I

Habían sacado de la emboscada al dragón macho en la selva de Belrose Woods, y le estuvieron persiguiendo durante una milla antes de que fuera a encontrarse con la segunda fila de ojeadores y volviera a luchar contra sus perseguidores.

Durante unos instantes, el grupo quedó en silencio. Jon-Joras, sintiéndose —así se le antojaba— como una virgen ante su primera cita, sólo oía su respiración jadeante; el sudor le inundaba el rostro, bañándole todo el cuerpo. Al parecer, el dragón se había agazapado, allá a lo lejos, al otro lado del calvero, moviendo su temible cresta. Pasaron unos segundos… La gran cabeza se agitó un momento con cierta incertidumbre, tratando de divisar a los cazadores, mientras aquellos ojazos como gemas giraban en las cuencas orbitales, relampagueantes con un color ora azul verdoso, ora verdeazulado, según venían los rayos del sol que se deslizaban a través de la copa de los árboles. Después aquella lengua tan increíblemente larga, roja y bifurcada, salió de la boca del monstruo, moviéndose de un lado para otro como tratando de aspirar el aire. El dragón resoplaba hacia Jon-Joras. Más que el pensamiento (si aquel monstruo podía pensar…, y, ¡qué clase de pensamientos podía tener!), el cuerpo de la fiera estaba al borde de tomar una decisión. Al instante, el dragón se lanzó de repente hacia la izquierda.

De pronto, el silencio se rompió. Los ojeadores corrieron en dirección al monstruo, batiendo sus címbalos y dando alaridos; los músicos empezaron a golpear sus bombos, mientras los arqueros, limpios y bien peinados, con sus túnicas y polainas verdes, empuñaban sus arcos y se preparaban. El dragón se detuvo. A una señal, tan débil que Jon-Joras apenas si la percibió, una lluvia de flechas zumbó por el aire; al momento se pudieron contemplar innumerables dardos clavados en el costado de la bestia.

Decir que el dragón silbó sería tanto como confesar la limitación del lenguaje: los tímpanos de los cazadores vibraron lastimosamente bajo aquel horrible sonido que ponía los pelos de punta al más fiero. El dragón rugía… Un espasmo recorrió su cuerpo, al tiempo que la sangre oscura del monstruo corría por sus costados como pequeños arroyos. El dragón se detuvo totalmente, moviendo su enorme cabeza de un lado a otro en busca de sus verdugos, e hinchando de rabia sus fuertes carrillos.

El viento cambió de dirección, llevando a Jon-Joras un olor hediondo y agrio. Al cazador se le heló la sangre en las venas y su corazón latió violentamente.

Los portaestandartes avanzaron con rapidez, enarbolando sus banderas. El silbido del monstruo volvió a atronar el aire hasta terminar en un espantoso rugido: ¡por fin el dragón podía divisar a un enemigo! Con la cabeza baja y el cuello estirado, la bestia empezó a desplazarse hacia él. Al principio, lenta y pausadamente, moviendo las piernas con cautela. Los portaestandartes parecían estar representando una de sus danzas tradicionales…: la figura del ocho, el pez, la mariposa…; ahora se movían más rápidamente: la avispa; las banderas, blancas, rojas, verdes y amarillas, flameaban desafiantes por el aire, lleno de rugidos y vociferaciones.

El gigantesco dragón macho avanzaba ahora más rápidamente, con un trote pesado, aplastando las altas hierbas bajo sus plantas, de modo que el suelo retemblaba bajo su peso. Pronto alcanzaría a sus enemigos…

Los címbalos enmudecieron, al igual que las cornetas. El trote se transformó en galope, y los hombres irrumpieron en gritos de espanto cuando el monstruo, repentinamente y con un violento movimiento, se levantó sobre sus patas traseras y se lanzó contra ellos, mientras sus extremidades delanteras cruzaban el aire ferozmente.

En un abrir y cerrar de ojos, las banderas rodaron por el suelo, a la vez que los portaestandartes trataban de esconderse entre las malezas; los vestidos multicolores que un momento antes bailaban y azuzaban a la bestia se habían esfumado: los músicos y los bailarines huyeron entre gritos, ocultándose entre los matorrales con sus compañeros.

La gran bestia, aturdida, se detuvo de nuevo, moviendo su enorme cabeza de un lado para otro a veinte pies de altura, y gruñendo y rugiendo. En ese preciso momento el animal dejó su pecho al descubierto; una nueva descarga de flechas surcó el aire. El dragón lanzó un furioso rugido y se precipitó hacia sus atacantes a toda velocidad. Los címbalos sonaron tres veces y se descargó una nueva lluvia de flechas que hirieron al animal en el costado derecho. Los címbalos volvieron a sonar mientras el dragón gritaba de sufrimiento y rabia, girando violentamente su cabeza hacia los portaestandartes que, recobrados del susto, agitaban otra vez sus banderas.

El dragón bramaba y seguía avanzando hacia sus enemigos. Lleno de heridas, la sangre le corría por el vientre, de color más pálido, pero continuaba rugiendo y avanzando hacia los portaestandartes. Una vez más, banderas y abanderados desaparecieron. El monstruo se detuvo de nuevo, atronando el aire con su voz.

Jon-Joras pudo ver la marca de la X que se extendía como un blasón desde la garganta hasta la bragadura de la bestia. Pensó que incluso podría ver su pulso latiendo bajo aquella marca en forma de cruz, pero de pronto escuchó un disparo de arma tras él y el dragón se desplomó como alcanzado por un rayo. La sangre manaba a borbotones del cuerpo de la bestia como si fuera un torrente. El dragón agitó sus afiladas garras y enseñó sus enormes y repugnantes dientes con un rictus escarlata, al tiempo que soltaba un grito de muerte estremecedor y rodaba de cabeza al suelo, el cual retembló con el peso de la fiera.

—¡Alcanzado! —gritó una voz, exclamando la palabra tradicional llena de júbilo y exaltación—. ¡Alcanzado! ¡Alcanzado! ¡El dragón ha sido alcanzado!

Al darse cuenta que quien gritaba era él, Jon-Joras enmudeció de golpe, y toda la música empezó a sonar estrepitosamente.

El que había disparado contra el dragón era el alto comisionado Narthy, oriundo de algún territorio de la Serpiente, lejana constelación, cuyos planetas parecían abundar en metales preciosos, extrañas tierras y ricos y poderosos cazadores entre los altos comisionados, como Narthy.

En realidad, el tal Narthy no era un mal tipo, aunque se diferenciaba totalmente del propio superior de Jon-Joras. Narthy se unió al corro de hombres, algunos de ellos provistos de cámaras, que le rodearon para felicitarle por la pieza cobrada:

—¡Estupendo disparo, cazador!

—¡Buena puntería, cazador!

—¡Y bien ajustado!

El jefe era un hombre rechoncho, quemado por el sol y con el rostro curtido por el viento; su nombre era Roedeskant y, a diferencia de la mayoría de los maestres cazadores, no pertenecía al grupo de los gentlemen, aun cuando se hubiese criado en sus dominios. Durante la caza se había mostrado frío y seguro de sí mismo; sin embargo, ahora, a la vista de las cámaras y debido a su acento de casta inferior, se sentía azorado.

En parte porque estaba aturdido por la torpeza de Roedeskant y en parte a causa de no resultarle atractivo el aspecto del rechoncho Narthy, que enseñaba los dientes y estaba ensangrentado, Jon-Joras se volvió y se marchó, alejándose del grupo de cazadores. El mundo de Jon-Joras, el planeta beta de Mussorgsky el Menor, no se hallaba cercano a la Serpiente, donde nunca había estado y donde no esperaba ni deseaba estar. Nadie de los que le conocían le vería en la 3D, por la que Narthy había satisfecho una pequeña fortuna y que sin duda alguna no querría mostrar a sus amigos, sus parientes ni sus subordinados y socios, como tampoco a algunos superiores, a los que le habría gustado impresionar por el resto de su vida.

A medida que iba avanzando con sus pesadas botas de caza, notaba el fuerte olor que despedía el suelo impregnado con la sangre del animal, pero que no era lo bastante fuerte como para cubrir el amargo perfume almizclero del dragón. Tras él, una voz saltó:

—¡Qué disparo más podrido!

Más que espantado, sorprendido, Jon-Joras dio la vuelta y dijo:

—¿Qué?

Era alguien a quien no conocía, vestido con ropa blanca típica de un gentleman —un caballero—; un hombre alto con ojos ensangrentados y el cabello grisáceo.

—Podrido disparo —repitió el hombre, y agregó—: Mal ajustado, y todo porque el dedo temblaba sobre el gatillo; estos novatos son todos iguales. El caso es que a ese dragón le quedaba al menos otro cuarto de hora de resistencia. ¡Ya lo creo! No me dirá que Roe le apuntó para disparar; yo sé lo que digo, y nadie lo sabe mejor que yo, aunque proceda de la Lagartija, o la Rana, o cualquier lugar del que pueda venir ese cazador de pacotilla.

Estuvo mirando a Jon-Joras con sus ojos azules y astutos y al fin le preguntó:

—Pertenece a alguna compañía, ¿verdad?

—No. Soy uno de los favoritos del rey Por-Paulo. El que pertenece a la compañía es Jetro Yi, que está encargado de arreglar la caza, mientras que yo sólo me he adelantado hasta aquí para despachar los asuntos personales del rey.

El hombre de blanco gruñó:

—Bueno, a cada cual lo suyo; personalmente no soy de tendencia monárquica; no hay peor asunto que el de tener que renovar la maldita corona cada cinco años y hacer concesiones a la plebe y a los inferiores; y lo más comprometido son las elecciones. Bueno, no nos metamos con el rey de esa tierra…

Al darse cuenta que tenía que cambiar de tema debido a su falta de tacto, el caballero prosiguió:

—¿Qué clase de joven es usted, el privado de un rey?

Para Jon-Joras, el abordar el tema de su juventud era tanto como herir su susceptibilidad, con lo que, echando su negra cabellera hacia atrás, dijo con cierto énfasis:

—Por-Paulo es un buen hombre.

Pese a su juventud y a cómo alcanzara su situación, no quedaba duda de que la inteligencia del muchacho, su habilidad, su forma de pensar y su elevada aplicación en el colegio, constituían buenas y suficientes razones. Sin embargo, cuando un muchacho es joven e hijo de una mujer joven —y por añadidura encantadora—; cuando uno no puede recordar a su padre, y cuando los rivales de su propio medio le insinúan que no merece la pena investigar acerca de su verdadera ascendencia más allá del Magate, en cuya compañía se suele ver a su madre muy a menudo, las cosas no dejan de complicarse un tanto…

—No trato de ofenderle —dijo el más viejo, y agregó—: Sus costumbres en nada prohíben presentarse a sí mismo, ¿verdad? Bueno, así pues, permítame que lo haga: Aelorix.

Y al pronunciar su nombre, el caballero tendió hacia el joven sus manos con las palmas vueltas hacia arriba.

Jon-Joras dio a conocer su propio nombre, colocando sus propias palmas sobre las de su interlocutor. Entonces, Aelorix dijo muy ceremoniosamente:

—Soy suyo y lo mío es suyo.

Por fortuna, Jon-Joras ya se había tomado la molestia de estudiar las costumbres locales; el joven exclamó:

—Me confunde su amabilidad, realmente no merezco tanto.

Detrás de ellos, los músicos empezaron a interpretar una alegre tonada, y Narthy fue llevado junto al dragón muerto. Aelorix frunció el ceño y soltó una palabrota:

—Bastardo, no me extraña. —Y refunfuñó mientras señalaba con un movimiento de cabeza al alto comisionado triunfante—: Roedeskant es un buen cazador; ninguno mejor… Pero él sabe muy bien cuál es su verdadero puesto, más de lo que yo pudiera decir por toda una serie de razones, locales o no. Recuerdo cuando era uno de los muchachitos de mi padre. —Y cambiando de tema, el caballero preguntó—: ¿Dónde vive usted, en el Estado?

Antes de encontrar la respuesta acertada, a Jon-Joras le pasó por la mente la visión increíble del cazador principal con las piernas desnudas, persiguiendo a los dragoncitos por los bosques y los matorrales. La pregunta era bastante embarazosa, pues si a la propia ciudad se la denominaba el «Estado», ¿cuál podría ser entonces la denominación de la Ciudad-Estado? Jon-Joras optó por dar el nombre de su ciudad:

—Resido en Peramis —contestó el joven—, en el pabellón.

—No está nada bien —dijo Aelorix moviendo la cabeza—. No, el pabellón no está bien. Quédese conmigo, en mi casa. ¿Qué le parece? Podrá permanecer allí hasta que llegue su amo.

Jon-Joras, agradecido por el cumplido, se sonrojó levemente. Una invitación para quedarse en la mansión de un caballero era cosa de meditar.

—Eso es lo adecuado y lo cortés para el favorito de un rey —afirmó el que se ofrecía a ser su anfitrión.

Desde luego el ofrecimiento no dejaba de ser uno de los más lisonjeros que el joven había escuchado y presenciado en el corto lapso de tiempo que llevaba en aquel lugar, en el Mundo Principal (que los indígenas llamaban Tierra, nombre que resultaba en extremo arcaico a oídos ajenos). Evidentemente el joven no podía rechazar la invitación, que por lo demás estaba deseoso de aceptar.

Jon-Joras quería ver por sí mismo cómo era la vida semifeudal. Además, también estaba la obligación hacia su rey, ya que cuantos más contactos estableciera tanto más grata resultaría la estancia del soberano Por-Paulo en la Tierra. Entonces preguntó:

—Si me quedo en su casa, ¿no me será difícil coordinar mi labor con Jetro Yi?

A modo de respuesta, el caballero sacó un instrumento parecido a un silbato y sopló un par de notas. Rápidamente, un hombre salió de la multitud y vino corriendo hacia ellos.

—¿Compañero Yi? —preguntó Aelorix, cuando le pareció que el criado podía oírle.

El hombre asintió con la cabeza, hizo un saludo de confianza y se marchó corriendo. Al poco rato regresó con Jetro, quien, aunque no corría, venía a un paso muy acelerado.

—Compañero, deseo invitar a este joven a Aelor.

Jetro Yi puso cara de asombro, pero no hizo ninguna objeción:

—Desde luego, desde luego. Como vuecencia desee.

—Mantendrás contacto con él —ordenó el caballero, tan autoritario como si fuera realmente el director de la compañía— dos veces al día. Y procura trasladar sus cosas cuando regresemos al Estado —agregó Aelorix.

—Desde luego, desde luego —asintió Jetro Yi.

—Ya puedes marchar.

Cuando Yi se hubo marchado, tras hacer una reverencia hasta casi el ombligo, el caballero soltó sin malicia:

—¡Mamarracho!

El viento del valle trajo el mugido de un dragón hembra, como dando a entender su presencia; acto seguido, en señal de respuesta, el macho bramó. Aelorix se quedó escuchando con el ceño fruncido. Movió la cabeza, algo preocupado.

Jon-Joras preguntó si había algún peligro.

—No… Ninguno, en absoluto. Sé que la hembra… Bueno, no quiero decir que nos hayamos encontrado con ella… Sin embargo, uno acaba por familiarizarse tarde o temprano con los gritos de los dragones… Pero lo cierto es que no conozco al dragón macho.

Y tomando a su invitado por el brazo, empezó a caminar.

La finca de Aelorix más parecía una ciudad que un verdadero Estado, repitiendo a escala más reducida el modelo al que correspondían todas las zonas civilizadas de la antigua Tierra, que había surgido tras la aparición del sistema planetario nacido del oscuro y atormentado caos del reino de Kar-chee.

Tras los melancólicos bosques daba gusto ver los campos y los sotos, y al principio, Jon-Joras no podía saber cuál era la residencia de su anfitrión entre todas las que se agrupaban en la confluencia del río.

La escena que tenía lugar en la plaza del mercado llamó la atención del muchacho: un grupo se apiñaba en torno a dos hombres, vestidos de sucias pieles, que estaban discutiendo; sus modales parecían señalar que se trataba de dos criados de alto rango. Al divisar la llegada del caballero, uno de los hombres exclamó:

—Aquí llega Su Excelencia.

—Aquí está el Grande —musitó uno de los hombres del corro, ataviado con su indumentaria de piel, profiriendo aquellas palabras en tono más crudo. Parecían hermanos y tenían un aspecto tétrico. Uno de ellos tomó un sucio bolso de fieltro y vació todo su contenido sobre el suelo pedregoso.

Jon-Joras retrocedió, espantado: eran las cabezas cortadas de unos animales; una de ellas, con dientes jaspeados y morro sangriento, era enorme en comparación con las demás, que eran pequeñas.

—Aquí están, Grande —vociferó el hombre—. Míralas.

Aelorix soltó un ¡hum! sin pronunciar palabra y después se dirigió a su criado:

—¿Qué dice, Roedeskant? ¿Qué es lo que está diciendo?

—Dice que ésta es su ofrenda anual —contestó el criado.

—Pero observad el tamaño de esa cabeza —dijo uno de los hermanos en señal de protesta, y agregó—: Ahora, Grande, ya no quedan animales de este tamaño; todos son casi cachorros. ¿Acaso no merecen un premio?

Aelorix gruñó y se dispuso a seguir adelante, pero se detuvo y dijo a Roedeskant:

—Dales pescado.

Al oír esto, los hermanos parecieron apaciguarse. Jon-Joras, volviendo a contemplar la escena, vio cómo el criado desenfundaba un cuchillo y cortaba las orejas de los extraños animales. Al percatarse de la curiosidad del muchacho, su anfitrión sonrió y le explicó:

—Así no llevarán las cabezas a otra parte, a intentar ganar algo más. ¡Esos cerdos!

—¿Quiénes son?

—Perros cazadores… Bueno, ya hemos llegado. Sube estos peldaños.

Penetraron en un largo camino hecho de madera que subía levemente hacia la derecha; a ambos lados de aquel sendero había encantadores jardines y pájaros enjaulados. El joven contemplaba admirado la nitidez y el gusto de aquel escenario. Sin embargo, intentaba encajar la frase pronunciada con sus recuerdos de lecturas: ¿Perros cazadores…?

De pronto dio en el clavo: «¡Granjeros libres!», pensó.

Jon-Joras observó que su anfitrión torcía la boca con desprecio:

—Bonito nombre —dijo—, perros cazadores… Claro que a su manera, son útiles. Sin embargo, son personas sucias.

La esposa de Aelorix era una mujer de tez pálida, que llevaba un vestido totalmente bordado. Sola, sin ver a nadie, estaba sentada junto a su instrumento, que iba tocando y del que arrancaba, con sus dedos cargados de anillos, unos sonidos semejantes a un campanilleo. Tocaba con cierta rigidez, pero con una precisión admirable. De repente los vio, o los sintió, y la música cesó. No hizo ningún comentario a Jon-Joras, como si no lo hubiera visto.

—¡Ah! ¿Qué noticias hay? —exclamó.

—Las de costumbre —dijo el marido, encogiéndose de hombros—: Una cacería; un extramundano; una matanza normal, aunque demasiado rápida.

Los ojos brillantes y la cara bonita parecían estar entre el enfado y la decepción:

—No quiero decir eso. No disimules —volvió a insistir—. ¿Qué noticias hay?

Aelorix quedó meditabundo, y al notar que su esposa se daba cuenta, dijo:

—Te ocupas de bagatelas, señora.

—¡Eh!

—Nada nuevo, salvo un dragón hacia el sur, en la selva de Belrose Woods. Un epitalamio. Al parecer, no reconoció su bramido. Eso es todo.

Una expresión que no representaba consuelo alguno, pero que en algo aliviaba su fuerte enfado, se deslizó por el semblante de la mujer. No duró mucho rato. Sus largos dedos dejaron el instrumento y sus manos se cruzaron pausadamente.

—No me gusta —dijo ella, como si se hablara a sí misma—. No, no, no. No me gusta…

II

Aunque el equipo planificador 3D del Mundo Principal era tan bueno como el de cualquier otro lugar de la Confederación Plurimundial, la economía local carecía de un sistema de control. Las escenas de caza podían darse a conocer en el exterior, pero no aquí, donde las comunicaciones no eran visuales. El Mundo Principal, en cuanto a la compañía de caza se refería, consistía principalmente en un coto de juego que durante siglos poca cosa más había sido. Aquí, el poderío de la Confederación era muy reducido, casi inexistente. Lo que estaba bien para la compañía de caza, que se encontraba tan alejada, parecía bastar para la Confederación.

La parte delantera del comunicador sólo era un simple instrumento y, cuando a la mañana siguiente, Jetro Yi habló tal como se lo habían ordenado, no era más que una voz:

—Estoy preparando a uno de los mejores cazadores para vuestro principal jefe, P. M. —dijo, con sus característico tono de darse importancia.

—Está bien, compañero.

—Ha prometido proporcionarnos un buen macho. Uno de cinco años.

—¿Cómo es eso?

—Porque los dragones, cuando más vigor tienen es cuando cuentan cinco años. Después decaen, y antes están demasiado verdes. Quiero decir ja-ja, literalmente ja-ja. ¿Qué diría vuestro rey si volviera con una piel que no fuera de primera calidad? Podrían decir que no es una caza de primera clase, algo en disonancia con su prestigio. Toma a uno de esos barrigudos aventureros, y ya verás que todo lo que quieren es ganar prestigio; bueno, ja-ja, si consiguen un dragón hembra o bien una carnuza vieja, lo mismo da, nadie notará la diferencia en los círculos donde ellos se mueven. Igual les da que la piel sea verde claro o negro rojizo. Pero para vuestro jefe, ni hablar, no señor. Puedes estar tranquilo, que todo saldrá bien.

