Ya no existe la calle del Pozo Santo, ni sus pintorescas y antiguas casas de chapa y yeso, de salientes aleros y desigual altura. Lo mismo le ocurre al viejo teatro Olímpico y a la posada del Sol Naciente. Nadie podría decir hoy dónde estuvo el viejo pozo santo que diera su nombre a la calle, y ningún espíritu sería capaz de vagar por la sólida y moderna estructura de la Australia House.
Pero en 1893, cuando levantó tanto alboroto la inexplicable muerte de Rufus Hopkins, no sólo en los adyacentes Wych Street y Clare Market, sino a lo largo y lo ancho de toda Inglaterra, los sombríos parajes de San Clemente Danes parecían los más apropiados para que sucediesen tales cosas; y se creyó con toda razón que aquel asunto encerraba un siniestro misterio que aún no se ha desvelado en nuestros tiempos.
El señor Hopkins, en la época de su muerte, contaba algo más de cincuenta años y era uno de los muchos vendedores de libros que habían hecho que se diera a la calle del Pozo Santo el sobrenombre de Carrera de los Libreros. Poseía una pequeña tienda del siglo XVIII con puerta de arco, sobre la que había unas habitaciones artesonadas donde vivía con su familia, compuesta por su esposa y dos hijos adultos.
En la investigación que siguió, las declaraciones prestadas por estas personas y por otros vecinos que habían conocido al difunto pusieron de manifiesto que el señor Hopkins no había padecido en ningún momento de su vida trastornos nerviosos ni aberraciones mentales. El negocio de librería, aunque de pequeño volumen, era sin embargo bastante firme y daba lo suficiente para atender a las necesidades de la familia. Teniendo en cuenta estas circunstancias, no existían razones para pensar que el señor Hopkins se hubiera convertido de pronto en presa de las más inquietantes fantasías, ni para que una mañana fuera encontrado súbitamente muerto.
La tienda había pertenecido a su padre, y con él empezó a trabajar Rufus Hopkins desde que abandonó la escuela, haciendo recados, catalogando las compras y llevando el diario. Luego, al ganar experiencia, atendía a las ventas y vigilaba los puestos de Petticoat Lane y Caledonian Market. Durante más de treinta y cinco años estuvo vendiendo libros en la calle del Pozo Santo, y a través de los cuarterones de vidrio de la ventana solía observar las cabezas que se inclinaban sobre los puestos del exterior, donde vendía libros a dos peniques.
En vez de leer, solía sentarse a observar los rostros de los transeúntes. Era una distracción que jamás le cansaba. Era incalculable la cantidad de seres humanos que curioseaban constantemente en los puestos de libros a dos, cuatro y seis peniques. Entre ellos acudían eruditos en busca de algún raro ejemplar que colmara sus deseos literarios, escolares en busca de alguna ocasión, personas ilustradas a la búsqueda de las primeras ediciones del Paraíso perdido o los incunables de Aldus, o simplemente paseantes ociosos.
Las caras eran siempre distintas y cuando alguna de ellas se repetía, Hopkins la reconocía inmediatamente, aunque hubiesen transcurrido años desde su última visita. A veces veía a un hombre buscando algún ejemplar curioso, precisamente el mismo que conociera hacía muchos años de muchacho, interesándose por el Tucídides de Bohn. El librero jamás olvidaba, y por ello llegó a ser un viejo conocido suyo un hombre alto y moreno que examinaba los títulos de los libros con gran detenimiento.
No se trataba de un hombre joven, según podía ver Hopkins; iba vestido con un largo gabán negro abotonado hasta el cuello y tocado con un sombrero de ala ancha descolorido por el tiempo. El librero no podía verle nunca la cara con claridad, ya que al estar inclinado sobre el escaparate, su sombrero le ocultaba las facciones. Pero Hopkins tenía la impresión de que el rostro de aquel hombre era alargado y enjuto, igual que su figura, estirada y añosa.
Nada más empezar a trabajar con su padre, Hopkins lo vio por primera vez, y, desde entonces, aquel hombre se presentaba dos veces al año para buscar entre los libros baratos. En ocasiones llevaba libros bajo el brazo, pero en todos aquellos años no compró un solo ejemplar, ni de dos peniques, de la tienda de Hopkins, como tampoco se le ocurrió preguntar dentro de la librería por el objeto de su búsqueda, si es que en verdad buscaba algo.
