UNO
—Eneas debe morir.
Las palabras eran al mismo tiempo una orden y un pacto. Eneas, el carnicero troyano, traidor a las mujeres, invasor del Bosque Errante, debía morir; y ella, Melonia, la dríada de diecisiete años que lloraba cuando aplastaba a una abeja o rompía una tela de araña, estaba tan firmemente sujeta al juramento como su reina, Volumna. A menos que las historias que se narraban sobre Eneas fueran mentira —y su verdad era confirmada por guerreros, marinos y amazonas— debía hacer honor al juramento y, si le tocaba en suerte, asesinar al asesino en pro de la seguridad de su pueblo y la santidad del bosque.
Era de noche. Esa misma tarde, cuando el sol se acomodaba en las copas de los árboles como un fénix que anida, Eneas no era para ella más que un nombre susurrado para asustar a un niño travieso.
Su colmena había sido atacada por un oso hambriento. El oso no había gozado de su festín: había sido aguijoneado a una presurosa fuga a través de las espinosas zarzamoras hasta las balsámicas aguas del Tíber. Con todo, la colmena estaba en ruinas. Las abejas estaban sin miel ni hogar, y ella había encontrado un nuevo tocón para ellas, a la vista del árbol donde residía desde hacía un año, sola, aunque acompañada por sus abejas y sus animales, desde que un rayo matara a su madre. Le mostraba ahora el nuevo tronco a la reina. Las abejas podían comprender los gestos de Melonia, pero pocas de sus palabras; ella podía comprender las figuras de su vuelo, pero pocos de sus zumbidos. Aunque pobre, esa comunicación era mejor que nada, y la reina, con rápidos zigzaguees, expresaba ciertamente su gratitud. El favorito de Melonia, un zángano a quien llamaba Bonus Eventus, o Buena Suerte, se había instalado en su hombro a descansar.
Su amigo Bounder, el centauro, emergió del bosque y giró en torno de Melonia y del tocón. A la manera de su raza, que se inclinaba a ser presumida y a admirarse, golpeó la tierra con sus cascos y sacudió sus crines como trigo al viento. Al principio, ella prefirió ignorarlo: no le gustaban sus miradas, que últimamente eran más frecuentes y significativas, casi como si las orejas de Melonia no fuesen ya puntiagudas o si su pelo verde hubiese escapado de su redecilla. Ella pertenecía a la tribu de dríadas llamadas encinarias, que no tenían necesidad de hombres, según proclamaban, y poco gustaban de ellos. Eran las dríadas que concebían sin ser fertilizadas por ningún varón. Mientras sus amigas se quedaban en otra parte del bosque, la dríada núbil se ocultaba en la Encina Sagrada de Rumino, bebía la sagrada bebida destilada de las amapolas, dormía con numerosos y a veces turbadores sueños y despertaba, si había sido afortunada, con una vida en su vientre.
Pero a Melonia le gustaba Bounder. Era joven y huérfano y, aunque a los diecisiete años era sólo una niña, dado que la vida promedio de una dríada era la de su encina, unos quinientos años, le placía tratarle como si fuese su madre. En efecto, las otras dríadas solían burlarse de ella y decirle que no necesitaba visitar la Encina Sagrada: ya era la madre de medio bosque, de las abejas, los animales salvajes, los faunos niños, los cachorros de lobo, y la lista completa habría llenado una gran tableta de arcilla. De modo que, a pesar de sus desconcertantes miradas, apartó la vista de las graciosas y agradecidas cabriolas de la reina y sonrió a Bounder.
—Toda esa preocupación por una colmena de abejas —protestó. La voz del centauro era profunda, melodiosa, cultivada y totalmente agradable a sus oídos. Los celebrados viajes de la raza les habían hecho, elocuentes, aunque algo vanidosos.
—Me gusta su miel.
—Si hicieran veneno también te gustarían. Todo te gusta.
—No —rectificó ella apresuradamente—. Sólo las cosas amables, las cosas que crecen. Y hay cosas que odio.
Era verdad: todavía se le veían en el brazo las marcas de los dientes de un león que había matado al hijo de una dríada cuando tenía catorce años. Había seguido al asesino a su cubil y, cogiéndole de sorpresa, porque las dríadas huelen como encinas y caminan tan levemente como el ciervo, le mató con un palo y sin remordimientos. Bounder, que sin duda recordaba el incidente, retrocedió unos pasos, trastabillando sobre sus cascos.
—Es verdad —admitió—. Pero no me mires así. Yo no soy un león.
—Les he buscado un nuevo hogar —explicó—. Ese torpe oso…
—Tienes una abeja entre tus pechos.
—Es un zángano. No les gusta trabajar.
—Lo envidio.
—¿Y qué trabajo haces tú, aparte de peinar tus crines?
—Quiero decir que lo envidio por estar donde está.
A los centauros les gustaban los senos de las mujeres; incluso parecían preferir a las humanas o las dríadas a sus propias hembras, a causa de esas particulares dotes, pero Melonia, a quien le habían enseñado que los senos no sirven para otra función que la lactancia, estaba confundida ante el interés de Bounder.
—Ya que hablas de trabajo, te traigo un mensaje —continuó él.
—¿Cuál es?
Bounder era joven y exquisitamente educado, porque los centauros, agricultores, pagaban a los faunos con frutos de sus huertos para que se ocuparan de los trabajos domésticos: barrer sus cabañas triangulares de troncos y reparar las murallas cubiertas de espinas que rodeaban sus aldea; y así tenían tiempo para ejercitarse y adornarse. Además, se enorgullecían de la gracia y la amplia gama de su conversación. Los flancos de Bounder y sus múltiples miembros —cuatro patas, dos brazos— eran esbeltos y de fino pelaje. Se mantenía inmaculado bañándose en el Tíber. Su cara, si a uno le gustaban las caras masculinas, era agradablemente simétrica. Sus ojos dorados iluminaban su piel glabra y rosada; sus crines eran un pequeño y profuso jardín que descendía a lo largo de su cuello.
Melonia sonrió con indulgencia.
—Bounder, en algunos aspectos eres todavía un potrillo. —Los únicos besos que ella conocía eran los castos saludos entre las dríadas. Le besó suavemente en la mejilla, como había besado frecuente y afectuosamente a su madre.
—Ahora me toca a mí —dijo el centauro.
—Yo te besé. No te dije que podías besarme.
—Pero no duele, ¿sabes?
Rígidamente le tendió la mejilla. ¡Qué tontería! El aroma de mejorama de su aliento no se pareció desagradable cuando los labios de Bounder se le acercaron. Pero fueron más allá de su mejilla y se apoderaron de su boca. Y Melonia empezó a arder; no sus labios, sino toda entera, con un fuego extraño que no le disgustaba por completo. Por la leche de Romina, ¿acaso pretendía sofocarla? ¡Y ahora la ceñía con sus brazos, como cuellos de una hidra!
Se liberó de él. Los centauros, aunque veloces corredores en campo abierto, eran risiblemente torpes a corta distancia.
—Si no me dices el mensaje, te daré cincuenta picaduras de abeja —dijo, alzando una mano como dispuesta a lanzar la colmena contra él.
—Está bien —repuso él, en tono casual, pero mirando ansiosamente a las abejas—. ¿Me peinarás antes la crin? El viento me la ha desordenado. —Extrajo del bolso de piel de león que llevaba colgado del cuello un peine de caparazón de tortuga.
—¿Me prometes no volver a besarme?
Te lo prometo. Hoy no.
—Nunca.
—Nunca.
Fue casi un suspiro. Ella le pasó el peine por las crines, aunque ni un pelo parecía fuera de lugar, porque se había aplicado una mezcla de mirra y resina. Luego le dio una palmada de hermana en el flanco y sintió un inesperado temblor.
—¡Qué bonita te has vuelto! Como un jacinto.
¿Bonita? Las flores eran bonitas. Las golondrinas, las mariposas. Las piedras de colores en el fondo de un arroyo. Pero nadie le había aplicado jamás esa palabra. Resistió la tentación de preguntarle: «¿Por qué soy bonita? ¿Te gusta el verde de mi pelo? No es perfecto, sabes… Tengo algunos mechones dorados por el sol…»
Rápidamente retiró la mano y preguntó:
—¿Y el mensaje?
—Volumna ha convocado una reunión debajo de la higuera de Rumina.
—¿De qué se trata? —inquirió Melonia, asombrada. Esas reuniones eran raras e indicaban decisiones importantes.
—Algún peligro, supongo.
—¿Qué clase de peligro?
—No lo sé —repuso él, y Melonia le creyó. Los asuntos importantes no se discutían con los varones, y menos con un centauro; era bastante confiarles mensajes.
Y ya estaba corriendo hacia la higuera, el Ficus Ruminalis, a media milla de su hogar. No usaba calzado ni sandalias, sino ajorcas de bayas rojas en los tobillos y una túnica de lino verde que parpadeaba al sol como el follaje y un collar de espigas verdes; y sólo un ciervo habría podido darle alcance. Ciertamente no Bounder, a menos que corriesen por terreno libre y nivelado. Sintió que él la miraba mientras ganaba distancia y se preguntó por qué habría temblado cuando ella le tocó. ¡Y toda esa charla sobre los besos! ¡Si habían crecido juntos! Él era el único varón que su madre había tolerado cerca de su árbol.
Pero la expectativa de la reunión, y el peligro, borraron sus pensamientos sobre Bounder…
El árbol era bastante grande para su especie y estaba cargado de frutos verdes que pronto serían higos maduros: ninguna abeja los tocaría a menos que cayesen al suelo. Había un acuerdo entre dríadas y abejas, porque la higuera era una diosa y una madre y los higos, sus hijos, como también las dríadas. Estaba a media hora de marcha de la encina de la concepción, la encina de Rumino, divino consorte de Rumina, aunque decididamente una deidad menor, y por lo tanto relegada a una parte menos deseable del Bosque Errante.
La cámara del consejo era una caverna artificial debajo de la higuera. Las raíces colgaban del techo como serpientes recién llegadas, pero las dríadas habían cavado profunda y cuidadosamente para no cortar las raíces gruesas, las arterias de su madre.
En nichos de las paredes de tierra ardían firmemente, en el aire sin viento, antorchas de resina. Había bancos dispuestos en hileras semicirculares: esta disposición, creada por las dríadas en Creta en una época anterior al recuerdo, había inspirado a los cretenses la forma de sus arenas para los juegos de toros. Estaban presentes unas cincuenta dríadas, entre niñas y adultas, todas hembras. Si una dríada daba a luz un niño varón, lo abandonaba en el bosque. Si los leones no lo encontraban, quizá alguna amable madre centauresa lo educara con su prole, o algún fauno —todos los faunos eran machos— permitiría que viviera con sus peludos, olorosos y felices descendientes. A los catorce años, Melonia había rescatado a un niño, con la idea de cuidarle como un hermano, pero su madre lo había devuelto al lugar donde estaba abandonado. «Es la ley de Rumina», había dicho. Y la mañana siguiente Melonia había descubierto las reveladoras huellas de un león, la misma bestia que había matado sumariamente. Después de lo ocurrido, no le habló a su madre por una semana. Y finalmente fue ella quien hizo las paces, permitiéndole que Bounder fuera su amigo.
—Eneas ha desembarcado en la boca del Tíber.
Todas las dríadas eran pequeñas, de apenas un metro y veinte de estatura; pero Volumna daba la impresión de una talla mayor. Era por su porte erguido, su voz clara y sonora como una concha, su pelo verde sostenido sobre la cabeza con agujas de cobre, sus orejas puntiagudas, desnudas y semejantes a los dardos de madera de pino que los faunos disparaban con sus cerbatanas a los leones. Melonia la respetaba, y casi había logrado quererla.
—Eneas ha desembarcado…
Era todo. No era preciso decir más. Hasta las más jóvenes sabían que el mejor de los varones sólo era tolerable para el fin de llevar mensajes, comerciar o unirse en la defensa común contra los invasores del Bosque Errante, y que el peor de los varones era Eneas. Todas conocían su historia. Quizá quince años antes —el número exacto dependía de la narradora— había traicionado a su esposa entre las llamas de la agonizante Troya, y preferido rescatar a su hijito Ascanio y a su anciano padre, un viejo embustero que pretendía haber yacido con la diosa Venus. Después de mucho vagabundear, Eneas había llegado a Cartago y aceptado la hospitalidad de su reina, Dido, a quien más tarde indujo al casamiento a cambio de provisiones para sus naves, para traicionar luego su confianza. Dido murió por su propia mano en una pira funeraria, y su vengativa hermana Anna siguió a Eneas a Italia (adonde se había dirigido a instancia, según él, de los dioses) para difundir la noticia de sus pecados. Ahora, después de largos viajes y sin duda numerosas seducciones, porque a pesar de sus años se decía que era atractivo para las mujeres, había desembarcado en el punto donde el Tíber se encuentra con el mar, y a pocas millas de la caverna de las Encinarias.
—Es un varón —murmuró Segeta, la tía de Melonia—, y lo que es peor, humano.
Había humanos en la linde del Bosque Errante. Pero al menos los volscos eran gobernados por una mujer y no molestaban a los moradores del Bosque Errante, los faunos, las dríadas, los centauros y el resto. Pero los forasteros implicaban caminos, ciudades, guerras… Y, lo peor, eran hombres. Todas estas cosas eran indecibles, impensables.
—Cortarán nuestros árboles para construir sus naves y su fortaleza.
—Y nosotras —dijo Volumna— seremos su botín, su despojo.
—¿Botín? No comprendo —respondió Melonia. Su madre había muerto antes de poder comunicarle toda la extensión de la iniquidad masculina.
—Nos llevarán a sus cabañas.
—¿Seremos sus esclavas?
—Peor.
—¿Nos besarán? ¿En la boca?
—Harán que les demos hijos.
—¿Como si hubiésemos dormido en el Árbol Sagrado?
—Tendremos que acostarnos con ellos. Como los animales.
Melonia había cuidado bastantes ovejas y ciervos como para saber que se acoplaban antes de tener descendencia. Los centauros eran demasiado exquisitos para hacer el amor en público; pero a los faunos, desnudos y desvergonzados, no les importaba copular a la sombra de los árboles de las dríadas. Melonia había arrojado espigas a una pareja así en una ocasión: el fauno, llamado Mischief, la había invitado burlonamente a ocupar el lugar de su compañera. El incidente la había enfermado de humillación. También sabía que algunas dríadas estaban obligadas a acoplarse con machos. Las del norte lejano, que carecían de una encina sagrada, debían escoger marido entre los faunos… Pero un macho humano… Eso significaría besos boca a boca, y cosas peores, y sería una violación y una degradación, como si su árbol fuese consumido por las llamas. (Un pícaro pensamiento invadió su mente como una abeja que penetra en un higo: no todos los fuegos consumen. El calor es dulce a veces, un brasero al fin del otoño, antes del Sueño Blanco, un fuego al aire libre en mitad del bosque.)
Recordó a Eneas y se obligó a experimentar un escalofrío.
—Por supuesto, debe morir.
—Por supuesto —dijo Segeta, y todas las mujeres mayores corearon. Sus caras brillaban como margaritas a la luz; sus voces eran como la mirra, pero sus palabras goteaban como la savia mortal del oleandro. Las niñas asentían y aprobaban, mudas y fascinadas.
—Quizá se marche —sugirió Melonia—. Aquí no hay nada para él. —No quería matar a nadie, morador del Bosque Errante, animal ni humano, salvo si era cruel como el león; y la idea de matar a Eneas la turbaba apenas menos que la perspectiva de soportar sus abrazos. Había oído muchas cosas que la inducían a odiarle, y estaba dispuesta a creer y a condenar, pero antes debía ver una prueba de su perfidia.
—Ha amarrado sus naves en la boca del líber. Sus hombres exploran la región en busca de un lugar donde construir una ciudad. Y naturalmente, quieren mujeres. Hay algunas troyanas con ellos, pero los años no les han sido propicios. Desean mujeres jóvenes como tú.
—Pero sí es un gran guerrero, y los hombres no pueden matarle, ¿qué podemos hacer nosotras?
—Él está en guardia contra los hombres. Ni los faunos ni los centauros podrán acercarse a Eneas. Y aunque pudieran, ¿de qué valen las hondas contra las espadas? Pero las mujeres… Él se jacta de su poder sobre ellas. Espera que todas se fundan en sus brazos. Y eso es exactamente lo que haremos, lo que hará la primera de nosotras que le encuentre. Y cuando se quite su armadura…
—Yo nunca he matado a un hombre —dijo Melonia.
—Pero sí a un león —respondió Volumna—. Es casi lo mismo. Sólo que Eneas es más peligroso, porque es más inteligente.
—¿Cómo es?
—El fauno que vio el desembarco —Mischief, como podrás suponer— no nos lo ha dicho. Tenía miedo de ser visto. Me figuro que Eneas se parecerá a cualquier otro guerrero troyano. Brutal, con ojos de halcón. Barba dura como espinas. Brazos como ramas de roble. Y viejo, además. Quince años de aventuras deben de haber dejado sus huellas.
—Oí decir que sólo tenía veinticinco cuando se fue de Troya, y que Dido le encontró irresistible.
—Hace cinco años que llegó a Cartago. No le sería difícil seducir a Dido, viuda. Cuarenta años no son nada para nosotras, pero para un guerrero que combatió en Troya, para un marino azotado por las tormentas de Neptuno, constituyen una edad venerable. Espero que le encuentren tan seco y marchito como mi encina.
Volumna miró solemnemente a la asamblea.
