Había una vez en los bosques de la vieja Inglaterra un volatero llamado Hugh que suministraba todas las aves para la mesa del rey.
Las aves más grandes las cazaba con arco, se decía de él que nunca disparaba sin derribar un pájaro, y a veces, dos. Sin embargo, para las aves más pequeñas, que volaban en bandadas, como nubes grises, sobre el bosque, empleaba solamente una red de seda que él mismo tejía. Esta red era suave y fina y no dañaba a los pájaros, aunque los sujetaba firmemente. Entonces Hugh, el volatero, podía escoger las palomas más gordas para la mesa del rey y dejar a las otras en libertad.
Un día, a principios de verano, Hugh fue llamado a la corte y conducido al salón del trono.
Hugh hizo una profunda reverencia, porque no era frecuente que le llevaran a presencia del propio rey. En realidad se sentía incómodo en palacio, como atrapado en una jaula de piedra.
—Levántate, volatero, y escucha —dijo el rey—. Dentro de una semana voy a casarme.
Luego, volviéndose con una sonrisa hacia la mujer que estaba sentada a su lado, el rey tendió la mano de ella al volatero.
El hombre se quedó mirándola. Era tan delicada como un pájaro, esbelta y rubia, con ojos negros. Había calma en ella, pero también cierta inquietud. El jamás había visto a una persona tan bella.
Hugh tomó la diminuta mano que se le ofrecía y se la llevó a los labios, pero sólo se atrevió a besar el anillo de oro que brillaba en un dedo.
El rey miró atentamente al cazador y vio cómo temblaba. Esto hizo sonreír al monarca.
—Ved, mi señora, cómo vuestra belleza trastorna incluso a mi volatero. Y él es un hombre que vive solitario como un monje en la celda de su bosque.
La dama sonrió sin decir nada, pero apartó su mano de Hugh.
El rey se volvió de nuevo al cazador.
—En honor de mi prometida, Lady Columba, cuyo nombre significa paloma y cuya belleza es admirada en el mundo entero, deseo servir cien de esas aves en el banquete de bodas.
Lady Columba se sobresaltó y levantó la mano.
—Por favor, no las sirváis, señor.
Pero el rey habló al cazador.
—He dicho. No me falles, volatero.
—Como ordenéis —dijo Hugh, y se inclinó nuevamente.
Tocó con la mano su túnica, donde el lema, Servo, estaba cosido sobre el corazón.
Entonces el volatero volvió a la cabaña donde vivía, en lo profundo del bosque.
Allí sacó la red de seda y la extendió sobre el suelo. Lentamente repasó la red en busca de nudos, agujeros o hilos gastados. Volvió a tejer con gran cuidado todos los puntos débiles, sentado con la espalda recta ante su telar de madera.
Después de una noche y un día terminó el trabajo. La red era tan fuerte como su propio corazón. Colocó la red junto a la chimenea y durmió sin sueños.
Antes del alba se dirigió hacia el claro del bosque que sólo él conocía. Los rastros que iba siguiendo eran menos visibles que huellas de ciervos, porque el volatero no necesitaba senderos que le indicaran el camino. Conocía cada árbol y cada piedra del bosque como un amante conoce las formas de su amada. Y servía al bosque tan bien como servía al rey.
El claro estaba lleno de vida; sin embargo, tan silenciosamente se movía el volatero, que ni pájaros ni insectos advirtieron su llegada. Se puso en cuclillas al borde del claro, con sus ropas marrón y verde que eran como parte del bosque, y esperó.
Una inagotable paciencia era su fuerza, y esperó todo el día sin moverse y sin dormirse. Con el crepúsculo llegaron las palomas, posándose sobre el claro como una neblina gris. Y cuando estaban abajo, comiendo vorazmente, Hugh se levantó de un salto y lanzó la red sobre las más próximas con un único y veloz movimiento.
Contó veintiuna palomas en su red, todas, menos una, carnosas y de un gris azulado. La última era una paloma esbelta y elegante, blanca como la leche. No obstante, mientras Hugh la observaba, la paloma blanca se deslizó entre las sedosas mallas que la aprisionaban y se alejó volando por el anochecer.
Hugh no era el tipo de cazador que maldice su mala suerte, sino más bien el que se felicita por la buena, así que recogió las veinte palomas y se fue a casa. Puso a las palomas en una gran jaula cuyos barrotes había hecho con madera de roble blanco.
Luego examinó su red. No había un solo roto en ella, ningún sitio por donde la paloma blanca hubiera podido escapar. Hugh pensó en ello largo rato, pero finalmente se acostó y se durmió al arrullo de las aves capturadas.