Por ello, el librero se preguntaba frecuentemente por qué aquel hombre, a quien conocía desde hacía tanto tiempo, jamás había preguntado por nada dentro de su tienda. Hopkins lo achacaba a su pobreza, considerando que de no estar el libro que buscaba incluido entre los ejemplares baratos, no podría adquirirlo.
Al señor Hopkins le encantaban los misterios y aquel hombre alto y de gabán negro constituía sin duda alguna un misterio. Principalmente porque nunca se presentaba en pleno día, sino de noche, poco después de encenderse los faroles, y además, porque lo hacía dos veces al año: en junio y en octubre. Tuvieron que pasar muchos años para que el señor Hopkins notara que los días eran siempre los mismos: el 21 de junio y el 31 de octubre, y sólo algún tiempo después cayó en la cuenta que la primera fecha correspondía al solsticio de verano y la segunda a la víspera de Todos los Santos.
«Resulta curioso», reflexionaba. Pensó que en aquellas fechas era cuando percibiría sus ingresos económicos aquel hombre, pero al señor Hopkins le seguía extrañando que la segunda paga la recibiera en octubre y no por Navidad.
Si bien el señor Hopkins no estaba exento de impulsos románticos, eran tantos y tan diversos los tipos que observaba diariamente desde su ventana, que ya estaba acostumbrado a pasar por alto sus sentimientos concernientes al aspecto patético de algunos de los que rebuscaban entre los libros de dos y cuatro peniques. Y así transcurrieron muchos años antes de que al señor Hopkins se le ocurriera la idea de preguntarle a aquel hombre si podía ayudarle a encontrar el libro que buscaba. Lo único que contenía al librero de abordar a su solitario visitante era el considerarle, después de todo, como a un cliente más, y también el hecho de observar en él la manifiesta timidez que frecuentemente acompaña a la pobreza.
Pero una vez tomada la decisión, Rufus Hopkins experimentó una gran ansiedad a que llegara la fecha deseada: el 31 de octubre. Decidió que preguntaría a aquel hombre lo que buscaba, y luego, para el próximo junio, cuando le viera venir por la calle, depositaría el libro (fuera cual fuese su precio) en el escaparate de a dos peniques, de forma que el cliente pudiera verlo. Hopkins sentía gran amargura interior por haber esperado tanto tiempo para mostrarse generoso. Le hostigaba un leve remordimiento al pensar que el libro que buscaba aquel hombre podía haber estado arrinconado en uno de sus estantes interiores al precio de un chelín, ¡el mismo libro que durante tantos años había estado buscando ávidamente aquel pobre anciano!
«Rufus —se dijo a sí mismo—, te estás haciendo duro de corazón a medida que envejeces.»
Y así llegó a la decisión de que si encontraba el libro que buscaba aquel anciano lo compraría a cualquier precio.
Todos aquellos que hayan planeado esta clase de pequeñas y felices estratagemas, sorpresas o como se les quiera llamar, comprenderán la ansiedad con que Rufus esperaba la vigilia de Todos los Santos. Así pues, pronto empezó a temer que no se presentara aquel hombre, o que ese año eligiera otro día en que él no estuviera en su tienda. Abrigaba una docena de fantásticos temores que le impidieran ejecutar su buena acción.
Pero la noche en cuestión —una noche oscura y lluviosa—, justamente antes de las ocho, el anciano se presentó ante el escaparate. Rufus apenas podía contener la impaciencia para permitir a aquel hombre que rebuscara entre los libros.
Desde junio, Hopkins había instalado en la puerta de su tienda una luz de arco para facilitar el comercio nocturno, y ahora, bajo su resplandor blanco y azul, la pobreza de aquel hombre resultaba más patente. Su gabán estaba zurcido y remendado y el gran sombrero negro aparecía cubierto de mugre. Era alto, pero patéticamente encorvado, y se acercó a los libros con un paso que denotaba cansancio y desesperación.
