Al principio supuso que le habían suspendido. Una suposición razonable, puesto que en su primer intento había sacado un vergonzoso 43. Pero cuando pasaron dos semanas y seguía sin saber nada del Tribunal de Examen, se preguntó si sería posible que hubiera aprobado por los pelos. No veía cómo podía haberlo conseguido. El examinador, un pedante canoso y ajado cuyo nombre olvidó instantáneamente, había sido hostil y agresivo desde el primer momento, diciéndole a Barry que su apretón de manos era demasiado sincero. Primero dirigió la conversación a los posibles peligros de los baños de sol excesivos, lo cual era, probablemente, una crítica indirecta al bronceado de Barry y al ocio que tal bronceado implicaba; luego empezó a hablar sobre la posibilidad de que los delfines fueran tan inteligentes como las personas. Barry, que había entrado en el cubículo resuelto a jugárselo todo a la táctica del candor absoluto, dijo, uno, que era demasiado joven para preocuparse por el cáncer de piel y, dos, que los animales sólo le interesaban como carne. Esto hizo que al examinador pasara al tema de las experiencias psíquicas de una mujer sobre la cual había leído en el Reader’s Digest. Barry no lograba encontrar ningún asidero en la lisa fachada de la palabrería compulsiva del hombre. Tenía la sensación, cada vez más, de que él estaba calificando y el viejo cretino era quien se examinaba, lo cual no presagiaba nada bueno. Finalmente, cuando faltaban diez minutos para la hora, se levantó y se fue. Esto no era, estrictamente hablando, una infracción, pero implicaba que se había llegado a alguna conclusión, lo que no era el caso, desde luego; le había entrado el pánico, pura y simplemente. Fue una metedura de pata por la que, naturalmente, temió lo peor, es decir, una carta encabezada: Estimado Aspirante («Lamentamos informarle, etc…»). Pero quizá el viejo cretino le había puesto las cosas difíciles deliberadamente, para probarle; posiblemente sus reacciones no habían sido totalmente inadecuadas. Posiblemente, había aprobado.
Cuando pasaron otras dos semanas sin que el Tribunal de Examen dijera ni pío, no pudo aguantar la incertidumbre por más tiempo y fue a la calle Centro para rellenar un formulario en el que, básicamente, pedía que le dijesen cuál era su posición. Un empleado codificó el formulario y lo metió en la computadora. La computadora dio instrucciones a Barry para que rellenara otro formulario, dando más detalles. Afortunadamente, había traído los datos que quería la computadora, y llenó el segundo formulario allí mismo. Después de una espera de menos de diez minutos, su número se iluminó en el tablero, y le dijeron que fuese a la ventanilla 28.
La ventanilla 28 era la que entregaba los permisos. ¡Había aprobado!
—He aprobado —anunció, incrédulo, a la empleada de la ventanilla.
La empleada tenía en la mano el permiso con su nombre, Barry Riordan. Lo introdujo en la ranura de una máquina gris, que respondió con un imperativo clic. Ella deslizó el permiso bajo la rejilla.
—¿Sabe? Aún no puedo creerlo. Aquí está mi permiso; es realmente increíble.
La empleada señaló la chapa de Prohibido Hablar que llevaba en el escote de su camiseta.
—Oh, perdón. No me había dado cuenta. Bueno… gracias.
Le sonrió, con una sonrisa de culpabilidad y conmiseración, y ella le devolvió una sonrisa mecánica de el-siguiente-por-favor.
Él no miró el permiso hasta que estuvo en la calle. Por la parte de atrás había un impreso:
IMPORTANTE
«Debido al error de sobrecarga de los recientes sistemas, los resultados de su examen del 24 de agosto han sido borrados. Por lo tanto, de acuerdo con el Artículo 9 (c), Sección XII, de la Ley Revisada de Comunicaciones Federales, se le expide un Permiso Temporal, válido por tres meses desde la fecha de expedición, sujeto a las restricciones expuestas en el Apéndice II del Manual de Comunicaciones Federales (18 edición).
»Puede usted volver a solicitar un examen en cualquier momento. Una puntuación de la escala ocho o superior le garantiza la supresión de todas las restricciones, y recibirá usted inmediatamente su Permiso Permanente. Una puntuación de la escala seis o siete no afectará la validez de su Permiso Temporal, aunque la fecha de caducidad puede extenderse por este medio por un período de hasta tres meses. Una puntuación de la escala cinco o inferior dará como resultado la retirada de este Permiso Temporal.
»Se recomienda a quienes posean un Permiso Temporal que estudien el Capítulo Nueve (“El Permiso Temporal”) del Manual de Comunicaciones Federales. Recuerde que la comunicación personal, directa e interactiva, es una de nuestras más valiosas herencias. Utilice su permiso juiciosamente. No abuse del privilegio de la libertad de palabra».
Así que, en realidad, no había aprobado el examen. O quizá sí. Nunca lo sabría.
Su euforia inicial se desvaneció y le dejó con su habitual y plana sensación de incongruencia personal. Metió el permiso en la funda de su documento de identidad, sintiéndose un estafador completo, un don nadie pretendiendo ser alguien. Si hubiera obtenido una escala uno le habrían concedido este permiso igual que si hubiera obtenido la diez. Y sabía, con una seguridad apriorística, que no lo había hecho muy bien. Lo más que había esperado eran otros siete puntos, justo lo suficiente para pasar el límite de la escala seis. En lugar de eso, había tenido una estúpida suerte.
No te preocupes, se aconsejó a sí mismo. Lo peor ha pasado. Tienes el permiso. Cómo lo conseguiste, no importa.
Sí, ya, replicó otra voz interior menos amable. Ahora sólo necesitas tres avales. Mucha suerte.
Bueno, los conseguiré, insistió, esperando impresionar a la otra voz con la autenticidad y la vitalidad de su confianza en sí mismo. Pero la otra voz no se impresionó, así que en vez de ir directamente de la calle Centro al habladero más próximo para celebrarlo, cogió el metro y se pasó la tarde en casa, viviendo un fascinante documental sobre las estructuras del calcio, y luego Circo de Celebridades, con Willy Marx. Willy tenía cuatro invitados: una famosa prostituta, un contable de impuestos que acababa de publicar sus memorias, un cómico que hizo un número surrealista sobre un habladero para niños de cinco años, y un novelista con un defecto de dicción que se metió en una discusión con el cómico sobre si su número era esencialmente verdadero o injustificadamente cruel. En medio de la discusión, a Barry le entró un espantoso dolor de cabeza, se tomó dos aspirinas y se fue a la cama. Justo antes de dormirse, pensó: podría llamarles y decirles lo que yo pienso.
¿Pero qué pensaba?
No lo sabía.
Ese, en tres palabras, era el problema de Barry. Al fin tenía un permiso y podía hablarle a quien quisiera, pero no sabía de qué hablar No tenía ideas propias. Estaba de acuerdo con cualquier cosa que dijese cualquiera. El número había sido al mismo tiempo esencialmente verdadero e injustificadamente cruel. Demasiados baños de sol, probablemente, eran peligrosos. Los delfines eran, probablemente, tan listos como las personas.
Afortunadamente para su ánimo, este estado de angustia no le duró mucho. Barry no lo permitió. A la noche siguiente se fue a Partyland, un habladero de la calle 23 que se había anunciado mucho en el programa de noche de la tele. Al acercarse a la espuma de luces que sobresalían encima de la entrada, Barry sintió un vacío de excitación en el estómago y un hormigueo en la garganta y en la lengua.
Había una cola corta, y en un momento estuvo delante de la taquilla.
—¿Círculo? —preguntó la taquilla.
Él miró la lista de precios.
—Segundo —dijo, y metió su tarjeta de crédito en la ranura adecuada.
—Permiso, por favor —dijo la taquilla, al tiempo que se encendía una flecha que señalaba otra ranura.
Él introdujo el permiso en esta ranura, se oyó un timbre y ¡ya! Estaba dentro de Partyland, subiendo por la gran escalera azul hacia su primera experiencia de primera mano de la comunicación personal directa e interactiva. No un ejercicio de clase, ni una sesión de terapia, ni una entrevista laboral, ni una reunión ecuménica, sino una auténtica conversación, espontánea, sin planificar, y enteramente suya.
El acomodador que le condujo a su asiento del segundo círculo se sentó a su lado y empezó a hablarle de unos almacenes japoneses que cubrían una extensión de dieciséis acres y medio, tenían treinta y dos restaurantes, dos cines y una zona de juego para los niños.
—Es fascinante, ¿no? —concluyó el acomodador, después de darle más datos sobre estos extraordinarios almacenes.
—Supongo que sí —dijo Barry sin comprometerse. No podía imaginar por qué quería el acomodador hablarle de unos almacenes en Japón.
—No recuerdo dónde lo he leído —dijo el acomodador—. En alguna revista. Bueno, mézclese con la gente, diviértase, y si quiere pedir algo, hay una consola que sale de esa mesa.
