17 de julio.
Querida Annie:
Probablemente no debería escribirte estas líneas. De todos modos no creo que las dejen pasar, y si Otto llega a descubrir esta carta, es imposible predecir cuál puede ser su reacción. La isla ha estado totalmente aislada durante una semana. Ignoro lo que te habrán dicho o lo que le dirían a la gente, pero ten la seguridad de que todo lo que hayan contado es mentira. Parece que aquí nadie quiere enfrentarse con los hechos, exceptuando quizá a Díaz. Cada vez se ve con más claridad que la reacción de Otto es la de un intransigente ordenancista. Esta mañana ha dispuesto una especie de inspección militar en las cabañas de la playa adonde nos trasladamos al día siguiente del incendio. (En realidad no son sino unas cuantas chozas desperdigadas en una escondida caleta que, andando, está a pocos minutos de donde estaba el hotel.) Otto nos hizo alinear en la blanca arena, frente a los alojamientos, lo más uniformados que fue posible. Esto tenía sus dificultades, pues algunos perdimos en el fuego casi todo lo que poseíamos, y hasta que no nos manden nuevos uniformes blancos, más parecemos una banda de chicleros que un Cuerpo de Investigación Médica. No parecía que Otto estuviese muy satisfecho. Estuvimos en pie y con un sol que abrasaba mientras él examinaba todo lo que nos quedaba. Dijo que era una precaución contra las cucarachas. (Díaz asegura que las cucarachas de la isla fueron exterminadas hace veinticinco años, pero Otto demuestra que tiene sus dudas. Como es lógico, todos sabemos a lo que él teme.)
No me explico por qué seguimos obedeciendo a Otto. ¿Tal vez por costumbre? ¿Quizá por temor? Y no soy el único que piensa que nuestro jefe puede estar hondamente afectado por la tensión del momento. Lo cierto es que los médicos que ocupan puestos administrativos en la Organización Mundial de la Salud no siempre son dignos de crédito. Al doctor Stewart, a quien yo supuse que le habría acongojado la pérdida del inestimable instrumental de laboratorio, no parece que le haya afectado mucho. Consiguió salvar algunos objetos y los llevó a lo que queda de lo que era el sótano del hotel. Ahora espera que llegue el nuevo equipo que, según él, le ha prometido el cirujano general, por lo que, por lo menos aparentemente, se le ve más satisfecho que antes. Es el miembro más veterano de nuestra misión (edad alcanzada, 102 años), y sólo anoche le oí que hablaba muy excitado con uno de sus ayudantes sobre la oportunidad que se presenta «una vez en la vida». Por lo que sé de Stewart, dudo que su ironía fuera intencionada.
Éste es nuestro decimoquinto día en la isla. Los nativos —pescadores y trabajadores del cocal, que viven aquí— nos han abandonado por completo desde la noche del incendio. En realidad nos tratan como a parias, como a leprosos, si aún recuerdas algo del viejo mundo. Es como sufrir una cuarentena dentro de otra cuarentena. Afortunadamente la isla es bastante grande y quedamos apartados del centro, en el extremo nordeste, además de los casi cuatro kilómetros de poblado monte que nos separan de la principal ciudad, de Santa Teresa. Mientras los lanzamientos aéreos de suministros que nos envía la ONU no se interrumpan, creo que no habrá problema alguno en cuanto al agua y la comida…
Annie, voy a infringir el reglamento y te revelaré algunos detalles de lo que sucedió antes de que saliésemos de Nueva York. El punto principal del Convenio establece que todo informe sobre «muerte natural» debe investigarse, sin importar la fuente, lo que significa que al menos media docena de expediciones como la nuestra se llevan a cabo todos los años, y siempre con el resultado de encontrar una falsa alarma después de otra.
En la mayoría de los casos una nueva autopsia demuestra que los funcionarios médicos no han podido curar una intoxicación accidental o un trauma con asfixia, y entonces el pánico se apodera de ellos. Por razones fáciles de comprender, las autoridades civiles quieren que mantengamos en lo posible el secreto, pero desde el punto de vista médico esto no es más que pura rutina.
Mi nombre encabezaba justamente la lista de guardia en la Sección Iso cuando llegó el primer SOS desde esta minúscula isla frente a la costa de Yucatán. Como ya te he dicho, nadie se alteró demasiado, pero actuamos con rapidez. Se creía seguro que estaríamos de regreso veinticuatro horas después. Nuestro helicóptero descendió en el extremo norte de la isla Caracoles a las diez y cuarto de la mañana, hora local. Al mediodía se extendió por todo nuestro grupo, como un rayo láser, el rumor de que al menos dos muertes habían sido confirmadas como «no accidentales». No se trataba, pues, de una falsa alarma, y por vez primera en casi cuarenta años algo había fallado respecto a la inmunidad.
Mi reacción inmediata (y hasta me duele decírtelo, Annie) no fue de miedo, y ni siquiera sentí curiosidad, sino una especie de frío gozo, ya que si la isotopía desempeñaba algún papel en los diagnósticos, sabía que se me nombraría en los informes finales, lo que seguramente llamaría la atención de personalidades influyentes en los círculos gubernativos más importantes. ¿No te parece terriblemente inhumano todo esto, Ann? Nunca le hemos dedicado muchos comentarios, pero tú y yo sabemos que las oportunidades que tenemos de conseguir un certificado familiar son casi nulas, a menos que yo pueda ascender a una Comisión de Segunda Clase el año que viene o poco después, y he concebido algunas esperanzas de hacerme una reputación en la investigación pura, pues en las demás actividades son tantos los adscritos que resulta difícil hallar un campo adecuado o contribuir en algo nuevo. Creo que debí haber nacido a comienzos del siglo XX, viviendo mi propia vida antes de la Congelación. Claro que sólo habría deseado eso de haber estado tú conmigo, amor mío. Claro que en ese caso sólo habríamos vivido juntos unos pocos años, mientras que ahora, cuando te digo que te amaré siempre…
Cuando aterrizaron los helicópteros de carga empezamos a trasladar nuestro pesado equipo a las habitaciones vacías del primero y el segundo piso del viejo hotel para turistas, adonde hace muchos años que no había ninguno, naturalmente, pero el Gobierno mexicano mantenía un grupo completo de personal nativo, por lo que el hotel no estaba totalmente en ruinas. Esterilizamos en seguida el edificio de arriba abajo, e hicimos que trajeran los dos cadáveres desde el pequeño dispensario de Santa Teresa.
Otto convocó una reunión a las once de la noche en el grande y redondo salón de baile de la planta baja. En total éramos cuarenta y seis, y contando también al doctor Miguel Díaz Ramírez, el funcionario médico local, un hombre de aspecto juvenil (E. A. 57 años), de rostro blanco y pequeño bigote. Procedía de Veracruz y lo había destinado a la isla su Gobierno para un período de diez años. Fue Díaz quien descubrió a los dos fallecidos de muerte natural en una choza del extremo sur de la isla, al pie de un cerro que los nativos llaman Monte Itzá.
