—Por supuesto —dijo el inspector Robert Mackenzie, de la policía de Inverness, marcando extraordinariamente la «s»—. Ya sé que sólo se halla en Escocia como turista y no por deseos de verse mezclado en problemas policíacos.
—Tiene usted toda la razón —contestó el Santo, sonriendo.
Estaba tan acostumbrado a este tipo de introducción, que su monotonía, a veces se le hacía tediosa; sin embargo, el inspector Mackenzie llevó la conversación con tal cortesía que casi pareció expresar una bienvenida oficial. Era éste un hombre de constitución fuerte y aspecto agradable. Poseía unas manos enormes, de color rosáceo y los ojos grises eran pequeños y brillantes; el pelo, de color pajizo, estaba cuidadosamente peinado sobre la calva. Recordaba de tal manera al tradicional policía inglés, que Simon Templar sintió inmediatamente por él un afecto nostálgico. A excepción de una llamada del jefe de inspectores Claud Eustace Teal en persona, nada podía haberle recordado tanto los buenos tiempos; por otra parte se sentía satisfecho de que, incluso después de tantos años y encontrándose tan lejos, no hubiera desaparecido por completo del aura de Scotland Yard.
—Así que supongo —continuó Mackenzie— que no debe estar interesado en misterios locales.
—¿Y cuál es su misterio? —preguntó Templar—. ¿Es posible que les haya robado alguien el lechón que estaban engordando para su banquete anual?
El inspector soportó esta broma con la misma dignidad con la que hubiera reaccionado un escocés al que le hubiesen preguntado qué vestía debajo de la falda.
—Posiblemente se trata del monstruo del lago Ness —indicó el inspector, con gravedad.
—Me está bien empleado —contestó el Santo, de buen humor—. Al fin y al cabo, he sido yo quien ha comenzado a bromear. Sin embargo, es usted el primer policía que ha tratado de tomarme el pelo. ¿Acaso no conocía usted mi fama respecto a que suelo ser yo el que lo hace?
—No estoy haciendo un chiste —explicó Mackenzie, ofendido.
El Santo lo miró con sorpresa.
A partir de la primavera de 1933 se sucedieron varios testimonios dignos de crédito que afirmaban haber visto en el lago Ness una criatura monstruosa, cuya existencia había sido hasta entonces una leyenda típica de la región, que perduraba desde tiempos antiguos, pero que muy pocas personas de este siglo, y no demasiado dignas de confianza, habían afirmado ver. Las descripciones variaban en los detalles, como es común en cualquier testimonio, pero, sin embargo, parecían estar de acuerdo en que la bestia medía aproximadamente nueve metros de longitud y podía nadar a una velocidad de casi treinta nudos; era de un color gris oscuro, de cabeza similar a la de un caballo, que se asentaba sobre un cuello largo y de forma cónica, con una gran movilidad que, especialmente en la cabeza, parecía recordar la de una gallina asustada; todos estaban de acuerdo en que este animal no admitía clasificación entre ninguno de los conocidos por la historia natural moderna.
Estas noticias fueron confirmadas en diciembre por una fotografía en la que se veía un reptil de forma extraña deslizándose sobre el agua; había sido obtenida por un empleado de la British Aluminium Company que poseía una fábrica en los alrededores del lago Ness. Varios expertos certificaron que el negativo no había sido falsificado ni retocado en forma alguna, lo que provocó grandes titulares en los periódicos.
Quince días después un diario londinense tenía ya un corresponsal dispuesto a publicar la historia en colaboración con un famoso cazador. Se encontraron varias huellas de pisadas, de las que se hicieron moldes, y antes de que el año nuevo hubiese cumplido tres días, habían sido identificadas por varios expertos zoólogos del Museo Británico, como hechas con la pata trasera derecha de un hipopótamo disecado. Tras la publicidad que este suceso alcanzó en toda la nación, el tema se convirtió en cómico y la incredulidad aún coloreaba los vagos recuerdos que el Santo tenía del hecho.
Pasó un rato antes de que Templar lograse convencerse de que la cara seria del inspector no formaba parte de una tomadura de pelo al estilo escocés.
—¿Y cuál es el delito que ha cometido el monstruo? —preguntó Simon, con una expresión tan grave como la de Mackenzie.
—Se sospecha que hace pocos días robó y se comió un cordero. Más aún, es muy posible que la noche pasada haya matado un perro.
—¿Dónde ha ocurrido?
—La oveja pertenecía a Fergus Clanraith; es el dueño de una granja que bordea el lago y que se encuentra detrás de Foyers. El perro pertenece a sus vecinos, una pareja cuyo nombre es Bastion, que proceden del sur de Inglaterra y que se instalaron aquí el verano pasado. Todo esto se encuentra a unos cuarenta kilómetros de aquí, si es que puede perder el tiempo que le tome acercarse.
El Santo suspiró. A veces pensaba que ya había pasado por todo, incluso para un hombre que tenía el don de encontrarse tan a menudo con lo extraordinario. Sin embargo, parecía que siempre existía algo aún más extraño esperando para enredarle.
—De acuerdo —dijo con resignación—. Me he visto envuelto en las cosas más extrañas que usted pueda imaginar, así que realmente no tengo por qué dejar de hacerlo en estos momentos. Voy con usted.
Simon pagó la cuenta del hotel y tomó su propio coche, puesto que pensaba continuar viajando durante todo el día y de todas formas no le importaba gran cosa dónde parar. Siguió al viejo coche de Mackenzie saliendo del pueblo y tomaron la carretera que bordea el lado oriental del río Ness, y a los pocos minutos la mole gris del pueblo se perdió de vista y se encontraron entre la verde y dorada luz del campo.
La carretera seguía casi exactamente los meandros del río y del Caledonian Canal, concediendo, sin embargo, pocas veces la vista de las siete compuertas construidas para elevar las barcazas al lago. En cuanto llegaron a Dores, se extendió por primera vez ante su vista el lago Ness en toda su amplitud.
El gran Glen escocés cruza la región diagonalmente en dirección nordeste-sudoeste, dando la impresión de que un gigante hubiese tratado de separar su parte alta de las profundas depresiones naturales formadas por el lago Linnhe y el Firth de Beauly. En el mapa que Simon había visto, la cadena de lagos se extendía casi en línea recta y tan continua, que tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que aquello no era en realidad un canal que se dirigía del mar Oriental al Occidental. El mismo lago Ness, que era tremendamente largo, casi cincuenta kilómetros, y que sin embargo no solía alcanzar más de mil seiscientos metros de anchura, no parecía sino un ensanchamiento de este canal que desembocaba en ambos mares.
No obstante, el paso no debía ser utilizado por demasiados buques, puesto que no había ningún barco a la vista esa tarde. Con el agua tan tranquila como la de un estanque y los campos y árboles extendiéndose desde sus orillas, así como un cielo azul punteado de trecho en trecho por nubes algodonosas, era un lugar tan bonito como el que hubiera podido desearse para una postal, y desde luego se respiraba una paz que no cuadraba en absoluto con el horror que la leyenda traía desde las brumas de la antigüedad.
Durante veinte minutos de marcha al paso tranquilo marcado por el coche de Mackenzie, la carretera seguía paralela al borde del lago y apenas elevada sobre el nivel de éste. La orilla opuesta se curvaba suavemente hasta conformar la tranquila belleza de la bahía de Urquehart, con su antiguo castillo elevándose gris y austero en uno de los extremos, retornando luego a su anchura original y uniforme. Poco después, tras la afortunadamente breve visión de la antiestética fábrica de aluminio, la carretera se desviaba hacia el sur, cruzando la pequeña aldea de Foyers y se dirigía zigzagueando hacia el valle formado por uno de los cristalinos arroyos que alimentaban el lago.
Unos minutos más tarde, Mackenzie se introdujo en un camino estrecho que daba la vuelta a una colina, bajando después para descubrir de nuevo el lago en toda su magnitud. En aquel punto, la carretera pasaba ante la primera de dos casas que, aunque estaban alejadas una de otra, no distaban del lago más de un tiro de flecha. Ambas se destacaban con igual dureza sobre las suaves colinas y aparecían con el mismo tono oscuro, austero y carente de gracia que el pueblo y el resto de los edificios que Templar había visto en Escocia; un país en el que los arquitectos no parecían estar a la altura de la belleza del paisaje, sino que parecía que querían competir en la construcción de combinaciones de piedra y ladrillo cada vez más feas. Era ésta una paradoja ante la cual no había logrado elaborar una teoría factible, y tras muchos intentos, había decidido no preocuparse más de ello.