Hizo una demostración. Continuó inclinado sobre la butaca de Barry, sonriente, hasta que éste comprendió que esperaba una propina. Sin tener idea de cuánto era lo acostumbrado, le dio un dólar, lo cual sirvió, porque se marchó.
Se quedó en su mullida butaca, contento de estar solo y poder percibir el tamaño y el atractivo del lugar. Partyland era un interminable cuarto de estar burgués, un panorama de todo lo que era delicado, elegante y de buen gusto. Al menos desde el segundo círculo parecía interminable. Según los anuncios, tenía un aforo de 780 asientos, pero esta noche no era una de sus grandes noches, y muchos sitios estaban vacíos.
A intervalos que variaban imprevisiblemente, el mobiliario de este cuarto de estar se redistribuía y te encontrabas, de pronto, cara a cara con un nuevo compañero de conversación. También podías, por unos cuantos dólares, alquilar un sofá o una butaca que podías conducir a tu gusto por entre las sillas, eligiendo a tu interlocutor en vez de dejarlo al azar. Relativamente pocos clientes de Partyland preferían esta opción, ya que la idea básica del sitio era recostarte en tu asiento y dejar que se desplazara.
La música de fondo pasó de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi a un pot-pourri de Sondheim, y todos los asientos de la zona de Barry levantaron repentinamente a sus ocupantes y les trasladaron, con las piernas colgando, a su próximo destino conversacional. Barry se encontró sentado junto a una chica que llevaba un traje de noche de terciopelo rojo y un sombrero con plumas de papel y poliedros. La cinta del sombrero decía: «Soy una fresca de Partyland».
—Hola —dijo la chica, con un tono que pretendía transmitir un mundano hastío, pero sonaba a simple aburrimiento—. ¿Qué hay?
—Fantástico, realmente fantástico —dijo Barry con sincero calor.
Él siempre había puntuado bien en la etapa preliminar de la comunicación básica, que era por lo que le había sentado tan mal el comentario del examinador sobre su apretón de manos. No había nada falso en su apretón de manos, y él lo sabía.
—Me gustan tus zapatos —dijo ella.
Barry se miró los zapatos.
—Gracias.
—Generalmente, me gustan mucho los zapatos —continuó ella—. Creo que se podría decir que soy una loca de los zapatos —añadió, con una risita desmayada.
Barry sonrió, sin saber qué decir.
—Pero los tuyos son especialmente bonitos. ¿Cuánto te costaron, si no te molesta que te lo pregunte?
Aunque sí le molestaba, no tuvo valor de decírselo.
—No recuerdo. No mucho. No son nada especial, en realidad.
—A mí me gustan —insistió ella. Luego, añadió—: Me llamo Cenicienta. ¿Y tú?
—¿De veras?
—De veras. ¿Quieres ver mi DNI?
—Mm.
Ella rebuscó en la funda de su DNI, que era del mismo terciopelo del vestido, y sacó su permiso. Era azul, como el de él (un Permiso Temporal), y, como el suyo, tenía una grapa en la parte superior izquierda.
—¿Ves? —dijo—. Cenicienta B. Johnson. Fue idea de mi madre. Tenía un sentido del humor verdaderamente raro. Murió ya. ¿Te gusta?
—¿El qué?
—Mi nombre.
—Oh, sí, claro.
—Es que a algunas personas no les gusta. Piensan que es artificioso. Pero yo no puedo remediar el nombre con el que nací, ¿verdad?
—Iba a preguntarte…
La cara de ella adquirió la expresión atenta, pero boba, de un concursante de la tele.
—Pregunta, pregunta.
—La grapa que hay en tu permiso… ¿por qué está ahí?
—¿Qué grapa? —replicó ella, poniéndose rígida de sospecha instantáneamente, como una liebre que olfatea a un depredador.
—La de tu permiso. ¿Sujetaba algo, antes?
—Algún impreso… no sé. ¿Cómo voy a recordar algo así? ¿Por qué lo preguntas?
—Porque hay una igual en el mío.
—¿Y qué? Te diré que éste es un tema de conversación perfectamente estúpido, por si quieres saberlo. ¿No vas a decirme tu nombre?
—Ah… Barry.
—Barry ¿qué?
—Barry Riordan.
—Un nombre irlandés: eso lo explica todo.
Él la miró interrogativamente.
—De ahí has debido sacar tus dotes para la charla. Debes de haber besado la piedra de Blarey.
Está loca, pensó.
Pero era una loca aburrida, no interesante. Se preguntó cuánto tiempo tendrían que seguir charlando antes de que los asientos se desplazaran otra vez. Parecía una pérdida de tiempo hablar con otra temporal, puesto que sólo podía obtener los avales que necesitaba de gente que tuviera Permisos Permanentes. Claro que, probablemente, la práctica le vendría bien. No puedes esperar que te gusten todas las personas que conoces, como el Manual de Comunicaciones no se cansaba de señalar, pero siempre puedes intentar causar buena impresión. Algún día conocerás a alguien a quien sea crucial caerle bien, y entonces, esa práctica te será muy útil.
Una buena teoría, pero, mientras tanto, tenía el problema inmediato del tema concreto de conversación.
—¿Has oído hablar de los almacenes gigantes, de Japón? —le preguntó—. Cubren dieciséis acres.
—Dieciséis y medio —corrigió ella—. Tú también debes de leer Tema.
—Mm.
—Es una revista fascinante. Yo la leo todas las semanas. A veces, estoy demasiado ocupada, pero generalmente la hojeo, por lo menos.
—¿Ocupada haciendo…?
—Exactamente. —Ella bizqueó, mirando al otro lado de la vasta y elegante extensión de Partyland, luego se puso de pie y saludó con la mano—. Creo que he reconocido a alguien —dijo, excitada, arreglándose las plumas de papel con la mano libre.
A lo lejos, alguien respondió a su saludo. Cenicienta desprendió uno de los poliedros de su sombrero y lo dejó sobre la silla.
—Así recordaré cuál es —explicó. Luego, contrita—. Espero que no te importe.
—En absoluto.
Una vez solo, no pudo dejar de pensar en la grapa que había en el permiso de ella. Era como la pista, aparentemente insignificante, de una novela policíaca, por la cual se va desvelando todo el misterio. Porque sugería claramente que a ella también le habían concedido el beneficio de la duda, que tenía el permiso, no porque su puntuación le diera derecho a ello, sino gracias al Artículo 9 (c), Sección XII. ¡Qué pena estar clasificado en la misma categoría que semejante idiota! Probablemente, Partyland estaba lleno de gente en la misma situación que ellos, todos esperando encontrar un propietario de Permiso Permanente que les avalara, en vez de lo cual tropezaban unos con otros.
Una idea altamente deprimente, pero no por eso sacó la consola para elegir un remedio en la carta. Sabía por larga experiencia que cualquier cosa que le hiciera sentirse notablemente más alegre, tendía a ponerle en un estado de huida en el cual la conversación, en el sentido lineal, se hacía casi imposible. Así que pasó el tiempo hasta el próximo cambio calculando, mentalmente, la raíz cuadrada de varios números de cinco dígitos. Luego, cuando tuviera la solución, la comprobaría en su calculadora. Había obtenido cinco respuestas correctas, cuando su asiento retrocedió, gracias a Dios, y le llevó hacia… ¿Sería la pareja, encadenada por las muñecas, del sofá azul? No, en el último momento, su asiento giró a la izquierda y se detuvo frente a una mecedora de madera, vacía. Un cartel sobre el asiento decía: «Me encuentro un poco mal. Vuelvo dentro de cinco minutos».
Barry ya se estaba haciendo a la idea de continuar con números de seis dígitos, cuando se le acercó una mujer en un sofá verde y le preguntó qué clase de música le gustaba.
—Cualquiera, en realidad.
—Cualquiera o ninguna viene a ser lo mismo.
—No, en serio. Cualquier cosa que toquen, generalmente, me gusta. ¿Qué está sonando ahora? Me gusta.
—Muzak —dijo ella despectivamente.
De hecho, seguía siendo el pot-pourri de Sondheim, pero él lo dejó correr. No valía la pena tener una discusión.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Simulo un trabajo que Citibank está desarrollando para otra corporación, pero sólo en condición de auxiliar. El año que viene empezaré a trabajar la jornada completa.
Ella hizo una mueca.
—Eres nuevo en Partyland, ¿no?
Él asintió.
—Esta noche es la primera vez. En realidad, es la primera vez que he estado en un habladero. Me dieron el permiso ayer.
—Bueno, bien venido al club. —Con una sonrisa que parecía una mueca—. Supongo que estarás buscando avales.
El tuyo no, deseó decirle. En lugar de hacerlo, miró hacia los desplazamientos de un conjunto de asientos en otro círculo, a lo lejos. Solamente cuando todos los asientos se habían colocado, volvió a dirigir la vista a la mujer que estaba junto a él. ¡Se dio cuenta con un chispazo de emoción de que acababa de hacer su primer desaire!
—¿Qué te dijo Freddy cuando entraste? —preguntó ella en tono conspiratorio, si no francamente amistoso. (Evidentemente había percibido el desaire.)