A los cadáveres, atados en un lecho protético de ruedas, los llevaron al salón de baile y los colocaron en un estrado que había en el centro. Otto, Díaz y el doctor Stewart se sentaron en el estrado y los demás abrimos unas sillas plegables y nos sentamos formando un desigual semicírculo a su alrededor. El ambiente pareció que estimulase la vena dramática de Otto, quien se acercó hasta el borde de la plataforma, dirigió una mirada a los muertos como si estuvieran en una tumba y luego, lenta y deliberadamente, miró como si quisiera abarcar toda la escena. Cuando habló, había un raro temblor en su voz, por lo común tan firme y segura.
Primero nos dio las gracias por la eficaz labor de equipo que habíamos realizado hasta entonces, y agregó que tendríamos que superarnos en los difíciles días que se avecinaban. Luego respiró hondamente y dijo: «La mayoría de ustedes sabrán, sin duda, que el diagnóstico inicial hecho por nuestro colega, el doctor Díaz Ramírez, lo han confirmado los doctores Stewart, Rappell, Chiang y el que les habla. Parece que no hay ninguna duda de que nos hallamos ante dos casos interrelacionados de trauma microorgánico. Por alguna circunstancia que habrá que determinar, la Inmunidad Polsaker de estos hombres ha fallado —en apariencia no hubo reversión de la incipiente degeneración de los tejidos—, y los dos sujetos sucumbieron por efectos de lo que parece —y debo señalar que la conclusión está pendiente de una autopsia mucho más completa— algo muy similar a lo que se conocía como “pulmonía atípica” o “vírica”.» Otto hizo una pausa, a fin de observar el efecto de sus sensacionales palabras en el auditorio. Entonces a alguno se le escapó la risa, y como fue mal reprimida se oyó perfectamente.
Siguió un silencio impresionante. Otto enrojeció de ira, y todos miramos indignados a su alrededor para ver quién había sido el de la risa. Pero lo cierto, Annie, es que tuvo que ser alguno de nosotros. Habíamos estado trabajando todo el día en medio de una tremenda tensión, sin la menor idea de lo que teníamos entre manos; corrieron rumores sobre ciertas hipotéticas mutaciones de un raro parásito tropical…, y Otto nos hablaba de una pulmonía por virus, una enfermedad que ya no figura en ningún texto de Medicina. Según la Teoría de la Inmunidad Permanente, hay tantas probabilidades de que una persona contraiga hoy ese tipo de dolencia como de que sea atropellada en la calle o muera de «vejez».
Durante el breve momento de silencio que reinó antes de que Otto pudiera recuperar el dominio de la situación, eché una mirada a los demás ocupantes del estrado. Quería ver cómo se tomaban la cosa los doctores Stewart y Díaz. Stewart tenía el gesto preocupado de costumbre, y dudo de que se enterase siquiera de la interrupción. Su mirada estaba clavada en un punto del techo, justamente sobre la cabeza de Otto. Díaz, en cambio, miraba directamente a los dos cadáveres con una de las sonrisas más extrañas que puedo recordar. Daba la impresión de un hombre que hubiera apostado toda su fortuna a que el mundo se terminaría al día siguiente y al que le acabaran de informar que había ganado.
He podido conocer a Díaz bastante bien desde aquel momento, pero entonces para mí sólo era un extraño en una isla de extraños, y en los días siguientes estuve excesivamente ocupado, pues una vez debidamente organizados tendríamos que hacer un centenar de gráficos en los Isógrafos. Además, las otras secciones seguían enviándonos material. Todos trabajábamos de diecisiete a veinte horas diarias. Los únicos que tenían posibilidades de explorar un poco la isla eran los veterinarios, cuya misión consistía en reunir una muestra de la fauna de la isla: jabalíes, venados, iguanas, diversas serpientes y pájaros de la selva, peces de las aguas cercanas y el gasterópodo gigante, que da a la isla su nombre, así como una selección apropiada de los animales domésticos menores del lugar. Los veterinarios informaron que la ciudad de Santa Teresa es bastante antigua, que sus habitantes son reservados, pero no hostiles, y que el resultado de las primeras investigaciones es negativo: la fauna de la isla Caracoles parecía totalmente normal en todos los aspectos.
Habíamos reservado los dos pisos superiores del hotel para viviendas, y yo conseguí una gran estancia que hacía esquina en el último piso, con vistas a toda la zona «turística»: cabañas deshabitadas, dos piscinas vacías, canchas de tenis cuidadas, pero sin redes, un helipuerto, decorativos cocoteros, y todo, viendo su suelo, parecía que lo hubiesen levantado sobre una plataforma de arena lo más blanca y brillante que pueda uno imaginar, y de un lado a otro senderos, cuya gravilla eran conchas trituradas. Donde terminaba la arena, había una caleta de aguas limpísimas cruzada por un primitivo puente de madera. Al otro lado de la pequeña ensenada, comenzaba la falda verde oscura del Monte Itzá. Cada mañana los nativos izaban la bandera verde, blanca y roja de la República de México en un asta que había delante del hotel. Otto les dijo que debajo de la insignia nacional izaran la banderola amarilla de la Organización Mundial de la Salud, con las letras rojas que enunciaban el Primer Postulado de Polsaker: «La muerte es una enfermedad curable».
Mis contactos con los isleños durante esa época se limitaron a una superficial mirada de la criadita que arreglaba mi habitación, a una desmayada sonrisa del soñoliento conserje, y a un breve intercambio de palabras con el único camarero, a quien le gustaba practicar su rudimentario inglés. La mayor parte de los nativos hablan una jerga que no hay quien la entienda, una mezcla de castellano incorrecto y de la antigua lengua maya que han logrado conservar a través de los siglos. Según Díaz, estas gentes se enorgullecen de su «pura» sangre india y aseguran que son descendientes de los mayas que construyeron las ciudades de piedra que aún hay en las selvas de Centroamérica y que abandonaron sin motivo aparente antes de que llegasen los españoles. Lo más notable es que estos indios tienen una asombrosa semejanza con las figuritas precolombinas de arcilla que hay en los museos indígenas.
Pero en otros aspectos resultó que la isla estaba a la altura del siglo XXI. Pudimos confirmar, a través de todas las fuentes disponibles, que los dos hermanos difuntos que estudiábamos, Manuel y María Canche, tenían 61 años él y 59 ella, y habían sido inmunizados el 12 de junio de 1980 en una clínica provisional de Santa Teresa. Significaba que esos dos habitantes de la isla Caracoles fueron unos de los pocos miles de seres que primero recibieron la inyección inmunizadora, fuera de Estados Unidos y de la Unión Soviética. La razón de esta casi increíble buena suerte se debía, según explicó el doctor Díaz, a que el Gobierno mexicano había llevado a cabo sus propias e ilegales experiencias (como hicieron la mayor parte de los gobiernos, a pesar de los términos del Convenio), y luego buscaron lugares alejados, como Yucatán, para realizar las primeras pruebas en seres humanos. Estas pruebas consistían habitualmente en infecciones provocadas en sujetos inmunizados de todas las enfermedades, desde el cáncer hasta el resfriado común. A veces, y en nombre de la ciencia, también se procedía a infectar un grupo que no había recibido inmunización de ninguna clase. De todos modos, resultó evidente que los Canche, los dos difuntos, habían quedado protegidos por la vacuna Polsaker durante casi cuarenta años, y según nuestros conocimientos, la inmunidad debía hacerse más intensa con el correr del tiempo, conforme se realizaba un ajuste entre el huésped y el elemento infrabacteriano.
