El sistema visual de la rana está «sintonizado» solamente a cuatro clases de estímulo… Estos son: el contraste de luz y oscuridad; un borde de luz u oscuridad en movimiento; una repentina disminución de la luminosidad; y el constante movimiento de un pequeño objeto negro. Los organismos sólo tienen una cantidad limitada de «espacio neurológico» disponible, y un sistema visual como el de la rana procesa únicamente los datos importantes para su supervivencia (por ejemplo, «¡Allí hay un bicho!»)
La psicología hoy: Introducción
Era consciente de estar en peligro. El juez al que se enfrentaba no era del tipo liberal y bondadoso, y no se iba a dejar engañar por una hábil exposición de su alegato, ni impresionar por el hecho de que ella hubiera pasado casi toda su vida al servicio del Departamento de Viajes sin la menor insinuación de indisciplina. Su pelo, entremezclado de canas a causa de las constantes e imprevisibles tensiones del servicio espacial, no iba a conmoverle, ni tampoco las profundas arrugas de su cara, que la identificaban inmediatamente como Descubridora… Podía imaginar su reacción, si el abogado defensor intentaba usar esas marcas en favor de ella.
—Esta mujer conocía los peligros que conlleva la profesión de Descubridor Espacial antes de entrar en ella y, sin embargo, la eligió libremente. El efecto que tales peligros puedan haber tenido en su persona es irrelevante para la resolución de este caso —diría.
Sí. Así era exactamente como lo expresaría.
Se estremeció, y el Fedrobot que estaba a su lado reaccionó en seguida; antes de que ella pudiera esquivar su extensor metálico, sintió el breve y helado pinchazo de la inyección calmante. Y comprendió entonces lo cansada que estaba… Los Descubridores Espaciales no van por ahí mostrando sus emociones y debilidades; no pueden, si quieren permanecer en el servicio.
El juez hablaba ahora, reseñando cuidadosamente los cargos para los mil jurados que estaban siguiendo el proceso desde sus casas. Era un delito grave, etc., etc. Sus largos años de servicio no eran una disculpa; por el contrario, eran un punto en su contra, ya que no podía alegar ignorancia o falta de experiencia, etc., etcétera. No se daban circunstancias atenuantes, que él supiera, aunque, naturalmente, se permitiría a la prisionera hablar en defensa propia, etc., etc.
Al parecer, el calmante era bueno, porque cuando ella interrumpió la exposición del juez para protestar, su voz sonó absolutamente tranquila.
—Ciudadano Juez —dijo, serenamente, razonablemente—, por favor, recuérdeles también que se trataba de un cambio muy pequeño.
Él tronó. Ella había oído que los jueces «tronaban» —era un lugar común en los programas de tercera de la tridimensional—, pero éste lo hizo de verdad. Su voz le daba dolor de cabeza y hacía vibrar sus oídos.
—No existe un cambio «pequeño», ciudadanos —gritó—, no existe tal cosa. Se da la vuelta a una piedra en un mundo extraño, se rompe el tallo de una flor, o se deja allí un grano de arena de nuestro mundo natal, y los cambios no se detienen nunca. ¡Usted, prisionera, usted lo sabe! Usted, una experta Descubridora, sabe muy bien que no hay un cambio tan pequeño que no conduzca a un segundo, y éste a un tercero, y así se produce una interminable cadena de cambios…
Su voz descendió de pronto, granizo ahora en vez de trueno, y dijo lo que ella esperaba que dijera:
—Nosotros no intervenimos en la evolución de un mundo extraño. ¡Nunca!
No hacía falta que se lo dijese. Todos lo sabían. Los niños tenían una rima para saltar a la comba…
Deja en paz ese mundo extraño,
No te traigas ese hueso de dinosaurio,
El espacio extraño y el tiempo extraño,
No son asunto tuyo ni mío.
Bien. Suspiró, no había nada que hacer. Podía ver, como si los tuviera ante ella, a todos esos jurados con el dedo ya preparado para apretar el botón de CULPABLE; sus ojos fueron hacia el panel que había sobre la cabeza del juez, donde se encenderían esas mil luces con el morado oscuro de la condena… las mil, estaba dispuesta a apostar. Y pronto.