—¿Quién es Freddy?
—El acomodador que te llevó a tu asiento. Le vi sentarse y hablarte.
—Me habló de unos almacenes japoneses.
Ella asintió con aire de enterada.
—Claro, debí suponerlo. Freddy cobra de Tema y ése es uno de los artículos de esta semana. Me pregunto cuánto le pagarán. La semana pasada el artículo de portada era sobre Ireina Khokolovna, y Freddy no hacía más que hablar de ella.
—¿Quién es Ireina Khokolovna?
Lanzó un solo y despectivo grito.
—¡Creí que te gustaba la música!
—Y me gusta —protestó él.
Pero estaba claro que había fallado en una prueba importante. Con un suspiro de cansancio y una sonrisa triunfante, la mujer giró su sofá ciento ochenta grados y se fue en dirección a la pareja del sofá azul.
La pareja se levantó al unísono y la saludó con gritos de «¡Maggie!» y «¡Qué alegría!». Era imposible para Barry, sentado tan cerca y sin nadie con quien hablar, no escuchar su conversación, dedicada (sin duda, como reproche a su ignorancia) al último y fabuloso disco de Ireina Khokolovna para la Deutsch Grammophon. Daba el máximo en Schuman, su Wolf era comme ci, comme ça. Así y todo, Khokolovna, su Wolf, era mil veces superior al de Adriana Motta, o incluso al de Gwyneth Batterham, la cual, a pesar de su gran inteligencia, tenía una clara vacilación en su registro más alto. Y el asiento de Barry continuaba allí, pegado al suelo, mientras ellos seguían charlando en plan de entendidos. Deseó estar en casa, viendo la tele… o en cualquier sitio que no fuera Partyland.
—Yo, Ed —dijo el ocupante de la mecedora de madera, un joven de la misma edad, constitución y forma de peinarse que Barry.
—¿Perdón? —dijo Barry.
—He dicho que me llamo Ed —afirmó con pronunciación precisa.
—Oh. Yo, Barry. ¿Cómo estás, Ed?
Tendió la mano y Ed se la estrechó gravemente.
—Sabes, Barry —dijo—, he estado pensando en lo que has dicho y creo que todo el problema son los coches. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Desarrolla la idea —sugirió Barry.
—Bien. Esto de los coches es… Bueno, yo vivo en Elizabeth, al otro lado del río, ¿sí? Por lo tanto, siempre que vengo aquí tengo que conducir, ¿sí? Se podría pensar que es un latazo, pero yo siempre me siento sensacional. ¿Sabes?
Barry asintió. No entendía específicamente lo que Ed decía, pero sabía que estaba de acuerdo con él.
—Me siento… libre. Si no suena demasiado ridículo. Siempre que conduzco mi coche.
—¿Qué coche tienes?
—Un Toyota.
—Bueno. Muy bueno.
—Creo que no soy el único en ese sentido.
—No, yo diría que no.
—Los coches son libertad. Así que toda esa palabrería sobre la crisis energética se reduce a… —Se calló de pronto—. Creo que tengo una fuga.
—Me parece que sí. Pero no importa. A mi también me ocurre. Ya se te pasará.
—Oye, ¿cómo te llamas?
—Barry. Barry Riordan.
Ed tendió la mano.
—Yo soy Ed. Oye, ¿estás intentando conseguir un aval?
Barry asintió.
—¿Tú también?
—No. De hecho, creo que todavía me queda uno. ¿Lo quieres?
—Dios —dijo Barry—. Sí, claro.
Ed sacó su funda del DNI, cogió su permiso, despegó con la uña la pegatina del aval de la parte posterior del permiso, y se la ofreció a Barry.
—¿Estás segura de que me quieres dar esto? —preguntó Barry, incrédulo, con el papelito blanco pegado en la punta de un dedo.
Ed asintió.
—Me recuerdas a alguien.
—Bueno, te lo agradezco enormemente. Quiero decir, apenas me conoces.
—Cierto —dijo Ed, asintiendo con más vigor—. Pero me gustó lo que dijiste de los coches. Tenía mucho sentido.
—Sabes —estalló Barry, en un súbito acceso de animación confidencial—. Me siento confuso la mayor parte del tiempo.
—Ya.
—Pero nunca puedo expresarlo. Todo lo que digo parece tener más sentido que lo que siento dentro de mí.
—Cierto, cierto.
La música cambió del pot-pourri de Sondheim a la segunda cara de Las cuatro estaciones, y el asiento de Barry se elevó y le trasladó hacia la pareja del sofá azul, mientras Ed, balanceándose en la mecedora, era transportado en dirección opuesta.
—Adiós —le gritó Barry, pero Ed estaba ya comatoso o fuera del alcance de su voz—. ¡Y gracias otra vez!
Los Mackinnon se presentaron. Él se llamaba Jason, y ella, Michelle. Vivían bastante cerca, en West 28, y les interesaban, principalmente, los programas de televisión que habían visto cuando eran jóvenes, sobre los cuales estaban muy bien informados. Pese a una primera impresión mala, debido a que les asociaba con Maggie, la del sofá, Barry descubrió que le agradaban enormemente los Mackinnon, y, antes de que se produjera el siguiente desplazamiento, puso su asiento en la posición de BLOQUEO. Pasaron juntos el resto de la tarde, intercambiando nostálgicos comentarios, mientras tomaban café y pedazos del famoso pastel de pina de Partyland. A la hora de cerrar, Barry les preguntó si alguno de ellos le daría un aval. Dijeron que lo habrían hecho, ya que habían disfrutado mucho su compañía, pero, desgraciadamente, ya habían agotado su cupo anual. Parecían sentirlo de verdad, pero él tuvo la sensación de que había cometido un error al pedírselo.
Su primer aval resultó ser la suerte del principiante. Aunque fue casi todas las noches a un habladero distinto y prácticamente vivía en Partyland los fines de semana, que era cuando estaba más animado, no volvió a tener semejante suerte. No consiguió ni acercarse al ansiado objetivo. La mayoría de la gente que encontraba eran temporales, y los pocos propietarios de Permisos Permanentes que se mostraron amables con él, invariablemente habían agotado ya su cupo de avales, como los Mackinnon. O eso decían. A medida que pasaban las semanas y su ansiedad crecía, empezó a compartir la cínica pero muy extendida opinión de que mucha gente quitaba las pegatinas de sus permisos para que pareciera que las habían usado. Según Jason Mackinnon, un aval completamente desinteresado, como el que le dio Ed, era un fenómeno raro. El intercambio era la regla general, ya fuera en forma de dinero o de servicios prestados. Barry dijo (en broma, claro) que no le importaría vender su virtud por un aval, o preferiblemente, dos, a lo que Michelle replicó (muy en serio) que, por desgracia, no conocía a nadie que pudiera estar interesado en el tipo de Barry. Generalmente, observó, era gente más joven la que conseguía los avales poniéndose en oferta.
Por pura curiosidad, Barry se preguntó en voz alta de qué pago en metálico hablaban. Jason dijo que la tarifa normal, hacía un año, era de mil dólares por una sola pegatina; dos mil quinientos por un par, ya que se suponía que las personas que tuvieran dos huecos que llenar testarían mucho más desesperadas. Sin embargo, a causa de una reciente desproporción entre la oferta y la demanda, el precio actual de una era mil setecientos, y dos, cuatro mil. Jasón dijo que él podría arreglar una entrevista, si a Barry le interesaba ese precio.
—Les diré —dijo Barry— lo que pueden hacer con sus pegatinas.
—Oh, vamos —dijo Michelle para aplacarle—. Seguimos siendo sus amigos, mister Riordan, pero el negocio es el negocio. Si se tratara de nuestras pegatinas personales, no vacilaríamos en darle un aval absolutamente gratis. ¿Verdad, Jason?
—Por supuesto, sin duda.
—Pero somos intermediarios, comprenda.
Sólo tenemos una relativa flexibilidad en las condiciones que podemos ofrecer. Digamos, mil quinientos.
—Y tres mil quinientos por el par —dijo Jason—. Es una oferta definitiva. No encontrará nada mejor en ningún sitio.
—Lo que pueden hacer ustedes con sus pegatinas —dijo Barry decididamente— es metérselas en el culo.
—Desearía que no tomara usted esa actitud, mister Riordan —dijo Jason, como si lo lamentara sinceramente—. Usted nos agrada y hemos disfrutado con su compañía. De lo contrario, ciertamente no le ofreceríamos esta oportunidad.
—Mierda —dijo Barry. Era la primera vez que usaba una palabrota en la conversación, pero le salió muy convincente—. Ustedes sabían que mi permiso caduca pronto, y han estado alargando la cosa, con la esperanza de que me entrara el pánico.
—Hemos intentado ayudarle —dijo Michelle.
—Gracias. Ya me ayudaré yo.
—¿Cómo?
—Mañana volveré a la calle Centro y me examinaré otra vez.