Dos días más tarde, Otto convocó una nueva reunión en la sala de baile del hotel, y leyeron sus informes los jefes de todas las secciones: Neuro, Radio, Iso, Orto, etc. Ya habían entregado antes sus conclusiones por escrito, y se facilitaron copias a todos los miembros de la Misión, pero Otto quería asegurarse de que estábamos al corriente de lo que acontecía. Todos los que intervenían terminaban la lectura abundando casi en el mismo punto: «Se trata de un caso clásico de pulmonía vírica, sin complicaciones».
Al final, Otto se levantó para hacer un resumen. (En realidad era una prerrogativa de Stewart, como médico de más categoría, pero generalmente solía ceder a Otto ese honor.) Otto se aclaró la garganta y miró a uno y otro lado del salón, fijándose en las irregulares filas de sillas plegables, como si las estuviese contando. Aunque no sirviera más que para eso, su postura nos permitió admirar su hermoso perfil; tenía cerca de cincuenta años cuando recibió las inyecciones inmunizantes, sometiéndose, además, a las operaciones estéticas más frívolas —nariz, mentón, cuello, cintura…—, y ahora parece que tenga poco más de veinte años. Y su voz, desde luego, es la obra maestra de la ciencia de un insigne laringólogo. Empezó diciéndonos que habían desaparecido todas las dudas sobre la causa de las dos muertes y que había llegado el momento en que íbamos a tener que enfrentarnos con las consecuencias de nuestro hallazgo. Sólo había dos posibilidades que se debían considerar: o el virus era de una cepa con fuerte poder mutante, tan diferente de todas las demás que la inmunización no podía nada contra ella (en cuyo caso no hubiera reaccionado de modo tan normal a los procedimientos de laboratorio), o bien, el elemento inmunizador había «muerto», dejando a los huéspedes totalmente desprotegidos (lo que estaba en contradicción con la Teoría de la Inmunidad Permanente). En cualquier caso, afirmó Otto, no había más alternativa que volver a examinar todo lo que sabíamos acerca de la inmunidad. Tendríamos que proceder, con fines prácticos, como si nunca hubiéramos oído hablar de los Cinco Postulados de Polsaker. Seguidamente pidió que le hiciéramos las preguntas que creyésemos convenientes.
Un rumor de protesta se había ido alzando por el salón antes de que Otto terminase de hablar. Poco después la mitad de los miembros de la misión estaba en pie, solicitando intervenir. Todos discutían entre sí, y algunos agitaban papeles y gritaban para atraer la atención. Otto trató de restablecer el orden, pero dos de los presentes, jefes de sección, uno y otro, se negaron a sentarse, diciendo y repitiendo que Otto había interpretado erróneamente sus informes. ¡Sí, ellos habían dicho esto y lo otro, pero nunca habrían afirmado ni eso ni aquello!
Bueno, es cierto que yo soy el último que defendería a Otto, pero en este caso se veía claramente que le estaban atacando porque había llegado a unas conclusiones que ellos mismos no tenían el valor de admitir. No sé cuánto tiempo habría durado la discusión, pero cuando el doctor Stewart se puso en pie y levantó una mano para reclamar atención, todos se callaron en seguida, tanto por la sorpresa de verle pedir la palabra como por el respeto que imponía su reputación. Creo que le recordarás, Annie, pues habló en la ceremonia de mi graduación. Tenía cerca de sesenta y dos años cuando recibió las inyecciones, y con su largo pelo blanco y los gruesos cristales de las gafas que todavía lleva, se parece más que nadie, que yo recuerde, a la figura del clásico científico anterior al tratamiento Polsaker, si exceptuamos al mismo Polsaker.
Su voz era más débil y trémula que la de Otto, pero lo que dijo resultó perfectamente claro: «Señores —afirmó—, lo cierto es que nunca hemos sabido demasiado acerca de la inmunidad, aparte de que da buenos resultados. Mientras todo marchó bien, pudimos entretenernos con teorías, postulados y otros ejercicios académicos, pero ahora nos encontramos con una brecha en nuestras defensa, y espero que no será necesario recordarles que está en juego algo bastante más importante que nuestras teorías».
Stewart volvió a sentarse, en medio del más absoluto silencio. Daba la impresión de que iba a terminarse en aquel instante la reunión, pero Otto volvió a tomar la palabra, y dijo que aún había un asunto del que se debía tratar: el alcalde de Santa Teresa le había pedido permiso para hablar ante los reunidos, y estaba esperando afuera, en la antesala. No había forma de eludirle sin cometer una grave incorrección y demostrar que algo marchaba mal.
El alcalde entró en el salón, y Díaz le acompañó hasta el estrado, al que subieron por la escalerilla. Era un hombre muy pequeño, de apenas metro y medio de estatura, brazos largos, grandes ojos oscuros y las hondas arrugas que normalmente surcaban el rostro de los pescadores anteriores a la Perpetuación. Llevaba un arrugado traje blanco, zapatos también blancos, camisa deportiva del mismo color con el cuello abierto, y debajo del brazo derecho tenía un sombrero de paja de ala ancha. Al ver aquella reunión de «profesores» pareció que se desconcertaba, y miró hacia donde estaba Díaz, como si pidiese auxilio. Díaz se le acercó y le dijo algo al oído; el hombrecillo afirmó con la cabeza y luego levantó las manos como si solicitase la indulgencia de los presentes. Inmediatamente empezó una apasionada arenga que duró cerca de veinte minutos, sin una pausa. La mayoría de los integrantes de la misión conocían bastante bien el castellano, pero el alcalde hablaba con tanta rapidez y con una pronunciación tan rara que tuve la impresión de que nadie había entendido nada. Efectivamente, no le habían entendido. Vi que Otto se revolvía en su asiento, pensando seguramente que Stewart le consideraría el culpable de lo que tardaban en volver a los laboratorios. Al fin, el alcalde se quedó sin aliento. Antes de que pudiera soltar un segundo discursito le acompañaron hasta la puerta y le hicieron salir, despidiéndolo con muchas sonrisas y muchos apretones de mano. Previamente Otto le dijo algunas palabras que Díaz le repitió en el dialecto local. Fuese lo que fuese, el caso es que pareció que el hombrecillo se iba satisfecho, y volvió a estrechar más manos antes de desaparecer.
A continuación, Díaz tomó la palabra para explicar lo ocurrido. Según había creído comprender, los habitantes de Santa Teresa estaban ofendidos porque la misión de científicos no había demostrado el debido respeto a las costumbres locales. Nadie sabía cómo empezó la cosa, pero el alcalde se creía obligado a advertirnos que los vecinos de la isla podían negarse a colaborar en el futuro si no veían pruebas evidentes de nuestra buena fe. Su petición era muy sencilla: querían que, con objeto de enterrarles debidamente, se les devolviese el cuerpo de sus muertos. Inmediatamente.