Tendrían razón, desde luego, como la tenía el juez. Ella supo que no debía hacerlo. No era una novata que dejara tras de sí un pelo suelto después de cepillarse, o se trajera un submicroscópico «recuerdo». Había violado la ley básica del Departamento de Viajes, lo había hecho deliberadamente y a sabiendas, y era culpable de los cargos que se le imputaban. Lo único incierto en este juicio era la dureza de la sentencia, y ella tenía la fuerte impresión de que sería el máximo legal. El abogado a su lado estaba funcionando, todas sus esferas e indicadores se iluminaban y zumbaban, pero no decía nada. Habría recorrido todos los bancos de la computadora hasta el primer caso de este tipo que se hubiera llevado ante un tribunal; si hubiese encontrado algo, cualquier precedente que pudiera ayudarla de algún modo, en este momento estaría citando ese caso y proporcionando el material relevante que existiera en la memoria de la computadora. Estaba tan callado como el panel del jurado, lo cual significaba que todo dependía de ella. El abogado protegería sus derechos, protestaría si algo incorrecto ocurría en la sala, pero no tenía nada que ofrecer en su defensa.
—La prisionera se adelantará —dijo el juez al fin, habiendo agotado, al parecer, todas las cosas condenatorias que tenía que decir a los jurados— y presentará su propia versión de las circunstancias de su crimen.
¿Hasta dónde debía adelantarse?
—¿Hasta dónde…?
—Avanzará hasta la X que hay delante del estrado —dijo su abogado—. Se situará justo en el centro de la X y de cara al juez. Hablará claramente, para que los jurados puedan oírla. CLICK.
El Fedrobot, que estaba programado para la máxima eficacia en estos asuntos, la tocó en el codo, y ella se levantó, cumpliendo las instrucciones, pero no tenía ni idea de lo que iba a decir.
¿Qué le iba a decir a este helado juez? ¿Y a toda esa gente que estaba esperando? ¿Que el aire era suave y cálido en el planeta extraño cuando ella llegó, perfumado por las flores y la hierba, que algo allí le había recordado su planeta natal? ¿Que había un pájaro cantando, en un arrebato de luz de luna, sobre la rama de un árbol muy parecido a los árboles de delante de la casa donde había vivido de pequeña, salvo que sus hojas eran de otro color?
—Hable ya —dijo el abogado detrás de ella, con un tono leve y metálicamente preocupado—. Es de mala educación hacer esperar al tribunal.
—No sé cómo empezar —dijo ella, puesto que ésa era la pura verdad.
—Empiece por el principio, continúe por el medio y pare al final —dijo el juez, cortante—. Dénos un relato conciso y claro de los hechos de este desgraciado asunto y acabemos. Otros asuntos esperan la atención de este tribunal, sabe.
—Yo…
—¡Empiece inmediatamente! —aulló—. ¡Y dénos un informe adecuado!
—Objeción —dijo el abogado—. El juez está amedrentando a la prisionera.
—Aceptada —dijo el juez, con cara de aburrido—. Ahora proceda. Por favor.
—Gracias, Ciudadano Juez —dijo ella—. No pondré a prueba la paciencia del tribunal innecesariamente.
—Tomo nota —dijo él—. Y se lo agradezco.
—He participado en un total de cuarenta y tres misiones como Descubridora para el Departamento de Viajes, y he visto muchas civilizaciones extrañas. Algunas eran muy pobres, en otras reinaba el salvajismo. Algunas sufrían por enfermedades, por dirigentes brutales, por guerras, por catástrofes naturales o provocadas por su propia tecnología. Otras…
—Ciudadana —la interrumpió el juez—, si estuviéramos interesados en su vida, podríamos verla en la tridimensional. Ahórrenos todo eso.
—¡Objeción! —dijo el abogado—. El juez está hablando a la prisionera con sarcasmo.
—Denegada. La prisionera continuará, con menos literatura y más hechos, o el sarcasmo será el menor de sus problemas.
A través de la apatía y el cansancio que ella sentía, empezaba a surgir cierta terquedad. Siempre había tenido una baja tolerancia a los matones, y este juez era un matón mayúsculo.
—Pero nunca —continuó, como si él no hubiera hablado—, nunca había visto nada como lo que vi en ese planeta. Puede que piense, Ciudadano Juez, que por su vasta experiencia está usted familiarizado con la miseria humana, pero le aseguro que lo que yo vi sobrepasará cualquier cosa que usted haya encontrado hasta ahora. Y yo lo vi, cara a cara; no es que simplemente oyera hablar de ello.
—Hable de ello de todas formas. Especifique. ¿Qué clase de miseria?
—Era un planeta de seres casi como nosotros —dijo, recordando lo fácil que había sido moverse entre ellos inadvertida—, casi exactamente como nosotros. Una gente de gran potencial. Pero todos ellos estaban aquejados, mutilados, con múltiples impedimentos.
