Capítulo IV

Yo les observaba cuando salieron penosamente del bosque, yendo el más fuerte de los muchachos apoyado en sus amigos, que eran el delgado chico de pelo oscuro y la joven de cabellera de ángel. Cuando la mañana es soleada, abandono la mansión con los primeros gorjeos de las aves y me voy a recoger rosas blancas de los setos que bordean mi propiedad, o me dirijo al molino de viento, el primero, según creo, levantado en el sur de Inglaterra. Una vez en el interior del molino, observo cómo esas dos piedras, que ya no están impulsadas por el agua, muelen el grano para hacer el pan de mis cocinas.

Ahora ya había llegado la tarde. Poco antes comía a la sombra de una morera mi provisión de albaricoques, pan tierno y aguamiel, y al regresar hacia el seto de rosas vi a los chicos. Debí de haber quedado boquiabierta, ya que ellos, a su vez, se detuvieron a mirarme por encima de la cerca. La muchacha pareció turbarse y susurró algo a sus acompañantes. No era época en que los jovencitos llamaran a cualquier mansión desconocida que encontrasen. Parecían gorriones asustados: la chica y el chico de más edad habían dejado de ser niños hacía tiempo, y, sin embargo, movían a compasión, no por su pequeñez o fragilidad, sino por el aire exhausto que tenían. Sin duda, algo muy grave les había sucedido, y ellos no sabían si yo era amiga o enemiga. Tenía que probarles mis amistosas intenciones, como si se tratara de avecillas a las que uno quiere atraer y hacer comer en la mano.

—Seguid el seto hacia la derecha —les dije sonriendo—. Encontraréis allí la puerta exterior. Si venís del bosque, seguramente estaréis cansados y hambrientos. Puedo ofreceros comida y un sitio donde dormir.

Había hecho una canastilla de rosas con mis propias manos. No temo a las espinas, con mis guantes de piel de antílope; mis largas mangas abotonadas en la muñeca; mi gorro con su toca, y el vestido azul recamado de flores de lis doradas, que me llega a los tobillos y cae en pliegues desde la cintura. Observé a los dos chicos, ataviados con taparrabos toscamente, hechos con hojas, y envidié la libertad de los hombres para vestirse y para trasladarse a donde desean (exceptuando, claro está, cuando se ponen sus pesadas armaduras y se marchan a la guerra).

El más joven, de cabello oscuro, y que aún sostenía a su amigo, se dirigió a mí en el cortés lenguaje de los caballeros normandos:

—No estamos ataviados como para hacer compañía a una distinguida dama; como bien suponéis, señora, venimos ahora del bosque.

El rostro del muchacho confirmó la impresión que me ofrecía su forma de hablar. Se afirma que Saladino, el enemigo más noble de Inglaterra, posee un semblante de aire infantil, parecido a ése; un rostro ascético, de sabio y de poeta a un tiempo. Pero antes que nada me di cuenta de su necesidad y la de su amigo, el mozo sajón con aspecto de errabundo Aengus[1], el Eterno Joven cuyos besos eran llamados sus pájaros. Incluso aquel taparrabo parecía una afrenta a su cuerpo. Lo cierto es que necesitaba ayuda. Su boca, que forzaba a sonreír, revelaba agotamiento y hambre, y su frente estaba surcada por una herida. Ambos muchachos tenían la piel cubierta de arañazos.

La chica llevaba una túnica blanca sucia y desgarrada, sin embargo, parecía un ángel esculpido en marfil e instalado en la hornacina de una catedral de Londres. Pero su hermosura resultaba lejana e inexpresiva. «Está cansada —me dije—. El agotamiento se refleja en su rostro. Más tarde será el momento de leer en su corazón.»

Fui a recibirles a la portezuela de la cerca, una entrada tan estrecha y baja que mi hijo pasó por encima de ella de un solo salto, cuando se marchó por la vía romana hacia Londres.