Junto a la primera casa estaba un hombre cavando en el huerto; llevaba una camisa sucia y pantalones de pana y levantó la vista al oír acercarse la vieja barcaza del inspector Mackenzie. Era un hombre bajo, pero de constitución fuerte, y tenía un pelo tan rojo que parecía llamear con la puesta de sol.
Mackenzie salió del coche e invitó a Simon a seguirle. Cuando el Santo los alcanzó, el hombre del pelo rojo estaba ya charlando con el inspector.
—Sí, ya he ido a ver los restos del perro. Y es bastante más que lo que dejaron de mi pobre oveja.
—Pero, ¿le parece que la causa de las dos muertes ha podido ser la misma?
—No puedo contestarle a eso. No soy detective. Pero recuerde que no fui yo el que culpó al monstruo de haber robado mi cordero. Fue idea de los Bastion, lo que muy bien pudo ser una excusa para evitar que yo les preguntase si habían sido ellos los últimos en verlo. Si hubiese sucedido así, no me extrañaría demasiado que lo hubiesen visto a la hora de comer. Apostaría cualquier cosa a que no existe tal criatura.
Mackenzie le presentó al Santo.
—Fergus, me gustaría que conociese al señor Templar, quien posiblemente me ayudará en esta investigación.
Clanraith le saludó con un apretón de sus manos callosas mientras le taladraba con sus ojos profundos.
—No parece usted policía, señor Templar.
—Procuro no parecerlo —contestó el Santo, en tono neutro—. ¿Quiere usted decir, por lo que le estaba contando al inspector, que no cree en la existencia del monstruo?
—Yo no he dicho tal cosa.
—Entonces, aparte de otras consideraciones, ¿cree usted en la posibilidad de su existencia?
—Puede ser que exista.
—Viviendo en el sitio en que tiene usted su casa, cualquiera creería que ha tenido usted bastantes oportunidades de haberlo visto. Suponiendo que existiese, claro está.
El granjero miró a Simon con aire de sospecha.
—¿No será usted un reportero por casualidad, señor Templar?
—No, no lo soy —le aseguró Simon, aunque el otro no pareció demasiado convencido.
—Oiga usted, cuando alguien dice haber visto monstruos, es muy posible que incluso sus mejores amigos se pregunten si no ha tomado una copa de más. Si yo hubiese visto algo, puede tener la seguridad a que no lo hubiera comentado con extraños, puesto que no me gusta ser objeto de las risas de nadie.
—Sin embargo, admitirá —le interrumpió Mackenzie—, que no es muy normal encontrar a un perro en las condiciones en que estaba éste.
—Yo sólo digo —concedió Clanraith— que es extraño que nadie haya oído ladrar al perro, ni siquiera lanzar gemidos.
En la mente del Santo apareció la imagen de un ser amorfo y terrible, deslizándose suavemente por el agua oscura y apareciendo junto a un rebaño que dormía tranquilamente, sin que ninguno de los animales lo advirtiera.
—¿Quiere decir que puede no haber tenido ni siquiera la oportunidad de gemir?
—Yo no digo nada —manifestó Clanraith, con cautela—, pero era un buen perro guardián.
Mientras hablaban, había salido una muchacha de la casa y se había acercado a ellos. Tenía el pelo rojizo de Fergus Clanraith y sus ojos verdosos; sin embargo, la piel era sonrosada y blanca, en contraste con la de él, que estaba curtida por las inclemencias del tiempo, y sus labios eran carnosos mientras éste los tenía delgados. La chica medía casi un palmo más que Clanraith y su figura se redondeaba justo en los sitios apropiados.
Ella intervino en la conversación:
—Es cierto. El perro ladraba incluso cuando me veía, pese a que somos vecinos.
Tenía la voz suave y bien modulada, con sólo un leve y agradable tinte del acento campesino de su padre.
—Esto sólo viene a confirmar, Annie, que si fue una persona la que lo mató, el perro tenía que conocerla todavía mejor que a ti.
—Pero es increíble que algún ser humano fuese capaz de hacer una cosa así a un perro conocido, y mucho menos si el perro hubiera sido suyo.
—¿Ven ustedes? Esto es lo malo de haber dejado que la chica se educase en el sur. Ha olvidado muy fácilmente lo que los ingleses hicieron a escoceses honrados no hace todavía demasiado tiempo.
Los ojos de la muchacha no se habían separado mientras tanto, con cierto interés cándido, de la figura del Santo, y fue a éste a quien se dirigió al hablar.
—Padre hubiese deseado luchar por Bonnie Prince Charlie. Le complace que trabaje con el señor Bastion, porque de esta forma vivo en casa y al mismo tiempo puedo cuidarle; pero piensa que soy culpable de fraternizar con el enemigo.
—Continuemos con nuestra conversación. Eso ya tendremos tiempo de discutirlo —intervino Mackenzie—. Veamos si el señor Templar tiene más preguntas que hacer.
Había algo en la mirada de Annie que quería expresar su deseo a que el Santo preguntase algo, y Simon parecía compartir la idea. Ciertamente, no se había imaginado encontrar a nadie tan atractivo como Annie entre los personajes de esta nueva aventura, y empezó a sentir un poco más de interés en el asunto que le haría interrumpir su viaje. Aún pudo verla de pie, junto al seto, por el espejo retrovisor y observó cómo ella miraba el alejarse de los coches incluso después de que Clanraith hubiese reanudado su trabajo. Unos trescientos metros y varias curvas después, Mackenzie se introdujo por un portón de piedra y paró el automóvil en la explanada que se encontraba frente a la segunda casa. Simon paró tras él y después le acompañó hasta la puerta, que se abrió casi inmediatamente, surgiendo de ella un individuo alto y delgado vestido con un suéter y anchos pantalones de franela.
—Buenas tardes, señor —dijo el detective cortésmente—. Soy el inspector Mackenzie, de la policía de Inverness. ¿Es usted el señor Bastion?
—Sí, yo soy.
Bastion tenía una cara huesuda y una nariz aguileña. Su pelo negro y largo, con ligeras manchas grises, estaba realzado por un enorme bigote que le daba cierta apariencia militar. Sus ojos negros se dirigieron inquisitivamente al Santo.
—Éste es el señor Templar, que coopera conmigo en esta investigación —explicó Mackenzie—. El policía que estuvo aquí esta mañana me telefoneó explicándome lo que usted le había enseñado; sin embargo, desearíamos poder comprobarlo.
—Por supuesto. Acompáñenme, por favor.
Les condujo alrededor de la casa atravesando un jardín de inspiración francesa que se encontraba a su espalda, y tras cruzar un pequeño huerto junto al cual se extendía un trozo de césped que llegaba hasta el agua, apareció ante su vista una playa de guijarros. A ambos lados de la pequeña playa, la tierra se elevaba hasta formar una especie de cuenco que permitía un fácil acceso al agua. La senda que acababan de recorrer conducía a un pequeño y rústico embarcadero, atado al cual se encontraba un desvencijado bote, y en la zona de tierra que había a uno de los lados del embarcadero se podía ver un bulto cubierto con un viejo saco de patatas.
—No he tocado nada, tal como me pidió el policía —explicó Bastion—. Lo único que he hecho ha sido cubrirlo.
Se inclinó y levantó el saco con cuidado.
—¡Pobre bestia! —murmuró Mackenzie, al ver lo que se encontraba debajo.
Había sido un enorme perro de raza indeterminada, cuyo mayor parecido se podía encontrar en la alsaciana. Lo que le había sucedido no era mucho más agradable de ver que de relatar. La cabeza y los cuartos traseros estaban casi completamente machacados hasta convertirse en una pulpa roja; plenamente identificables por su apariencia, había en el pecho unas hendiduras de alrededor de tres centímetros de largo y muy juntas, de las cuales había manado la sangre que más tarde se coaguló sobre la corta pelambrera. Mackenzie se puso en cuclillas y estiró ligeramente la piel para ver los cortes con más claridad. El Santo palpó también el pecho; tenía éste un aspecto muy poco natural en el lugar donde las hendiduras lo atravesaban, y al tacto descubrió que donde debía encontrarse la caja torácica, sólo quedaba por una masa esponjosa y blanda.
Sus ojos se encontraron con los de Mackenzie en una mirada compasiva.
—Si ha sido el monstruo, tiene que tener una muy buena fila de dientes —declaró.