Michelle Mackinnon se inclinó sobre la mesa de café que separaba el sofá azul de la butaca de Barry y le dio un cachete maternal en la mejilla.
—¡Estupendo! Así es como hay que responder a un desafío… ¡dando la cara! Seguro que aprueba. Después de todo, ya tiene tres meses de práctica. Ha adquirido usted mucha más fluidez últimamente.
—Gracias —se levantó para marcharse.
—Eh —Jason cogió la mano de Barry y se la apretó efusivamente—. No lo olvide, si consigue el Permiso Permanente…
—Cuando lo consiga —corrigió Michelle.
—Cierto, cuando lo consiga, ya sabe dónde encontrarnos. Siempre estamos aquí, en el mismo sofá.
—Son ustedes increíbles —dijo Barry—. ¿Creen de verdad que les vendería mis avales? Suponiendo… —golpeó la mesa barnizada— que pase el examen.
—Es más seguro —dijo Michelle— trabajar con un servicio de presentación profesional que intentar venderlos usted mismo. Aunque todo el mundo la viola, la ley sigue siendo la ley,, Los individuos que operan por su cuenta están expuestos a que los cojan, puesto que no tienen un arreglo con las autoridades. Nosotros sí. Por eso, a usted, por ejemplo, no le serviría de nada denunciarnos a la Oficina de Control de Comunicaciones. Otros lo han hecho antes, y no les valió de nada.
—Ninguno de ellos obtuvo el Permiso Permanente, además —añadió Jason con un guiño de amenaza.
—Estoy segura de que eso fue una coincidencia —dijo Michelle—. Después de todo, hablamos de dos casos solamente, y ninguno de los dos individuos en cuestión era especialmente brillante. Las personas inteligentes no serían tan quijotescas, ¿verdad?
Subrayó la pregunta con una sonrisa a lo Monna Lisa, y Barry, a pesar de toda su indignación y su rabia, no pudo evitar el devolvérsela. Cualquiera que pudiera dejar caer una palabra como «quijotesco» en la conversación normal y hacer que sonara tan natural, no podía ser mala del todo.
—No se preocupen —dijo, librando su mano de la de Jason—. Yo no soy del tipo quijotesco.
Pero, dicho por él, sonó falso. No era justo.
Barry era un hombre de palabra, y a la mañana siguiente fue a la calle Centro para hacer su tercer examen. La computadora le asignó a Marvin Kolodny, Doctor en Filosofía, en el cubículo 183. El título le preocupó. Esta vez hubiera podido manejar al viejo cretino que le tocó en agosto, pero ¿a un Doctor en Filosofía? Parecía que elevaban el nivel cada vez que él se presentaba. Pero sus preocupaciones se desvanecieron en el momento en que entró en el cubículo y vio que Marvin Kolodny era un hombre de veinticuatro años completamente corriente. Su vulgaridad era incluso algo inestable, como sí tuviera que pensar en ella, pero la mayoría de la gente a esa edad está consciente de sí en ese sentido.
Siempre es un trauma la primera vez que tropiezas con alguien que desempeña un puesto de cierta autoridad —un dentista, un psiquiatra, un policía— que es más joven que tú; pero esto no necesariamente conduce al desastre, siempre y cuando dejes claro desde el principio que tienes intención de ser deferente con ellos, y ésta era una actitud que Barry mostraba sin esforzarse.
—Hola —dijo Barry, con modélica deferencia—. Soy Barry Riordan.
Marvin Kolodny respondió con una juvenil sonrisa y le ofreció la mano. Llevaba una bandera americana tatuada en el antebrazo derecho. En un pergamino que rodeaba el asta de la bandera había la siguiente inscripción:
Derroquemos
entre todos
al Gobierno
de los Estados Unidos
por la Fuerza
y la Violencia.
En el otro antebrazo había una rosa toscamente trazada y su nombre debajo.
—¿Lo piensa de verdad? —preguntó Barry, asombrado por el tatuaje de Marvin, mientras se daban la mano. Logró hacer la pregunta sin que pareciera, en lo más mínimo, un desafío a la autoridad de Kolodny.
—Si no lo pensara —dijo Marvin—, ¿cree que lo llevaría tatuado en el brazo?
—Supongo que no. Pero es… tan… insólito.
—Yo soy un hombre insólito —dijo Marvin, recostándose en su silla giratoria y cogiendo una gran pipa.
—Pero esa idea —Barry indicó el tatuaje— ¿no está en contradicción con este puesto? ¿No es usted mismo parte del Gobierno de Estados Unidos?
—Sólo por el momento. Yo no sugiero que derroquemos al gobierno mañana. El triunfo de la revolución no es posible hasta que el proletariado sea consciente de sus opresiones, y no puede ser consciente de nada hasta que no hable tan bien como sus opresores. El lenguaje y la conciencia no son procesos independientes, después de todo. Hablar es pensar vuelto hacia fuera. Ni más, ni menos.
—¿Y qué soy yo?
—¿Cómo?
—¿Soy proletario u opresor?
—Como la mayoría de nosotros, hoy en día, supongo que será, probablemente, un poco de cada. ¿Es casado?, ¿eh… (miró la ficha), Barry?
Barry asintió.
—Entonces ahí tiene una forma de opresión. ¿Hijos?
Barry negó con la cabeza.
—¿Vive con su mujer?
—Últimamente, no. E incluso cuando vivíamos juntos, nunca nos hablábamos, excepto para decir cosas prácticas como «¿cuándo se acaba tu programa?». A algunas personas simplemente no les interesa hablar. A Debra ciertamente no le interesa. Por eso… —no pudo evitar la tentación de explicar sus fracasos anteriores— lo hice tan mal en mis exámenes anteriores. Suponiendo que tuviera una puntuación baja la última vez, lo cual no es seguro puesto que los resultados se borraron. Pero suponiendo que así fuera, ése es el motivo. Nunca pude practicar. La experiencia conversacional cotidiana básica que la mayoría de la gente tiene con sus cónyuges, yo nunca la tuve.
Marvin Kolodny frunció el ceño, con un gesto juvenil y simpático.
—¿Está seguro de que está siendo honrado consigo mismo, Barry? Pocas personas están realmente dispuestas a hablar de algo. Todos tenemos aficiones. ¿Qué le interesaba a su mujer? ¿No podía hablar de eso?
—La religión, principalmente. Pero no le gustaba hablar de eso, a menos que estuvieras de acuerdo con ella.
—¿Ha intentado estar de acuerdo con ella?
—Bueno, verá, doctor Kolodny, lo que ella cree es que el fin del mundo está a punto de producirse. En febrero próximo. Allí es donde se ha ido ahora, a Arizona, para esperarlo allí. Es la tercera vez que se va.
—No es una mujer que se desanime fácilmente al parecer.
—Yo creo que realmente ella desea el fin del mundo. Y, también, que le gusta Arizona.
—¿Ha pensado en el divorcio?
—No, en absoluto. Todavía estamos básicamente enamorados. Después de todo, la mayoría de los matrimonios acaban por no tener mucho que decirse, ¿no es verdad? Incluso antes de que Debra se volviera religiosa, no teníamos la costumbre de hablarnos. A decir verdad, doctor Kolodny, yo jamás he sido muy hablador. Creo que se me quitaron las ganas por culpa de la conversación obligatoria que teníamos que hacer en el colegio.
—Eso es perfectamente natural. Yo mismo odiaba la conversación obligatoria, aunque debo reconocer que se me daba bien. ¿Y su trabajo, Barry? ¿No le da oportunidad de desarrollar capacidades de comunicación?
—No comunico directamente con el público. Sólo con simulaciones, y sus respuestas suelen ser bastante estereotipadas.
—Bueno, no hay duda de que tiene un claro problema de comunicación. ¡Pero yo creo que es un problema que puede superar! Le diré, Barry; oficialmente, no debería decírselo yo, pero le voy a dar una puntuación de 65. —Levantó la mano para detener cualquier efusión—. Ahora déjeme explicarle. Lo hace muy bien en la mayor parte de las categorías: Afecto, Conciencia del otro, Pertinencia, Emisión de voz, etc., pero donde falla es en Contenido conceptual y Originalidad. Ahí podría mejorar.
—La originalidad ha sido siempre mi punto flaco —admitió Barry—. Al parecer, no soy capaz de tener ideas propias. Tuve una, sin embargo, esta misma mañana, cuando venía aquí, y pensaba intentar meterla en la conversación durante el examen, pero luego, no salía natural. ¿Se ha dado usted cuenta de que nunca se ven polluelos de paloma? Todas las palomas que se ven son del mismo tamaño, bien desarrolladas. ¿Pero de dónde salen? ¿Dónde están las palomitas? ¿Se esconden en algún sitio?
Se detuvo, avergonzado de su idea. Ahora que la había expuesto, parecía vulgar e insignificante, poco mejor que un chiste aprendido de memoria, nada más adecuado para quedar en la escala inferior.
Marvin Kolodny intuyó en seguida la razón del repentino silencio de Barry. Después de todo, su trabajo consistía en comprender significados inexpresados y valorarlos correctamente. Sonrió, comprensivo y maduro.