Díaz informó que la isla estuvo a punto, dos años antes, de inclinarse por una «restauración religiosa» que promovió un sacerdote recién llegado de tierra firme, un fanático perteneciente a la secta de los llamados «mayanistas» y que en los últimos tiempos había adquirido influencia en Mérida, la capital de Yucatán. El movimiento florecía combinando un catolicismo romano simplista con extraños agregados del culto de la «edad de oro» maya. Los nuevos creyentes se caracterizaban por su fuerte xenofobia, y no sólo contra los gringos, sino también contra los mexicanos de pura ascendencia española, aseguró Díaz, como lo era él mismo, y contra todo lo que no tuviera un pasado maya. Díaz agregó que en los últimos meses le habían creado muchas dificultades en su trabajo, por lo que recomendaba que se les tratara con la mayor precaución. «No se puede saber de qué son capaces estos indios chiflados cuando les impulsa el fanatismo.»
Lo cierto es, Annie, que hace unas horas estaba hablando con el doctor Díaz acerca de la pasada entrevista, y me dijo que tenía el presentimiento de que podía producirse un desastre; por eso trataba de hacernos ver el peligro que se corría. Estábamos sentados a la puerta de su cabaña, en la playa, a primeras horas de la noche. Comíamos nuestras raciones de la ONU, amenizadas con una botella de tequila que él había conseguido. Desde que se produjo el incendio, Díaz es el único que ha mantenido contacto con los isleños, o al menos con unos pocos de sus antiguos pacientes, quienes le están agradecidos. (Sus dos enfermeras, dos chicas del lugar que estudiaron en Mérida, desaparecieron la noche del fuego, y Díaz no ha logrado saber si se fueron voluntariamente o si las raptaron; ni siquiera sabe si viven.)
Desde donde estábamos, en la playa, yo alcanzaba a ver el pico del Monte Itzá, al otro lado de la bahía, pues la isla Caracoles se curva como una luna en cuarto creciente, con la concavidad hacia tierra, de punta a punta y en línea recta, la isla no pasa de ocho kilómetros. Díaz me dijo que el sacerdote, el padre Chacuán, había instalado una capilla secreta en la falda del monte, pocos meses antes de llegar nosotros. Aunque aparentemente dedicada a Nuestra Señora de las Angustias, Díaz me aseguró que en el templo se realizaban las ceremonias híbridas que prefería el sacerdote, y algo había cuando el benévolo arzobispo de Mérida convino en que era un culto demasiado «mayanista». Según los rumores, la capilla la habían construido junto a las ruinas de un antiguo templo de piedra dedicado originalmente a Ixchell, la diosa maya de la fecundidad. Hubo una época en que toda la isla estuvo consagrada a Ixchell, me dijo Díaz, y las mujeres embarazadas cruzaban el peligroso estrecho en unas frágiles piraguas para recibir la bendición de la deidad.
Ahora, mientras se iba poniendo el sol, veíamos cómo se encendía una luz casi en la cima del monte. Desde que ocurrió el incendio hemos visto esa luz destacándose bajo el cielo. «Están celebrando el triunfo de la superstición», dijo Díaz, y arrojó la botella vacía a las aguas fosforescentes, mientras maldecía en español. Seguramente no te he dicho que Díaz lleva ocho años trabajando en la isla, y que un pariente que tiene en el Gobierno nacional le ha asegurado (supongo que esto se consigue más fácilmente en México) que cuando terminen su labor aquí, él y su mujer conseguirán un certificado familiar, ¡para tener un hijo, nada menos!
«Esto es el Purgatorio —me dijo Díaz con amargura, mientras miraba cómo la botella se balanceaba sobre el agua—. Me veo sentenciado a diez años de penitencia en este ignorado rincón del mundo, a fin de tener un hijo y heredero. Y justamente cuando empiezo a entrever el final, llega ese sacerdote y comienza a predicar contra el control de natalidad; un sacerdote, comprenda usted, que ha jurado respetar los términos del Convenio. Y no se limita a predicar una doctrina, sino que exhorta a la gente a que quebranten las leyes. Yo mismo le he oído decir a sus feligreses que sus antepasados, cuando una mujer moría en el parto, la enterraban con los mismos honores que se reservaban para los héroes caídos en la batalla. Muchas mujeres quedaron luego encintas, y cuando vinieron a consultarme y les dije que sus niños no podrían nacer —no me quedaba más remedio, según los términos del Convenio—, me escupieron a la cara y me llamaron asesino de criaturas. Se negaron a dejarse esterilizar y huyeron al monte, y la policía local aseguró más tarde que no las había podido encontrar.
»Desde entonces, el sacerdote proclama que yo soy peor que el rey Herodes, y me he visto obligado a enviar a mi mujer a nuestra casa, pues no sé de qué son capaces estas gentes, además de que mis superiores se niegan a tomar en serio mis advertencias. Ahora mi esposa está en nuestro hogar de Veracruz, con sus gatos, sus pájaros, sus peces y sus tortugas; y todos los días compra algún animalejo nuevo, y me escribe contándomelo, precisando los días que faltan para que yo regrese y me concedan el certificado “con la ayuda de Dios”, como ella dice.»
Díaz entornó los párpados, como si sintiera un dolor insoportable, y terminó diciendo: «Y ahora le abre las cartas algún condenado entrometido de Punta Seca, y sólo Dios sabe lo que le estarán contestando en mi nombre…»
Las estrellas empezaban a aparecer sobre el mar Caribe. Díaz había bebido demasiado, y después de un momento comenzó a decir no sé qué tonterías sobre fugarse. Aseguró que tenía un buen amigo en un pueblecito de pescadores que hay al otro lado de la isla, y que estaba seguro de que podría conseguir una lancha. También dijo que conocía bastante las aguas del canal de Yucatán para llegar a algún lugar deshabitado de la costa de Quintana Roo. Yo le dije que se olvidara del asunto. A primeras horas de la tarde, Otto recibió unas instrucciones por radio de una base provisional de la ONU, establecida en Punta Seca, ordenándonos a todos que permaneciésemos en la isla y cumpliésemos con nuestro deber. Exactamente dijeron: «Esperamos que todo el mundo cumpla con su deber.» Entretanto, el estrecho está patrullado por los hovercraft, por helicópteros y reactores de la ONU, con órdenes de hacer regresar a quienquiera que pretenda abandonar la isla. También deben destruir las embarcaciones que traten de zafarse de la cuarentena. No tenemos otra alternativa, Annie; debemos quedarnos en esta isla hasta que descubramos lo que ha fallado en la inmunización. Pero a ellos no les preocupa mucho lo que pueda ocurrirnos en el peor de los casos, si fracasamos. Temen que también nosotros nos contagiemos y que al volver propaguemos una epidemia de funestas consecuencias. Estoy seguro de que si no podemos resolver el asunto y no curamos la enfermedad, esperarán que el virus pulmonar nos elimine a todos, y luego harán desaparecer la isla. Ya tenemos noticias de que otros dos nativos están enfermos. Uno de los pescadores a los que Díaz curó después de estallarles un cañón lanzaarpones, vino a nuestro campamento y le dijo a Díaz que el sacerdote había prohibido a sus feligreses que pidieron ayuda médica, amenazándolos con no darles más la comunión.