—Unid las manos, hermanas mías, y repetid: «Aquí, ante la Sagrada Higuera de la Vida, juramos matar al hombre que trae la muerte a nuestra tierra. Viene como un guerrero, y como guerreras le recibiremos, nosotras, que amamos la primavera, la rama en flor y el pájaro que anida; nosotras, que podemos enfrentar al león más fiero, al que rompe las ramas, al que despoja los nidos.»
Luego se quitó un alfiler del cabello, una abeja de cobre con un largo aguijón, y serenamente se pinchó el brazo. Pasó el alfiler a la dríada que tenía al lado, así como un pequeño cuenco de plata en forma de colmena, y por turno, cada mujer y cada niña rasgó su piel y dejó gotear su verde sangre. El cuenco regresó a Volumna, que agregó:
—Silvano, dios de las pesadillas, matador de faunos y liebres, invocamos tus terrores contra nuestro enemigo común. Esta es la sangre de Eneas. —Luego dio vuelta al cuenco—. ¡Así muera Eneas!
DOS
De color humo y plata, bajo las ramas cargadas de musgo de los robles más viejos que Saturno, el Tíber fluía hacia las naves troyanas y hacia el mar. Ascanio, en la costa, miraba a Eneas, su padre, que jugaba en el agua con Delfo, el delfín que les siguiera desde Sicilia. Eneas y Delfo jugaban con un bastón de madera: Eneas lo arrojaba, Delfo lo empujaba desde abajo y se lo devolvía con su largo hocico y luego producía un ruido, con la nariz o la boca (Ascanio no lo sabía), increíblemente parecido a una risa humana.
Ciudades traicionadas, reinas suicidas, tempestades en el mar, quince años de aventuras… Tracia… Delos… Creta… Cartago… Italia. Pero ahora Eneas jugaba como Delfo, olvidado en apariencia de las penurias y las culpas que le acosaban como las Furias. Eneas, de cabello plateado, tenía el rostro de un joven. Visto desde atrás, podía parecer viejo por el color de su pelo. Cuando se volvía, recobraba los veinticinco años, con sus claros y penetrantes ojos azules, los blancos dientes perfectos, las mejillas sin barba y sin otra herida que una pequeña hendedura en el mentón (recuerdo del hacha de Aquiles). Pero, según la historia, la madre de Eneas era la diosa Afrodita, o Venus, como la llamaban en Italia. Una madre inmortal, un padre mortal: la edad y la juventud en el mismo semidiós. Quizá era mentira, quizá su madre era una criada. Pero aun así era Eneas, más que un hombre y, para Ascanio, más que un dios.
—¿No vuelves a nadar? —gritó Eneas.
—Estoy cansado. He cruzado tres veces el río.
—¿Y por qué no cuatro?
—Porque no soy Eneas. Ven a descansar con tu indolente hijo.
Eneas separó los juncos de la costa y apareció cuan alto era al sol. Alto era, al menos para un dardanesio convertido en troyano, aunque comparado con Aquiles habría parecido tan pequeño como Harpócrates, el niño dios de los egipcios. Ascanio dirigió una rápida mirada a las encinas, y también hacia sus taparrabos, arcos y aljabas. Un cabal guerrero a pesar de su juventud, había desaprobado que se alejaran de sus barcos y sus compañeros, en la boca del Tíber, y se internaran sin armaduras en una tierra extraña conocida por sus bárbaros habitantes humanos y sus bestias semejantes a hombres. Pero Eneas se había conducido como un niño que planea una merienda campestre —traían tortas de miel y cogerían moras— en la gran infancia del mundo, antes de la guerra de Troya.
—Exploraremos juntos, y luego nadaremos en el Tíber y nos secaremos al sol. Y al regresar a los barcos, cazaremos.
—O encontraremos que nos han arrojado una red o nos han clavado una lanza en él corazón. Ya viste al sátiro que nos espiaba desde la espesura. Sin duda, ha dado la alarma a todo el bosque. No lo pasamos bien cuando luchamos contra las arpías, y ellas eran solamente mujeres con garras y alas. No quiero perder a mi padre por culpa de un maloliente hombre chivo.
—Si vamos juntos, Fénix, podemos cuidarnos mutuamente. —Fénix era el nombre especial que Eneas le daba («Ascanio es demasiado largo»)—. ¿O quieres que vaya solo?
Por supuesto, Ascanio le había acompañado. Eneas siempre se salía con la suya. Raramente daba órdenes. Formulaba invitaciones, y la gente aceptaba, menos porque fuera un rey que por sus dotes, tan raras entre los hombres: gentileza sin debilidad, fuerza sin crueldad. Era un luchador, y al mismo tiempo un poeta; un soñador práctico.
Ahora estaban tendidos al sol mientras Delfo dormitaba en el río como suelen hacer los delfines, casi hundido bajo la superficie, pero con los ojos abiertos para no ser sorprendido por tiburones o malévolos tritones.
—¿Construiremos en la boca del Tíber?
—Algo más adentro, pienso. Protegidos de las galeras cartaginesas. Primero debemos encontrar a Latino y comprar o tomar en préstamo algunas tierras. —Latino era el rey más poderoso en la región llamada Lacio, que no constituía sin embargo un país, porque las escasas ciudades eran pequeñas, independientes y separadas por bosques casi impenetrables—. Y no olvidemos la profecía: debemos construir donde encontremos una cerda blanca con treinta marranitos. Pero por ahora, tomaremos el sol sin buscar cerdos.
Sólo cuando reposaba la cara de Eneas se tornaba triste, y tanto más triste por lo joven que parecía. Estaba inmóvil, con los músculos distendidos, pero sus ojos abiertos parecían contemplar, entre las llamas de Troya, a su esposa Creusa, la madre de Ascanio, mientras llevaba a su anciano padre cargado al hombro y a Ascanio, de cinco años, de la mano. Él se había detenido para mirarla.
—¡Ya te alcanzaré! —le había gritado Creusa por encima del tumulto, mientras las hachas astillaban las columnas de madera y las llamas mordían silbando las salas y los templos—. ¡Lleva a nuestro hijo a los barcos! —Y no volvieron a verla.
Ascanio trató de desalentar lo que llamaba en su padre «la depresión del recuerdo». Había matado a un hombre por decir que Eneas había abandonado a su esposa. Y mataría a cualquier hombre o mujer que le insultara o amenazara. Soportaría la muerte de Héctor para ahorrarle un sufrimiento.
Apretó la mano de su padre.
—Estoy contento —dijo.
Distintos de los fríos helenos, los dardanesios eran un pueblo afectuoso y expresivo. Los hombres trataban a sus mujeres como iguales; los padres y los hijos se abrazaban sin embarazo. Cuando Dardania cayó ante los helenos, y sus guerreros sobrevivientes fueron a combatir en Troya, les llamaban «los matadores delicados». Sus amigos podían considerarse afortunados, y ¡Zeus protegiera a sus enemigos!
—¿Por qué, Fénix?
—Porque hemos venido. Los dos solos. Tú puedes descansar de tu carácter de leyenda, y yo puedo cuidarte.
—¡Leyenda! —rió Eneas—. De demonio, dirían los cartagineses, o los helenos.
—Es verdad. Pero para tus hombres, para cualquiera que de verdad te conozca, eres un gran héroe. Y de cualquier modo, una leyenda. ¿Acaso hay alguna región en las costas del Gran Mar Verde que no haya oído hablar de Eneas, de sus viajes y de su sueño de reconstruir Troya en una tierra extraña? ¡Si eres tan famoso como Ulises!
—Por lo menos él volvió a su casa —dijo apenado Eneas—, mientras yo sigo vagando. Pero él estaba solo, y yo tengo a mi hijo.
—¿Sabes lo que pienso, padre? Es cierto que eres una leyenda, pero dentro de ella hay…
—¿Qué?
—Un muchachito contento. El que nunca tuviste tiempo de ser. Casi apenas el abuelo te trajo de esa misteriosa expedición en que encontró a la abuela —debías tener seis meses— empezaron a educarte para ser un príncipe o un rey. Pero el muchachito sigue estando en tu interior, y de vez en cuando sale y juega con un delfín, y entonces yo me siento como su padre. Si los dioses me concedieran un deseo sería que dejaras libre a ese muchachito. Que Eneas dejara de conducir hombres y fundar ciudades. Que nadara en el Tíber, y arrojara el disco, y nunca envejeciera, para que yo pudiera ser su hermano.
—Y mi deseo sería poder construir mi ciudad, mi segunda Troya, pero sólo si Ascanio consagra su suelo.
—Ese deseo lo conseguirás.
—Habla en voz baja, Fénix. Algunos dioses tienen celos. Hera o Poseidón podrían oírte.
—No importa. No pueden hacerte daño. ¿Acaso no es Afrodita tu madre? ¿Y qué harás después de construir tu ciudad?
—Entregarte el trono y retirarme a escribir una epopeya.
—¿Acerca de tus aventuras?
—Acerca de Héctor. Él era el más grande, sabes. Aquiles era más poderoso en la lucha, pero Héctor sabía amar.
—¿Siempre quisiste ser un poeta, verdad? Pero los dioses te condujeron a vivir una epopeya, no a escribirla.
—Todavía hay tiempo, espero. —Y luego agregó, sin cambiar de tono—: He oído un ruido en el bosque, Fénix. Cuando te dé la señal, salta a buscar tu arco… ¡Ya!
Ágiles como el ave cuyo nombre llevaba Ascanio, los dos hombres estuvieron inmediatamente de pie y armados, aún desnudos y resplandecientes por el agua del Tíber. Miraron hacia el bosque, listos para disparar sus dardos a alguna fiera o para huir si se trataba de hombres con armaduras. Una muchacha, ¿o era una diosa?, estaba de pie en la linde del bosque, y les contemplaba con incertidumbre, pero sin miedo. Había en ella algo insustancial, como si la Gran Madre la hubiera conjurado de la niebla y la luz del sol.
Hablaba la lengua latina que Eneas y Ascanio habían aprendido en Cartago, a veces visitada por mercaderes de las costas de Italia.
—Sois sin duda hombres de Eneas. —Su voz no disipaba la ilusión de irrealidad: era como el canto del ruiseñor, aunque sin su dolorosa tristeza.
—¿Es tu madre? —susurró Ascanio.
—No, sólo es una muchacha. Afrodita no tiene edad. Pero ella podría ser Hebe o Iris.
—Sí, somos sus hombres —respondió Ascanio en voz alta—. Nuestros nombres son Fénix y… Alción. Eneas está en las naves.
—Cuando te vi —le dijo ella a Eneas— pensé que podías ser el mismo Eneas. Estabas de espaldas, en el río, y sólo vi tu cabello plateado, que parecía hablar de años y trabajos. Pero apenas vi tu cara, comprendí que tu compañero es tu hermano. Fénix y Alción. El pájaro de la vida y el pájaro de la paz.
—¿Por qué buscas a Eneas? —preguntó Ascanio. No confiaba en la muchacha. Seguramente no era una Amazona, como Camila, la reina de los volscos, que había jurado matar a Eneas a causa de su alianza con Cartago. Pero había mujeres capaces de conquistar con su astucia, y no con sus armas. Había existido, por ejemplo, una mujer llamada Elena.
—Para saludarle —respondió ella. Y rápidamente (demasiado rápidamente, pensó Ascanio), agregó—: Nunca vi antes hombres desnudos. Los volscos llevan túnicas o armaduras. Y aunque no las llevaran, no habría gran cosa que ver. Son sus mujeres quienes gobiernan. Por supuesto, he visto faunos, pero ellos son más macho cabrío que hombre. Siempre me dijeron que los hombres eran igualmente repulsivos, con duras cerdas en el rostro y sucios de pies a cabeza… Pero vosotros sois hermosos… ¿Se puede decir eso de un hombre? Mucho más que las mujeres. Quiero decir, me gustan los músculos duros y la piel bronceada. —Señaló sus pechos—. Supongo que podríais decir que soy contrahecha: mi cuerpo se hincha donde el vuestro es liso.
Ascanio rió.
—Eso depende del punto de vista que se tenga.
Ella se acercó.
—¿No tienes miedo de nosotros? —preguntó Ascanio.
—¿Por qué debería tenerlo?
—Somos guerreros. Y tú eres una mujer, sin protección.
—¿Necesito tu protección?
—De mí mismo.
Estaba profundamente conmovido por el milagro de esa joven femineidad, aunque continuaba desconfiado. Como muchos guerreros, algunas veces se había llevado una mujer después de capturar una ciudad, y eran muchas las ciudades tomadas por Eneas y sus troyanos exiliados. No había placer comparable a una mujer que demostraba su resistencia y sabía cuándo ceder. Ascanio había perdido la cuenta de las mujeres que había poseído después de su primera conquista a la edad más bien excesiva de quince años. Algunas habían protestado, otras se mostraban deseosas desde el comienzo, pero todas terminaban por sentirse felices. En las ciudades de la Hélade, en Tirinto, Micenas, Atenas, incluso en Troya y Dardania, más refinadas, una violación era con frecuencia tanto un cumplido como una afrenta, y sólo constituía un crimen si se cometía en un templo, como cuando Ayax acometió a Casandra. El mismo Zeus había dado abundantemente el ejemplo.
—¿Quieres decir que podrías matarme?
—Oh, no. ¡Qué derroche!
—Entonces, que podrías besarme o, ¿cómo se dice? ¿Despojarme?
—No despojarte, sino hacer de ti mi despojo.
—Me parece más o menos lo mismo. Ya me han besado una vez, y si lo que sigue es aún más enérgico, bueno, seguramente me quedaría hecha un despojo.
—Eso depende del despojador. Yo sería muy cuidadoso.
Serenamente, ella se quitó del pelo un alfiler de cobre. Era muy agudo, y su empuñadura tenía la forma de una abeja. Una diminuta espada.
—Podría herir a uno y correr más rápido que el otro. Desafío a cualquier troyano a correr.
—No necesitarás usar contra nosotros tu pequeña arma —dijo Eneas—: Vuélvete y nos vestiremos.
—Jamás le vuelvo la espalda a un extraño —repuso ella—. Eso es siempre grosero o peligroso. Además, ya he visto todo lo que hay que ver, ¿no es cierto? Cuando estéis vestidos, ¿no podríamos conversar un rato?
Se sentó en una roca cubierta de musgo y les sonrió a ambos, aunque quizá algo más a Eneas. El pelo verde con bellos mechones dorados, las orejitas puntiagudas, la mínima estatura…, ¿qué podía ser sino una dríada? Después de abandonar, siglos atrás, la costa oriental del Gran Mar Verde y de salir de Creta, la isla en forma de nave, aquí parecían florecer, si no reinar.
—¿Es amistoso ese animal? Sus ojos tienen un brillo de inteligencia. No conozco apenas a los delfines. Ellos pocas veces remontan el Tíber y yo pocas veces voy al mar. Está demasiado lejos de mi encina.
—Generalmente es inofensivo —contestó Ascanio—, excepto para aquellos que podrían hacernos daño a mi… hermano y a mí.
Aún no le tenía confianza, y menos todavía porque la emoción que sentía era nueva para él y se componía de algo que era más que deseo, aunque la deseaba fervorosamente. De una manera o de otra, sentía que ella constituía una amenaza.
—Yo también tengo un amigo. ¿Lo ves? —Señaló la abeja que revoloteaba perezosamente a su alrededor—. Lo llamo Bonus Eventus porque me trae buena fortuna. Por supuesto, es un zángano y no tiene aguijón. Y me trae mensajes. Pero ahora, háblame de tu jefe. Hemos oído hablar de él, si bien a veces los cuentos cambian al ser contados. Nos han dicho que ayudó a traicionar su ciudad, que cayó entonces en manos de los helenos, y que abandonó a su esposa entre las llamas.
La voz de Ascanio se tornó de bronce.
—No has oído sino mentiras. La historia de la traición ha sido inventada por los envidiosos de sus hazañas. Eneas es un gran héroe, y fue siempre devoto amante de Creusa. Sólo la dejó para llevar a su hijito y a su padre, inválido, hasta las naves troyanas, en la playa. Retornó a buscarla, y no la halló. Creusa era una dulce y radiante señora, y él jamás cesará de llorarla.
La dríada le miró con sus ojos tan verdes como espigas nuevas.
—Pienso que me dices la verdad según tú la conoces. Pero debías ser un niño entonces, Fénix. —A él le resultaba halagüeño y a la vez desconcertante que le llamara con el nombre que sólo su padre usaba, cuando hacía tan poco que le conocía—. ¿Cómo puedes saber lo que verdaderamente ocurrió?
—Créeme que lo sé.
—¿Y a Dido? ¿No la traicionó?
—Obedeció la orden de los dioses y partió de Cartago para reconstruir Troya. Le pidió a Dido que le acompañara y ella se negó.
—¿Y entonces ella se mató de amor por él?
—Sólo de orgullo herido y compasión por sí misma. —Ascanio nunca había querido a la reina de Cartago. Sus sombrías furias, su risa febril, incluso su densa hermosura le repugnaban. Le hacía pensar en una pantera negra.
—No —dijo suavemente Eneas—. Creo que ella le amaba de verdad. Pero no podía abandonar a su pueblo, y cuando él partió, tampoco pudo quedarse con ellos. Era una mujer llena de amargura y había sufrido demasiadas pérdidas. En cuanto a Eneas, la amó casi tanto como a Creusa y a su hijo. Todavía la lamenta y ruega porque su sombra errante haya encontrado la paz.
Ella movió la cabeza con asombro. Un rizo escapó de su pelo recogido y se deslizó sobre su oreja. Eneas hubiese querido ponérselo en su sitio. Le gustaban esas orejas puntiagudas: el extremo parecía tan suave como la piel del antílope.
—Todo parece tan distinto contado así… No es ésa la forma en que me lo habían dicho. Debo verle por mí misma. Si es verdaderamente un hombre amable, entonces ¿por qué…?