—Sí —contestó el inspector, con la cara preocupada—. Lo que me pregunto es qué tipo de animal puede existir en este lugar que tenga una boca tan desmesurada.
Se pusieron en pie y observaron los alrededores del lugar donde el perro había sido encontrado muerto. En este sitio, la tierra, que sólo estaba a un paso o dos de la playa, aquí muy estrecha, estaba tan húmeda y blanda que la hierba, mezclada con el cieno, hacía las huellas muy difíciles de identificar; de todas formas, se distinguían con relativa claridad tres o cuatro señales hechas por el tacón de un zapato.
—Me temo que he sido yo el que ha hecho muchas de esas huellas —declaró Bastion—. Ya sé que no debería haberme acercado ni tocado nada, pero todo lo que yo pensaba en el momento de encontrarlo era si estaba vivo y si podía hacer algo por él. El policía que estuvo aquí esta mañana también pisoteó los alrededores. —Señaló más allá del perro—. Sin embargo, ninguno de los dos hemos tenido que ver con aquellas huellas que hay allí.
Junto a la playa había un sitio en el que el barro daba la impresión de haber sido arañado por tres garras gigantes. Una de las rayas que aparecían marcadas se cruzaba con un grupo de matojos arrancados limpiamente. Las garras habían dejado tres surcos paralelos, con una separación de unos tres centímetros; cada uno de ellos tenía más de dos centímetros de profundidad y casi uno de anchura, y se dirigían hacia el lago en una longitud de diez centímetros.
Simon y Mackenzie permanecieron sobre los guijarros para no borrarlas. El Santo las recorría con el dedo mientras el inspector tomaba las medidas exactas, que anotaba en su cuaderno.
—No me gustaría verme obligado a huir delante de algo con el pie lo suficientemente grande como para tener estas garras.
—Supongo que a causa de esto lo llaman monstruo —subrayó el Santo, secamente—. A nadie le impresionaría mucho si sus huellas fuesen de ratón.
Mackenzie se levantó dirigiendo al Santo una mirada de desconfianza, y le preguntó a Bastion:
—¿Cuándo encontró esto?
—Supongo que sería poco más o menos alrededor de las seis —contestó Bastion—. Me desperté poco antes del amanecer y como no conseguía volver a dormir, decidí salir a pescar, así que ya estaba levantado cuando se hizo de día.
—¿No oyó ningún ruido antes de levantarse?
—No.
—¿No podía haber sido el perro ladrando el que le despertó?
—No lo creo. De todas formas, mi mujer tiene el sueño muy ligero y ella no oyó nada. Me quedé bastante sorprendido al no ver al perro cuando salí. No solía dormir en la casa, pero siempre se sentaba en la puerta al amanecer. Cuando bajé aquí, lo encontré tal como está.
—¿Y no vio usted nada más? —preguntó Simon—. Me refiero a si notó usted algo extraño en el lago.
—No. No vi al monstruo. Cuando miré, no había siquiera una onda sobre la superficie. Claro que el perro pudo haber sido muerto algo antes, aunque el cuerpo estaba caliente todavía.
—¿Cree usted que fue el monstruo el que lo mató, señor Bastion? —preguntó Mackenzie.
Bastion les miró y contestó desconfiadamente.
—No soy hombre supersticioso —dijo—. Sin embargo, si no ha sido alguna bestia la que lo ha hecho, no me explico qué ha podido suceder.
El inspector cerró de golpe el cuaderno. Evidentemente, la situación estaba absolutamente fuera de lo que con anterioridad había encontrado. Miró al Santo como si esperase que éste hiciera algo.
—Podría ser interesante —declaró Templar, pensativamente— conseguir que un veterinario le hiciese la autopsia.
—¿Para qué? —preguntó Bastion, agresivamente.
—Enfrentémonos con la realidad —dijo el Santo—. Estas huellas de garras podrían ser muy fácilmente una falsificación. En cuanto a las heridas del perro, también podrían haber sido hechas con algún bastón; hasta podría ser un bastón con púas, de forma que dejase unas heridas semejantes a las que harían unos dientes. De cualquier manera, nadie podría haberse acercado a él sin que ladrase. A menos que hubiese sido drogado antes. Así que antes de dar crédito a historias de monstruos, me gustaría que quedase fuera de toda duda que no ha habido ninguna otra posibilidad, y sólo una autopsia nos dará esta seguridad.
Bastion se acarició el bigote con aire abstraído.
—Ya veo lo que quiere decir. Sí, posiblemente sea ésa la mejor idea.
Les ayudó a meter el perro en el saco con el que anteriormente había estado cubierto y Simon y Mackenzie lo llevaron hasta el portamaletas del coche del policía.
—¿Podríamos hablar con la señora Bastion, por favor? —preguntó Mackenzie, mientras se limpiaba las manos con un trapo que pasó después al Santo.
—Sí. Supongo que sí. —Bastion afirmó de mala gana—. Ella está bastante afectada por este asunto, como bien pueden ustedes imaginarse. En realidad, el perro era más suyo que mío. Entren ustedes y veré si puede atenderles.
Fue la señora Bastion en persona quien les sacó de dudas al salir a recibirlos a la puerta, demostrando así que les había estado observando desde una de las ventanas.
—¿Qué van a hacer con «Golly», Noel? —preguntó a su marido—. ¿Por qué se lo llevan?
—Quieren que lo examine un veterinario.
Bastion continuó explicando los motivos, hasta que ella le interrumpió de nuevo:
—Entonces no permitas que lo vuelvan a traer. Bastante penoso ha sido el verlo tal como está para volverlo a ver tras la autopsia. —Se volvió hacia Templar y Mackenzie—. Deben entender cómo me siento. «Golly» era casi un hijo para mí. Su nombre real era «Goliath»; lo llamaba así porque era muy grande y fiero, pero en realidad no parecía más que un cachorro en cuanto tenía confianza.
Las palabras habían salido de su boca como en un torrente que recordaba casi el sonido de un generador eléctrico. Era una mujer de fuerte osamenta y rasgos duros, que no intentaba disimular en absoluto su alrededor de cuarenta y cinco años. Su pelo rubio era liso y estaba peinado formando un moño; los ojos azules quedaban enmarcados en un círculo de arrugas que le hubiesen dado un carácter simpático de ser un hombre deportista. Llevaba los labios pintados descuidadamente, lo que, por otra parte, parecía ser su única concesión al maquillaje femenino. Pese a esto, Bastion la rodeó con el brazo tan solícitamente como si estuviesen recién casados.
—Estoy seguro de que estos señores cuidarán de que sea enterrado —le dijo—, pero ahora creo que quieren hacerte algunas preguntas.
—En realidad, sólo se trata de confirmar lo que el señor Bastion nos ha dicho —manifestó Mackenzie—: que usted no oyó ningún ruido la noche pasada.
—Ninguno en absoluto, y les puedo asegurar que si «Golly» hubiese hecho cualquier sonido, lo habría oído. Siempre lo oigo. ¿Por qué tratan con tanta insistencia de desvirtuar los hechos? Salta a la vista que ha sido el monstruo el que lo hizo.
—Algunos monstruos tienen dos piernas —contestó Simon.
—Y supongo que a usted le han educado para que no crea en ningún otro tipo. Incluso teniendo la evidencia ante sus propios ojos.
—Recuerdo que una vez se encontraron huellas que resultaron ser fraudulentas —interrumpió Mackenzie.
—Sé a lo que se refiere, y esa estúpida falsificación hizo que un montón de idiotas dejase de creer en la fotografía auténtica que fue tomada pocos meses antes. Las repercusiones fueron tan amplias, que incluso una fotografía todavía mejor, tomada por un cirujano londinense cuatro meses más tarde, fue considerada otro engaño. Para ser sinceros, les diré que la razón de comprar esta casa se debió al deseo de descubrir al monstruo nosotros mismos.
Dos pares de cejas se levantaron al mismo tiempo; sin embargo, fue el Santo quien habló por ambos.
—¿Y cómo piensan conseguirlo? —preguntó—. El monstruo es muy conocido desde hace siglos, al menos para los que creen en su existencia.
—Aún no ha sido demostrado que exista realmente, así que me gustaría alcanzar la fama que me daría una demostración científica de su existencia. Eso es, sin dejar lugar a ninguna duda, y también me gustaría que se le llamase Monstruum Eleanoris.
