Podría haber sido de esta manera: el Get de Moolkri-Mawkri aterriza en una nave espacial más rápida que la luz, parecida a una alcachofa, en las afueras de Jackson, Mississipi.

Según esta versión, Mawkri reúne amorosamente a su alrededor su Get-racimo en tanto que Moolkri adopta la forma de un hombre. El Get ha estudiado todos los programas de TV de la Tierra mientras estaban en órbita, y selecciona para Moolkri una persona promedio, que no es demasiado alta, ni demasiado simétrica, ni demasiado dyezhnizt (esta expresión de su lenguaje se refiere a la proporción entre la circunferencia media y la superior). El Get está satisfecho con la apariencia de Moolkri, pero igual les resulta gracioso. Ríen mientras él sale de la nave espacial a explorar.

Moolkri ha asimilado bien la sabiduría de la TV y sabe cómo conducirse en forma adecuada a su cuerpo. Engancha sus «pulgares» en el «cinturón», cruza un puente desierto y camina por la calle saturada de luz y totalmente deshabitada.

A Moolkri no le parece inusitado que no haya nadie mirando los brillantes escaparates de las tiendas. No tiene una comprensión muy clara de lo que es usual o desusado para los seres humanos. Es de noche, tarde, y por esto un ser humano, o al menos alguien procedente de una ciudad que no sea Jackson, podría encontrar curioso que todo estuviera tan brillantemente iluminado. Por el contrario, alguien humano encontraría raro que con tantos bienes ofrecidos a los compradores no hubiera a la vista una sola persona. Moolkri no piensa que esto sea extraño. Sabe que las calles a veces están desiertas y a veces no; que a veces están iluminadas y a veces oscuras; en cambio ignora que desierto y bien iluminado no son realmente términos compatibles; pero también es cierto que es mucho lo que ignora acerca de la Tierra.

De manera que Moolkri camina y se bambolea al modo de los pistoleros, sus «guardamontes» rozando uno con otro, y su «pañuelo» brilla junto al «cuello». Pasa por delante de la Farmacia Popular Con Descuentos y la New York Boutique de Bette, y el Ashram de Todas las Religiones de la Yazoo-Jackson Consolidada. Mira los escaparates. Lee un anuncio dactilografiado acerca de un terrier australiano perdido; inspecciona un maniquí negro, desnudo y sin manos, que espera el retorno del decorador de escaparates la mañana siguiente, para que le ponga las manos y el vestido de noche. Todo es interesante para él, y en la nave espacial Mawkri y su Get charlan excitadamente y sin temores mientras reciben sus impresiones.

No sólo su visión es activa; también el oído, aunque los datos que recibe por medio de este último sentido no aportan gran cosa que le parezca digna de mención. No hay voces ni pasos. En lo alto se oye el ruido de un motor, que identifica fácilmente como el de un helicóptero. Está demasiado lejos para preocuparse. No comprende que vigila la ciudad, alerta a la aparición de seres humanos en las anchas calles iluminadas. No escucha el mensaje radiofónico que el piloto del helicóptero transmite a tierra. En la nave espacial el resto del Get podría haberlo oído, y en efecto se registró la señal radiofónica originada en las cercanías, pero no asociaron el mensaje con Moolkri.

Luego el coche blanco y negro se desliza silenciosamente por la esquina. Sólo viene un policía. No esperaban tumultos ni locos asesinos, apenas algún ladrón ocasional o alguien que tiene la esperanza de emborracharse. Moolkri escucha al patrullero. Primero oye el suave ronroneo del motor, y el susurro de las llantas y luego, sólo en el último momento, antes de que se detenga a su lado, el balido de la sirena. Se vuelve para mirar. El joven policía salta afuera.

—¡No se mueva de donde está! ¡Manos contra la pared! ¡Separe los pies! —No lo dice exactamente así: su acento huele a campo, pero Moolkri no está preparado para percibir las diferencias idiomáticas regionales. Moolkri se rinde. Es infortunado, pero está bien. Estaba dispuesto de antemano a sufrir la violencia humana, en el caso de tener que enfrentarla, desde que aceptó la misión exploratoria. Parece ahora que no retornará al Get, pero no le importa. El Get continuará. No se siente en peligro. Sólo siente furia, y su furia vuela decisivamente, por medio de sus sentidos cuarto y séptimo, a través del mundo, hacia el cielo.