—Es el hombre más dulce que jamás he conocido —dijo Ascanio con ardor.
—Tú le amas porque es tu jefe, como yo amo a Volumna, mi reina. Aunque erraran, quizá no podríamos ver sus defectos. Gracias a ambos, Fénix y Alción. Ahora debo irme.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ascanio.
—Melonia.
—La Señora de las Abejas —dijo Eneas—. ¿Te alimentas de miel?
—Sí —rió ella— y tengo un aguijón. Pero no para ti ni para tu hermano. Especialmente no para ti. Eres muy silencioso, pero creo que me gustan tus pensamientos.
Luego se marchó, con Bonus Eventus.
—Es demasiado bonita para ser tan confiada —dijo Ascanio («o para fiarse de ella»), murmuró en voz muy baja—. Podríamos habernos apoderado de ella, a pesar de su arma.
Eneas la seguía con la mirada.
—Te has mostrado muy silencioso con Melonia, padre. Ahora tampoco hablas conmigo. ¿Qué piensas?
—Que de alguna manera se parece algo a tu madre.
—Ves la cara de mi madre en cada mujer hermosa. Yo he visto, en cambio, a la muchacha más bonita, y la que más me gustaría llevarme a la cama, de este lado del Olimpo.
—Fénix, nada malo debe ocurrirle a esta muchacha.
—No pensaba en nada malo, padre. ¿No crees que a las mujeres les gusta que las lleven a la cama? ¿Acaso ignoras que todas las mujeres de nuestras naves querrían acostarse contigo? Y yo, ¿soy tan rudo y feo?
Eneas le abrazó con una risa cordial. Era bueno oír su risa, que resonaba en su pecho, profunda, viril, y al mismo tiempo infantil… Brotaba espontáneamente de un lugar secreto que no había sido tocado por el dolor, donde la magia era cotidiana y los dioses caminaban junto a los hombres en vez de luchar con ellos.
—¿Feo? Hasta Dido tenía ojos para ti, que no pasabas de los quince años… ¿Por qué te imaginas que te llamo Fénix?
—Porque soy rubio. —La mayoría de los dardanesios eran morenos, pero el cabello de Eneas era dorado antes de tornarse plateado la noche de la caída de Troya, y Fénix había heredado la misma hermosa tonalidad. El cabello de oro de Afrodita, decía la gente.
—Y también porque tu fuego ha quemado a tantas mujeres.
—En ese sentido, debo hacer lo que no hace mi padre, que es el primero en la batalla y el último en la cama, y que sólo se ha acostado con dos mujeres en su vida, y ambas sus esposas. ¡Pero si es un verdadero escándalo!
—Te cedo esa tarea. Pero no a Melonia. Estoy seguro de que es virgen, y acostarse con ella sería una violación.
—Ya no quedan vírgenes mayores de quince años, salvo las mujeres que nadie pretende, como Casandra. Pobre ser chillón, ningún hombre logró aguantar tanto llanto… Si se hubiese interrumpido, quizá habría encontrado un amante… Ayax sólo consiguió violarla porque la sorprendió entre los sollozos, mientras le rezaba a Atenea.
—Igualmente, no debes tocar a Melonia. —Su voz era calma, pero ésta era una de las raras ocasiones en que le hablaba como un padre y no como un amigo.
—Está bien, padre.
—A menos —agregó pensativamente Eneas— que te cases con ella. Hay en las naves diecisiete mujeres, y la más joven es bastante mayor de treinta… Si alguna vez te casas, convendría que fuera con una nativa de estas tierras. Y Melonia te ha conmovido, ¿no es verdad? Quiero decir que te ha inspirado algo más que deseo. Lo vi en tus ojos.
Ascanio respondió, asombrado ante su propia intensidad:
—Sí, así es… Un hombre no se cansaría de ella en una noche… ni siquiera en un mes.
—O quizá en una vida —agregó suavemente Eneas.
—Padre… ¿Por qué no te casas tú con ella? También yo he visto tus ojos.
—Ya he matado a dos mujeres por casarme con ellas.
—¿Qué quieres decir, por el Hades? Fueron los helenos quienes mataron a mi madre, y Dido se suicidó.
—Por mi causa.
—Oh, padre, a veces ese chiquillo que llevas adentro es tan estúpido que me gustaría darle de azotes. Volvamos a casa.
Eneas se arrodilló en la costa. Hablando lentamente y gesticulando, le pidió a Delfo que les siguiera por el río. El delfín respondió con lo que a Ascanio le pareció un repiqueteo de astrágalos sobre un piso de baldosas.
—¿Qué te dijo? —preguntó Ascanio, que jamás se había preocupado por aprender delfinés.
—Que llegará a las naves antes que nosotros.
Con los brazos unidos y los arcos a la espalda, echaron a andar.
—A nuestros hombres les agradaría algo de carne fresca —dijo Eneas—. El pan que traemos está enmohecido, el queso merecería el desprecio de las ratas, y otra torta de harina me revolvería el estómago… ¿Pero dónde está la caza?
—La hemos asustado con nuestras voces.
—¡Silencio, entonces!
Pero no fue largo. En una glorieta de laureles, detrás del aromático follaje y las flores verdeamarillas, unos cascos se movieron entre los helechos. Ascanio disparó un dardo al mismo tiempo que Eneas intentaba detenerle.
—Padre, he visto un ciervo… ¿Por qué tratabas de evitarlo?
—No me pareció que fuera un ciervo.
Se abrieron paso entre las ramas y encontraron a su presa tendida sobre las violetas. No usaba ropas, y sus cuatro patas y los flancos sedosos, vistos de lejos y a través de las hojas, podrían haber sido los de un ciervo. Pero el pecho y los brazos eran los de un joven, y su cara parecía hecha para sonreír. Ascanio y Eneas se arrodillaron a su lado. En el bolso de piel de león que pendía de su cuello, había un peine de caparazón de tortuga y un pequeño pote de alabastro con un líquido resinoso de dulce perfume. Estaba muerto, naturalmente. Ascanio no erraba jamás. Eneas le había enseñado, y sus dardos llevaban las plumas de las arpías. Y ya se oía algo que zumbaba junto al cuerpo. Eneas alejó al insecto con la mano. Era una abeja, no una mosca, y se desvaneció en el bosque.
—Padre… He hecho una cosa terrible. Yo, creí…, creí…
—Lo sé, Fénix. Nunca habías visto antes un centauro. Y yo debí contenerte a tiempo. Ambos tenemos la culpa: hemos asesinado en lugar de cazar.
TRES
Mientras ella caminaba hacia su árbol, abstraída, cogió sin darse cuenta un narciso y le arrancó los pétalos, ignorando la sensación de dolor del tallo quebrado. Se decía: «Tengo diecisiete años. Ya es hora de que visite el Árbol Sagrado y de que tenga un hijo. Le pediré permiso a Volumna.»
La mayoría de sus amigas ya habían estado en el Árbol, pero ella había preferido esperar hasta ahora. En verdad, había ignorado la advertencia de Volumna, cuando afirmó que la tribu necesitaba más niñas para educar, y menos niños varones para abandonar. («Estamos disminuyendo en cantidad… Un buen día, hasta podríamos estar obligadas a tomar maridos, como hacen nuestras indecorosas hermanas del norte… ¡Y antes de eso, ojalá sea víctima de un rayo!»)
Melonia había hablado con algunas de sus amigas. No, no podían recordar qué les había ocurrido en el Árbol. Después de entrar por la puerta de la encina y de acostarse sobre las frescas hojas, se durmieron y soñaron. ¿Qué clase de sueños? Oscuros y turbadores. El maligno dios enano, Silvano, se aproximaba a ellas… Una pesadilla horrible de recordar. En otros casos, la experiencia era turbadora, pero decididamente nada oscura. «Un dolor dorado»: ésta era la frase con que Segeta había descrito la primera visita del dios. «Y cuando me encontré embarazada, el dolor fue olvidado y ese oro me envolvió como las hojas de otoño.»
Con todo, Melonia había aguardado. Le encantaba salir con sus amigas; juntas habían recogido setas en el bosque. Y sola, había cuidado su huerto, y tejido, y leído los papiros de su arcón. Si no era tan feliz como en su infancia, tampoco pedía otra felicidad. Estaba satisfecha con las tareas de cada hora; triste, pero no angustiada cuando recordaba el tiempo en que su madre compartía su árbol; decidida a no pensar en el futuro. Lo que tenía era suficiente.
Pero ya no lo era. Este cambio de actitud la turbaba. En general le gustaban los interrogantes misteriosos. ¿La mayoría de los hombres eran malos, o meramente rudos e Ignorantes? ¿Por qué Rumina se había casado con el dios Rumino y luego prohibía a sus hijas mortales que se casaran, tanto con humanos como con los moradores del Bosque Errante? Le gustaban los interrogantes, pero no en ella misma. La enfurecía experimentar sentimientos inexplicables, o realizar acciones extrañas en ella. Acababa de matar a un narciso. Distintos de las rosas, que se estremecían apenas se olía su aroma, los narcisos no eran flores particularmente sensibles. Igualmente, ella había sentido su pequeño dolor sin remordimientos. Ayer habría dejado la flor en su tallo. Ahora acababa de decidir su visita al Árbol Sagrado. Ayer no sentía urgencia por arriesgarse a los sueños turbadores ni por dar a luz un niño que podía ser varón.
Quizá el cambio tenía algo que ver con los extranjeros, con Fénix y Alción. «Seguramente tiene que ver con ellos —concluyó Melonia—, porque son hombres, y me gustaron, y ahora no será para mí un horror dar a luz un hijo varón. Le preguntaré a Volumna si puedo educarlo en mi árbol y espero que sea y se comporte como Alción. Las dríadas del norte no abandonan a sus hijos. ¿Por qué debo hacerlo yo? Hablaré con Volumna.»
Le habían placido ambos extranjeros. Fénix le recordaba a Bounder, bastante hermoso para ser admirado, bastante terreno para que fuese posible fastidiarle. Sí, terreno. Esa era la palabra; y ella estaba en paz con las cosas de la tierra. Bounder la había mirado intensamente, y le había pedido un beso; y ella no se había enojado con él. (Los machos de todas las razas parecían tener gran interés en los besos.)
En cuanto al hermano, Alción, no era de ningún modo como Bounder ni como Fénix. El pelo plateado: nieve en las ramas de un árbol. Pero el árbol era verde. Había sentido en él una tristeza mucho mayor que su cara; y también el guiño de un chico. Se sentía atraída hacia él de una forma que no podía comprender. Quería… ¿Qué? Tocarle el pelo. Tocar con sus labios la mejilla de él. Como una hija. Sólo que él no parecía lo bastante viejo para ser su padre. Como una hermana, sólo que él era un nombre y se decía que los hombres eran unos brutos. Pero ella le había encontrado tierno… Sus sentimientos usualmente la bañaban como una fresca lluvia de primavera, o bien le daban calor como el fuego de un hogar, o la quemaban como las ardientes brasas de un brasero volcado, y no le resultaba difícil saber cómo se sentía en ese preciso momento. Ahora, era como si la lluvia y el calor del hogar fueran simultáneos. ¡Por lo menos no la quemaban las brasas!
De pronto, el bosque le pareció hostil. Deseó encontrarse en su árbol. Los leones eran escasos; era frecuente en cambio toparse con algún truhanesco fauno, pero esto no era un peligro, sino una molestia. Quizá no era el miedo lo que apresuraba sus pasos, sino la soledad del lugar. Encinas, mirtos, olmos. Espesuras de espinos, claros de hierba. Sentía las emanaciones de las plantas como ráfagas de un aire helado. No le disgustaban, pero tampoco la acompañaban, al menos en esta parte del bosque. Olía las volutas de humo de las hogueras de los centauros, pero su pueblo estaba al norte, muy lejos. Deseó escuchar la canción de una dríada mientras se peinaba, pero estas encinas no estaban habitadas ni invitaban a hacerlo. Deseó encontrar a sus amigos, Bounder y Bonus Eventus. Y deseó, más que todo, encontrarse en el Árbol Sagrado.
Por fin, allí, algo apartado de los demás árboles, pero siempre dentro del pueblo de las dríadas, rodeado por la hierba y las margaritas, y detrás del huerto de lentejas y lechugas, vio el árbol que era su hogar. Ella lo llamaba «Ruiseñor», por el ave que prefería, el sencillo pajarito pardo que abría el pico y cantaba más melódicamente que la lira. El árbol era tan viejo como el bosque, y su circunferencia era tan grande como una cabaña. Su madre y su abuela, ¿y cuántas otras antecesoras?, habían vivido en el mismo árbol. Desde que Saturno reinaba en la comarca y las mujeres se casaban con los hombres en lugar de luchar contra ellos, desde antes que llegaran los leones y las guerras. Ella viviría allí mientras él viviera, salvo que la hiriera el rayo como a su madre, o que la matara un león, o una Striga sedienta de sangre o, como Volumna solía advertir, un macho humano. Si moría, el árbol continuaría floreciendo mientras fuese habitado —y amado— por un miembro de su familia. Si el árbol moría, ella misma moriría.
Abrió la puerta de madera, teñida con el rojo de la cochinilla, y penetró en el tronco. No era hueco, como los extranjeros creían a veces. Estaba vivo, y para vivir era necesario que conservara madera suficiente para permitir que la savia fluyera de las raíces a las ramas. Pero era tan grande que su primera antepasada había labrado una escalera de acceso que llegaba hasta las ramas. Los grandes árboles eran fuertes. No sentían esas heridas y, si las sentían, las aceptaban alegres de dejar lugar para que los habitaran la vida y los hijos (como, quizá, las dríadas que habían yacido en la Encina Sagrada).
En el interior había una lámpara de aceite siempre encendida que iluminaba los escalones hasta la cabaña instalada sobre las ramas como una gran colmena. Era redonda, hecha de ramas de sauce dobladas en la parte superior, y tenía una docena de ventanas redondas que podían ser cerradas con pergamino en el invierno, para el Sueño Blanco, pero se abrían en primavera para permitir la entrada de las brisas perfumadas y el quejido de la hierba mientras se abría paso a través del suelo hasta que lograba abrir sus hojas al sol. En la única habitación, fragante a bergamota y muguet y otras flores que podían arrancarse sin que sufrieran, había una cama, hecha con una piel de león estirada en un bastidor de madera. Había también un telar y una caja de plata martillada para guardar las gemas —topacios, porfirios, ágatas— que encontraba en los cauces secos o entre las raíces de los árboles, y que cambiaba por los cereales y las hortalizas cultivadas por los centauros. Y tres mesas, hechas con el tronco muerto de un olmo, de pie fino y parte superior bulbosa, como grandes setas; una para comer, otra para disponer los textiles multicolores que tejía para hacer sus túnicas y sus mantos, y otra destinada a sostener un recipiente, semejante a un lirio, donde crecía una margarita. Y finalmente un arcón con hendiduras redondeadas para guardar sus amados papiros —helénicos, latinos, egipcios—, puesto que los centauros errantes, esos incansables lingüistas, habían traído esas lenguas, y rollos escritos en ellas, desde los confines del mundo. Melonia había comprendido a los hermanos cuando hablaban dardanesio, uno de los dialectos helénicos, y cuando Alción le había dicho a Fénix: «He oído un ruido en el bosque.» (Ella había estado a punto de responder: «Será mejor que hables en asirio si no quieres que te entiendan.») Ella misma experimentaba limitaciones en cuanto a los viajes. A un día de marcha de su árbol, palidecería y se sentiría sofocada. A los cinco días, podía, quizá, morir. Pero viajaba por medio de sus manuscritos. Conocía la caída de Troya por el testimonio directo de un escriba heleno; poseía una copia del Libro de los Muertos de los egipcios; y su propio pueblo era famoso por sus poemas acerca del invierno y la muerte del follaje y el dolor de dar a luz un varón y no una niña, y también por el plan correspondiente al despertar del Sueño Blanco y a la felicidad de correr con los pies descalzos sobre la hierba nueva para saludar a los amigos…
Pero esa tarde no se sentía con ánimos para leer poemas ni historias ni papiros de ninguna clase.
Se tendió sobre la cama y se sintió como rodando sobre hojas entibiadas por el sol y empezó a soñar despierta. Aéreos carillones de cristal de roca repicaban, suspendidos de las ramas que rodeaban su casa, y conducían su espíritu hacia el corazón del Árbol Sagrado, enigmático y borroso, pero ya no amenazante. Alguien esperaba detrás de la puerta. ¿Una dríada? Un hombre. Alción. Su rostro era dulce y triste, y se movía hacia la puerta. No, quería gritar ella. ¡Es prohibido para los hombres! Incluso para las otras dríadas, cuando una «se acuesta para el dios». Quería llorar. «Arriésgate, ven a mí en el Árbol, con tus ojos tan azules como una pluma de alción, en lugar del dios cuya cara jamás he visto…»
Ah, esos dulces sueños impíos podían venir sin ser llamados por la noche, pero no tenía por qué soportarlos durante el día. Se puso de pie y miró por una de sus ventanas, y aspiró el aire purificado por las hojas, y sintió las benéficas emanaciones del árbol de su madre. ¿Había sido un presentimiento? A veces, las dríadas eran benditas o malditas con anticipaciones del futuro. ¡Imposible! Una fantasía vagabunda, que no debía ser atendida. Buscaría un poco de queso y vino en la despensa, entre las raíces, y haría algunas tortas de grosella a Bounder en el pequeño horno y…
Una abeja zumbaba en una de las ventanas.
—¡Bonus Eventus! —exclamó, inexplicablemente feliz de tener compañía, aunque pequeña.