—Muy bien, compañero.

—Ya informaré mañana por la mañana.

—Muy bien, compañero.

Cuando se había oído a Jetro una vez, bastaba para reconocerle siempre, a no ser que uno tuviera una afición desmedida por la caza.

Tras dejar el comunicador, Jon-Joras empezó a pasearse por la amplia y encantadora casa, dirigiéndose hacia el campo de entrenamiento, en donde seguramente, encontraría a su anfitrión.

En efecto, Aelorix se hallaba a un lado de la amplia superficie donde se celebraban los ejercicios; un grupo de jóvenes arqueros con el torso desnudo se dedicaban a disparar a unos blancos de pruebas. Un maestro arquero iba paseando tras los tiradores con un latiguillo en la mano y luciendo unos grandes bigotes que parecían de estaño. Los blancos estaban colgados bastante altos y se hallaban a voluntad del viento.

Cada vez que uno de los aprendices erraba el tiro, recibía un azote con el latiguillo en la parte inferior de la espalda: ¡Rissss! Cada vez que esto sucedía, el caballero asentía complacido, como si aprobara el castigo.

—Nada mejor para azuzar; y observa cómo el maestro arquero jamás pega a los músculos de los hombros. ¡Ah! Ya veo que mi hijo ha fallado una vez esta mañana. Veamos si cobra otra vez.

Los arqueros se detuvieron. Moedorix, el hijo menor de Aelorix, que iba asimismo con el pecho descubierto, mostrando un fuerte moretón por encima de la cintura, estaba también tomando posiciones. El maestro arquero gritó y el muchacho soltó una flecha. Jon-Joras apenas pudo ver adónde fue a parar el disparo, pero su anfitrión hizo un gesto de satisfacción. El maestro arquero se retiró un poco, aunque no se mostró adulador.

Al otro lado del campo se encontraban unos cuantos portaestandartes haciendo movimientos de danza con sus astas. Una idea repentina pasó por el pensamiento de Jon-Joras; a pesar que la retuvo en la punta de la lengua, parándose a pensar si era educado decirla, preguntó:

—Una empresa de este carácter debe resultar cara, ¿verdad?

—En mi caso, sí, porque me gusta que mis gentes se queden en casa y no vayan contratados por ahí de caza. No acepto contratos de caza, puesto que no tengo necesidad de ello. Tampoco tendrá que hacerlo mi primogénito. Pero supongo que mi hijo menor lo hará, a no ser que efectúe el reparto en mi testamento en perjuicio de Aelodor, mi primogénito, cosa que desde luego no haré. No lo creo. Las fincas deben conservarse enteras. He adquirido una finca más pequeña río arriba para entregarla al menor, y haré que se establezca por su cuenta. La compañía ya le facilitará unos cuantos y buenos contratos hasta que logre buena fama. Y te diré que de aquí es de donde proceden sus mejores cazadores jefes: los más jóvenes, ¿sabes? La compañía me conoce, yo conozco a la compañía. Odio pensar que tuviéramos que depender de la Confederación. —El caballero no entró en detalles, aun cuando agregó algo en su defensa—: No quiero que nosotros, ni mi familia, tengamos que depender tampoco de la Confederación. No recuerdo que en toda mi vida esta familia haya tenido que comprar ni una pata de venado, ni patatas, ni un corte de vestido. Muéstrame un caballero que lo haga y te mostraré una familia que se hunde —dijo orgullosamente Aelorix—. Así es cómo Roedeskant ha ido consiguiendo su finca, ¿sabes? La familia que la tuvo jamás se preocupó de que su nombre desapareciera por la línea masculina. Se ha hundido y se ha vuelto a levantar. Bueno, lo ganó, así lo creo. El consejo de sindicatos, en la próxima sesión, cambiará su nombre por el de Roedorix; en caso contrario, habré perdido toda mi influencia y acabaré por convertirme en un cazador de perros.

Se detuvieron para contemplar el resultado de unas nuevas flechas, mientras Aelorix pasaba la uña de su pulgar por el extremo de las mismas. En ese momento, por la arboleda asomaron unos cuantos hombres… Al divisarles, Aelorix gritó, llamándoles:

—Pequeños…, ¿de dónde vienen tan temprano?

Los muchachos, algunos de los cuales eran casi niños, no cesaban de hacer con sus labios extrañas muecas. Jamás habían conocido una escuela, ni un par de zapatos, y vestían descuidadamente. Los había de muchas edades, incluso «muchachos» de…, ¡de cuarenta años de edad!, que no hacían más que señas a su señor, dejando en el suelo cuanto llevaban. Cuando Jon-Joras se acercó, se dio cuenta que eran cestos de mimbre cubiertos con cuerdas de esparto, de los cuales procedía un agudo y tembloroso chillido.

—¿Qué hay, muchachos? —dijo Aelorix.

Todos hablaban a la vez, mientras iban deshaciendo los cestos.

—Ah, señor, mira qué hermosuras. ¿No son bonitos, señor? Échales una mirada, ¿quieres?

Llevaban casi una docena de jóvenes dragones, de un fuerte color amarillo, algunos de los cuales tenían un ligero tono verde en la parte de arriba.

—Muy bonitos, muy bonitos —repuso Aelorix con brusquedad—. Pero, haberse quedado tanto tiempo para traerme esa carnicería de pequeños, eso no. No deberían hacerlo. ¿Qué es lo que pasa?

Se quedaron en silencio, clavando sus ojos en el hombre que sostenía un cesto sin abrirlo. Lo destapó y metió la mano cautelosamente. De pronto se abalanzó y sacó algo que hizo lanzar un rugido a su señor:

—Pero, ¿qué demonios haces? No es un pollito, es un pollo. ¿Es que acaso tiene seis dedos y quiere perder uno? ¡Y para colmo, un pollo marcado! ¿Qué dices?

El hombre que sostenía al pequeño dragoncito calificado de pollo por el amo precisaba de ambas manos para sostenerlo, mientras otro de sus compañeros señalaba la marca, una X de color gris que llevaba el animal en la parte inferior del cuerpo y que a medida que fuera creciendo se tornaría blanca. Aelorix se inclinó para examinar la señal y, mientras colocaba la uña del pulgar para analizarla mejor, el joven dragón le echó una zarpa encima.

Los hombres partieron en seguida, con su rojo y feo rostro pintado de líneas blancas, que hasta ese momento no habían llamado la atención de Jon-Joras.

—¿Qué hijo de perra ha señalado al animal? —gritó Aelorix.

Su ira no inmutó a sus hombres.

Un viejo muchacho, que se arrastraba lánguidamente y tenía las manos ajadas como si le hubiera caído ácido, sacó lo que llevaba en su lata, al tiempo que movía la cabeza lentamente con los ojos clavados en el suelo. Parecía tener la tristeza de una muchacha perdida.

—Señor, esto no es mío —dijo—. No, esto es demasiado tosco, muy tosco, ya lo ves. —Pinchó al animal que llevaba con la punta de uno de sus dedos—. Observa hasta dónde se puede cortar. Yo no he hecho una señal como ésta, que toma de norte a sur y está hecha con rudeza. Y por aquí también.

—Sí, ya lo veo —dijo Aelorix amargamente—. Bueno, mira, córtale el cuello —ordenó con sequedad, y se marchó con pasos rápidos y lleno de enfado. De pronto se detuvo y dio media vuelta—: ¡Ni una palabra a nadie! La señora no tiene por qué enterarse de nada de esto.

Fue un breve espacio de tiempo el que separó este instante de las palabras que dirigiera a su invitado:

—Joven, por unos momentos, pásalo bien tú solo. Debo celebrar consejo con mis vecinos sobre un asunto. Ruego me perdones y me excuses.

Peramis no se diferenciaba mucho de las demás Ciudades-Estado del Mundo Principal, ese antiguo planeta desde el cual el hombre había empezado a extenderse por las galaxias. Había quedado muy mermado en sus recursos, tanto humanos como minerales, que antes la caracterizaran para lanzar y mantener aquella expansión. Así entonces, la población fue disminuyendo y los recursos fueron agotándose casi por completo, cuando los otros mundos estaban siendo ocupados por diversos imperialismos; fue entonces cuando la vieja Tierra tuvo que quedarse sola, mientras los habitantes de Kar-chee, descarnados y negros como la pez, llegaban de sus cubiles situados en los alrededores de las estrellas del anillo. La Tierra quedó sola, indefensa; y, solos e indefensos, cuantos quedaron de su gente tuvieron que abrirse camino.

El establecimiento de la Confederación, junto a los recuerdos del pasado y a la atención por el hogar del primer hombre, apenas si encontró una reminiscencia del viejo estatuto que aún sobrevivía. Se habían acabado las grandes capitales, habían desaparecido los grandes Estados y las Ligas de naciones. De no ser que los de Kar-chee se interesaron mucho más por el mar que por la tierra, habrían quedado muchas menos cosas. Como resultado de sus planes, y por razones que sólo ellos conocían, hicieron estallar grandes masas de tierra que quedaron sumergidas, a la vez que otras quedaron despojadas de todos sus elementos fertilizantes primordiales. Los ríos vieron sus cauces alterados, y las montañas se desplomaban o cambiaban de estructura.

Los antiguos mapas apenas podían utilizarse, eran inservibles, y Jon-Joras, al contemplar un ejemplar de un mapamundi en el gran salón del pabellón, no tuvo más remedio que olvidarse de la historia antigua. Por eso no era una gran proeza situar en él a Peramis, Sartor, Hathis y Drogue, las cuatro Estados-Ciudades que, al menos nominalmente, hoy en día se repartían las tierras donde podían cazarse dragones, constituyendo en total una superficie cuyo contorno se asemejaba a una península y era algo menor que un subcontinente.

Aelorix había estado bastante acertado a su manera: el dragón era quizá el más mortífero de los juegos, pero también el más prestigioso. En las antiguas leyendas que se habían conservado en sus formas más ricas en los mundos del sistema de la órbita interna, que fueron los primeros en iniciar la gran oleada de expansión, ya se hablaba de los dragones. Estos monstruos no parecían amoldarse a las criaturas de los tiempos actuales. Según cierta teoría, los dragones de los tiempos míticos se retiraron al interior de las selvas, a los lugares más recónditos, y así escaparon a la atención de los insignes historiadores, a la evolución y a las mutaciones resultantes de los cambios manifiestos del entorno.

No faltaban tampoco los que sostenían que los dragones habían sido traídos por los hombres de Kar-chee, destacando la existencia de los mismos en los castillos derruidos y en las excavaciones de los enormes anfiteatros hundidos que los supervivientes del hombre de la Tierra designaban con el nombre de «cuevas de dragones».

Sin embargo, a pesar de todas las teorías y por encima de ellas, una cosa parecía ser cierta: antes de que llegaran los hombres de Kar-chee, nadie sabía si existían dragones en el Mundo Principal. Y en los tiempos en que los Kar-chee dejaron de molestar, la presencia de los dragones se convirtió en una de las grandes realidades de la vida terrenal. Bajo el caos y el reino de Kar-chee, la mística de las cacerías de dragones se había ido desarrollando en algún lugar y en alguna circunstancia. Y ahora, varios siglos después, constituía el único recurso del desolado planeta.

—Resulta increíble pensar que todos vinimos de allí —dijo alguien detrás de Jon-Joras, señalando el globo terrestre que el joven contemplaba.

Asintiendo con la cabeza, el muchacho se volvió: era el arqueólogo de la Confederación, un tal doctor Cannatin, a quien de vez en cuando había observado en el salón del pabellón regocijándose o bien lamentándose de los resultados de las excavaciones.

—¿Cómo van las nuevas excavaciones? —preguntó Jon-Joras con suma cortesía.

Cannatin era de mediana edad, un tanto regordete y llevaba la cabeza pelada, según era costumbre en su mundo de origen (o donde fuere), lo que le hacia parecerse a un huevo ambulante. El doctor hizo una mueca con su boca redonda:

—Apenas puede meterse uno en ninguna parte. La plebe…, así suelen calificar al pueblo por estos lugares, ¿verdad? Pero no importa, lo mismo da que les llamen perros ladrones que perros cazadores. Son granjeros libres, puesto que así les gusta que se les llame, y gente difícil. Preferirían cavar patatas antes que excavar los emplazamientos de los edificios. Más que una caza de ruinas esto parece una caza de perros, pueden creerme; ¡y para conseguirlos debo pagar cantidades exorbitantes! —exclamó el doctor con un suspiro. Y agregó—: Estoy tentado de abandonarlo todo para levantar un campamento en la otra orilla del río, junto a Hathor.

Jon-Joras preguntó si la clase más baja de Hathor era más dócil y razonable en relación con la arqueología y Cannatin movió la cabeza rapada:

—No pensaba en la gente de Hathor, sino en los nómadas, en las gentes de las tribus. Sus caminos principales convergen hacia aquel lugar. Ahora esas gentes van vagando de un sitio a otro. Deben conocer lugares de los que nadie ha oído hablar. De manera que allí me trasladaré muy pronto.

La súbita resolución, el apremio del doctor, sorprendieron a Jon-Joras, pero, antes de que pudiera formular su pregunta, Cannatin masculló una excusa y se marchó a toda prisa.

Jetro Yi no se encontraba en el pabellón, con lo que Jon-Joras pensó que estaría buscándole en la oficina de la compañía de caza. Esto le permitiría conocer algunos aspectos más del «Estado» de Aelorix, y por lo tanto, el joven decidió llegar hasta la oficina de la compañía.

Delante del pabellón se estacionaban una serie de carruajes tirados por pequeños caballos que aguardaban a los clientes. No obstante, prefirió dar un paseo caminando. Por lo general, las calles de este distrito de Peramis eran tranquilas y había poca gente a pie; pero apenas atravesó el parque cuando en el cruce de unas calles tropezó con un grupo de personas que organizaban bastante alboroto.

Tras doblar la última esquina, se encontró ante una soberbia avenida bordeada de árboles y una gran multitud que se apiñaba en la espaciosa alameda, ante el portal estucado de blanco de un edificio al parecer muy importante.

Un mendigo, acurrucado en la acera, ciego por cierto, levantó la cabeza al oír acercarse a Jon-Joras.

—No hay sitio en el tribunal, grandeza —gruñó, al tiempo que tendía sus manos descarnadas pidiendo una limosna.

Jon-Joras le dio algo y, mirando absorto a la multitud, preguntó al ciego qué pasaba. El mendigo inclinó su cabeza, como queriéndose asegurar de que allí no se encontraba nadie más:

—Ah, grandeza, es ese perro cazador que dio muerte al caballero.

—¿Y por qué lo mató?

—Alega que la gente cazadora pisoteó su sembrado de patatas. Desde luego los cazadores le indemnizaron, pero esos perros hambrientos no tienen consideración con nada ni con nadie; por lo visto quería que le dieran más dinero. Pelearon, y mató al caballero.

Jon-Joras le dejó gimiendo y se marchó a la alameda. Un reducido grupo de caballeros conversaba con mucha animación; uno de ellos parecía señalar a una serie de plebeyos como si exigiera al mismo tiempo cierta acción. Jon-Joras dirigió sus pasos hacia el grupo y se detuvo a cierta distancia del mismo para escuchar.

—Asqueroso, más que asqueroso —exclamaba un hombre fornido, ataviado con una grasienta piel de ante que dejaba al descubierto la mitad de su peludo pecho. El hombre prosiguió—: Primero llegan los de su misma especie, luego vienen sus sangrientos dragones, después sus malditos criados que besan sus espaldas, y por último los clientes de más allá del mundo. ¡Extramundanos! ¿Acaso nos ayudaron los extramundanos cuando nos invadieron los de Kar-chee?

Su auditorio gruñía y se agitaba, apoyando al hombre de la piel de ante:

—En cuanto a nosotros concierne, yo digo que bastante tenemos con cazar con nuestros perros por el bosque para guardar nuestras casas seguras, y nada más. Somos granjeros libres, ése es nuestro nombre…

—Pero, ¿cómo han de estar libres nuestros campos y nuestros sembrados, las plantas que hemos criado a costa de nuestro sudor, cuando para ellos no son más que unos caminos que pueden pisar impunemente? A veces las cosas importantes van con lentitud, mientras que las intrascendentes tienen rápida solución; sin embargo, ahora la mayoría marchan de prisa y cada vez más de prisa…

Desde la alameda se escuchó un gran griterío; todos volvieron la cabeza. Los gritos se acercaban cada vez más, y procedían del tribunal:

—¡Culpable! ¡Culpable! ¡A muerte!

El grito de triunfo de los caballeros resonó por la alameda, al tiempo que el hombre de la piel de ante rugía con todas sus fuerzas. En un abrir y cerrar de ojos, la alameda se convirtió en un sangriento tumulto. Jon-Joras se vio atrapado en el remolino de la muchedumbre, zarandeado de un lado a otro como un barco en medio de la tempestad.

La gente era ya un populacho amotinado que se movía tormentosamente a un lado y otro. Al muchacho le falló una rodilla y cayó; levantando los brazos, se protegió contra las pisadas de la plebe enfurecida. Por suerte, se hizo un claro entre la multitud apiñada y de momento quedó a salvo. Al levantarse del suelo, el joven miró a su alrededor y vio a una muchacha que estaba tendida a su derecha, inerte. Era delgada, su fino rostro estaba pálido, y de uno de sus labios manaba un poco de sangre.

Jon-Joras fue a levantarla; la muchacha abrió los ojos y su rostro sufrió una convulsión; llena de rabia, le pegó, y apartándose de él de un salto, en un instante se perdió en medio de la multitud vociferante.

III

El populacho, más que liberar al condenado, lo que pretendía era prender fuego al tribunal y destruirlo totalmente. Ya estaba a punto de conseguirlo cuando apareció el ejército, que había sido alertado apresuradamente. El número de soldados con que contaba la Ciudad-Estado era reducido, pero poseían una férrea disciplina, lo cual no ocurría con el populacho. En consecuencia, aunque intensa y brutal, la batalla fue breve. Las gentes se dispersaron, clamando venganza y dejando a sus muertos en el campo de batalla.

Al asesino del caballero, que sólo lo había matado para compensarse de las pérdidas que le causara en su cosecha, se le ajustició tal y como lo establecía la ley, de la manera acostumbrada. Fue atado, amordazado y colgado por los pies en la plaza principal, y después un pelotón de arqueros le cosió el cuerpo de flechas.

En el pabellón se discutió prolongadamente acerca de si había sido un error o no aquella ejecución. El alto comisionado Narthy pasaba el tiempo como podía, en espera de la llegada de la nave espacial, que una vez a la semana, aterrizaba en la base de la Confederación, única zona de la Tierra que se hallaba bajo dominio de la galaxia situada en la extensión de terreno que los hombres de Kar-chee habían creado fuera de las islas Andaman. El «cazador» Narthy, que estaba despidiéndose en el salón del bar, insistía en que aquella ejecución había sido un error:

—¿Por qué dar un mártir al populacho? —decía, mientras iba sorbiendo su bebida—. Todos los miembros de la plebe que han sido testigos de la ejecución se convertirán ahora en unos nuevos cabecillas rebeldes. No, en el mejor de los casos, se habría debido efectuar la ejecución clandestinamente. Además, lo que se debería promover es una reforma agraria y la reforma del sistema educacional, con miras a satisfacer las legítimas aspiraciones de los plebeyos.

Sin embargo, un mercader muy bien vestido de los Mundos Azules dijo, moviendo la cabeza:

—Al contrario, yo opino que hacer en secreto lo que siempre se ha llevado a cabo públicamente es tanto como admitir que se tiene miedo al populacho, y no hay nada mejor para incrementar su poder. Por otra parte —prosiguió el elegante mercader—, ¿qué aspiraciones legítimas existen en el populacho? Es lógico que cualquier perro cazador aspire a ser caballero, pero, ¿quién puede estar de acuerdo en considerar que eso es una aspiración legítima? ¿Acaso una armada no debe consistir más que en almirantes? Y en cuanto respecta a los cazadores y a su derecho a cruzar por los terrenos sembrados, ¿por qué tratar ese asunto cuando es una norma que desde antiguo pertenece al dominio público? —Acariciando su vaso, el mercader de los Mundos Azules agregó—: Este planeta no cuenta con más recursos que sus cacerías, no hay otra cosa que justifique la presencia de la Confederación en esta zona o de las personas llegadas del exterior para visitarla.

Un hombre de la compañía PR, de mediana edad, asintió con un movimiento de cabeza.

—Y sin nosotros —dijo— este lugar se vería nuevamente sumido en la barbarie. No es posible basar una civilización en un campo de patatas; de ninguna manera. Debemos respetar nuestra obligación con nuestra antigua madre Tierra y debemos incrementar sus contactos.

A pesar de todo cuanto pudiera decirse de convincente en el bar, la mayoría de la población de Peramis pensaba de otra forma. La atmósfera de la calle era hostil, algunos visitantes habían sido zarandeados y apedreados, y aquella misma noche la hacienda de un caballero había sido incendiada, siendo asesinados algunos de los criados más leales al mismo.

Todos estos hechos hicieron comprender a Jon-Joras por qué el doctor Cannatin había optado por trasladar su base de operaciones a otro emplazamiento. Por último, el joven se encontró con Jetro Yi y le dijo:

—¿Qué les parecería si organizara mi caza real en otra Ciudad-Estado? En Sartor, o Hathis, o Drogue; en cualquier otro lugar, con tal que no se viera perturbada por estos incidentes.

