La habitación había sido limpiada con desinfectante de resina de pino y olía como un lavabo público. Harry Spinner estaba en el suelo, detrás de la cama, aplastado entre ésta y la pared. La colcha de felpilla, casi incolora, había quedado torcida, dejando ver parte de la sábana, limpia, pero deslucida. Lo único que se veía de Harry era una pierna que asomaba sobre el borde de la cama. No llevaba zapato, sólo un descolorido calcetín marrón con un agujero. El calcetín, que había perdido la elasticidad hacía mucho tiempo, estaba arrugado alrededor de su delgado y rojizo tobillo.

Cerré la puerta suavemente tras de mí y di la vuelta a la cama para verle entero. Estaba encogido, de espaldas, con los codos apoyados en la pared y en la cama. Le habían cortado el cuello. La sangre no se había extendido mucho. La gastada alfombra al pie de cama la había empapado casi toda. Miré por el mugriento cuartito, pero no encontré nada. No había señales de lucha, ni que la puerta hubiera sido forzada; ahora bien, tampoco mi tarjeta de crédito había dejado ninguna señal. La ventana estaba abierta, y por ella entraba el ruido ahogado del tráfico del Bulevar. Asomé la cabeza y miré, pero había tres pisos hasta la marquesina con luces de neón del cine.

Habían pasado casi dos horas desde que Harry me llamó.

—Bertram, chico, he encontrado algo muy extraño. No sé realmente cómo interpretarlo.

Yo había dejado a un lado el informe que estaba escribiendo sobre la activísima esposa de Lucas Mc Gowan. (Ella tenía una marcada predilección por los chicos de las gasolineras, los que lavan los coches y los guardas de los aparcamientos. Supongo que esto tendría algo que ver con la Era del Automóvil.) Puse los pies sobre la mesa y me eché hacia atrás hasta que la vieja silla giratoria protestó con un gemido.

—¿Qué has encontrado esta vez, Harry? ¿Un nido de espías internacionales o una invasión de marcianos?

Supongo que Harry Spinner no servía de mucho para nadie, ni siquiera para sí mismo, pero a mí me caía bien. Me había ayudado en un par de casos, metiendo las narices en sitios donde sólo los Harry Spinners de este mundo pueden meter la nariz pasando inadvertidos. Yo estaba empezando a pensar que él intentaba hacer de Doctor Watson para mi Sherlock Holmes.

—No me tomes el pelo, Bertram. Hay un chico aquí, en el hotel. He visto algo que no creo que él quisiera que yo viese. Es algo rarísimo.

Harry era también la única persona en el mundo, excepto mi madre, que me llamaba Bertram.

—¿Qué has visto?

—Preferiría no hablar de ello por teléfono. ¿Puedes venir?

Harry veía demasiadas películas antiguas de detectives privados en la televisión.

—Tardaré un rato. Va a venir un cliente dentro de unos minutos a recoger el informe sobre su errante esposa.

—Bertram, no deberías perder tu tiempo y tu talento con casos de divorcio.

—Sirven para pagar las facturas, Harry. Además, no hay suficientes halcones malteses por ahí.

Para cuando terminé de darle a Lucas Mc Gowan todos los detalles (tuve la impresión de que le preocupaba menos la infidelidad de su mujer que su gusto; no le hubiera importado tanto si ella se acostara con actores de cine o playboys internacionales), cobré mis honorarios, y cogí un autobús en Coronel Sanders, habían pasado casi dos horas. Cuando llamé a la puerta, Harry no contestó, así que abrí con mi tarjeta de crédito.

Birdie Pawlowicz era una antigua fulana, gorda y desaliñada, que tendría entre cuarenta y doscientos años. Era tuerta del ojo derecho y llevaba un parche negro sobre él. Afirmaba que había perdido el ojo en una pelea con una puta criolla por un jugador de fortuna. Yo la creía. Dirigía el Hotel Brewster del mismo modo que Florence Nitghtingale debía de dirigir ese apestoso hospital de guerra en Crimea. Sus huéspedes eran los fracasados que habitan en ese podrido sector del Bulevar, al Este de la autopista de Hollywood. Ella los manejaba, los maldecía, los quería y los cuidaba. Y ellos también la querían. (Una vez, hace un par de años, un joven cabrito negro pensó que una mujer vieja, gorda y tuerta sería fácil de atracar. La poli lo encontró tres días después, a dos manzanas de allí, debajo de un montón de basura, en una calleja donde se había escondido. Tenía un brazo roto, dos costillas fracturadas, la nariz partida, y le faltaban algunos dientes. Había muerto de hemorragia interna.)

El Hotel Brewster era un negocio ruinoso, pero a Birdie no le importaba. Tenía ciertas propiedades en Westwood que eran un excelente negocio. Me dedicó una risa descarada cuando me acerqué al mostrador, pero su ojo bueno parpadeó.

—¡Hola, encanto! —rebuznó con voz sibilante—. He rebajado mi precio a un cuarto de dólar. ¿Te interesa?

Vio mi cara y su expresión pasó de la lascivia a la sagacidad.

—¿Qué pasa, Bert?

—Harry Spinner. Será mejor que llames a la poli, Birdie. Lo han matado.

Me miró, sin decir nada, y su rostro adquirió lentamente un gesto de infinita y fatigada resignación. Luego se volvió y llamó a la policía.

Como sólo se trataba de Harry Spinner en el Hotel Brewster en la parte mala del Bulevar, la poli tardó más de media hora en llegar. Mientras esperábamos, le conté a Birdie todo lo que sabía, lo de la llamada telefónica y lo que encontré.

—Debía de referirse a un chico llamado Detweiler —dijo ella, frunciendo el ceño—. Harry ha sido amable con él. Le daba pena, supongo.

—¿En qué habitación está? Me gustaría hablar con él.

—Se ha marchado del hotel.

—¿Cuándo?

—Justo antes de que tú bajaras.

—¡Maldita sea!

Ella se mordió el labio.

—No creo que ese chico, Detweiler, lo haya matado.

—¿Por qué?

—Simplemente no creo que pudiera. Es un muchacho muy dulce.

—Oh, Birdie —gemí—, sabes de sobra que no existe el asesino nato. Casi cualquiera mataría si tuviera un buen motivo para hacerlo.

—Lo sé —suspiró—, pero no puedo creerlo, a pesar de todo.

Tamborileó con sus rojas uñas sobre el mostrador de fórmica.

—¿Cuánto tiempo lleva Harry muerto?

Él me había llamado a las cinco y diez. Yo había encontrado el cuerpo a las siete.

—Un rato —dije—. La sangre está casi seca.

—¿Antes de las seis y media?

—Probablemente.

Ella suspiró otra vez, pero ahora con alivio.

—El chico, Detweiler, estuvo aquí conmigo hasta las seis y media. Había estado aquí desde las cuatro y cuarto. Estuvimos jugando al gin-rummy. Tenía uno de sus ataques y necesitaba compañía.

—¿Qué clase de ataque? Háblame de él, Birdie.

—Pero él no pudo matar a Harry —protestó.

—De acuerdo —dije.

Pero no estaba enteramente convencido. ¿Por qué iba alguien a asesinar deliberada y brutalmente al inofensivo e invisible Harry Spinner, justo después de que él me dijera que había descubierto algo «extraño» sobre el tal Detweiler? ¿A menos que fuese el tal Detweiler?

—Cuéntame lo que sepas, de todas formas. Si él y Harry eran amigos, quizá él supiese algo. ¿Por qué le llamas siempre chico? ¿Qué edad tiene?

Ella asintió e inclinó su voluminoso cuerpo sobre el mostrador.

—Veinte y pocos, veintidós, veintitrés, quizá. No muy alto, un metro sesenta y cinco, o así. Esbelto, moreno, de pelo rizado, un chico muy guapo. Parecería un artista de cine, si no fuera por su espalda.

—¿Su espalda?

—Tiene una joroba. Es jorobado.

Eso me detuvo un momento, sin saber por qué. Puede que me viniera a la mente la imagen de Charles Laughton montado en las campanas o Igor robando el cerebro del laboratorio.

—¿Es guapo y jorobado?

—Así es. —Levantó las cejas. La que estaba sobre el parche no se alzó tanto como la otra—. Si le ves de frente, ni siquiera lo notas.

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Andrew.

—¿Cuánto tiempo ha estado viviendo aquí?

Ella consultó el fichero.

—Se registró el viernes pasado por la noche. El 22. Seis días.

—¿En qué consiste ese ataque que tenía?

—No lo sé seguro. Era el segundo que le daba. Se ponía pálido y nervioso. Creo que tenía muchos dolores. Se iba poniendo cada vez peor durante todo el día; luego, de pronto, se le pasaba y se quedaba fresco y sano como una rosa.

—Me suena como si necesitara un pinchazo.

—Eso pensé yo al principio, pero luego cambié de opinión. He visto mucho de eso y no era lo mismo. Créeme. Estaba realmente mal esta tarde. Bajó a eso de las cuatro y cuarto, como te dije. No se quejó, pero yo comprendí que quería compañía para apartar su mente de eso. Jugamos hasta las seis y media. Luego se fue arriba. Unos veinte minutos más tarde bajó con su vieja maleta y dijo que dejaba el hotel. Tenía buena cara, ya se le había pasado el ataque.

—¿Tenía un médico?

—Estoy segura de que no. Yo le pregunté. Y dijo que no era nada grave, que ya pasaría. Y así fue.

—¿Dijo por qué se marchaba o adónde iba?

—No, sólo dijo que estaba inquieto y quería cambiar de sitio. La verdad es que sentí que se fuera. Un chico tan simpático.

Cuando, finalmente, llegó la poli, les conté todo lo que sabía, excepto que no mencioné a chico Detweiler. Me quedé allí hasta que averigüé que era casi seguro que a Harry no lo habían matado después de las seis y media. Ellos estimaron la hora entre las cinco y diez, cuando me llamó, y las seis. Parecía que Andrew Detweiler era inocente, pero, ¿qué «extraña» cosa había notado Harry en él? ¿Y por qué se había marchado inmediatamente después de que asesinaran a Harry? Birdie me dejó echar une mirada a su cuarto, pero no encontré nada, ni siquiera un clip abandonado.