Para los faunos y los centauros, para cualquier ojo no adiestrado, las abejas eran solamente pequeñas o grandes, avispas o abejorros; Bonus Eventus era una abeja melífera, delgada para un zángano, casi tanto como una obrera, casi sin pelos y con grandes alas transparentes que constituían su especial orgullo. Siempre olía a néctar, y cuando se posaba en su pecho, sentía un suave ronroneo de satisfacción. ¿Vanidoso? Naturalmente: estaba seguro de que la reina elegiría sus favores en el próximo vuelo nupcial. ¿Indolente? Naturalmente. Se dormía sobre las flores, en lugar de recoger el néctar para producir miel. Pero era leal, y ella le amaba como a un verdadero amigo, así como Alción amaba a su delfín, Delfo, y temía que esa pequeña vida, iniciada aquella misma primavera, concluyera con el otoño.
—Llegas justo a tiempo. Bajaba a buscar un poco de miel. —Como era un zángano, a veces las intolerantes obreras le negaban la cena—. ¿Crees que soy bonita? Bounder me dijo que lo soy.
Pero vio en seguida que no había venido a buscar miel a cambio de cumplidos. No describía alegres arcos de placer o gratitud, sino un anguloso diseño de pirámides.
—Ven. Cuidado. Peligro.
Ella llevó la mano a sus cabellos y, junto a los adornos inofensivos —la mariposa de malaquita y la libélula de porfirio— sintió la diminuta espada de su mortífero alfiler. Estaba emponzoñado con el veneno de una gran araña peluda llamada la Saltadora, que tenía ojos verdes y agudas mandíbulas, y era más peligrosa que las Strigas.
—¿Leones?
Una rápida espiral descendente: «No».
Luego se alejó de la ventana. Fuera cual fuera el peligro, ella debía seguirle.
Bounder parecía dormido al sol. Había aprendido algunas de las indolentes costumbres de Bonus Eventus y le gustaba una siesta a la tarde. No mostraba signos de violencia. La hierba no olía a lobo ni a león, ni estaba húmeda de sangre. Pero cuando se arrodilló, vio que los ojos estaban cerrados y más apretados que en el sueño, y que sus labios estaban torcidos por el dolor y que tenía profundamente clavado en el corazón un revelador dardo con plumas de arpía.
No sabía cuál de los hermanos lo había matado, pero le parecían igualmente culpables. ¿Acaso no cazaban juntos? Poco importaba cuál había alzado el arco.
Bonus Eventus se posó en su mejilla, leve como una lágrima.
Su madre había muerto bajo el rayo, y ella se había pasado diez días seguidos sentada ante el telar, cantando el viejo lamento: «Sólo la noche cura». Cada año, antes del reposo del Sueño Blanco, lloraba por las hojas caídas y las flores marchitas; pero esto era parte del orden natural de las cosas, la manera del mundo, el plan divino de Rumina para el bosque. En cambio, la muerte de Bounder era una invasión, un crimen. Volumna le había dicho la verdad acerca de los hombres, y en particular de los hombres de Eneas. ¿Y Eneas mismo? Debía de ser sin duda viejo, lleno de heridas, y tantos crímenes sobre su cabeza como espigas en un collar.
La ira le rodeó la garganta como una rama cubierta de escarcha.
Besó en la boca a Bounder.
—Es mi penúltimo don —dijo—. Y te lo doy muy tarde.
Pero aún quedaba el último.
Sólo debía seguir el Tíber para encontrar las naves troyanas.
Cinco naves sin cabinas. Sólo tenían a manera de techo lonas tendidas sobre las cubiertas. Sus proas eran dragones con quijadas de bronce, j estaban amarradas a los árboles de la costa. Los remos habían sido levantados del agua y colocados en las zonas libres de la cubierta. En cada casco había pintadas en ocre quince lunas, que simbolizaban sus largos años de viaje. Las velas, que habían sido blancas, ahora recogidas, estaban sucias y desgarradas por los vientos. Podría haber sido una flota pirata en lugar de los restos de la formidable armada que custodiaba antaño la entrada al mar Negro y los campos sembrados del Vellocino de Oro, y le habría parecido patética de no conocer la identidad de los marinos. ¿Era Eneas tan cruel como esos dos traicioneros hermanos que mejor podrían llamarse Halcón y Milano?
Se arrodilló y escuchó. Peinó y recogió su pelo, no por vanidad sino para oír mejor en la vecindad del león, o del hombre. Los troyanos habían hecho su campamento en la costa. Se movían entre las tiendas hechas con las velas. Había algunas mujeres entre ellos, pobres seres fatigados vestidos con ropas que colgaban como hojas muertas de color castaño oscuro hasta sus tobillos. ¿Dónde estaban las acampanadas faldas que, según se decía, las troyanas habían tomado de sus antepasadas cretenses? Los hombres, en su mayor parte maduros, barbados y cubiertos de cicatrices, llevaban taparrabos de piel de oveja, excepto dos que custodiaban el campamento en armadura de combate, quienes llevaban nudosas lanzas y parecían demasiado cansados para arrojarlas. También se encontraba allí ese fastidioso fauno, Mischief, que había llevado a las dríadas el mensaje de la llegada de Eneas. Ahora trataba de hacerse amigo de los troyanos: piafaba y se rascaba el estómago, y les hacía aullar de risa; y también, sin duda, les contaba chismes acerca de las dríadas.
Y también estaban, por supuesto, los dos hermanos, algo apartados de los demás hombres, conversando. Sólo pudo oír algunas de sus palabras, a tanta distancia… Habían matado un centauro… Debían retornar en busca de su cuerpo…
El horror aleteó en ella como un murciélago. Sin duda, atarían sus cascos a un palo y lo traerían al campamento, para asarlo al fuego. Devorarían la carne y mañana los fatigados guerreros, uno barbudo como un jabalí, y otro demasiado joven para tener barba, despertarían satisfechos y volverían a entrar en el bosque en busca de un nuevo festín. Se preguntó cómo Mischief había escapado a la olla: quizá esperaban conservarle como espía.
—¡Eneas! —gritó el guerrero sin barba.
Sus orejas se irguieron al oír el nombre.
Alción-Éneas se volvió hacia el hombre que le llamaba.
—Sí, Euríalo.
—¿Necesitarás ayuda?
Euríalo debía de tener la misma edad que ella, calculó. Debía de ser un niño cuando cayó Troya. Sus mejillas eran tan rosadas como el interior de una concha de tritón. Eran las caras agradables las que escondían la mayor traición. Salió de entre los árboles.
—Eneas —llamó.
Alción-Éneas la miró con sorpresa y con algo que ella habría interpretado como placer si no conociese la maldad de su corazón.
—Melonia. Vienes a visitar nuestro campamento. Esperaba que lo hicieras. Te fuiste antes de que pudiera preguntarte dónde vives.
—Creí que tu nombre era Alción.
—Yo te lo dije —se apresuró a responder Fénix-Ascanio—. Somos nuevos en tus tierras. No quería que mi padre fuese reconocido hasta que supiéramos quién eras. Tiene muchos enemigos.
—Ahora sabes quién soy, y me encomiendo a tu piedad.
El corazón de la dríada latía como un insecto en una telaraña. Las mentiras le dolían mucho. Pero tenía un buen maestro.
Se mantuvo firme mientras Eneas se le aproximaba. Podía correr más rápido que él, y venía sin arco. También podía esquivar fácilmente una lanza arrojada por alguno de los guardias.
—Melonia… Mi hijo y yo hemos cometido un error tremendo. Confundimos un centauro con un ciervo y…
—Fui yo quien le mató —interrumpió Ascanio—. Yo cometí el error, y no mi padre.
—Mi hijo no había visto jamás un centauro. Ni tampoco yo desde la infancia. Con todo, no llegué a tiempo para desviar su dardo. Y ahora íbamos a enterrarlo.
—¿Enterrarlo? ¡Seguramente a desollarlo!
—Iremos juntos —respondió—. Es fácil extraviarse en el bosque. Pero venid los dos solos: no sería respetuoso que vinieran más.
—Pero sus amigos —dijo Ascanio—, ¿no estarán furiosos con nosotros? ¿No querrán atacarnos? —Se volvió hacia su padre—. Creo que deberíamos llevar a Niso y a Euríalo.
—Yo les explicaré lo ocurrido a los demás centauros. Son una raza bondadosa. Comprenderán si se cumplen los ritos adecuados.
Eneas y Ascanio partieron con ella.
¡Qué frialdad y qué astucia! ¡Hasta habían conseguido mostrar en sus rostros una expresión de dolor! O por lo menos, Eneas. Ascanio parecía más preocupado por su seguridad que triste por Bounder. Pero Eneas parecía llorar a un amigo perdido: con esa misma expresión debía de haber mirado a Dido antes de abandonarla.
«Intentarán apoderarse de mí —pensó—. Quizá hasta traten de asesinarme. Pero su fuerza está en el mar y en las naves: el bosque es para ellos un lugar extraño.»
«A mí me ha tocado en suerte matar a Eneas.»
CUATRO
Melonia trató de adelantarse, pero Ascanio, con una pala al hombro, lo hizo antes. De vez en cuando se volvía a mirar las facciones duras y pálidas, que tan poco antes habían sido frescas y picaras como una flor de loto. Había amado el bosque mientras él y su padre nadaban en el Tíber con Delfo, hablando de ciudades quemadas y ciudades por construir. Y también cuando vieron materializarse a Melonia entre los árboles, una muchacha de pelo verde y orejas puntiagudas más curiosa que Pandora. Había pensado: «Al fin mi padre ha encontrado el lugar donde construir su segunda Troya, cumplir su destino y satisfacer a los dioses. Ahora podrá descansar y ser joven y estar a mi lado. Quizá haya encontrado incluso una esposa que le ayude a olvidar la cara larga de Dido… Hasta Orestes logró finalmente escapar de las Furias.»
Pero tenía dudas. Melonia era algo más que una muchacha. Vivía en una encina, y hablaba de misterios, y escondía tanto como demostraba… ¿Acaso Pandora no había abierto una caja de infortunios?
Y además estaba asustado, lo que era raro en él. No era precaución, sino ese miedo que hiela los huesos. No se sentía particularmente arrepentido por haber matado al centauro. Pensaba que los centauros, mitad caballo, debían tener inteligencia y sentimientos limitados. Había matado hombres en combate, muchos de ellos, deliberadamente. ¿Por qué debía lamentar haber matado a un ser mitad caballo que había confundido con un ciervo? Pero en cambio sentía la pena de su padre con una intensidad casi física. La bendición de Ascanio, y también su maldición, consistía en amar a Eneas más que a cualquier otro hombre, mujer o dios. Él mismo era un guerrero, ni más ni menos. Le gustaba combatir. No era un asesino, pero tampoco temía matar; hasta le gustaba esa vida errante y pensaba que más estaba hecho para ser un pirata que para morar pacíficamente en una ciudad. Por cierto, jamás había sufrido por las ciudades a las que había arrimado una tea. Pero esas implacables señoras, las parcas, habían tejido su destino entremezclado con el de Eneas. Bastaba cortar una hebra para que ambos hombres padecieran el mismo infortunio. Podrían haber sido Cástor y Pólux, dos hermanos, en lugar de padre e hijo. Si Eneas se lo hubiese pedido, habría sido capaz —con la ayuda de algunos miles de esclavos— de construir una de esas horrendas pirámides egipcias.
Pero a una cosa no estaba dispuesto: a permitir que Eneas se pusiera en peligro por una desconcertante muchacha que vivía en un árbol y que, a pesar de sus aires virginales, probablemente se revolcaba en la hierba con cualquier centauro que le dirigiera un relincho. No había podido proteger a su padre de Dido, esa astuta reina de ojos de alquitrán ardiente y voz de pájaro tropical sorprendido por un león. Era entonces demasiado joven. La suave y firme autoridad de Eneas había conducido a los exiliados de Troya a través de pruebas aún más peligrosas que las padecidas por Ulises; pero no eran, ay, como las de Ulises sus defensas contra cualquier mujer que fuese o pareciese desvalida… Las de Eneas eran tan eficaces como arrojar espigas contra las amazonas. Pero Ascanio era ahora cinco años más mundano que cuando estaba en lo que solía llamar «la madriguera de Dido». Algo sabía acerca de las mujeres: para qué eran buenas (aparte de su madre, poco más que para alegrar la vista y la cama); cuándo cuidarse de ellas (casi todo el tiempo, y en particular cuando lloraban, sonreían o evitaban mirarte).
El silencio del bosque se tornaba intolerable. Ascanio era casi indiferente a las flores. Vagamente advertía la abundancia de las margaritas en los claros, pero no hubiese sabido nombrar las altas flores púrpura que crecían entre ellas, sobre largos tallos espinosos. Pero sí podía percibir instantáneamente los ruidos, las huellas, los signos de peligro. No había otro ruido que el de los pies sobre la hierba, los de Melonia, descalzos, los suyos y los de su padre con sandalias de cuero de antílope egipcio. Esto era en sí una señal ominosa. Mientras remontaban el Tíber se sentía relativamente seguro; pero cuando abandonaron su curso y penetraron entre los robles cubiertos de musgo como un barco hundido de madréporas, sus músculos se endurecieron, su visión se intensificó y miró a Melonia como un cormorán mira a un pez. Sospechaba, sin embargo, que ella era el cormorán y ellos los peces (aunque quizá, aquí, en el bosque, valdría más hablar de un águila y unas liebres).
—Padre —dijo—. ¿Te das cuenta de que estamos a dos millas de las naves? ¿No deberíamos dejar que Melonia y sus amigos entierren al centauro?
La muchacha tenía el pelo descuidado y caído sobre sus orejas; se había desgarrado la túnica en varios lugares provocativos (tenía un pecho casi descubierto). Ascanio pensaba que arteramente se había transformado en una dríada de luto.
—No es lejos —respondió rápidamente Melonia—. Justamente detrás de aquellos olmos.
—¿Cómo entierran los centauros a sus muertos? —preguntó Eneas. Su voz era grave, y se advertía tanta ternura en sus ojos que Ascanio habría querido sacudir a esa condenada muchacha por explotar la simpatía de su padre…
—¿Dónde, sino en la tierra?
(Y también por su impertinencia.)
—Quiero decir, ¿elevan una pira funeraria y queman el cuerpo?
—No. Cavan un hueco y lo cubren de hierba. Luego extienden el cuerpo como si durmiera, y colocan a su lado algunas cosas que pudieran ser útiles en su viaje al mundo inferior.
—¿Qué plegarias rezan?
—Las inventan en el momento. Son poetas naturales y sus palabras brotan fácilmente.
El cuerpo de Bounder no había sido movido. Excepto por la expresión de dolor, tenía el aspecto desconcertado de alguien que se ha dormido al sol. Eneas se arrodilló a su lado y alisó los pliegues de dolor que rodeaban su boca y sus ojos.
—Era sólo un muchacho… ¿Cómo se llamaba, Melonia?
—Bounder.
—¿Cómo descubriste su cuerpo?
—Bonus Eventus me condujo hasta aquí.
—¿Creía Bounder en el Elíseo?
—No conozco esa palabra. Él hablaba de una pradera y un bosquecillo de encinas donde no existía el Sueño Blanco y donde las dríadas se casaban con los centauros. Me dijo una vez que le gustaría casarse conmigo, y yo pensé que bromeaba.
—Tu pueblo ¿nunca se casa con los centauros? Parecen una raza noble.
(¡Noble! Los caballos tenían cierta nobleza, como los que llevan el carro de un guerrero… como Xanto, el corcel de Aquiles… Pero ¿quién querría casarse con ellos?)
—Nunca.
—Lo siento. Pienso que debe de haberte amado.
—Una vez me besó. No sé por qué. Parecía complacerle.
—¿Tú le amabas?
—Si le amaba… Me daba deseos de correr por la hierba y de nadar en el río. Me hacía pensar en comienzos… Una vez le acompañé a ver a su hermano recién nacido. Trataba de ponerse en pie sobre sus patas finas, y me alegré cuando logró hacerlo. Le di tortas de miel… Y quise tener un hijo mío, aunque fuera un varoncito con cuernos. Eso es todo lo que sé. Y a veces me enojaba con él, pero no por mucho tiempo.
—Y si las dríadas no se casan con los centauros, ¿quiénes son los padres de sus hijos? Jamás oí hablar de dríadas macho.
—Vamos a nuestro Árbol Sagrado y esperamos allí la visita de Rumino, nuestro dios… Pero, por favor, no quiero hablar ahora de esas cosas. —Les condujo a través de la pradera hasta un lugar donde sólo se veía arena y piedrecillas—. Este es el mejor lugar para cavar tu tumba. Hay flores alrededor, pero no en el centro, donde cayó una vez un rayo… No mataremos nada, excepto un poco de hierba.
Melonia se apartó mientras ellos comenzaban la tarea. Les miraba con una mezcla de expectativa perplejidad. ¿Había esperado que desollaran al centauro y se hicieran una alfombra con su piel? También Ascanio la miraba, disimuladamente, pero con la intensidad de quien nunca ha vivido tiempos de paz, ni navegado sin la amenaza de una tempestad. El alfiler brillaba entre su cabello despeinado. Ascanio le miró las manos.
Cubrieron la tumba con hierba fragante y depositaron el cuerpo con manos cuidadosas.
—Ponedle encima algunas violetas. Son bonitas, pero apenas sienten cuando se les quiebra el tallo. A él le gustaban. Y no le quitéis el bolso. Jamás salía sin su peine y su frasco de perfume.
Eneas se quitó su anillo, una perla negra que había recibido, de su padre, y éste de Afrodita. La quería mucho: era grande como un trozó de carbón, y tenía una tonalidad de humo gris oscuro que refulgía al sol.
—Para pagarle a Caronte —dijo—. En Troya poníamos una moneda bajo la lengua del muerto antes de colocar su cuerpo en la pira funeraria.