—Con toda seguridad no saben ustedes —intervino Bastion, sin disimular su orgullo— que mi esposa es una naturalista muy conocida. Se ha dedicado a la captura de prácticamente cualquier animal de carácter extraño que exista, e incluso ha logrado descubrir dos especies.
—Sí, pero nunca he conseguido un trofeo tan importante como lo sería éste. Supongo que me creerán un poco loca, pero realmente sería muy dudoso que hubiera algún animal, sea cual fuere su tamaño, que no haya sido descubierto ya. Cuéntales los hechos sobre los últimos descubrimientos.
Bastion se aclaró la garganta como si fuese un estudiante a punto de recitar su lección:
—El gorila no fue descubierto hasta 1847, el panda gigante lo fue en 1869, y se ignoró la existencia del okapi hasta 1910. Por supuesto ya se tenían noticias de su existencia a través de los exploradores, pero la gente jamás había creído con anterioridad que fuesen otra cosa que leyendas de los nativos. Estoy seguro de que recordarán ustedes haber oído algo del descubrimiento del celacanto; fue en el año 1938, y, por lo tanto, bien cercano a nuestros días.
—Exacto. Entonces, ¿qué razón hay para que aquí no viva un animal que pueda descubrir yo? —dijo Eleanor, concluyendo la frase por su esposo—. Supongo que más natural hubiera sido intentar demostrar la existencia del abominable hombre de las nieves; pero Noel no puede aguantar las alturas, así que estoy tratando de hacer lo mismo con el monstruo del lago Ness.
El inspector Mackenzie, que durante un buen rato se había ido quedando cada vez más confuso, y se iba impacientando, pese a los esfuerzos que hacía para ocultarlo, consiguió por fin interrumpir el alud de palabras, que en el mejor de los casos sólo podía considerar como delirios sin sentido.
—Lo único que me preocupa, señora —intervino—, es tratar de descubrir si existe algún delincuente que deba ser apresado. Si éste fuese un monstruo, como usted piensa, no caería dentro de mi jurisdicción. Sin embargo, en este caso, es posible que el señor Templar, que no es oficial de la policía, pudiese serles de más ayuda que yo.
—¿Templar? —repitió Bastion—. No sé por qué, pero me suena el nombre. Me da la impresión de que tendría que conocerle.
—¿No será usted el de la aureola, por casualidad? —subrayó la señora Bastion, con un tono que parecía acusador.
—Es posible.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Bastion—. Parece mentira que no lo haya adivinado antes. Ya me parecía a mí que no tenía usted aspecto de policía.
Mackenzie arrugó el gesto ligeramente, pero ambos esposos estaban demasiado absortos en su conversación con el Santo para percibirlo.
Simon Templar, por los años que llevaba despertando este tipo de interés, debería estar acostumbrado. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, esto le causaba cada vez más una especie de vergüenza e incomodidad. Hubiera deseado que sus nuevos conocidos pasaran por alto esta admiración y hubiesen continuado hablando del problema o del caso que le había llevado hasta allí.
Entonces dijo, con cierta brusquedad:
—Sólo se debe a mi mala suerte el hecho de que me encuentre aquí. Mackenzie me atrapó cuando estaba a punto de abandonar Inverness. Tenía intención de ir al lago Lomond como cualquier otro turista, para admirar sus bellezas; sin embargo, me convenció a fin que tomase la carretera que cruza el valle en lugar de la que pasa por las montañas y me detuviese aquí para meter la nariz en sus asuntos.
—Pero eso es estupendo —dijo la señora Bastion—. Noel, ¿por qué no le invitas a que se quede esta noche?; o mejor todavía, invitémosle a quedarse el fin de semana, si tiene tiempo, naturalmente.
—Sí, sí, claro —aceptó el señor Bastion, obedientemente—. Estaríamos encantados si se quedase con nosotros. Tener al Santo aquí puede que nos dé buenas oportunidades de cazar al monstruo.
Simon le miró con frialdad, consciente de la ligera expectación que denotaba Mackenzie, y decidió quedarse casi sin pensarlo.
—Gracias —dijo—. Me encantaría quedarme. Traeré mis cosas. Mac bien puede irse solo.
Fue hacia el coche sin más palabras, consciente de que sólo la señora Bastion no había quedado sorprendida de su decisión. «Todos piden a gritos encontrarse con alguna sorpresa —pensó—. No hay ninguna diferencia entre policías y civiles en cuanto oyen mi nombre. Veamos ahora qué tal les sienta el tener al Santo en casa.»
Mackenzie le siguió al exterior.
—Supongo que queda sobreentendido que no tendrá usted ninguna autoridad en el caso, excepto la que le puedan dar los derechos de un investigador privado, que, por si no lo sabe, no son los mismos en Escocia que en Norteamérica, si debo juzgar por los libros que he leído.
—Intentaré no armar ningún alboroto —le aseguró Simon—. Pero, por favor, telefonéeme con el resultado de la autopsia tan pronto como sepa algo. Y mientras espera saber su resultado, podría dar un vistazo en la biblioteca para enterarse de lo que dice la ley sobre la caza de monstruos. Infórmese si debemos sacar un permiso especial o algo parecido.
Estuvo observando la marcha del detective, y cuando perdió de vista el automóvil, se acercó a su deportivo. Se sentía mejor sin tener encima unos ojos y oídos que tomasen nota de sus más intrascendentes respuestas. Sería pecar de mentirosos si dijésemos que los hechos del caso, tal y como se los habían presentado, no habían despertado su interés.
Noel Bastion le acompañó hasta una habitación pequeña, pero agradable, que se encontraba en el piso alto. Tenía una ventana desde la que se podía ver la casa de Fergus Clanraith y que también permitía una vista parcial del lago. La señora Bastion ya estaba preparando la cama cuando llegaron.
—Es imposible encontrar servicio en un lugar como éste —explicó—, bastante suerte tengo de conseguir que una mujer se acerque en bicicleta desde Fort Augustus una vez a la semana para hacer la limpieza. Hoy en día, el servicio sólo desea vivir en poblaciones donde tengan la oportunidad de «vivir la vida», como dicen ellos.
Simon se dirigió a Bastion, diciendo:
—Tiene usted suerte de haber encontrado una secretaria justo al lado de su casa.
—¡Ah! Se refiere usted a Annie Clanraith —dijo Bastion, mientras se acariciaba el bigote con un nudillo—. Sí. Estaba trabajando en Liverpool, cuando vino a su casa en Navidades para pasar las vacaciones con su padre. Yo tenía entonces necesidad de mecanografiar un manuscrito y ella me ayudó. Fue Clanraith quien la convenció para que se quedase. Yo no le podía pagar tanto como estaba ganando en Liverpool, pero él le hizo ver que prácticamente conseguiría el mismo dinero, puesto que de quedarse aquí, ella se ahorraría la comida y el alojamiento con tal de cuidar de la casa. Clanraith es viudo, así que esta solución le vino muy bien.
—Noel es escritor —intervino la señora Bastion—. Su obra maestra aún está sin terminar, pero se pasa el día trabajando en ella.
—Va a ser una biografía de Wellington —expuso el escritor—. Todavía no se ha hecho ninguna tal y como debiera ser, es decir, escrita por un soldado profesional.
—Mackenzie no me ha dicho nada de usted —dijo el Santo—. ¿Cuál era su grado?
—Sólo mayor, en el arma de infantería.
Simon no dejó de percibir el ligero tono defensivo que Bastion empleaba. Un cálculo rápido le permitió darse cuenta en seguida que la pensión de un mayor del ejército británico, a menos que estuviese aumentada por alguna actividad literaria más comercial de lo que podía ser una biografía sin terminar, por otra parte de escaso interés, no podía sufragar muchas expediciones cinegéticas para que su ambiciosa esposa consiguiese una gran reputación.
—Ya está —dijo la señora Bastion—. Ahora supongo que querrá acomodarse. Así que le dejamos solo. Serviré el té dentro de un rato.
El Santo se había embarcado en este viaje por Escocia con la mente libre de problemas y una actitud optimista, pero si alguien le hubiese dicho que acabaría tomando el té en el estudio de dos desconocidos, con la maleta deshecha en la habitación de los huéspedes y charlando con solemnidad de un monstruo, como si éste fuera un ser tan real como un mono, le hubiera sorprendido un poco. Su anfitriona, sin embargo, estaba obsesionada con el tema.