El viernes por la mañana me senté en mi despacho tratando de encajar las piezas. El problema era que solamente tenía dos piezas y no encajaba. El sol venía del Bulevar y entraba por la ventana, proyectando las letras pintada; en el cristal contra la pared de enfrente: BERT MALLORY Investigaciones Confidenciales. Mí levanté y miré por la ventana. Esta parte de Bulevar no se había estropeado aún, pero no tardaría mucho.

Hay un sistema seguro para juzgar una parte de la ciudad: los cines. Nunca falla. Por ejemplo, no se había estrenado ninguna película en el centro de Los Ángeles desde hacía mucho, mucho tiempo. Diez años antes la animación estaba en el Bulevar. Ahora está en Westwood.

Los viejos y grandiosos Pantage, al Este de Vine y demasiado cerca de la autopista, solían ser el escenario de los más deslumbrantes estrenos. Incluso la ceremonia de los Oscar se celebraba allí durante una época. Ahora sólo ponen programas dobles de películas de terror. Únicamente Grauman y el que fue Paramount, luego Hoew, y ahora Downtown, en el lado Oeste, tienen buenos estrenos. El Nuview, al otro lado de la calle, estaba dando programas dobles pornográficos. Era demasiado deprimente. Por lo tanto, cerré la persiana.

Miss Tremaine levantó la vista del tecleteo de su máquina y frunció el ceño. Su mesa estaba en la pequeña zona de recepción, pero yo había colocado ambas mesas de tal forma que pudiéramos vernos y hablarnos en voz normal cuando la puerta estaba abierta. Permanecía abierta casi siempre, excepto cuando yo tenía un cliente que consideraba que las secretarias no debían enterarse de sus problemas. Ella llevaba media hora mecanografiando el informe de Lucas Mc Gowan, diciendo puff y pss a intervalos de treinta y dos segundos. Lo estaba pasando estupendamente. Miss Tremaine tenía unos cuarenta y cinco años y el aspecto de una bibliotecaria estreñida, y era la mejor secretaria que yo había tenido en mi vida. Llevaba siete años trabajando conmigo. Yo había probado con unas cuantas jovencitas sexy, pero no había dado resultado. O bien no se prestaban a jugar en absoluto, o pretendían estar jugando todo el tiempo. Los dos tipos eran un latazo para enfrentarte a ellas por la mañana temprano, todas las mañanas.

—Miss Tremaine, ¿quiere llamar a Gus Verdugo, por favor?

—Sí, mister Mallory.

Marcó el número delicadamente, sentada como si llevara un corsé ortopédico.

Gus Verdugo trabajaba en R. I. Yo le había hecho un favor una vez, y él insistió en devolvérmelo diez. Le di todos los datos que tenía sobre Andrew Detweiler y le pregunté si no le importaría meterlos en la computadora. No le importaba. Volvió a llamar a los quince minutos. La computadora no sabía nada de Andrew Detweiler y tenía solamente siete jorobados, ninguno de los cuales encajaba con la descripción del chico.

Estaba sentado allí, preguntándome cómo diablos encontrarle, cuando el teléfono sonó de nuevo. Miss Tremaine dejó de escribir y levantó el receptor sin romper el ritmo. «Oficina de mister Mallory», dijo claramente, haciendo saber a quien llamaba que había tropezado con una organización realmente eficiente. Tapó el auricular con una mano y me miró.

—Es para usted. Una llamada obscena —dijo sin parpadear ni mover un músculo.

—Gracias —dije, y le guiñé un ojo.

Ella colgó el auricular dejándolo caer desde una altura de siete centímetros y volvió a su máquina. Sonriendo, cogí mi teléfono.

—Hola, Janice —dije.

—Un momento hasta que mis oídos dejen de vibrar —la ronca voz me hizo cosquillas en el oído.

—¿Qué haces levantada tan temprano? —pregunté.

Janice Fenwick era bailarina exótica en un club por las noches, y preparaba su doctorado en oceanografía en UCLA por las tardes. En el año que hacía que nos conocíamos, rara vez la había visto asomar la nariz a la luz del sol antes de las once.

—Tenía que pillarte antes de que empezaras a seguir a esa pesada en el coche.

—Eso se acabó. Ya ha ligado a su último guardia de aparcamiento… por lo menos, con este marido —reí.

—Me alegro.

—¿Qué hay?

—No he recibido ninguna proposición deshonesta por tu parte desde hace días. Así que pensé en hacerte una yo.

—Soy todo oídos.

—Mañana vamos a hacer submarinismo en la costa de Catalina. ¿Te apetece venir?

—Con los trajes de goma no podemos hacer gran cosa.

—Nos los quitamos a las cuatro; luego nos queda el sábado por la noche y todo el domingo.

—Es la mejor proposición deshonesta que he tenido esta semana.

Miss Tremaine hizo puff. Puede que fuese en relación con el informe, pero no lo creo.

Recogí a Janice en su apartamento de Westwood el sábado por la mañana temprano. Estaba esperándome y vino hacia el coche con paso largo, toda piernas y sana carne dorada. Llevaba pantalón corto blanco, calcetines, y ese maldito jersey del equipo Dallas Cowboys. Era auténtico. El nombre y el número eran muy conocidos; incluso para los no aficionados al fútbol. No quiso decirme de dónde lo había sacado, simplemente sonrió con gesto afectado. Tiró la maleta en el asiento trasero y se deslizó junto a mí. Olía como la luz del sol.

Nos fuimos raudos y veloces y pasamos la mayor parte del día sumergiéndonos en el Pacífico con un grupo de críos quince años más jóvenes que yo y cinco años más jóvenes que Janice. Yo había hecho estas excursiones con Janice antes, y las disfruté tanto que hasta me había comprado mi propio traje de goma. Pero disfruté todavía más el sábado por la noche y todo el domingo.

Volví a mi apartamento en Beachwood bastante tarde el domingo por la noche, y apenas tuve tiempo de comer algo en el restaurante mexicano que hay a la vuelta de la esquina. Tienen una carne asada maravillosa. Yo vivo justo enfrente del cine Paramount, justo enfrente de la cola de gente que entra a ver La extraña pareja. Todos los viernes, cuando les veo allí en la cola, pienso en ir un día de éstos, pero luego nunca lo hago. (Se podría pensar que, viviendo donde vivo, vería a algunos artistas de cine, pero no es así.)

Estaba tan agradablemente agotado que me olvidé por completo de Andrew Detweiler hasta el lunes por la mañana cuando me senté a leer el Times en mi despacho.

Era una breve noticia en la página tres, no demasiado interesante en sí misma. La noche anterior, un hombre llamado Maurice Milian, de 51 años, se había caído, rompiendo las puertas de cristal que daban a la terraza del piso en el que vivía, le habían descubierto hacia medianoche, la gente que vivía debajo de él, notó que había sangre seca en su terraza. La única cosa que relacionaba las muertes de Harry Spinner y Maurice Milian era la cantidad de sangre derramada en ambos casos. Si a Milian le hubieran asesinado, podía haber una conexión, por tenue que fuera. Pero la muerte de Milian fue accidental: un torpe y estúpido accidente. Le di vueltas a la idea durante una hora antes de rendirme. Sólo había un modo de quitármela de la cabeza.

—Miss Tremaine, regresaré dentro de una hora más o menos. Si algunas hermosas rubias vienen pidiendo que les encuentre a sus hermanitas, dígales que esperen.

Ella hizo puff otra vez y me ignoró.

El Almsbury estaba a seis manzanas en Yucca. Así que fui a pie. Era un monolito rectangular de unos ocho pisos, ni muy nuevo ni muy viejo, con pinta de caro. Las pequeñas terrazas sobresalían en ordenadas filas. El jardín, estrecho y largo, estaba impecable, con un montón de plantas que parecían importadas de Marte. También había las inevitables palmeras y arbustos de ave del paraíso. Una pequeña, discreta y pulida placa se balanceaba en un marco de hierro forjado proclamando elegantemente: NO HAY PLAZAS.

Dos juncales muchachitos me lanzaron miradas apreciativas en el portal alfombrado, al salir hacia el sol como pájaros exóticos. «Es uno de esos sitios», pensé. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando miré la lista de los inquilinos. Todos los nombres eran masculinos, pero ninguno de ellos era Andrew Detweiler.

Maurice Milian estaba aún en la lista con el número 407. Cogí el ascensor hasta el piso cuarto y llamé al timbre del 409. El timbre tocó unas notas de Bach, o quizá Vivaldi o Telemann. Todos los músicos barrocos me suenan igual. La deliciosa figura que me abrió tendría unos cuarenta años, era casi tan delgado como Twiggy, pero tan alto como yo. Llevaba una camisa de seda con flores, abierta hasta la cintura, dejando ver su huesudo pecho sin vello, y unos pantalones blancos estrechos. No dijo nada, se limitó a levantar las cejas interrogativamente mientras sus ojos me miraban de abajo arriba.

—Buenos días —dije y le enseñé mi carnet.

Se puso pálido. Sus ojos se volvieron canicas y se llenaron de terror. Estaba a punto de ceder al pánico y cerrarme la puerta. Le dediqué una amistosa sonrisa, para desarmarle, y continué como si no hubiera advertido nada.

—Estoy buscando a un hombre llamado Andrew Detweiler.

El terror desapareció de sus ojos, y vi cómo palpitaba su delgado pecho. Me miró sin expresión, indicando que nunca había oído ese nombre.

—Tiene unos veintidós años —seguí—, pelo oscuro y rizado, muy guapo.

Él sonrió irónicamente, tranquilizándose, intentando disimular su pánico.

—Todos lo son, ¿no?

—Detweiler es jorobado.

Su sonrisa se contrajo de repente. Sus cejas se elevaron.

—Oh —dijo—. Él.

¡Bingo! Mallory, has llevado una vida sana y honrada y aquí tienes la recompensa.

—¿Vive en este edificio?