En la nave espacial Mawkri se lamenta. El Get, atemorizado, la rodea. Ella deseaba extender su maternidad a este planeta, que la había rechazado. Era una lástima porque, entre otras cosas, esto significaba para ella el fin del intercambio sexual por el resto de su vida. No protesta; simplemente lo lamenta.

Moolkri abre todos los accesos táctiles que se ha molestado en conectar para percibir por completo al policía. Observa estímulos que identifica como dolor, calor, desorientación corporal, frustración de la realización sexual, mientras la mano del policía invade los espacios de su cuerpo. No hay nada en los «bolsillos»; Moolkri no había pensado que era preciso poner algo allí.

Por curiosidad (su curiosidad está superdesarrollada, por eso está allí) Moolkri aumenta su percepción del sonido y, mientras traduce fácilmente su inglés de pájaro-carpintero, oye al policía que pregunta por radio si se busca a un individuo blanco no identificado que circula a pie, de unos cincuenta años, calvo, de ojos azules, barba blanca, un metro setenta, vestido con un traje de cowboy y sin cicatrices visibles.

Escuchar esto es pura curiosidad por parte de Moolkri; no puede afectar los resultados, porque ya ha sufrido la violencia. Espera pacientemente, y no mucho tiempo. Oye la comunicación del cuartel: no se busca a un individuo de esas características. El policía le dice que se puede marchar. Moolkri añade a su archivo un nuevo dato, por pura minuciosidad: la violencia ha desaparecido. Ahora el archivo está completo. Nada más se agregará.

El policía le advierte que no camine solo por la ciudad de noche, y menciona el riesgo de que le roben o hieran. Regresa al coche, vacila, y dice luego con un saludo de oficio y media sonrisa:

—Que lo pase bien en Jackson.

Pero ya es demasiado tarde.

Las guardias orbitales automáticas ya han reaccionado a la comunicación de violencia de Moolkri, como estaban programadas para hacer. La nave espacial, con Mawkri y el Get, se eleva chillando en el cielo. Y empiezan a caer las primeras rompeplanetas, y un infierno de fusión florece y estalla. Las ciudades se desmoronan al mar que ya hierve. Mawkri, la madre, ha castigado la ofensa.

Es el fin del mundo de los seres humanos; sólo queda una masa informe de roca fundida.

Y también podría haber ocurrido de esta otra manera:

Todo el Get de Moolkri y Mawkri permanece en órbita y lanza al planeta las órdenes de la madre. ¡Deben ser obedecidas bajo pena de destrucción!

¡Órdenes para los seres humanos!

¡La alternativa son las rompeplanetas y el fin del mundo!

En esta versión, el Get se abstiene prudentemente de aterrizar. Después de un cuidadoso estudio de todas las transmisiones de radio y televisión, decide efectuar en el espacio una ardua tarea maternal. Traza un plan y exige al mundo que lo cumpla. Deberán presentarse en la nave, desarmados y dispuestos al diálogo, seis representantes de la humanidad, uno por país: China, Estados Unidos, Suecia, Rhodesia, Brasil y la Unión Soviética.

En esta versión el Get también ha estudiado cuidadosamente todas las transmisiones FM de la Torre de Tokio, de la GPO de Londres y de las cadenas americanas. El Get opinaba que en su mayor parte eran sumamente divertidas, pero de cualquier modo las habían descodificado en señales visuales y auditivas, analizando luego su sentido y sus implicaciones.

Moolkri y Mawkri están de acuerdo en que este planeta tan complicadamente cómico debe ser puesto bajo la maternidad de Mawkri, y estudian los métodos de manipulación que las personas y las naciones utilizan entre sí. Conocen la costumbre humana de dar el ultimátum. De aquí las órdenes lanzadas desde el espacio. No conocen otros determinados hábitos humanos. Les coge de sorpresa que, finalmente unidas para un propósito común, las seis naciones que poseían la capacidad de construir proyectiles nucleares conferencien por sus líneas secretas, establezcan un momento y disparen simultáneamente contra la nave espacial de Moolkri, Mawkri y el Get.

Del conjunto de proyectiles resultante, uno, un Minuteman III americano, lanzado en frío, destruye la nave, con el Get, Moolkri y Mawkri a bordo, y así concluye el primer contacto entre su pueblo y el nuestro.