—Ideas… —dijo de un modo lento y deliberado, como si cada palabra pudiera pesarse en una balanza antes de ponerla en una frase— no son… cosas. Las ideas, las más auténticas, son el resultado natural y fácil de cualquier relación vital. Las ideas son lo que sucede cuando las personas conectan entre sí de forma creativa.
Barry asintió.
—¿Le importa que le dé un consejo sincero, Barry?
—En absoluto, doctor Kolodny. Se lo agradeceré.
—En el formulario G-47 dice que pasa mucho tiempo en Partyland y otros habladeros similares. Comprendo que allí fue donde consiguió su primer aval, pero, realmente, ¿no cree que está perdiendo el tiempo en esa clase de sitios? ¡Son una trampa para turistas!
—Soy consciente de ello —dijo Barry, herido por la crítica.
—Allí no ya a conocer más que a temporales y a varias personas que van a engañar a los temporales. Con raras excepciones.
—Lo sé, lo sé. Pero no conozco otros sitios a donde ir.
—¿Por qué no prueba este sitio? —Marvin le tendió una tarjeta impresa que decía:
INTENSIDAD CINCO
Una Nueva Experiencia en Intimidad Interpersonal
Calle Barrow, 5 Nueva York 10014
Únicamente socios.
—Desde luego, lo probaré —prometió Barry—. ¿Pero cómo puedo hacerme socio?
—Dígales que va de parte de Marvin.
Y eso era todo; había pasado el examen con una puntuación que no llegaba al crucial nivel ocho por sólo cinco puntos. Lo cual era un logro enorme, pero también frustrante en cierto modo, puesto que había estado tan cerca de no tener que volver a molestarse para encontrar dos avales más. Sin embargo, con otros tres meses para seguir la búsqueda y una presentación para Intensidad Cinco, Barry tenía motivos para sentirse optimista.
Gracias, doctor Kolodny —dijo Barry, parándose en la puerta del cubículo—. Mil gracias.
—De nada, Barry. Es mi trabajo.
—Sabe… me gustaría… Ya sé que no está permitido, siendo usted un examinador y todo eso…, pero desearía conocerle de forma personal. De verdad. Es usted un individuo muy valioso.
—Gracias, Barry. Sé que lo dice de verdad, y me siento halagado. —Se quitó la pipa de la boca y la levantó como en un saludo—. Bueno, entonces, adiós. Y feliz Navidad.
Barry salió del cubículo sintiéndose tan trascendente y relajado que anduvo cinco manzanas antes de recordar que no había revalidado su permiso en la ventanilla 28. Cuando regresaba al Edificio de Comunicaciones Federales, sus sentidos parecían captar todos los detalles corrientes de las calles con una claridad hiperaguda: el olor a repollo que provenía de un carrito de perros calientes, el reflejo del sol de mediodía sobre las chispas de mica en las losas de la acera, las varias formas y colores de las palomas, las mismas, quizás, que le habían inspirado su mal llamada idea. Pero era verdad, lo que dijo. Todas las palomas tenían el mismo tamaño.
Una manzana antes del Edificio de Comunicaciones Federales, levantó la vista, y allí, bajo la cornisa, estaba el lema, que él nunca había notado antes, de la Agencia de Comunicaciones Federales:
LA LIBERTAD PLANIFICADA
ES EL CAMINO AL PROGRESO DURADERO
Tan sencillo, tan directo, y, sin embargo, cuando te parabas a pensarlo, casi imposible de entender.
La calle Barrow estaba en el centro de uno de los peores suburbios de la ciudad, así que Barry iba preparado (eso creía) para un menor grado de elegancia y lujo que el ofrecido por Partyland, pero, a pesar de ello, la deprimente realidad de Intensidad Cinco iba más allá de todo lo que él hubiera podido imaginar. Una cavernosa habitación en un sótano, con las paredes desnudas, un linóleo cuarteado sobre un suelo de cemento, y unos radiadores que silbaban y gorgoteaban ominosamente sin generar mucho calor. El mobiliario consistía en sillas de metal plegables, la mayoría de ellas plegadas y apiladas, un mostrador de refrescos donde vendían naranjada y café, y muchos ceniceros metálicos de pie. Habiendo pagado ya, arriba, veinticinco dólares como cuota de socio, Barry sintió que le habían tomado el pelo, pero, puesto que la cuota no era reembolsable, decidió concederle al lugar el beneficio de la duda y quedarse un rato.
Llevaba casi una hora remoloneando, solo y melancólico, escuchando, a su derecha, una conversación sobre alguien que tenía una imperiosa necesidad de desarrollar una imagen más efectiva, y a su izquierda, una discusión sobre la moralidad de nuestros compromisos con México, cuando una negra, vestida con un mono de nylon blanco y un abrigo bastante largo que era una buena imitación de visón, entró en la habitación, examinó rápidamente a los presentes, y se sentó, increíblemente, junto a él.
A la velocidad del relámpago, sintió que se le secaba la garganta y se le tensaba la cara en una rígida sonrisa falsa. Se ruborizó, tembló, y se desmayó allí mismo, pero sólo metafóricamente.
—Soy Colombina Brown —dijo ella, como si eso fuera una explicación.
¿Esperaba que él la reconociera? Ciertamente, era lo bastante guapa como para ser alguien que él debiera reconocer, pero, si la había visto en la tele, no la recordaba. En cierto modo, era demasiado guapa para ser una personalidad destacada, porque, generalmente, hay algo característico en todas ellas, para que puedas distinguirlas. Colombina Brown era bella, no en el estilo de una celebridad, sino a la manera de un coche deportivo de lujo.
—Yo soy Barry Riordan —logró decir, tardíamente.
—Pongamos las cartas sobre la mesa, ¿quiere, mister Riordan? Yo tengo un Permiso Permanente. ¿Y usted?
—Temporal.
—Es lógico suponer que usted ha venido aquí para encontrar un aval.
Él empezó a protestar. Ella le detuvo con una penetrante y devastadora mirada. Él asintió.
—Desgraciadamente, he agotado mi cupo.
Sin embargo —levantó un dedo perfecto— ya es casi Año Nuevo. Si usted no tiene una urgencia desesperada…
—Oh, no, tengo hasta marzo.
—No le prometo nada, entienda. A menos que nos llevemos bien. Si es así, entonces, estupendo, le doy el aval. ¿Vale?
—Trato hecho.
—¿Cree que puede confiar en mí?
Bajó los ojos y trató de parecer perversa y tentadora, pero su tipo de belleza no se lo permitía.
—En todo —contestó él—. Implícitamente.
—Bien.
Como por voluntad propia, el abrigo se le deslizó de los hombros y quedó sobre el respaldo de la silla. Ella volvió la cabeza y se dirigió a la vieja que estaba detrás del mostrador de refrescos.
—Evelyn, una naranjada —le miró, y él asintió—. Que sean dos.
Entonces, como si hubiera estado esperando a que concluyeran los preliminares, se le saltaron las lágrimas. Un temblor de sentida emoción vibró en su preciosa voz de contralto.
—Oh, Dios, ¿qué voy a hacer? ¡No puedo más! Soy tan… ¡tan condenadamente desgraciada! Me gustaría matarme. No, eso no es verdad. Estoy confusa, Larry. Pero sé una cosa, estoy furiosa y voy a empezar a luchar.
Hubiera sido desconsiderado interrumpir esta declaración mencionando que su nombre no era, en realidad, Larry. ¿Qué más da una letra, después de todo?
—¿Has ido alguna vez al Concurso de Miss América de la Calle 42? —le preguntó, secándose los ojos.
—La verdad es que no. Siempre pienso en ir, pero ya sabes lo que pasa. Es lo mismo que con la Estatua de la Libertad; siempre está ahí, y por eso nunca vas.
—Soy Miss Georgia.
—¡No me digas!
—He sido Miss Georgia seis noches por semana durante los últimos cuatro años, con sesiones matinales los domingos y los martes. ¿Y crees que en todo ese tiempo el público me ha votado a mí para ser Miss América? ¿Alguna vez?
—Desde luego, yo te hubiera votado.
—Ni una vez —continuó enfurecida, ignorando su apoyo—. Siempre es Miss Massachusetts o Miss Ohio, que no saben hacer nada que no sea tocar una maldita arpa judía, si me disculpas el vocabulario, o Miss Oregón, que ni siquiera puede recordar el ritmo de «Encantadora para mirarla», a pesar de que la está bailando desde antes de que yo saliera del colegio. No hay una sola en toda la maldita pasarela que no haya sido coronada al menos una vez. ¡Excepto yo!
—Lo siento mucho.
—Yo soy una buena cantante. Puedo bailar claque de maravilla. Mi escena del balcón te rompería el corazón. Y puedo decir objetivamente que mis piernas son las más bonitas, exceptuando, quizá, las de Miss Wyoming.
—Pero nunca has sido Miss América —dijo Barry, mostrándose comprensivo.