Tragué para que mi corazón volviera a su sitio y parpadeé un par de veces para que se desvanecieran las chispitas.

—No. Estuvo… de visita.

—¿Puedo entrar para hablar con usted sobre él?

Él sostenía la puerta medio cerrada, de modo que yo no podía ver nada de la habitación, excepto un lujoso televisor en color. Echó una ojeada nerviosa por encima del hombro a algo que se hallaba a su espalda. El extremo interno de sus cejas descendió. Volvió a mirarme y empezó a decir algo, luego, como un pequeño desafío, se encogió de hombros.

—Desde luego, pero no tengo mucho que decirle.

Abrió la puerta de par en par y se apartó. Era un cuarto de estar de buen tamaño, como sacado de las páginas de una revista de decoración. A mi derecha había una cocina detrás de medio tabique. Una entrada conducía a algún sitio a mi izquierda. Directamente delante de mí, unas dobles puertas corredizas de cristal daban a la terraza. En la terraza un pedazo de carne bronceado estaba tumbado desnudo, tratando de broncearse más. El pedazo de carne abrió los ojos y me miró. Al parecer concluyó que yo no podía ser un rival y volvió a cerrarlos. El alto y delgado indicó uno de los dos sofás idénticos, a rayas marrón y naranja, uno frente al otro, con una enorme mesa baja de mármol y cristal entre ambos. Él se sentó en el otro, cogió un cigarrillo de una caja de alabastro y lo encendió con un encendedor de alabastro. Después, me ofreció uno.

—¿A quién estaba visitando Detweiler? —pregunté mientras encendía el cigarrillo. Sentí el encendedor frío y caro en la mano.

—Maurice… en la puerta de al lado —inclinó la cabeza levemente hacia el 407.

—¿No es él quien murió en un accidente anoche?

Él exhaló una bocanada de humo por entre sus labios apretados y sacudió el cigarrillo en un cenicero de alabastro.

—Sí —dijo.

—¿Cuánto tiempo hace que se conocían Maurice y Detweiler?

—No mucho. —¿Cuánto?

Apagó el cigarrillo en el blanco alabastro y se recostó, tan delicado e impecable que yo hubiera apostado que sus heces salían envueltas en celofán. Frunció las cejas.

—Maurice lo ligó en algún sitio la otra noche.

—¿Qué noche?

Pensó un momento.

—El jueves, creo. Sí, el jueves.

—¿Era Detweiler un ligón profesional?

Cruzó las piernas como una estrella de los años cuarenta y balanceó su sandalia romana.

Torció los labios en un gesto de desprecio.

—Si lo fuese, se hubiera muerto de hambre. ¡Era deforme!

—No parece que a Maurice le importara.

Él bufó y encendió otro cigarrillo.

—¿Cuándo se fue Detweiler?

Él se encogió de hombros.

—Le vi ayer por la tarde. Yo salí anoche… y volví muy tarde.

—¿Qué tal se llevaban? ¿Se peleaban?

—No tengo ni idea. Sólo les vi en el portal un par de veces. Maurice y yo… no éramos amigos. —Se levantó, inquieto—. Realmente no puedo decirle nada. ¿Por qué no le pregunta a David y Murray? Ellos eran… íntimos de Maurice.

—¿David y Murray?

—Al otro lado del vestíbulo. El 408.

Me puse de pie.

—Lo haré. Muchas gracias.

Miré las puertas de cristal. Supongo que sería bastante fácil atravesarlas creyendo que estaban abiertas.

—¿Son todos los apartamentos iguales? ¿Las mismas puertas de terraza?

Él asintió con la cabeza.

—Gracias otra vez.

—No hay de qué.

Me abrió la puerta y la cerró a mis espaldas. Suspiré y crucé al 408. Llamé al timbre. No sonó ninguna música, sólo hizo bing-bong.

David (o Murray) tenía unos veinticinco años, el pelo rojo y pecas. Su cuerpo era esbelto y musculoso, también con pecas. Lo noté porque llevaba solamente unos vaqueros cortos con aberturas a los lados. Iba descalzo y tenía un churrete de pintura verde en la nariz. Su rostro era abierto y amistoso y me dedicó una impersonal sonrisa-para-desconocido.

—¿Sí? —preguntó.

Le enseñé mi carnet. En vez de ponerse pálido, pareció interesarse.

—El hombre del 409 me dijo que quizá usted pudiera decirme algo sobre Andrew Detweiler.

—¿Andy? —frunció levemente el ceño—. Pase. Soy David Fowler.

Me tendió la mano. Se la estreché.

—Bert Mallory.

El apartamento no podía ser más distinto del otro. Era cómodo y estaba abarrotado; lo que dominaba era una mesa de dibujo rodeada de jarras con pinceles y cajas de tubos de pintura. Como arquitectura, sin embargo, era casi idéntico. La terraza estaba llena de macetas con plantas en lugar de músculos desnudos. David Fowler se sentó en el taburete de la mesa de dibujo y empezó a limpiar pinceles. Al sentarse, la abertura de sus pantalones se abrió, mostrando la mitad de la nalga, que también era pecosa. Pero yo tuve la impresión de que no se estaba exhibiendo; simplemente le daba igual.

—¿Qué quiere saber de Andy?

—Todo.

—Entonces, no le sirvo. Siéntese. Quite las cosas —rió.

Dejé libre un hueco en el sofá y me senté.

—¿Qué tal se llevaban Maurice y Detweiler?

Me lanzó una mirada.

—Bien. Que yo sepa. A Maurice le gustaba recoger cachorros abandonados. Eso es lo que era Andy.

—¿Era Detweiler un ligón profesional?

Se rió de nuevo.

—No. Dudo que supiera lo que significa esa palabra.

—¿Era marica?

—No.

—¿Cómo lo sabe?

Sonrió.

—¿No lo ha oído decir? Nosotros nos detectamos a un kilómetro. ¿Quiere un café?

—Sí, gracias.

Fue al medio tabique que separaba la cocina y sirvió dos tazas de una cafetera que parecía estar siempre llena y caliente.

—Es difícil describir a Andy. Había algo de niño pequeño en él. Verdaderamente inocente. Encantado con todo lo nuevo. Es triste lo de su espalda. Muy triste.

Me dio la taza y volvió al taburete.

—Había algo muy secreto en él. No respecto a sus sentimientos; en ese sentido era muy abierto.

—¿Se acostaban juntos él y Maurice?

—No. Ya le he dicho que era una relación de cachorrito perdido. Ojalá estuviera aquí Murray. Él maneja las palabras mucho mejor que yo. Yo tengo una orientación visual.

—¿Dónde está?

—En el trabajo. Es abogado.

—¿Cree usted que Detweiler pudo haber matado a Maurice?

—No.

—¿Por qué?

—Estuvo aquí con nosotros toda la tarde. Cenamos y jugamos a las palabras. Creo que estaba realmente enfermo, aunque él fingía que no. Aunque no hubiera estado aquí, tampoco lo creería.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Se marchó como media hora antes de que encontraran a Maurice. Supongo que fue allí, vio a Maurice muerto, y decidió desaparecer. No puedo decir que le culpe. A la policía se le podía haber ocurrido algo raro. Nosotros no le mencionamos.

—¿Por qué no?

—No tenía sentido meterle en líos. Fue un accidente.

—¿No pudo haber matado a Maurice después de salir de aquí?

—No. Dijeron que llevaba muerto más de una hora. ¿Qué le dijo Desmond?

—¿Desmond?

—Al otro lado del vestíbulo. El que parece que está oliendo algo desagradable.

—¿Cómo sabe que hablé con él y no con el pedazo de carne?

Él se rió y casi dejó caer la taza.

—No creo que Roy sea capaz de hablar.

—No sabía nada de nada.

Me encontré riendo también. Me levanté y me acerqué a las puertas de cristal. Las abrí y las volví a cerrar.

—¿Pensó alguna vez que estaban abiertas cuando en realidad estaban cerradas?

—No. Pero he oído que ha sucedido.

—Yo también —suspiré.

Me volví y miré el papel en el que él estaba trabajando sobre la mesa de dibujo. Era una pintura pequeña de un chico y una chica, ella con un delicado vestido blanco y él con vaqueros y camiseta. Representaban unos quince años. Estaban abrazados, a punto de besarse. Resultaba evidente que era la primera vez para los dos. Era bueno. Se lo dije.

Sonrió complacido.

—Gracias. Es para la portada de un libro.

—¿Quién tuvo la idea de que Detweiler cenara y pasara la tarde con ustedes?

Pensó un momento.

—Maurice. —Me miró y sonrió—. ¿Entiende de sellos?

Tardé un segundo en comprender lo que quería decir.

—¿Quiere decir coleccionar sellos? No mucho.

—Maurice era filatélico. Especializado en la Alemania de posguerra; localidades y zonas, cosas así. Había conseguido un kilo de edificios y quería clasificarlos sin que le molestaran.

Sacudí la cabeza.

—Me he perdido. ¿Un kilo de edificios?

Él rió.

—Es una serie de veintiocho sellos, emitida en la Zona Americana en 1948, que reproduce edificios famosos alemanes. La situación en Alemania era todavía bastante caótica entonces, y los sellos se imprimieron en condiciones provisionales. Por lo tanto, hay una enorme variedad de diferentes perforaciones, filigranas y grabados. Cientos, de hecho. Maurice podía pasar horas examinándolos.

—¿Son valiosos?

—No. Muy corrientes. Algunas de las variedades son difíciles de encontrar, pero no son valiosos. —Me miró, comprendiendo—. No faltaba nada del apartamento de Maurice.

Me encogí de hombros.

—Se me ocurrió preguntarme de dónde sacaba el dinero Detweiler.

—No sé. Nunca surgió el tema.

No estaba a la defensiva.

—Le caía bien, ¿no?

Había una cansada tristeza en su mirada.

—Sí —dijo.

Esa tarde recogí a Birdie Pawlowicz en el Hotel Brewster y la llevé al funeral de Harry Spinner. Le conté lo de Maurice Milian y Andrew Detweiler. Le dimos vueltas y vueltas. Evidentemente el chico no podía haber matado a Harry ni a Milian, pero eran demasiadas coincidencias.