—Es un hermoso anillo —dijo Melonia—. Hubiese querido que Bounder lo tuviese puesto cuando vivía… Se preocupaba mucho de su aspecto, y yo solía fastidiarle. «Eres vanidoso», le decía… «Sí, para agradarte», me respondía.
—¿Puedo decir una plegaria?
—Sí.
—Perséfone: tú sabes lo que es ser arrastrada del sol a las tinieblas. Debías tener la misma edad de Bounder cuando Hades te llevó al mundo inferior. Y también te gustan las violetas y los jacintos. Acompaña a Bounder en su primera soledad; muéstrale que también los asfodelos son flores, y hazle una guirnalda.
Melonia no interrumpió, sino que continuó la oración, dándole a la diosa su nombre latino.
—Proserpina, ¿querrás peinarlo? Sus brazos no alcanzan hasta el extremo de sus crines. Adiós, Bounder. Sueña en mí mientras duermes. Te traeré violetas y te besaré en los labios.
—Y si sueñas con Fénix o conmigo —agregó Eneas—, recuérdanos como hombres que por error te hicieron un terrible mal, pero que hubiesen querido ser tus amigos.
Y luego susurró un poema que, como buena parte de sus poesías, agradó y desconcertó a Ascanio:
«La púrpura es distancia,
y el múrex tirio,
y el jacinto en la colina.
La púrpura es solamente distancia:
Las violetas se marchitan en la mano.»
Se apartó de la tumba y silenciosamente, sin moverse, lloró. Como un niño. Ascanio había visto llorar a su padre cuando Creusa se perdió entre las ruinas de Troya, y cuando salieron de Cartago y Eneas vio el humo de la pira funeraria de Dido, y cuando uno de sus amigos murió en el combate.
Le rodeó con los brazos, como si diera ánimos a un niño.
—No debes llorar por un error que yo cometí.
Eneas le devolvió el abrazo: uno olvidaba lo fuerte que era hasta que sentía sus poderosos brazos. Mientras otros hombres olían a cuero, a bronce, Eneas olía a mar, a espuma, a viento salado. Incluso su pelo de plata estaba lleno de sal. Ascanio sabía que no lloraba solamente por la muerte del centauro; sus penas se acumulaban como la escarcha sobre la cubierta de una nave, y lloraba por la juventud perdida del mundo, por la ciudad dorada herida por el fuego, por los que le habían amado y ahora estaban con Perséfone. En momentos así, sólo se le podía dar calor contra el frío de sus recuerdos.
Por ese breve instante, Ascanio dejó de mirar a Melonia. Cuando lo hizo, vio que ella estaba erguida con el alfiler en la mano. Inmóvil, como el árbol donde decía vivir, como si hubiese nacido de la tierra y no de una dríada madre. Hasta sus brazos levantados parecían congelados en el aire como delicadas ramas.
Se acercó a ella, la rodeó con su propio brazo, nada delicado, y le apretó cruelmente la muñeca, hasta que dejó caer el alfiler. La furia le hirió como un filoso carapacho. Hubiese querido romperle el cuello.
—¿A cuál de nosotros pensabas apuñalar?
—A Eneas primero. Luego a ti, si tenía la oportunidad.
No pidió merced, ni parecía enojada o asustada. Ascanio podría haberla destrozado entre sus manos. ¡Cuan pequeña era! Sus huesos eran tan leves, y su latido tan rápido… El cabello parecía entretejido de hojas y de rayos de sol. Y sin embargo, se había propuesto matarles.
—Pero no lo hiciste —dijo Eneas—. ¿Por qué no, Señora de las Abejas?
—Al principio creí que habíais matado a Bounder como caza para comer. Pero luego te vi cavar la tumba, y coger violetas, y tus ojos eran ventanas a tu alma, y vi un dolor que me acercó a ti.
—¿Y mi hijo?
—Te ama, y entonces es parte de ti. No podría hacerle daño.
—Suéltala, Fénix.
De mala gana Ascanio la dejó en libertad. Se inclinó a recoger el mortal alfiler.
—Yo no habría vacilado en matarte —dijo— si hubiese sabido que pensabas matar a mi padre.
Ella le sonrió.
—Pero eso también hubiese sido una forma de amor, ¿verdad? No puedo enojarme contigo, Fénix. Después de todo somos casi iguales. Ambos dispuestos a matar por los que amamos.
—¿Podemos ser amigos, Melonia? —preguntó Eneas.
Era una de esas invitaciones que nadie rehusaba jamás. Ascanio suspiró mentalmente. Sólo envidiaba a su padre cuando hacía una conquista con una sonrisa y luego rechazaba lo que había conquistado. En cambio, él a pesar de su belleza —y no ignoraba los espejos— debía conquistar con dones y cumplidos.
Ella cogió la mano de Eneas y la apretó contra su propia mejilla. No había coquetería en el gesto. Era tan sencillo y espontáneo como un abrazo de Ascanio a su padre.
—Tienes manos pequeñas para ser un guerrero. Todavía más jóvenes que tu cara. Manos de muchacho —dijo ella—. Bounder no querría que estuvieses triste por más tiempo. Y yo tampoco.
Dejó caer su mano y sacudió violentamente la cabeza. Un rizo temblaba sobre su oreja como un tallito de vid.
—No puedo ser tu amiga aunque quiera.
—¿Qué quieres decir?
—Mi pueblo ha jurado matarte. No deberías estar aquí ahora. Vuelve a tus naves, y no te aventures sin tus hombres. Y nunca nades en el líber sin Delfo. Y cuídate de las encinas, en particular de aquellas que parecen estar escuchando.
Eneas la cogió del hombro.
—Melonia, ¿no volverás a escaparte?
—Debo hacerlo.
—¿Y cómo volveré a verte?
—Debo hablar con Volumna, pero pienso…
—¿Qué?
—Que no cambiará de idea. Y luego me dirá que soy una niña tonta y que debo visitar sin demora el Árbol.
—¿Para tener un hijo?
—Sí. Volumna dice que un hijo cura a su madre de las fantasías infantiles. Si es un varón, endurece su espíritu hasta que se convierte en un tronco de árbol. Si es niña, le enseña a sacrificarse, como un arbusto que ofrece sus ramas a los pájaros.
—Pero no entiendo. ¿Dices que un dios te visitará en ese árbol?
—Vendrá en medio del sueño, y más tarde daré a luz un hijo.
—Pero los dioses no aparecen en los sueños cuando desean engendrar un hijo. Ni las diosas cuando quieren ser madres. Afrodita se le apareció a mi padre, pero era totalmente real: jamás él se cansó de contármelo. Tenía el pelo del color del lapislázuli, y su túnica relucía, como si la hubiese tejido una araña. Y tantos detalles me contó, que no podría haberlos soñado…
Ascanio pensó que su padre se mostraba discreto. Esos «detalles» incluían tales artes eróticas que sólo la diosa del amor o quizá alguna cortesana muy sabia y experta podían practicarlas o enseñarlas.
—Si hasta le dio el anillo que acabo de poner en la mano de Bounder…
—Nuestro dios es diferente. Se podría decir que murmura los hijos en nuestros vientres. Pero deja ahora que me vaya. El peligro, para vosotros, es cierto. Los árboles de las dríadas están a cierta distancia, pero Volumna suele venir a esta pradera a coger violetas.
Eneas la dejó en libertad.
—Entonces, vuelve a nuestras naves.
Ya las hojas de las encinas se cerraban tras de Melonia, casi como si hubiese abierto y cerrado una puerta.
Eneas se movió para seguirla. Ascanio le cogió del brazo. ¡Su propio padre, el hijo de una diosa! Se puso delante de él.
—No, padre. ¿No la has oído? ¡Te matarán y la matarán, y yo tendré que cortar todos los árboles de este bosque maldito por Zeus para encontrar a esa perra a quien llama su reina!
Había fuego en los ojos de Eneas. ¡El sereno Eneas furioso! «Un golpe con su puño podría romperme una quijada —pensó Ascanio—. Pero al menos le impediré perseguir a Melonia. Tendrá que llevarme de regreso al campamento y luego se sentirá demasiado avergonzado para moverse de mi lado hasta que mi curación sea segura.»
—Hay una forma —dijo Ascanio, dispuesto—. Mischief nos hablará del Árbol. Y de Volumna. Y entonces, decidas lo que decidas, te seguiré.
Ascanio sintió que su padre se relajaba.
—Habrías sido capaz de golpearme, Fénix, ¿verdad? Para mantenerme a salvo…
—Por lo menos habría probado. Y también de llevarte a hombros hasta el campamento. Eso, si me hubieses dado tiempo a descargar el primer golpe, lo que dudo. De otro modo tú te hubieras debido ocupar de llevarme a mí. Si quedaba algo que llevar.
—Creo —respondió Eneas— que ésta es la primera vez en la vida que estoy agradecido a alguien por querer derribarme… No, la segunda. ¿Recuerdas la ocasión en que Aquiles casi logra matarme? Hizo volcar mi carro y trató de arrollarme con el suyo…
—Yo no tenía cinco años aún. Pero sí, me acuerdo. ¡Cómo olvidarlo! Toda la ciudad miraba desde las murallas. Mi madre y yo también.
—Yo estaba decidido a desafiarle de nuevo la mañana siguiente, en un carro golpeado y con caballos fatigados. Pero esa noche, tu madre me besó y me dio vino. Me dijo: «Es de una cosecha rara. Y más rara todavía en Troya después de tan largo sitio. Te ayudará a dormir.» Estaba repleto de drogas, y dormí tres días seguidos. Durante ese tiempo, Aquiles recibió un flechazo en el talón.
—Al parecer, he heredado el egoísmo de mi madre. Yo tampoco quiero perderte.
De vuelta en el campamento, encontraron a Mischief divirtiendo a los hombres con una danza y una música tan dulce que debía de haber un ruiseñor prisionero en su flauta. La danza era una curiosa mezcla de saltos y giros, graciosa a pesar de sus cascos hendidos y su pelambre. Agitaba la sangre; los pies de uno parecían querer moverse por su cuenta, y la carne anhelaba la mujer que nunca se había encontrado, la nereida oculta bajo las olas, la diosa en su nube…
«Las reinas caminan al atardecer.
¡Escucha!
Sus sandalias de antílope silencian la hierba.
¿Acaso Elena, muda, sin guirnaldas,
olvidará los junquillos de su pelo?
Las reinas caminan al atardecer…»
También Eneas sintió su magia. La música era un vino para él, y con frecuencia dirigía a los hombres cuando bailaban la Danza de la Grulla, aprendida de los antiguos cretenses.
—Mischief —dijo por fin, sacudiéndose para romper el hechizo—. ¿Quieres venir a mi tienda?
El fauno le arrojó la flauta a Euríalo y siguió a Eneas y Ascanio. Tenía la cabeza ladeada; el pelo de sus flancos de macho cabrío estaba apelmazado y lleno de abrojos; su sonrisa, no exenta de malicia, era perpetua. La música hacía de él un semidiós, pero ahora era un payaso. Ascanio no pensó que fuera tan estúpido como pretendía.
—Mischief —preguntó Eneas—, ¿hay faunesas en la región?
Mischief bajó la cabeza. Olía a sudor y a pescado rancio. (Los faunos solían pescar anguilas en el Tíber con redes de piel de animal.)
—No, mi rey.
Nadie llamaba «rey» a Eneas, aunque sólo la guerra de Troya había impedido que gobernara Dardania desde un trono de yeso. No le gustaba el título. Le hacía recordar a aquella que debía haber sido su reina.
—Pero debéis necesitar mujeres. En mi tierra, tu pueblo, que llamamos sátiros, es famoso por su concupiscencia. ¿O sois como los aqueos, Aquiles y Patroclo, y buscáis el placer los unos con los otros?
—Sólo cuando escasean las mujeres.
—Y cuando no, ¿de dónde vienen?
—Las mujeres de los volscos gobiernan a sus maridos en sus casas. Pero en los bosques, somos nosotros quienes las gobernamos.
Era difícil imaginarse una mujer capaz de entregarse a Mischief. Pero quizá a veces exhala un aroma almizclado e irresistible, pensó Ascanio. Eso y su música, y sus generosas proporciones —envidiable característica de su raza— y el hecho de que las mujeres, en su mayoría, sienten tan urgente deseo de acostarse con los hombres como ellos mismos… era la explicación de su jactancia.
—¿Y quiénes más? Los volscos viven a cierta distancia, creo. Y el rey Latino y su pueblo están aún más lejos…
—¡Las dríadas! Son las mejores. ¡Dulces como un panal!
—Pero Melonia nos dijo que las dríadas jamás toman maridos o amantes.
—Somos nosotros quienes las tomamos.
—¿Las violáis?
—Se podría llamar así. Mientras duermen en su tronco hueco. Está a mitad de camino entre el campamento y las encinas de las dríadas… Sigues el Tíber hasta encontrar un tronco partido por el rayo. Y a un tiro de jabalina desde el río, se encuentra el árbol. Está muerto, por supuesto. Retorcido, nudoso, como una enorme serpiente gris erguida sobre la cola.
—Deben dormir muy profundamente.
Una enorme sonrisa apareció en su cara. Sus dientes eran sorprendentemente pequeños y limpios.
—Así es. Hay bastante tiempo para que tres o cuatro de nosotros visitemos a la misma dríada… Sabes, las embriagan con el zumo de la amapola.
—Y las demás dríadas, ¿no intentan evitarlo?
—Están lejos. Es una de sus costumbres. La dríada que desea tener un hijo viene sola al árbol, entra y cierra la puerta con una gran tranca de roble. Pero hace mucho tiempo, nosotros cavamos un túnel que penetra, a través de las raíces, hasta la cámara donde ella duerme… Está oscuro en el interior. Incluso si despertara no nos vería llegar. Una o dos veces me ocurrió despertar a la dríada al partir, o después de mostrar excesivo celo…
—Y luego, ellas dan a luz a vuestros hijos y le dan las gracias a Rumino.
—Que murmura en sus vientres… —dijo Ascanio.
—Sí. Y eso les debe gustar aunque estén dormidas. Vuelven una y otra vez. Las dríadas viven tanto tiempo como sus árboles, ya sabes. Con frecuencia tienen hasta veinte hijos. Si es una niña, la conservan, porque las niñas se parecen a sus madres. Tienen las orejas puntiagudas, y eso es todo. Si es un varón, y tiene cola, cascos y flancos peludos, lo abandonan-porque se parece a nosotros, aunque, por supuesto, ignoran el porqué. Creen en una tonta leyenda: hace mucho tiempo, una de ellas se acostó con un fauno y con eso una maldición cayó sobre su raza. Una maldición que se repite en cada niño varón. Los dejan bajo los árboles para que los devoren los leones. Nosotros los rescatamos y los educamos como nuestros hijos.
—¿Y ninguna tiene nunca sospechas?
—No sé. Volumna no es tonta. Pero si lo sabe, se lo guarda para ella. Mi padre durmió con ella. Y mi abuelo. Y me dijeron que era hermosa. Quizá me esté esperando.
—¿Conoces a una dríada llamada Melonia?
—¿Cómo podría no conocerla? La llamamos la Señora de las Abejas. Es todavía virgen, la pobre, y tiene miedo de visitar el Árbol. Pero Volumna la obligará a ir dentro de poco. La oí hablar de eso con Segeta, la tía de la muchacha. ¿Os he dicho lo que queríais saber?
—Sí.
—Dadme una daga.
—Tus cascos son armas suficientes.
—¿Un taparrabos entonces?
—¿Con todo ese pelo? Ya has nacido con taparrabos.
—Las centauresas se burlan de mi desnudez. No me permiten entrar en su pueblo.
—Está bien.
—¿Y una flauta? La mía es de madera. Euríalo tiene una de concha de tortuga. Me gusta más.
—Hablaré con Euríalo.
—Y anillos de oro para mis cuernos.
—No tenemos. Somos pobres.
Mischief se encogió de hombros.
—La cena, entonces. Algo diferente de las raíces, las fresas y los huevos de pájaro carpintero.
—Pide a los hombres que te den de comer. Niso te dará algunas tortas. Y una cosa más, Mischief.
—Sí, rey Eneas.
—Si tú, o tus amigos, tocáis a Melonia… —Su tono habría congelado a Aquiles—, te mataré y haré con tu piel un tapiz para mi tienda.
Mischief perdió su sonrisa, y partió sin la menor torpeza. Dejó tras de sí las huellas de sus cascos y un poco de olor a pescado.
—Pienso —sonrió Eneas— que deberíamos encender algunas ramas de laurel en nuestra tienda. —Y luego agregó seriamente—: Debemos advertir a Melonia. No me fío de Mischief. Ni de sus amigos.
—¿Y cómo la encontraremos?
—Ya sabemos cómo encontrar el Árbol Sagrado. Y Mischief, sin duda alguna, sabrá cuándo se proponga «esperar al dios». Parece saberlo todo. ¿Has reparado en el tamaño de sus orejas? Iré allí solo y yo mismo la cuidaré.
—No irás solo. Su pueblo podría descubrirnos. En esta comarca, según parece, hasta las abejas cuentan chismes. Iré contigo y montaré guardia en la boca del túnel.
—¿Y si te pido que te quedes en el campamento?
—No lo haré.
—¿Si te lo ordeno?
—No lo haré.
—Para evitar que me derribes y me traigas al campamento sobre tu hombro, como un ciervo, supongo que tendré que hacerte caso.
—Sería sensato que lo hicieras, padre. ¿No es horrible que un fauno posea a Melonia? Espero que no serán todos como Mischief… Y ella parece decidida a tener un hijo. Si no fuera por los faunos, su raza se extinguiría.