—Escuche —dijo, tomando un tomo muy gastado de la librería—, es una cita de la biografía de San Columba, escrita a mediados del siglo VII. Habla de su visita a Inverness, hace ya algunos siglos, y dice: «Se vio obligado a cruzar las aguas del Ness; y una vez en la orilla, vio a algunos de los habitantes del lugar llevando a un pobre hombre, que, según dijeron los que lo llevaban, había sido capturado poco antes por un monstruo acuático, que lo atrapó y mordió salvajemente cuando nadaba. El santo ordenó a uno de sus acompañantes que se lanzase al agua y le trajese unos guijarros. Lujne Mocumin, sin dudarlo, se quitó las ropas a excepción de la túnica y se lanzó al agua. El monstruo apareció en la superficie y se acercó a él mientras nadaba…
»“El santo, viéndolo, lanzó una orden hacia el feroz monstruo, diciendo: ‘No avances más, ni roces a ese hombre; retírate inmediatamente’. Entonces, al oír las palabras de San Columba, el monstruo pareció quedar como aterrorizado y huyó con más rapidez que si unas cuerdas ocultas hubiesen tirado de él.”
—Intentaré recordar la fórmula —murmuró Simon—, y espero que el monstruo no pueda diferenciar a un santo de otro.
—Monstruo es realmente una palabra un tanto estúpida para llamarlo —dijo la señora Bastion—. Predispone a la gente a ser incrédula sobre su existencia. En la antigüedad, los indígenas del lugar lo llamaban Nisseag, que en realidad es el nombre Ness en el idioma gaélico, con una terminación de diminutivo femenino. Su correspondencia literal al inglés moderno sería Nessie.
—Debo admitir que resulta más apropiado —asintió Simon—, siempre que uno se olvide de la forma en que juega con los perros.
El rostro curtido de Eleanor Bastion quedó pálido; sin embargo, los músculos de su rostro no llegaron a temblar.
—No he olvidado a «Golly». Simplemente estaba tratando de mantenerlo alejado de mi pensamiento.
—Suponiendo que este ser extraño existiese —dijo el Santo—, ¿cómo consiguió llegar hasta aquí?
—¿Por qué tendría que llegar hasta aquí? Encuentro bastante más razonable que siempre haya estado en este lugar. El lago tiene doscientos cincuenta metros de profundidad, que es casi el doble de la del mar del Norte. Un Nisseag es una criatura que obviamente prefiere las profundidades y emerge sólo muy raras veces. Tengo base para creer que su lugar de origen fue el fondo del lago y que un movimiento continental prehistórico cortó el camino entre el lago y el mar.
—Entonces, según su suposición, ¿cuántos millones de años lleva el monstruo en este lugar?
—No me interprete mal. Me estoy refiriendo a las criaturas que quedaron atrapadas aquí originalmente, que debemos suponer fueron al menos dos. El actual debe formar parte de sus descendientes, quizá el último; sin embargo, si nos debemos basar en las edades que han alcanzado muchas de las criaturas primitivas aún en existencia, es muy posible que ésta sea tremendamente grande.
—¿Qué tipo de animal cree que es?
—Lo más probable es que pertenezca a la familia de los plesiosaurios. Las descripciones que se han obtenido hasta ahora hacen pensar en esta especie: cuerpo grande, cuello largo y extremidades palmípedas. Algunas personas afirman haber visto algunas protuberancias en su cabeza, algo así como los cuernos de un caracol; esto no concuerda del todo con los restos de plesiosaurios que hemos conocido. De todas formas, nuestro conocimiento de esta especie se ha visto limitado hasta ahora a sus esqueletos. No creo que hubiese usted adivinado la forma de un caracol conociendo únicamente su concha.
—Sin embargo, y suponiendo que efectivamente Nessie lleve aquí tanto tiempo, ¿cómo es que su existencia no ha sido dada a conocer mucho antes?
—Naturalmente que lo ha sido. Acaba usted de oír la lectura del texto de San Columba. Y si se refiere sólo a observaciones científicas modernas, hay varios escritos sobre el monstruo, que merecen nuestra confianza desde 1871.
Bastion aprovechó en esta pausa la oportunidad que hacía rato estaba esperando.
—Debe usted tener en cuenta que hasta 1933 no existió ni siquiera un mal camino que llevase al lago. Un viaje como el que acaba usted de hacer, hubiese resultado toda una expedición. A esto se debe la escasez de testimonios que ha habido hasta ahora, especialmente el tipo de testimonio en el que un científico pueda confiar.
Simon escuchaba atentamente mientras encendía un cigarrillo. La imagen había quedado clara para él. Era un caso semejante al de los platillos volantes; todo dependía de lo que uno quisiera creer.
Naturalmente, en este caso no era sólo cuestión de tener más o menos fantasía. Tras las supuestas fechorías del monstruo, era posible que alguien estuviese obrando de mala fe.
—¿Y qué tendría usted que hacer para poder demostrar oficialmente la existencia del monstruo?
—Tenemos dispuestas varias máquinas fotográficas y tomavistas equipados con los mejores teleobjetivos que hay en el mercado —dijo la mujer—. Prácticamente me paso ocho horas diarias vigilando el lago; empleo el mismo tiempo que utilizaría cualquier persona realizando un trabajo normal. Como es natural, cambio sistemáticamente las horas de guardia, para poder vigilar a distintas horas del día y de la noche. De vez en cuando también puedo contar con la cooperación de mi esposo, que vigila unas cuantas horas. Desde aquí podemos dominar el lago en varios kilómetros de longitud, y teniendo en cuenta el cálculo de probabilidades, un Nisseag tiene que aparecer tarde o temprano en esta zona. Cuando esto ocurra, nuestras cámaras y tomavistas nos proporcionarán una serie de imágenes capaces de acabar con todos los razonamientos contrarios a su existencia. Sólo hay que tener paciencia; cuando vine aquí, me hice a la idea de quedarme diez años, si era necesario.
—Y ahora —dijo el Santo—, supongo que estará más convencida que nunca de encontrarse sobre la verdadera pista y que el rastro es reciente.
La señora Bastion le miró a los ojos con frialdad.
—Desde hoy voy a vigilar con un rifle al alcance de la mano y no sólo con los tomavistas —dijo ella—. Un Nisseag no puede ser mucho mayor que un elefante, y no creo que pueda resistir el impacto de balas blindadas. Hasta ayer creía que era un crimen matar al último superviviente de una especie, pero desde que he visto lo que hizo al pobre «Golly», me sentiré muy contenta si consigo su cabeza, además de las fotografías.
La conversación fue mucho más extensa, pero no podría añadirse nada más que no resultara repetido. La señora Bastion había acumulado muchos otros libros sobre el tema, y estaba dispuesta a leer fragmentos de todos ellos para apoyar su teoría.
Sin embargo, después de la cena consistente en carne fría con ensalada, cuando eran apenas las ocho y media, anunció que se iba a dormir.
—Quiero levantarme a las dos y estar al acecho mucho antes del amanecer, aproximadamente a la hora en que debió perecer el perro.
—Muy bien —dijo el Santo—; llame a mi puerta y bajaré con usted.
Se quedó un rato más para aceptar un trago de «Peter Dawson», que parecía saber de un modo especial en su país de origen. Probablemente era su imaginación, pero le producía una sensación agradable el beber el licor en su mismo lugar de procedencia.
—Si es usted tan amable de cuidar de ella, yo podré dormir un poquito más —dijo Bastion—. Esta noche tengo que trabajar en mi libro y me gusta aprovechar las horas de silencio. No es que Eleanor no sepa cuidar de sí misma mejor que muchas otras mujeres, pero después de lo que ha ocurrido, no me gustaría dejarla sola ahí fuera.
—¿Está usted completamente convencido de la existencia del monstruo, no es así?
Bastion contempló su vaso pensativamente.
—Es la clase de asunto que todo mi instinto y mí experiencia me llevan a poner en duda. Pero ya ha oído usted mismo la teoría de mi mujer, y créame que no es fácil discutir con ella. Además, tengo que admitir que la defiende con tal vigor que casi consigue convencerle a uno. Pero hasta esta mañana debo confesar que no me pronunciaba ni en pro ni en contra.
—¿Y ahora ha cambiado de opinión?
—Con franqueza, estoy bastante impresionado. Creo que todo va a aclararse definitivamente dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. Quizá tengan ustedes suerte esta madrugada.
La vigilia puso a Simon la carne de gallina, pero sólo debido al aire frío del amanecer. La luz llegó lentamente, abriéndose paso a través de un cielo gris que amenazaba lluvia. El agua del lago permanecía tranquila guardando sus secretos bajo la cristalina superficie.