—¿Qué crees que siento aquí? —cogió un puñado de nylon blanco en la zona del corazón.
—Francamente no lo sé, Miss… —se le había olvidado su apellido— Georgia.
—En Intensidad Cinco soy simplemente Colombina, cielo. Lo mismo que tú eres Larry. Y «no lo sé» no es una respuesta. Aquí estoy yo abriéndome a ti, y tú respondes con un «Sin Opinión». No lo acepto.
—Bueno, para ser completamente sincero, Colombina, me cuesta creer que puedas sentirte algo que no sea sensacional. Ser Miss Georgia y tener tanto talento… ¿no es suficiente? Yo hubiera pensado que serías feliz.
Colombina se mordió el labio, frunció el ceño y evidenció, en general, un repentino cambio en su estado de ánimo.
—Dios, Larry… ¡tienes razón! Me he estado engañando a mí misma: el concurso no es mi problema, es mi excusa. Mi problema… —Bajó la voz y sus ojos evitaron los de él— es muy antiguo y conocido. Me enamoré de un hombre que no me iba. Y ahora es demasiado tarde.
¿Quieres oír una larga historia, Larry? ¿Una historia larga y muy triste?
—Claro. Para eso estoy aquí, ¿no?
Ella le dedicó una sonrisa pura y significativa y le dio un rápido y confiado apretón en la mano.
—Sabes, Larry, eres una buena persona.
Mientras tomaban las naranjadas, Colombina le contó a Barry una larga y triste historia sobre su distanciado, pero celoso y posesivo, marido, el cual era un abogado que trabajaba para Dupont en Wilmington, Delaware. Sus dificultades matrimoniales eran complejas, pero la principal consistía en que pasaban poco tiempo juntos, puesto que el trabajo de él le retenía en Wilmington y el de ella estaba en Nueva York. Además, la conversación ideal de su marido era muy diferente de la suya. A él le gustaba hablar de dinero, de deportes y de política con otros hombres, y se guardaba sus sentimientos más profundos. Ella era introspectiva, extrovertida y afectuosa.
—Iba bien durante algún tiempo —rememoró ella—. Pero la tensión se iba acumulando hasta que yo tenía que salir a buscar a alguien con quien hablar. Es una necesidad humana fundamental, después de todo. Quizá, la necesidad fundamental. Yo no tenía elección.
—Y entonces él se enteraba, supongo —dijo Barry.
Ella asintió.
—Y se ponía frenético. Era espantoso. No se puede vivir así.
Barry pensó que en muchos sentidos los problemas de ella se parecían a los suyos, por lo menos en que ambos tenían que buscar un compañero intelectual fuera de los vínculos del matrimonio. Pero, cuando empezó a exponer esta intuición y a trazar algunos interesantes paralelismos entre su experiencia y la de ella, Colombina se impacientó. No llegó a decirle que aquello era incumplimiento de contrato, pero su helada desatención transmitía el mensaje claramente. Receptivo para las necesidades de ella, resistió el impulso de hacer más aportaciones propias, se recostó en la silla y se esforzó por ser un buen oyente y nada más.
Cuando Colombina terminó de recorrer toda la escala de sus sentimientos, que incluía miedo, rabia, alegría, dolor, y una poderosa y enteramente irracional angustia, le dio las gracias, su dirección y su teléfono, y le dijo que la llamara en enero para lo del aval.
Enhorabuena, pensó él. Bingo. Aleluya.
Pero no del todo. Todavía tenía que conseguir otro aval. Sin embargo, ahora parecía posible, probable, incluso inevitable. Cuestión, simplemente, de esforzarse y recoger la recompensa.
La Fortuna se le había vuelto tan favorable que consiguió el tercer aval (para ser exactos, el segundo) a la noche siguiente. El predestinado encuentro tuvo lugar en Morones, una pequeña tienda de comestibles de tipo familiar, en la Sexta Avenida, justo al lado del Supermercado Internacional. Aunque Morones cobraba más caros la mayoría de los artículos, Barry prefería comprar allí porque ofrecía una selección tan poco variada y retadora (fiambres, latas, cerveza, galletas) que nunca se sentía intimidado, ni avergonzado de su elección al ir a pagar. Odiaba cocinar, ¿pero era eso motivo para que le hicieran sentirse inadecuado? Morones estaba hecha a la medida para las personas como Barry, que eran muchísimas.
Esa noche, cuando estaba titubeando entre cenar ravioli o galletas de trigo, la mujer que estaba delante del mostrador de los alimentos congelados comenzó, de repente, a hablar sola. Los Morone se miraron el uno al otro, alarmados. Ni él ni ella tenían permiso para hablar, lo cual constituía un atractivo más de su tienda, ya que el trato con ellos se limitaba a frases elementales autorizadas, tales como: «¿Cómo está usted?» o «Cuesta tres dólares».
Lo que la mujer decía parecía indicar que acababa de volverse loca allí mismo.
—El dolor —le explicaba tranquilamente a la sección de helados del congelador— sólo me da cuando hago esto. —Se inclinó más sobre los helados y contrajo la cara—. Pero entonces es infernal. Deseo que me corten la pierna, o que me hagan una lobotomía, cualquier cosa con tal de que pare. Y sin embargo, yo sé que el problema no está en la pierna, ni mucho menos. Está en la espalda. Aquí. —Se tocó el final de la columna—. Una especie de cortocircuito. Peor que agacharse, es volverse a un lado. Incluso girar la cabeza puede producirlo. A veces, cuando estoy sola, me echo a llorar solamente de pensarlo, al saber que me he vuelto tan totalmente inútil. —Suspiró—. Bueno, le ocurre a todo el mundo, y supongo que podría ser peor. No sirve de nada quejarse. La vida sigue, como se suele decir.
Habiendo llegado a una actitud resignada y sensata, se volvió para ver el efecto que su desahogo les había hecho a los Morone, los cuales apartaron la vista. Luego miró a Barry, y éste no pudo remediar que sus ojos se encontraran de lleno. Los ojos de ella tenían una expresión que no encajaba con el monólogo que acababa de pronunciar. Eran penetrantes (como opuesto a vulnerables), color gris acero, y miraban con desafío desde un rostro lleno de bolas y arrugas. Sin la contradicción de esos ojos, el rostro hubiera parecido una ruina desesperada; con ellos, la mujer recordaba a un viejo centurión de una película sobre el Imperio Romano.
Ella hizo una mueca.
—No hay por qué asustarse. No es un caso de emergencia. Tengo permiso.
Barry sonrió del modo más inofensivo.
—Ni siquiera pensé en eso.
Ella no le devolvió la sonrisa.
—¿En qué pensó, entonces?
—Supongo que sentí pena.
La reacción de ella, alarmantemente, fue echarse a reír.
Sintiéndose traicionado y humillado, él cogió la lata de verduras más próxima (remolachas, descubrió más tarde, y detestaba las remolachas) y se la entregó a mister Morone junto con la lata de ravioli.
—¿Es todo? —preguntó mister Morone.
—Seis latas de cerveza —dijo, sin pensarlo.
Cuando salió de la tienda, con su cena y las cervezas en una bolsa de plástico, ella le estaba esperando fuera.
—No me reía de usted, joven —dijo, con el mismo tono fríamente agraviado en el que le había hablado a los helados—. Me reía de mí misma. Evidentemente, estaba pidiendo compasión. Por lo tanto no debía sorprenderme el obtenerla, ¿verdad? Mi nombre es Madeline, pero mis amigos me llaman Mad[1]. Se supone que debe reírse.
—Yo me llamo Barry. ¿Bebe usted cerveza?
—Oh, no estoy bebida. Descubrí hace mucho que, en realidad, no hace falta beber para tener la satisfacción de portarse escandalosamente.
—Quería decir… ¿le apetece tomar una cerveza conmigo? Tengo seis latas.
—Desde luego, Barry, ¿no? Eres tan directo que casi te extravías. Vamos a mi casa, está a sólo dos manzanas. Como ves, yo también puedo ser directa.
Resultó que su casa estaba a cuatro números de la de él, y no se parecía en nada a lo que él había esperado; no era ni un naufragio lleno de recuerdos que se desmoronaban, ni el presuntuoso y amanerado pied-à-terre de la persona que ha sido «alguien». Era un sencillo y agradable apartamento con una habitación y media, en el que cualquiera hubiese podido vivir, e igual al de casi todo el mundo; con plantas para resaltar la luz disponible y cuadros que representaban diversos lujos desaparecidos, la habitual colección de muebles que van de lo pretencioso a lo provisional, y suficientes objetos usados como para sugerir que una vida transcurre, con las obligadas dificultades, entre tanta neutralidad cuidadosamente cultivada.
Barry abrió dos latas de cerveza, y Madeline quitó un montón de libros y papeles de una mesa y los pasó a una cama cubierta de cojines. Se sentaron juntos a la mesa.
—¿Sabe usted cómo se llama? —preguntó Barry—. La enfermedad que tiene.