Después del funeral, fui a la Biblioteca Pública de Los Ángeles y empecé a repasar números atrasados del Times. Sólo había visto los de las tres últimas semanas cuando cerraron la biblioteca. El Times de Los Ángeles es muy grueso, y a menos que la muerte sea sensacional o el muerto importante, la noticia puede aparecer en cualquier parte excepto entre los anuncios por palabras.

El martes pasado, el 26, una chica se había cortado las muñecas con una cuchilla en el Norte de Hollywood.

El día anterior, el lunes 25, una chica había tenido un aborto y una hemorragia. Se había desangrado porque tanto ella como su amigo estaban totalmente drogados. Vivían en un bloque en Western, muy cerca del Brewster… y Detweiler estaba en el Brewster ase lunes.

El domingo, 24, un borracho había sido apuñalado en el parque Mac Arthur.

El sábado, 23, encontré tres. Una pelea a navajazos en un bar de Pico, un tiroteo en una casa de huéspedes en Jrolo, y una violación con cuchillada en un callejón de La Brea. Solamente la víctima de los tiros había muerto desangrada, pero en los tres casos hubo mucha sangre.

El viernes, 22, el mismo día en que Detweiler se registró en el Brewster, un niño de dos años se había caído sobre un rastrillo vuelto hacia arriba en el patio de su casa en Sarchemont, a sólo ocho o diez manzanas de donde yo vivía. Y un par de críos chicanos tuvieron una pelea con navajas detrás de Hollywood High. Uno murió y el otro estaba en la cárcel. ¡Oh, el machismo!

La lista seguía y seguía hasta el jueves 7. Ese día hubo otro suicidio por corte de venas, cerca de Western.

A la mañana siguiente, martes, 3, llamé a miss Tremaine y le dije que llegaría tarde, pero llamaría cada dos horas para averiguar si la esbelta rubia que buscaba a su hermanita se había presentado. Ella hizo puff.

Larchemont es un barrio de clase media acurrucado entre la antigua riqueza que rodea al club de campo y la porquería que se va extendiendo por Melrose desde Western Avenue. Intenta dar la impresión de barrio residencial, en vez de zona comercial cercana al centro; y casi lo consigue. La zona no abunda en apartamentos y casas de huéspedes, pero hay algunos. Encontré el rastro del chico Detweiler al tercer intentó. El lugar estaba a una manzana de donde el niño cayó sobre el rastrillo.

Según el dueño, a la hora de la muerte del niño, Detweiler estaba jugando al bridge con él y con dos hermanas solteronas en el número 12. No se había sentido bien y se marchó esa noche para coger un autobús a San Diego; quería visitar a su madre que estaba enferma. Al dueño le dio pena, tanta pena que rompió una regla estricta y le devolvió la mayor parte de la renta del mes. Detweiler había pagado por adelantado. Después de todo sólo había estado allí tres días. Qué triste lo de su espalda. Un chico tan simpático, tan dulce… un escritor, ¿sabe?

No, no lo sabía, pero eso explicaba el hecho de que andará de un lado para otro y no pareciera trabajar.

Llamé a David Fowler.

—Sí, Andy tenía una máquina de escribir portátil, pero no mencionó que fuera escritor.

Y Birdie Pawlowicz.

—Sí, se le oía tecleando mucho en su cuarto.

Volví a encontrar el rastro de Detweiler de los días 16 y 19. Se mudó a una casa de huéspedes cerca de Silver Park la noche del 13 y la dejó el 19. La patrona no le había devuelto el dinero, pero le proporcionó una coartada para el viejo apuñalado en el parque el 16 y el suicidio de la chica en la misma casa de huéspedes el 19. Había estado radiante de salud cuando llegó, enfermo el 16, sano el 17, y otra vez enfermo el 19.

Había una reiteración. Vivía a una manzana de distancia del callejón donde un hombre fue apuñalado y robado el día 13; aunque los detalles del asesinato no encajaban con el modelo. Pero él había estado enfermo, tenía coartada y se trasladó a Silver Lake.

La historia se repite el 10: una mujer resbala en la bañera y, al caer, rompe el cristal de la ducha, quedando hecha jirones. Enfermo, coartada, traslado.

Puede que sea porque las matemáticas siempre se me han dado fatal, pero hasta ese momento no calculé las frecuencias de Detweiler. Milian murió el día 1, Harry Spinner el 28, el aborto fue el 25, el niño el 22, Silver Lake el 16 y el 19, etc., etc.

Se producía una muerte sangrienta en las proximidades de Detweiler cada tres días.

Pero no podía descubrir una norma para las víctimas: hombres, mujeres, niños, solteronas, casados, solteros, ricos, pobres, viejos, jóvenes. No había ningún denominador común, y siempre hay una norma. Incluso comprobé si los nombres iban por orden alfabético.

Volví a mi oficina a las seis. Miss Tremaine estaba sentada, muy colocada, ante su mesa, en la que no había nada más que su bolso y su cuaderno. Me recordó mucho a Desmond.

—¿Qué hace usted aquí, miss Tremaine? Debería haberse ido hace una hora.

Me senté ante mi mesa, echándome hacia atrás hasta que la silla giratoria gimió dos veces, y puse los pies encima. Ella cogió el cuaderno.

—Quería darle las llamadas.

—¿No pueden esperar? He estado husmeando todo el día y estoy agotado.

—Nadie le paga por encontrar a ese Detweiler, ¿no?

—No.

—El saldo de su banco llegó hoy.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Nada. Una buena secretaria tiene informado a su jefe. Yo le estoy informando.

—Vale. ¿Quién llamó?

Consultó su cuaderno, pero apuesto lo que sea a que se sabía de memoria cada palabra.

—Llamó una tal mistress Carmichael. Han raptado a su caniche. Quiere que usted lo encuentre.

—¡Dios! ¿Por qué no alude a la policía?

—Porque está segura de que el secuestrador es su ex marido. No quiere meterle en líos; sólo quiere recuperar a «Gwendolyn».

—¿«Gwendolyn»?

—Sí. Vino una tal mistress Bushyager. Quiere que encuentre usted a su hermanita.

Me incorporé tan de prisa que casi me caigo de la silla. La miré fija y largamente, pero su expresión era neutra y no parpadeó.

—Está usted bromeando.

Levantó las cejas un milímetro.

—¿Era una rubia esbelta?

—No. Era una morena gordita.

Me recosté en la silla, conteniendo la risa.

—¿Por qué quiere mistress Bushyager que yo encuentre a su hermanita?

—Porque piensa que está en algún sitio con mister Bushyager. Le gustaría que la llamara esta noche.

—Mañana. Esta noche tengo una cita con Janice.

Abrió el cajón de su mesa y sacó mi saldo bancario. Lo dejó caer sobre la mesa con ruido.

—No se preocupe —la tranquilicé—. No gastaré mucho. Solamente spaghetti y vino esta noche y jamón y huevos de desayuno.

Ella hizo puff. Que es lo que yo pretendía.

—¿Algo más? —pregunté.

—Llamó un tal mister Bloomfeld. Quiere que usted consiga pruebas para que él pueda presentar una demanda de divorcio contra mistress Bloomfeld.

Suspiré. Ella cerró su cuaderno.

—De acuerdo. Dígale que no a mistress Carmichael y déle una cita a Bushyager y a Bloomfeld.

Ella bajó los párpados. Yo extendí las manos.

—¿Cree usted que Sam Spade se pondría a buscar una caniche llamada «Gwendolyn»?

—Si su cuenta corriente era como la de usted, quizá. Mister Bloomfeld vendrá a las dos, mistress Bushyager, a las tres.

—Miss Tremaine, sería usted una madre maravillosa.

Ella ni siquiera hizo puff; simplemente cogió su bolso y se marchó, muy tiesa. Yo giré la silla y miré el calendario. Mañana era 4.

Alguien moriría mañana y Andrew Detweiler estaría por allí.

Me incorporé en la cama y me apoyé contra el cabecero. Janice gruñó en la almohada y abrió un ojo, clavándome la mirada.

—No quería despertarte —dije.

—¿Qué te pasa? —murmuró—. ¿Demasiados spaghetti?

—No. Demasiado Andrew Detweiler.

Ella también se sentó, cubriéndose el pecho con la sábana, y encendió la luz. Palpó en la mesilla de noche en busca de un cigarrillo.

—¿Quién quiere divorciarse de él?

—Eso es una mezquindad —me quejé.

—¿Quieres un pitillo?

—Sí.

Se puso dos cigarrillos en los labios y los encendió. Me dio uno.

—No te pareces nada a Paul Henreid —dije.

—Es curioso. Tú sí te pareces a Bette Davis. ¿Quién es Andrew Detweiler?

Así que se lo conté.

—Es elemental, querido Sherlock —dijo—. Andrew Detweiler es un vampiro. —Yo fruncí el ceño—. Desde luego, es un vampiro inteligente. Los vampiros suelen ser tontos. Siempre se delatan dejando las dos marcas de los dientes en la yugular de la gente.

—Querida, hasta los vampiros tienen que estar en el escenario del crimen.

—Siempre tiene coartada, ¿eh?

Me levanté y me dirigí al cuarto de baño.

—Lo cual es sospechoso en sí mismo.

Cuando salí ella preguntó:

—¿Por qué?

—Las personas que son inocentes no suelen tener coartadas; sobre todo, no una cada tres días.

—Probablemente por eso a las personas inocentes las meten en la cárcel tan a menudo.

Me reí y me senté en el borde de la cama.

—Puede que tengas razón.

—Bert, hazlo otra vez.

La miré por encima del hombro.

—¿Que haga qué?

—Ir al cuarto de baño.

—No creo que pueda. Mi vejiga está vacía.

—No quiero decir eso. Que vayas hacia la puerta del baño.

Le lancé una mirada suspicaz, me levanté y anduve hasta la puerta. Me volví, crucé los brazos y me recosté en el quicio.

—¿Bien?

Ella sonrió.

—Tienes un trasero precioso. Casi tanto como el de Burt Reynolds. Puede que sean gemelos.