Existe, sin embargo, una versión más cálida y que contiene más amor.

En esta versión Moolkri dice:

—No creo que podamos confiar en esas criaturas. Ni pienso que debamos revelarnos por medio de la comunicación o para imponerles nuestra voluntad y nuestra ayuda. Dejemos enfriar esto mientras reflexionamos.

Esto provoca ciertas resistencias, particularmente de la fiscal y de la impulsora del Get. Esto era correcto y justificado. Era su función proceder así. La fiscal tenía como misión debatir todas las posiciones de abogado del diablo que nadie deseaba realmente defender, y era excelente para ello. La impulsora (que no recibía ciertamente esa denominación, pero muy pocas de sus palabras se parecen a las nuestras) debía ocuparse de hacer que las cosas ocurriesen. Siempre urgía a la acción, de modo que nada deseable dejaría de ser hecho simplemente porque nadie se ocupaba de hacerlo ocurrir. Sin embargo, en esta versión, Moolkri prevalece sobre el resto del Get, de modo que se quedan en órbita mientras una cantidad de micrófonos y aparatos espía hacen un estudio hasta la saturación de una pequeña zona del planeta, cerca de Arcata, California.

En esta versión Moolkri se torna consciente, como no le había ocurrido nunca durante su protegida vida en el Get-racimo, de que el universo es una diversidad de cosas. Oh, sí, habían visto otras razas. Habían viajado durante muchos años subjetivos, mientras el Get nacía, crecía y maduraba; estaban ahora cerca del final del viaje y del momento en que el Get debería retornar al hogar para dispersarse y aparearse. Pero estos bípedos eran extraños. Algunos peludos, otros calvos. Desde el punto de vista del esqueleto, eran muy parecidos (aparte de malformaciones o amputaciones ocasionales), si bien diferían en tamaño y peso. Sus fragancias, según informaban sus aparatos espía, se extendían a una amplia variedad de frecuencias ósmicas, en su mayoría poco agradables.

Pero era sobre todo en su conducta que los bípedos exhibían la más asombrosa diversidad. No se trataba sólo de que un bípedo fuese distinto de otro, ¡sino que el mismo bípedo podía conducirse de formas distintas en momentos diferentes! Encontraron una que era claramente una impulsora; una hora más tarde ¡se había transformado en una empatizadora!

El análisis semántico de sus comunicaciones era igualmente desconcertante. Parte de los bípedos estaban agresivamente orientados hacia el cumplimiento de una misión.

—¡Soy una mujer, no una muñeca! —Arrojaba al mismo tiempo un cesto de papeles contra el macho acostado en la cama—. ¡Tengo dentro de mí veintidós años de rabia a causa de este rollo maternal que me has impuesto! —Daba un portazo.

Moolkri escuchó este registro cinco veces seguidas para estar seguro de que lo comprendía, asombradísimo, porque pocos minutos antes parecía que esa pareja se preparaba para procrear.

Parte de los bípedos desempeñaban roles, es decir, que sus misiones eran asignadas a partir del contexto.

—Por favor, señores. —Notoria expresión de los labios y los ojos, llamada «sonrisa»—. Todos saben que bajo el sistema americano mi cliente tiene derecho a la presunción de inocencia. —Los ojos se volvían directamente a la cámara de televisión—. Pueden ustedes juzgar este caso en sus periódicos, y no digo que eso esté mal. Tienen derecho a la libertad de expresión, ¡y yo apruebo ese derecho!, pero será el Estado de California quien decidirá si mi cliente es inocente o culpable, y no ustedes. —Decisivo movimiento hacia arriba y abajo del mentón y la cabeza.

Ninguno del Get comprendía esto, y se agitaban y murmuraban en el racimo. La fiscal propuso la inmediata aniquilación del planeta. Nadie estaba de acuerdo, pero… ¿cómo era posible que vivieran esas personas?

En la raza de Moolkri-Mawkri, la persona no se podía separar de la misión. Ambas cosas eran la misma. Una persona era lo que hacía. Era la necesidad prevista para su misión lo que determinaba cómo una persona debía nutrirse; y la naturaleza de sus aptitudes lo que decidía a quién se seleccionaba para cumplir un propósito dado. No había en el Get nada semejante a una personalidad escindida. Nadie estaba descontento con su vida. Moolkri no podía desempeñar un rol, porque estaba moldeado de una forma específica. No podía cambiar su imagen, porque era su imagen.