—Me pregunto qué es lo que hemos hecho mal —dijo finalmente la señora Bastion cuando la luz del día comenzó a enseñorearse del paisaje—. El monstruo tenía que haber vuelto al lugar donde cometió su última felonía. Si no hubiéramos sido tan sentimentales, hubiésemos podido dejar al pobre «Golly» donde estaba y haber establecido guardias cerca de él.
Simon no se sorprendió en absoluto de que el monstruo no apareciese. En realidad, de haber surgido éste del lago, habría creído estar soñando.
—Como ya dijo ayer, es un asunto que requiere mucha paciencia —observó filosóficamente—. Pero si seguimos con el cálculo de probabilidades, me parece que el resto de la guardia va a ser pura rutina. Por lo tanto, si no está usted nerviosa, me iré a dar una vuelta.
La vuelta no le había llevado lejos del huerto, cuando la visión de una muchacha de pelo rojizo que avanzaba por el centro del prado le hizo saltar el pulso alegremente, pensando en la remota posibilidad de conseguir una compensación romántica.
La sonrisa de Annie Clanraith era tan alegre y parecía tan feliz de verle, que le dio la sensación de ser un amigo íntimo que hubiera estado ausente durante mucho tiempo.
—El inspector Mackenzie le dijo a mi padre que se había quedado usted aquí. Me alegro mucho.
—Estoy contento de que se alegre —dijo el Santo. Pero ante la ingenua sinceridad de la muchacha, le fue imposible resultar tan impersonal como hubiese deseado—. ¿Y por qué está usted tan contenta?
—Es estupendo tener a alguien nuevo con quien hablar. Si se quedase una temporada aquí, descubriría usted lo mucho que puede aburrirse uno en un lugar como éste.
—Pero tiene usted un empleo que parece bastante más atractivo que trabajar en una oficina de Liverpool.
—Bueno, no está mal. Además, así mi padre está mucho mejor atendido y más contento. Y supongo que ahora me dirá que tiene que ser muy agradable vivir en un lugar tan hermoso. Pero me gusta leer y mirar la televisión y no puedo evitar el soñar con sitios más distraídos.
—Una muchacha como usted —dijo él, bromeando— debería tener suficientes moscardones a su alrededor como para evitarle pensar en otras cosas.
—Lo único que tengo son páginas y páginas sobre la estrategia militar de un individuo que logró vencer a Napoleón. Pero al menos, Napoleón tenía a Josefina. Wellington sólo consiguió darle su nombre a una bota vieja.
Simon rió comprensivamente.
—Posiblemente pasó sus ratos libres descalzo. ¿O es que su padre le ha enseñado que nadie nacido más al sur haya podido hacer algo meritorio?
—Debe usted haber pensado cosas horribles de mi padre al oírle hablar del señor Bastion en la forma en que lo hizo. Sobre todo, siendo éste una persona tan simpática, ¿verdad? Es una pena que esté casado.
—Es posible que su esposa no comparta esa opinión.
—Quiero decir… Yo soy una chica normal y no estoy anticuada, y lo que aquí echo de menos principalmente es algún chico con quien salir. Hasta he llegado a pensar que si se me acercase algún pretendiente no me resistiría ni un poquito.
—Parece como si esta tonadilla escocesa hubiese sido escrita para usted —dijo el Santo, mientras la entonaba suavemente:
Cada chica tiene su chico
y yo no pesco ni uno;
pero todos me sonríen
cuando paso por su lado.
Ella empezó a reírse.
—Bueno, por lo menos he conseguido que usted me sonría, así que el día comienza un poco más animado que de costumbre.
—¿Adónde va tan temprano?
—A trabajar. Cruzo por los campos porque de esta manera el camino resulta mucho más corto que si lo hago por la carretera.
Al oírselo mencionar, Simon se dio cuenta que por entre los árboles se podía distinguir la casa de los Clanraith. Se volvió y continuó con ella hasta la puerta de la casa de los Bastion.
—Siento que su trabajo me impida ofrecerme para llevarla de excursión.
—Está visto que no tengo suerte, ¿verdad? Hay un baile en Fort Augustus mañana por la noche y hace meses que no he bailado. Pero no sé de nadie que pudiese acompañarme.
—Me gustaría tratar de solucionárselo —contestó él—. Todo depende de cómo vayan las cosas en el asunto que tengo entre manos. De todas formas, no pierda la esperanza.
Cuando entraban, Bastion apareció por el fondo del pasillo y dijo:
—Buenos días, Annie. Hay algunas páginas que corregí anoche. Están en mi mesa. No tardaré.
Annie entró en la habitación de la que Bastion acababa de salir, mientras éste se dirigía al Santo.
—Supongo que no vieron nada.
—Si hubiésemos visto algo, estoy seguro de que habría escuchado bastantes gritos y hasta es posible que algunos disparos.
—¿Ha dejado a Eleanor allá abajo?
—Sí, pero no crea que por eso estará en peligro. Ya es completamente de día. ¿Ha llamado Mackenzie?
—Todavía no. Supongo que estará ansioso de tener noticias suyas. El teléfono está en la biblioteca; si lo desea puede instalarse allí mientras espera su llamada. Incluso, si le interesa, puede echarle un vistazo a la colección de libros que Eleanor ha ido reuniendo sobre el monstruo.
Simon aceptó la idea e inmediatamente quedó tan absorto en la lectura de los libros que sólo el hambre le hizo consciente de la hora que era cuando Bastion entró a anunciarle que la comida estaba lista. La señora Bastion ya había regresado y estaba preparando un estofado de cordero que despedía muy buen olor. Se excusó por ser recalentado.
—Tenía usted razón, sólo fue una guardia rutinaria —dijo ella—. Mucho esperar para nada; aunque uno de estos días espero obtener mi recompensa.
—He estado pensando sobre esto —dijo Bastion—, y me parece que tu sistema de vigilar ocho horas al día tiene un punto débil. Ya hay suficientes probabilidades en contra al dominarse tan sólo un cuarto de la superficie total del lago, lo que le deja al monstruo otros tres cuartos, en los cuales puede surgir sin ser visto. Pero, además, al vigilar durante sólo ocho horas de las veinticuatro que tiene el día, únicamente tenemos un tercio de probabilidades de verlo, incluso si surge al alcance de nuestro puesto de observación, y eso no solamente disminuye nuestras posibilidades, sino que las multiplica en contra nuestra.
—Lo sé; pero, ¿se te ocurre alguna solución?
—Puesto que el señor Templar señaló con bastante sentido común que cualquiera puede estar lo suficientemente seguro a la vista del monstruo, siempre que tenga un rifle de caza mayor al alcance de la mano y haya alguien que pueda oírle en caso de emergencia, he pensado que nosotros tres podríamos dividirnos la vigilancia y cubrir todo el día, desde el amanecer a la puesta del sol, o sea, todo el tiempo en el que hay suficiente claridad para poder ver algo. Esto es, si el señor Templar consiente en ayudarnos. Ya sé que no podrá quedarse aquí indefinidamente, pero…
—Si les puedo ayudar de esta manera, estaré encantado de hacer uno de los turnos —dijo Simon, con indiferencia.
Podía haber sido más amable o poner un poco más de entusiasmo en la voz, pero el Santo no había llegado a convencerse del todo respecto a que el monstruo existiese realmente y se le pudiese cazar por este u otro sistema. Estaba impaciente por recibir noticias de Mackenzie, ya que creía que iban a ser la clave del problema.
El teléfono sonó a las dos, y las noticias fueron absolutamente negativas.
—El doctor ha sido incapaz de encontrar señal alguna de drogas o veneno en los restos del pobre animal.
Simon respiró profundamente.
—¿Le dijo lo que pensaba sobre las heridas?
—Dijo que no había visto nunca nada igual. Afirmó que no conocía la existencia de ningún ser viviente con unas mandíbulas tan poderosas como las de este monstruo. De no haber sido por las señales de los colmillos, habría pensado que fue muerto a estacazos. Pero la autopsia ha descartado esta posibilidad.
—Supongo que lo que me acaba de decir no permite sospechar que haya habido intervención criminal y le obliga a cortar su investigación oficialmente —afirmó el Santo—. Sin embargo, dígame su número de teléfono para poder llamarle si la situación cambia de nuevo.
Apuntó el número en un bloc que había junto al teléfono antes de comunicar las noticias a los Bastion.