—¿Qué? —casi grité.

—Puede que Andrew Detweiler tenga un gemelo. Uno de ellos comete los asesinatos y el otro establece las coartadas.

—¿Vampiros gemelos?

Ella frunció las cejas.

—Es un poco demasiado, ¿no? ¿Habían descubierto lo del grupo sanguíneo en la época de Bram Stoker?

Me metí en la cama y me subí la sábana hasta la cintura, apoyándome junto a ella en el cabecero.

—No tengo ni la menor idea.

—También en eso son tontos los vampiros. Nunca comprueban el grupo sanguíneo de la víctima. Un grupo distinto puede matarte.

—Los vampiros no reciben transfusiones de sangre exactamente.

—Pero viene a ser lo mismo, ¿no?

Me encogí de hombros.

—Bueno —suspiró—, los vampiros son tontos.

Empezó a tirarme del vello del pecho.

—No he recibido una proposición deshonesta desde hace horas —sonrió.

Así que tuve que hacérsela.

El miércoles por la mañana hice doce llamadas telefónicas. De las nueve víctimas que yo conocía, conseguí la información de seis.

Las seis tenían el mismo grupo sanguíneo.

Encendí un cigarrillo y me eché hacia atrás en la silla. Todo el asunto me daba vueltas en la cabeza. Había encontrado un denominador común. No tenía sentido. Quizá Detweiler era un vampiro.

—Mallory —dije en voz alta—, te estás volviendo majara.

Miss Tremaine levantó la vista.

—Si yo fuera usted, me escucharía —dijo con cara de póquer.

Al día siguiente, salí de la cama a rastras a las seis de la mañana. Me di una ducha, me afeité, me vestí y me eché gotas en los ojos. A pesar de eso, los sentía como si me hubiera puesto cemento en ellos. Mistress Bloomfeld me había tenido levantado hasta las dos de la noche anterior, siguiéndola por todos los lugares nocturnos de Santa Mónica, a los que fue con un tipo al cual todavía no había identificado. Cuando se registraron en un motel, me fui a la cama.

A esa hora no pude encontrar un periódico de la mañana más cerca de Western. La noticia venía en la página siete. Afortunadamente, habían encontrado el cuerpo a tiempo de que saliera en la primera edición. Una mujer de 38 años, llamada Sybil Herndon, se había suicidado en un edificio de apartamentos de Las Palmas. (Detweiler no había tenido que ir muy lejos. La dirección estaba a la vuelta de la esquina del Almsbury.) Se había cortado las muñecas con un pedazo de espejo roto. La habían descubierto a eso de las once y media, cuando el gerente fue a decirle que bajara el volumen del televisor.

Era demasiado temprano para pasarme por allí, así que desayuné, esperando que fuera una de las veces en que Detweiler se quedaba en un sitio más de tres días. Ni por un momento dudé de que estaría viviendo en los apartamentos de Las Palmas, o no lejos de ellos.

La propietaria-gerente de los apartamentos era una de esas criaturas características de Hollywood. Probablemente había sido una estrellita en los años veinte o treinta, pero el éxito no le había sonreído. Por lo tanto había intentado inmovilizarse en el tiempo. Continuaba esperando que la llamaran del Estudio en cualquier momento. Pero su carne no había cooperado. Tenía el pelo del color del cobre bruñido y se había puesto el lápiz de labios rojo-coche-de-bomberos muy por fuera de su delgada boca. Sus acuosos ojos me miraban a través de un antifaz de pintura desde un rostro blanco como el yeso. Su vestido era copia de uno de los Norma Shearer.

—¿Sí? —dijo con voz jadeante.

Sus ojos recorrieron rápidamente todo mi cuerpo. Esto me sucedía con la suficiente frecuencia como para que no me sintiera incómoda, pero esta vez me produjo una sensación de náusea, como si me estuvieran midiendo para el ataúd de una momia. Le enseñé el carnet y le pregunté si podía hablar con ella sobre uno de los inquilinos.

—Desde luego. Pase. Soy Lorraine Nesbitt.

¿Hubo una chispa de desilusión porque no reconocí el nombre? Ella se apartó, sosteniendo la puerta abierta. Me di cuenta de que los detectives, privados o no, y las preguntas sobre inquilinos no eran una novedad para ella. Entré en la habitación, y ella me miró desde cien puntos distintos. Las borrosas fotografías cubrían todas las superficies planas y se agarraban a las paredes como lapas. Había sido una monada… hacía cuarenta años. Me vio mirar las fotografías y sonrió. El maquillaje alrededor de su boca se resquebrajó.

—¿Por quién quiere preguntarme? —la sonrisa se desvaneció y las rajas se cerraron.

—Andrew Detweiler.

Me miró sin expresión.

—Joven, guapo, con una joroba.

Las rajas se abrieron.

—Oh, sí. Sólo lleva aquí unos días. Había olvidado el nombre.

—¿Está aún aquí?

—Oh, sí —suspiró—. Es tan injusto que un chico tan guapo tenga un defecto físico.

—¿Qué me puede decir de él?

—No mucho. Sólo ha estado aquí desde el domingo por la noche. Es muy guapo, como un ángel, un ángel negro. Pero no fue su belleza lo que me atrajo —sonrió—. He visto muchos hombres guapos en mi época, ¿sabe? Es difícil de expresar. Tiene una inocencia increíble. El aire perdido, predestinado, que debía de tener Byron. Una vulnerabilidad que despierta un deseo de escudarle, de protegerle. No sé seguro qué es, pero tocó una cuerda en mi alma… Quizá sea eso. Lleva el alma en la cara. —Asintió, como para sí—. Eso es peligroso. Si esta cualidad, sea lo que sea, pudiera fotografiarse, le convertiría en una estrella de la noche a la mañana, tanto si sabe actuar como si no. Excepto; claro, por su defecto.

Lorraine Nesbitt, pensé, estaba loca como una cabra.

Alguien entró en la habitación. Se quedó apoyado en el quicio, mirándome con ojos soñolientos. Tendría unos veinticinco años, llevaba pantalones ajustados, sin nada debajo, y una camiseta. Tenía el pelo revuelto y muy corto, pasado de moda. Parecía un tipo guapo de Kansas. El corte de pelo me hizo pensar que era nuevo en la ciudad, pero la mirada me dijo que no. Supongo que a la vieja dama le gustaba el pelo así.

Ella sonrió bobaliconamente.

—¡Oh, Johnny! Entra. Este detective me estaba preguntando por Andrew Detweiler, del número 7 —se volvió hacia mí—. Este es mi protegido, Johnny Peacock, un joven con mucho talento. Voy a conseguirle una prueba tan pronto como mister Goldwyn conteste a mis llamadas. —Bajó los párpados tímidamente—. Yo trabajé para Goldwyn, ¿sabe?

Es raro, yo pensaba que Goldwyn había muerto. Puede que no.

Johnny recibió la noticia de su futuro estréllate con total indiferencia. Fue al sofá y se sentó, bostezando.

—¿Detweiler? Creo que nunca le he echado la vista encima. ¿Qué ha hecho?

—Nada. Rutina.

Evidentemente pensó que yo era un detective de la policía. No valía la pena sacarle de su error.

—¿Dónde estaba él anoche cuando murió la Herndon?

—En su cuarto, creo. Oí su máquina. No se encontraba bien —dijo Lorraine. Luego inhaló aire por entre los dientes y se llevó los dedos a la boca escarlata—. ¿Cree usted que tuvo algo que ver con eso?

Detweiler había roto su norma. No tenía coartada. Yo no podía creerlo.

—Oh, Lorraine —gruñó Johnny.

Me volví hacia él.

—¿Sabe usted dónde estaba Detweiler?

Se encogió de hombros.

—Ni idea.

—¿Entonces por qué está tan seguro de que no tuvo nada que ver?

—Ella se suicidó.

—¿Cómo lo sabe seguro?

—La puerta estaba cerrada con cerrojo por dentro. Tuvieron que romperla para entrar.

—¿Y la ventana? ¿También estaba cerrada?

—No. Estaba abierta. Pero tiene barrotes. Nadie pudo entrar por ahí.

—Al no conseguir que contestara a mis llamadas a la puerta anoche, di la vuelta para mirar por la ventana. Estaba tumbada allí cubierta de sangre —dijo Lorraine.

Empezó a lloriquear, y Johnny se levantó y la rodeó con un brazo. Me miró sonriendo, y se encogió de hombros.

—¿Tiene algún apartamento libre? —pregunté, porque se me ocurrió una idea repentina.

—Sí —dijo ella, y el lloriqueo desapareció instantáneamente—. Tengo dos. En realidad, tres, pero no puedo alquilar el de miss Herndon por unos días… hasta que alguien recoja sus cosas.

—Me gustaría alquilar el más próximo al número 7 —dije.

No tuve la suerte de que fuera el 6 o el 8, pero sí el 5. Los innominados y mugrientos bungalows de Lorraine Nesbitt eran una cueva. El número 5 tenía una habitación con un armario, una cocina diminuta y un cuarto de baño minúsculo. Ella me aseguró que era idéntico a los otros nueve. Con muchos tirones y gruñidos, el sofá se convertía en una cama llena de bultos. La nevera daba la impresión de que alguien hubiera derramado un frasco de salsa en 1938 y no lo hubiese limpiado todavía. La cocina era espantosa. Bien, suspiré, son sólo tres días. Tenía que pagar un mes de renta por adelantado de todas formas, pero lo di como si fuera un soborno para que Lorraine y Johnny guardaran el secreto respecto a mi condición de detective.

Llevé ropa suficiente para tres días, sábanas y almohadas; luego, le eché otra mirada a la cocina y decidí que comería fuera. Puse un frasco de desinfectante en el cuarto de baño y confié en tener suerte. Miss Tremaine mencionó el saldo bancario y bufó unas cuantas veces.