El Get de Moolkri-Mawkri provenía de un planeta de la estrella Proción, azul-blanca y ardiente. Era un astro peligroso y mortífero, y sólo las densas nubes húmedas de su atmósfera impedían que la radiación cauterizara a todo el mundo al nacer. Para ellos, los humanos eran físicamente repulsivos. Los humanos no poseían garras armadas ni cilios vibrátiles. Los humanos sólo tenían doce sentidos, no diecinueve, y dos de ellos («dolor» y «calor») les parecían ridículamente carentes de importancia a los miembros del Get. El Get se arracimaba, entrelazaba los ganchos que rodeaban sus bocas, se tocaba los espiráculos, y mutuos y cariñosos murmullos restablecían la seguridad. (Ellos ignoraban que fueran cariñosos: no conocían una forma de relación que no lo fuese.) Temblaban de aprensión ante las cualidades físicas de los humanos. Los humanos les parecían deformes.

Por supuesto, incluso el Get no alcanzaba en ocasiones la perfección física. Moolkri mismo tenía un defecto de nacimiento que dañaba su segundo sentido. Su mejor evaluador carecía de un miembro, por lo que no sería jamás un reproductor (y tampoco querría nunca serlo). Pero todos los miembros del Get poseían la capacidad de cambiar de forma a su arbitrio, poder de que aparentemente carecían los humanos, condenados a habitar para siempre los cuerpos en que nacían, sin otra modificación que los elementales recursos mecánicos que utilizaban para reemplazar los dientes o mejorar la vista, o las pinturas y sustancias aromáticas que algunos humanos empleaban para mejorar su apariencia. Esto, al Get, le parecía un terrible castigo.

Trataban, sin embargo, de no juzgar. Habían visto otras razas y, comparadas con ellos mismos, consideraban que ninguna era particularmente atractiva, y que en su mayoría eran espantosas.

Al este de Arcata la carretera se enrosca alrededor del pie de las colinas y salta por encima de los ríos. Hay allí un largo y bajo edificio de madera. Algunas ventanas están cerradas con listones. Tiene más de cien años de antigüedad, y su historia está escrita en sus cicatrices. Todo el día pasan a su lado los camiones cargados con troncos que descienden de las montañas Klamath, en cumplimiento de la erradicación sistemática, a largo plazo, de los bosques de pinos gigantes. Tres de esos camiones perdieron el control y se lanzaron contra uno u otro sector del edificio durante los últimos treinta años.

Nadie quiere vivir en ese edificio; sería como vivir en el bolo número uno en una bolera. La galería está recortada en el ángulo nordeste: un tractor diesel de 800 caballos se llevó la parte que falta en 1968. El tronco de tres metros de diámetro que transportaba le arrancó la cabeza al conductor, y todavía se pueden ver las manchas.

El letrero en el frente de la casa pone:

Centro del Valle de Klamath

para el Desarrollo del

Potencial Humano

Uno de los aparatos escucha había zumbado por los alrededores durante más de siete días, catalogando a las criaturas humanas así como el resto de la fauna de la región (libélulas, polillas, conejos, veintitrés clases de pájaros, cuarenta de reptiles y anfibios, y microorganismos sin cuento). Había dieciséis humanos que se encontraban jugando a un juego.

El Get comprendía los juegos. Les gustaba jugar. Hasta comprendían los juegos destinados a aumentar la consciencia. En realidad, eran los únicos que jugaban, aparte de los atléticos, como esquivar obstáculos o cantar con los cilios vibrátiles. Descubrieron el nombre del juego humano. Se llamaba «maratón de fin de semana». Esto no significaba nada para el Get, pero su contemplación era en sí un deporte para espectadores. El racimo se situó en tal posición que cada uno de sus varias veintenas de miembros podía ver claramente uno u otro monitor. Estudiaban las imágenes que les transmitía su aparato espía con cierta empatía y alegría, por primera vez desde que llegaran a esta lamentable estrellita del tipo G.

Algunos aspectos del juego les resultaban particularmente ridículos. No amenazantes, sino divertidos. A su modo, se reían sin parar. (Ignoraban que varios de sus aspectos habrían sido también ridículos para la mayoría de los humanos, aunque no fueran necesariamente los mismos.)