Les tendí los brazos, como ofreciendo las rosas que en ellos llevaba.

Los tres se quedaron inmóviles: el chico moreno en actitud de venir hacia mí, y los otros dos más rezagados.

—Bueno, puedo ofreceros algo más que flores —les dije, dejando caer al suelo las rosas.

El muchacho normando respondió:

—Decidme, señora, ¿a quién tenemos el honor de dirigirnos?

—Me llamo lady María. Habéis llegado a la Mansión de las Rosas.

—Hubiera creído que erais otra María. ¿Podéis ayudar a nuestro amigo? Ha recibido un fuerte golpe en la cabeza.

Pero fue al normando, y no a su amigo, a quien ayudé. El muchacho vaciló de pronto sobre sus pies, se inclinó y tuvo que aferrarse a mi mano extendida.

—Lamentaría manchar su vestido.

—¿Con esta noble tierra parda? Es la más pura de las substancias. Es la madre de las rosas.

—Habéis esparcido vuestras flores por el suelo.

—Tengo más en mi rosaleda —repuse, dejándole que se apoyara en mi brazo, y, entonces, seguidos de sus amigos, le conduje hasta la casa.

En un tiempo la mansión estuvo rodeada de un foso, pero tras la muerte de mi marido hice llenar el hueco con tierra y mandé plantar moreras, que ahora están llenas de pardillos y de plateadas telas de los gusanos de seda. Los árboles formaban un anillo más pequeño, dentro del otro que constituían los setos de rosas, pero no aislaban mi casa, que fue construida de ladrillos, en lugar de la fría piedra gris preferida por mis vecinos, los barones. Y es que mi esposo había prometido construirme una mansión, como regalo de bodas.

—Constrúyela de ladrillos, el color de tu pelo —le dije.

—Y será muy sólida —contestó él.

Pero la alta cortina de muralla, con su puerta de roble, sus desgastados ladrillos, que parecían los de una «villa» romana, y sus estrechas aspilleras, para que los arqueros pudieran lanzar desde allí sus flechas, había perdido su aire amenazador, como una armadura colgada de una pared. Bien sabe Dios que no sería capaz de resistir un asedio con mi pacífica servidumbre: jardines, porteros, cocineras, senescal y mozos de establo; treinta personas en total, y sin un solo caballero entre ellos. La maligna peste no tuvo piedad con la Mansión de las Rosas.

El portero vino hacia mi para hacerse cargo del muchacho.

—Os vais a cansar, señora —me dijo.

Moví negativamente la cabeza. Ninguna carga era tan pesada como la soledad.

Una vez que hubimos entrado en el patio principal Sara, la cocinera, que había salido de la cocina para tomar un poco de sol, alzó sus robustos brazos y chilló:

—¡Mi señora!, ¿qué habéis encontrado?

—Unos chicos, ya lo ves. Vamos, Sara, vuelve pronto a la cocina y prepara una comida como para deleitar a unos jóvenes hambrientos. Faisán y…

—Lo sé, lo sé —respondió ella—. Habéis olvidado que yo también tengo hijos, y que os sirven lo mejor que pueden.

Sara, junto con sus tres hijos y dos hijas, era nueva en la mansión, pero actuaba como si hubiera sido mi ama de leche. En seguida añadió:

—Sé muy bien lo que gusta a los jóvenes, la caza y las aves del bosque. Todo lo que vuela y lo que anda con pezuñas, ¡y dos piezas mejor que una, a menos que se trate de un jabalí!

La cocinera se adelantó en seguida, ascendió las escalerillas de la puerta, y tras hacer fatigosamente una genuflexión, a causa de su corpulencia, desapareció más allá del umbral en que aparecía tallada una virgen acunando al Santo Niño.

—Es una casa muy hermosa —dijo el muchacho sajón, a modo de cortesía—. Parece la granja de un abad.

—Bueno, de un abad muy rico —explicó el otro, temeroso de que yo hubiese interpretado mal la alabanza de su amigo, ya que también había abades pobres que vivían en chozas.