Sin embargo, Jetro se opuso tozudamente a la idea. Quizá dudase de no contar con el tiempo debido para organizar las cosas de un modo satisfactorio. En realidad, estaba seguro de que las cosas no estarían prestas a tiempo.

Jon-Joras llegó a la conclusión de que, lo que posiblemente preocupaba más a Jetro era la pérdida de su comisión en caso que la cacería se realizara en otro distrito; a pesar de ello, no se sentía capaz de discutir con los que controlaban el terreno local, de suerte que se dejó convencer por Jetro respecto a que los disturbios iban a menos (realmente era así) y se dispuso a preparar la visita del rey Por-Paulo. Tal vez aquello le daría demasiado trabajo, y eso movió al joven a aceptar precipitadamente la repentina invitación del jefe cazador Roedeskant para ir a cazar un dragón. Cuando se le ocurrieron otros pensamientos, la nave espacial ya estaba en camino y era demasiado tarde para volverse atrás.

—Un gran dragón ha sido divisado a orillas del río que atraviesa las estepas del territorio Lie —explicó Roedeskant—. Creo que sería bueno que probarais vuestra puntería antes de que llegue vuestro señor; ello es importante y se guardará callado. Sin formalidad alguna: si abatís al dragón, eso no os dará ningún título, ¿entendéis?

El aerodeslizador surcaba el aire por encima de las praderas y la selva cada vez más densa, que se extendía río arriba. El ambiente era sumamente alegre y tranquilo. Una cacería organizada de repente era muy distinta de las que se organizaban oficialmente. Muchos de los cazadores que iban a bordo del aparato eran jóvenes, algunos muy jóvenes, como el hijo de Aelorix, a quien Jon-Joras había visto entrenándose. Al parecer, los arqueros de hoy eran caballeros aficionados.

—Tengo entendido que el dragón es un verdadero monstruo —dijo Roedeskant—. El dueño del territorio Lie ha enviado un mensaje por barca. Yo ignoro lo que se dice en él. —Roedeskant prosiguió—: Creo que se trata de un dragón que anda solitario.

—Parece que por allí son algo más numerosos de lo normal, ¿no crees? —preguntó un joven arquero, el hijo de Aelorix.

Una sombra pareció abatirse sobre el rostro del maestre cazador.

—Quizá sea así, grandeza —murmuró.

El joven Aelorix lo miró, repentinamente preocupado. Acto seguido, alguien empezó a tararear una canción y, uno tras otro, todos se unieron al coro:

Al dragón que encontré por la mañana,

lo perseguí toda aquella jornada.

Para darle muerte esperaba

desde el día en que naciera.

Al llegar a esa estrofa, alguien exclamó:

—¡Ahí está la isla!

Y el coro prosiguió:

Los músicos iban cansados,

sus cuernos sonaban ásperos,

pero con celo disparaban

los que al dragón seguían;

dispararon los arqueros

contra mi dragón, certeros.

El monstruo ya se desplomó,

mi corazón alegre saltó…

Jon-Joras hizo una mueca: tan pésima era la música como la letra. En realidad era algo espantoso. Sin embargo, tenía sonido y acompañamiento. El hijo menor de Aelorix cantaba alegremente, golpeando sus rodillas con los puños:

Mi dragón se adelantó hacia mí,

sus patas se alzaron al aire,

mi pecho saltaba de júbilo

ante el raro espectáculo

de mi dragón rugiendo como el trueno,

y enseñando sus enormes dientes.

Mi vida entera no me dará

más alegría que la que tuve allí.

Apunté a su marca crucial

para clavarle en su parte vital…

Jon-Joras perdió el resto de las palabras a causa del griterío de los muchachos y del zumbido del aerodeslizador que ya se estaba posando en un calvero del bosque, cerca del río. Un reducido grupo de hombres les aguardaba; uno de ellos, corpulento, de unos treinta años de edad, iba bien vestido, por lo que parecía ser el amo, mientras que los demás eran sus inferiores. Por sus maneras y formas de expresarse, muy bien podría ser un caballero, pero en realidad, según lo que había podido captar de los comentarios de sus acompañantes, Jon-Joras sabía que se trataba del hijo natural de un caballero.

Los portaestandartes se dedicaban a colocar sus banderas en las astas, cuando sonó un quejido lastimoso que sobresaltó sus oídos. Todas las cabezas se irguieron inmediatamente, girando de un lado a otro. Escudriñaban y husmeaban el aire cual si fueran animales.

—No está muy lejos —murmuró Roedeskant—, no está muy lejos…

Con gran presteza, el maestre cazador tuvo todas las cosas a punto, y mientras terminaba recordó a Jon-Joras algunos de los consejos que le había dado en el aerodeslizador: no debía disparar hasta que él se lo dijera, y cuando recibiera la orden tendría que disparar a la cruz de la X.

—Tenedlo presente —dijo el maestre, y agregó—: Si lo hacéis así, daréis con el nervio-ganglio vital del animal y le abatiréis. De lo contrario, le estaréis disparando absurdamente. ¡Santo Dios! ¡Ya!

El maestre profirió un grito; sus ojos relampagueaban; Roedeskant levantó sus brazos, y los címbalos sonaron en medio del griterío de los jóvenes arqueros. Los caramillos hicieron sonar sus agrias tonadas, mientras el dragón salía disparado del bosque.

Los portaestandartes ondeaban sus oriflamas para que la bestia se fuera hacia la derecha, pero ésta no les hizo el menor caso. Los címbalos hacían retemblar el aire, las flechas volaban, y los portaestandartes y los arqueros se unieron para dirigirse corriendo hacia la bestia. El dragón avanzaba más de prisa, como ignorándoles. Se levantó sobre sus patas traseras, y una lluvia de flechas se clavó en el vientre del animal, con lo cual los arqueros lograron llamar su atención.

Girando sobre una de sus patas se lanzó sobre los arqueros…

—¡Sangre de Dios! —chilló alguien—. ¡Una fiera! ¡Una fiera! ¡Un dragón viejo!

Los portaestandartes echaron a correr como gamos, dejando sus oriflamas por el suelo y buscando refugio entre las altas hierbas y los matorrales. La bestia rugió y, sin detenerse, fue a la carga con ellos… Entre las altas hierbas, todo era grito y espanto.

Las fuertes zarpas del dragón estaban teñidas de sangre…

—¡Disparad, disparad! —gritaba Roedeskant—. ¡Quien pueda, que dispare!

Jon-Joras vio a tres hombres que levantaban sus armas y disparaban al unísono. No obstante, el dragón continuaba avanzando… Dispararon otras dos veces seguidas, luego cuatro, pero el monstruo continuaba adelante.

Los arqueros guardaban sus filas, disparando sus dardos inútilmente, pero ninguno se salvó corriendo, y el dragón, silbando, chillando y contorsionando todo su cuerpo de un lado a otro, chorreando sangre, se dirigió contra ellos. Sus terribles garras barrían a diestra y siniestra; bajando y levantando la cabeza, sus mandíbulas se movían en el aire enrojecido.

El hijo de Aelorix disparó su último dardo sin lograr escapar a las garras de la fiera. La boca del muchacho estaba abierta, pero de ella no salía canción alguna.

Parecía como si la bestia se encontrase en todas partes; por fin, Jon-Joras tuvo al dragón en la mira de su arma, y en ese preciso momento recordó el consejo y la voz de Roedeskant: «Disparar solamente a la cruz de la X». (¿Dónde estaba ahora Roedeskant?) Pero la cruz de la X había sido borrada por la multitud de disparos que se le habían hecho, y ya no era más que una especie de boquete del que manaban chorros de sangre. Sin pensarlo más, Jon-Joras disparó una vez tras otra.

En ese momento, alguien corría hacia él a toda velocidad. Su último disparo antes de que rodara por el suelo se perdió en el aire. El hombre que se le había echado encima gritaba de terror; por fin pudo desprenderse de él y se marchó corriendo. Atontado, aún pudo notar el roce de la garra de la fiera. Jon-Joras casi perdió la respiración. Por el rabillo del ojo vio algo que iba arrastrándose, enorme y ensangrentado… Todo eran gritos y más gritos. Una voz chilló; el grito se volvió agudísimo, estridente, y, de pronto, se apagó.

El firmamento se oscureció, todo daba vueltas, convirtiéndose en un círculo concéntrico, en un torbellino. Jon-Joras sintió que perdía el conocimiento y todo se convirtió en una espesa niebla negra en la que se sumió.

En medio de su desvanecimiento notó algo que identificó como el zumbido del aerodeslizador, y eso le hizo volver en sí. Con una brusca tensión de sus músculos, giró la cabeza a tiempo para vomitar. Luego, temeroso, se recostó un rato. Pero no pudo escuchar otra cosa que el zumbido de las moscas.

El sol ya se había puesto y en el cielo hicieron su aparición los buitres. Cuánta gente había presenciado aquella cacería improvisada, Jon-Joras, aturdido por todo lo que le rodeaba, era incapaz de decirlo. Ignoraba, asimismo, cuántos habían logrado escapar en el aerodeslizador o se habían adentrado en el bosque. Nadie respondía a sus angustiosas llamadas de auxilio.

De pronto, le pareció oír un gemido detrás de un matorral que estaba a unos pasos de él. Se levantó y fue hacia allí: un muchacho yacía en la hierba; al sostener su ensangrentada cabeza entre sus manos, Jon-Joras se dio cuenta que no conocía el nombre del muchacho. El hijo de Aelorix miraba ciegamente hacia el sol:

—Decid…, decid a mi madre… —empezó.

—Lo haré, lo haré —afirmó Jon-Joras.

Y esperó. Pero los labios muertos ya no pronunciaron ninguna palabra más. «Dile a mi madre…»

«¿Qué podía decirle que ella no hubiera temido ni adivinado ya?», se preguntaba.

Ateridamente, siguiendo la costumbre de su propio pueblo, puso un poco de tierra sobre cada uno de los ojos cerrados del muerto; estirando los brazos cuán largos eran y golpeando las palmas de sus manos, Jon-Joras dijo:

—Se acabó la escena y el acto; que el telón se levante para dar paso a algo más agradable.

Y el joven ya no pudo recordar lo restante.

Cuando no se tiene idea de la dirección que hay que tomar, tanto da ir en una o en otra. El río y la aldea Lie no debían encontrarse muy alejados, pero Jon-Joras no sabía dónde se hallaban. Lo peor era esperar allí mismo a que llegara el auxilio. No podía quedarse allí, en aquel campo de muerte, sobre el que ya volaban los negros pajarracos dando círculos.

Dio una vuelta en torno al calvero donde se encontraba y tomó el primer sendero que se le ofreció a la vista. Estaba ya casi anocheciendo cuando se le ocurrió que el sendero que seguía no llevaba a la aldea Lie. Fue entonces cuando oyó a los perros. Su corazón latió más fuerte: donde había perros tenía que haber forzosamente cazadores. Además, ¿acaso no había visto sus cabezas cortadas? Al recordar los dientes jaspeados en los morros sangrientos, se echó a correr tanto como pudo.

Alguien merodeaba por aquellos alrededores, pues observó el reflejo de su atuendo en una vertiente. Cuando gritó en su dirección, el hombre desapareció inmediatamente. El muchacho abandonó el sendero y, saltando por entre los troncos de árboles que había en el suelo, salió en dirección a la silueta que acababa de divisar. Hasta que en medio de la penumbra dio con ella.

Era una muchacha.

—¡Por favor, no os haré daño alguno, no temáis! —gritó—. Todos están muertos, todos los demás… El viejo dragón solitario…

La muchacha se detuvo al oír sus palabras y se volvió. Él también se paró. Durante unos segundos se miraron fijamente a los ojos. Era la muchacha a quien él había intentado ayudar en la alameda del palacio de justicia; era la misma muchacha que ya había echado a correr, lo mismo que ahora…

—Espere —le gritó—. Los perros…

En estos momentos ya estaban mucho más cerca. Parecía como si le acorralaran. Ya no podía ver a la muchacha. Recogió una rama e intentó buscar un árbol cuyo tronco fuera suficientemente ancho como para apoyar contra él su espalda, y a ser posible trepar por el mismo. Pero se hallaba en una zona que había sido devastada por un incendio muchos años antes; no había ninguna clase de árboles grandes.

—¡No corráis! —dijo una voz de hombre.

Jon-Joras se volvió. Los perros lo rodeaban, conducidos con correas de piel por unos hombres. Quedó como atontado y dejó caer el palo que llevaba en la mano. Se recobró en seguida.

—Señores, me alegro muchísimo de veros. Estaba cazando, allá detrás —hizo unas señas, indicando al infinito, porque no sabía a qué distancia se encontraba ni en qué dirección se hallaba.

Aquellos hombres iban vestidos con pieles y ropas de tosco paño. Dos de ellos entregaron a los demás las correas de sus perros y se le aproximaron. El joven explicó:

—Era un dragón viejo, un dragón solitario y no habrá muerto, no moriría —exclamó casi sin aliento.

Los dos hombres se miraron mutuamente y en sus ojos parecieron brillar unas pequeñas lucecitas.

—¿De veras? —dijo uno.

—¿No ha muerto? —inquirió el otro.

Se le acercaron y el joven les tendió la mano. Sin molestarle en absoluto, ni hacerle daño, uno le tomó una mano, el otro le tomó la otra y se las ataron detrás de la espalda.

—Camina adelante —le dijo uno—. Anda y déjate de trucos, pues es más fácil soltar a los perros que contenerlos.

Recogió el palo que Jon-Joras había dejado caer y le golpeó en las costillas.

—¡Camina! —dijo nuevamente el hombre.

Jon-Joras obedeció.

IV

Los perros iban de un lado a otro, mirándole de vez en cuando como si estuvieran hambrientos. Sus ojos estaban llenos de destellos rojos a la luz de las antorchas, pues la noche ya había cerrado.

La difusa y resplandeciente luz no le daba a conocer indicio alguno de dónde podía encontrarse; seguían por el inacabable sendero por el que sólo podían caminar tres personas una junto a la otra. Uno de los hombres señalaba algo y murmuraba. El otro cabeceaba asintiendo, y dijo algo que se perdió en un bostezo. Jon-Joras, siguiendo el gesto del hombre, pudo observar una gran roca que estaba cortada en uno de sus ángulos. En ella habían crecido unas enredaderas. Había muchas como aquélla. De repente, el suave crujido de sus pies comenzó a resonar. Aquel eco demostraba que estaban entrando en un túnel, el cual se extendía colina arriba. El olor era débil, pero no dejaba de ser un olor extraño, y el muchacho empezó a estremecerse.

Una ola de aire fresco llegó a su rostro y el eco desapareció. Las estrellas estaban encima, aunque sólo por encima de su cabeza, no a los lados. Sintió la pared que debía rodearles. No tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba ni de dónde estaba ese lugar. Sin embargo, presentía que no había sido construido por los hombres que le tenían cautivo.

La caza misma le había causado una cierta tensión nerviosa parecida a la que se siente tras varios días de mucho trabajo; su larga caminata, su correr huyendo de los perros, su viaje… Vagamente, tenía la impresión de estar siendo conducido pendiente abajo hasta llegar a un recinto con antorchas clavadas en la parte superior de las paredes, tan altas que apenas podía ver dónde acababan. Le quitaron las ataduras y le trajeron comida. Comió, y agitando la cabeza, se dejó caer sobre la mesa.

No obstante, incluso en su sueño oía el silbido y podía escuchar el ronco y melancólico chillido del dragón.

Jon-Joras se despertó sobre un montón de cueros y juncos. La luz del sol que penetraba por una ventana situada muy arriba le hizo pestañear. No era una ventana, sino una pequeña brecha en la lisa pared negra que se alzaba a gran altura.

La habitación donde se encontraba no era realmente un pozo, ya que se hallaba en una especie de compartimiento hecho con tablas que apenas alcanzaban su cabeza. Empezó a subir, pero se detuvo de pronto. Un hombre, al parecer un centinela, con la mano puesta sobre el cuchillo que llevaba en el cinturón, estaba contemplándole. No es que se mostrara muy hostil, pero sí muy cauteloso y vigilante. A su llamada, una vieja mujer desdentada acudió con un cazo de agua caliente y un trapo.

—Lávate y vámonos —ordenó el centinela.

Jon-Joras se alegró de poderse lavar. Luego, el guardia le hizo señas para que saliera del lugar en que estaba por entre las tablas. La luz que observaba por el agujero le llamó la atención. Siguió aquel rayo de sol hasta observar lo que iluminaba en la parte frontal y aquello le sorprendió: parecía ser un friso; al encontrarse demasiado alto, y debido al pésimo ángulo de visión, no podía darse una clara idea de aquel sorprendente fenómeno en medio de tal suciedad y tantas telarañas. Sin embargo, bajo aquella extraña luz, tuvo la impresión de captar una figura, aunque no se trataba de una figura humana. Tras un pestañeo y un leve estremecimiento, se dio cuenta que se encontraba en uno de los castillos destruidos y abandonados de los Kar-chee. Pero aún le quedaba por enterarse de quiénes eran las gentes que le habían convertido en una especie de ermitaño en un lugar abandonado.

En algún lugar parecía que se estaban haciendo preparativos para la comida de los cautivos. El centinela pidió un huevo frito a una de las mujeres que se encontraban por allí, y después pidió a otra una patata hervida. Los demás platos de este desayuno circunstancial eran servidos al mismo ritmo.

Jon-Joras se dirigió al centinela:

—No es que me queje, pero, ¿por qué ya no me tenéis atado?

El hombre se frotó su rota nariz, y dijo:

—En realidad, no saldréis de aquí hasta que estemos dispuestos a permitíroslo. Además de eso, está la sala de la libertad —agregó, riendo entre dientes.

Jon-Joras insistió:

—Pero debo salir de aquí. Tengo mis obligaciones fuera.

El guardia movió afirmativamente la cabeza, al tiempo que ponía mala cara:

—Todos nosotros también tenemos nuestras obligaciones… fuera, y también las tenemos aquí dentro.

—Perdonadme, pero vos no os expresáis como un caballero o como un perro cazador. Soy un extramundano, y me es fácil confundirme.

—Os explicaré. En cierta época viví en un Estado. Quiero decir la villa o la ciudad de Drogue. ¿No la habéis visitado nunca? Yo estuve muy poco en ella, aunque me gustaba. Era un tendero, tenía una pequeña casita en los suburbios y una parcela de terreno.

Sus frases eran cada vez más breves y su rostro enrojecía cada vez más.

—Mi pequeña finca lindaba con la de un caballero que se llamaba Oegorix y el cual dejó adulterar su sangre. Cierto día volví a casa, cansado. Me senté en mi jardín para descansar. ¿Jardín? ¿Acaso veis uno aquí? Pues allí era lo mismo: su grandeza había decidido ampliar sus campos de entrenamiento. Como os lo digo: antes de tomar un trozo de terreno baldío, de pradera o de su jardín, se apropió del mío. No me dejó ni una flor, ni una planta; sus sangrientos músicos desfilaban constantemente ante mi ventana, hollando el espacio donde antes estuvieran mis rosales.

En la lucha que tuvo lugar, el tendero se rompió la nariz. Salió de su casa para ver cómo se había ido abajo su tienda, y al regresar se encontró con que su casa había sido incendiada.

—De modo que me trasladé a la Ciudad-Estado de Hathis. Pero allí las cosas no me fueron mejor. En todos los lugares, los caballeros hacen lo que les place. No es como aquí, ya que aquí hacemos lo que nos gusta. Sin embargo, esto tampoco nos gusta mucho, y tarde o temprano…

Su boca se contrajo y dijo con voz sorda:

—Ya veréis… Ahora, andando.

En cierto modo, todo aquello que Jon-Joras vio daba la impresión de que se trataba de un caballero excéntrico que había trasladado su hacienda, su séquito, su ganado y cuanto tenía a las ruinas basálticas de un castillo de los Kar-chee, donde se habría mezclado todo de cualquier manera. Aquí una mujer colgaba una bolsa de trapo llena de queso recién hecho para que se escurriera; un poco más allá, un maestro flechero ataviado con una especie de delantal escogía, entre un montón, plumas de ave para terminar sus flechas. En otro lugar, un muchacho se ejercitaba en sacar escalas musicales de un cuerno antiguo. Una mujer sentada en un banco pintaba trozos de lienzo para hacer oriflamas, y de vez en cuando mecía la cuna de su hijo desnudo y sucio con su pie aún más sucio.

La visión del rostro destrozado del hijo de Aelorix vino a su memoria. Jon-Joras no sabía qué relación podría existir entre aquella muerte sangrienta y este extraño y salvaje campamento; en su interior, sólo presentía que tal conexión existía. Y luego, en medio de la confusión del patio en donde ahora se encontraba, hizo su aparición un hombre con una cicatriz en la cara.

El hombre no vio o fingió no ver al prisionero, pero todos advertían su paso. Tenía unos ojos vivos, bajo las enmarañadas y negras cejas que daban la impresión de ser un nido de serpientes. Los huesos de sus mandíbulas parecían estallar bajo su piel enrojecida; su boca semejaba una hendidura sin labios entre su formidable nariz y la larga y prominente barbilla. La cicatriz iba del cuero cabelludo al cuello, interrumpiéndose solamente en una de las orejas o, mejor dicho, lo que quedaba de ella, puesto que la tenía mutilada. Sus pies pisaban con fuerza las losas, como si sus enemigos se encontraran debajo de ellas.