—Ciática. Es más un trastorno que una enfermedad. Pero no hablemos de eso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pero tendrá usted que pensar de qué hablamos. Yo no valgo para sacar temas de conversación.
—¿Por qué?
—No tengo ideas. Si otras personas tienen ideas, yo puedo apoyarme en ellas para saltar bastante bien, pero por sí misma mi mente se queda en blanco. Envidio a la gente como usted que es capaz de empezar a hablar de la nada.
—Mm —dijo Madeline, con cierta amabilidad—. Es curioso que lo hayas expresado así; es casi una definición de lo que hago para ganarme la vida.
—¿De veras? ¿Qué hace?
—Soy poeta.
—No me tome el pelo. ¿Se gana la vida siendo poeta?
—Lo suficiente para ir tirando.
Barry se negaba a creerla. Ni la mujer ni su apartamento correspondían a la imagen preconcebida que él tenía de los poetas y de la vida necesariamente indigente que llevaban.
—¿Ha publicado usted algún libro? —preguntó hábilmente.
—Veintidós. Más, si contamos las ediciones limitadas, los panfletos y esas cosas.
Fue a la cama, rebuscó entre los papeles y regresó con un libro delgado de un tamaño raro.
—Este es el último —dijo.
La portada decía en elegantes letras azul-gris sobre fondo color crema: MADELINE ESTÁ LOCA OTRA VEZ. Nuevos Poemas de Madeline Swain. En la contraportada había una foto de ella en esta misma habitación, con el mismo vestido, y bebiendo (parecía deliberado) una lata de cerveza (aunque de otra marca).
Barry dio vueltas al libro en sus manos, examinando la portada y la foto alternativamente, pero no se le hubiera ocurrido abrirlo, lo mismo que no se le ocurría levantarle las faldas a Madeline para ver su ropa interior.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—De cualquier cosa que estuviera pensando en el momento en que escribí cada poema.
Eso tenía sentido, pero no respondía a su pregunta.
—¿Cuándo los escribe?
—Generalmente, cuando la gente me lo pide.
—¿Podría usted escribir un poema ahora mismo? ¿Sobre lo que está pensando?
—Claro, fácil.
Ella fue al escritorio que había en el rincón de la habitación y escribió el siguiente poema, que entregó a Barry para que lo leyese:
Una reflexión
A veces la repetición de lo que acabamos de decir sugerirá un nuevo sentido o posibilidades de sentido que al principio no supusimos que estuviese allí.
Creemos haber entendido nuestras palabras, luego aprendemos que no, puesto que su sentido esencial sólo se nos revela en la segunda vuelta.
—¿Esto es lo que estaba usted pensando ahora? —preguntó, escéptico.
—¿Te desilusiona?
—Pensé que escribiría algo sobre mí.
—¿Quieres que lo haga?
—Es muy tarde ya.
—En absoluto.
Fue a su escritorio y regresó un momento después con un poema:
Alborada
Lamento oír que te vas.
¿No te vas?
Entonces lo lamento más.
—¿Qué significa el título? —preguntó, con la esperanza de que modificara el desfavorable mensaje de las cuatro líneas.
—Una alborada es una forma poética tradicional que un amante le dirige a su amada (o amado) al amanecer, cuando uno de los dos ha de irse a trabajar.
Él intentó encontrar un cumplido que no fuera totalmente insincero.
—Fuerte —concedió finalmente.
—Oh, no vale nada, me temo. Generalmente lo hago mejor. Supongo que no confío en ti lo suficiente. Aunque eres muy agradable; ésa es otra cuestión.
—¡Así que soy agradable! Pensé —sacudió el poema cogido por una esquina— que me estaba insinuando que me fuese.
—Qué tontería. Ni siquiera te has terminado la cerveza. No debes guardarme rencor por lo que escribo. No se puede responsabilizar a los poetas de lo que dicen en sus poemas. Todos somos traidores compulsivos, ¿sabes?
Barry no dijo nada, pero su cara debió de expresar desaprobación.
—No seas así. La traición es una parte necesaria del trabajo, lo mismo que manejar cubos de basura es parte de ser basurero. Algunos poetas se toman muchas molestias para disimular sus traiciones; yo me inclino por ser franca y traicionar a todo el mundo desde el principio.
—¿Tiene muchos amigos? —preguntó, inevitablemente.
—Prácticamente, ninguno. ¿Crees que me pondría a hablar sola en las tiendas de comestibles si tuviera amigos?
Él sacudió la cabeza, perplejo.
—Le diré, Madeline, no lo entiendo. Seguramente, si usted fuera simpática con los otros poetas, ellos serían simpáticos con usted, por el principio básico de ráscame-la-espalda.
—Oh, claro. Los poetas menores no hacen otra cosa. Van literalmente en enjambres. Yo prefiero ser grande y estar sola, muchas gracias.
—Eso me parece arrogante.
—Lo es. Yo lo soy. C’est la vie. —Ella tomó un largo trago de cerveza y dejó la lata sobre la mesa, vacía—. Lo que me gusta de ti, Barry, es que te las arreglas para decir lo que piensas sin parecer homicida en lo más mínimo. ¿Por qué?
—¿Por qué digo lo que pienso? Es lo más fácil.
—No. ¿Por qué eres tan complaciente conmigo, cuando yo me estoy portando como un bicho? ¿Buscas un aval?
Él se ruborizó.
—¿Resulta tan evidente?
—Bueno, como no pareces un ladrón ni un violador, tenía que haber otra razón para que acompañaras a una vieja loca a su casa después de su última crisis nerviosa. Hagamos un trato, ¿quieres?
—¿Qué clase de trato?
—Te quedas un rato y me sonsacas algunos poemas más. Siento el viento en mis velas, pero necesito una musa. Si me das veinte ideas buenas para mis poemas, te daré el aval.
Barry movió la cabeza.
—¿Veinte ideas diferentes? Imposible.
—Entonces, no pienses en ideas, sino en preguntas.
—Diez —insistió él—. Diez es mucho.
—Quince —rebatió ella.
—Vale, pero incluyendo los dos que ha escrito ya.
—¡Hecho!
Ella se sentó y esperó a que Barry estuviera inspirado.
—¿Bien? —inquirió, después de un largo silencio.
—Estoy tratando de pensar.
Intentó recordar de qué trataban la mayoría de los poemas. El amor parecía el tema más frecuente, pero no podía imaginar a Madeline, a su edad y con su carácter, enamorada de nadie. Sin embargo, eso era problema de ella. Él no tenía que escribir el poema, sino sólo sugerirlo.
—De acuerdo —dijo—. Escriba un poema sobre lo muy enamorada que está de mí.
Ella pareció enojada.
—No se haga ilusiones, joven. Puede que le haya engatusado para traerle a mi apartamento, pero no estoy enamorada de usted.
—Entonces, fínjalo. Y no haga algo petulante como ese último. Hágalo triste y delicado y emplee algunas rimas.
Bueno, pensó, eso la tendrá ocupada el tiempo suficiente para que yo piense el próximo. Abrió una segunda cerveza y tomó un sorbo en actitud meditativa. ¿Escribían los poetas alguna vez poemas sobre la cerveza? ¿O eso era demasiado general? Mejor sería pedirle que; escribiera sobre su marca favorita, una especie de anuncio.
Para cuando ella terminó el soneto sobre lo mucho que le amaba, a él ya se le habían ocurrido los otros doce temas:
- Un poema sobre su cerveza favorita, escrito como si fuera un anuncio.
- Un poema en forma de lista de compras de Navidad.
- Un poema incorporando varias importantes previsiones económicas a largo plazo.
- Un poema sobre un conejo (había un conejo de porcelana en un estante), adecuado para cantárselo a un niño.
- Un poema muy corto para grabarlo en la lápida del presidente que menos le gustara, vivo o muerto.
- Un poema disculpándose ante la última persona con la cual había sido especialmente grosera.
- Un poema para una tarjeta deseándole a alguien que tiene ciática que se ponga mejor.
- Un poema analizando sus sentimientos sobre las remolachas.
- Un poema dando rodeos a un secreto que nunca le ha contado a nadie y que, finalmente, decide mantener secreto.
- Un poema relatando como testigo presencial algo espantoso sucedido en Arizona, en febrero.
- Un poema justificando la pena de muerte en casos en los que uno haya sido abandonado por su amante. (Éste, en su forma desarrollada, definitiva, se convertiría en el poema más largo de su próxima colección, «La Balada de Lucius Mc Gonaghal Sloe», que empieza: Me enamoré como un loco cuatro noches hace de una chica que estoy seguro todos conocen, pero no pude retenerla y por eso decidí venderla a Lucius McGonaghal Sloe, y continúa, en el mismo estilo, durante ciento treinta y seis estancias.)
- Un poema presentando una descripción detallada y positiva de su propio rostro.