—¡Ningún hombre poseerá a Melonia, fauno o no fauno! No contra su voluntad.
—Padre, no te veía así desde que te encontraste con Dido… Me creas problemas con tus mujeres. Las tomas por diosas, y te olvidas de que hasta las olímpicas tienen sus debilidades. La abuela no es exactamente una fiel esposa, ¿verdad? Quiero decir, está casada con Efesio, pero eso no la alejó de Ares ni de Zeus ni de mi abuelo. Me pregunto si conseguiré ayudarte a alcanzar una vejez tranquila.
—No te preocupes, Fénix. No me propongo tomarla para mí. Ni siquiera en matrimonio.
—¿Por qué no? A mí no me fascina particularmente la idea de tener una dríada como madrastra… ésta es demasiado bonita. Pero tú le harías un singular honor.
—Tengo más de dos veces su edad.
—¿Cuántas veces te han tomado por mi hermano, y no por mi padre? Uno de estos días, yo pareceré tu padre. Además, estás aún muy lejos de ese último viaje por la Estigia.
—Sí…, ¿pero lo estará Melonia? Quiero decir, ¿si se casa conmigo?
CINCO
Las encinas de las dríadas formaban un semicírculo entre grandes bosques de olmos. Un extranjero hubiera podido caminar entre ellas y confundir el dulce zumbido de sus telares con el de insectos industriosos, o tomar sus puertas por hendeduras en la corteza. Las casitas estaban situadas secretamente entre las ramas, invisibles desde el suelo, salvo como un reflejo castaño oscuro que también podía parecer parte del árbol.
Sólo un extranjero, por otra parte, podría acercarse a ese semicírculo, aparte de los centauros, o los faunos, que a pesar de su bestialidad podían ser útiles, o alguna muchacha volsca. Ese extranjero, de ser humano y macho, oiría un zumbido distinto de los telares y se encontraría atravesado en el acto por muchos diminutos dardos que parecían menos dolorosos que aguijones, pero que mataban en segundos merced a un veneno del bosque. O quizá fuera atacado por verdaderas abejas hasta la muerte, aunque también las abejas murieran al clavarle el aguijón. A esto se debía que las dríadas sólo se sirvieran de ellas contra una terrible amenaza.
A Melonia le parecía que Volumna nunca había parecido más serena y confiada que al descender de su árbol. Era difícil no pensar que habitaba alguno de aquellos palacios cretenses de muchas plantas, ahora en ruinas, donde las reinas se sentaban en tronos guardados por grifos y se bañaban en piscinas de mármol con surtidores de plata. El brillo plateado de sus cabellos recogidos, aún salpicados de verde, podría haber sido el de las hojas bajo la escarcha. Su cuerpo, debajo de la túnica verde, era esbelto como un joven arbusto, y olía a mirra. Había gobernado su pueblo durante casi trescientos años, y lo había hecho temido y respetado en el Bosque Errante. Había cumplido el destino que ella misma se fijara.
Eneas y Volumna, aunque enemigos, tenían muchas cosas en común. Ambos eran líderes. Ambos eran maduros, ambos tenían el pelo plateado, y sin embargo eran de algún modo jóvenes. Había, sin embargo, una diferencia tan grande como la que hay entre el mar y el bosque. Eneas no era sereno. Todavía le atormentaban sus dudas, y en su angustia, le parecía a Melonia, estaba su grandeza. Ningún líder había conquistado la tranquilidad mientras quienes le rodeaban sufrían dolores. Bounder había muerto: Eneas, y no Volumna, lo había llorado, y no sólo porque había sido su hijo quien disparara el dardo fatal. («Todas las cosas mueren —le había dicho Volumna—. Y después de todo, era sólo un centauro, y un centauro macho.»)
—Hija mía, me place que hayas decidido visitar el Árbol. Te has ataviado como corresponde a la madre de tu hijo. El dios estará satisfecho.
Melonia vestía habitualmente una sencilla túnica y quizá un par de sandalias; pero ahora, vestida para un dios, llevaba ajorcas de malaquita, esa joya gris-verde que parece provenir de un profundo bosque cuyas sombras fueran acariciadas, aunque no borradas, por el sol; brazaletes de esmeralda y crisoprasia; una banda de plata incrustada de ruiseñores de porfirio en el pelo; un alción de calcedonia suspendido del cuello por una cadenita.
«Sí —pensó Melonia—, pero no estarías complacida si supieras que preferiría alumbrar un varón y no una niña, que no aceptaré tener que abandonarle y que iría a visitar a Eneas a las naves, y le contaría mis planes si no temiera ser seguida y aumentar así el riesgo que corre. Y lo que es más, que llamaré Alción a mi hijo.»
(«¿Estabas enamorada de Bounder?») («No lo sé… Me hacía pensar en comienzos.») «¿Estoy enamorada de Eneas? No lo sé. Me hace pensar en comienzos, y también en siempre… Quiero tocarle el pelo y besar su mejilla y, sí, también su boca. Es extraño que el contacto de las bocas, e incluso la sola idea, pueda conmoverme de tal modo. Me siento como si abejas amistosas corrieran por mi piel. Me siento como un jacinto: cuando la libélula desciende de sus jardines celestiales, el jacinto tiembla ante el temor de su asalto (les he oído gritar). Y sin embargo, por fin la flor lo baña gozosamente en su néctar y trata de impedir que retorne al cielo (la he oído llorar).»
—Vamos a la Encina Sagrada, ¡Levana, Segeta!
Su voz resonaba como una caracola entre los árboles. Las puertas se abrían. Dos dríadas avanzaron a su encuentro. Otras las miraban desde sus casas entre las ramas. Volumna estaba serena, pero luminosa. Sus diminutas sandalias apenas dejaban una huella en la hierba; más bien parecía flotar como la niebla de la mañana. (Anticipaba una niña, un aumento de la tribu.)
Levana y Segeta —ambas habían dado a luz varias hijas— discutían las alegrías de la maternidad.
—El primero que tuve fue un varón —dijo Segeta, estremecida. Su cabello tenía el oscuro verde del musgo, y sus palabras eran leves y ásperas, como si vinieran de una cámara entre las raíces de un árbol. Había dado a luz siete hijas y tres niños, y su edad superaba los doscientos años—. Un varón horrible. Cuernos, cascos, pelo y poco más. No me fue difícil abandonarlo. Pero cuando llegó la primera niña, sacrifiqué un panal a Rumina.
—Pero el Árbol —preguntó Melonia—. ¿Qué soñaste en el Árbol?
—Te he dicho una docena de veces que no lo recuerdo.
—¿No recuerdas ninguna ocasión particular?
—Ni una. Una forma parecía moverse en la oscuridad. Yo tenía miedo. La primera vez, por lo menos, sentí dolor en mi vientre. Pero cuando me desperté y salí a la luz, tenía una gran paz. Y menos de un mes más tarde supe que llevaba en mí un hijo del dios.
—¿Y tú, Levana?
—La primera vez no fue Rumino quien me visitó, sino el maligno dios enano, Silvano. Me torturó durante mi sueño, y me desperté llena de magulladuras y en medio de un charco de sangre.
—¿Y cómo era en tu sueño?
—Tenía cuernos, más crueles que los de un fauno. Retorcidos y cubiertos de musgo como las ramas viejas. Y era grande, sus partes masculinas eran muy grandes, y mirarlo me llenaba de disgusto…
—Calla, Segeta. Silvano raramente aparece ahora, y sólo a quienes han perdido el favor del dios. Recuerdo que antes de tu primera visita al Árbol, eras amiga de un joven volsco…
—Jugábamos al astrágalo junto al Tíber, y eso era todo.
—Ya es bastante. Melonia, creo que de ningún modo has irritado al dios. ¿Lo has hecho, querida? En cuanto al Árbol, sólo puedo decirte que es un misterio. ¿Cómo cumple el dios el milagro? ¿Quién puede decirlo, excepto Rumina? Ahora bien: si debo hablar por mí misma, yo creí ver su cara, suave como la tierna corteza de un arbusto, y no sentí miedo ni dolor. Y como sabes, he visitado el Árbol más de veinte veces y dado once hijas a la tribu.
(«Y abandonaste a diez niños… ¿Por qué me dijiste que los hombres —todos los hombres— son malignos y que Eneas debe morir?»)
—Ve ahora, Melonia. Debemos dejarte en la linde de la pradera. Y cuando despiertes, no necesitarás hacer más preguntas acerca de los misterios. Tu madre fue mi más querida amiga. Tu hija será como mi propia nieta. —(«¿Y mi hijo?»)—. Necesitamos mujeres valientes que defiendan estos bosques de los bárbaros como Eneas.
—Quizá —dijo Melonia— se vaya con todas sus naves.
—Quizá. Pero vuelve ya tu pensamiento hacia el dios, y deja que yo me ocupe de los demonios.
Un frasco de ámbar bruñido colgaba de una cadenita que llevaba al cuello. Lo destapó.
—Bébelo íntegro, Melonia.
El líquido era oscuro y dulce, semejante al zumo de uvas con miel, aunque los jugos soporíferos de la amapola lo tornaban acre. Las tres dríadas la contemplaron mientras atravesaba la pradera hacia el Árbol. Quiso llamarlas y pedirles que esperaran, cuando se volvieron y desaparecieron en el tupido bosque. Pero mientras entraba en el Árbol, tras empujar la puerta de madera sobre sus goznes de cuero, sintió que un letargo semejante al de quien cae en la nieve se insinuaba en sus miembros. Hizo un hueco en el lecho de suaves hojas secas y miró el tenue contorno iluminado de la puerta. No podía discernir los objetos que compartían con ellas el Árbol, Cerró los ojos cuando le empezaron a arder, y se entregó a la compañía de las hojas, del aire que olía a corteza, quizá de algún ratón del bosque, y finalmente al espíritu del dios. Le sentía como un fuego. Comprendía ahora por qué sus amigas se sentían acunadas por su calidez. Era como si la rodeara con sus brazos, y por primera vez imaginó su rostro. Rumino. Padre. Dios. Palabras sin sentido para ella, en el pasado: su tribu no pintaba ni esculpía imágenes. Pero ahora, se imaginaba su cara y también su cuerpo, y no le sorprendía que se pareciese a Eneas, el hijo de una diosa, y el más divino de los hombres.
¿Estoy dormida o despierta? Seguramente ningún dormir podría traer sueños tan dulces…
Duermo y espero la llegada del dios.
Pero ahora el miedo… Un ruido lejano como de hojas secas que crujen, un ruido que crece y vibra junto a este mismo árbol… Gritos, golpes… El suelo tiembla. El dios y Silvano luchan por mi. («Silvano tiene cuernos, pero más crueles que los de un fauno…»)
No estaba sola en la habitación. Alguien estaba junto a ella, alguien venido desde la oscura catacumba de la tierra. Sentía el calor de su cuerpo; le oía respirar. Y luego, en su sueño, se materializó a su lado, visible en la penumbra. Cada uno de sus rasgos era del dios, de Eneas. La felicidad abrió sus pétalos en su corazón. El dios ha vencido. Tendré un hijo, tendré un hijo…
En sueños, le llamó:
—Rumino, dame un hijo con tus mismos rasgos, los de Eneas. Le cuidaré hasta que sea un hombre, y le haré el señor del bosque.
Él se arrodilló: ella sintió el roce de su calidez. El cuerpo de Melonia anhelaba las manos del hombre, pero él la eludía.
Algo glacial se interpuso entre ambos. No es bastante. Me ha visitado, pero aún no ha soplado su espíritu en mi matriz. No me considera digna de su amor. No tendré un hijo, ni varón ni hembra. Este es el terror mayor. No el asalto de Silvano, sino el rechazo del dios.
—Por favor, por favor —exclamó—. ¿En qué te he ofendido? —El grito irrumpió a través del sueño. Despierta, esperando, yacía sobre las hojas tibias, pero sentía un frío que sólo un fuego podía disimular.
Una figura se movía ante el contorno luminoso de la puerta. No pudo discernir su forma, ni siquiera oír su respiración, hasta que se le acercó. ¿Rumino o Silvano?
—¿Quién eres? —dijo. Y luego repitió, con brusca furia—: ¿Quién eres? ¿Por qué me rechazas?
El silencio la envolvió como una nube de hojas caídas.
—¿Silvano?
Buscó el alfiler que llevaba en el pelo. ¿Sentirían dolor los dioses?
—Melonia.
La voz tenía el ritmo profundo dé las olas y la dulzura de un pájaro marino que llama a su pareja.
—Alción —exclamó—. Por un momento te tomé por Silvano.
Se estiró hacia él, cogió su mano, le atrajo a un lado, y apoyó la cabeza en su hombro. Los brazos de él la rodearon tan suavemente como el musgo entibiado por el sol, pero olía a mar, a sal y a espuma, y no necesitaba hablar de viajes hasta las Islas de los Benditos ni de batallas donde los hombres eran héroes y no demonios. Muy alto, en las ventosas mesetas de Troya… La pérdida del dios le parecía poco en comparación con la llegada de Eneas. Pero su hijo, su hijo…
—Alción, creo que el dios me visitó, pero no me dio un hijo. Lo sé… Ya lo sé. Me ha dejado el dolor del vacío.
—Melonia, no hay ningún dios. Ninguno que venga a este árbol. Los dioses viven en el Olimpo, o debajo de la tierra, o en el mar, y a veces nos visitan, verdaderamente, y recibimos su bendición o su maldición, como ellos quieren. Pero Rumino, creo, jamás, se acerca a tu pueblo. Por lo menos aquí.
—Pero si no es el dios… ¿Qué dices, Alción? Alguien engendra nuestros hijos… ¿O es Rumina quien siembra la vida en nuestros vientres?
—No. Melonia.
—¿Quién entonces?
—Los faunos…
La verdad le mordió las entrañas como los viscosos cangrejos del borde del mar. Las dríadas del norte, las que amaban a los faunos, caídas y aborrecidas… ¿eran entonces iguales a ellas mismas? Naturalmente que sí. ¿Por qué jamás lo había pensado? Su miedo al Árbol reflejaba una duda secreta…
—Como Mischief…
—Sí.
—Y uno de ellos trató de acercarse mientras yo dormía. Y tú me protegiste. Esos fueron los ruidos que oí en sueños.
—Eran tres. Ascanio me ayudó a romper unos cuantos cuernos, y ahora custodia la puerta.
—Me hubiesen poseído mientras dormía, uno tras otro, como animales.
—Sí, como animales. Pero también los animales pueden amar. Yo vi a una loba morir de pena cuando los cazadores dieron muerte a su compañero. Los faunos te hubiesen poseído con lujuria y no con amor… Pero Bounder, ¿acaso no era mitad animal? Y sin embargo te quería. ¿Habría sido tan terrible que te hubiese hecho el amor?
—Cuando me besó, sentí ira y miedo, pero sólo al principio. Y después quise que tú me besaras.
—Y yo quería más que un beso. El contacto de los labios es un acto de amor, pero los labios son sólo una mínima parte del cuerpo viviente. Aun en el Mundo de las Profundidades, nuestras almas visten un cuerpo, y las almas no pueden tocarse sin esta vestidura. Cuando me casé con Creusa, yo no tenía veinte años, y ella acababa de cumplir los quince, y ambos éramos vírgenes. Yo era experto solamente en las artes de la guerra: estábamos asustados y nos sentíamos torpes, y todo el tiempo nuestros parientes reían y gritaban junto a la cámara nupcial. Pero a mi manera desmañada le hice el amor, y perdimos nuestros recelos, y fuimos uno, y Ascanio nació de esa unión. ¿Puede alguien como él nacer de un acto maligno?
—Yo sé cuánto te ama —respondió ella suavemente— y cuánto lamentáis ambos a Creusa. Tienes un hijo maravilloso.
—¿Piensas que Creusa y yo éramos animales sin amor?
—No, Alción.
—Y Dido. A ella la amé con un hambre oscura, con poca dulzura y mucho dolor. Pero no con maldad.
—Ella fue honrada por tu amor. Tú le ofreciste la vida y eligió la muerte, indecorosamente.
—Era infeliz; confundía la primavera con el verano y hubiese querido detener la clepsidra, o borrar la sombra del reloj de sol. Ahora debo dejarte, Melonia. Espera un rato antes de abandonar el Árbol, y luego podrás decir a tus amigas que has olvidado tu sueño. No serás la primera que no da a luz un hijo después de la visita del dios.
—Pero jamás volveré aquí para que alguien como Mischief me posea en la oscuridad.
—Entonces entrégate a plena luz a alguien que posea tu corazón antes de solicitar tu cuerpo. Habrá otros como Bounder.
—Él era un hermano para mí. Ahora lo comprendo.
—Habrá otros hombres que no serán tus hermanos… ¿Quizá mi hijo?
—¡No!
—Melonia, no eres justa con él… Te quiere mucho…
—También yo. Pero siempre estaría pensando en otra persona.
Eneas dejó escapar un breve suspiro de perplejidad. Ella no podía verle en la oscuridad, pero sí imaginar la frente contraída por la duda. Después de todo, en relación con las mujeres era un niño. A Melonia le pesaban sus diecisiete años. En el tiempo en que una flor se abre, había aprendido la verdad sobre el Árbol y también sobre su propio corazón. Y sin embargo, era Eneas, y no ella, quien se había quedado sin palabras. El sabio Eneas, que conocía los corazones de los hombres y podía guiarles a través del tiempo y de los peligros, era tan ignorante del corazón de las muchachas como un fauno.
—Alción, tonto, tonto, ¡es a ti a quien quiero!
—Ah —respondió él, lleno de angustia—. Creusa me amó, y también Dido, y ahora son cenizas… Traigo la muerte a las mujeres que amo. Quizá sea una maldición lanzada por Afrodita cuando mi padre reveló su unión con ella en el bosque.