De una forma casi maquinal, Jon-Joras se mantuvo firme, e inconscientemente empezó a seguirle; como un autómata, caminaba tras él, casi pegado al cuerpo del hombre. Al tiempo que iba pisando los talones de aquella extraña figura que avanzaba erguida y con los brazos estirados a ambos lados del cuerpo, creyó que la respuesta estaría allí, donde ese hombre se encontrara.

Y así, presa de una emoción rayana entre el miedo y el espanto, Jon-Joras seguía adelante como tirado de una cuerda y sostenido por un imán.

Quizá lo que había oído aquella noche era un dragón, pero en sueños. Sin embargo, lo que ahora estaba oyendo no era un sueño, aun cuando el patio y cuanto veía en esos instantes, incluido el castillo de los Kar-chee, se le antojara un verdadero sueño; sus tímpanos vibraban con el silbido. Pero, ¡quizá era un sueño!…, ya que casi nadie más de quienes andaban por allí parecía extrañarse. El hombre seguía caminando y caminando…

De pronto, se detuvo ante una pared baja sobre la que se apoyó. Jon-Joras se adelantó un poco, después puso sus manos sobre el parapeto y miró. Allá abajo, algo se divisaba; el agrio y siniestro olor del dragón le atenazó la garganta, pero no se echó atrás; allá abajo, en un espacio cerrado por un lado con gradas de piedra y por el otro por un riachuelo, se encontraba un dragón debatiéndose sobre el suelo. Su cuerpo estaba cubierto de flechas y de dardos. Jon-Joras notó un olor que había notado en otros varios lugares: el hedor a sangre putrefacta y antigua.

A primera vista parecía tratarse de una escena corriente de caza del dragón. Sin embargo, Jon-Joras advirtió inmediatamente ciertas diferencias. Parecía como si la vista se le nublara y viera doble. Por ejemplo, allí había una fila de arqueros, pero tras ellos se encontraba otra fila. Mientras que los arqueros de la fila delantera agitaban los brazos y las cabezas, los de la fila que se hallaba detrás, vestidos con las mismas pieles verdes, permanecían inmóviles. Frente a la fila de los arqueros se abría una trinchera.

El dragón avanzó golpeando furiosamente el suelo con su cola. Una nueva lluvia de flechas cayó sobre él. Pero la bestia no se lanzó contra sus enemigos.

Una idea atravesó la mente de Jon-Joras: aquel dragón no era virginal.

Cuando la fiera atacó de nuevo, se tuvo la impresión de que los arqueros se perdían entre los matorrales; sin embargo, dando un salto se metieron en una trinchera en la que la zarpa del dragón no cabía. Había allí una fila de maniquíes, pero el dragón, sin prestarles atención, siguió adelante.

De detrás de una pared salieron unos cuantos hombres con unos estandartes ondeando. Jon-Joras tuvo que aguzar la vista para darse cuenta que también se trataba de maniquíes. El dragón los aplastó. Jon-Joras volvió la cabeza y sus ojos se clavaron en la arena para ver los mortíferos efectos de la bestia. No tuvo que esperar mucho.

En todo el espacio había maniquíes con vestidos de cazadores y armas en las manos. El dragón se movía enfurecido, saltando sobre sus patas, mientras atronaba el aire con sus bramidos y se lanzaba sobre el grupo que se hallaba al borde de otra trinchera. Casi instantáneamente, todas las figuras desaparecieron en ella. Todas, excepto una, la cual fue zarandeada a derecha e izquierda, de arriba abajo, hasta caer en las mandíbulas del dragón.

—Eso es lo que les ocurre a nuestros enemigos —dijo el hombre de la cicatriz en la cara, dando inmediatamente media vuelta—. Eso es lo que deseaba que vierais vos, extramundano, porque sin duda alguna ignoráis lo que ocurre aquí, en nuestra vieja Tierra. Pensad en el enemigo peor que jamás tuvieron en el mundo; multiplicad por diez y pensad en las cosas abominables que podría provocar un tal enemigo. Lo que acabáis de ver allá abajo no es nada en comparación.

La voz del hombre se volvió más sorda al pronunciar las últimas palabras, mientras sus ojos lanzaban destellos y su boca se encogía aún más.

El hombre levantó la mano y acarició la mutilada piel de su rostro.

—Muchacho, ¿sabéis cómo me ocurrió esto? Alguien… alguien con una «X» en la desinencia de su nombre me lo hizo. Entonces aún era yo niño cuando esa persona decidió que no era lo bastante sumiso. Quizá estuviera algo bebido en aquel momento, pero ebrio o lúcido me tomó por el cuello y me lanzó sobre un joven dragón.

Al contemplar la cicatriz que le atravesaba el rostro y aquellos ojos atormentados, Jon-Joras parecía sentir en sí mismo el espanto y el terror de aquella lejana y cruel escena.

—Nadie podría decir cómo seguí con vida. ¿Acaso mi verdugo se apiadó de mí y me apartó de las zarpas del animal? No lo creáis, muchacho. Un caballero nunca siente piedad, y aquél no era compasivo. Pero era deportista, le gustaba ver aquellas escenas… Grité y me debatí…, y acabé por dar muerte al joven dragón. No me preguntes cómo lo hice, tenía que hacerlo. Olvidé cómo logré matarlo, pero lo demás no se me ha olvidado. ¡Jamás lo olvidaré!

El hombre aspiró una bocanada de aire y prosiguió.

—Mi nombre es Hue —dijo secamente—. No os molestéis en decirme el vuestro, lo sé desde que os trajeron aquí. Hemos estado observándoos. Os estuvimos observando a todos vosotros.

Sus palabras acabaron en un silencio muy significativo; luego, preguntó:

—¿Dónde sucedió ayer la caza del dragón? Cerca de la aldea Lie, ¿no es así? Habladme de cuanto allí sucedió, contádmelo.

Su rostro mutilado seguía impasible, pero sus ojos brillaban entre aquellas cejas de medusa. Después guardó silencio un rato antes de decir, como contestando a una pregunta no formulada:

—Las cosas son así. ¿Tiene alguna justificación que los caballeros se dediquen a estas tareas y consideren a los demás como extraños? ¿Por qué cazan a los dragones? Sí, el dragón es sumamente grande y sumamente peligroso, es cierto. Se debe ir por él con gente que pegue fuerte, con una tropa de portaestandartes y con músicos, con arqueros y con fusiles. Desde luego que sí, y hay que estar muy seguro de haberle dado muerte. Eso en lo que respecta a los dragones adultos. Pero cuando son cachorros, hay que atraparlos y hacerles una señal con ácido, marcándoles con una X. ¿Os dais cuenta?

Jon-Joras asintió.

—Muy bien —dijo Hue—. En cambio, si los caballeros tuviesen realmente la intención de acabar con los dragones, les bastaría con matar a las crías en lugar de marcarlas. ¿De acuerdo?

—Claro, lo que decís es justo, pero habéis de tener también en cuenta que ellos tratan de preservar la especie, puesto que todo este territorio no es más que una reserva de dragones, un coto.

—De acuerdo —concedió Hue—, pero ellos son los árbitros del juego. ¿Y qué pintamos nosotros? ¿Acaso somos cazadores furtivos? No, señor, nosotros vivimos aquí. ¿Acaso no gozamos de derechos como los demás hombres? Pues no, no tenemos ninguno. Una vez cada diez años, uno tiene la suerte de entrar como criado al servicio de un caballero, y sólo una vez cada cien años, un criado se convierte en caballero.

—¿Como Roedeskant?

—Sí, como Roedeskant. ¿Acaso se acuerda ya de quién fue su abuelo? Su fusta es mucho más pesada que la de cualquier otro caballero. O lo fue, pues ignoro si aún vive; no obstante, lo que sí sé es que ahora, tal y como están los dragones, es muy difícil escapar de sus garras.

La voz de Hue se iba convirtiendo en un monótono susurro, pero el muchacho no sentía el más mínimo aburrimiento al oír cuanto relataba su interlocutor con toda clase de detalles, como sólo lo hace un monomaníaco. Siguió hablando hasta llegar a manifestar que se había dado cuenta que cuando al dragón se le dejaba solo no representaba ningún peligro; era una especie de gigantesco cachorro carente de cerebro. Nadie tenía por qué cazarles por el planeta ni venir a morir bajo los zarpazos del monstruo; tampoco había por qué atormentar y confundir a las águilas y los buitres del monte Gare con las banderas, los músicos y los arqueros.

Todas las normas rituales que constituían la muerte del dragón no dejaban de ser un error. Quienquiera que estuviera sano de cuerpo y de espíritu podía ingeniárselas para apartarse del camino de un dragón si éste no estaba enfurecido. Y el volver a la bestia furiosa competía más que nada al grupo de los portaestandartes, mientras que la misión de los arqueros consistía en hostigar al dragón hasta obligarle a erguirse sobre sus patas traseras y dejar al descubierto la señal de la X. El cazador que diera en el centro de este blanco podía abatir al animal. De esta manera se conseguía siempre matar al dragón.

Tras estas explicaciones, Hue se tomó un respiro y prosiguió diciendo que, pese a la poca inteligencia que tenía la especie, aquellos animales, al igual que cualquier otra criatura, eran capaces de aprender algo por experiencia. Pero con el sistema de caza que se venía aplicando ningún dragón lo conseguiría. El débil hombre cazador no dejaba que la bestia adquiriera habilidad ni astucia, ya que toda la operación cinegética no era más que coacción e hipocresía. El joven dragón no contaba con el menor atisbo de maña o de perfidia; solamente contaba con sus dientes, sus garras y su peso. A lo largo de los años había sido muy rara la ocasión en que un cazador había errado el tiro, y aun cuando el dragón escapara una vez, acabaría siempre por caer en otra cacería de la que ya no saldría con vida.

—Así pues —terminó diciendo Hue—, dentro de un rato veréis una cosa, algo que cualquier caballero teme más que nada en el mundo: habéis de ver un dragón, pero un dragón con el que se debe contar, ¡un dragón astuto y feroz!

Una luz iluminó la mente de Jon-Joras; su cuerpo, lleno de cansancio, se irguió de pronto.

—¿Es eso lo que aquí estáis tramando? —exclamó—. ¡Estáis amaestrando a los dragones!

V

La cabeza de Hue se movía lentamente, asintiendo a las exclamaciones del muchacho:

—Eso es precisamente lo que hacemos en la cueva de los dragones: los estamos amaestrando, entrenando para el combate. Los entrenamos hasta que sean capaces de no dejarse distraer por las banderas y la música. Los amaestramos para que no pierdan tiempo en sacudirse y arrancarse los dardos de encima. Cuando el dragón está bien preparado y es capaz de esquivar las trampas del enemigo, entonces lo soltamos y tenemos a un dragón tal y como el maestro de los cazadores pide que sea realmente.

Su voz se hizo más ronca y su boca sin labios se abrió tremendamente.

—Y así no caerán en la trampa —susurró.

El recuerdo de aquella «trampa», del terror y del pánico, y de aquella sangrienta matanza, hicieron estremecerse a Jon-Joras. Pero otro pensamiento afluyó a su mente, como un granito de arena que fuera aumentando:

—Sin embargo, un dragón, por muy amaestrado que esté, no deja de ser un dragón —dijo pausadamente—. Quizá haya aprendido la astucia, pero sigue siendo el mismo dragón desde el punto de vista físico. El entrenamiento del animal no impide que si un disparo lo alcanza en una determinada parte de su cuerpo acabe por darle muerte. Ayer mismo, yo disparé contra aquel dragón; no menos de un centenar de flechas se le clavaron encima. La cruz de la X estaba borrada, toda esa parte era como una medusa sangrienta y, sin embargo, el dragón no murió. ¿Por qué no murió?

Hue seguía mirándole, disfrutando aquellos instantes. Por fin, explicó:

—Es cierto que el cuerpo del dragón no ha cambiado, pero algo más cambió en él. No en el cuerpo, sino sobre el cuerpo. Nosotros no atrapamos a los dragones que los caballeros han destinado para sí, pues sería una locura por nuestra parte. No, lo que hacemos es procurarnos nuestras propias crías y encontramos los pequeños…

Jon-Joras sintió un escalofrío y recordó la escena: Aelorix contemplando al joven dragón, con el dedo quemado por el ácido de la vieja marca que señalaba la X, al tiempo que oía las palabras: «No he sido yo, miren dónde la pusieron también».

Hue siguió hablando.

—Sólo es cuestión de unas pulgadas —dijo—, una diferencia que uno no puede observar desde abajo, especialmente en el fragor de la caza. Sólo unas pulgadas, sí, muchacho. Pero igual podrían ser unas millas —agregó Hue, en tono sibilino.

Todo cuanto Hue contaba le parecía una pesadilla, aunque se le habría antojado apasionante si lo hubiese oído entre amigos. En la selva siempre habían existido bandas de forajidos de una u otra calaña. No obstante, antiguamente se habrían conformado con quedarse en ella, mientras que ahora, los que se habían establecido en el viejo castillo de los Kar-chee no parecían tener esas intenciones.

—¿Qué pretendéis hacer con los dragones cuando asuman el poder? —preguntó Jon-Joras.

—¿Cuando tomemos el poder? Entonces daremos muerte a todos los dragones, a todos sin excepción, desde el mismo huevo.

—¿Y los caballeros?

—Todos deben morir, todos sin excepción, ya desde el mismo embrión.

Al principio, Jon-Joras creyó que Hue no había entendido la segunda pregunta y que aún seguía contestando a la primera. Pero al cabo de un rato notó que ambas preguntas merecieron la misma respuesta.

—Y ahora, Jon-Joras, o quienquiera que seáis, ¡dejemos que vos respondáis a algunas de mis preguntas!

De pronto, la voz de Hue se tornó fuerte, con una socarronería mucho más desconcertante que la rabia o la furia con la que pudiera expresarse anteriormente.

—Vos diréis.

Hue empezó a contar con los dedos de la mano.

—Primero: ¿qué es lo que habéis de averiguar por cuenta de los caballeros? Segundo: ¿cuánto os pagan? Y tercero: ¿qué os hace pensar que viviréis para gastarlo?

La última pregunta la formuló Hue con voz más ronca y amenazadora.

Hasta entonces, Jon-Joras no había oído nada tan aterrador como esas tres preguntas formuladas por aquella voz recelosa. Un escalofrío recorrió su cuerpo y dio un paso atrás como apartándose de aquella figura, para acabar diciendo al cabo de un rato:

—Me tomáis por un espía.

Hue sonrió, si es que realmente podía tomarse por una sonrisa su manera de alargar la boca y abrir los labios.

—No soy ningún espía, os lo aseguro.

—Vos diréis lo que queráis, pero lo cierto es que habéis estado con Aelorix, habéis cazado con Roedeskant, y estabais junto al palacio de justicia cuando pronunciaron la palabra «¡culpable!». Fuisteis atrapado arrastrándoos por los bosques en esta dirección. ¡Y aún os atrevéis a decir que no sois un espía!

Bruscamente desapareció toda su socarronería:

—El juego ha terminado. Quiero que contestéis a mis preguntas honrada y rápidamente. ¿Estáis dispuesto a contestar?

Ante el silencio del muchacho, soltó en tono amenazador:

—Ya veremos. —Y volviéndose al guardia, ordenó—: Vamos, otra representación.

El hombre de la nariz descalabrada asintió con un gesto y se marchó.

En el lugar donde se encontraban existía una serie de enormes aberturas que conducían a los distintos puntos de la cueva de los dragones. Si Hue no hubiera atraído la atención de Jon-Joras hacia una de las aberturas, no habría presenciado la aparición de un hombre, el cual llevaba una especie de instrumento en la boca. Al principio no fue capaz de relacionar la aparición del hombre y los movimientos que hacía con el grito que ahora escuchaba: la profunda y amorosa llamada de un dragón hembra.

La bestia que se hallaba en la cueva había dejado de interesarse por los harapos destrozados de los maniquíes. Es posible que su oscuro y pequeño cerebro hubiera olvidado ya cómo eran los demás. Lo que ahora oía ya no llamaba a su cerebro sino a la totalidad de su sistema nervioso. El dragón macho lanzaba breves gritos, y mientras avanzaba su lengua no dejaba de entrar y salir de su boca.

En ese momento el pánico que embargaba al muchacho comenzó a convertirse en curiosidad y en algo de lo que sólo tendría conciencia más tarde. El dragón siguió arrastrándose por la cueva y profirió un alarido. Jon-Joras vio cómo el hombre que imitaba el grito de la hembra retrocedía hasta alcanzar y cruzar la boca de la cueva. Al tiempo que el dragón iba también a franquearla, una jaula se abatió sobre él. La bestia, sorprendida, lanzó un mugido, buscando escapar de la trampa; luego, desconcertada y contrariada, acabó por lanzar un lastimero grito que se perdió en las profundidades de la cueva.

La escena no dejaba de ser interesante, pero nada tenía de asombroso: la mayoría de los hombres de la selva son capaces de imitar a la perfección la voz de cualquier animal salvaje para llamar a los de su especie.

Sin embargo, la jaula había llamado la atención de Jon-Joras. Sin duda la habían construido los hombres de Hue, aunque por lo demás no parecía que hubiesen hecho grandes cosas. En realidad, no se habían molestado en restaurar el castillo arruinado por los años y las catástrofes naturales. La cueva de los dragones estaba debajo de las ruinas y había varias gradas a mitad de la pendiente que llevaba a la superficie. Tras ellos, un camino conducía hasta la enorme y oscura masa de la parte superior del castillo, y a lo lejos, manando probablemente de un gran vivero subterráneo fracturado por algún terremoto o hundimiento de la montaña, un torrente corría entre las enormes rocas negras. Los hombres de Kar-chee aprovecharon el agua que se había abierto camino para hacer una defensa natural que rodeaba las murallas del foso de los dragones.

Distraídamente, Jon-Joras contemplaba cómo el agua manaba de una brecha que había en la muralla, y cómo los rayos del sol, que penetraban a través de las copas de los árboles, iluminaban las rocas con una luz verdosa. Después, sus ojos y todos sus sentidos se centraron en otra escena: lo que ya conocía iba a repetirse en estos instantes. Los músicos, los portaestandartes y los arqueros ocupaban sus respectivos puestos. De nuevo se levantaron las filas de maniquíes, y trajeron otra gigantesca jaula con un dragón. La fiera chillaba, la puerta de la jaula se abrió y empezó otra cacería fingida.

Todo volvió a repetirse. Al parecer, Hue quería que el muchacho no perdiera un solo detalle del adiestramiento del dragón para volverle astuto y feroz a un tiempo. Y pese al horror que experimentaba, al terror e incluso a las náuseas que le causaba el espectáculo, siguió contemplando aquella caza ritual tan espantosa y cruel. Los cuernos volvieron a sonar, los arqueros soltaron una nube de dardos, y los portaestandartes danzaron al compás de la música. A continuación, los maniquíes hicieron bailar al dragón, hasta terminar en las fauces del monstruo.

Algo cayó sobre el rostro y el pecho de Jon-Joras; instintivamente, sin pensarlo, levantó la mano para limpiarse: era algo tibio y viscoso, era sangre. Observó la postura que el dragón mantenía en este momento y no pudo aguantar más; vomitó.

—Ved eso —dijo Hue, volviéndose hacia él con su horrenda mueca—. ¡Es lo que les espera a los traidores y a los espías!

La voz del hombre se tornó sorprendentemente suave y calmosa, como tratando de controlarse a sí mismo, pero al pronunciar la última palabra se convulsionó y la voz se volvió aguda. Las manos se despegaron de sus costados y Hue inclinó la cabeza como para mostrar lo que sucedía en el foso de los dragones.

—Esto es lo que os espera —dijo—, a no ser que decidáis contestar a mis preguntas.

«Que muera ahora mismo o más tarde, igual da», pensó Jon-Joras.

A su mente acudió la idea de lo que debía intentar. Los seis años que había pasado en el colegio le habían dado la suficiente preparación para este instante decisivo. Habían sido seis años de constante adiestramiento físico y moral. «Morir ahora mismo o más tarde, da igual». Lanzó su brazo derecho hacia atrás y pegó un fuerte golpe en la garganta de Hue. No esperó a que cayera al suelo; saltó por encima del parapeto, como tantas veces lo hiciera en sus entrenamientos, y cayó de pie sobre las gradas que se encontraban un par de metros más abajo y formaban unas escalonadas filas semicirculares de asientos. Nadie estaba allí sentado, en aquellos graderíos a los que antiguamente solían acudir las gentes de Kar-chee para asistir a los espectáculos circenses. Nadie se preocupaba de nada. La escena del dragón resultaba demasiado familiar a quienes ahora moraban en las ruinas del castillo. Jon-Joras confiaba en que nadie estaría mirando desde el parapeto, en que su ataque habría pasado inadvertido y nadie se lanzaría en persecución suya, aunque suponía que antes o después alguien saldría tras él. Confiaba en muchas cosas, pero sobre todo en el tiempo.

Cuantos se encontraban en el foso de los dragones se habían introducido ahora en las trincheras para guarecerse de las zarpas de la fiera. Jon-Joras ignoraba si las trincheras comunicaban con un pasadizo por debajo del foso o bien si los hombres seguían acurrucados en ellas a la espera de una señal para poder salir con seguridad. Tal vez alguno de aquellos hombres, movido por la curiosidad, se asomaría al borde de la trinchera y le divisaría mientras iba corriendo por los graderíos semicirculares. Con todo, era muy posible que tampoco averiguaran lo que sucedía, mayormente con el dragón en el foso.