Por ejemplo, había un juego en que quince jugadores entrelazaban sus brazos y unían sus caderas, mientras que el número dieciséis, gimiendo y luchando, trataba de penetrar en el grupo. ¡Qué absurda parecía la idea de que un grupo tratara de excluir a un miembro! En otro juego, un macho de cuarenta y un años de edad lavaba sus calzoncillos en un cubo, mientras los demás le rodeaban acuclillados, en círculo, y le dirigían palabras de aliento y ternura. (Él mismo lo había manchado unos minutos antes, en un acceso de pasión, mientras lloraba y se retorcía.) El simbolismo de este juego era perfectamente evidente para el Get, que no se reía, sino que respondía con alegría y comprensión.

Otros juegos, en cambio, turbaban inmensamente al Get.

El grupo se entregaba frecuentemente a un juego llamado psicodrama. En uno de sus episodios, dos humanos se ponían frente a frente, en el ring.

—Soy tu esposa —decía ella alegremente—. Te estoy castrando. —Luego su voz se tornaba amenazadora—. ¡No eres un hombre de verdad! Si lo fueras, me pegarías hasta dejarme llena de moretones.

—Quiero hacerlo —gemía el jugador macho—. No puedo, no puedo.

—Entonces, te dejaré —chillaba la hembra.

—No debes, no —rogaba el macho.

El Get se movía incómodo. Se comunicaban temerosamente, se apretaban unos a otros. No podían apartar la vista de los monitores. Se sentían muy mal, en una forma que no habían experimentado antes. Escuchaban con enfermiza fascinación la traducción de las palabras.

—¡Mátala, Ben! —gritaban los circunstantes, alrededor del ring—. ¡Abandónala! ¡Eh, Ben, golpéala con el bat de plástico!

¿Abandónala?

El Get temblaba. No podían encontrar ninguna empatía en la situación. Incluso sus empatizadores estaban estremecidos de miedo. ¿Cómo una pareja de reproductores podía planear una separación? ¿Cómo podía ser eso?

Para el pueblo de Moolkri y Mawkri una cosa así era imposible. No porque fuera una costumbre o una reglamentación; era una ley natural. Cuando un plantador de semilla, como Moolkri, irrumpía en una maduradora de huevos, como Mawkri, la fertilización asumía la forma de una especie de reacción alérgica. El resultado era, por esa vez solamente, un Get.

La irrupción desempeñaba algo más que una función meramente reproductora, como la penetración sexual entre nosotros. Pero la biología era distinta. En el primer encuentro sexual, cada uno de los miembros de la pareja desarrollaba antígenos específicos. Sin ellos no podían tener descendencia. Y nunca podían tener una relación sexual con otro ser. Los antígenos producidos por cualquier apareamiento con otra persona causaban una muerte inmediata, llena de dolor y pústulas.

Por lo tanto no había verdaderamente moralidad sexual entre los miembros del Get o los congéneres de su planeta. Era un mundo de un solo encuentro, un planeta Cenicienta. Cuando el príncipe descubría que Ella Era la Única, vivían juntos felices para siempre, o en caso contrario no vivían felices. O no vivían. No tenían la opción de la promiscuidad. Una sola fuente de placer sexual, una pareja vitalicia.

Y por supuesto, sólo una vez producían un Get. Las irrupciones posteriores, si bien proporcionaban gran entretenimiento, no eran fértiles. Pero como un Get estaba constituido por unos 500 individuos (la mitad moría en la primera media hora) la raza continuaba creciendo.

De modo que el Get estaba aterrorizado y disgustado, y algunos se sentían físicamente enfermos ante los vicios que esos ejemplares exhibían. Los médicos del Get estaban frenéticamente ocupados en atender a los miembros del racimo que se descomponían, cuando ellos mismos no se sentían demasiado mal.

La gente de Moolkri y Mawkri no era mejor que los seres humanos. Su primera reacción fue la revulsión total y el deseo de destruir, como un niño de cuatro años que ansia pisar a una araña. Sus garras colectivas temblaban junto a las amarras de las bombas rompeplanetas, cuando uno de los menores del Get, y normalmente de los más silenciosos, dijo, casi sollozando:

—Pero no pueden hacer otra cosa.

A través de una ventana deformada, ambas partes podían verse con mutua extrañeza. Los humanos les parecían raros al Get de Moolkri-Mawkri. Consideremos ahora lo curioso que podría parecemos a nosotros el Get.