El número 5 tenía una puerta y cuatro ventanas; idénticas a todas las demás, según Lorraine. En la puerta había un pesado cerrojo que no se podía abrir ni cerrar desde fuera. La ventana que había junto a la puerta no estaba concebida para abrirse. La ventana del baño y la cocina se abrían hacia afuera y eran altas y estrechas, de un metro y medio por cuarenta centímetros, aproximadamente. La del cuarto de estar, enfrente de la puerta, se abría hacia arriba. Las barras de hierro sujetas al marco estaban tan herrumbrosas que yo dudaba que fuese posible quitarlas sin arrancar toda la ventana. Al parecer, Andrew Detweiler tenía una coartada perfecta, después de todo… así como el resto del mundo.

Me detuve delante del número 7, sintiéndome de pronto como un jovencito a punto de salir con una chica por primera vez. Podía oír la máquina de Detweiler tecleando en el interior. Bueno, Mallory, has estado rompiéndote el cuello durante una semana para lograr esto.

Llamé a la puerta.

Oí que la máquina dejaba de teclear y el ruido de una silla al arrastrarla. No oí nada más durante veinte segundos, y me pregunté qué estaría haciendo. Luego el cerrojo se corrió y la puerta se abrió.

Estaba abrochándose la camisa. Esa debía de haber sido la causa del retraso: no quería que le vieran sin camisa. Todo lo que me habían dicho de él era cierto. No era muy alto; su cabeza me llegaba a la nariz. Era moreno, pero no tanto como yo esperaba. No pude precisar su ascendencia. Desde luego, no era latinoamericana, y tampoco me parecía eslava. Sus rasgos eran delicados, y en las razas mediterráneas suelen ser angulosos. El pelo no era completamente negro, ni muy largo ni muy corto. Sus ropas eran indefinidas. Todo en él era neutro… excepto su cara. Lorraine Nesbitt lo había descrito bien. Si buscaras a alguien para un papel de ángel masculino, Andrew Detweiler con peluca rubia te serviría. Su cuerpo era esbelto y bien formado; desde donde yo estaba no veía la joroba y nunca hubiera pensado que la tuviera. Entreví su pecho desnudo: no era musculoso, pero sí bien proporcionado. Tenía un aspecto saludable; las mejillas sonrosadas, aunque estaba algo pálido, como si no le diera mucho el sol. Sus ojos oscuros eran asombrosos. Si aislabas los ojos del resto de la cara, juraría que no tenía más de cuatro años. Has visto niños con esos grandes ojos cándidos, indefensos e interrogantes, ¿verdad?

—¿Sí? —preguntó.

—Hola —sonreí—. Soy Bert Mallory. Acabo de mudarme al 5. Miss Nesbitt me dijo que te gusta jugar al gin-rummy.

—Sí —sonrió—. Pase.

Se volvió para dejarme pasar y vi la joroba. No sé cómo describir lo que sentí. Un súbito dolor en el estómago, la misma sensación de injusticia y tristeza que tuvieron los otros; lo que sentirías ante algo muy hermoso con un fallo abrumador.

—No te molesto, ¿verdad? He oído la máquina.

La habitación era realmente idéntica a la mía, aunque parecía un cien por cien más habitable. No podía concretar qué era lo que le había hecho para que resultara así. Quizá era solamente la semioscuridad. Tenía las cortinas echadas y una lámpara encendida junto a la máquina.

—Sí, estaba trabajando en un cuento, pero prefiero jugar al gin. —Sonrió, abierto e ingenuo—. Si pudiera ganar dinero jugando al gin, no escribiría.

—Mucha gente gana dinero con el juego.

—Oh, yo no podría. Tengo demasiada mala suerte.

Ciertamente tenía derecho a decir eso, pero no había autocompasión, era solamente un comentario. Luego me miró ligeramente preocupado.

—No quería usted… oh… jugar con dinero, ¿verdad?

—En absoluto —dije, y su expresión cambió—. ¿Qué clases de cuentos escribes?

—Oh, cualquier clase. —Se encogió de hombros—. Principalmente, fantásticos.

—¿Los vendes?

—La mayoría, sí.

—No recuerdo haber visto tu nombre en ningún sitio. Miss Nesbitt dijo que te llamabas Andrew Detweiler.

Él asintió.

—Utilizo otro nombre. No lo conocería, de todas formas. No es lo que se dice famoso.

Sus ojos indicaban que prefería no decirme cuál era. Tenía un ligero acento, una especie de suavidad y lentitud, sin llegar a arrastrar las palabras y sin ser exactamente del Profundo Sur. Él apartó la máquina y sacó una baraja.

—¿De dónde eres? —pregunté—. No sitúo tu acento.

Sonrió y barajó las cartas.

—De Carolina del Norte. Allá por el Blue Ridge.

Cortamos y repartí.

—¿Cuánto tiempo llevas en Hollywood?

—Unos dos meses.

—¿Te gusta?

Con su seductora sonrisa, recogió mi descarte.

—Es muy… extraño. ¿Ha vivido usted aquí mucho tiempo, mister Mallory?

—Llámame Bert. Toda la vida. Nací en Inglewood. Mi madre todavía vive allí.

—Debe de ser… extraño… vivir en el mismo sitio toda la vida.

—¿Tú viajas mucho?

—Sí. Gin.

—Creí que tenías mala suerte —reí.

—Si jugáramos con dinero, no me saldría nada bien.

Jugamos al gin el resto de la tarde y hablamos, hablamos mucho. Detweiler parecía ansioso por hablar o, al menos, por tener alguien con quien hacerlo. No me dijo nada que pudiera relacionarlo con nueve muertes; principalmente, me contó dónde había estado, lo que había leído. Leía mucho, casi todo lo que caía en sus manos. Tuve la impresión de que más que vivir realmente la vida, la había leído, de que las cosas que sabía nunca le habían afectado físicamente. Era como una isla apartada. La vida fluía a su alrededor, pero jamás le tocaba. Me pregunté si su joroba suponía tanta diferencia, si le convertía en un mono verde, obligándole a retirarse a su existencia insular. Prácticamente a todas las personas con las que yo había hablado les caía bien; era un sentimiento mezclado con diversas dosis de compasión, sin duda, pero les agradaba. A Harry Spinner le gustaba el chico, aunque había descubierto algo «extraño» en él. Birdie Pawlowicz, Maurice Milian, David Fowler, Lorraine Nesbitt… a todos les gustaba.

Y, maldita sea, a mí también me agradaba.

A medianoche yo seguía despierto, sentado en el número 5, con la luz apagada y la puerta abierta. Escuchaba el teclear de la máquina de Detweiler y el rumor ahogado de Los Ángeles. Pensando y pensando. Sin llegar a ninguna conclusión.

Alguien pasó por delante de mi puerta, andando sigilosamente. Me asomé y vi que era Johnny Peacok. Se alejaba a lo largo de la fila, dio la vuelta hacia el sur. Seguro que iba a Selma o al Bulevar para sacarse unos pavos extras. Lorraine debía de tener los cordones de la bolsa bien apretados. Será mejor que tengas cuidado, muchacho. Si ella te descubre, volverás a encontrarte en la calle. Y no te quedan demasiados años de ganarte la vida simplemente logrando que se te levante.

Me dejé caer un rato por la oficina el miércoles por la mañana y repasé las facturas de primeros de mes. Miss Tremaine tenía una lista de nuevos posibles clientes.

—Dígales a todos que no puedo hacer nada hasta el lunes.

Ella asintió desaprobadoramente.

—Llamó mister Bloomfeld.

—¿Recibió mi informe?

—Sí. Está muy contento, pero quiere el nombre del hombre.

—Dígale que me ocuparé del asunto el lunes.

—Llamó mistress Bushyager. Su hermana y mister Bushyager siguen sin dar señales de vida.

—Dígale que me encargaré de ello el lunes. —Ella abrió la boca para hablar—. Si dice usted algo de mi cuenta bancaria, le echaré veneno en la leche.

Ella no bufó, sino que rió entre dientes. ¿Cuántos tantos debo apuntarme por eso?

Aquella tarde jugué al gin con Detweiler. Estaba auténticamente encantado de verme, como un cachorrito cariñoso. Yo estaba empezando a sentirme un hijo de puta.

Él no había vuelto a mencionar Carolina del Norte después de la primera vez, y a mí me interesaba muchísimo cualquier tema que él quisiera evitar.

—¿Cómo es el Blue Ridge? ¿Caza de negros y claro de luna?

Él sonrió y me desarmó.

—Sí, supongo. La mayoría de las cosas que lees de allí son bastante ciertas. Aquello es realmente diferente, casi sin ningún contacto con el exterior.

—¿Viviste muy hacia el interior?

—Casi tan adentro como puedes ir sin salirte por el otro lado. ¿Sabes que la mayoría de la gente no ha oído hablar de la televisión ni del cine, y algunos ni siquiera saben el nombre del Presidente? La mayor parte nunca ha estado a más de treinta millas del sitio donde nació, y nunca ha visto la luz eléctrica. No te lo creerías. No es sólo que las cosas sean diferentes. La gente es diferente y piensa de modo diferente… como en un país extranjero. —Se encogió de hombros—. Supongo que todo eso desaparecerá pronto, sin embargo. La civilización se va acercando lentamente. ¿Sabes que yo nunca fui al colegio? —dijo sonriente—. Ni un solo día de mi vida. No llevé zapatos hasta los diez años. No te lo creerías. —Sacudió la cabeza, recordando—. Siempre deseé haber podido ir al colegio.

—¿Por qué te marchaste?

—No había razón para quedarme. Cuando tenía ocho años, mis padres murieron en un incendio. Nuestra casa se quemó. A mí me recogió una vieja chiflada que no vivía lejos. Yo tenía parientes, pero no me quisieron. —Me miró con confianza—. Allí son muy supersticiosos, ¿sabes? Pensaban que yo estaba marcado. El caso es que la vieja me recogió. Era comadrona, pero ella se figuraba que era bruja o algo así. Siempre me hacía beber un brebaje que ella preparaba. Me alimentó, me vistió, me educó, en cierto modo, y trató de enseñarme sus conjuros, pero yo nunca pude tomarlos en serio. Le hacía tareas y finalmente me convertí en una especie de ayudante suyo. La ayudé a dar a luz a los niños… quiero decir, a traerlos al mundo, un par de veces. Pero eso no duró mucho. Los padres temían que mi presencia marcara a la criatura. Ella me enseñó a leer y luego yo no podía parar. Ella tenía muchos libros que había sacado de no sé dónde, la mayoría publicados antes de la Primera Guerra Mundial. Leí una serie completa de enciclopedias publicadas en 1911.