El muchacho corrió por la parte opuesta al morro de la fiera, que seguía gruñendo por su ensangrentada boca. Al parecer, la bestia estaba demasiado atareada para prestarle atención, y confiaba en pasar inadvertido a ella.

Los graderíos acababan en el fondo del foso. El agua había abierto una especie de canal por la parte norte y casi rodeaba todo el espacio ocupado por aquel escenario de caza fingida. Jon-Joras bajó las gradas a todo correr, brincando como un corzo, hasta que llegó a las últimas. Luego saltó al foso. En cierto modo se sentía más seguro aun siendo visto por el dragón que por los hombres que pudieran asomarse al parapeto. Bordeando la forma circular de la parte sur, escapaba a la vista de todo aquel que se hallara en las ruinas del castillo, aunque por poco tiempo.

El muro que corría por aquella zona parecía no acabar nunca. De momento, el fugitivo no oía gritos de alarma, aunque era muy posible que los violentos latidos de su corazón y su respiración jadeante se lo impidiesen. Por fin, el muro terminó y se vio de nuevo al aire libre. Ahora quedaba a la voluntad de los de arriba al no escudarse en el muro del foso. En este momento llegó a sus oídos el terrible silbido del monstruo; sus tímpanos vibraron lastimosamente; el suelo del foso tembló bajo las pisadas furiosas del animal. A unos pasos de Jon-Joras corría el arroyo formado por el agua que escapaba del muro por un gran boquete; podía ver el sol a través del boquete, pero aún no divisaba el fondo y la arboleda como la había percibido desde el parapeto.

Detrás de él, el dragón continuaba rugiendo; delante, el agua fluía al otro lado del boquete. Jon-Joras saltó; las cosas se habían sucedido con tal velocidad que se confundían en su mente. Sólo al saltar notó que había ganado la carrera al dragón. Por cuanto sabía, la catarata de agua debía adentrarse en las rocas que se hallaban a sus pies. Las aguas habían pulido las enormes piedras que, sin embargo, a él le parecieron agudas y cortantes. De un momento a otro podía romperse la cabeza, pero una satisfacción lo embargaba; el no haber dado a Hue las respuestas que esperaba. Más valía romperse el cuello que hacer las veces de ratón de un dragón humano.

Al comienzo, el agua debió excavar un poco para formar más tarde una balsa que con el tiempo se convirtió en un gran pantano natural. A medida que descendía, el sol y el cielo le iban rodeando entre aquellas rocas mohosas. Trató de zambullirse, pero al saltar resbaló a causa de la humedad de la orilla. Al caer en el agua perdió de pronto la respiración, por lo cual no estaba en las mejores condiciones para nadar por debajo de la superficie como habría deseado. Cierto pánico (si es que el pánico puede calibrarse) le obligó a permanecer en la superficie cuando recobró el aliento, para acabar dirigiéndose a la orilla, donde aferrándose a unas malezas intentó salir. La maleza cedió y volvió a caer en el agua con un manojo de hierbas en la mano. Después, la corriente lo arrastró hasta que pudo recobrarse otra vez. Se hundió en el agua tanto como pudo, procurando sostener el manojo de hierbas sobre su cabeza para que le cubriera y le ocultara en lo posible, y así se dejó llevar por la corriente.

De vez en cuando, Jon-Joras oía ladridos de perros, pero no sabía ni podía saber si aquellos ladridos significaban que le perseguían, o bien si eran de perros sueltos por aquellos contornos. También oyó el quejumbroso balido de un viejo dragón hembra. No obstante, por lo general, lo más que se oía era el susurro del aire y el ruido del agua. El temor, más que cualquier otra cosa, le hacía mantener la vista siempre fija en la orilla. Cuando divisó el pequeño bote escondido, en la espesura, lo robó sin remordimiento alguno. Subió en él y se dejó llevar corriente abajo hasta llegar a un lago que cruzó sin pérdida de tiempo. Tuvo intenciones de hacer zozobrar el bote y luego alcanzar la orilla a nado, para que sus perseguidores pensaran que se había ahogado. Sin embargo, al no haber indicio alguno de persecución, decidió que sería una locura por su parte dejar un rastro que podía divisarse desde lejos. Llevó el bote a un lugar bien resguardado, y allí lo cargó de piedras hasta hundirlo.

En el bote había encontrado algo de comida seca y en los matorrales pudo recoger varios tipos de bayas. Se puso en camino a paso acelerado, sin tener la menor idea de dónde se encontraba y dándose cuenta, con gran sorpresa, que, además, tampoco sabía adónde quería ir. El aire fresco, el sol que iba ocultándose y el paisaje desierto le dieron a entender que había tenido éxito en su escapatoria.

Sin embargo, cuando de pronto vio las tres figuras a caballo, tuvo un movimiento instintivo para echar a correr. Pero se retuvo: adivinó en el acto que los tres jinetes no venían del castillo ni iban vestidos como las gentes que allí moraban. Gritó y movió sus manos en el aire: los jinetes se volvieron, y, deteniéndose, cabalgaron hacia él.

Uno de ellos era un hombre ya mayor, otro era más joven, y les acompañaba una mujer. Para ser más concretos, una muchacha; es más, se trataba de la muchacha que había rechazado su ayuda cuando yacía en el suelo entre la multitud apiñada ante el palacio de justicia. La muchacha a quien había socorrido y que huyó de él en el bosque después del fatal encuentro con el viejo dragón, y antes de su captura por los perros cazadores forajidos.

Al verle, pareció como si la muchacha dijera algo a sus compañeros; estuvo musitándoles algunas frases. Uno de ellos sonrió y el otro se encogió de hombros. Jon-Joras fue invitado a compartir la montura del hombre mayor, y prosiguieron su camino por aquella desértica llanura y ya a media luz. Mientras los tres hombres hablaban entre sí, la muchacha cabalgaba algo apartada de ellos, en tanto hundía su rostro en los pliegues de su amplia capa.

El más viejo era un hombre moreno, rechoncho, con barba gris, y sus rodillas se adherían fuertemente a los costados de su caballo flaco y desgarbado. Vestía una capa del mismo color azul que la de la muchacha, aunque echada a un lado y mostrando debajo de ella un atuendo de ante lleno de manchas de grasa. Unos pendientes de oro brillaban en sus peludas orejas. El compañero del viejo era totalmente distinto: joven, delgado, erguido y de buena presencia; elegante era la palabra apropiada, según Jon-Joras, para aquel hombre. Llevaba una túnica blanca como la de los caballeros, sus pantalones estaban cortados de un paño exquisitamente bordado (Jon-Joras se enteraría más tarde que éstos se llevaban solamente en los festejos celebrados por las tribus nómadas), y su capa, de muy buen corte, caía dejando los brazos en plena holgura y se cerraba en su pecho con una cadena de plata y un broche del mismo metal. En la muñeca llevaba un brazalete de oro labrado, e iba tan erguido y orgulloso como un halcón.

Por último, el viejo carraspeó y lanzó un salivazo al suelo. Se rascó de manera pensativa.

—He estado reflexionando sobre lo que dijisteis antes, Henners —observó—, y no puedo estar de acuerdo en lo más mínimo. No hay en absoluto nada malo en el terceto.

—Tonterías, Trond —replicó Henners, con vehemencia—. Resulta arcaico, mal ideado, artificial, insípido y todo lo que queráis de malo. En una palabra, le falta la sencillez y rectitud del dístico, y también carece de asonancia y aliteración.

Trond hizo un ademán y le miró de soslayo.

—Sin embargo, el dístico —la última palabra estalló con petulancia— es tan monótono…

Y así cabalgaron, mientras el aire se tornaba azulado y el cielo se teñía de púrpura, haciendo su aparición las primeras estrellas; ambos hombres estaban enzarzados en una discusión sobre las diversas formas métricas de la poesía. Finalmente, ante los jinetes brilló la danza resplandeciente de un fuego, de muchos fuegos. Sonaron voces, y unas figuras surgieron entre la oscuridad y se acercaron. La muchacha desmontó, alguien se llevó su caballo, y la joven desapareció de la vista de Jon-Joras.

—Amigos poetas —dijo Henners, gesticulando—, permitidme que os presente a nuestro huésped, de nombre Jon-Joras, hombre extramundano que ha permanecido cautivo del traidor Hue y su banda. Pienso que no podemos ayudarle en mucho a regresar a su Estado… y creo que se mostrará generoso, ¡ejem, ejem!, en lo que a gastos se refiere… Bueno, ¿es que no vamos a comer y beber antes de proceder a la composición de nuevos versos y rimas como corresponde a esta reducida parte de la humanidad civilizada?

Las invitaciones fueron formuladas en el acto, y el huésped fue trasladado a la vera del fuego mayor, encima del cual estaban asándose dos corderos. Alguien le puso una copa en la mano con una bebida que trató de sorber: tenía un sabor agridulce, fuerte y con olor a miel.

—¡Primer verso! —exclamó una voz cerca de Jon-Joras.

Otros hombres se alzaron con el mismo grito:

—¡Primer verso, huésped extramundano! ¡Primer verso!

Jon-Joras se encontró con que tenía que componer un verso precisamente cuando su mente estaba vacía, y si en algo pensaba sólo era en la cena que anunciaba el aroma de la carne que estaba asándose. Sin embargo, dominándose en lo posible, alzó la mano y pidió silencio. La gente calló para escucharle.

Tres son los que salieron cabalgando,

cuatro regresaron; el fuego ardía

y los corderos se estaban asando,

y en ello un gran misterio había:

¿De dónde los corderos, si no había rebaño?

Los versos fueron escuchados en medio del más atento silencio, interrumpido de pronto por una explosión de aplausos y carcajadas. Algunos oyentes se acercaron al muchacho, felicitándole y dándole cariñosas palmadas sobre la espalda; otro escanció más bebida en su copa de oro, y al otro lado de la fogata alguien se levantó para dar la réplica a los versos del muchacho; de nuevo se hizo el silencio:

Tales milagros encontró nuestro huésped,

buen fuego, comida y licor para su sed,

mas aunque mal le sepa decirlo hemos:

Todos nosotros… buenos ladrones somos.

VI

Entre los señores de Beta (pues así se denominaban a sí mismos) abundaban los poetas, que en su mayoría componían unos versos muy rebuscados y elaborados con miras a que semejaran coplas muy sencillas. Además, tampoco faltaban los ladrones, aunque los menos expertos se conformaran con robar algún cordero o gallinas por los corrales…

Con todo, fueran ladrones-poetas o poetas del latrocinio, aquello era nuevo e interesante a los ojos de Jon-Joras. Esta no dejaría de ser, pensaba, una faceta de la vida harto curiosa para los sociólogos que estudian las costumbres de las colonias que se extienden por toda la enorme galaxia.

Junto a las llamas saltarinas del fuego principal del campamento de los poetas-ladrones, nuestro muchacho contemplaba y escuchaba ensimismado —ora divertido, ora asintiendo o reprobando— los versos del apuesto Henners (coplas y cuartetos), que relataba sus proezas para robar las joyas y el oro y la plata de su Suprema Serenidad el presidente del colegio de síndicos de Drogue, mientras estaba sentado a la mesa con los demás comensales de la alta cámara.

Mientras seguía escuchando, interesado, sintió que alguien le tocaba en el hombro; al principio, aquel gesto importuno le molestó, pero al oír las palabras que alguien pronunciaba a su espalda, Jon-Joras se volvió y se olvidó en el acto de Henners y su poético y picaresco relato.

—Esa muchacha es una bribonzuela, ¿verdad?

Entonces advirtió que se trataba del viejo Trond, cuyo rostro se veía enrojecido por las llamaradas de la fogata. El anciano estaba seguro de que el muchacho sabía de quién le hablaba.

—¿Quién es esa muchacha? —repitió Trond, con voz susurrante.

Y haciendo un gesto con la cabeza, indicó al muchacho que le siguiera.

Jon-Joras se levantó y se fue tras él. Cuando por fin se detuvieron, aún se oía la voz de Henners, pero ya no se captaban sus palabras. La luna llena y gibosa resplandecía en el cielo estrellado, iluminando el amplio calvero donde se levantaba el campamento de los ladrones.

—¿Quién es esa joven? —insistió Trond, al tiempo que ambos se sentaban sobre el tronco musgoso de un árbol derribado por una tormenta. Y prosiguió, sin esperar la respuesta—: Ella pretende que vos la estáis siguiendo.

Una sorda indignación se apoderó del muchacho.

—¿Ella dice eso? Pues sabed que es todo lo contrario —afirmó con fuerza.

Entonces contó al viejo Trond cómo habían sucedido las cosas; cómo la había encontrado por primera vez entre la muchedumbre amotinada ante el palacio de justicia de Peramis cuando el perro cazador había sido declarado culpable de la muerte del caballero; cómo él había tratado de ayudarla cuando yacía en el suelo desvanecida, y cómo ella, al recobrar el sentido, le había rechazado rabiosamente y había escapado…

—Nuestro primer encuentro fue puramente casual; ella no me conocía ni yo tampoco a ella. Pero la segunda vez…

Jon-Joras no dijo más. Tuvo la impresión de que había dicho demasiado. ¿Acaso Trond y cualquiera de sus compañeros sabían algo acerca del castillo de los Kar-chee y de lo que en él sucedía? Suponiendo que no supieran nada, el muchacho tampoco deseaba que se enteraran. Tras una breve reflexión, prosiguió a regañadientes:

—La segunda vez que la vi fue en la selva, cuando yo estaba perdido tras alejarme de las gentes con quienes iba, y después de lo cual me capturaron los perros cazadores. ¿Quién iba a imaginar que la volvería a encontrar merodeando por la selva? Y en esta segunda ocasión, yo…

—Vos os interpusisteis nuevamente en su camino —dijo Trond, asintiendo con la cabeza, sin expresión alguna—. Nuevamente.

La noche era calurosa, pero el muchacho no lo advertía con la emoción que le embargaba al recordar aquellas escenas.

—Todo esto puede pareceros una rara coincidencia —dijo como para defenderse—, pero habéis de tener presente que soy un extramundano, un forastero… Además, ¿cómo podía adivinar yo que ella y vos estaríais cabalgando juntos precisamente en aquellos momentos?

—Bueno, bueno —dijo Trond, alargando la última palabra—. Lo que os digo no es más que lo que ella me dijo. Por mi parte, podría pensar muchísimas cosas que quizá fueran verdad…, si quisiera, pero no quiero. Y el porqué os lo diré ahora mismo: porque esta muchacha es una bribonzuela, y como dice el refrán…

Sin embargo, en aquellos instantes, Jon-Joras no quería saber lo que decía el refrán o la copla. Sujetó la rodilla de Trond y preguntó:

—¿Quién es ella, quién?

—Su nombre es Lora —repuso Trond.

—¿Lora? No, no significa nada.

—Quizá os diga algo el nombre de su amo.

—¿Su amo?

Trond asintió con un gesto. Su pipa hizo un ruido de gorgoteo.

—Sí, un hombre alto y delgado, de aspecto horroroso. Se llama Hue.

La voz del poeta Henners se perdió en la noche en medio de los gritos de júbilo y los aplausos. Jon-Joras, aturdido, preguntó:

—Pero, ¿por qué me odia? Comprendo que su amo me odie, pero ella…

Trond dejó escapar algo así como un gruñido o una risa ahogada.

—No os rompáis la cabeza. ¿Por qué no habría de odiaros? Vos sois un extramundano, ¿no es así? Entonces todo está claro: tanto para Hue como para la muchacha si vosotros, todos vosotros no hubierais venido aquí para cazar, el sistema se habría desmoronado. ¿Que os odia? Lo extraño sería lo contrario, creedlo.

Jon-Joras tuvo la visión de aquella figura espantosa y desmadejada, de una rigidez sobrenatural, husmeando por las salas, las murallas y los parapetos del negro castillo en ruinas de los Kar-chee. Le parecía oír los feroces rugidos del dragón en el foso donde lo adiestraban sus atormentadores: el enemigo de Hue se preparaba para lanzarse contra los demás enemigos de Hue. Una vez más, veía la figura del maniquí, que esta vez no era ya ningún maniquí, sino él mismo, Jon-Joras, atado de pies y manos y luego zarandeado y destrozado vivo bajo las dentelladas y los zarpazos del monstruo; oía los gritos de los forajidos:

—¡Así acaban los traidores y los espías!

—No deben atraparme —dijo Jon-Joras, en tono resuelto—. No caeré otra vez en sus garras. Nunca más.

El viejo Trond abrió su bocaza e hizo un gesto con la mano.

—No temáis por eso —dijo—. Vos nos resultaréis mucho más provechoso si os devolvemos a cualquiera de los Estados, a condición, claro está —añadió, arqueando las cejas—, de que recordéis bien lo que prometisteis acerca de nuestros gastos.

Jon-Joras le aseguró que cumpliría fielmente su promesa.

—Jetro Yi, el representante de la compañía de caza, dispone de fondos más que suficientes para indemnizaros con creces.

Trond se levantó, se estiró, y tras bostezar, dijo:

—Está bien, os devolveremos a vuestro Estado. —Pero de pronto, pareció ocurrírsele una idea, y, poniendo su mano en el hombro de Jon-Joras, se inclinó y le dijo quedamente—: ¿Conocéis a uno de nuestros hombres llamado Thorm, un tipo corpulento y de ojos redondos y azules que no sabe escandir los versos? No lo conocéis, claro. Bueno, lo que quiero deciros es que tengáis cuidado con él. ¡Ojo con él! Y ahora, volvamos junto al fuego, que la noche empieza a refrescar.

La luna seguía vagando en el firmamento, mientras una ligera bruma esfumaba los árboles que había en torno al calvero. El efecto era luminoso y fantasmagórico.

—Thorm —repetía Jon-Joras—. ¿Por qué debo cuidarme de ese hombre si no le conozco en absoluto? ¿Acaso él me conoce?

—No, a vos no os conoce —dijo Trond—, pero conoce a Lora.

Jon-Joras reconoció de inmediato a Thorm cuando, al regresar junto al fuego, el hombre se adelantó y, mirándole despreciativamente, escupió al suelo; después se agachó para recoger el grumo hecho con la tierra y se lo arrojó a la cara.

—Bien, bien —dijo Henners, en tono de agradable sorpresa—. Esto es un honor para vos, joven huésped. Vos no podéis apreciarlo quizá, pero realmente son muy contadas las veces en que concedemos el honor de participar en un duelo, arrostrando todas sus consecuencias, a quienes no pertenecen a nuestro selecto grupo. Y ciertamente, ello no suele ocurrir tan pronto como en esta ocasión. Tal vez, haya quien no esté de acuerdo con ello —dijo, al tiempo que miraba a los demás asistentes a la escena.

Trond replicó, a modo de respuesta:

—En efecto, el hecho no es corriente. Podríamos considerarlo como una innovación.

Sus palabras levantaron un murmullo de aprobación.

—Eso sería tanto como componer versos blancos —dijo una voz desaprobadora.

Pero otro de los asistentes declaró:

—Yo me inclinaría a tolerar el duelo. Los versos de nuestro huésped eran francamente aceptables, de modo que, ¿por qué no permitirle recoger el desafío? Propongo que se ponga a votación. Que los que estén de acuerdo alcen la mano.

Los votos afirmativos superaron a los negativos.

—Muy bien —dijo Henners, imparcialmente—. De acuerdo, entonces, siempre y cuando nuestro huésped acepte batirse contra el que lo ha desafiado. —Y dirigiéndose a Jon-Joras—: ¿Aceptáis, aceptáis el duelo y cuanto ello implica?

Jon-Joras tenía deseos de negarse al duelo, pero fue incapaz de decir que no y preguntó si no había ninguna otra alternativa.

Henners carraspeó, frunciendo el ceño:

—En verdad, he de deciros que la otra alternativa os resultaría muy desagradable, y no os aconsejo que lo hagáis. Seguid el consejo de un poeta y aceptad el desafío.

Jon-Joras asintió, saludado por los aplausos jubilosos de la concurrencia.

El espacio quedó despejado, trajeron dos cuchillos y uno fue entregado a Thorm y el otro a Jon-Joras. Hubo ciertos preliminares rituales, pero el muchacho no los oyó. Tenía la sangre helada y maldecía el día de su nacimiento y el de su raza. ¡Cuchillos! ¡Duelos! ¡Combates! ¿Qué sabía él de esas cosas? En su mundo no existía más peligro que el de luchar a brazo partido.

—¡Vamos! —gritaron un centenar de gargantas—. ¡A pelear!

Thorm avanzó como si representara una danza e inmediatamente Jon-Joras recordó una posición muy popular en el colegio. Sintiendo que el cuchillo no le era familiar en las manos, sino que más bien le impedía moverse con holgura, optó por colocárselo entre los dientes, y luego, casi automáticamente y sin vacilar, se lanzó hacia adelante, tomó a su adversario por el tobillo derecho y tiró hacia sí.

La muchedumbre, incluido un hombre que en aquel instante afilaba el extremo de un largo palo, lanzó un grito de satisfacción.

Thorm rodó por el suelo, y Jon-Joras soltó el tobillo y trató de sujetarlo por los hombros. Sin embargo, Thorm, que llevaba el cuchillo en la mano, le lanzó una cuchillada; Jon-Joras la esquivó, pero notó que el arma le daba en un costado. De pronto, no sintió dolor alguno, sino una especie de amarga extrañeza.