Prudentemente, no se los soltó todos de golpe, sino que esperó a que ella terminase cada uno antes de decirle de qué trataba el siguiente. Ella no puso objeciones hasta llegar al número 8, pero entonces insistió en que no tenía sentimiento alguno respecto a las remolachas. Él se negó a creerla, y para demostrar su argumento preparó una cena rápida con ravioli y remolachas de lata (era ya bastante tarde y estaban muertos de hambre). Antes de que tomara tres bocados, empezó a ocurrírsele el poema, y cuando le dio forma definitiva, cinco años después, fue, con mucho, el mejor de la serie.
Durante muchos días Barry no habló con un alma. No sentía necesidad de comunicarle nada a nadie. Tenía sus tres avales —uno de una poeta que había publicado veintidós libros— y estaba seguro de que hubiera podido salir y conseguir tres más diariamente si le hubieran hecho falta. Estaba libre.
En Nochebuena, sintiéndose triste y sentimental, sacó las viejas casettes que él y Debra habían grabado durante su luna de miel. Las pasó en el televisor una tras otra, durante toda la noche, conmoviéndose más y más y deseando que ella estuviera allí. Luego, en febrero, cuando el mundo se negó otra vez a llegar a su fin, ella volvió a casa, y por varios días todo fue tan estupendo como en las cassettes. Incluso, qué maravilla, se hablaron. Él le contó sus diversos encuentros en busca de avales, y ella le habló del Gran Cañón, que había sustituido al fin del mundo en sus más elevadas prioridades míticas. Amaba el Gran Cañón con un amor exaltado, y quería que Barry dejara su trabajo y se fuera con ella a vivir allí. Imposible, declaró él. Había trabajado ocho años en el Citibank, y con ello había adquirido importantes ventajas. La acusó de ocultar algo. ¿Había algún motivo aparte del Gran Cañón, para que deseara trasladarse a Arizona? Ella insistió en que se trataba únicamente del Gran Cañón; desde el primer momento en que lo vio, se olvidó de Armagedón, del Número de la Bestia y de todas las otras historias del Apocalipsis. No podía explicárselo; tendría que verlo por sí mismo. Cuando él, al fin, aceptó ir allí en las próximas vacaciones, ¡llevaban hablando tres horas seguidas!
Mientras tanto, Colombina Brown había estado dándole largas con diversas excusas y regates. El número de teléfono que le dio tenía un contestador automático, la dirección era la de un edificio de apartamentos con perros guardianes en la entrada y un portero que no hablaba, ni escuchaba. Barry se vio obligado a esperar en la acera, lo cual tampoco era posible debido a una ola de frío que se prolongó durante casi todo enero. Dejó un mensaje en el Teatro Apolo, donde se celebraba el concurso, citándola para tres ocasiones distintas en Intensidad Cinco. Ella nunca se presentó. Hacia mediados de febrero, empezó a estar alarmado. Una mañana temprano, desafiando a los elementos, se apostó delante de su casa y esperó (cinco horribles horas) hasta que ella apareció. Ella se disculpó profusamente, explicó que tenía su pegatina, no había problema, que no se preocupara, pero tenía una cita, de hecho, ya llegaba tarde, por lo tanto, si él podía volver esta noche, o mejor aún (porque tenía que ver a alguien después del concurso y no sabía a qué hora regresaría a casa) ¿mañana a esta hora? Tuvo el detalle de presentarle al portero para que no le hiciera esperar a la intemperie.
Mañana a esta hora, Colombina tampoco se presentó, y Barry empezó a pensar que le estaba evitando deliberadamente. Decidió darle una última oportunidad. Le dejó una nota al portero diciéndole que pasaría a recoger ya-sabes-qué a las doce y media de la noche siguiente. Si ella no iba a estar, que se lo dejara al portero en un sobre.
Cuando llegó a la noche siguiente, el portero le condujo por el pasillo alfombrado, le abrió el ascensor (los perros le gruñeron furiosamente hasta que el portero dijo «Chitón») y le indicó que llamara a la puerta 8-C.
No fue Colombina quien le hizo pasar, sino su sobresaliente, Lida Mullens. Lida le informó de que Colombina se había reunido con su marido en Wilmington, Delaware, y no se sabía cuándo volvería a su puesto de Miss Georgia, si es que volvía. No había dejado la pegatina prometida, y Lida dudaba mucho de que le quedara ninguna, ya que había oído que vendió las tres a un servicio de presentación el mismo día que llegaron por correo. Con su último gesto de seguridad en sí mismo, Barry le preguntó a Lida si ella estaría dispuesta a darle el aval. Prometió devolvérselo en cuanto le entregaran su propio permiso. Lida le informó de que ella no tenía permiso. Toda su conversación había sido ilegal.
El sentido de culpabilidad que asaltó su mente, anulando cualquier otro sentimiento, fue espantoso. Sabía que era irracional, pero no podía remediarlo. La idea misma de necesitar un permiso para hablar con alguien era tan ridícula como la de necesitar un permiso para acostarse con alguien. ¿Cierto? ¡Cierto! Pero, ridícula o no, la ley era la ley, y cuando la infringes, eres culpable de infringir la ley.
Lo bueno de la culpabilidad es que es fácil de reprimir. Al cabo de un día, Barry había relegado todo recuerdo de su criminal comportamiento a las profundidades del subconsciente, y estaba de vuelta en Intensidad Cinco, esperando iniciar una conversación con quien fuera. La única persona que, por lo menos, le miró, fue Evelyn, la mujer que servía en el mostrador de refrescos. Fue a otros habladeros, pero era siempre la misma historia. La gente le rehuía. Apartaban la mirada. Sus vibraciones se hicieron tan eficazmente repelentes que bastaba con que entrara en una habitación para que ésta se desalojara de la mitad de la clientela. O eso le parecía a él. Cuando uno está experimentando el fracaso, es difícil resistir el consuelo de la paranoia.
Cuando sólo faltaba una semana para que expirase su permiso, Barry abandonó toda esperanza y toda vergüenza, y volvió a Partyland con mil quinientos dólares en metálico, obtenidos en el Crédito Benéfico.
Los Mackinnon no estaban en su sofá azul, y ni Freddie, el acomodador, ni Maggie, la del sofá verde, pudieron decirle qué había sido de ellos. Se dejó caer en el sofá vacío con una sensación de completa y abyecta rendición, pero la esperanza renace eternamente, y en un cuarto de hora se había hecho a la idea de nos tener nunca el permiso y estaba soñando con una vida de majestuoso y misterioso silencio al borde del Gran Cañón. Sacó la consola y ordenó un pedazo de pastel de pina y unos estimulantes.
La camarera que trajo el pedido era Cenicienta Johnson. Llevaba unos vaqueros y una camiseta con la palabra «Princesa», en grandes letras chispeantes, sobre su pecho. En su sombrero ponía: «Que esta noche sea tu noche ideal en Partyland».
—¡Cenicienta! —exclamó—, ¡Cenicienta Johnson! ¿Trabajas aquí?
Ella sonrió, radiante.
—¿No es maravilloso? Empecé hace tres días. Es como un sueño convertido en realidad.
—Enhorabuena.
—Gracias. —Al poner la bandeja en la mesa se las arregló para rozarse con sus zapatos—. Veo que llevas los mismos zapatos.
—Umm.
—¿Pasa algo? —preguntó ella, ofreciéndole los estimulantes con un vaso de agua—. Tienes un aire tenebroso, si me perdonas que te lo diga.
—A veces le hace a uno bien sentirse tenebroso.
Una de las píldoras se empeñaba en quedársele atravesada en la garganta. Como una mentira, pensó.
—Oye, ¿te importa que me siente un minuto en tu sofá? Estoy agotada. Es una oportunidad fantástica, trabajar aquí, pero te deja hecha polvo.
—Estupendo —dijo Barry—. Bárbaro. Sensacional. Me hace falta compañía.
Se sentó muy cerca de él y le susurró al oído:
—Si alguien, por ejemplo Freddy, nos preguntara de qué estamos hablando, di que del Nuevo Estilo Lanoso, ¿vale?
—¿Es ése el artículo principal de Tema esta semana?
Ella asintió.
—Supongo que ya sabes lo de los Mackinnon.
—Pregunté, pero no obtuve ninguna respuesta.
—Fueron arrestados, por tráfico, en este mismo sofá, justo cuando estaban recibiendo dinero del agente para el que trabajaban. Esta vez no van a poder salir. La gente dice que les da pena y todo eso, pero yo no sé: eran criminales, después de todo. Lo que ellos hacían nos dificultaba a los demás conseguir nuestros avales honradamente.
—Supongo que tienes razón.
—Claro que la tengo.
Algo en la actitud de Barry indicó, al fin, la naturaleza de su disgusto. Se hizo la luz.
—Tú no has logrado tu permiso, ¿verdad?
De mala gana al principio, y luego con la alegre y liberadora sensación de abandonarse sobre una pista de baile, Barry le contó a Cenicienta todos sus altibajos durante los últimos seis meses.
—Oh, eso es terrible —se compadeció ella, al final de la historia—. Es tan injusto.
—¿Qué le vas a hacer? —preguntó en sentido retórico.
Cenicienta, sin embargo, interpretó la pregunta en sentido literal.