—Tu maldición se quedó en Cartago, o cayó al mar durante alguna tempestad. Pero en alguna parte la has perdido, y no me siento de ninguna manera amenazada por ser reducida a cenizas. Es verdad que mi madre murió a causa de un rayo, pero tenía noventa y siete años, y yo sólo diecisiete.
—Tengo que construir una ciudad. Y tú estás obligada a vivir en un árbol.
—Constrúyela en la desembocadura del Tíber… Con una alta muralla, por supuesto, para alejar a los leones, y yo me acercaré siempre que pueda.
—¿Y desafiarás la furia de Volumna?
—¡Que Silvano se lleve a Volumna! Quizá le haga bien… Alción, ¿no me quieres? Si es así, no me enojaré. Nunca me pediste que te amara. He vivido en el Bosque Errante toda mi vida… ¿Qué le puedo ofrecer al héroe de Troya, al viajero fabuloso, aparte de tejer un tapiz o una túnica? Podría también reparar las velas de tus naves, o pintar sus cascos. Y sé tocar la flauta mejor que Mischief, y cantar con tanta dulzura, y más alegría, que el ruiseñor. Y puedo leer manuscritos egipcios y griegos, aparte de los textos latinos. ¿Sabes, Eneas? Y aprendería rápidamente las habilidades más importantes de una esposa. —Él la miraba con creciente asombro, ella estaba segura—. Me refiero por supuesto a la cama, y a todas las artes que pueden hacer que un hombre la prefiera a cualquier otro mueble. —Había leído esas cosas en los manuscritos, atravesando de prisa esos pasajes: ahora tendría que releerlos, con ojos estudiosos—. No soy nada comparada con las reinas que has conocido. Creusa, la madre de tu hijo, o Dido, con sus ojos de asfalto ardiente. Pero Bounder me dijo que era bonita. ¿Lo soy, Alción?
—Bonita es una palabra para margaritas… Tú eres un jacinto, que las delicadas manos de Perséfone han impulsado milagrosamente a través de la tierra.
—Me gustan las margaritas. Son mucho más hermosas y sensibles de lo que piensas. Pero se que querías hacerme un cumplido. ¿Quieres besarme, Alción? Me gustaría empezar a practicar. De lo contrario, podríamos chocar con la nariz.
—Si te beso, olvidaré mis años y mi maldición, y te haré el amor como un animal y como un hombre. Nos viste, a Ascanio y a mí, cuando nos bañábamos en el Tíber. Dijiste que nuestros cuerpos desnudos no te asustaban. ¿Era verdad?
—Me parecieron hermosos, como te dije. Y me gustó que fueran tan distintos del mío. Y también me gustó ese órgano del que tanto se envanecen los machos.
—En Dardania oí un dicho que mi padre oyó de Afrodita: «El amor es una libélula». ¿Sabes qué quiere decir, Melonia?
¿Por qué ese hombre enloquecedor continuaba hablando cuando podía usar sus labios para besarla? Pues bien. Ella devolvería cada imagen con otra hasta que se cansara de la poesía y recordara que los poemas no crean el amor, sino el amor los poemas.
—Que viene rápidamente y por sorpresa.
—Y que también puede irse con la misma rapidez.
—Todo se va —respondió ella—. Y vuelve. Cuando me tiendo a dormir en la época del Sueño Blanco, estoy segura de que me despertaré apenas las hojas nuevas comiencen a brotar. Y cuando me duerma en el último sueño, esperaré despertar en ese lugar que tú llamas el Elíseo y encontrar allí a mi madre y a Bounder. Y a ti. ¿Puedo decirte lo que eres para mí? —Y cantó:
«Pájaro de la luna,
oh alción
que te elevas del mar de mica
más allá del abismo de la noche:
desciende
y cúbreme de plata
con tu espuma lunar.»
»No es mío, por supuesto. Mi madre me enseñó esa canción, y yo agregué “alción” en lugar de “gaviota”. Pero creo que ya basta de poesía, querido Alción… ¿Nos imaginamos que vamos a nadar en el Tíber? —Melonia se quitó la túnica por encima de la cabeza y la arrojó a las hojas. La siguieron los alfileres, los brazaletes y las ajorcas, hasta que sólo le quedó la redecilla de pórfido del pelo, que lanzó a través de la habitación como una guirnalda marchita—. ¿Vienes a nadar conmigo, Alción?
—Sí —susurró él.
Melonia abrió la puerta tan bruscamente que saltó de sus goznes de cuero y el sol inundó el interior, convirtiendo la desnudez de Eneas en un esplendor de bronce.
—Melonia, alguien podría vernos.
—Mis hermanas aprenderían mucho si nos vieran. Y también los faunos.
—Pero mi hijo…
—¿Cómo llegó al mundo? Seguramente él no cree en los árboles sagrados…
El jacinto, fatigado por su largo ascenso a través de la tierra morena y por el esfuerzo de abrir sus pétalos, sueña sobre el rocío y bajo el sol… Dormir, soñar, ¿no es acaso suficiente?
¡Atención! Alas que zumban…
SEIS
Ascanio estaba sentado al lado de un tocón habitado por las hormigas que, junto con las enredaderas silvestres, ocultaba la entrada del túnel al Árbol Sagrado. Esperaba, con un poco de envidia, a su padre. ¡Qué oportunidad maravillosa para pasar por un fauno!
—Simplemente me voy a cerciorar de que está bien —había dicho Eneas—. El interior de un árbol puede ser un lugar amenazador cuando se espera a un dios y el dios tiene otros planes.
—Pero, padre —repuso entonces Ascanio—, ¿qué cosa mejor podría ocurrirle a Melonia? ¿Por qué no engendras en ella un príncipe? ¿Qué ocasión sería más favorable?
—¡Fénix! ¡Eso sería una violación! —Su indignación no había logrado ocultar su tentación. Ascanio le conocía profundamente. A pesar de su continencia, no tenía menos arrestos que otros hombres; más, si estaba enamorado.
—Llámalo como quieras, pero le harías un favor a esa muchacha. Si cuando se despierta es todavía virgen, te aseguro que se sentirá decepcionada.
—Cuando se despierte, le diré la verdad.
—¿Y por qué no me dejas que yo se la diga? —sonrió Ascanio.
—Porque no confío en tus métodos.
—Qué pérdida de tiempo —se decía ahora Ascanio, en tanto frotaba su mentón magullado, atento a las hormigas, a las abejas espías y a las dríadas envidiosas, entre las hojas recientemente pisoteadas por el combate contra tres vigorosos faunos que habían luchado con sus cuernos, sus garrotes y cuchillos—. ¡Qué desperdicio, qué pena…! ¡Mi abuela jamás lo aprobaría!
Pero entonces regresó Eneas, vacilando como si hubiera trepado desde el Mundo Inferior o, más bien, y a juzgar por su rostro, como si descendiera del Olimpo. Esa misma expresión debía de tener Anquises después de su apasionado encuentro con Afrodita. Parecía tener veinte años, y no veinticinco como de costumbre, y sus ojos eran tan azules que sin duda había robado ese color del cabello color de mar de su madre.
—No necesitas decirme una palabra, padre. Se lo has dicho todo.
Eneas se sentó a su lado. Sólo el brazo de Ascanio le impidió tropezar contra el tocón. Parpadeaba, sonreía, y parecía contemplar, en su mente, algo que le gustaba.
—Me quería. —Su voz era un suspiro—. Fénix, me quería.
—Te oí la primera vez, a pesar del balbuceo. Dirás que te amaba.
—Es posible; me lo dijo. Despertó de una pesadilla, y me echó los brazos al cuello, y ¿qué podía hacer sino consolarla y explicarle la ver-dada acerca del dios? Hablamos largo rato y… y luego quiso que yo le diera un hijo…
—Y pareces sorprendido. Yo lo sabía desde que la conocimos junto al Tíber. No era un hijo mío, ni del dios, lo que quería. Tendré que acostumbrarme a la idea de tener un hermanito, o una hermanita, de pelo verde. Al principio tendré celos, sabes. Estoy seguro de que le malcriarás.
—¿Te he malcriado a ti?
—Terriblemente.
—Quizá no tenga un hijo. Hace mucho que no… Cinco años, desde Dido…
—Eso no se olvida nunca. Es como disparar un dardo. Y a propósito, ¿cómo era? ¿Era virgen?
—Naturalmente.
—Bueno. Una virgen de demasiados años, a los diecisiete. Debe haber sido sobreprotegida por su madre… Lo que quería preguntar es si ella te gustó a ti. A veces chillan y se retuercen justo en el momento más inoportuno, y uno sólo puede pensar que le ha facilitado la tarea al próximo amante.
—Fénix, Rumino debería dejarte sordo por decir esas cosas.
Ascanio no se perturbó lo más mínimo. Sabía cuándo su padre estaba enojado de veras con él, lo que ocurría aproximadamente una vez cada cinco años. Ahora sabía que él quería desesperadamente hablar de Melonia, pero que su sentido del decoro le impediría referirse a los detalles íntimos.
—Pues ya ves que no lo ha hecho. Y tampoco se acercó a Melonia. Vamos, padre. Es mejor que ahora volvamos a las naves, y quizá no seas tan discreto durante el regreso. Después de toda esta larga espera, me gustaría que me contaras algo acerca de tu conquista. Entre los hombres solitarios, ¿puedo recordarte que hace tres meses que no tengo una mujer?, no está mal compartir las alegrías. Podrías hacerlo con tu devoto y casto hijo.
—Esta fue una verdadera fiesta nupcial —respondió serenamente Eneas—. Y tienes razón: no conviene que nos vean las dríadas. Podrían venir a acompañar a Melonia a su árbol.
—¿No corre peligro? Es indudable que los faunos que hemos maltratado se lo dirán a Mischief, y que él irá a decírselo a esa Gorgona, Volumna.
—Pienso hacerle saber a Volumna que considero a Melonia mi esposa y que, si algún daño le ocurre, el árbol de la reina de las dríadas conocerá el hacha.
—Acabas de decírselo, Eneas, Carnicero de Troya, traidor a las mujeres. Y repetiré la pregunta de tu hijo: ¿Cómo se siente el que viola a una virgen?
Volumna se interponía en su camino, tan inmóvil como un árbol y mucho más amenazante. Parecía tener dos veces su altura diminuta. Ascanio nunca había visto a aquella formidable hembra, pero la reconoció por la descripción de Melonia. Ella no hizo el gesto de quitarse del pelo el alfiler letal en forma de abeja. Su mirada y su actitud eran suficientemente agresivas.
—Como te imaginabas, vine a ver por qué Melonia se demoraba en el árbol. Y ya sé la respuesta.
Eneas no era ahora un amante soñador y algo confuso. Era ante todo un rey, y ninguna reina rústica podía intimidarle, ni siquiera en su propio bosque.
—He tomado una esposa, y no contra su voluntad —dijo, en un tono tranquilo desmentido por sus ojos azules, que se habían tornado grises de furia como el Egeo cuando sopla el cuerno del Tritón—. La visitaré cuando lo desee, y ella vendrá a mis naves, y si padece el menor daño… Ya has oído mi amenaza. No es ociosa. Incendiaría una ciudad para proteger a Melonia. Ya lo he hecho antes, por menores motivos.
—Derribar a hachazos unos cuantos árboles es poca cosa para los troyanos —agregó Ascanio. No le gustaba la mujer, y en verdad nadie le había gustado menos desde Dido—. Podemos ser vagabundos, pero el filo de nuestras hachas está bien afilado. Son hachas de guerra. En nuestras naves, algunos maderos comienzan a pudrirse… ¿Te gustaría que los reparáramos con tu encina? Y también podríamos hacer algunos remos nuevos con sus ramas…
Había en ella una alarmante cualidad de araña. Parecía capaz de escupir veneno. Quizá era por la forma en que miraba sin parpadear con sus ojos verdes; o por sus mejillas hinchadas como para reunir el veneno en su boca.
—Sólo si las naves os arrastraran luego a merced del pulpo y el tiburón. Sabes que morimos con nuestros árboles.
—Pero no en seguida —respondió Ascanio—. Antes pasaríamos un rato de esparcimiento con tus dríadas… Piénsalo, Volumna… Somos cincuenta varones troyanos, hambrientos de mujer. Feroces machos en celo que aprovecharán toda hembra entre doce y quinientos años, y luego las intercambiarán con sus amigos. Nuestras propias mujeres están un poco deterioradas por el mar, pero vosotras las dríadas os mantenéis jóvenes y hermosas hasta el fin, ¿verdad? Incluso tú misma, Volumna, y debes tener tus buenos trescientos. Casi pienso que te tomaría para mí. Siempre me han gustado las mujeres mayores.
—Vamos, Fénix. Ya sabe lo que pensamos. Creo que Melonia está segura.
—Una cosa más padre. —Ascanio se dirigió a Volumna—: Siempre has sabido la verdad sobre el Árbol, ¿no es cierto?
La mujer le miró estupefacta. Por un segundo casi le dio pena.
—Acerca del túnel, y de los faunos —agregó.
—No sé qué quieres decir… El dios viene y…
—Sí, en la forma de un fauno peludo.
—¡Sacrílego! El dios debería cogerte con sus ramas y estrangularte con tu propio pelo.
—No hagas conmigo el papel de una virgen, Volumna. Mischief nos habló del árbol. Dijo que él mismo había ido muchas veces, y que tanto su padre como su abuelo te poseyeron allí. Y quizá te agrade enterarte de que ambos te encontraron deseable, a pesar de que dormías. Si es que dormías.
Volumna parecía un árbol helado por la escarcha. Sus tres siglos pesaban como la nieve sobre sus frágiles hombros, y parecía aún más pequeña que su estatura. Vacilaba como a punto de caer; Eneas intentó sostenerla, pero se liberó de él. Ascanio pensó: «Es la única mujer que se ha resistido a los brazos de mi padre… Ha de ser más estúpida que un cíclope, si esto es posible.»
—Os narraré una historia —dijo en una voz como la del viento entre las hojas secas.
—¿Verídica? —preguntó Ascanio.
—Ay, sí.
—Padre, no confío en ella. Pienso que intenta retenernos mientras llegan sus amigas.
—Juro por el seno nutricio de Rumina que he venido sola y que nadie me ha seguido.
—Cuéntanos tu historia —dijo Eneas.
—En los tiempos antiguos, mi pueblo vagaba feliz y sin temor por los bosques y se mezclaba con los faunos. Luego, la Edad de Oro se fue con Saturno, y la Edad de Plata cayó sobre nosotros tan imperceptiblemente como la niebla de la noche. Pero también la plata es buena. Los faunos eran entonces mucho menos bestiales. Ociosos como siempre, pero alegres y, si lo deseaban, gentiles. Eran los únicos varones en esta región: los centauros no habían regresado de su peregrinación al oriente, y les tolerábamos como amantes, cuando no como maridos. Yo era entonces una niña, y desconocía la procreación y la lujuria. Sólo sabía de un peligro: el rayo.
»Eso fue antes de que llegaran los leones. Siempre había habido osos y lobos, con quienes vivíamos en armonía. Jamás les heríamos. No temamos dardos ni ponzoñas. Cazábamos animales pequeños con nuestras redes y cultivábamos hortalizas. Si la comida escaseaba, dormíamos el Sueño Blanco.
»Una noche estábamos reunidas en el claro, entre nuestros árboles, celebrando el festival de Rumino y Rumina. Era la primavera, y el aire olía a clavo y a bergamota. Bailábamos la danza del Despertar de la Primavera, y la voz de las flautas ocultaba todo otro sonido. De pronto aparecieron entre nosotros unas criaturas señoriales de piel velluda y nobles melenas. Nunca habíamos visto seres parecidos. ¿Habían descendido de la luna, para unirse a nuestro festival, o ascendían del reino de Proserpina? Habríamos compartido con ellos nuestra fiesta, nuestros vinos y nuestros quesos.
»Pero era otro el alimento que buscaban. Mi madre y yo estábamos cerca de nuestro árbol. Ella era muy fuerte, y temía por mí. Usó su flauta como una daga y la hundió en la garganta del león que la había asaltado. Este rugió de dolor, se apartó de ella, y ambas nos refugiamos detrás de nuestra puerta de roble. Las demás dríadas fueron menos —o más— afortunadas. Ninguna escapó. Incluso mi madre se había lastimado la espalda al caer, y sólo vivió un año. Juntas visitamos a los faunos y trocamos gemas por alimentos. (Con sus hondas y sus empalizadas lograron aprender a contener a los leones.) Mi madre me enseñó a tejer y a leer manuscritos, y a percibir a los leones a cien metros, y luego murió y me dejó, cuando era aún una niña, ante la larga soledad de ser la única dríada y la única hembra en el Bosque Errante. Hubiese querido morir, y pensé en destruir mi árbol. Pero los faunos, en apariencia, se apiadaron de mí. Yo tenía un amigo llamado Shag-Coat, de tres años. Es decir, dieciocho de nuestros, o vuestros, años. Los faunos creen como las cabras a que se asemejan. Me enseño lo que mi madre ignoraba, cómo extraer el veneno de un insecto ponzoñoso, y cómo armarme con dardos y alfileres.
»—Eres tan buen amigo, Shag Coat —le dije—. ¿Cómo podré pagarte? Te haría una túnica, pero jamás la usarás. O remates de plata para proteger tus cuernos.
»Él se rió.
»—Todavía no es hora, pequeña. Espera.
»Pasó otro año y cumplí los trece.
»—Ahora sí puedes pagarme —me dijo—. Ve a encontrarte conmigo en el Árbol Sagrado del dios que tú llamas Rumino, y que nosotros conocemos como Fauno. Y cierra la puerta tras de ti para que no te ataquen los leones.