—Describa su estado.
—Ellos…
—Se lo advierto, ¡nada de sentimentalismo!
—¿Puede usted imaginar un planeta en el cual cada individuo sea casi completamente ciego y sordo? —le preguntó suavemente—. ¿Todos y cada uno de ellos, sin excepción?
—No. No puedo. Y no la creo.
El abogado lanzó un brillante destello azul por encima de la cabeza de ella, directamente a la cara del juez y los múltiples ojos del panel del jurado.
—¡Objeción! —dijo al máximo de su volumen—. ¡Objeción! La prisionera está diciendo la verdad.
Él apretó los labios y las ventanillas de su nariz temblaron de ira, pero se disculpó.
—Y ahora —dijo—, ¿puede hacernos el favor de ofrecernos un simple relato de los hechos? Es usted una científica, ciudadana. Informe.
—En ese planeta —dijo ella bruscamente, con las manos entrelazadas a la espalda, en su mejor actitud informativa— vive una raza que puede ver solamente los rayos de luz, y eso sólo en el espectro electromagnético desde unas 400 milimicras hasta algo más de 700. Para todo lo demás, desde los rayos gamma hasta el otro extremo del espectro que, me permito recordarle, Ciudadano Juez, está a un millón de metros, son completamente ciegos. Ni siquiera ven los rayos ultravioletas o los infrarrojos a cada lado de la estrecha banda que ellos llaman «vista»…
—¿Lo que significa…?
—Que no pueden ver a los ángeles a su alrededor —dijo ella—. Que no pueden ver los espíritus del agua o de las plantas o de las demás cosas vivas de su planeta. Que no pueden ver los senderos de rayos que atraviesan el espacio y el tiempo. Que no ven más allá de la fracción de tiempo en la cual creen estar atrapados y a la que llaman «presente». De hecho, ven poco más que sombras borrosas… Ciudadano Juez, con el debido respeto, solamente la más pequeña fracción de los fenómenos naturales de su propio mundo es visible para ellos. ¿Se imagina lo que debe de ser su vida?
Él se quedó callado, lo cual parecía una buena señal, y ella continuó.
—Respecto al oído, no oyen nada excepto en la árida banda entre los 20 y los 20.000 ciclos por segundo; lo cual es inferior a la capacidad perceptiva de una neysa-flor en nuestro mundo. No pueden oír cantar a sus propios árboles, Ciudadano Juez. Creen que las plantas están en silencio; no tienen ni idea de que la lluvia les habla; oyen las voces de sus ríos y de sus mares como una especie de… ruido. Dicen, Ciudadano Juez, que el océano «ruge».
La voz del juez había perdido su rugido. Casi se podía decir que temblaba, sólo casi.
—Pero el océano —dijo—, las aguas vivas de nuestros mundos… nos cuentan nuestra historia. Nos instruyen en el conocimiento antiguo que constituye nuestra cultura.
—En ese planeta, no —dijo ella firmemente—. Esos seres, quienes, como le he dicho, podrían moverse entre nosotros sin apenas llamar la atención, oyen las voces de las aguas como una especie de ruido silbante. Nada más.
El juez la miró fijamente, con el ceño fruncido, y habló directamente al abogado defensor.
—¿Ha sido examinada esta prisionera por un detector de mentiras? —preguntó.
—Sí, Ciudadano Juez —dijo el abogado.
—¿Ha sido examinada por un computador psiquiátrico? ¿Ha sido declarada cuerda? Después de todo, la tensión de tantas misiones ha sido indudablemente grande; no sería ilógico que su mente hubiera sufrido algún daño. En cuyo caso, abogado, ella no debería estar ante este tribunal, sino en un hospital.
El abogado empezó a emitir furiosos «clicks», ofendido hasta el límite de sus funciones pensantes. Tardó casi treinta segundos en recuperar el control; entonces anunció en tono alto que era un Modelo Abogado 3740-Gamma de primerísima calidad, y que no era probable que se presentara en la sala con un cliente que no hubiera sido examinado a fondo en todos lo sentidos que la ley exige. Expresó su desagrado en términos nada ambiguos y amenazó con pedir una declaración de juicio nulo.
El juez estaba desconcertado, ella se dio cuenta de eso. No sabía lo que podría significar para ella, pero estaba desconcertado. Entonces se dirigió a ella, casi amablemente.
—En cualquiera de nuestros mundos —dijo—, incluso en los asteroides de la frontera tales criaturas estarían en una institución.
—Sí. Así es.
—Pero en ese planeta que usted describe… Van por ahí libremente, solos. No tienen guías.