—Sí… he querido decir… —tartamudeó el sajón—, que parece un lugar tan… apacible, con esa Virgen y el Niño, y su…

Se le agotó la inspiración, y esperó a que su amigo acudiera en su ayuda.

—Con sus techos en punta, en lugar de almenas, y ventanas de verdad, en vez de troneras, y hasta con vidrios en las ventanas. ¡Y fíjate, Esteban, en el jardín! Hay tomillo, perejil, laurel, mejorana, clavo, estragón…

—Ya veo que conoces bastante de hierbas aromáticas —le dije.

—Tengo un herbario —repuso él.

Una vez en el interior de la casa, les conduje hasta el baño. En toda la campiña, y creo que incluso en toda Inglaterra, ninguna otra mansión puede jactarse de poseer, bajo su techo, una fuente para el baño. La boca de un delfín, fundido en bronce por los artesanos de Constantinopla, vertía un fuerte chorro de agua en un pilón donde jugueteaban los tritones de las coloreadas baldosas. Durante el invierno yo hacía tapar la boca del delfín, y para el baño, mandaba llenar el pilón con agua caliente que traían en cubos desde la cocina.

—Vuestra amiga puede bañarse la primera —manifesté a los muchachos en inglés, que era el idioma que estábamos hablando todos; y luego añadí dirigiéndome a ella—: ¿Cómo te llamas?

Como ella tardase en contestar, el sajón respondió:

—Se llama Ruth, y es nuestro ángel guardián. Ella nos ha salvado.

—¿De las fieras salvajes?

—De las mandrágoras.

—Hay muchas en el bosque, pobres bestias descarriadas —dije estremeciéndome—. Sin embargo, nunca me hicieron daño alguno. Más tarde me contaréis el modo en que huisteis; pero ahora, Ruth, será mejor que tomes tu baño. Una vez que lo hayas hecho, mandaré que te lleven vestidos, y un perfume de jazmín, y…

La muchacha me miró con ojos velados por la emoción, y dijo:

—Sois muy amable, señora.

Yo hubiera querido decirle: «Tengo dos veces tu edad y soy mucho menos hermosa; pero confía en mí, querida niña, confía en mí».

Me volví entonces hacia los muchachos. El normando, según dijo, se llamaba Juan, y el sajón, Esteban.

—Cuando termine Ruth, os tocará el turno a vosotros —declaré.

—Gracias, mi señora —contestó Juan—; nos encantará bañarnos ante ese delfín, pero…

—Ya sé, preferís antes comer algo. ¿Qué os parece un poco de pan y queso, con té de poleo, para resistir hasta la hora de la cena? Es decir —rectifiqué prestamente—, cerveza, en vez de té. ¡Ofreceros té! He estado demasiado tiempo en compañía de mujeres…

—¡Cerveza! —exclamaron ambos con deleite; y agregó el normando—: Mi hermano tiene una herida, señora.

—¿Tu hermano? —inquirí con asombro, al ver que un caballero normando llamaba así a un siervo sajón.

—Nos adoptamos mutuamente. ¿No tenéis algo para curarle la herida de la cabeza?

—No, mejor para mi estómago —terció sonriendo Esteban—. Ahí es donde más me duele.

—Te curaré ambas cosas —respondí.

La gran sala de mi mansión es calurosa y húmeda en verano, y fría en invierno, a pesar de los troncos de pino, tan gruesos como barriles de cerveza, que arden en la chimenea. Siempre ha sido una sala para hombres; en ella gritan, ríen, fanfarronean y calientan el cuerpo con hidromiel. Para mí, en cambio, prefiero la sala de estar, donde no sólo tejo y bordo, sino que hasta duermo, tomo mis comidas y recibo a los amigos que de tarde en tarde vienen a visitarme. Dejé a los chicos en la sala de estar con tres piezas de pan, dos grandes quesos y una garrafa de cerveza, y les dije que después de comer se lavasen con telas empapadas en alcanfor y se pusieran luego ropa limpia.