Rufus le observó desde la ventana con la ansiedad de un gato, temeroso a que aquel hombre le descubriera y se sintiera cohibido. Pero tenía la cabeza inclinada hacia los libros y el ala del sombrero ocultaba su rostro.
Sus largos y blancos dedos revolvieron los libros una y otra vez, hasta que la encorvada figura se dispuso a marchar de allí. Era el momento largamente esperado. Hopkins, tragando saliva con inexplicable nerviosismo, abrió la puerta de par en par y con tal violencia, que hizo enloquecer la campanilla tintineando y agitándose desenfrenadamente en su fleje curvo.
Hablando más tarde del asunto, Rufus le dijo aquella misma noche a su mujer que, cuando se acercó a la alta figura del anciano, de pronto experimentó un inexplicable disgusto hacia todo aquello y sintió un intenso deseo de dejarle marchar. Pero el momentáneo recuerdo de sus buenas intenciones le hizo vencer su timidez y entonces dio un golpecito en el brazo de aquel hombre.
—Discúlpeme —le dijo.
El anciano se volvió, y Rufus quedó mudo al ver su viejo y patético rostro. Durante un buen rato se quedó contemplando aquel demacrado semblante, sin acordarse de lo que iba a hacer. Por fin, dijo:
—Discúlpeme, señor; pero le he visto a usted tan a menudo buscar entre los libros, que pensé que tal vez podría ayudarle si desea alguno en particular.
Los febriles ojos del anciano parecieron arder dentro de sus órbitas mientras el librero decía aquello. Luego, respondió:
—Gracias, pero…, bueno, yo sólo puedo comprar libros baratos.
Hopkins dejó escapar una risita nerviosa.
—Bueno —dijo con una jocosidad que no sentía—, después de todo, entre los amantes de los libros existe cierta camaradería, y yo tengo dentro docenas de ellos.
Mientras decía esto, le agarró por el brazo y ambos entraron en la tienda, donde Hopkins le ofreció una silla.
—Tome asiento. Nadie vendrá ahora.
El anciano se sentó en la silla emitiendo un suspiro y plegó las blancas manos sobre la empuñadura de su bastón.
—Y ahora —se apresuró a preguntar Hopkins, frotándose las manos—, veamos qué podemos hacer.
El anciano esbozó una sonrisa y echó una mirada a su alrededor.
—Esto no ha cambiado mucho —dijo.
Rufus, que en aquel momento iba a tomar la escalera, se volvió bruscamente.
—¿Quiere decir que ha estado usted aquí anteriormente?
—Sí, hace muchos años.
El librero asintió con la cabeza.
—¡Ya lo creo! —exclamó—. Yo diría que no fue en mis tiempos. Y llevo aquí treinta y cinco años.
—No —repuso el anciano—. Fue antes de que usted viniera.
Hopkins, sujetando la escalera con una mano, hizo un movimiento amplio con la otra para señalar sus existencias.
—Y ahora dígame cómo se llama el libro que busca.
Aguardó mientras el anciano consultaba un librito de notas.
—El título es Domus Vitae —respondió—. Fue escrito por un inglés llamado Edward Chardell y publicado por los Van Epp.
—¿De Amsterdam?
—Sí. ¿Lo conoce usted?
—No —dijo Hopkins—, nunca oí hablar de él; pero conozco a los hermanos Van Epp.
El anciano sacudió la cabeza.
—Me lo temía —respondió, y se puso en pie para marcharse.
—Espere un poco —dijo Rufus—. El catálogo no está hecho sólo por mí. También participa en ello mi ayudante y yo no conozco todos los libros que hay aquí.
Estuvo buscando afanosamente en sus estantes durante unos minutos.
—Parece que no lo tenemos —dijo, volviéndose hacia su visitante.
—Sí. Ya imaginaba que no lo tendría. Es un libro muy raro.
El librero descendió de la escalera de mano y se acercó a su pequeña mesa de despacho.
—Tomaré nota de ello —dijo—. Nunca se sabe.
Escribió en su libro de notas, leyendo en voz alta:
—Domus Vitae, de Edward Chardell. Publicado por Van Epp, Amsterdam. ¿Qué año?