—Esto confirma lo que yo decía —afirmó la señora Bastion—. No puede haberlo hecho ninguna otra cosa que no sea un Nisseag. Esto nos da más motivos para llevar a cabo la idea de Noel de vigilar durante todo el día.
—Me parece que yo he sido el que más ha dormido esta noche, así que haré yo la primera guardia —indicó Bastion—. De esta forma podrán dormir la siesta y recuperar el sueño perdido.
—Yo haré la segunda —dijo ella—, quiero estar de guardia entre dos luces. Comprendo que estoy monopolizando las horas más apropiadas para su aparición. Pero este asunto tiene más importancia para mí que para ninguno de ustedes.
Simon la ayudó a retirar los platos del café. Ella se fue a descansar inmediatamente.
—Estaré mucho más fresca luego si duermo un poco la siesta. Debería usted hacer lo mismo. Fue muy amable por su parte el levantarse a media noche para acompañarme.
—Bueno, parece que no me van a necesitar hasta mañana por la mañana —dijo el Santo—. Estaré por los alrededores leyendo o husmeando; ya estoy casi tan interesado en el Nisseag como ustedes.
Volvió a tomar el libro que había dejado en el estudio y empezó a leer mientras la casa iba quedando en silencio. Annie Clanraith se había ido antes de la comida, llevándose una carpeta para poder continuar su trabajo en casa.
Apoyó el libro sobre sus rodillas y quedó pensativo, medio tumbado en el sofá. Era ésta su forma de intentar resolver problemas complicados; se relajaba hasta que su mente quedaba en blanco, y entonces las impresiones subconscientes podían desarrollarse de modo que finalmente llegaba a formular conclusiones casi tan concretas como si hubiese tenido un conocimiento absoluto del problema. Estuvo mirando al techo pensativamente durante bastante tiempo y continuó meditando con los ojos cerrados.
Noel Bastion le despertó al entrar en la habitación mientras canturreaba en voz baja. El biógrafo de Wellington se excusó inmediatamente.
—Lo siento, señor Templar. Creí que estaba en su habitación.
—No tiene importancia —dijo Simon.
El Santo miró el reloj y quedó sorprendido por lo que había dormido. Añadió:
—Estaba dándole vueltas al caso y debo haberme dormido sin darme cuenta.
—Eleanor me relevó hace una hora. No he visto ni señal del monstruo.
—No le oí entrar.
—Suelo caminar sin hacer ruido. Creo que es un hábito que adquirí en los comandos, mi mujer dice que si pudiese caminar como yo, tendría bastantes más trofeos en su colección.
Bastion se acercó a uno de los libreros y tomando un libro, empezó a hojearlo como si buscase una cita.
—He tratado de adelantar algo en mi trabajo, pero con este lío es bastante difícil concentrarse.
Simon se levantó desperezándose.
—Supongo que tendrá que acostumbrarse a trabajar sin condiciones óptimas si sigue con este pluriempleo de cazador de monstruos en el que va a emplear diez años. ¿No es ése el tiempo que Eleanor está dispuesta a esperar?
—Me alegraría mucho que lo descubriese algunos años antes.
—Estaba leyendo en este libro. Algo más que una leyenda, que en 1934, cuando la expectación por el monstruo estaba en su punto culminante, un tal Sir Edward Mountain contrató un grupo de hombres y organizó una vigilancia sistemática, tal como usted propone, ahora bien, repartiéndose alrededor de todo el lago. La vigilancia se prolongó uno o dos meses y consiguieron varias fotografías de algunos remolinos en el centro del lago. De todas formas, como pruebas eran muy confusas y no fueron aceptadas científicamente.
Bastion dejó el libro en el estante.
—Usted no acaba de creer todo esto, ¿verdad?
—Lo que me he estado preguntando —explicó el Santo— es por qué un monstruo con tales dientes y tan potentes mandíbulas dejó al perro casi hecho papilla, pero sin embargo no se comió ni un trocito.
—Puede que no sea carnívoro. Un elefante furioso posiblemente pueda aplastar a un hombre hasta convertirlo en pulpa, aunque no se moleste en comérselo. El perro, por alguna razón, pudo haberle irritado, quizá por estar siempre ladrando a todas las cosas.
—Según las declaraciones que han hecho ustedes, no se oyeron ladridos. Aunque, por otra parte, estoy seguro de que la oveja no molestaría al monstruo con sus balidos. Tengo entendido que no se ha encontrado rastro de la oveja, ¿no?
—Eso es lo que dice Clanraith, pero como no tenemos pruebas de la culpabilidad del monstruo, igual pudo haber sido robada por algún vagabundo.
—Sin embargo, la desaparición de la oveja pudo haber dado a alguien la idea de inventar la leyenda del monstruo ladrón.
Bastion sacudió la cabeza dubitativamente.
—Pero es un hecho que el perro le ladraba a todo el mundo —señaló con insistencia.
—Excepto a la gente que conocía —contestó el Santo, poniendo no menos ahínco en su respuesta—. Todo perro, por muy fiero que sea, es vulnerable por unas cuantas personas. Por usted, por ejemplo. Si usted hubiese querido, habría podido acercarse a él, y si el perro estaba soñoliento, su única reacción ante la presencia del amo habría sido abrir un ojo, y después de cerrarlo, volver pacíficamente a su sueño. Esta es, prácticamente, la cuestión. ¿Están ustedes absolutamente seguros que no había nadie más a quien el perro tuviese la suficiente confianza como para ni siquiera moverse?
Bastion se retorció el bigote pensativamente:
—No sé qué decir. Es posible que Fergus Clanraith gozase de su confianza.
Simon se sorprendió.
—Pero me pareció que no sentía precisamente un gran amor por su perro.
—Quizá no lo apreciase mucho. Pero debía conocerlo muy bien. A Eleanor le gusta mucho pasear por el campo, y el perro solía ir con ella. La mayoría de las veces tenían que cruzar las tierras de Clanraith y a menudo se paraba a charlar con él. Además, ella me dijo alguna vez que Fergus se llevaba muy bien con el perro. A decir verdad, yo me quedé muy extrañado. Ella admitió que Clanraith era un tipo extraño, lleno de ideas nacionalistas, pero Eleanor es medio escocesa y se inclina más bien a perdonarle. No me extrañaría que, aunque sea un poco raro, tenga alguna cualidad que le haga atractivo a un perro. También es posible que su hija tuviese la misma confianza; además, Annie es una chica bastante atractiva.
—A esta última afirmación —le interrumpió por fin el Santo—, sí, supongo que para cierto tipo de hombre, a cierta edad y en ciertas circunstancias, su atractivo puede llegar a ser bastante peligroso.
Ante esta respuesta, Noel Bastion adquirió una expresión pensativa mientras se planteaba la viabilidad de dos comentarios, sin decidirse al fin por ninguno de ellos.
Trató entonces de disimular esa pausa que había surgido en la conversación, tomando ostentosamente el reloj que descansaba sobre la cómoda.
—Perdón, pero se me está haciendo tarde, y Eleanor me pidió que le llevase un termo con té caliente a las cinco. No sabe qué hacer si no cumple este requisito, ni siquiera cuando espera la aparición de un Nisseag.
Bastion salió de la biblioteca y Simon fue con él hasta la cocina, donde había una tetera en la que se oía bullir el agua. Observó cómo su anfitrión escogía cuidadosamente varias hojas para preparar la infusión.
—Verá, mayor —dijo—, no soy un detective propiamente dicho, ni siquiera un detective privado.
—Lo sé. Si no me equivoco, yo diría que usted suele estar en la orilla opuesta.
—También es verdad. Lo que pasa es que a veces, sin comerlo ni beberlo, me meto en situaciones que lo único que necesitan es un poco de deducción, y algunas veces sorprendo a todo el mundo sacando conclusiones brillantes. Sin embargo, y como regla general, prefiero evitar el delito a resolverlo. Es más o menos lo que dicen sus libros de táctica militar: que una pequeña acción preventiva puede evitar grandes contraataques.
Mientras tanto, el mayor había echado el agua hirviendo en un cazo y estaba abriendo un termo para poder llevárselo a su esposa.
—En este caso, ha llegado usted un poco tarde para evitarlo, puesto que el delito ya se ha cometido, si es que ha sido tal.
—No es absolutamente cierto que el delito exista ya. Sobre todo, si la muerte de «Golly» no era más que un primer paso, algo que reforzase la historia de la oveja perdida y preparase el camino para que la siguiente víctima del monstruo fuese una persona. Si la primera víctima hubiese sido un ser humano, la explicación a que éste había sido muerto por el monstruo tendría mucho menos adeptos que ahora, cuando ya muchos creen que hay dos muertos en su haber.