Otto está totalmente seguro de que los isleños cederán en cuanto vean que se ponen enfermos, pero Díaz opina que no será así. Dice que están demasiado asustados, que temen al sacerdote y no serán capaces de desobedecerle. Yo creo lo mismo que él. No puedes imaginar cómo es ese cura, Annie. Más alto que el término medio que los indios de la isla, su piel es de un color rojo ladrillo, lleva la cabeza afeitada y tiene una nariz muy larga y ganchuda. Sus grandes ojos oscuros bizcan. (Díaz me dijo que los ojos bizcos eran un signo de belleza entre los antiguos mayas, que incluso provocaban el bizcar haciendo bailar una pelotita pendiente de una cuerda delante de la nariz de los niños.)
He visto por primera vez al sacerdote, precisamente hace una semana, o sea, tres días después de que el alcalde nos pidiera la devolución de los cadáveres. Otto sorteó al alcalde hablándole de los períodos de incubación y de la necesidad de efectuar una descontaminación posterior. Lo que no le dijo es que los cuerpos se sometían a una segunda autopsia y que al final no quedaría casi nada para poder enterrar. Pareció que el alcalde se quedó satisfecho con la explicación, y Otto se alegró pensando que podrá mantenerle apartado hasta que hayamos terminado nuestro trabajo.
Más tarde se presentó un enviado del sacerdote en el hotel, anunciando que el padre Chacuan quería entrevistarse con nuestro jefe, en el término de una hora exactamente y en el pequeño puente de madera que une la zona turística con el resto de la isla. Eran ya cerca de las once de la mañana y el sol caía como una llama, por lo que Otto sugirió que estarían más cómodos en su despacho, pues tiene aire acondicionado. El enviado se limitó a repetir sus instrucciones palabra por palabra, y esperó una respuesta afirmativa o negativa. No era posible negarse, pues Díaz había informado del extraordinario ascendiente que el cura tenía sobre sus fieles. Pero a Otto no le seducía la idea de entrevistarse con un personaje nativo en el lugar elegido por éste y con tanta precipitación. Para compensar algo la desventaja, Otto decidió llevar con él una Impresionante «delegación oficial», pues entonces podría hablar y actuar como jefe y portavoz a un tiempo. Otto me llamó a su oficina y me preguntó si me prestaría voluntariamente a integrar el grupo de doce «emisarios adjuntos» que le acompañarían. Serían unos emisarios «sin derecho a opinar», agregó con su insinuante sonrisa. Yo creo que supone que a los nativos les ha de impresionar mi talla y mi pelo rubio.
Pocos minutos antes de mediodía nos reunimos en la entrada del hotel —éramos trece, comprendido Díaz—, con nuestro mejor uniforme blanco y cascos contra el sol, y cogimos el camino del puente. Hacía mucho calor, y el mismo Díaz se quejó. No se veían señales de vida en ninguna parte; ni pájaros, ni lagartos, ni arañas, ni cangrejos; ni siquiera soplaba un poco de brisa; sólo el sol reverberaba sobre la arena y en las blancas conchas de los moluscos. Todos llevábamos gafas oscuras, menos Otto, el cual seguía la indicación de uno de los empleados del hotel, pues los isleños consideraban las gafas como una muestra de debilidad.
Pareció que llegábamos temprano, pues ni en el puente ni cerca de él, vimos a nadie. Otto miró su reloj y vio que eran las doce menos un minuto. «Sabe lo que hace —dijo Díaz, refiriéndose al cura—. Quiere que sudemos bien.» Y sudamos de verdad, pues el sol nos achicharraba, sintiéndonos ridículos con nuestro rígido uniforme blanco, mirando hacia la tentadora sombra de la espesura que veíamos un poco más allá de la orilla contraria. En la margen del río que corría a nuestros pies no había ningún árbol.
Tuvimos que esperar media hora aproximadamente. El único ruido, exceptuando el crujir de las conchas trituradas que pisábamos, era el zumbido de las chicharras, que parecían una gigantesca computadora resolviendo algún intrincado problema matemático en la lejana espesura. Luego vimos moverse los arbustos de la otra orilla, y después apareció una figura solitaria que avanzó rápidamente hasta el centro mismo del puente, donde se detuvo.
El hombre llevaba una sotana negra que le bajaba hasta los zapatos. Sólo una leve franja blanca se destacaba por debajo del cuello negro del hábito. No se cubría con nada la afeitada cabeza, y del cuello le colgaba una delgada cadena de oro con algo que pendía de ella por debajo del pecho. No sé bien qué era, pero puedo asegurar que no era un crucifijo. Todos le miramos, y él a nosotros. Por fin, cuando se comprendió que el sacerdote no avanzaría un paso más, Otto se dispuso a cruzar el puente mientras levantaba la mano derecha en un inconfundible ademán de amistad. Pero antes de que pusiera el pie en el primer travesaño, el padre Chacuan dio un salto desde el puente, con un revuelo de hábitos negros, y fue a caer justamente delante de nuestro desconcertado jefe. El cura hizo caso omiso de la mano que le tendía Otto, y Otto se vio obligado a bajarla. No puedo relatar lo impresionante que resultó esta pequeña pantomima. Era evidente que la espesura de la otra orilla estaba plagada de fieles del sacerdote, y que él actuaba como su representante. Se me ocurrió pensar que cualquiera que fuese capaz de superar a Otto en su capacidad histriónica, era alguien al que habría que tener muy en cuenta.
Los dos parlamentarios se encontraban a sólo unos pasos de donde yo estaba, por lo que conseguí oír casi todo el diálogo. El cura habló en un inglés muy bueno, casi sin el menor acento. Recuerdo con precisión sus primeras palabras: «Hemos venido a recuperar a nuestros hermanos perdidos». Y lo dijo sin preámbulos, sin cortesía alguna.
Otto se limitó a sonreír, y después le endilgó al sacerdote el mismo disco que al alcalde, sobre las posibilidades de extender la contaminación si se entregaban los cuerpos prematuramente. Luego aseguró a Chacuan que en cuanto hubiera un margen de seguridad, la misión haría todo lo que estuviera en su mano para colaborar con las autoridades locales respecto al asunto, etc., etc.
El cura escuchó durante unos minutos con expresión impasible; luego movió negativamente la cabeza y dijo sin que se le alterase la voz y con acento casi fúnebre, que los «muertos» debían ser entregados por la tarde, a las seis en punto. De lo contrario, aseguró, no respondía de la actitud que adoptase su gente. Otto trató de contestar algo, pero el sacerdote le volvió la espalda, cruzó de nuevo el puente y desapareció entre la maleza de la otra orilla. «Creo que se ha acabado la conferencia», dijo uno de los nuestros, y los demás nos reíamos nerviosamente.