—Mil setecientos cincuenta y tres.
El librero apuntó la fecha.
—Es un libro pequeño —dijo el anciano—, en dozavo… y los veinticuatro ejemplares impresos fueron encuadernados por los propios Van Epp. Así pues, podrá usted encontrarlo en su encuadernación original de vitela, con las armas de Lord Edward Sempiter, protector de Chardell, grabadas en oro sobre su portada.
—¡Sempiter! —exclamó Rufus, arqueando las cejas al oír ese nombre.
—¿Sabe usted algo de él?
Hopkins meneó la cabeza.
—No mucho. Únicamente que era miembro del club del Fuego del Infierno, en cuyas memorias se habla de la perversidad de Sempiter.
Se hizo un profundo silencio y Rufus levantó la vista de su escritura para encontrarse con la mirada de fuego de aquel hombre clavada fijamente en él.
—No era perversidad. Era desprecio, si usted lo prefiere, hacia los ruines convencionalismos y prejuicios…, ¡pero no perversidad!
Rufus cerró su libro.
—Buscaré ese libro de Chardell —dijo—. ¿Está en inglés?
—No todo; parte de él está escrito en latín.
—Comprendo. Y ahora, señor…
El anciano miró al librero antes de responderle, y, según aseguró Hopkins después a su esposa, empezó a pronunciar un nombre que comenzaba por «Ch»; luego, sacudió la cabeza y dijo:
—Sempiter.
Rufus miró el anciano, como preguntándose si habría oído bien, pero su visitante asintió con la cabeza.
—En efecto, Sempiter. Lord Edward Sempiter fue mí… fue un antepasado mío.
Hopkins anotó en su libro: «31 de octubre de 1892. El señor Sempiter se interesó por Domus Vitae, de Edward Chardell».
Desde su mesa, preguntó:
—Señor Sempiter (y al decir esto, pareció cruzarse una fugaz sonrisa por aquel blanco rostro), se me ocurre pensar que a lo mejor encontramos ese libro, faltándole la portada y el título. ¿Podría usted darme una idea de su contenido a fin de reconocerlo mejor?
Y al llegar aquí, pareció también que el señor Sempiter iba a decir algo y luego cambió de opinión, porque comenzó diciendo:
—Chardell me dijo… —y continuó—: Quiero decir que Chardell asegura en su libro que la vida es inmortal, no tanto en el tiempo como en la esencia. Este libro, La casa de la vida, se publicó cuando Chardell yacía agonizante, y en él están contenidos los resultados de los experimentos e investigaciones cuidadosamente realizados a lo largo de toda una vida. Dice —explicó el anciano— que la vida existe fuera e independientemente de la creación, e independiente también de los accidentes llamados nacimiento o muerte. Alega que la vida (por lo cual él entiende conciencia y volición) puede instalarse, y de hecho así ocurre, en los objetos tanto animados como inanimados. En una casa, un libro.
Rufus sacudió la cabeza.
—¿Lo duda usted? —preguntó el anciano.
—No. Sólo estaba reflexionando.
—Por ejemplo —continuó Sempiter—, ¿cree usted en lo que comúnmente se denomina fantasmas?
—Nunca he visto ninguno —dijo Rufus.
—¿No? Pues eso es un fantasma. El paso de la conciencia desde un objeto animado a otro inanimado; una simple alteración del locus, eso es todo. Yo estoy sorprendido, sin embargo, de que no haya aquí un espectro.
—¿Aquí? —preguntó Rufus, inquieto.
—Sí, en la calle del Pozo Santo, número 20… ¿Ha oído hablar de Digby Gascoigne, amigo de Byron?
—Sí. Tengo aquí sus poemas —dijo el librero, volviéndose hacia un estante que tenía tras él—. Aquí están.
Tomó un delgado volumen de tafilete verde y se lo entregó a Sempiter, quien lo abrió y comenzó a leer en voz alta:
A quienes por lograr lo mejor nos hemos esforzado,
en sueños, maldades y tonadas,
el crepúsculo ahora nos encuentra oprimidos,
obsesionados con recuerdos de felicidad pasada.