—Llamadme cuando hayáis terminado.

Apenas había tenido tiempo de buscar una túnica para Ruth, cuando escuché la voz de Juan, diciendo:

—Lady María, hemos terminado.

Exhalaban tal fragancia a alcanfor, que pasé por alto la suciedad que aún se veía en sus rodillas y codos. En cuanto al pan, el queso y la cerveza, todo ello había desaparecido como si por la sala hubiera pasado un ejército de duendecillos. Curé las heridas de los muchachos con una pomada de hinojo y díctamo, y ellos se abandonaron a mis cuidados sin reserva alguna, como los hijos a una madre, haciéndome sentir que mis manos habían descubierto de nuevo su principal razón de ser.

—Esto no escuece nada —manifestó Esteban—. Mi padre, en cambio, usaba un emplasto de piel de serpiente, piojos de la madera y arañas. Escocía como el demonio, y apestaba más aún.

—Las manos de lady María son como la seda —manifestó Juan—. Por eso no te duele.

Los dos muchachos se pusieron encima de la ropa interior unas túnicas que habían pertenecido a mi hijo: Juan, de verde, con una capa de color malva que se abrochaba a la espalda, y largas calzas que hacían juego con la capa, además de zapatos de cuero negro con hebillas; Esteban iba de azul, con capa de color rosado y calzas grises, aunque con cada prenda que se ponía daba la impresión de colocarse otra cadena que le retuviera aferrado contra un muro.

—No me atrevería yo a entrar así en el bosque —comentó—. Me tomarían por un faisán y dispararían sobre mí en cuanto me viesen.

—Sólo será por esta noche —dije yo—. ¿No quieres presentarte con aire gallardo ante Ruth?

—Está acostumbrada a verme casi desnudo. Así me tomará por un bufón.

—Mi señora…

Ruth acababa de entrar en la estancia. Vestía túnica carmesí ajustada al talle por un cinto de ante dorado, y los pliegues del vestido le llegaban hasta sus pies, aunque permitiendo ver sus zapatillas, verdes como dos pequeños lagartos. Se había recogido el pelo con una redecilla, y sus trenzas doradas relucían como luciérnagas enjauladas. (Es extraño, pero siempre, al pensar en ella, se me representaba como una criatura del bosque, un ser salvaje, misterioso, indomable.)

—Mi señora, ya pueden tomar su baño los muchachos. Y le agradezco mucho su atención, al haberme enviado una túnica tan hermosa.

—¡Ya nos hemos bañado! —exclamó Esteban, con aire ofendido—. ¿No ves que estamos vestidos como galanes?

—Lady María nos curó las heridas con hinojo y díctamo —declaró a su vez Juan—, y ya no sentimos ningún dolor.

—Ahora vamos a comer —dijo Esteban.

—De nuevo —corrigió Juan.

Ruth examinó con interés el cuarto de estar, y pareció perder un poco de la timidez que había mostrado hasta ese momento.

—¡Qué estancia tan encantadora! —manifestó, extendiendo un brazo, como para incluir todo lo que allí había—. Está toda hecha de luz del sol.

—No toda —manifesté, señalando hacia el techo, constituido por vigas y colgantes—. Allí se forman las telarañas, a menos que esté siempre detrás de los hijos de Sara. Tienen que limpiar con una escalera, y no les gusta quitar el polvo de los rincones oscuros. Temen a los duendecillos.

—Pero en lo demás —manifestó Ruth— no hay la menor oscuridad.