Ya de vuelta en el hotel hubo una reunión de emergencia, y decidimos (es decir, decidió Otto) que no había peligro alguno en ignorar el ultimátum del cura. El doctor Stewart, al que habían llamado de su laboratorio apareció evidentemente irritado por la interrupción, dijo que estaba totalmente de acuerdo con Otto y, después de excusarse, se fue por donde había venido.
Díaz opinó que era mejor enviar a alguien para que tratase de entrevistarse en privado con el cura, pero Otto repuso que sólo representaría una inútil pérdida de tiempo. Afirmó haberse puesto en comunicación con la OMS, en su sección de Mérida, donde le dijeron que estaban impacientes por conocer los resultados de las investigaciones. «Dentro de unos días hablaremos con él —afirmó Otto—, cuando se haya dado cuenta de que no nos intimida. Creo que entonces le encontraremos más razonable.» Díaz no dijo nada, y la posible entrevista se aplazó para más adelante.
Pasé el resto de la tarde en el Laboratorio Iso, donde habíamos estado trabajando con el indicio más prometedor de que disponíamos hasta aquel momento, basado en que los mayas poseían el metabolismo más bajo de entre todas las razas puras del mundo, lo cual demostraba que… Bueno, esto no hace al caso, ya que los resultados de la primera serie de pruebas fueron todos negativos. Hacia las cinco de la tarde nos hallábamos donde habíamos empezado, y todos estábamos demasiado cansados y desanimados para proseguir con algo nuevo, de modo que cerramos la sección por aquel día. Yo subí a mi habitación y traté de descansar un poco antes de la cena, pero no pude dormir. Estuve acostado en la cama con los ojos abiertos pensando en ti. No creo necesario decirte lo que estaba pensando, ¿verdad, Annie? Supongo que aún tenemos la posibilidad de obtener un certificado, y te aseguro que siento deseos de intentarlo para otros cinco años, si tú también lo quieres, aunque no me opondré si decides no renovar el contrato en noviembre. La esperanza de que puedas decir que sí hace que me aferré con todas mis fuerzas a la más remota posibilidad de salir entero de esta isla.
Ni siquiera me había dado cuenta de que ya eran más de las seis cuando oí la voz grabada del intercomunicador que anunciaba la hora de la cena. En el reloj del comedor eran las siete y cuarto cuando ocupé mi puesto habitual en la mesa. No vi a Díaz en el comedor, y me pregunté si habría convencido a Otto para que le permitiera intentar una nueva entrevista con el sacerdote. Después de la comida tomé una segunda taza de café (tan malo era que habría dado un mes de sueldo por un sorbo de auténtico café) y luego me fui a la playa, paseando hasta que encontré un lugar apacible debajo de un gran cocotero, no lejos de las cabañas abandonadas.
Era una noche húmeda, de cielo nublado, y se divisaba un fulgor rojizo, hacia el Sur, donde está el centro de la isla. Se me ocurrió que el cura estaría celebrando una especie de servicio religioso al aire libre. Aún me sentía muy cansado por el trabajo de la tarde; tenía la impresión de estar enormemente lejos de ti, y me preocupaba lo que podrían prolongarse las investigaciones si el cura ordenaba a sus fieles que no colaborasen con nosotros. Estaba dudando entre volver a mi cuarto para escribirte o irme al laboratorio para redactar mi informe sobre los ensayos negativos cuando vi que alguien se deslizaba desde los árboles que había a cierta distancia, en la playa, y avanzaba hacia donde yo estaba. Había suficiente luz para reconocer a aquel hombre. Era Díaz. Como ya te he dicho, entonces no tenía con él una especial amistad; le saludé con la mano, pues parecía que no me había visto, y cuando estuvo más cerca le pregunté si salía a dar un paseo.
Se detuvo y me miró cautamente desde cierta distancia, y cuando me reconoció se acercó y me dijo: «He estado en Santa Teresa». Le pregunté si algo marchaba mal y repuso que el cura estaba celebrando una misa de difuntos en la catedral. Toda la ciudad se había congregado allí; el templo era insuficiente para contener a los fieles, que llenaban también la plaza mayor. El fulgor rojizo que yo había observado en el cielo procedía de las antorchas que llevaba la gente. Díaz me dijo que el interior del templo estaba totalmente revestido de colgaduras negras, y en el lugar del altar habían colocado dos ataúdes, también cubiertos de telas negras y con un gran cirio al pie de cada féretro, los cuales estaban abiertos y vacíos. «Nunca había visto un servicio religioso de esa clase —aseguró el médico nativo—. Todo lo que han dicho ha sido en maya, no he comprendido ni la mitad de las palabras, pero por lo que he podido escuchar…» Su voz se convirtió en un murmullo, y yo le pregunté: «¿Qué decían? Dígalo.» «Creo que les ofrecía la absolución eterna si venían aquí y se apoderaban por la fuerza de los cadáveres.»
Volvimos rápidamente al hotel, en busca de Otto, al que encontramos en su despacho. Díaz repitió exactamente lo que me había dicho, y agregó que, aunque no estaba seguro, creía que aquellas gentes estaban proyectando hacer algo aquella misma noche. Sugirió que se colocase un par de hombres con radios en el puente de madera. Otto movió negativamente la cabeza y repuso: «Me temo que no soy capaz de tomarme en serio a su melodramático sacerdote. Eso de los centinelas me parece demasiado, ¿no cree usted, doctor?» En ese preciso momento el aerófono de su escritorio emitió un zumbido. Era uno de los ayudantes administrativos, el cual informó que todo el personal de servicio había abandonado el trabajo: los cocineros, las mujeres de la limpieza, los camareros, los porteros, todo el mundo. Otto no se inmutó, lo que consigno en su favor. «Probablemente han ido a la ciudad para asistir a la ceremonia —dijo—. Bueno, no les vamos a privar de una tarde de asueto.» Luego indicó a su ayudante que las tareas esenciales se distribuyeran entre el personal de la Misión, y le pidió que a las siete y media de la mañana le dijera si los isleños habían regresado. A Díaz le dijo: «Si ese cura retiene a nuestra gente mañana, tendremos que tener otra entrevista con él. Pero estoy seguro de que no será necesario, ya lo verán».
Salimos los dos del despacho. Díaz avanzó por el pasillo sin disimular la irritación que le producía el que hubiesen desestimado su advertencia. Lo sentí un poco por él, pero pensé que Otto tenía razón. Era inconcebible que unos nativos se interpusieran en las tareas de una Misión de investigación médica, sobre todo, cuando sus propias vidas se hallaban en peligro. Díaz había vivido demasiado en aquella isla: eso era todo.