Henos aquí en silencio, cruzadas las manos,
en silencio, sobre la última cresta solitaria
de un temporal océano;
reflexionando en torno a luchas, heridas abiertas
y perspectivas adversas de eternidad.
Henos aquí, quienes compartimos los pensamientos,
igual que compartimos los alimentos.
—¡Oh, sí, cuán propio es esto de Gascoigne! —comentó el anciano—. Me pregunto por qué no ha vuelto, con tanto que dejó sin terminar y por qué se iría tan fugazmente.
Rufus no dijo nada, y el anciano preguntó:
—¿Ha leído usted esos versos?
—Una o dos veces.
Meneó la cabeza dubitativo.
—¿Y no le ha sentido nunca junto a usted?
—No —respondió el librero, un poco inseguro—. ¿Por qué tendría que sentirlo?
—Sepa que murió aquí —dijo Sempiter—. Se ahorcó en esta tienda.
Se levantó trabajosamente de su silla, y Rufus, para cambiar tan desagradable tema, dijo:
—Señor Sempiter, encontraré su libro, aunque tenga que preguntar a todos los libreros de Londres. Le espero a usted el 24 de junio, como de costumbre.
El anciano, que se dirigía caminando lentamente hacia la puerta, se detuvo en seco.
—¡El 24 de junio! —susurró—. ¿Cómo es posible que lo sepa usted?
Sus febriles ojos parecían penetrar ardiendo en el cerebro de Hopkins. El librero tartamudeó:
—Le he visto a usted muy a menudo por esa fecha.
El anciano pareció relajarse. Prosiguió su marcha, saliendo por la puerta que Hopkins mantenía abierta, y a medida que se alejaba por la calle del Pozo Santo, el librero creyó oírle murmurar:
—La noche de Walpurgis…[2] Me pregunto si sabrá eso.
Lo curioso acerca del libro tan buscado por el señor Sempiter fue que mediante el anuncio publicado en el periódico, el librero consiguió dos ejemplares aquella misma semana. Ambos estaban en perfectas condiciones, y uno de ellos tenía incluso sin cortar algunas páginas; pagó siete chelines con seis peniques por uno y diez chelines por el otro.
La misma mañana en que llegaron, el librero se sentó en su tienda y comenzó a leer el Domus Vitae de Edward Chardell. Hopkins describió posteriormente sus emociones a su esposa, la cual trató de referírselas más tarde al investigador del caso.
Abrió el libro con interés, cosa muy explicable, y comprobó que era exactamente como lo había descrito el señor Sempiter y estaba impreso con la elegante tipografía que caracterizaba a todas las obras de los Van Epp. Se trataba de un libro delgado; constaba de treinta y dos páginas en dozavo y contenía cuatro grabados en media tinta.
Lo subió a su casa para que lo viera su esposa, y ambos se pusieron a examinar los grabados.
—¡Tira esa porquería! —dijo la señora Hopkins—. ¡Nada bueno puede traernos el tener eso aquí!
La señora Hopkins repitió sus mismas palabras durante el interrogatorio, encontrando en ellas esa especie de presciencia con que la mujeres están siempre tan dispuestas a acreditarse.
El investigador le pidió, tal vez un poco innecesariamente, que describiera la naturaleza de los grabados, pero la señora Hopkins fue totalmente incapaz de hacerlo. A fuerza de delicados interrogatorios, se supo que los grabados no eran obscenos en el sentido ordinario; eran más horripilantes que lascivos. Según explicó la mujer del librero, «una mirada le bastó para no querer verlos más».
Pero en la tienda, su esposo había tenido tiempo para examinarlos a conciencia una vez vencida la repugnancia inicial, no menos intensa que la de ella. Según le confesó a su esposa, el señor Hopkins había considerado aquellos grabados como la más extraordinaria composición que jamás conociera, pese a que cada año pasaban por sus manos miles de libros ilustrados.
El frontispicio, por ejemplo, mostraba a un hombre y una mujer sentados a la mesa en una lujosa y tétrica habitación, y, con la expresión de un deseo animal plasmada en sus rostros, estaban devorando el cuerpo de un niño.
