó a ascender, la sonrisa de Danny se esfumó. Fidessa le dio unos golpecitos tranquilizadores en el brazo.

Detuve el ascenso de la plataforma.

—Espero que sepas lo que estás… —comenzó a decir Scott.

Mabel le ordenó que se callara con un leve movimiento de la cabeza.

Más allá de la ventana, los pterociclos llameaban como cerillas en medio de la noche.

El agua susurraba en la cascada, y las hojas más próximas se estremecían como escamas fosforescentes. El gran cable reflejaba la luz igual que una enorme costilla.

Unas formas aladas descendieron barriendo la tierra. Vi aterrizar a tres.

—Ése es Roger —dijo Fidessa, que estaba a mi izquierda. Mabel se hallaba a mi derecha.

El pterociclo de Roger sobrevoló el cable, y tomó tierra en un lugar oscuro, directamente sobre la línea conductora de energía. Oí el roce de unos patines deslizándose sobre la cubierta del cable. Otra media docena de ángeles había aterrizado a ambos lados de la zanja.

Roger, situado en el extremo más alejado del cable, cerca de unas rocas, desmontó del pterociclo y lo dejó caer de lado. Luego avanzó lentamente.

—¿Qué quieren ésos? —preguntó Scott.

—Voy a salir fuera —declaré.

—Tienes allí el intercomunicador —dijo Mabel, refiriéndose al equipo de comunicación con el exterior, que estaba conectado con el pozo.

En ese momento me acordé de lo que había sucedido unas horas antes y dije:

—¡Eh! ¿No recuerdan la gracia que hizo Scott esta tarde? ¿Podrías repetirla desde aquí, Scott?

—¿Una descarga de alto voltaje en la cubierta del cable? Claro que puedo.

—¡Aún parecerá mucho más impresionante por la noche! —añadí—. Voy a salir para hablar con Roger. Si algo no marcha bien, daré un grito por el micrófono. Tú entonces inicias el chisporroteo. Nadie resultará afectado, pero les asustará tanto que me dará tiempo a escapar.

Conecté el intercomunicador y me encaminé a la puerta de la trampilla. Detrás, en el altavoz de la sala, escuché un rumor de conversaciones de los ángeles.

Mabel me detuvo colocándome una mano sobre un hombro, y me dijo:

—Blacky, sabes que puedo provocar una descarga inofensiva desde aquí, y que también puedo achicharrar a una persona que esté en el cable…

La miré y respiré profundamente. Luego salí de la cabina y me dejé caer sobre el techo del Monstruo de Gila. Corrí por encima del casco plateado, alcancé la parte delantera, entre dos de los reflectores, y miré hacia abajo.

—¡Roger! —llamé.

Éste se detuvo y miró bizqueando hacia la intensa luz.

—¿Blacky? —preguntó.

—¿Qué hace usted aquí? —dije a mi vez.

Antes de que él me contestara, di un puntapié a la traba de la grúa y trepé al gancho de medio metro de alto. Iba a dar un grito a Mabel para que me bajara, pero ella ya estaba mirando. La grúa emitió un zumbido, el brazo se volvió hacia fuera, y yo comencé a descender.

Cuando llegué cerca del cable me dejé caer. Un reflector iluminaba mis espaldas. Recuperé el equilibrio encima de la cubierta del cable y dije:

—Roger…

—¿Sí?

—¿Qué hace usted en este lugar?

Los demás ángeles se hallaban de pie sobre la tierra amontonada junto a la zanja. Avancé hacia ellos por encima del cable.

—Y bien, ¿qué ha venido a hacer? Vamos, es la tercera vez que se lo pregunto.

Cuando la cuerda floja sobre la que uno anda tiene un diámetro de cinco metros, la exhibición no presenta dificultades. A pesar de ello…

Roger dio un paso adelante, y yo me detuve.

—No va usted a llevar arriba esos cables, Blacky —me dijo al fin.

Tenía un aspecto terrible. Era evidente que había intervenido en una pelea. No podría decir si había ganado o perdido, dadas sus magulladuras.

—Roger, vuélvase a High Haven.

Sus hombros bajaron, vi que tragaba saliva. Algunas cuchillas tintinearon en su cinturón.

—Usted cree que ha ganado la partida, Blacky.

—Yo creo…

—Pero no es así. No le dejaremos que se salga con la suya. No dejaremos que lo haga.

Entonces miró a los ángeles, que nos rodeaban. Aulló:

—¿Verdad que lo haremos, muchachos?

Yo me detuve en seco ante su rugido. Los otros no contestaron. Se volvió de nuevo hacia mí y masculló:

—No le dejaremos.

Mi sombra cubrió sus pies. La sombra de él se extendía hacia atrás, sobre la cubierta del cable.

—Ha venido aquí a crear conflictos, Roger. ¿Qué va a sacar de todo esto?

—La posibilidad de verle retorcerse bajo mi mano.

—Ya lo ha conseguido una vez, en esta noche.

—Eso fue antes… —dijo, mirándose el cinturón, y mientras mi estómago se contraía—, antes de que Fidessa se marchara. Ahora que ha huido, es distinto.

Tan visible como la cicatriz de su mejilla, la angustia se reflejaba en sus facciones.

—Lo sé —repuse, y eché una mirada sobre mi hombro hacia la cabina, que oscilaba lentamente por encima del Monstruo.