«No pueden hacer otra cosa» era un concepto que ninguno de ellos había oído antes.

Charlaron asombrados un rato. Mientras lo hacían, las garras se retiraron de las amarras de las rompeplanetas. No pueden hacer otra cosa. Era un pensamiento tan extraño que parecía excusar casi cualquier perversión, incluso la promiscuidad. Más tarde, un observador que examinaba incansablemente la escena, exclamó:

—¡Mirad lo que están haciendo!

Todos callaron y miraron los monitores que seguían transmitiendo fielmente lo que ocurría en el Centro del Valle de Klamath para el Desarrollo del Potencial Humano. Y encontraron una empatía que no esperaban.

Un ángulo del edificio era un cobertizo agregado, de chapa metálica y fieltro asfáltico, que cubría una piscina.

Más de un siglo antes, unos hombres llenos de hambre y esperanzas habían construido un canal y un pequeño lago artificial para buscar pepitas de oro. No encontraron muchas, pero insistieron durante dos décadas. Cada uno de ellos había ensanchado y profundizado el canal y la piscina.

El oro había desaparecido. Los geólogos rastrearon el torrente hasta sus fuentes y arrancaron la roca aurífera de donde se desprendían las pepitas, pero la piscina seguía estando allí. El Centro revistió de cemento el fondo, puso un techo y colocó un sistema de calefacción. Ahora el agua se mantenía a la temperatura del cuerpo (eso le gustaba al Get, porque le recordaba el hogar) y en ella los dieciséis humanos, sin otra cobertura que su piel, jugaban y se apelotonaban en las aguas amnióticas. También esto le gustaba al Get, porque le hacía recordar su propio racimo. El nombre del juego que la gente jugaba en el agua era flotar. Desnudos, tocándose, formaron una cadena.

—Pásanosla —decían los de un extremo. Los del otro extremo cogieron a una humana y la impulsaron. Ella, pasiva y relajada, mitad flotando y mitad sostenida, era acariciada de mano en mano a través de la cálida piscina.

El Get susurraba. Era casi como un Get-racimo, el apoyo y las caricias. El juego era casi una invitación a unirse, y quizá no era culpa de los humanos si carecían de ganchos alrededor de la boca y de espiráculos, para poder unirse adecuadamente.

—No pueden ser totalmente malos —pensó en voz alta el pequeño miembro del Get. Y habló por todos los demás.

—Creo —dijo Moolkri, mientras le pedía apoyo a Mawkri con una mirada— que deberíamos estudiar mejor a este pueblo. No sé qué hacer.

—No podemos quedarnos demasiado tiempo —advirtió un recordador.

Todos sabían que era cierto; habían pasado largo tiempo viajando. El Get maduraba, y ya era hora de que regresara al hogar y buscara pareja.

Sin embargo, todavía no podía partir. Necesitaba aprender más. Los aparatos escucha estaban atareadísimos, y los espías remotos aplicaban sus sensores electrónicos al mundo de la sociedad humana (Washington, Moscú, Pekín), el de la ciencia humana (Arecibo, Tyuratam-baikonur, la Luna), y el de las relaciones humanas (dormitorio, cuarto de baño, autobús). Mientras miraban, ocurrieron muchas cosas. Estalló una guerra, en una parte del planeta que ningún miembro del Get habría considerado que valiera la pena de una lucha, aparte de sus grandes reservas de hidrocarburos líquidos. («Cuán fácilmente se habrían podido transportar a cualquier otro lado», se maravilló un comentador.) Sin embargo, murieron decenas de miles de humanos. Millones fueron heridos, asustados o perjudicados de alguna manera. Esta parte del asunto divirtió al Get. Era tan tonto. («Pero me pregunto si a ellos les parecerá divertido», dijo, riendo, el pequeño.) El hambre y la sequía afectaron grandes regiones de tres continentes. El Get observó con curiosidad esa mortandad masiva, sin comprometer sus emociones. Después de todo, estaban acostumbrados a que la mitad de sus vástagos muriera antes de que el resto estuviera suficientemente crecido para limpiarse por sí mismos.

Apagaron entonces los espías remotos, regresaron a los aparatos escucha, se arracimaron y pensaron antes de hablar.