Me reí. Sus ojos se nublaron.

—Luego ella… murió. Yo tenía quince años, así que me fui. Hice trabajos eventuales y continué leyendo. Entonces escribí un relato y lo envié a una revista. Me lo compraron; me pagaron cincuenta dólares. Pensé que era rico, y escribí otro. Desde entonces he estado viajando y escribiendo. Tengo un agente que se ocupa de todo, y así todo lo que hago es escribir.

Esa tarde la radiante salud de Detweiler empezaba a decaer. No estaba enfermo, simplemente se sentía como el resto de los mortales. Y yo sentía que mi resolución empezaba a desmoronarse. Era difícil creer que este encantador muchacho pudiera estar implicado en una cadena de muertes sangrientas. Quizá fuera una serie de increíbles coincidencias. Sí, increíble era la palabra clave. Tenía que estar implicado, a menos que la ley de probabilidades se hubiera roto completamente. Sin embargo, yo podría jurar que Detweiler no estaba haciendo teatro. Su cándida inocencia era real, maldita sea, real.

El sábado por la mañana, el tercer día desde la muerte de miss Herndon, hablé con Lorraine y Johnny. Si Detweiler quería jugar a las cartas esa noche, debían aceptar, y sugerir que yo fuera el cuarto. Si él no lo proponía, lo haría yo, pero tenía la impresión de que esta vez él deseaba su coartada habitual.

Detweiler salió esa tarde por primera vez desde que yo estaba allí. Fue hacia el norte, echó un sobre grande en un buzón (el relato en el que había estado trabajando, supuse) y compró comestibles en el supermercado de Highland. ¿Significaba eso que no planeaba mudarse? Sentí un nudo en el estómago. ¿Y si se quedaba por su amistad conmigo? Me sentía más hijo de puta por minutos.

Johnny Peacok vino una hora más tarde en plan conspirador. Detweiler había sugerido que jugaran una partida de bridge esa noche, pero Johnny no sabía jugar al bridge, así que acordaron jugar a las palabras.

Me presenté en el número 7. Había retirado la máquina de escribir, pero la baraja y el cuaderno de las puntuaciones estaban sobre la mesa. Su maleta estaba en el suelo junto al sofá.

Era de cuero remachado, de un tipo que yo no había visto desde pequeño. Aunque tenía la suave pátina del tiempo, se veía que había sido engrasada y conservada con amoroso cuidado. Puede que yo estuviera equivocado respecto a su traslado.

Detweiler no se sentía nada bien. Estaba pálido, chupado e inquieto. Tenía los párpados pesados y su forma de hablar era algo confusa. Estoy seguro de que tenía dolores, pero trataba de actuar como si no pasara nada.

—¿Estás seguro de que tienes ganas de jugar a las palabras esta noche? —pregunté con un pequeño esfuerzo, me dirigió una alegre sonrisa.

—Seguro. Estoy bien. Por la mañana estaré como nuevo.

—¿Crees que deberías jugar?

—Sí… me distrae de… este dolor de cabeza.

No te preocupes. Me dan estos ataques todo el tiempo. Siempre se me pasan.

—¿Desde cuándo los tienes?

—Desde que… era pequeño —sonrió—. ¿Crees que sería uno de esos brebajes que me daba la vieja lo que los causó? Quizá pueda 1presentar una demanda por prácticas ilícitas.

—¿Te ha visto un médico de verdad?

—Una vez.

—¿Qué te dijo?

Se encogió de hombros.

—Nada de particular. Tome dos aspirinas, beba mucho líquido, haga reposo, esas cosas. —No quería hablar de ello—. Siempre se me pasan.

—¿Y si una vez no se te pasan?

Me miró con una expresión que nunca había visto antes, y supe por qué Lorraine habló de un aire perdido, predestinado.

—Bueno, no podemos vivir eternamente, ¿verdad? ¿Empezamos?

La partida empezó como una escena de los hermanos Marx. Lorraine y Johnny actuaban como dos canarios jugando a las palabras con el gato, pero Detweiler se portaba de un modo tan normal y despreocupado, que pronto se tranquilizaron. Al principio, la conversación era tensa y entrecortada, hasta que Lorraine sacó el tema de su «carrera» y nos tuvo entretenidos. Había conocido a mucha gente famosa, y era una fuente de anécdotas, la mayoría divertidas y difamatorias. Detweiler demostró rápidamente ser el mejor jugador, pero Johnny, para sorpresa mía, no era malo. Lorraine jugaba fatal, pero no parecía importarle.

Yo hubiera disfrutado mucho la velada, si no hubiera sabido que en las proximidades alguien estaba muerto o muñéndose.

Después de dos horas, durante las cuales Detweiler se iba encontrando cada vez peor, me excusé para ir al cuarto de baño. Aproveché para guardarme la llave maestra de Lorraine.

Al cabo de otra media hora, dije que debía retirarme, porque a la mañana siguiente tenía que levantarme temprano. Siempre pasaba los domingos con mi madre en Inglewood. Mi madre estaba recorriendo el Yucatán en ese momento, pero eso no le importaba a nadie. Miré a Johnny. Él asintió. Iba a encargarse de que Detweiler se quedara, por lo menos, veinte minutos más, y seguirle cuando se fuera. Si iba a cualquier sitio que no fuese su apartamento, tenía que avisarme rápidamente.

Me metí en el número 7 con la llave maestra. Las cortinas estaban echadas, así que me arriesgué a encender la luz del cuarto de baño.

Las posesiones de Detweiler eran escasas. Ocho camisas, seis pares de pantalones y una chaqueta ligera colgaban en el armario. Las camisas y la chaqueta habían sido adaptadas a la joroba. Aparte de esto, en el armario no había nada. El cuarto de baño no contenía nada fuera de lo corriente, más o menos lo mismo que el mío. En la cocina encontré un plato, una taza, un vaso y un cuenco de plástico, una cacerola y una sartén pequeñas plegables, una cuchara y un tenedor de metal y un cuchillo de cocina mediano. Todo junto apenas llenaría una caja de zapatos.

La maleta, que seguía en el suelo junto al sofá, no había sido deshecha, salvo la ropa del armario y los utensilios de cocina. Dentro había ropa interior, calcetines, otro par de zapatos, un paquete de folios sin abrir, otros objetos de papelería y una docena de libros baratos. Los libros llevaban la estampilla de una librería de viejo en el Bulevar Santa Mónica. Eran una mezcla: ciencia-ficción, misterio, biografías, filosofía, varios de Colin Wilson.

También había una copia del relato que acababa de escribir. La dirección del remitente en la primera página era un apartado de correos de Hollywood. El título del relato era «Canción mortal». Ojalá tuviera tiempo de leerlo.

Todo sumado, no encontré nada. Aparte de los libros y la baraja no había nada personal de Andrew Detweiler en todo el apartamento. No había creído posible que nadie llevara una existencia tan vegetal.

Miré a mi alrededor para asegurarme de no haber dejado nada fuera de su lugar, apagué la luz, y me metí en el armario, dejando una rendija abierta. Era el único escondite posible. Esperaba sinceramente que Detweiler no necesitara nada de allí antes de que yo descubriera qué estaba ocurriendo. Si abría el armario, lo único que yo podría hacer sería enfrentarle con lo que yo sabía. Y luego, ¿qué, Mallory? ¿Una gran confesión de culpabilidad? Con lo que tú has averiguado se te puede reír en la cara y hacerte arrestar por escalo.

Y qué hay de todo esto, Mallory. Qué pasa si alguien muere cerca de aquí esta noche, mientras tú estabas con Detweiler; qué pasa si él viene derecho a su apartamento y se mete en la cama; qué hay si se despierta mañana sintiéndose bien; ¿qué haces si no sucede nada, hijo de puta?

Estaba tan oscuro allí, con las cortinas echadas, que no podía ver nada. Salí del armario y descorrí un poco las de la ventana principal. No entraba mucha luz, pero era suficiente. Quizá Detweiler no lo notaría. Volví al armario y esperé.

Media hora después, las cortinas se movieron. Yo estaba en cuclillas en el armario y no miraba hacia allí, pero el movimiento llamó mi atención. Algo saltó desde la ventana, cruzó por el suelo y se metió detrás del sofá. Solamente lo vislumbré, pero podía haber sido un gato. Probablemente venía en busca de comida o huyendo de un perro. Vale, gato, si tú no me molestas, yo no te molestaré. Mantuve la vista en el sofá, pero no volvió hasta una hora más tarde. Para entonces, yo estaba sentado en el suelo del armario tratando de evitar que se me entumecieran las piernas. Mi postura no era demasiado airosa si a él se le ocurría abrir el armario, pero era demasiado tarde para ponerme de pie.

Entró rápidamente y echó el cerrojo. No se fijó en las cortinas. Miró a su alrededor, chascando la lengua suavemente. Sus ojos advirtieron algo a un lado del sofá. Sonrió. ¿Al gato? Empezó a desabrocharse la camisa, enredándose con los botones por las prisas. Se la quitó y la tiró en el respaldo de una silla.

Unas tiras cruzaban su pecho.

Se volvió hacia la maleta, de espaldas a mí. La joroba era falsa, hecha de algo como goma-espuma. Se desabrochó los tirantes, abrió la maleta, y tiró la joroba dentro. Dijo algo, demasiado bajo para que yo pudiera oírlo, y se tumbó boca abajo en el sofá, con los pies hacia mí. La luz de la ventana caía sobre él. Su espalda estaba llena de cicatrices, pequeñas líneas blancas, como arañazos, alrededor de un agujero.

Había un agujero en su espalda, entre las paletillas, una herida abierta lo bastante grande para meter un dedo.