En la ventana se perfilaban cuatro siluetas de…

—¿Está ella allí arriba? —preguntó, y la ira reemplazó a la confusión—. ¡Ha venido con usted!

—Ha venido con nosotros. ¿Cómo voy a conseguir que meta eso en su dura cabeza?

Él bizqueó de nuevo al mirar más allá de las luces y preguntó:

—¿Quién está con ella? ¿Danny?

—En efecto.

—¿Por qué?

—Fidessa dijo que él deseaba escapar.

—Sí, no tengo que preguntarle. Sé por qué fue.

—Nos están escuchando. Puede preguntarles a ellos, si quiere.

Roger frunció el entrecejo, luego echó atrás la cabeza y dijo en voz alta:

—¡Danny! ¿Por qué has huido de mí?

No hubo respuesta.

—¿Vas a marcharte de Haven dejando a Pitt, y todo lo demás?

Tampoco contestaron.

—¡Fidessa!

—¿Sí… Roger?

Su voz, tan firme personalmente, sonaba quebrada a través del altavoz.

—¿Es verdad que Danny quiere quedarse aquí con los apoderadores?

—Sí…, es cierto, Roger.

—¡Danny!

Una vez más, no hubo respuesta.

—¡Sé que puedes oírme! ¡Haz que me escuche, Fidessa! ¿No recuerdas, Danny…?

Silencio.

—Danny: si quieres puedes salir de ahí, y volver a casa conmigo.

La inquietud de Roger aumentaba junto con el silencio. Me dije que del mismo modo que Danny no había sido capaz de comprender la brutalidad de Sam, ahora tampoco entendería la actitud generosa de Roger.

—Fidessa…

—¿Roger?

—Vuelve a High Haven conmigo.

En su voz no se apreciaba el menor matiz de interrogación o de exigencia.

—No, Roger.

Cuando éste se volvió, me dio la impresión de que todos los huesos de su cabeza estuvieran rotos, metido en el saco que era su rostro.

—Y usted… ¿Subirá los cables mañana? —preguntó.

—Así es.

La mano de Roger partió de su costado. Dio un paso adelante y me golpeó.

—¡Ahora, Mabel!

Cuando volvió a golpearme lo hizo entre el fuego. El cable se puso blanco de estrellas. Todo nuestro cuerpo chisporroteaba. Yo vacilé, estuve a punto de perder el equilibrio, y lo recuperé.

Por entre el fulgor vi que las chispas hacían retroceder a los ángeles. La descarga había atemorizado a todos, menos a Roger.

Nos asimos de la ropa. Los tornasolados estallidos eléctricos erizaban el pelo de Roger y resplandecían en sus ojos hirientes. Luchábamos en medio del fuego. Él trató de arrojarme fuera del cable.

—¡Voy a… partirte… en dos! —exclamó.

Seguimos luchando. Me agaché y giré de nuevo para enfrentarme con él. Aun cuando los demás ángeles se habían alejado, Roger advirtió que los chispazos eran fuegos artificiales.

Se llevó una mano al cinturón.

—¡Voy a matarte!

La cuchilla era una cruz reluciente en su puño levantado.

—Aun cuando haga eso, Roger, no podrá impedir que…

—¡Te mataré!

La cuchilla silbó en el aire.

Yo me agaché, y erró el blanco.

—¡Basta, Roger, baje esa hoja!

Volví a esquivar, pero esta vez la cuchilla me dio en el brazo. La sangre corrió por el interior de la manga.

—¡Roger, van a achicharrarle!

—¡Es mejor que corras! —me gritó.

La tercera hoja salió silbando con la última palabra. Entonces, le vi agazapado por el impulso de la tercera cuchilla que había enterrado en la tierra donde estuviera mi vientre un segundo antes.

Yo había conseguido extraer la cuchilla de mi cinturón y mientras se la arrojaba (supe que iba mal dirigida; pero eso haría detener por un momento a Roger), grité con voz dominada por la ira y la desesperación:

—¡Mabel, quémale!

La hoja que estaba a punto de lanzarme vibraba en su mano.

Mi vida estaba sujeta de un hilo.

Entonces, mientras las chispas estremecían la cubierta, vi que Mabel movía el reóstato dentro de la cabina.

Roger se puso rígido.

Agitó los brazos mientras gritaba enloquecido.

Luego, el grito se extinguió.

La primera llama osciló en sus pantalones.

La cadena de su tobillo se puso incandescente y echó un humo espeso al quemar la piel.

La cuchilla se encendió en su mano.

Oí que los pterociclos gruñían sobre nuestras cabezas; los ángeles se batían en retirada. Yo me tendí boca abajo tosiendo.

Luego traté de incorporarme (¡aquel olor de carne quemada!), pero sólo pude hacerlo a medias, pues las fuerzas me habían abandonado a causa del brazo herido. Caí junto a la zanja, y comencé a deslizarme hacia el cable. Tenía la boca llena de tierra; intenté ascender por el declive, pero seguía resbalando. Entonces mi pie tocó la línea eléctrica.

Me hice un ovillo contra la cubierta del cable.

Temblaba violentamente, y lo único que se me ocurrió pensar fue: «A Mabel no le gusta desperdiciar corriente». Estaba llorando.