—No.
—Entonces, han desarrollado percepciones auxiliares —dijo de repente—. El olfato, el tacto, quizá, están enormemente superdesarrollados para compensar las otras deficiencias. O sus sentidos psi les proporcionan la información, en lugar de la vista o el oído.
—¡No!
Ella negó con la cabeza y se dio cuenta de que se estaba clavando las uñas en las palmas de tanto apretar los puños. Ojalá pudiera hacerles imaginar, tal y como ella los había visto realmente, seres humanos, un mundo entero, tan penosamente disminuidos que incluso el más pequeño organismo monocelular deyba en una taza de agua de estanque podía percibir más de la gloria del universo que ellos.
—Sus sentidos, por así llamarlos, del olfato, del gusto y del tacto —dijo amargamente— son casi inexistentes. No los consideré dignos de mención. No pueden ver ni oír las yemas de los dedos, sólo poseen conceptos sensoriales groseros como «caliente», «frío», «áspero» y «pegajoso»… como los niños retrasados. ¡De sentidos psi, ni hablar!
Se echó a reír con aspereza, e incluso a pesar del calmante, sintió que sus manos temblaban. Se inclinó hacia delante esforzándose por que el hombre percibiese claramente lo que ella nunca podría borrar de su mente.
—Ciudadano Juez —dijo—, ellos ni siquiera saben que los sentidos psi existen. Tienen mitos sobre estas cosas… los llaman «cuentos de hadas».
—¿Qué quiere decir eso?
Ella se mordió los labios, sintiéndose impotente. La lingüística no era su especialidad.
—Objeción —dijo el abogado—. La acusada no es lingüista. Se puede traer uno a la sala, si el juez lo desea.
—Déjelo —dijo el juez—, déjelo. De todas formas, no importa. Si la prisionera dice que esas criaturas existen y viven (si a eso se le puede llamar vida), así será. Si mintiera, el detector lo hubiera registrado. Si padeciera alucinaciones, el computador psiquiátrico lo habría notado. Lo que describe, por muy repulsivo que sea, debe ser verdad, por lo tanto.
Ella abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando él levantó la mano.
—En este punto debo instruir a los jurados —dijo, mirando por encima de la cabeza de ella— de que todos esto no cambia la situación en absoluto. Por muy conmovidos que estén (y ciertamente deben de estarlo) a causa de la descripción de estas criaturas que la prisionera acaba de hacernos, nada de lo que hemos oído hasta ahora constituye una circunstancia atenuante. El crimen sigue siendo un crimen; no puede haber justificación para interferir en la evolución de una raza extraña. Los jurados deben tener esto muy en cuenta mientras la prisionera prosigue con su testimonio.
Luego se inclinó para mirarla, sus ojos tan duros como las piedras que había dicho que no debían moverse, nunca, y dijo:
—Hemos oído suficientes detalles, ciudadana. No concibo la situación que usted describe, y estoy seguro de que los jurados tampoco podrán concebirla, pero aceptamos sus afirmaciones como hechos. Cualquier explicación más sería… morbosa. Pornografía para los ávidos de sensaciones. Yo no soy uno de ellos, ciudadana.
—Objeción —empezó el abogado—. El juez implica…
—¡Silencio! —El juez estaba agotando su limitada paciencia—. La prisionera describirá su crimen, sin más números teatrales por su parte o la de su abogado, o desalojaré la sala ahora mismo y comenzaremos de nuevo mañana. ¡Proceda!
La Descubridora Espacial bajó los ojos, sabiendo que ya no había esperanza para ella, y le contó. Cómo había aterrizado en una profunda garganta en una región cuyos habitantes llamaban «Missouri». Cómo había visto que en todos los pueblos la gente se sentaba delante de sus viviendas, en un saliente que llamaban «porche», en sus «mecedoras».
—¿Qué?
Ella lo repitió y explicó. Era un mueble con unas piezas curvas ajustadas a las patas. Casi todas las casas tenían al menos una, y al anochecer, la gente se sentaba en el porche y se «mecía».
—¿Y?
Ella llevaba consigo su Conformador, como todo el personal espacial. El peso del Conformador es menor que el de una pluma, y dado que comparte el espacio de cualquier…
—Conocemos las características de la criatura conocida como Conformador —dijo el juez fríamente—. Es capaz de moverse entre las partículas energéticas de cualquier objeto construido y por tanto no ocupa ningún espacio observable y no aporta casi ningún peso medible. Es telepático, es empático; está específicamente alimentado para ser compulsivamente afectuoso; es un compañero ideal en viajes largos. Hasta los niños lo saben. No hace falta que nos dé una lección de zoología elemental, ciudadana.