»Le aguardé entre la oscuridad y las hojas, y él llegó por el túnel.
»—Shag Coat —exclamé—. Tenía miedo sin ti. Pensaba en los leones, y sólo deseaba abrir la puerta y correr al sol.
»—Ya no necesitas tener miedo —respondió.
»Se rió y se apoderó de mí sobre las hojas. Era muy fuerte, y su olor a almizcle me embriagaba. Luché hasta que tuve las manos cansadas y magulladas. De nada sirvió: me poseyó sin darme siquiera un beso.
»—Ahora me has pagado —dijo—. Y pronto verás el regalo que te he hecho.
»Poco después me sentí embarazada. Di a luz una hija, y pensé: “La mataré”. Pero la diosa me habló en un sueño:
»—¿Y destruirás a tu raza? Tu hija debe tener otras hijas. Desprecia a los faunos, pero utilízalos para tus propios fines, así como ellos te han utilizado.
»Finalmente, cuando creció, yo misma la llevé al Árbol, y le di zumo de amapolas para nublar sus sentidos. Le dije que un dios la visitaría, porque no quería que supiese la verdad. ¿Puedes comprender esto, Eneas, el carnicero? Ninguna de mi pueblo supo nunca la verdad.
—Sería mejor —respondió Eneas— que la supieran, y eligieran.
—¿Y de qué sirve elegir entre un fauno y otro? Son prácticamente iguales. Animales que caminan como los hombres.
Eneas le tocó suavemente el brazo.
—También existe el amor —le dijo—. Algunos de mis hombres quieren esposas.
—Antes preferiría acostarme con un fauno.
SIETE
Ascanio estaba sentado con su padre. Los troyanos Niso y Euríalo, el barbado y el imberbe, se apoyaban uno contra otro a la luz de la hoguera, y no parecían advertir las caras ansiosas de las mujeres. Estas aparentaban tener sesenta años a los treinta y cinco, porque se acordaban de un caballo de madera, de unas llamaradas como dragones, de un rey apuñalado y una reina conducida a la esclavitud. Los hombres mayores podían pasar por piratas, con su piel bronceada y quebrada como lona aceitada aunque los quince años pasados con Eneas dotaban a sus ojos de una luz especial.
Mischief daba vueltas en torno del fuego. Sus pezuñas hendidas se movían tan ágilmente como los pies de una bailarina y su flauta dejaba oír una melodía cristalina. De pronto se detuvo, frente a Eneas.
—Mi rey.
—¿Sí, Mischief?
—¿No quieres cantar para nosotros? Hay una canción en tu corazón. No está bien que la mantengas prisionera.
Ascanio se apresuró a reiterar la petición de Mischief. También él sabía de esa canción y quería participar de la música de que había sido excluido a la tarde.
—Sí, padre. No has cantado desde que llegamos a esta comarca. Yo templaré tu lira.
Eneas sonrió y movió la cabeza.
—Es una canción privada.
—¿Habla de amor? —preguntó Euríalo.
—Sí.
Euríalo y Niso se miraron y dijeron al mismo tiempo:
—Cántala para nosotros, entonces.
Eneas se puso de pie y cogió la lira de manos de Ascanio. Comenzó a tocar, tan suavemente que las cuerdas apenas parecían moverse. No parecía imponerles un sonido, sino liberarlo. Luego cantó, y su gente le miró con la adoración que sólo reciben los dioses. Creían que era hijo de Afrodita, pero le habrían adorado igualmente si su madre hubiese sido una doncella de la cocina. También Ascanio le amaba, pero con la dulce familiaridad de quien le tenía por amigo antes que como padre, y como padre antes que como dios, con un amor que muchos jóvenes casquivanos ignoran y no podrían comprender.
La señora de las abejas
«Cornalina, esmeralda y crisoprasia,
topacio verde y limón,
ágata como el musgo, malaquita como el humo,
y serpentina.
Estas eran las joyas que usaba;
y pájaros de pórfido
para que sus cabellos no vieran; y cálida
sobre su pecho,
calcedonia.
Acanto, lavanda,
Jacintos azules y púrpura,
Narcisos y plumosos tamariscos.
Estas eran las plantas que cultivaba;
y clavo de olor y columbina,
y bergamota silvestre
para perfumar el ámbito;
y para sus capullos, frágiles como abejas,
nomeolvides.»
Nadie habló. ¿Qué podían decir los mortales cuando un dios cantaba? Guerreros endurecidos en el combate lloraban abiertamente junto a los montones de velas. Un fantasma de belleza destelló en los rostros, azotados por el mar, de las mujeres, que habían conocido otros ámbitos y otras flores.
Eneas no estaba triste. Había cantado una alabanza. Había hablado de hoy y no de ayer. Tranquilamente sonreía, porque ya no necesitaba recordar.
Como sí la canción la hubiese conjurado, Melonia emergió de los árboles al círculo iluminado por el fuego.
Eneas se adelantó y la trajo frente a sus amigos. Ella se acercó sin timidez y le escuchó decir:
—Me habéis seguido durante quince años. Algunos de vuestros amigos han muerto por mí, y aún tenemos por delante tiempos peligrosos. Pero así como sois mis amigos, sedlo también de Melonia, mi amada y mi esposa.
Los hombres se pusieron de píe y permanecieron inmóviles, y Melonia caminó entre ellos, con su aroma de corteza y de bergamota, y hasta la cara de Mischief pareció adoptar una breve nobleza. Euríalo, el enamorado, dijo:
—Señora de las Abejas, elegida por el hombre a quien amamos con un amor sólo inferior al que nos profesamos mutuamente, Niso y yo te ofrecemos nuestras vidas.
Una mujer, tan arrugada como ladrillo cocido al sol, que había sido la doncella de la reina Hécuba, anunció:
—Troya ha encontrado una segunda reina.
—Creo —respondió Melonia— que no hay cosa más dulce en todo el bosque, ni en el mundo de vuestros viajes, ni más allá, que el hecho de que un hombre y una mujer, o dos amigos, se conozcan en cuerpo y espíritu, unidos como una sola llama ante el altar de la diosa. —Luego se dirigió a Eneas—: ¿Podemos hablar, querido mío?
Ascanio trató de apartarse —después de todo, era una llama separada—, pero ella le llamó.
—También tú debes venir, Fénix.
Caminaron al borde del Tíber hasta donde se ensanchaba para encontrarse con el mar. Delfo giraba lentamente en el agua, alerta contra tiburones o galeras cartaginesas.
—No hay tiburones aquí, Delfo —dijo Melonia. Cuando oyó su voz, dejó de girar y se entregó a un merecido reposo.
—Tengo frío —dijo Ascanio, aunque la noche era tibia y en el campamento se habían encendido hogueras para alejar a los leones y para cocer pescado en hornos de arcilla—. Buscaré un manto.
Pero Eneas extendió un brazo en torno de cada uno y les indicó que se sentaran a su lado sobre la hierba.
—Ascanio y yo construiremos nuestra ciudad aquí mismo, un poco más hacia el interior. Tan cerca de tu árbol, Melonia, como esas naves. Cuando quieras dejar tu encina, ven hacia mí. Volumna no osará detenerte.
Melonia miró la superficie del Tíber, iluminada por la luna, y a Delfo, que dormía su sueño, eternamente alerta.
—¿Piensas que lo hará, Melonia?
—No, Alción.
Ascanio se puso de pie.
—La luna es compañía suficiente para vosotros.
—Por favor —dijo la dríada—. Quédate con nosotros. Fénix.
Pudo ver la urgencia reflejada en su rostro. Si esa arpía, Volumna, se había atrevido a amenazar a su padre…
—Fénix, al principio no te quería.
Sintió el alivio como una mano fresca sobre su cara. Supuso que se trataba de la necesidad de la muchacha de confesar lo que la había turbado.
—Lo sé, Melonia. Somos muy distintos, tú y yo. Yo no soy como mi padre. Él es un dios; yo un pirata.
—Nos parecemos más de lo que piensas —respondió ella—. Es verdad que al principio me asustabas, pero no era por eso que no te quería. ¡Estaba celosa! Tu padre te quiere tanto que no parecía haber lugar para mí. Sabes, Fénix, le amé desde que miró hacia mí junto al Tíber. —Hablaba de él como si estuviera en Cartago o en Troya, y no a su lado, con aire de estar más asombrado y complacido ante cada una de sus palabras—. No me vio en ese momento. Yo estaba bien escondida entre los árboles. Pero amé su juventud, y también su madurez. Y su alegría, y su pena. Y sentí celos. Pero ahora te quiero como un hijo y como mi amigo. ¿Está bien que tuviera celos de ti, Fénix? ¡He tenido tal tumulto de sentimientos en tan poco tiempo! Como una flor que siente la lluvia, el viento, la nieve y el sol el mismo día. Y conoce el moscardón, la abeja y la mariposa.
—Está bien, Melonia. Tampoco a mí me gustaste demasiado, y sospecho que por la misma razón, aunque me dije que era porque no me inspirabas confianza.
—Todo eso fue en el pasado —exclamó Eneas—. Y ha cesado esta noche. —Se puso de pie y les atrajo a sus brazos y les hizo girar en un gran arco al son de la flauta de Mischief, hasta que rieron y suspiraron al mismo tiempo, y luego ambos se apoyaron contra la columna de su fuerza, que parecía capaz de resistir toda amenaza del hacha o del fuego.
—Os quiero, os quiero —dijo riendo—. Mi hijo y mi esposa. Y nadie, arpía, guerrero o reina de las dríadas, nos separará jamás.
—Te olvidas del tiempo —respondió Melonia.
—¡Desafío al tiempo!
—Sin embargo, es hora de que me vaya.
Eneas la miró con sorpresa.
—¿Irte?
Ella dejó escapar una voluta de risa. Le era difícil mentir. No engañaba a Ascanio. Y si engañaba a su padre, sólo era porque lo había embriagado con su aparición.
—Sólo por la noche, querido.
—Pensé que pasarías la noche conmigo.
—Tengo necesidad de mi encina. Mañana, cuando haya descansado y recibido su influjo…
—Hay leones en el bosque. Fénix y yo te acompañaremos a tu hogar.
—No. Estoy más segura sola. Yo huelo a árbol, no a carne. Pero Fénix me acompañará hasta la linde del bosque. Tengo que contarle un secreto.
—¿Que me ocultarás a mí?
—Sí, porque te quiero.
La muchacha cogió la mano de Ascanio y le condujo tras de ella. Él no iba de muy buena gana.
—Pronto te lo enviaré de regreso. —Vio la incertidumbre en la cara de su padre, y también su inagotable alegría. A la luz de esa luna anaranjada, era la cara de un muchacho, apenas conmovido por las dudas y la tristeza de la madurez, pero juvenil en su infinita capacidad de esperanza. La noche cura, el sol trae la renovación y la expectativa.
—No volveré —le dijo a Ascanio apenas estuvieron lejos del alcance de su oído, separados del campamento por delgados olmos que parecían dríadas danzando a la luz de la luna—. No puedo volver. Volumna me amenaza con quemar mi árbol.
—¿Para matarte? —preguntó Ascanio.
—Sí. Vino a mi casa con algunas de sus amigas y me llamó. «Ven con tu tejido, Melonia», dijo, y me obligó a mirar mientras entre todas apilaban leña y maleza contra el tronco. «Sólo tendré que golpear un pedernal y todo el árbol arderá como una columna de fuego.»
—¿Y no puedes encontrar otro árbol?
—No. La encina donde nací morirá conmigo, o yo con ella. Pero Volumna me hizo una promesa.
—¿Cuál?
—No golpear el pedernal si yo, a mi vez, le hacía una promesa. No volver a ver a Eneas.
—Por supuesto que volverás a verle —exclamó Ascanio, echando mano a su daga, sintiéndose a la vez hijo y guerrero—. Sólo debemos apoderarnos del bosquecillo y salvar tu árbol. Hasta podríamos hacer que fueras la reina.
—Pero algunos de vuestros hombres morirían. Tenemos algunos venenos, ya sabes. Y somos ágiles. Y todo mi pueblo moriría antes de abandonar su árboles. Sí, probablemente podríais apoderaros del bosquecillo. Los faunos, sin duda, os ayudarían. Nunca nos han querido, excepto dormidas. Pero yo viviría entonces entre cadáveres. ¿Crees que quiero perder a mi pueblo, Fénix? Podría irme, y lo haría feliz, si mi sangre fuera roja, como la vuestra. Pero condenar a muerte al resto de las dríadas, nunca.
—No merecen otra cosa.
—No las conoces. Algunas son mis amigas. Más queridas que Bounder, e igualmente inocentes. ¿También quieres que ellas mueran?
Sí, lo quería. Le parecía que había sólo dos clases de dríadas: Melonia y Volumna. Y sus supuestas amigas eran como su reina, ¿por qué, si no, le permitían gobernar? Pero sabía que ése era uno de sus defectos: su rapidez excesiva para encolerizarse y juzgar sin separar el ámbar de las plantas marinas.
—¿Eso quieres, Fénix?
—No —murmuró.
—Dile a tu padre… Oh, Fénix, le gustan las palabras hermosas, y yo no puedo pensar en ninguna. Sólo que me hizo feliz que viniera a estas tierras, y se acercara a mí en la Encina Sagrada. Habló de una maldición; pensaba que podía hacerme daño. Y bien. Así ha sido, pero no me importa. ¿Has visto alguna vez esos lirios sedosos que los centauros cultivan en sus jardines? ¿Y que riegan, y cubren de musgo cuando hay tormenta? Son bonitos, y graciosos como jacintos, pero no encontrarás en ellos un sentimiento de sinceridad. Si. cortas una flor, ¿qué crees que piensa la que está a su lado…? «Me alegro de que no fuera yo.»
»También yo le he hecho daño a tu padre. Pero estaba lleno de viejas heridas. Quizá, con el tiempo, no me verá como una nueva herida, sino como un emplasto de albahaca y espino, que al principio arde y luego alivia el dolor.
Le rodeó con sus brazos y le besó en la mejilla, y sintieron la casta comunión de amar al mismo hombre, y de amarse menos por sí mismos que por la persona a quien amaban en común, aunque de no ser por Eneas podrían haber sido amantes.
—Es tanto más agradable besar a un hombre que a una mujer… Y especialmente a mi hijastro. Vuelve ahora al lado de tu padre. No dejes que me lamente. Abrázale. Tú sabes cómo le gusta. Dile que me entristeceré si le sé triste. Yo no soy uno de esos lirios malvados. Ya no. Y pase lo que pase, no le permitas que me siga. Volumna me permitió venir: le estará esperando.
Sintió amor hacia ella, y amargura al pensar en lo que Melonia estaba obligada a perder. Su padre tenía el sueño de la nueva Troya… Pero ella ¿qué tenía?
—¿Dónde está Bonus Eventus?
—Dormido en alguna flor, me imagino. Me despertará por la mañana.
—Pero dijiste que morirá en el otoño. ¿No te sentirás sola sin él, sin Bounder, sin mi padre?
—Y sin ti, Fénix. Pero el Sueño Blanco me aliviará un poco. Y además, he aprendido a esperar. Vuelve al lado de tu padre. Y no le dejes moverse del campamento.
—Esta noche le mentiré. Mañana pondré una droga en su vino. Y si es necesario me sentaré sobre su pecho con un palo hasta que le haya hecho comprender.
—Llevo en mí a su hijo —dijo Melonia.
—Es demasiado pronto para saberlo.
—La diosa me lo ha dicho.
Por una vez, Ascanio creyó en su diosa. Quizá Rumina era otro nombre de Afrodita.
—Fénix.
Ascanio se detuvo al borde del bosquecillo.
—¿Sí, Señora de las Abejas?
—Viviré largo tiempo. Cuando seas un hombre muy…, muy viejo, y tu padre haya muerto, seré casi como soy ahora. La ciudad que él va a construir… quizá no sea la definitiva, quiero decir, la segunda Troya, predestinada por los dioses. Pero en su hora, esa ciudad ha de existir aquí, y de algún modo pienso que viviré para verla. Quizá quién sabe, ayudaré a consagrar su suelo o a poner la primera piedra. Pero, sea como fuere, cuidaré a los hijos de los hijos de tus nietos, y te prometo que jamás deberán temer nada del bosque, ni de los leones, ni de las reinas vengativas.
Y luego le dijo una última cosa extraña.
—Después de todo, se me ocurre algo que decirle a tu padre…
—¿Qué, Melonia?
—El amor es una libélula.
NOTA DEL AUTOR
Por favor, que nadie me acuse de hacer contemporáneas a Roma y Cartago; la culpa es de Virgilio, mejor poeta que historiador. Mucho le debo por el fondo general, no histórico, de mi relato, aunque los amores de Eneas y Melonia son puramente una invención. Melonia, incidentalmente, reaparece como heroína en mi cuento Where is the Bird of Fire? (¿Dónde está el Pájaro de Fuego?). Es allí la amada de Remo, y cumple su promesa de ayudar a construir la «segunda Troya».
Pido perdón a la sombra de Dido por el poco halagüeño retrato que hago de ella. Es una de mis reinas favoritas (las mujeres hermosas y condenadas de antemano me resultan irresistibles, como lo fueron para Edgar Allan Poe); sin embargo, la he mostrado a través de los ojos de Ascanio, y sentí que él la habría mirado con malos ojos por tratar de reemplazar a su madre.
Los poemas citados en la narración me pertenecen, y se reimprimen con permiso de The North Carolina Quarterly y de Cornucopia. En cuanto a la frase Sólo la noche cura ha sido tomada en préstamo de un poema de H. D., quien, incidentalmente, me ha dado también el título de ¿Dónde está el Pájaro de Fuego?