Continuaron peleando furiosamente; Jon-Joras había logrado la primera caída de su adversario, pero éste había conseguido la primera cuchillada y la primera sangre; como quiera que el duelo se libraba a muerte, la ventaja era, en definitiva, para este último. Una cosa quedaba patente: Jon-Joras no debía preocuparse de los hombros de su adversario sino de la mano que sostenía el mortífero cuchillo… Lo que siguió fue una verdadera pesadilla. El cuerpo a cuerpo, el olor del sudor, el miedo, el temblor, el debatirse para cuidarse del cuchillo con la mirada siempre fija en la mano que lo llevaba, el arma sangrienta que una y otra vez iba tiñéndose de más sangre…

Thorm acababa de quedar al descubierto y Jon-Joras saltó sobre él; casi le había tomado la muñeca de la mano que sostenía el cuchillo, cuando notó que su pie tropezaba contra una piedra, trató de desviarla y fue entonces cuando Thorm aprovechó para sujetarlo y zarandearlo violentamente hacia atrás. Después se enderezó y estuvo a punto de sujetar la peligrosa muñeca; acabaron por encontrarse frente a frente, medio agachados, medio arrodillados, imposibilitados para moverse. Bruscamente, Jon-Joras se sacudió y aferrando con fuerza a Thorm por las manos y las piernas, lo fue empujando contra el fuego, en el que cayó de espaldas. Pronto llegó hasta su nariz el olor de la túnica chamuscada; y el grito de su adversario lo estremeció.

Jon-Joras estaba como loco, totalmente anonadado; lo único que recordaba era —en medio del repentino silencio— el cuchillo clavado en la espalda de Thorm, que no pronunció palabra al doblarse y dejarse caer con todo su peso en los brazos de Jon-Joras, el cual, con su ropa en llamas, retrocedió titubeando…

En seguida fue tomado por unos cuantos testigos del duelo y atendido. Su ropa encendida le fue quitada rápidamente del cuerpo sangrante, en tanto unas voces gritaban:

—¡Toma! ¡Toma!

Los miró sin saber de qué hablaban.

—¿Toma, qué? —preguntó, estupefacto.

Como respuesta, alguien arrancó el cuchillo de la espalda de Thorm (el cuerpo yacía donde había caído, de espaldas, con los ojos desencajados mirando al cielo estrellado y la boca abierta como en una indecible sorpresa), rasgó la túnica del muerto, le arrancó la camisa, le rajó la pálida piel del pecho de una cuchillada, metió la mano por el amplio boquete y la sacó al cabo de unos segundos llena de algo de un color rojo oscuro y chorreando sangre. En seguida el corazón de Thorm fue ensartado en un largo palo, y alguien lo entregó a Jon-Joras.

El muchacho, como atontado, preguntó:

—¿Qué voy hacer con esto?

Hubo exclamaciones de asombro. Luego, el hombre que había estado afilando la punta del palo dijo:

—¿Qué hacer con esto? ¿Qué otra cosa podéis hacer con el corazón de vuestro enemigo, sino asarlo y comerlo?

Con el cuerpo helado y volviendo los ojos, Jon-Joras sostenía aquel corazón lo más lejos que podía, tratando de desprenderse de él.

—No —dijo—, no… no… no puedo…

—¿No podéis? Pero, ¿por qué no?

Hizo un esfuerzo para contestar:

—Eso… va… en contra de mis costumbres.

Finalmente, Henners rompió el enojoso silencio. Tomó el palo con el corazón ensartado y lo apartó de la vista de Jon-Joras.

—Bueno, si no puede, no puede, y se acabó —dijo—. Uno debe respetar siempre las costumbres de los demás. Pero…, bueno…, en tal caso, todo cuanto puedo decirte es que tú acabas de perder a un maldito buen hombre.

VII

A la noche siguiente, Jon-Joras y sus dos guías se encontraban con la llamada tribu de los hombres del río o piragüeros, con quienes hicieron trato para que aquellos individuos patizambos y de piel rojiza, de pequeña estatura, los llevasen río abajo hasta Peramis. La ligera embarcación llevada por cuatro remeros navegó durante toda la noche; sin embargo, tan pronto como el alba despuntó, los barqueros la llevaron hasta una pequeña ensenada disimulada entre la maleza de la orilla derecha, la ataron al tronco de un árbol, y, tras cubrirla con unas ramas, todos se echaron a dormir sobre la hierba.

Al despertar, los hombres del río pescaron unos cuantos peces que asaron allí mismo. Trond seguía rascándose como siempre, mientras Henners se lavaba cuidadosamente la cara y el torso en la misma orilla del río. Antes de reanudar el viaje, los piragüeros contaron sus canaletes; por lo visto, no se fiaban de los poetas-ladrones.

Así transcurrieron las horas, sin novedad alguna, en aquel segundo día de navegación por el río. Jon-Joras sabía ya lo que los dos hombres que le acompañaban esperaban de él; lo desembarcarían en algún punto cercano al norte de Peramis, desde donde los hombres del río enviarían un mensaje a Jetro Yi para que el representante de la compañía de caza acudiera con el dinero necesario para sufragar los famosos «gastos». Jon-Joras había prometido, asimismo, no decir nada hasta que hubiera transcurrido el tiempo suficiente para que los que le acompañaban (y vigilaban) estuviesen lejos y a salvo. Todo parecía suceder tal y como lo había dispuesto.

El muchacho se sentía con algo de fiebre; su cuerpo y su mente se hallaban algo revueltos; los días y las noches transcurrían como un sueño más bien pasivo y sin importancia, pero en su interior continuaban latentes aquellas horribles visiones, como agazapadas en lo más recóndito de su alma.

Jon-Joras no estaba totalmente seguro de cuántos días y cuántas noches habían pasado (aunque sin duda serían menos de los que creía). A medida que avanzaban, sentía la fuerte fragancia de las altas hierbas y el aroma resinoso de las ramas perennes, que llegaban de las orillas del río. Trond y Henners hablaban en este momento de Lora y de los intentos de la muchacha para obligarles a emprender una acción ofensiva contra las tribus nómadas. Luego, volvieron a enfrascarse en sus eternos asuntos poéticos, recitando viejos versos o comparando las excelencias de las coplas, los tercetos y los cuartetos…, bajo las miradas recelosas de los pequeños hombres del río. Los cuatro piragüeros remaban en cadencia, tratando de captar las palabras o entender lo que decían aquellos extraños viajeros.

La noche había vuelto a cerrarse; el cristal del río palpitaba, bajo la luz anaranjada de la luna, como una inmensa alfombra de rizosas y entrelazadas lentejuelas. Y volvió a amanecer, repitiéndose las ya clásicas escenas: el descanso de los barqueros, la pesca, el asar los peces y comerlos y de nuevo a navegar río abajo…

Una noche más, la cual parecía transcurrir con la misma tranquilidad que las anteriores. De pronto, los ocupantes de la piragua divisaron las sombras de unas barcas que avanzaban hacia ellos; las embarcaciones maniobraron de golpe y rodearon por entero la piragua:

—¡Rendíos! ¡Rendíos! ¡Rendíos! —gritaron unas voces a su alrededor.

Trond blasfemó, Henners se desprendió de su túnica y, lleno de ira, se lanzó de cabeza al río, mientras los remeros saltaban atropelladamente al agua, tratando de escapar y de ganar la orilla a nado. Pero en este mismo momento, una flecha llegó zumbando y se clavó en el hombro de uno de los piragüeros.

—Esto es sólo un primer aviso —soltó una voz en medio de aquella noche hostil—. También llevamos fusiles. ¡Rendíos! —Y la voz agregó, para mayor formalidad—: En nombre de su Sublime Serenidad el presidente de Drogue, mantenedor de la paz del río.

—Nos entregamos —exclamó Trond, hoscamente.

Todos estaban tomados ya a los bordes de la piragua, intentando subir de nuevo a ella. Jon-Joras no se había movido durante toda aquella escena.

Por fin, los que se habían zambullido regresaron a la piragua, menos Henners. Al herido le tendieron en el fondo de la embarcación, mientras los tres remeros restantes recibían la orden de seguir adelante, custodiados por las embarcaciones de las fuerzas fluviales de Drogue, que acababan de aprehenderlos. Los canaletes se movieron en silencio, un silencio roto por los gritos de los que se habían lanzado en persecución de Henners, al parecer sin éxito alguno, pues al poco rato la embarcación de los perseguidores volvía a unirse al resto de la flotilla.

Al cabo de un par de horas llegaron a un desembarcadero iluminado con algunas lámparas que se movían al viento nocturno. Jon-Joras salió entonces por completo de aquel sopor que le embargara durante todo el viaje. Ahora observaba a los hombres que, tras haber saltado con ligereza de las embarcaciones, le rodeaban. Por lo visto, en Drogue no sólo los duelos se hacían en serio: sus fuerzas armadas, con sus uniformes bien cortados y adornados con insignias de oro y carmesí, contrastaban mucho con los soldados de Peramis y su vestimenta de burda tela de lana de color verdoso y grisáceo.

—Quedáis detenidos —anunció un oficial, con cara de pocos amigos—. Anotaré en mi parte que os rendisteis al segundo aviso.

Entonces preguntó y averiguó sus nombres, y prosiguió:

—El llamado Henners, que consiguió escapar, queda acusado en rebeldía de robo, de lesa majestad y sedición.

Y dirigiéndose al viejo Trond, que aún tiritaba debajo de su ropa calada, añadió:

—Por vuestra presencia junto a Henners en esta noche, se os considera culpable de complicidad con criminales.

—Puedo presentar un centenar de testigos que jurarán que no me encontraba cerca de Drogue con Henners —exclamó Trond, con increíble desparpajo—. El extramundano nada tiene que ver en este asunto —afirmó—. Estaba perdido, y nosotros lo guiábamos y llevábamos de regreso a su territorio de Peramis, eso es todo.

No obstante, sin hacer caso alguno de las protestas del anciano, el oficial continuó:

—Vos, el llamado Jon-Joras, quedáis acusado de complicidad con los criminales por hallaros junto al llamado Trond.

Jon-Joras exclamó:

—¿Hasta dónde pretendéis llevar esta estupidez?

El oficial, que se había marchado gesticulando, dio media vuelta y ladró:

—La infección nunca acaba —y prosiguió su camino.

Ya antes de haber hablado el oficial, las fuerzas fluviales de Drogue rodearon a Trond y Jon-Joras, atándoles los brazos por las muñecas y los codos. Tan pronto el oficial hubo pronunciado sus últimas palabras, los prisioneros fueron conducidos a marcha ligera, casi al trote, pese a todas sus protestas.

En cuanto a los piragüeros, el oficial ni tan siquiera se había dignado reparar en su presencia; habían permanecido de pie, tristes y cabizbajos, como si presintieran lo que se avecinaba. Se oyó el gruñido de un suboficial dando una orden: un par de hachas brillaron por los aires y los hombres del río se pusieron a gritar, lamentándose ante su piragua incendiada por los soldados.

Al llegar a la puerta de la cárcel, el subalcaide preguntó, sorprendido:

—¿Qué gente es ésa?

—Candidatos para Archie —fue la extraña respuesta del guardia que custodiaba a Jon-Joras y sus compañeros.

Finalmente, el subalcaide pulsó un botón que se encontraba detrás de él, y la gruesa puerta se abrió dejando paso a los prisioneros. Acto seguido tiró de una cuerda y se dejó oír una campana. Inmediatamente, un centenar de gargantas empezaron a organizar un fuerte griterío.

Entraron en una vasta estancia en la que, a la luz de una especie de linternas, se divisaban unos presos sucios moviéndose de un lugar a otro hasta apretujarse ante los dos recién llegados cuando éstos franquearon la estrecha puerta de barrotes de la celda.

—¡Carne fresca!

—¡Sangre nueva!

—¿Quiénes son?

—¿De qué se les acusa?

El alcaide salió de un cuchitril parecido a una perrera donde estaba tumbado, y apenas despabilado fue a tomar un pequeño registro tan mugriento como manoseado, dedicándose a inscribir en el mismo los datos relativos a los recién llegados, al tiempo que sacaba la lengua por uno de los lados de la boca. Terminada esta operación, los soldados se marcharon y los presos se echaron a dormir en su mayoría. Los pocos que quedaban rodearon a Jon-Joras y a Trond sin cesar de hacerles preguntas.

El lugar en que los habían metido, aunque bastante espacioso, apestaba terriblemente, al igual que los presos que los rodeaban, curiosos y excitados por la llegada de los nuevos. Trond los iba apartando de un modo no muy cortés, y tras echar un vistazo por entre aquellas sombras hediondas, preguntó:

—¿Dónde está el rincón de los poetas? ¿No hay ningún poeta por aquí?

Los que le rodeaban murmuraron; un hombre ya anciano y encorvado se dirigió hacia ellos, hasta que de pronto fue reconocido por Trond antes de que el anciano llegara junto a él:

—¡Serm! ¿Aún seguís aquí, pobre viejo?

El anciano tuvo un gesto de alegre sorpresa:

—Sí, aún estoy aquí… ¿Quién eres? No, no me lo digas: ¡eres Trond! ¡Cuánto me…! —El anciano se interrumpió: ¿quién se alegra al encontrarse con un amigo en la cárcel? Entonces preguntó—: Pero, ¿quién es este joven, que no lo conozco? Bueno, dame una rima, muchacho, con vuestro nombre como acróstico.

Jon-Joras, totalmente deprimido por cuanto veía a su alrededor, no pronunció una sola palabra, y los siguió hasta un rincón de la estancia que les servía de celda, junto a una ventana estrecha y desvencijada; en realidad, aquel rincón era mucho más limpio que todo el resto del lugar: había una tosca mesa, una silla rota, una jarra de agua y una capa de montar de color azul, pero muy gastada. Sólo estaban ellos tres en aquel rincón del anciano Serm. Trond preguntó con una mueca de disgusto:

—¿Éste es el llamado rincón de los poetas? No lo parece, que digamos, aunque comparado con el resto de la ratonera resulta palaciego —concedió—. Y según la tradición nos pertenece.

El viejo Serm asintió y dijo:

—En este rincón solía haber una flor en la jarra y un pajarillo en una jaula. Ambos murieron. —El anciano suspiró:

Seguro, la vida y la muerte

sólo pena y dolor han de traerte.

Cambiando bruscamente de tema, el anciano afirmó:

—Joven extramundano, mañana habéis de ver sin falta al presidente. Insistid en ello, ¿me entendéis? ¡Insistid en ello!

A continuación, entre gemidos y estertores, tomó un trozo de la capa e invitó a los recién llegados a compartirla y quedarse en el rincón de los poetas.

Cuando los rayos del sol hubieron penetrado a la mañana siguiente en la galería de la prisión, Jon-Joras siguió el consejo del viejo Serm y dijo al carcelero lo que deseaba.

—Queréis ver al hombre de la nariz peluda, ¿verdad? —preguntó el alcaide con una leve sonrisa. Largos años de constante relación con los presos le habían familiarizado con su jerga.

—Me he enterado de que tengo derecho a pedir audiencia ante el poderoso presidente para solicitar clemencia —declaró Jon-Joras.

El alcaide gruñó, al tiempo que se rascaba el vientre.

—Conque derechos tenemos, ¿eh?

—E insisto en hacer uso del que me asiste —afirmó Jon-Joras.

El alcaide bostezó y siguió rascándose. Se volvió de espaldas para ver cómo iba una jugada de dados que estaban realizando a su lado y, tras un prolongado silencio, soltó:

—Está bien; puesto que así lo deseáis, cursaré vuestra demanda; podéis estar seguro de que la haré llegar.

Y, realmente, el alcaide cumplió su palabra. Cierta tarde se acercó al muchacho y dijo:

—¡Eh, tú, camarada de Archie! Desnúdate y lava tu ropa andrajosa y tus costillas. Te abriré el lavabo, en él encontrarás leña para encender el fuego y unos tarros para hervir tus pulgas.

—Bueno, allá voy —respondió Jon-Joras, al tiempo que ya se desnudaba y tomaba la pequeña palada de brasas que el carcelero le tendía junto con un pedazo de jabón—. ¿Jabón también?

—Sí, para presentarse ante el hombre hay que oler bien.

Cuando por fin acabó se lavarse y tuvo su ropa seca, Jon-Joras se fue con los dos guardias que lo llevaban sujeto con una cuerda. Lo sacaron a la luz de las estrellas en la noche suave y perfumada. Una calesa aguardaba a la puerta de la cárcel con las ventanillas tapadas por unas cortinas negras. Los guardianes no se molestaron en pedirle excusas por atarle de pies y manos y amordazarle. No era la primera vez que Jon-Joras llegaba a la conclusión de que el disfrute de los derechos cívicos dejaba mucho que desear en la Ciudad-Estado de Drogue.

Por fin llegaron al palacio de su Suprema Serenidad el presidente. Tras recorrer innumerables pasillos y subir escaleras, entraron en una sala muy espaciosa y de aspecto solemne. Frente a la gran puerta de dos hojas, sobre unas gradas, estaba la silla, de momento no ocupada. Era una silla en verdad impresionante, parecida a un trono, como jamás se había visto en ningún lugar: alta, artísticamente labrada, dorada y guarnecida de almohadones de terciopelo y damasco. Jon-Joras pensó en la miseria que reinaba en la cárcel y en los olores hediondos que allí se respiraban; sintió náuseas, y un agrio sabor afluyó a su boca.

Los guardias se detuvieron y le quitaron la mordaza. El muchacho, acostumbrado a la sofisticada corte del rey Por-Paulo, contemplaba con ojos experimentados todo el ceremonial que acompañaba la entrada en la sala de su Suprema Serenidad el presidente, quien se dirigió a ocupar su puesto en la silla.

Roelorix III era un hombre fino y de vivas facciones, que debía contar cerca de cuarenta años. Se sentó y, moviendo hacia atrás sus pies calzados con finas zapatillas color púrpura, hizo unos gestos con las manos y la cabeza. Los guardias dieron un codazo a Jon-Joras.

Identificándose como el privado de su rey, el joven manifestó los motivos por los cuales se hallaba en el Mundo Principal…, la Tierra —se corrigió a sí mismo—, y prosiguió diciendo:

—Me dirijo a la poderosa presidencia para que se digne prestar atención a mis quejas.

El poderoso presidente, que parecía aburrirse sobremanera, en un tono algo cansino y algo cínico le invitó a continuar su relato.

Jon-Joras explicó cómo había presenciado la caza del dragón que el maestre cazador Roedeskant había abatido, cómo después había participado personalmente en una caza furtiva, y todo lo que posteriormente le había sucedido. El presidente se interesó de pronto por lo que Jon-Joras estaba relatando, y muy especialmente por los detalles acerca del viejo castillo de los Kar-chee y cuanto ocurría en su interior.

En realidad, Jon-Joras no podía ser más prolijo en detalles, aunque omitiera hablar del duelo a muerte con Thorm, puesto que no le parecía muy oportuno referir aquel percance, y además no estaba en disposición de ánimo para recordar aquellas escenas horripilantes.

—Los dos hombres pertenecientes a la nación denominada de los poetas —prosiguió— se ofrecieron a acompañarme y guiarme hasta regresar a Peramis, y ésta es la razón por la cual me hallaba con ellos. Esos son los hechos —concluyó Jon-Joras.

—Sin embargo —replicó el presidente, interviniendo por vez primera—, sin embargo, viajaban de noche y se escondían durante el día.

—Nunca vi la menor mala intención en ello —objetó Jon-Joras, tartamudeando.

Era cierto; el muchacho no había visto nada malo en aquel hecho. Y explicó:

—Era de noche cuando decidimos ponernos en camino, y me parecía lo más natural que descansáramos durante las horas del día. ¿Ocultarme? Francamente, no lo hacía. Más bien creo que consideré el hecho como una costumbre del lugar.

El presidente se levantó con tanta precipitación, que Jon-Joras casi no lo advirtió. Al tiempo que señalaba al acusado con el dedo, exclamó con voz clara y atropellada:

—¡Miente! No sólo se hizo cómplice de los ladrones, sino de los forajidos y los rebeldes (la peor calaña que pueda existir). Se ha condenado a sí mismo a través de sus propias imprecaciones, dando lugar a la sentencia que en nuestra calidad de alto magistrado pronuncio y habrá de cumplirse: queda condenado a la pena capital; atado de pies y manos, será colgado por los talones y después ballesteado.

Totalmente confundido, sin apenas tener tiempo de sentir ira o temor, Jon-Joras observó cómo el presidente abandonaba la sala a grandes zancadas. Apenas notó que le volvían a amordazar. Los guardias se lo llevaron.

Al enterarse de la condena de Jon-Joras, Trond hizo un gesto de rabia y dejó escapar un gruñido. El viejo Serm sintió remordimientos, reprochándose a sí mismo todo cuanto había sucedido.

—En mala hora tuve la idea —gemía— de ir a ver al narizotas. ¿Quién iba a imaginar tal desenlace? Es incomprensible, ¿verdad, Trond? Nunca se ha oído cosa semejante: ¡ballestear a un extramundano! ¿Qué te parece, Trond?

—Esta mala faena no hay quien la consienta —afirmó Trond con fuerza. Vehemente, agregó—: Muchacho, no te dejes amedrentar por estos tunantes; ha llegado la hora de tomar medidas desesperadas y las vamos a tomar ahora mismo, te lo digo yo.

El alcaide los miraba con cierta satisfacción melancólica, mientras se iba acercando.

—A veces vale la pena no insistir —observó.