El cazador se levantó de madrugada. De nuevo se encaminó sigilosamente al claro y esperó, más inmóvil que una piedra, la llegada de las palomas. Y otra vez arrojó su red al atardecer y atrapó veinte palomas grises y gordas y una sola blanca.
Pero, igual que antes, la paloma blanca se escurrió por entre las redes tan fácilmente como el aire.
El volatero se llevó a casa a las veinte grises y las enjauló con las demás. Pero la imagen de la paloma blanca, esbelta y hermosa, llenaba su mente. Estaba decidido a capturarla.
Durante cinco días y noches todo transcurrió igual, excepto una cosa: en la quinta noche solamente había diecinueve palomas grises en su red. Le faltaba una para las cien. Sin embargo, había cogido todas las aves de la bandada menos la paloma blanca.
Hugh contempló el fuego, pero no sentía su calor. Puso la mano sobre el lema que llevaba encima del corazón.
—Juro por el rey a quien sirvo y por la dama que será su reina que capturaré ese pájaro —dijo—. Llevaré las cien palomas. No fallaré.
Así que al sexto día, el volatero se levantó mucho antes del amanecer. Comprobó la red una vez más y vio que estaba tensa. Entonces volvió al claro.
Pasó todo el día sentado al borde del claro, inmóvil como una piedra. El prado estaba lleno de vida. Cantaban pájaros que nunca habían cantado allí antes. Extrañas flores crecieron, se abrieron y murieron a sus pies; mas él ni siquiera las miró. Animales que existieron en un tiempo y ya no existían salieron de las sombras del bosque y pasaron junto a él: el hipocampo, el hipogrifo y el sedoso y veloz unicornio.
Pero él no se movió. Era a la paloma blanca a quien él esperaba, y al fin, llegó.
En la creciente oscuridad, bajó flotando, ligera y luminosa como una pluma, hasta el borde del claro. Se movió despacio, comiendo y arrullando, llamando a su bandada desaparecida. Al final vino hasta donde se encontraba Hugh y comenzó a picotear a sus pies.
Él movió las manos una vez y la red cayó sobre ella; pronto también sus manos estuvieron sobre ella. La paloma se retorció y picó, pero él la sostuvo firmemente, con las palmas en sus alas y los dedos en su cuello.
Cuando la paloma vio que no podía moverse, volvió sus brillantes ojos negros hacia el volatero y le habló con una arrulladora voz de mujer.
Señor volatero, libérame, Oro y plata te daré.
—Ni el oro ni la plata me tientan —dijo Hugh—. Servo es mi lema. Yo sirvo a mi amo. Y mi amo es el rey.
Entonces la blanca paloma habló otra vez.
Señor volatero, libérame, Fama y fortuna te daré.
Pero el cazador negó con la cabeza y la sujetó con fuerza.
—Después del rey, sirvo al bosque —dijo—. Fama y fortuna no valen aquí.
Se levantó con la paloma entre las manos y se dispuso a regresar a casa.
Entonces el ave se sacudió y habló por tercera vez. Su voz era baja y seductora.
Señor volatero, a esta paloma libera, la Reina será tu amada verdadera.
Por primera vez,, en ese momento, el cazador notó el anillo de oro que relucía en la pata de la paloma, aunque la noche ya casi había caído. Como en una visión, volvió a contemplar a Lady Columba, esbelta, delicada y rubia. Oyó su voz y sintió su mano en la de él.
Empezó a temblar y su corazón comenzó a latir alocadamente. Sintió un ardor en el pecho y en los miembros. Miró a la paloma y ésta pareció sonreírle con sus brillantes ojos negros.
—Servo —gritó el hombre, con voz temblorosa y desfallecida.
Cerró los ojos y le retorció el cuello a la paloma. Luego tocó el lema de su túnica. Sintió que la palabra Servo se grababa fríamente en las yemas de sus dedos. Con un rápido tirón arrancó el lema de su pecho. Lo arrojó al suelo, puso a la paloma en su zurrón y se fue por el bosque hacia su casa.
Al día siguiente, el volatero llevó las cien palomas —noventa y nueve vivas y una muerta— a la cocina del rey. Pero la boda no se celebró nunca. Lady Columba no se presentó en la capilla ni en el castillo, y su nombre jamás volvió a mencionarse en el reino.
El volatero dejó de cazar y se alimentó de moras y frutas el resto de su vida. Todos los días se dirigía al claro para echar grano a los pájaros. Colgado de una cadena, alrededor de su cuello, brillaba un anillo de oro. Y, de vez en cuando, se llevaba la mano al trozo de su túnica, sobre el corazón, que estaba deshilachado y rasgado.
Pero, aunque los pájaros cantores y los gorriones comían su grano y las golondrinas acudían a su llamada, nunca volvió a ver una paloma.