—Los seres humanos —dijo el miembro del Get a cargo del resumen— son claramente autodestructivos. Es lo que su «psicología» denomina su «instinto de muerte». Librados a sí mismos, se destruirán por completo.

—Eso no tiene sentido —repuso el vástago pequeño. (Moolkri le dio un mordisco juguetón y parcialmente disciplinario)—. No, hablo en serio —prosiguió el pequeño—. Actúan como si fueran a destruirse. Pero, ¿sabéis? No lo hacen. Nunca lo han hecho.

Un juzgador respondió:

—Eso es verdad.

Y un teorizador agregó:

—Tal vez lo que es casualidad para nosotros no lo sea para ellos.

Este concepto sembró la consternación en el Get, pero parecía ajustarse a los hechos.

—¿Qué haremos? —preguntó Moolkri—. No tenemos mucho tiempo. Mawkri ha dejado de aceptar irrupciones. Se acerca al momento de su muerte, y yo tampoco debo de estar lejos.

—Os echaremos de menos —dijeron simultáneamente varios miembros del Get, apenados por ellos mismos y no por sus padres—. Pero entonces debemos tomar una decisión.

Un miembro encargado de formular propuestas dijo:

—Tenemos diversas opciones. Podríamos exterminarles… —Todos respondieron con movimientos contráctiles que significaban «no»—. Podríamos ayudarles a ser más parecidos a nosotros, ¿pero cómo? No puedo ofrecer propuestas en este sentido. —Hubo entonces movimientos temblorosos, que indicaban la incapacidad de responder, e instaban por lo tanto a proseguir—. Y también —continuó— podemos dejarles en paz.

—Es poco, es poco —murmuró el Get.

Pero el juzgador intervino.

—No me parece. Sigamos escuchando.

—Podríamos irnos sin ulterior intervención —continuó el encargado de formular propuestas—. Dejaríamos uno de nuestros aparatos espías en órbita, programado para retornar al hogar. Y entonces, si uno de sus aviones algún día lo encuentra, y si así lo desean, podrían reencontrarnos. O no.

Mawkri exclamó débilmente:

—¡Pero una madre debe cuidarles!

—Mawkri —respondió el encargado de formular propuestas—. Tus cuidados nos han dado la vida. Pero los humanos no son como nosotros. Deben cometer sus propios errores, si quieren hacerlo. Es así como aprenden.

Y el juzgador confirmó esto, meditativamente:

—Es así como aprenden. Nada podemos hacer para ayudarles. Sólo podemos desearles lo mejor… y esperar.

De manera que la nave espacial semejante a una alcachofa giró sobre su eje, absorbió todos sus satélites menos uno y se retiró hacia la constelación de Canis Minor. Ni un ojo, ni un interferómetro, ni un Schmidt les vio partir.

Existe todavía otra versión, según la cual el Get de Moolkri-Mawkri nunca alcanza la Tierra. De hecho, jamás sale de su planeta natal, como tampoco ningún otro miembro de su pueblo. Todos los Gets en desarrollo se agitan estrechamente abrazados en densos nidos húmedos de enredaderas hasta que maduran y buscan pareja. ¿Tecnología? Sí. Crean tecnología. Estudian el funcionamiento de su propia biología celular y aprenden a producir medicamentos, y a mantener viva a la mitad del Get que de otra forma moriría. Aprenden a domesticar las intrincadas enredaderas y finalmente a vivir sin ellas, porque no queda en su mundo suficiente espacio para ninguna clase de vida excepto la suya. Aprender a horadar la superficie de su planeta para conseguir más espacio y a dirigir el disperso calor de Proción hacia máquinas capaces de construir nuevos nidos. Inventan una especie de plástico, hecho con sus excrementos, sus cuerpos, cuando mueren, y los elementos simples de las rocas, y crean con él nuevos espacios vitales. Nunca se lanzan al espacio. Nunca alcanzan las estrellas. Nunca llegan a la Tierra. Viven para siempre (o hasta que esta versión termine) encerrados en su pequeño mundo, y nada de lo que ocurre en otros lugares tiene nada que ver con ellos. No matan ni perdonan, no ayudan ni confían. Y tampoco reciben de otros estas mismas acciones.

¿Pero para qué sirve una vida que jamás se mueve para tocar otra? ¿No sufrir, no ayudar, no sentir, ni siquiera ver? No. Esta no es una versión muy interesante. No la escucharemos nunca más.