Trond se encogió de hombros y soltó:

—Bueno, yo digo siempre que de todas maneras uno no debe vivir eternamente, ¿no es así?

—Cierto —asintió el alcaide.

—Yo venía diciendo al muchacho —explicó Trond con increíble naturalidad— que lo mejor es dejarse colgar tranquilamente por los pies y ofrecer un buen blanco a los arqueros. Así todo acaba pronto.

—Sí, eso mismo suelo aconsejar a los condenados —asintió el alcaide.

—Por consiguiente —propuso Trond—, lo que debemos hacer es ofrecerle un buen banquete de despedida, con lo mejor para comer y beber, ¿no le parece?

El alcaide arqueó la ceja derecha y movió su labio inferior, como entendiendo y confirmando las palabras de Trond. Luego hizo la clásica señal del dinero, frotando el pulgar con el índice:

—Y el dinero, ¿qué?

Trond se sacó un anillo de uno de los dedos y lo colocó en la palma de su mano derecha:

—¿Qué os parece? ¿Habrá bastante? —dijo, al tiempo que observaba al alcaide, cuyos ojos brillaron instantáneamente con codicia.

—Esto no os dará mucho; esos canallas de joyeros siempre se aprovechan. Pero algo es algo —agregó, sin dejar de mirar el anillo codiciosamente.

—Os darán bastante —afirmó Trond—. Vendedlo y quedaos con la mitad del dinero; con la otra mitad comprad lo que hace falta para el banquete de despedida; os aseguro que ha de sobrar. Tomad el anillo.

El alcaide lo tomó con ansia reprimida y suspiró hipócritamente:

—Es una pena, un anillo tan bonito…; es una verdadera pena, buen hombre… Está bien, está bien, contento de poder agradarles. No os preocupéis, que yo no he de quedarme nada… ¡No faltaría más! Ese dinero será sagrado para mí, tendréis todo cuanto necesitáis.

El anillo desapareció en uno de los bolsillos de su mugrienta guerrera. Trond le dio las gracias y volvió al lado de Jon-Joras:

—Vaya un pícaro —soltó con desprecio—; ¡no se guardará nada! Quiere decir que no se quedará con más de las dos terceras partes, ésa es la verdad.

Fue en este momento cuando Jon-Joras comenzó a tomar plena conciencia de su trágica situación. Sintió escalofríos por todo su cuerpo entumecido. Al fin dijo sordamente:

—Mirad, Trond, no quiero ninguna fiesta. Lo que quiero…

—Lo que queréis es salir de aquí. Está bien, no os apuréis, amigo —replicó Trond, palmeteándole la mano—. No tengáis miedo, que todo saldrá bien: el alcaide no podrá entregar la joya que lleva en cualquier tienda, pues, tan pronto como la vieran, los joyeros llamarían a la policía. Sólo puede venderla a quien yo sé; en Drogue sólo hay una persona que pueda comprar objetos robados y de ese valor: el viejo Boke, y antes de soltar un céntimo, el viejo Boke querrá conocer toda la historia de ese anillo. —Y, dando una palmadita en la mano helada de Jon-Joras, Trond aclaró—: El viejo Boke sacará el mejor provecho de la información; los poetas cuentan con buenos amigos en la ciudad. No temáis, que todo saldrá bien y no os pasará nada. Y esta noche dormid, sí, tranquilo, pero de un ojo…, sólo de un ojo —dijo Trond, sibilino.

Aquella noche Jon-Joras permaneció en vela. Se fue sumiendo en una especie de febril fantasmagoría a medida que el aceite de los candiles se gastaba y las tinieblas se enseñoreaban de la galería. Se sentía mal, completamente aturdido por aquella sucesión de acontecimientos dramáticos; el mareo que experimentaba le hacía pensar en cómo tendría que sentirse en medio de la plaza, cuando estuviera colgado boca abajo de la rama de un árbol, frente a sus verdugos; las cuerdas que le sujetaban los pies le quemaban la piel, y cualquier roce de su ropa le causaba la impresión de un dardo que se clavaba en su carne martirizada.

Después, de repente, el espejismo se desvaneció. Todo aquello no había sido más que un sueño: la huida del castillo de los Kar-chee, el duelo con Thorm, el largo viaje por el río, su captura y encarcelamiento: todo un sueño. Aún seguía en el castillo de los Kar-chee, y nada de lo que ocurrió después había sucedido. Sin embargo (y esto lo advertía con una espantosa certidumbre), todo aquello iba a suceder hasta en sus más mínimos detalles. Y él no podía evitarlo, todo había comenzado ya, y la prueba de ello residía en que nuevamente le llegaba el olor de las humeantes antorchas.

Con un gemido y un suspiro —de alivio más que nada—, puesto que resultaba mucho mejor vivir en la incertidumbre con Hue que estar bajo el peso de una condena a muerte, Jon-Joras levantó la cabeza para ver la luz de las antorchas que con toda seguridad había olido. Entonces se preguntó si realmente tendría que amoldarse al curso de los acontecimientos…, o bien si existía alguna posibilidad de escapar. Y, de pronto, todo en él se aclaró con viva luz: notaba un extraño ruido por encima de su cabeza. Un cambio en el ritmo de respiración de Trond y Serm le confirmó que algo extraordinario ocurría cerca de allí. Los dos se levantaron sigilosamente en medio de las tinieblas sin pronunciar una palabra. Alguien tomó a Jon-Joras por el brazo y después le tomó la mano, guiándole a través de la oscuridad, sin que el muchacho opusiera la más mínima resistencia… Notó una cuerda…, un trozo de madera…, más cuerda… Trond, tenía que ser Trond, que con aquellas manos suyas le empujaba hacia arriba. Se agarró a la escala de cuerda y empezó a trepar.

La puerta a la que al parecer estaba atada la escala de cuerda probablemente había sido proyectada para dar al pasillo de un piso superior que jamás había llegado a edificarse. Durante muchos años había quedado abierta al aire, pero, al transformar aquel caserón en una cárcel, la puerta había quedado cerrada y encalada como el resto de las paredes de la galería, cubriéndola el polvo y las telarañas.

La antorcha que Jon-Joras había olido ardía al final de la escala de cuerda. De pronto no acertó a divisar ni adivinar a quiénes pertenecían las caras de los que aguantaban la escalerilla. Uno tras otro, y acostumbrado como estaba a las tinieblas, pudo distinguir los semblantes de Trond y de Serm asomando al final de la escala de cuerda hasta reunirse con él. Entonces alguien cerró la puerta cuidadosamente, tras remontar la escala salvadora, y, habituado ya a la luz de la antorcha, Jon-Joras reprimió un grito de alegría al reconocerle:

—¡Henners!

Incluso en la oscuridad, apenas vulnerada por el hosco resplandor de la antorcha, a lo largo de todas las salas y galerías que iban atravesando sigilosamente, podían observar el más completo abandono. Las ventanas estaban cegadas con pequeños ladrillos, y los pocos muebles existentes, cojos y llenos de polvo, yacían de cualquier manera por los rincones. En cierto momento, Jon-Joras pisó el esqueleto de una rata; estremecido por aquel ruido, apresuró el paso.

Por último abandonaron aquellas largas y estrechas estancias para penetrar en una amplia y oscura galería, cuyas escaleras se sumían en las profundidades del suelo. A una señal de Henners se detuvieron para apagar la antorcha, y tras pisotearla, volvieron a bajar los peldaños de aquella galería subterránea, arrastrando los pies y tomados unos a otros para no caerse en medio de las tinieblas.

Las escaleras parecían interminables; por fin llegaron a un rellano, asimismo inacabable; por todas partes notaban la presencia de un muro. De pronto, todos contuvieron la respiración: alguien cruzaba por el otro extremo de la galería con una antorcha, como si fuera a cortarles el paso. La antorcha temblaba en su mano, y el que la llevaba gemía o canturreaba algo completamente inhumano, con una voz que heló la sangre de Jon-Joras. Al fin, aquella figura y aquella voz desaparecieron, perdiéndose en las tinieblas. El grupo siguió de nuevo adelante.

Tras interminables momentos en medio de las tinieblas, pareció que el suelo se volvía más rugoso y que se notaba algo de humedad. A los pocos segundos, Jon-Joras, al igual que el vagabundo de la leyenda, pudo ver las hermosas estrellas luciendo sobre su cabeza…

VIII

La indecible alegría y la estupefacción de Jetro Yi al encontrarse de nuevo con Jon-Joras desaparecieron tan pronto como éste comenzó su relato:

—Luego, ¿es verdad, es cierto lo que decían? Corrían rumores, y como comprenderás no les dábamos crédito. Pero, ¡qué horrible! ¡Resulta increíble! ¡Marcar a los dragones en mal sitio! ¡Madre mía! ¡Adiestrar a esas bestias para volverlas más astutas y feroces! ¡Eso es lo peor que uno pueda imaginar!

Jetro Yi, asombrado por lo que acababa de oír de boca de su amigo, lo llevó ante su jefe inmediato, el director de la agencia de la compañía de caza en Peramis, un tal Wills H’vor, hombre con mucha sangre fría, pero que empezó a palidecer y después a temblar a medida que Jon-Joras le contaba lo que había visto en la cueva de los dragones del viejo castillo de los Kar-chee. Los dientes de H’vor castañeteaban cuando el muchacho terminó su relato. Hizo un movimiento convulsivo y dejó escapar:

—¡Todos, to-to-todos noso-so-tros podemos morir! —Estaba claro que el director imaginaba ya las horrorosas escenas de aquella masacre general, y espetó—: ¿Cómo podemos asegurarnos de si los dragones están bien marcados o no? ¿Si están adiestrados o no?

—Es imposible saberlo —afirmó Jon-Joras—. Supongo que eso forma parte del plan de los bandidos perros cazadores.

No sentía ningún deseo de profundizar en el asunto ni de reprochar el odio rabioso de los forajidos, como tampoco la despiadada opresión por parte de los caballeros. Su brazo herido le dolía mucho, y se sentía hambriento y débil.

—Por favor, ponedme con la base de la Confederación —dijo—, y luego me parece que lo mejor será que vaya a ver a un médico.

Wills H’vor dio un empellón a Jetro Yi para que se moviera con más celeridad. La reacción instintiva y obsequiosa de éste no fue tan repugnante como en otras ocasiones, pues deseaba resultar agradable a Jon-Joras. Pidió inmediatamente la comunicación con la base de la Confederación.

Las voces resonaban y volvían a alejarse a través del comunicador electrónico. Jon-Joras estuvo un buen rato intentando comunicarse con algún superior suyo, hasta que por fin lo consiguió:

—El delegado Anse al aparato. ¿Quién habla?

Tal vez fuera ilusión suya (pues por décima vez quizá había pronunciado la frase: el privado del rey Por-Paulo de M. M. Beta), pero identificó la voz del delegado de la Galaxia, y sin preocuparse de nada más, comenzó a soltar cuanto tenía que decir. A veces tropezaba al decir las cosas, mas no por ello se interrumpió.

—Eso es todo cuanto tenía que contar de momento —terminó el joven.

La voz de Anse le pasó ciertas instrucciones:

—Ya concluiremos todo eso juntos… Veamos… Hoy es tercer día… Ya habéis perdido el ferry, y no habrá otro hasta el próximo primer día. Bueno, ahora mismo no puedo perder tiempo. Quizá pueda enviaros un transporte especial para trasladaros aquí.

Finalmente, optaron por dejar que Jon-Joras se repusiera bajo los cuidados de un médico y aguardara el día de partida del ferry del servicio regular del próximo primer día (por lo visto en el reino de Por-Paulo los días de la semana llevaban un número en lugar de nombre). En el pabellón existían instalaciones especiales que le ayudarían a restablecerse por completo.

—De todas maneras —concluyó el delegado Anse—, esta información no debe trascender fuera del círculo de Jetro Yi y H’vor. Ya me pondré en contacto con ellos. Y vos, tomaoslo con calma y curaos pronto.

Las heridas de Jon-Joras dejaron muy pronto de molestarle bajo los cuidados del médico Tu, licenciado de las famosas Facultades del planeta Maimón. Desde su cama, situada en un ala del pabellón, podía divisar a través de la fachada transparente las colinas que se extendían a lo lejos a ambas orillas del río. Sin solución de continuidad, al igual que en un calidoscopio, las escenas se sucedían ante sus ojos: la mansión de Aelorix, los jóvenes arqueros ejercitándose, el coro de los cazadores a bordo del aerodeslizador que los llevaba a la caza furtiva del dragón…; los momentos inauditos en los que fracasaron todas las tentativas para distraer la atención del viejo dragón…; el nuevo encuentro con Lora en el bosque…; el ladrido de los perros; el túnel mohoso…; el castillo de los Kar-chee…; el adiestramiento del feroz animal, y la sangre…, y todas las escenas y acontecimientos que habían comenzado con su huida del foso de los dragones…; el duelo con Thorm y aquel largo viaje por el río hasta caer en la prisión y enfrentarse con el rostro frío e impasible del presidente de Drogue.

Paulatinamente estas imágenes desaparecieron hasta ser sustituidas por recuerdos mucho más agradables: el patio central del colegio con su parterre de terciopelo verde azulado; los muchachos criticando a uno de sus compañeros, de cabello oscuro y mirada recelosa…

Después, poco a poco, todo esto fue desvaneciéndose también. Jon-Joras seguía recostado en su cama, viendo cómo la tarde se desmoronaba bajo el peso de la noche. El astro rey pareció vacilar en el horizonte y de pronto desapareció detrás de las colinas.

Al acostarse, cuando se hubieron llevado la última bandeja de la cena, Jon-Joras tuvo la impresión de que estaba perdiendo conciencia. No obedecía a una repentina emoción ni a un proceso más lento de languidez, sino que desaparecía poco a poco del mundo de los sentidos.

En su semiinconsciencia creyó revivir una escena sombría de la selva. Pensó como en un sueño que si miraba detenidamente podría ver lo que acechaba detrás de los árboles antes de que la escena se desvaneciera. «Me sujetaré a la barandilla de esta cama —pensó— con todas mis fuerzas y la sujetaré sin dejarla escapar; si encuentro mis manos en alguna otra parte sabré que estuve inconsciente…»

De todas maneras lo que debía saber le parecía trascendental. Y así lo supo, cuando encontró sus manos sujetas a la colcha que había sentido escapar. Tuvo que ser entonces cuando el hombre penetró en la habitación y se lo llevó sin él oponer resistencia alguna.

—Perro cazador, perro cazador —murmuró Jon-Joras. Pero estaba equivocado.

—Debería haberle dado muerte cuando se encontraba en mis manos —gritó Aelorix con la boca torcida, cual si fuera un arco— y haberle enterrado bajo el estiércol del establo.

Aturdido, Jon-Joras dijo:

—Yo he visto morir a vuestro hijo. Murió en mis brazos. Él…

—Al menos él murió con honra. Tarde o temprano, de una manera u otra, todos acabamos por encontrar al dragón. El suyo era un dragón repugnante y feroz. ¡Una fiera fabricada por el hombre!

La voz del aristócrata se apagaba en su garganta, y su rostro mostraba un disgusto posiblemente mayor que la ofensa o la rabia.

Jon-Joras protestó:

—Pero yo nada tuve que ver en ello. Yo mismo podía haber muerto. No comprendo, no comprendo —su mirada angustiada se clavó en el hombre que le había traído allí—. Y, verdaderamente, no lo comprendo. Vos… ¡Vos no formáis parte de los caballeros! ¿Por qué hacéis esto?

Aelorix exclamó, con una leve sonrisa:

—¡Ah, os pasáis de listo, me habéis llamado perro cazador! Esa es precisamente una de vuestras equivocaciones. Yo no soy ni un perro cazador ni tampoco un caballero. Posiblemente no lo sepáis todo acerca de este lugar. Es natural; así pues, os lo explicaré y os lo pondré todo en claro. Ya sabéis cómo nos llama ese loco que anda cavando entre las ruinas, ¿no? Nos llama «plebe». Por lo tanto, somos unos plebeyos, pero por favor, ¡no nos hagáis perros cazadores! Otros prefieren llamarnos «granjeros libres»; sin embargo, nosotros no queremos granjas, ni cavar patatas, ni nada de todo eso…

No obstante, Jon-Joras lo escuchaba en cierto modo para poder calibrar la burda lógica carente de sentido de Aelorix. Mas era un hecho que la mayoría de los plebeyos aprobaban por completo el sistema de caza. Lo hacían naturalmente debido a los empleos que ello les proporcionaba, por el color que aportaba a aquellos días tan tristes de antaño; también lo hacían por simple costumbre y asimismo, por considerarse superiores a los llamados perros cazadores, con quienes se enfrentaban. Y porque así se aliaban a los caballeros a quienes envidiaban y con quienes, al fin y al cabo, se identificaban.

Las cosas eran así de complejas y así de sencillas.

Jon-Joras se esforzaba en vano en exponer a su airado interlocutor el plan de los forajidos para marcar engañosamente a los cachorros de los dragones y adiestrarlos, a fin de convertirlos en unas fieras astutas y feroces; tarde o temprano, de una manera o de otra —afirmó—, aquello conduciría a la destrucción de toda la gente, incluidos los mismos forajidos. Se esforzó en vano en señalar que él no se inclinaba por ningún bando, que la gente de Hue le había capturado e intentado asesinar.

—En cuanto a lo primero que acabáis de decir —contestó hoscamente Aelorix—, ya sabemos cómo cuidarnos. Y en cuanto a lo segundo, sólo diré que es una lástima que no os mataran. Pero, no tengáis cuidado, que ya nos encargaremos de ello nosotros —soltó en tono amenazador.

—¿Por qué, por qué?

Jon-Joras se dio cuenta en el acto que sus protestas no servían de nada; allí no había razonamiento ni juego limpio de ninguna clase. Aelorix creía que los forajidos deseaban que sus planes se dieran a conocer y que Jon-Joras no hacía sino cumplir con el encargo que le confiaran. Por consiguiente —según Aelorix—, el joven estaba de parte de los forajidos capitaneados por Hue, convirtiéndose él mismo en blanco de la ira de los caballeros y sus chacales.

Había más: cuando antes de la caza furtiva, al llegar a casa de Aelorix como huésped distinguido, aquél le había explicado que no dependía ni quería depender de la compañía de caza, sólo se refería al aspecto estrictamente financiero, pues cualquier caballero dependía de la compañía por cuanto el sistema de caza estaba vinculado con el comercio extramundano, y los caballeros, como clase, dependían del sistema. Incluso la limitada libertad de la que gozaba Aelorix no dejaba de ser una excepción.

—¿Acaso imagináis que no sé lo que perseguís? —replicó insolentemente, antes de gritar—: ¡Extramundanos! ¡Cobardes! ¡Que no sois más que un atajo de cobardes! Al menor indicio de peligro, jamás volverían a reaparecer sobre la Tierra, y a nosotros que nos zurzan, ¿verdad?

Luego, al descansar, jadeante, en medio de la noche se dejó oír un grito sordo, algo así como una llamada inquieta y llena de melancolía: el grito de un dragón en celo, en busca de la hembra.

Preocupado como estaba, Jon-Joras sintió por primera vez la sensación que debía experimentar aquella bestia, predestinada a morir para satisfacer con su tormentosa agonía los afanes deportistas de otra especie, cuando lo que el pobre dragón perseguía no era sino encontrar su pareja y cumplimentar la unión que la naturaleza exigía en aquellas lejanas tinieblas.

Al oír el bramido del dragón, los ojos de Aelorix y de sus servidores se volvieron hacia el exterior; permanecieron quietos unos segundos y se dirigieron de nuevo hacia el prisionero. Todo parecía indicar que la compasión no entraba en sus planes, fueren cuales fuesen. El anfitrión de antaño y sus hombres empezaron a enseñar los dientes.

—Ahí está —dijo Aelorix.

Jon-Joras notó una picazón por todo el cuerpo.

—Tarde o temprano —prosiguió Aelorix sordamente—, de una manera o de otra, todos nos encontramos con nuestro dragón. ¿Lo oís? ¡Ése es el vuestro!

IX

Las palabras finales de Aelorix a su antiguo huésped y ahora prisionero suyo, no fueron pronunciadas. Pero no hizo falta pronunciarlas. Su dolor y amargura por la muerte de su hijo menor le llevaban a culpar a Jon-Joras. En su locura, pensaba: «¿Por qué mi hijo y no él? ¿Por qué debe vivir, si mi hijo está muerto?».

El alba estaba a punto de despuntar. Casi todo el cielo continuaba sumido en las tinieblas, pero por el este, las nubes empezaban a teñirse de rosa. Todo estaba en calma, todo estaba frío cuando lo trasladaron del pequeño pabellón a la selva cercana. Aelorix no profirió una palabra más después de la escena anterior; sin embargo, su grupo de miserables estranguladores no hacía más que blasfemar y carraspear y quejarse del frío y el miedo que sentían. A ambos lados del sendero que seguían, las gotas de rocío hacían en la brumosa sombra de la selva.

—¿Os doy un soplo, señor? —preguntó uno de los hombres.

Aelorix asintió con un gesto. Entonces el hombre metió la mano en el saco que llevaba al costado y al extraer una pequeña botella soltó una blasfemia; volvió a introducir la mano en el saco y esta vez extrajo una especie de instrumento de madera y corteza de árbol que se llevó inmediatamente a los labios. Sus mejillas se hincharon: si Jon-Joras no hubiera mirado al hombre como lo estaba haciendo, nunca habría creído que aquel grito no procedía de la boca de un dragón.