Pero tan horrible como su festín era el horror inefable y deliberado que flotaba en toda la escena; como si la infamia del horrible banquete no radicara en el hecho mismo, sino en su propósito.
Los otros tres grabados eran variaciones sobre el mismo tema. En uno, dos plantas se habían enroscado a una tercera; en otro, dos escorpiones estaban atacando a una mariposa. En el tercer grabado, dos niños (si así se podía llamar a tan horrorosos infantes) estaban devorando el cuerpo de un gato. Todos ellos estaban impregnados de ese horror que se halla muy por encima del espanto propio de lo representado en la escena. Bajo cada grabado se veía la leyenda siguiente: “Mors domus vitae” («La muerte es la mansión de la vida»).
Era tal la fascinación producida por el libro en el señor Hopkins, que cada mañana lo abría y leía un trozo. Pero después de llevar un mes leyendo, el librero no sabía más que cuando lo leyera por primera vez. Entendía, por supuesto, lo que Chardell estaba diciendo. El tema era simple y claramente interpretado. En poesía, Wordsworth había dicho lo mismo en estas líneas:
Nuestro nacimiento no es más que un sueño y un olvido:
el alma que surge con nosotros, la estrella de nuestra vida,
tiene en otra parte su ocaso
y viene de muy lejos…
Alegaba Chardell que nuestra existencia corpórea era solamente una de tantas; pero aseguraba (y aquí difería de aquellas religiones que afirman algo similar) que nuestras transmigraciones sólo son cambios de sede y no cambios de estado. Es más, insistía en que la verdadera vida es la conciencia y que igual que un cuerpo puede vivir sin la conciencia (como ocurre en el sueño, en catalepsia y en la idiocia), también puede existir la conciencia sin un cuerpo material que la contenga. Para él, en realidad, la conciencia era un ente no menos material que nuestro cuerpo y capaz de llevar una existencia independiente.
Hasta aquí todo iba bien. Era una factible mezcla de Platón, Paracelso, Tomás de Aquino, Swedenborg y Joseph Granville, y el señor Hopkins quedó realmente impresionado.
Pero había algo muy curioso en torno al libro, según le dijo a su esposa, y era que parecía insinuar, de manera bastante extraña, que existía algún significado oculto detrás de todas aquellas claras palabras. Con frecuencia se había visto el librero tratando de separar dos páginas, sólo para percatarse que no había dos hojas juntas. Tan fuerte era la impresión sentida por el librero de haber pasado algo por alto, que hasta trató afanosamente de separar una sola hoja.
Y esto no había sucedido una sola vez, sino varias.
Continuó, no obstante, leyendo el libro, y a finales del segundo mes llegó a ser una certeza para él la creencia que existía algún significado oculto. Se dio cuenta, particularmente, que entre las páginas 28 y 29 había una clara cesura; que el sentido quedaba cortado aunque siguieran las páginas.
Tomó nota de ello, y, haciendo un esfuerzo para identificar sus pensamientos con los del autor, advirtió que podía marcar en el libro una docena de lugares en los que, al parecer, Chardell había tenido que omitir algo y continuar. Al leer aquella obra con detenimiento, el librero llegó a la conclusión de que el libro no era más que una versión mutilada de un original en el que Chardell había expuesto toda su doctrina.
Y nuevamente le pareció a Hopkins, a medida que resolvía estas interesantes cuestiones, que una influencia extrapersonal estaba actuando para ayudarle a resolver el problema de las lagunas.
Se le ocurrió pensar que el libro pudiera estar en clave y leyó muchas obras sobre criptografía y escritura oculta, aplicando todo lo que averiguó a la resolución de aquel oscuro enigma. Pero dedujo, después de varios días de trabajo, que no se había empleado ninguna clave en la escritura de Domus Vitae.
Fue por entonces cuando la señora Hopkins, según sus declaraciones, comenzó a preocuparse por su marido. Tal y como manifestó en el interrogatorio, no es que sufriera trastornos ni durmiera sobresaltado, sino que parecía poseído por una obsesión, y demostraba poco interés por todo lo que no fuera el libro. Pero eso no significaba que fuera desgraciado. Estaba plenamente absorto por la resolución de un misterio que consideraba de primera magnitud, y para él las horas pasaban rápidamente cuando se hallaba sentado con el lápiz en la mano ante aquel libro, eternamente abierto.