Algo apareció por el extremo del sofá. No era un gato. Pensé que era una mano, luego, un sapo, pero no era ni una cosa ni otra. Era humano. Se movía a cuatro patas como un enorme sapo.

Entonces se puso derecho. Tenía el tamaño de un gato. Era rosa, húmedo y sin pelo, y estaba desnudo. Sus manos, muy humanas, sus pies y sus genitales eran demasiado grandes para su diminuto cuerpo. Tenía el vientre hinchado, turgente y distendido como una repulsiva garrapata. La cabeza era plana; la mandíbula protuberante como la de un simio. También tenía una cicatriz, grande, blanca, abultada, entre las paletillas, al final de su saliente espina dorsal.

Tendió una mano demasiado grande y se agarró al cinturón de Detweiler. Alzó su hinchado cuerpo con la agilidad de un mono y se subió a la espalda del chico. Detweiler respiraba con dificultad y se aferraba al brazo del sofá espasmódicamente.

Este ser se inclinó sobre la espalda de Detweiler y puso sus labios en la herida.

Me ardía la garganta y se me revolvía el estómago, pero observé, fascinado y petrificado. La respiración de Detweiler se hizo más lenta y tranquila. Yacía con los ojos cerrados y una expresión casi de placer sexual en la cara. El cuerpo del ser iba disminuyendo, la piel del vientre se volvía arrugada y flácida. Un hilo de sangre escurría de la herida, trazando una línea errática sobre la espalda del chico. El ser tendió la mano y limpió la gota con un dedo.

Aquello duró unos diez minutos. El ser apartó la boca y se arrastró hasta quedar junto a la cara del muchacho. Se sentó en el brazo del sofá como un gnomo y sonrió. Pasó los dedos por la mejilla de Detweiler y le retiró el pelo de los ojos. La expresión de Detweiler era eufórica. Suspiró suavemente y abrió unos ojos soñolientos. Después de un rato, se sentó.

Estaba radiante de salud, sonrosado y vital.

Se levantó y fue al cuarto de baño. Encendió la luz y oí correr el agua. El ser permaneció en el mismo sitio, observándole. Detweiler salió del cuarto de baño y volvió a sentarse en el sofá. El ser trepó a su espalda, acurrucándose entre sus paletillas, con las manos en sus hombros. Detweiler se puso de pie, con el ser agarrado a su espalda, y recogiendo la camisa, se la puso. Envolvió los tirantes alrededor de la joroba artificial y la guardó en la maleta. Bajó la tapa y la cerró.

Yo había visto ya suficiente, más que suficiente. Abrí la puerta y salí del armario.

Detweiler giró, con los ojos fuera de las órbitas. Un gemido vibró en su garganta. Levantó las manos como para defenderse. El gemido subió de tono, convirtiéndose en un lamento histérico. Su expresión era insoportable de ver. Retrocedió y tropezó con la maleta.

Perdió el equilibrio, y agitó los brazos tratando de recuperarlo, pero no lo consiguió. Chocó contra el borde de la mesa, que le dio justo en el centro de la joroba. Rebotó y cayó hacia delante. Se levantó desesperadamente, como a cámara lenta, con la cara contorsionada por el dolor.

Se oyeron unos chillidos agudos y entrecortados, de tormento enloquecedor, pero no provenían de Detweiler.

Él cayó de cara sobre el sofá, desvaneciéndose por el dolor. La espalda de su camisa se removía. El grito continuaba, hiriendo mis oídos. La camisa se desgarró y asomó un pequeño brazo deforme. Yo permanecía helado, con la mirada fija. La camisa quedó hecha tiras, y aparecieron dos brazos, una cabeza y un torso. El ser se retorció y cayó sobre el sofá, junto al muchacho. Su rostro estaba contraído, torturado, y abría y cerraba la boca para gritar. Sus ojos miraban sin comprender. Se impulsó con los brazos, arrastrando sus piernas inútiles. Evidentemente, tenía la columna vertebral rota. Cayó del sofá y se agitó en el suelo.

Detweiler gimió y volvió en sí. Se puso de pie, todavía atontado. Vio al ser, y una expresión de sufrimiento total apareció en su rostro.

Los ojos del ser se fijaron en él por un momento. Le miró suplicante, levantando la mano en un ruego. Sus chillidos continuaban, una sola nota desesperada repetida una y otra vez. Dejó caer el brazo, y gateó sin sentido, debilitándose por momentos.

Detweiler dio un paso hacia él, ignorándome, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Los esfuerzos del ser se hacían más débiles y el grito se convirtió en un jadeo. No pude aguantarlo más. Cogí una silla y lo aplasté con ella. La dejé caer y me apoyé en la pared, jadeante.

Oí que la puerta se abría, me volví y vi a Detweiler salir corriendo.

Corrí tras él. Las piernas no me sostenían, pero le alcancé en la calle. No se resistió. Se quedó quieto, la mirada vacía, temblando. Vi gente que asomaba la cabeza por las puertas y a Johnny Peacok que venía hacia mí. Mi coche estaba allí al lado. Metí a Detweiler en él y lo puse en marcha. Él estaba encogido en el asiento, las manos colgando, la mirada perdida en el espacio. Temblaba incontrolablemente y le castañeteaban los dientes.

Conduje sin ver por dónde iba, casi tan traumatizado como él. Finalmente, empecé a mirar los nombres de las calles. Estaba en Mullholland. Seguí hacia el Oeste largo rato, crucé la Autopista de San Diego y entré en las Montañas de Santa Mónica. El asfalto se acaba a unas dos millas de la autopista, y hay unas diez o quince millas de carretera de tierra hasta que comienza otra vez el asfalto cerca de Topanga. La carretera no está muy transitada, no hay casas por allí, y a la gente no le gusta que el coche se les llene de polvo. Estaba a mitad de camino del trozo sin asfaltar, cuando Detweiler pareció calmarse. Paré a un lado y apagué el motor. El Valle de San Fernando se extendía abajo como una alfombra de luces. El mar estaba al otro lado de las montañas.

Me quedé observando a Detweiler. El temblor había cesado. Estaba dormido o inconsciente. Le toqué el brazo. Él se removió y me cogió la mano. Miré su rostro dormido y no tuve valor de retirar mi mano.

El sol aparecía sobre las montañas cuando despertó. Se incorporó y por un momento no supo dónde estaba; luego el recuerdo le inundó. Se volvió hacia mí. El dolor y la histeria habían desaparecido de sus ojos; ahora estaban extrañamente plácidos.

—¿Le oíste? —dijo—. ¿Le oíste morir?

—¿Te sientes mejor?

—Sí. Ya ha pasado todo.

—¿Quieres hablar de ello?

Bajó los ojos y se quedó callado un momento.

—Quiero contártelo. Pero no sé cómo hacerlo sin que pienses que soy un monstruo.

Yo no dije nada.

—Él… era mi hermano. Éramos gemelos. Gemelos siameses. Toda esa gente murió para que yo pudiera seguir vivo. —No había emoción en su voz, era como si hablara de otra persona—. Él me mantenía vivo. Moriré sin él. —Sus ojos se encontraron con los míos—. Estaba loco, creo. Al principio, pensé que yo también me volvería loco, pero no. Creo que no. Yo nunca sabía lo que él iba a hacer, a quien mataría. Yo no quería saberlo. Él era muy listo. Siempre hacía que pareciera un accidente, o un suicidio, si podía. Yo no se lo impedía. Yo no quería morir. Necesitábamos sangre. Él siempre lo hacía de modo que hubiera mucha sangre, para que nadie notara la que faltaba.

Su mirada se volvía vacía de nuevo.

—¿Por qué necesitabas sangre?

—Nadie sospechó de nosotros antes.

—¿Por qué necesitabas sangre? —repetí.

—Cuando nacimos estábamos unidos por la espalda —dijo—. Pero yo crecí y él no. Él se quedó pequeño, como un bebé colgando de mi espalda. Yo… nosotros no agradábamos a la gente. Nos tenían miedo. Mi padre y mi madre también. La vieja bruja de la que te hablé, ella nos trajo al mundo. Ella parecía estar en todas partes. Cuando tenía ocho años, mis padres murieron en un incendio. Creo que la bruja lo provocó. Después viví con ella. Estaba loca, pero sabía de medicina y curaciones. Cuando teníamos quince años decidió separarnos. No sé por qué. Creo que ella quería quedarse con él y sin mí. Estoy seguro de que ella pensaba que él era un diablo del infierno. Casi me muero. Algo fue mal, no sé bien qué. Separados, no éramos completos. Él tenía algo que habíamos compartido hasta entonces. Ella me hubiera dejado morir, pero él lo sabía, y me consiguió sangre. La de ella.

Se quedó mirándome sin verme, con la mente reviviendo el pasado.

—¿Por qué no fuiste a un hospital o algún sitio? —pregunté, sintiendo una pena enorme por el desgraciado muchacho.

Él sonrió débilmente.

—Yo no sabía mucho de nada en aquel entonces. Ya habían muerto demasiadas personas. Si hubiera ido a un hospital, habrían querido saber cómo me había mantenido con vida. A veces me alegro de que todo haya terminado, y, al momento siguiente, me aterra morirme.

—¿Cuánto durarás?

—No estoy seguro. Nunca he estado más de tres días. No resisto más tiempo. Él lo sabía. Siempre sabía cuándo la necesitaba, y me la conseguía. Yo nunca le ayudé.

—¿Puedes vivir si te hacen transfusiones regularmente?

Me miró bruscamente, asustado de nuevo.

—Por favor. ¡No!

—Pero seguirías vivo.

—¡En una jaula! ¡Como un bicho raro! Ya no quiero ser un bicho raro. Se acabó. Deseo acabar. Por favor.

—¿Qué quieres que haga?

—No sé. No deseo que te veas metido en líos.

Le miré, la cara, los ojos, el alma.

—Hay una pistola en la guantera —dije.

Continuó inmóvil un momento, luego, solemnemente, me tendió la mano. Le di la mía. Él la estrechó; luego, abrió la guantera. Cogió la pistola y salió del coche. Bajó por la colina y se perdió entre la vegetación.

Esperé y esperé, pero no oí ningún disparo.