Las tristes y tiernas notas se perdieron a lo lejos en el aire cargado de humedad. Todos escucharon sin moverse. De momento no se oyó nada tras aquellas notas, pero al poco rato por la parte derecha y desde una distancia que a Jon-Joras le pareció muy remota, llegó lo que casi semejaba al eco más profundo de aquel grito. Los hombres movieron sus cabezas afirmativamente.

—Es él —dijeron—. No se ha movido mucho durante la noche.

El hombre que se encontraba tras Jon-Joras le dio un empujón.

—Prepárate para el golpe —advirtió.

Continuaron internándose en la selva hasta llegar a un lugar que formaba una especie de vasto calvero cubierto de una hierba que llegaba hasta la cintura y en el que se divisaba algún que otro árbol bajo. Nuevamente captaron el bramido del dragón. Una y otra vez hicieron sonar el instrumento, imitando el grito de la hembra. El animal respondía e iba aproximándose.

Todos se detuvieron al llegar al centro del calvero.

—Tú sigue adelante —ordenó uno de los hombres, pinchando al muchacho en los riñones con la boca del fusil—, y no intentes escapar, pues de lo contrario… —el hombre imitó el chasquido de la bala—. Sigue avanzando hasta que venga el dragón; cuando te encuentres con él, te mueves lo que te dé la gana. Si tienes suerte y buenas piernas, quizá logres escapar… —Y el individuo, retrocedió, dejando a Jon-Joras solo.

El muchacho volvió la cabeza y vio cómo sus verdugos retrocedían rápidamente a reunirse con el resto de la banda. Después, se giró de nuevo para observar el bosque que se encontraba frente a él. Las piernas le flaqueaban, pero rechazó el impulso de huir. Tras un prolongado momento, que se le antojó un siglo, la llamada de la hembra resonó otra vez a sus espaldas, contestada por el dragón macho, que ahora avanzaba hacia Jon-Joras.

El viento del oeste movió las ramas del árbol que se hallaba tras él, luego las de otro. Su corazón latía desesperadamente y su cabeza se volvió con rapidez al observar que lo segundo en moverse ya no era un árbol…

Un largo cuello giraba de un lado a otro; los ojos lanzaban destellos amarillos y verdes; a continuación, el gigantesco cuerpo saltó hacia adelante, mientras la bocaza de la bestia se abría para lanzar el eterno grito del celo…

En ese preciso momento, algo inesperado sucedió: un dragón bramó por la parte de atrás, pero ya no era la fingida y sumisa voz del dragón hembra de antes, sino la de otro macho, la de un dragón desafiante y retador. Instantáneamente, con las pisadas de la fiera, subió por el aire el vaho amargo del rastro del macho. Jon-Joras sintió cómo se le retorcían las entrañas: «¡Atrapado! ¡Por delante y por detrás! ¡Atrapado!».

El dragón visible rugía su amargura, y Jon-Joras lo observaba con espanto.

Detrás de él no había ningún dragón macho, como tampoco ninguna hembra: los bramidos de uno y de otra provenían de la misma fuente, del pequeño instrumento de madera y corteza. Y el olor a sudor de dragón venía de la botella que estaba en la misma bolsa.

¡Atrapados! ¡Engañados! Él y el dragón, los dos frente a frente…

Pero el dragón no lo sabía, no podía saberlo. En su pequeño y oscuro cerebro, ahora confundido por los gritos que escuchara, sólo había lugar para unas respuestas instintivas: una hembra, ¡ve hacia ella! Un macho: también la querrá, ¡mátale!

La bestia abandonó la maleza y empezó a cruzar el calvero a un trote pesado, lanzando adelante su lengua bifurcada, con la que palpaba el aire…, un aire en el cual el propio olor de Jon-Joras se mezclaba con el del «otro». El rastro humano se mezclaba ahora de manera inextricable en el cerebro de la bestia con el de su rival sexual y enemigo.

El dragón no conocía el ardid, pero el hombre, sí. Y el hombre razonaba, el hombre recordaba, en aquel momento, lo que le había dicho Hue en el castillo de los Kar-chee: que el torpe cerebro de la gran bestia estaba dominado por una mala orientación, por un instinto erróneo.

Ahora, Aelorix y sus sicarios no contaban con ningún instrumento de caza, salvo el fusil. No llevaban ojeadores ni banda de música, ni arqueros ni portaestandartes. Lo único que ahora empleaban no era otra cosa que la llamada artificial del instrumento y la atracción del olor procedente de las glándulas almizclares de algún otro dragón muerto. Eso es lo que llevaban.

Jon-Joras sólo podía contar con su mente.

De nuevo el viento le trajo el agrio olor y la llamada del macho. El dragón que venía hacia Jon-Joras se detuvo unos segundos, un estremecimiento de rabia sacudió sus poderosos músculos bajo su piel verdinegra; sus nodulosos carrillos empezaron a hincharse con furia; bramaba y silbaba, y se lanzó hacia el muchacho.

Todos esperaban que Jon-Joras, presa de pánico, echara a correr: «Si tienes suerte y buenas piernas», había dicho el hombre del fusil.

Pero ningún ser humano podía correr con la suficiente rapidez como para escapar de un dragón furioso. Mucho antes de que pudiera llegar al dudoso refugio del bosque, el dragón lo habría alcanzado y destrozado con sus zarpas y sus fauces.

En consecuencia, sólo quedaba el ardid; el juego no había terminado…

Jon-Joras no actuó ni mucho menos según las normas imaginadas por sus verdugos. Sus piernas seguían flaqueándole, pero ahora movía con suavidad los brazos y, colocándolos por encima de su cabeza, trató de sacarse el camisón que le habían cedido en el hospital y que era su única vestimenta al ser raptado por Aelorix y sus hombres. Sus brazos tocaban las ramas superiores del árbol bajo el que se hallaba, y lo que hizo fue atar el camisón a aquellas ramas. Las mangas quedaron al aire, hinchadas y movidas por el viento de un lado a otro, como si representaran una danza a voluntad del mismo.

Jon-Joras no sabía con certeza si los ojos relucientes, ora verdes ora amarillos, de la bestia verían aquel señuelo. Sin embargo, el dragón empezó a rugir en el preciso momento en que Jon-Joras se agachaba entre la hierba que le llegaba hasta el pecho desnudo y que ahora le cubría enteramente el cuerpo y la cabeza.

Caminó lentamente. Las rodillas le temblaban y el sudor le chorreaba por todo el cuerpo; reprimiendo los violentos latidos de su corazón, se internó entre las altas hierbas hasta alcanzar un punto desde donde divisaba los movimientos de la fiera. No se molestó en averiguar lo que sucedía, cuando sintió que el suelo retumbaba como una piel de tambor y el ruido crecía y se aproximaba. Confiando en la flaqueza de cerebro del monstruo, en que no se apartaría de su camino y se lanzaría sobre el camisón que hacía de señuelo, Jon-Joras siguió avanzando por el calvero.

A los hombres que se escondían entre los árboles pudo parecerles que el muchacho se había desvanecido después de atar su camisón a la rama. ¿Se darían cuenta de su estratagema? ¿Sospecharían la dirección que había tomado? Posiblemente imaginaran que, de no haber desfallecido, estaría tomando el camino más corto para salir del calvero, el que tomaba ahora.

En este caso, tal vez se dividieran para rodearle y hacerle frente. Sin embargo, no podían moverse rápidamente sin correr el riesgo de exponerse a la vista del dragón, y resultaría lento desplazarse por el bosque.

El sol estaba ya a la suficiente altura como para que Jon-Joras sintiera el calor de sus rayos en la parte del cuerpo que llevaba descubierta. Sin levantar la cabeza ni los hombros, Jon-Joras, guardando el paso que llevaba, comenzó a girar y a caminar en dirección al sol. No podía verlo, pero sintió al dragón cuando pasaba bramando a su izquierda; el muchacho continuó su camino. ¡La bestia no le había advertido! ¡No se había dado cuenta de su presencia!

Estaba casi seguro de que había visto el camisón, ya que el animal se detuvo de pronto y Jon-Joras oyó cómo aplastaba al árbol y (por lo menos así se le antojó) el ruido de la tela al desgarrarse.

Siguió caminando; el sol calentaba sus hombros desnudos. De repente, notó que el sol desaparecía; la tierra estaba húmeda y la sombra le cubría: acababa de penetrar en la selva. ¡Estaba a salvo!

Volvió la cabeza sin dejar de caminar: a lo lejos, un dragón llamaba, pero no pudo averiguar si era verdadero o falso.

Tan pronto como se internó en la selva después de que el dragón se lanzara contra el señuelo en medio del calvero, Jon-Joras se sintió peor que antes por hallarse totalmente desnudo. Sin embargo, en todo lo demás se sentía mucho mejor, y había recobrado las esperanzas de salir con vida de aquel horrible trance. Por una parte, sólo se encontraba a una jornada de camino a pie de la ciudad en lugar de a un día de vuelo. Por otra, si se encontrara de nuevo entre los perros cazadores, esta vez podría contar con su ayuda en lugar de ser capturado.

Pero, más que nada, se hallaba mucho mejor y más tranquilo por la experiencia que había adquirido. Estaba donde estaba y de la manera en que se encontraba, no por haber huido atolondradamente de una escena que en ningún modo había provocado, sino por haber sabido esquivar el peligro con inteligencia y ponerse a salvo.

Jon-Joras se hallaba desnudo como cuando su madre lo dio a luz; estaba solo, y de un lado tenía a una bestia salvaje y de otro a los hombres que querían quitarle la vida. Sin embargo, para su propio asombro y satisfacción, ya no sentía miedo.

Continuaba caminando en medio de la nítida y suave fragancia de la selva. Un fina criatura gris, cuyo nombre desconocía, se detuvo en su camino de ascenso por un árbol inclinado y lo contempló con curiosidad.

—Donde fueres, haz lo que vieres —dijo Jon-Joras en voz alta.

Siguió al animalillo que trepaba por el árbol, y desde su copa miró a su alrededor.

Las ropas del doctor Cannatin le quedaban más bien estrechas, y la bebida que le sirvió para reconfortarle estaba demasiado caliente y amarga, pero Jon-Joras no se quejó. Cuando su joven conocido salió del bosque, dando saltos de alegría al ver el campamento del arqueólogo, éste apenas se había extrañado al verlo desnudo.

—En Grimaldi Gamma —explicó después—, donde he realizado la mayor parte de mi labor, la gente anda siempre desnuda.

Mientras el muchacho recuperaba fuerzas, el doctor Cannatin iba enseñándole sus hallazgos.

—Tres tiestos y media botella de vidrio no deben parecerte gran cosa —dijo—, sobre todo al cabo de tres semanas de duras excavaciones. Sin embargo, puedo asegurarte que el valor de…

—No hay mucha arqueología de la que hablar en M. M. Beta —observó Jon-Joras.

—Cierto, esto es lo que me dice la gente. Por eso me pregunto cómo pueden arreglárselas para vivir allí.

El muchacho optó por sonreír, pues aquello más que cansarle le aburría un poco. Pero su anfitrión seguía con sus cosas, explicándole que aquella botella de medicina no era nada muy especial ni raro. Por el contrario, se hallaba bastante a menudo para certificar con su sola presencia la fecha a la cual se remontaban los demás objetos.

—Sin embargo —prosiguió el doctor Cannatin—, todavía no estamos seguros del nombre de la medicina que estas botellas encerraban. El insigne profesor Hrospard Uu —sin duda habrás leído su Tentative Glottochronology of the Ichthyopophagous Peoples of Alghol— afirma que se llamaba «colacola», mientras que el doctor Pix, un hombre bastante extraño, insiste en que la forma adecuada es «co-co-co».

En este preciso momento el arqueólogo se dio cuenta con cierto desagrado que un aerodeslizador había hecho su aparición zumbando por encima del campamento y se disponía a tomar tierra a un centenar de metros de allí.

—Ya tenemos de nuevo aquí a estos tipos importunos —soltó contrariado, al tiempo que varios hombres salían del aparato—. Ese individuo gordo ya ha estado aquí dos veces esta mañana, diciendo no sé qué tonterías acerca de algo. Por lo visto vienen de ese maldito lugar, supongo yo, donde no existe arqueología alguna. ¡Hay que ver cómo viven estas gentes! —espetó Cannatin, mientras Jon-Joras se levantaba de golpe y se dirigía hacia el aparato.

Al oír y luego divisar el aerodeslizador, el muchacho se había sobresaltado; pero no pensaba que los que iban en él fueran Aelorix y sus hombres, aunque tampoco era imposible. Se tranquilizó muy pronto: nadie se atrevería a atacarlo en presencia de un arqueólogo de la Confederación. Acto seguido salieron los pasajeros del aerodeslizador…

El gordo continuaba de pie, mientras Jon-Joras iba acercándose. Su rostro se mostraba ceñudo, atento, pero todo parecía indicar que se contenía para permanecer impasible. Una especie de angustia embargó al muchacho al ver aquel rostro tan severo: quizá no había sabido cumplir debidamente su misión, realizar las tareas encomendadas; sin embargo, se había portado muy bien y había salido airoso de todos los peligros. De manera que irguió la cabeza y siguió avanzando…

La expresión de la cara del gordo se quebró como una máscara de porcelana. Dio unos pasos adelante y aferró a Jon-Joras entre sus brazos.

—¡Mi rey y señor! —exclamó Jon-Joras.

El delegado Anse, que acompañaba al rey Por-Paulo, era una persona delgada, de pequeña estatura y correcta, cuyo cabello estaba cortado con la típica coronilla que solían llevar los de su continente natal.

—Habéis realizado una magnífica labor, privado, y os felicito por haber sido elegido como consejero principal —dijo Anse.

Por-Paulo asintió bastante distraídamente, mientras observaba con expresión afectuosa a su subordinado. Sin embargo, a Jon-Joras las últimas palabras del delegado Anse, por muy agradables que fueran, no dejaron de asombrarle: ¡consejero principal! Es preciso aclarar que Por-Paulo era uno de los cien miembros del famoso «Gabinete de sombras» de la Confederación, elegido entre más de un millar de soberanos.

Tan pronto como estuvo al corriente de la situación que le había expuesto el delegado Anse, el rey Por-Paulo dijo:

—El principal asunto del cual habrá que ocuparse de ahora en adelante es éste.

Jon-Joras se permitió advertir a su soberano:

—En estos momentos la cacería no podrá llevarse a cabo, pues resultaría demasiado peligrosa.

—¡Al cuerno la cacería! —exclamó Por-Paulo—. ¿Imagináis que os he enviado aquí para convertiros en el empleado de una zona acotada? Lo que en verdad deseo, mi intención, es ésta: mi cargo expira dentro de catorce meses y no tengo el propósito de asumir ningún otro. He cumplido con mi deber, pero ya estoy harto de todas estas cosas. Es como vivir en medio de una inmoralidad glorificada y presiento que me vería oprimido otra vez y acabaría despellejado como un grano de uva. No; he tenido la oportunidad de que me ofrecieran realizar una labor mucho más importante para la Confederación en otros mundos menos poblados, y la voy a aceptar. —Y Por-Paulo prosiguió—: Tengo el privilegio de poder escoger a mi ayudante, y deseaba que fuerais vos. Sois la persona más valiosa que jamás haya tenido a mi servicio, pero deseaba asegurarme antes de elegiros, por lo cual os di la oportunidad de probar quién erais realmente. Por eso mismo, cuando llegaron hasta mí los rumores de cómo iban las cosas en el viejo Mundo Principal, y cuando el consejo confidencial me encargó ocuparme de este asunto, opté por enviaros a vos. Y tenía razón, no me equivoqué.

Preguntó a Jon-Joras si aceptaría cursar estudios durante un año en un colegio superior que estaba promoviéndose ex profeso. El joven asintió, agradecido. Aquello le convenía y coincidía con sus propias ambiciones. Podría conocer otros mundos, otras gentes, nuevas cosas y nuevas emociones. ¿Qué más podía pedir?

—Pero, ¿y qué hacemos con los problemas de aquí? —preguntó a su vez Jon-Joras—. Pues algo hay que hacer.

—¿Tenéis alguna sugerencia después de todo cuanto habéis visto? —inquirió Anse.

Desde luego, Jon-Joras las tenía.

—En primer lugar, habría que establecer un reglamento prohibiendo cualquier tipo de caza durante un período de diez años como mínimo —dijo—, hasta que la totalidad de los dragones mal señalados mueran. En realidad lo mejor sería, a mi juicio, no confiar por entero en esta medida, sino enviar algunas expediciones de exterminio con armas pesadas y acabar sencillamente con todos los huevos no incubados (ya que los dragones, siendo enormes lagartos, no son mamíferos). Ya veremos cuál es la mejor solución una vez que nos encontremos en la zona de los dragones. De todas maneras —prosiguió Jon-Joras—, diez años sin caza y sin dinero representarían un buen castigo para nuestros amigos los caballeros. Algunos de ellos, por supuesto, se arruinarían. Pero les estaría muy bien, no queda duda.

La voz del muchacho se volvió más sorda al continuar:

—Considero que habría que prestar una atención muy especial tanto a Aelorix como al poderoso payaso y presidente de Drogue.

—Pero, ¿y el resto del problema? —intervino Por-Paulo—. ¿Qué hacemos con los llamados perros cazadores y su sed de mayor libertad y de más tierras?

El delegado Anse habría deseado responder personalmente a esta última pregunta; sin embargo, no se le ocurría nada positivo y optó por preguntar a Jon-Joras:

—A vos qué os parece, ¿tenéis alguna idea al respecto?

—Sí —contestó—; es cierto que a lo largo de este río las cosas no van muy bien, y pensando en ello me he preguntado más de una vez qué podía haber más allá de este valle, más allá de los montes que lo encierran. Semejante pregunta me la hice ya en el salón del pabellón cuando estuve contemplando el mapamundi. ¿Qué es lo que puede haber más allá de este valle? Sólo puede existir la selva, y más allá de la selva las praderas y luego las montañas. De esta forma, detrás de las montañas es posible que se extienda un desierto. ¿Y al otro lado del mismo…?

—Al otro lado del desierto hay más bosques, más llanuras, más ríos y nuevas montañas, como en esta parte —manifestó Por-Paulo.

Sin embargo, nadie vivía en aquellas tierras; estaban deshabitadas desde la última invasión de los Kar-chee y el exterminio de la raza humana bajo su dominio, o quizá antes, cuando el viejo planeta Tierra se vio barrido de sus enjambres de habitantes por la gran emigración hacia las estrellas.

—El problema no radica ni mucho menos en una superpoblación de esta zona —dijo Jon-Joras—, puesto que en ella podría vivir una población muchas veces superior a la actual. La verdad es que los caballeros la mantienen baldía en su mayor extensión como reserva natural para los dragones. Y por otra parte, las praderas son el feudo de las tribus nómadas.

El delegado Anse declaró a su vez:

—Una prohibición de la caza durante diez años, difícilmente podría establecerse y ser respetada. Un cambio social tan brusco y draconiano como el que acarrearía la veda perpetua de la caza sería difícilmente aceptado por los habitantes de esta zona.

Jon-Joras movió la cabeza y repuso:

—No pretendo que esta parte del continente se convierta en una tierra de hambre, sino que mi proposición tiende a trasladar a sus habitantes (y no todos, ni en especial a los cazadores) a un lugar donde exista tierra suficiente y quizá más. Si mal no recuerdo, antaño hubo grandes migraciones en el Mundo Principal. Ignoro por qué razones no se han producido en nuestra época, aunque creo que no es tan difícil adivinarlo: por el temor a los dragones en la selva; tal vez sea ésta la causa principal, pero también está el temor a los nómadas enemigos, y el miedo a las grandes montañas y los desiertos… Sin embargo, todas esas dificultades pueden superarse, deben superarse —afirmó con fuerza Jon-Joras. Y prosiguió—: Eso entra en nuestras posibilidades. Todos aquellos que no se sientan satisfechos con las cosas tal y como ahora discurren en el interior de las Ciudades-Estado (y son muchísimos) pueden ser trasladados más allá de las montañas y del desierto. Creo que en caso de necesidad podríamos obligarles a probar esa solución, y más tarde nos lo agradecerían. Pero para ello debemos ayudarles. Nosotros podemos hacerlo, la Confederación puede ayudarles a establecerse en las nuevas tierras. No obstante, sólo a quienes quieran asentarse realmente de un modo definitivo y distinto, sin haciendas, sin caza y sin clases. Quienes quieran seguir con las cosas tal como aquí están, pueden permanecer en este lugar.

Por-Paulo y el delegado guardaron silencio unos segundos, reflexionando.

—No veo la razón de no hacerlo —intervino finalmente el delegado Anse.

—En efecto, podría resultar —asintió Por-Paulo a su vez. Y agregó—: Ahora mejor será que os procuremos vestiduras más decentes que las que lleváis puestas para celebrar este acontecimiento con lo mejor que pueda proporcionar Peramis. Nos quedan muchas cosas por hacer, y…

—Las haremos —afirmó Jon-Joras—. Bueno, vengan los vestidos; pero nuestra celebración tendrá que demorarse un poco. Exactamente no sé cuánto durará mi ausencia: debo encontrar a alguien antes de hacer cualquier otra cosa.

A Por-Paulo no parecían agradarle mucho estas palabras, pero su disgusto dejó paso en seguida a una sonrisa.

—¿Alguna muchacha? —preguntó.

—Sí —dijo Jon-Joras—. Una muchacha.