Pero me quedé inquieto después de la entrevista, y en lugar de subir a mi habitación decidí volver al laboratorio y terminar de mecanografiar mi informe. El trabajo me llevó más tiempo del que yo esperaba, y ya era bastante tarde (pasaba de media noche) cuando cerré con llave el laboratorio y atravesé el vestíbulo del hotel para tomar el ascensor. Uno de los ayudantes de Otto, un neuroanestesista, al que conocía superficialmente, estaba sentado ante el escritorio de la entrada, repasando un montón de fichas de investigaciones. Me dijo que se ofreció voluntario para la primera guardia, como «vigilante nocturno», mientras durase la huelga, ya que solía dedicar tres o cuatro horas a su trabajo por las noches, y podía hacerlo allí lo mismo que en el laboratorio. Le pregunté cuánto tiempo creía que duraría la huelga, y después de reírse contestó: «Hasta que no estén bebidos».
El ascensor subió chirriando los cuatro pisos. Desde la ventana de mi cuarto veía el cielo, todavía nublado, y el fulgor rojizo que parecía aún más intenso hacia el Sur. Me dije que aquello no hacía sino confirmar la teoría de Otto: el servicio fúnebre probablemente se había convertido en una bulliciosa fiesta.
No sé el tiempo que dormí, pero debió de ser mucho, pues recuerdo que me pareció que salía de un largo y desagradable sueño con la vaga sensación de que algo andaba mal. Al no oír nada en el dormitorio comprendí que el aparato de aire acondicionado se había parado. Me levanté de la cama y fui a la ventana para ver si funcionaba mal. Pensé que la avería era interior, y por otra parte el cacharro tendría por lo bajo unos veinticinco años. Por fortuna el hotel tenía antiguos ventanales que se abrían sobre el balcón de cemento. Los goznes estaban oxidados debido al mucho tiempo que no funcionaban y los corrompía el aire salino, pero pude abrir después de un breve forcejeo. Entró una leve brisa, y me apoyé en la balaustrada para gozar mejor del aire vivificante. El cielo aún estaba teñido de un vivo color rojo hacia el sur, pero me dio la impresión de que el tono más intenso parecía haberse trasladado hacia el extremo de la isla.
Luego oí algo que parecieron gritos lejanos, y después de un minuto distinguí una serie de puntos luminosos que fluctuaban aquí y allá entre la espesura del monte. Conforme se fueron acercando a la caleta por algún sendero desconocido, traté de contarlos, pero renuncié porque eran demasiados. Seguí observando hasta que varios indígenas salieron de entre los matorrales, junto al puente, y avanzaron hacia la caleta, reflejándose las luces de las antorchas en el agua de la orilla. Sólo entonces me puse apresuradamente los pantalones y salí corriendo al pasillo. Evidentemente, yo era el único que había visto la horda que se aproximaba. Los que se alojaban en el hotel debían de estar dormidos. Corrí al ascensor y apreté nerviosamente el botón de llamada. No se oyó nada y lo apreté varias veces, tratando de oír el ruido de su viejo motor al ponerse en movimiento. Nada.
Me pregunté si se trataría de un mal sueño, pero en seguida reaccioné y bajé las escaleras saltando tres y cuatro peldaños a la vez. Cuando llegué al último descansillo, vi que el vestíbulo del hotel estaba oscuro. El médico que hacía de vigilante, junto con otros dos hombres, se hallaba de pie ante la puerta de cristal. Por encima de sus cabezas vi una fila interminable de antorchas que desaparecían a lo lejos, hacia el puente. Alguien (no fui yo, Annie) pulsó el botón de alarma contra incendios, y debió de funcionar por medio de una batería propia, ya que el ruido pronto resonó por todo el edificio. Los que integraban la Misión llegaron corriendo al vestíbulo, unos en pijama y otros con toallas anudadas a la cintura. Algunos gritaban: «¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!» También se oían otros gritos: «¡Calma, conserven la calma!»
Afuera se veía claramente a los que se acercaban con las antorchas. A la cabeza de la fila, sin antorcha, pero iluminado por el fulgor de las que le seguían, aparecía la inconfundible figura del sacerdote con su larga sotana. En la cabeza llevaba un extraño casco de cuya parte frontal, justo sobre los ojos, apuntaba hacia arriba una larga flecha dorada. Muchos de nosotros nos apiñábamos en las puertas, y oí a Otto gritando que le dejaran pasar. En seguida él y Díaz estuvieron a mi lado. Díaz señaló al casco del sacerdote, y dijo algo a Otto, sin que yo oyese más que estas palabras: «Dios del Trueno».
La larga fila estaba ya muy cerca de nosotros. Parecía como si la formaran todos los habitantes de Santa Teresa, sin excluir mujeres y niños, y unos y otros llevaban antorchas, menos el cura. Era una pared humana que pronto estuvo ante el hotel, de la que se destacó el sacerdote. De nuevo tuve que reconocer los méritos de Otto; podía ser lo que fuere, pero no era ciertamente cobarde. Abrió de par en par las puertas y sin vacilar salió a la terraza de la entrada. Vi que Díaz daba un paso adelante, como para seguirle, pero luego cambió de parecer y dejó que la puerta volviera a cerrarse, aunque la entreabrió en seguida para poder oír.
El encuentro fue breve. Siguió un absoluto silencio cuando el sacerdote levantó la mano derecha. Luego dijo tres palabras en español y con voz firme: «¡Dennos los muertos!» Vi que Otto se apretaba las manos al pecho, como si rezara; luego dio un paso hacia el cura con los brazos abiertos y le dijo en un castellano claro y preciso: «Amigos, debéis creerme cuando os digo que me pedís un imposible. Nuestro único propósito es el de descubrir la causa del terrible agente que se ha llevado la vida de dos de vuestros hermanos y protegeros a vosotros contra el mismo peligro. Es en interés vuestro, por vuestra propia seguridad por lo que nos hemos visto obligados a someter sus cuerpos a una investigación científica…»
El cura alzó de nuevo un brazo, pero ahora tenía el puño cerrado. «No nos interesan las seguridades que nos prometen —repuso—. Todo lo que ha pasado estaba previsto, y lo previsto tendrá que ocurrir. Yo predico la Imitación de Cristo y las Antiguas Formas. Jesús murió en la Cruz y Chac lloró lágrimas amargas. Debemos seguirles al Valle de la Muerte, donde crecen las Orquídeas de la Redención. No hay otra solución.» Claramente se veía que no era a Otto a quien le dirigía la palabra, sino a sí mismo, y a sus seguidores. El casco dorado brillaba a la luz de las teas, y entonces vi que no era una flecha lo que sobresalía, sino una figura que representaba una serpiente en actitud de ataque. Antes de que Otto pudiera hablar de nuevo, alguien de entre la multitud gritó: «¡Dennos los muertos!» y todos los demás lo repitieron como si fuesen un fúnebre coro. No estoy seguro de si el cura lo había planeado así, pero lo cierto es que en cuanto empezaron, creo que ni el mismo Chacuan habría conseguido hacerles callar. El gentío siguió repitiendo la frase una y otra vez, mientras su sacerdote, con las manos cruzadas sobre el pecho, miraba hacia el rojizo cielo, como si esperase instrucciones.