—Lo siento.
—Díganos lo que hizo con su Conformador. Espero que eso sea más relevante.
—Lo dejé en una «mecedora» que estaba vacía en ese momento.
—¿Y?
—Y le di instrucciones para que se reprodujera.
—¡Sabiendo que un Conformador puede producir miles de su especie en un solo ciclo!
—Sabiéndolo, sí —dijo ella sumisamente—. Y le instruí, muy cuidadosamente, para que no entrara en ningún otro objeto. Nada, excepto las «mecedoras».
—En las cuales —escupió el juez—, según su propia admisión, pasan largas horas los habitantes de ese planeta.
Ella no dijo nada, porque no había nada que decir, pero, al pensar en ello, las comisuras de su boca se elevaron a pesar de ella. Cada vez que una de esas patéticas criaturas se sentara para «mecerse», compartiría, de pronto, todas las percepciones del Conformador. No las percepciones de una persona, claro está, pero así y todo… más, infinitamente más, de lo que nunca les había sido permitido. No verían los senderos que se extienden por el espacio y el tiempo; no oirían el tañido de su Sol. Pero oirían el canto de los ángeles, verían los espíritus de las rosas y del trigo, y escucharían la voz de su ancho río oscuro, hablándoles de sus orígenes de las intrincadas funciones de su mundo. El juez respiró profundamente y golpeó el estrado con el puño.
—Debo advertir a los jurados —dijo venenosamente—, y ordenarles que le den gran importancia en sus deliberaciones, ¡que la prisionera está sonriendo! Está ante este tribunal acusada de un crimen sólo inferior a la traición… y en su rostro, en este momento, desvergonzada como un delincuente común, ¡hay una sonrisa! La prisionera no siente el menor remordimiento, amigos míos.
Y se inclinó para preguntarle:
—¿No es cierto, ciudadana?
Su abogado le estaba ordenando que no dijera nada, que guardara silencio, que esperara y esperara; pero a ella ya no le importaba. Sabía si una causa estaba perdida cuando ella era la protagonista.
Miró al juez directamente a los ojos y, con una voz tan llena de desprecio como la de le dijo:
—Volvería a hacerlo mañana mismo.
El juez estaba tan furioso que apenas pudo pedir el veredicto, y el panel del jurado se puso morado, sin una sola luz dorada que alterara su majestuosidad.
—¡Culpable de los cargos! —gritó, casi tan morado como el panel que estaba sobre su cabeza—. ¡Culpable de los cargos! Y la sentencia es… cincuenta años en la prisión de Parradyne-X. ¡El siguiente caso!
La tienda de muebles de Leroy Henderson en Tiger Branch, Missouri, no era un gran negocio. Por Navidades, Leroy vendía un montón de esas rinconeras que las mujeres utilizan para poner chucherías. Cuando alguien se casaba, sucedía a veces que en lugar de ir a Saint Louis, compraban parte de sus muebles en la tienda de Henderson. Leroy iba tirando, pero muy justo.
Hasta este año. No había visto nada igual en su vida.
—Mary Alma —dijo, mientras cenaban—, nunca he visto nada igual.
—¿Igual a qué, Leroy?
Mistress Henderson puso tres galletas en el plato de su marido y empujó hacia él las conservas de tomate. A Leroy le gustaban las galletas y le gustaba que ella se las diera.
—Bueno… —Leroy pensó un momento y luego dijo—: ¿Quieres explicarme por qué un pueblo que apenas consigue alimentarse, de la noche a la mañana, se ha vuelto absolutamente loco por las mecedoras?
—¿Mecedoras, Leroy? —Ella le acercó la mantequilla también.
—Eso es. Vendí trece la semana pasada y veinte y pico esta semana, y llamé al almacén de Hannibal para pedir veinte más y, maldita sea, me dicen que esto está pasando en todos los sitios y quizá tarden un mes en mandarme el pedido. ¿Has oído alguna vez una cosa así?
Mary Alma emitió unos cuantos sonidos, que era lo único que él esperaba de ella.
—Tómate la cena, Leroy —dijo afectuosamente—. A caballo regalado, no le mires el diente.
Si lograba que él se diera un poco de prisa ella tendría tiempo de sentarse en el porche y mecerse durante una hora después de fregar los platos y antes de irse a la cama. Leroy pondría a ver la televisión, porque, según él enriquecía la mente, Ella simplemente se sentaría allí y se mecería.