Bastion puso un poco de azúcar y leche en el cazo, y con la seguridad que da la práctica, quitó la tapadera para oler la infusión y empezó a removerla.
—Pero, por Dios, señor Templar, ¿quién habría podido tratar a un perro de esta manera como no fuese un maniático o un sádico?
Simon encendió un cigarrillo. Ahora estaba absolutamente seguro, y su seguridad le dio una gran calma.
—Un matarife profesional —dijo—. Hay bastantes, y no están fichados por la policía. Se trata simplemente de gente a quien su temperamento y hábitos han dotado de gran dureza ante la muerte. Pero no son sádicos; normalmente son amables con los animales y con las personas, siempre que sea útil. Pero en el fondo, los miran a todos como objetos suprimibles, así que, si llega un momento en que lo creen necesario, son capaces de sacrificarlos sin ningún remordimiento.
—Clanraith es granjero y tengo entendido que cría animales para venderlos a los mataderos —dijo Bastion casi en un murmullo—. De todas formas, y pese a que no me cae nada bien, me es muy difícil creer que es tal y como usted pinta a estas personas.
—¿Cree usted, entonces, que deberíamos buscar a otro culpable?
Bastion llenó el termo y lo cerró.
—¡Maldito si lo sé! Me gustaría poder meditarlo con calma. Le llevaré el té a Eleanor.
—Le acompaño —dijo el Santo.
Fuera, la oscuridad se extendía rápidamente y había una neblina que limitaba la visibilidad todavía más. Desde el jardín no se podía ver más allá del huerto.
—Es, naturalmente, muy difícil para una persona ordinaria —continuó Simon, con insistencia— imaginarse que alguien viviendo con otra persona como marido y mujer, y compartiendo una vida normal, de pronto cambie y mate a su cónyuge. No tiene por qué dudarlo; los cementerios y las prisiones están llenos de estos tipos, y hay todavía más, fuera de ellos, que lo hicieron con la suficiente limpieza como para no ser descubiertos, o que lo están planeando ahora. Por lo menos la mitad de las veces es a causa que el matrimonio se ha ido haciendo un tanto aburrido y ha aparecido alguien más atractivo en su círculo. Entonces, por alguna razón tonta, generalmente en conexión con el dinero, el asesinato comienza a parecer bastante mejor solución que el divorcio.
Bastion aflojó el paso y casi se dio la vuelta, mientras parecía querer atravesar a Simon con sus ojos. Tenían un aspecto sombrío por el carácter que le daban sus grandes cejas contraídas.
—No sé adonde quiere llegar, señor Templar, pero no me gusta lo que está insinuando.
—No lo he dicho con la intención de que le gustara. Estoy tratando de impedir un asesinato. Permítame que le confiese algo: mientras usted y Eleanor dormían tranquilamente, o vigilaban el lago, he curioseado bastante por la casa. Puede que esto lo considere una falta contra las normas de la hospitalidad, pero es mucho menos complicado que obtener un permiso de registro. ¿Se acuerda usted de aquellas señales que había en la tierra, junto al perro muerto, de las que afirmé que no podían haber sido hechas por otra cosa que no fuesen unas garras? Pues bien, encontré un arpón entre los trastos de pesca, que muy bien pudo haberlas hecho; además, la punta tenía señales de haber sido rayada recientemente e incluso algo de barro que costaría poco hacer analizar. No he estado en la buhardilla y por lo tanto no he podido encontrar ninguna cabeza de tiburón disecada a la que le faltasen varios dientes, pero apostaría cualquier cosa a que si Mackenzie hiciese un registro la encontraría. Tampoco he encontrado todavía una estaca a la que se le hayan clavado los dientes del tiburón, porque todavía no he conseguido acercarme al lago solo; pero creo que no sería necesario hacer un registro muy minucioso para encontrarla. Probablemente estará escondida entre algún matojo esperando ser utilizada en el momento en que la cabeza para la que está destinada quede de espaldas.
El mayor Bastion se había quedado completamente inmóvil y no sabía cómo reaccionar.
—No es usted más que un charlatán entrometido —contestó muy nervioso—. ¿Tiene usted la impertinencia de sugerir que intento asesinar a mi mujer para heredar su dinero y escaparme con la hija de un granjero? Permítame decirle que en nuestro matrimonio soy yo el que tiene el dinero, y…
—Estúpido egoísta —respondió Simon con sorna—. No he sospechado semejante cosa ni por un momento, desde que su esposa se me insinuó claramente. Es obvio que no es una mujer tonta, y ninguna mujer inteligente expondría una relación sólida con usted por un flirt sin importancia con un invitado. ¿Es que no ha leído nunca El amante de lady Chatterley o el Informe Kinsey? ¿Y no se le ha ocurrido que una mujer de carácter, como Eleanor, y precisamente porque no es ninguna niña tonta, podría llegar a aburrirse con un marido que sólo se preocupa de las campañas de Wellington?
Noel Bastion abrió la boca y cerró los puños, pero no llegó a realizar ninguno de sus dos deseos. En ese momento se oyó el grito.
Era un grito desgarrado y agudizado por un terror sobrehumano. Rasgó la quietud del atardecer como una descarga eléctrica que erizó los cabellos del Santo. El grito no cesaba, sino que ululaba una y otra vez con extrañas cadencias producidas por la histeria.
Durante un momento ambos quedaron como petrificados; entonces, Bastion se volvió y corrió locamente, atravesando la pradera en la dirección en que venía el sonido.
—¡Eleanor! —aulló como un loco, con una voz casi tan aguda como los chillidos.
Corría con tanta rapidez que el Santo tuvo que emplear todas sus energías para poder alcanzarle en la carrera. No logró hacerlo hasta que Bastion tropezó, casi cayendo, con algo que yacía en el camino. Simon lo había visto sólo un momento antes de que Bastion tropezase, y se desvió ligeramente identificándolo mecánicamente por el brillo acerado de un cañón de rifle.
Y entonces, mirando al frente, pudo ver a través de la niebla azulada algo que jamás hubiera podido creer, pero cuyo recuerdo iba a perseguirle durante el resto de sus días. Algo de un color gris negruzco, viscoso y cubierto de escamas; era una masa enorme y amorfa, de la que emergía una cabeza y un cuello de forma semejante a los de un reptil, en los que sobresalían unas extrañas protuberancias, y unas terribles mandíbulas en las que se debatía una figura humana, de la que surgían los gritos y que intentaba en vano golpear al monstruo con una estaca de forma extraña…
Con un gemido incoherente, Bastion tomó el rifle que yacía a sus pies y disparó. La horrenda masa se agitó al recibir el disparo y ambos pudieron oír, aún atontados por el rugido del rifle, el nauseabundo crujido de las enormes mandíbulas al cortar bruscamente el último grito.
El monstruo echó el enorme cuello hacia atrás y les lanzó con gran fuerza lo que había sido un ser humano. Cayó junto a ellos con un sonido seco, mientras el monstruo se retiraba, quedando oculto por la vaporosa niebla del lago. Más tarde, se oyó el ruido que producía un enorme cuerpo al sumergirse y sólo entonces dejó Bastion de disparar.
Finalmente, el biógrafo de Wellington se arrodilló junto al cuerpo de su esposa. Simon la miró y pudo ver que una de sus manos todavía sujetaba espasmódicamente el extremo de una estaca, en la que se había incrustado una fila de dientes de tiburón. Ahora, al verla mejor, pudo apreciar que no era un arma hecha en casa, sino probablemente un recuerdo de alguna expedición al sur del Pacífico. Sin embargo, no se podía acertar todo, incluidos los detalles. Hasta que no vio a Bastion con la cabeza inclinada ante la mujer que había planeado asesinarle, el Santo no había esperado jamás quedar conmovido de un modo tan irracional como lo hizo.
«¡Dios mío! —pensó—, ahora sé que me estoy haciendo viejo.»
Pero en voz alta, dijo:
—Trabajó incansablemente para convencer a todo el mundo de la existencia del monstruo. Si a usted le parece, podemos dejar las cosas tal como están. Afortunadamente he sido testigo de lo que acaba de ocurrir. No creo necesario tener que mencionar esto.
Separó los dedos sin vida y recogiendo la estaca se la llevó hacia la casa, desde donde iba a telefonear a Mackenzie.