Luego se le ocurrió dedicarse a rellenar él mismo las lagunas existentes: empezaría a leer lentamente, en voz alta, y siempre que tropezaba con una elisión, intentaría descubrir cuáles habían sido las intenciones del autor.
Tomó una hoja de papel y empezó a leer las palabras que ya conocía tan bien. En seguida pareció que estaba recitando de memoria (una memoria salida de los años olvidados) y a su mente acudieron recuerdos de una oscura grandeza, como la que se vislumbraba en los grabados del libro. Casi sin intervenir su voluntad (ciertamente sin demasiada reflexión) se puso a escribir. Vertiginosamente, su lápiz llenó un cuarto de página, y luego otro y otro…
Cuando hubo terminado leyó lo que había escrito, y, levantándose, se acercó al fuego con la cara pálida, temblando, y depositó las tres hojas que había garabateado dentro de la pequeña estufa de hierro, después de despedazarlas. Pero un trozo de una de ellas cayó sobre el piso y fue descubierto antes de la investigación. En aquel papel había escrito:
«… De manera que es como Sempiter dice: un libro, una imagen, una joya… todo ello es susceptible de alojar la esencia viviente que hay más allá de la vida. Así, cuando mi cuerpo yacía agonizante, la esencia vino a mí a fin de facilitar un lugar de reposo a ese espíritu que se estaba escapando para emprender un nuevo viaje. Por ello escribí estas líneas para que…»
Después de aquello, Hopkins tomó el libro y lo depositó con el otro ejemplar gemelo en uno de los estantes más altos de la tienda. Por lo que se sabe, nunca más volvió a mirarlo.
Cuando su esposa le preguntó cuánto pensaba cobrar al anciano por la venta del libro, Hopkins se estremeció y dijo:
—¡Que le haga buen provecho!
Es de suponer que el viejo señor Sempiter se presentara a recoger su libro la víspera de San Juan, porque sólo se encontró un ejemplar en la tienda después de la muerte del librero. La señora Hopkins recordaba que aquella noche oyó sonar la campanilla de la puerta alrededor de las nueve y a su marido que hablaba con alguien, pero no le dio importancia.
Según dijo al investigador, cuando su esposo subió a cenar parecía «muy sosegado».
El investigador del caso dijo que esperaba que el señor Sempiter pudiera arrojar alguna luz sobre el asunto, y que había ordenado aplazar el proceso hasta que se localizara al testigo; pero la búsqueda no había tenido éxito. A decir verdad, las indagaciones efectuadas en los documentos correspondientes demostraron que el último Sempiter había muerto en el siglo XVIII, y era el mismo Lord Edward Sempiter que había pertenecido al club del Fuego del Infierno.
El investigador observó que posiblemente se trataba de un nombre supuesto. Entonces prosiguieron las investigaciones sobre la causa de la muerte. El médico forense, al presentar su informe, manifestó que Hopkins parecía haber sido víctima de un síncope cuando estaba en lo alto de la escalera de mano, y que los traumas hallados en su cabeza se debían a su caída desde la susodicha escalera. Al parecer se había levantado muy temprano, sin despertar a su esposa, y estaba alcanzando un libro —Domus Vitae— de un estante cuando sufrió el ataque y cayó.
Contestando a una pregunta del investigador, el patólogo admitió que no se explicaba el hecho de que el cuerpo del fallecido estuviera casi totalmente exento de sangre. Mencionó algunas raras enfermedades orientales, pero fue incapaz de explicar la forma en que el señor Hopkins pudiera haber contraído alguna de ellas.
La otra cosa extraña fue el inconmovible testimonio de la señora Hopkins. Dijo que había sido despertada por el ruido que había hecho su esposo al caer, y cuando bajó corriendo a la tienda se lo encontró muerto. Estaba segura que el culpable de todo era el libro, e intentó destruirlo.
Lo cogió y, con un insuperable horror, lo arrojó violentamente lejos de ella. Y jura que, mientras tuvo el libro en su mano, éste parecía latir «igual que un corazón viviente».