Seguidamente, uno de la multitud, quizá obedeciendo a una señal del cura, que en ese caso yo no advertí, arrojó a la terraza una antorcha que no alcanzó a Otto por pocos centímetros. La tea dio contra los cristales de la puerta. Yo estaba al lado, y por un impulso, más instintivo que reflexivo abrí la puerta y le pegué una patada a la antorcha, alejándola de la entrada, en el mismo instante en que Otto corría hacia dentro del hotel, sin que le hubiesen podido agredir. Pero antes de que cerrásemos la puerta un diluvio de teas cayó sobre la terraza, y una de las teas rodó hasta el vestíbulo. Un segundo después se encendía uno de los cortinajes. El antiguo mecanismo de expulsión de agua contra incendios funcionó un momento, pero en seguida se averió. Poco después el vestíbulo del hotel era una hoguera…
No te explicaré el resto de la escena, Annie. Algunos conseguimos salir por las ventanas o por las puertas de la parte trasera del edificio, cerca del cual hay un talud que domina los inmediatos arrecifes de la costa. Allí, escondidos entre las rocas, estuvimos unas horas que nos parecieron siglos. Amanecía ya cuando las llamas empezaron a ceder, pero seguíamos oyendo a los que quedaban de la turba, gritando y bailando frente a las ruinas del viejo hotel. Yo tenía las ropas destrozadas y algunas quemaduras en el cuerpo. Después no sé muy bien lo que ocurrió, pues sospecho que llegué a perder la noción de lo que me rodeaba, pero creo que cuando salió el sol dejaron de gritar. Sin embargo, no tardaron mucho en rugir otra vez, sólo que ahora no gritaban «¡Dennos los muertos, dennos los muertos!», sino «¡Dennos la muerte, dennos la muerte!» Díaz, que casi se mató al huir, me confirmó luego que era eso lo que decían.
Después del incendio hemos tenido otra entrevista con el cura, pero ahora llegó al puente con diez de sus feligreses, todos vestidos de negro y con aquellos cascos de la serpiente en actitud de ataque. Otto trató de impresionarles diciéndoles que podían morir si no colaboraban con nosotros, pero el cura se echó a reír, como si le hablaran de algo que él ya sabía. Luego repuso: «Es preferible morir como hombres que vivir como ratas de laboratorio». Sus fieles corearon sus palabras con murmullos de aprobación.
Sólo hemos quedado con vida veintidós. Otto insiste en que todavía podemos terminar nuestra misión si nos mantenemos unidos, pero no sé cuánto tiempo podremos resistir, aun cuando la ONU siga proporcionándonos desde el aire alimentos y demás suministros. Tememos que el virus pulmonar se extienda por toda la isla, y que incluso llegue a contagiar el local donde nos hemos recluido. Algunos de los nuestros ya han notado síntomas alarmantes (ligera fiebre, escalofríos, dolor de garganta, disnea), si bien cabe la esperanza de atribuirlos a una reacción psicosomática. Díaz considera que es inútil tratar de seguir adelante sin nuestras notas, sin material, sin los «muertos», siquiera. Pero aun cuando la ONU nos lanzase un nuevo equipo para levantar un pequeño hospital y reconstruir los laboratorios, estoy seguro de que los nativos volverían para incendiarlo todo, y quizá nos matasen a los que quedamos. Y lo más horrible es que probablemente no seríamos capaces de defendernos, Díaz asegura que estos isleños han aprendido a aceptar otra vez la idea de la muerte (la muerte como sacrificio, como liberación), y por eso se consideran facultados para matar. Pero nosotros no podemos hacerlo, ni siquiera en defensa propia, porque la vida del hombre tiene para nosotros un valor infinito. Todas las enseñanzas recibidas en los últimos cuarenta años nos han educado contra la violencia, ante la cual carecemos de defensas. Según afirma Díaz, la ONU no intervendrá, aunque los isleños intenten matarnos. Siguiendo el mismo razonamiento, considera que tenemos una posibilidad de escapar al bloqueo, pues, aunque nos descubran no cree que sean capaces de disparar contra nosotros.
No sé qué pensar, Annie. Según ciertos rumores, permitirán que algunos voluntarios sean lanzados sobre nuestro encierro. Uno de los ayudantes de Otto dice que la radio habla de negociaciones. Pero lo cierto es que todo aquel que venga deberá quedarse con nosotros hasta que se haya aclarado el misterio. No puedo imaginar que nadie se aventure a correr ese riesgo. Según otro rumor, el mismo Polsaker vendrá desde Suiza para tratar de restablecer la situación anterior, pero yo no lo creo. Lo único cierto es que estamos atrapados en esta isla como una especie de cultivo virulento dentro de un frasco sellado, que somos un elemento peligroso, en suma.
Díaz tiene su propia teoría sobre lo que ha pasado. Me la explicó anoche, cuando estábamos terminando una botella de tequila. Afirma que el mundo se convulsionó cuando Polsaker dio con la inmunidad. De pronto cambiaron todas las reglas del juego. O más bien, nos dimos cuenta por vez primera de la partida que estábamos jugando. Los hombres mortales, los que sabían que, por mucho cuidado que se tuviera, las enfermedades o la muerte «por causas naturales» acabarían con ellos, estaban libres de intentar todo lo que quisieran, de correr peligros que hoy parecen propios de un criminal o de un loco, de marcharse a cualquier punto lejano de la Tierra, de jugarse la vida por el placer de hacerlo, de ir a la guerra y morir por defender unos principios, por conquistar la fama, por codicia y hasta por aburrimiento. Luego se nos ha proporcionado la inmunidad, la tentadora perspectiva de una vida sin límites, de un mundo sin fin, y respondimos instintivamente con la Perpetuación. Si la muerte era un accidente que podía evitarse, ¿quién no iba a querer librarse de ella?
Pero, según Díaz, iba a producirse una reacción opuesta, ¿y dónde podía comenzar ese movimiento mejor que en México, donde la gente siempre ha venerado a la muerte? No quiere decir que estén ansiosos por perder la vida, sino algo diferente. Díaz considera que la Inmunidad ha colocado una abrumadora carga sobre nuestros hombros. «Hemos destruido el destino —afirma—. Por eso los indios tratan desesperadamente de detener nuestras investigaciones. Quieren que la decisión vuelva de nuevo a nuestras manos.»
Díaz es partidario de huir esta noche. No le preocupa llevar fuera de la isla el virus pulmonar. Asegura que son muchos en el mundo los que esperan que algo o alguien acabe con esta situación. Tal vez tenga razón. La gente solía hablar de «morir bien». Ésa era la prueba suprema del hombre. Annie, te repito que no sé qué voy a hacer. Aunque pudiera huir de esta isla, nunca podría volver a ti sabiendo que hay una mínima probabilidad de contagio, y tampoco sabemos lo que dura el período de incubación de la dolencia. Por otra parte, siempre existe la posibilidad de que los doctores Stewart o Polsaker, o cualquier otro, puedan realizar un milagro. Eso si los isleños nos dejan en paz, pero quizá el sacerdote los atice de nuevo contra nosotros, lo que significaría el fin…
Querida mía, no puedo negar que tengo miedo, que te echo mucho de menos y que no quisiera vivir sin ti, pero tampoco deseo morir. No quiero que eso ocurra ahora, ni dentro de poco, ni nunca.