La sala se hallaba iluminada por la luz del atardecer que entraba por los ventanales. El hogar estaba lleno de leños; en un rincón había un sillón de alto respaldo y cojines bordados; hacia un lado de la estancia, un gran mirador en forma de arcada estaba formado por vitrales de colores, procedentes de Constantinopla; y ocultando el maderamen del suelo, una alfombra arábiga lucia sus dibujos rojos, amarillos y blancos, con un cerco de estilizadas letras persas. El enmaderado de las paredes, en cambio, era genuinamente inglés, y sus paneles de roble estaban pintados con hojas verdes y rosas que hacían juego con la alfombra. Ruth siguió contemplando la habitación con aire de muchacha acostumbrada a la belleza, sus formas y sus colores, aunque no dejaba de expresar su admiración. Acarició mi telar con aire entendido y se detuvo luego ante mi lecho de dosel, exclamando:

—¡Es como una tienda de campaña de seda!

Se acercó luego a la jaula de mimbre que estaba junto a la cama y manifestó:

—Pero estos jilgueros, ¿no echan de menos el bosque?

—Viven muy contentos —respondí—. Los alimento con semillas de girasol, y aquí están a salvo de armiños y comadrejas. A cambio de eso, cantan para mí.

—¿Es cierto que el jilguero enjaulado canta de un modo diferente?

—Sí; su voz se hace más dulce.

—Eso imaginaba; así pierden el aire rústico de la espesura.

—¿No te parece apropiado, querida mía?

—No lo sé, señora.

Tomamos asiento en unos bancos situados ante una mesa de madera apoyada en caballetes. Juan y yo, frente a Ruth y Esteban. Mi esposo solía cenar conmigo en la gran sala, y éramos servidos por diligentes y silenciosos escuderos que recibían los platos de los criados de la cocina. Tras su muerte, en cambio, comencé a hacer mis comidas en la sala de estar. Durante los últimos doce meses me habían servido Shadrach, Meshach y Abednego, los tres hijos ilegítimos de mi cocinera, Sara. Por regla general, me gustaba cenar sin ceremonia alguna, charlando con los muchachos, unos trillizos de cabello rojo como el fuego, que parecían haber salido de un horno incandescente.

Pero esa noche, y en honor a mis invitados, había ordenado a Sara y a sus hijas Rahab y Magdalena, que preparasen un banquete, en lugar de una simple cena, festín que debían servir sus hijos. Las muchachas habían puesto la mesa con ricos manteles, que representaban a caballeros árabes montados en sus ágiles y pequeñas cabalgaduras, y sobre los bordados de los caballeros, colocaron un pastel en forma de castillo, hecho de azúcar, harina de arroz y pasta de almendras, como si se tratara de una fortaleza asediada.

Una vez que hube dado las gracias al Altísimo, los hijos de Sara aparecieron trayendo aguamaniles, jofainas y servilletas, que colocaron ante los invitados. Esteban cogió en seguida su aguamanil, y llevándoselo a la boca, comenzó a beber de él; pero Juan le susurró frenéticamente:

—¡No es caldo, sino agua para lavarte las manos!

—No temáis —dije yo—. Habrá cosas mejores para beber.

—Jamás me he sentido tan limpio desde que me bautizaron —aseguró Esteban, y al reírse salpicó el mantel con el liquido de su aguamanil.

En cuanto a Ruth y Juan, se notaba que estaban acostumbrados a usar cubiertos. Cortaron el faisán y el pato, antes de cogerlo con los dedos, y comieron un pastel de pescado y cangrejo con las cucharas. Esteban contemplaba a sus amigos con evidente perplejidad.

—Yo siempre he usado el cuchillo para cazar y pescar —confesó—. Si lo utilizara de ese modo seguramente me cortaría un dedo. Y entonces podríais comprobar si soy una mandrágora.

—Ya lo sabemos desde hace tiempo —repuso Juan—. De parecer un arbusto espinoso, alguien te hubiera cortado en trocitos para venderte como afrodisíaco. Habrías proporcionado una verdadera fortuna.

Las chanzas de Juan, según pude comprobar, no tenían más propósito que el desviar la atención de los demás del tosco comportamiento de Esteban, quien a todo esto había dejado caer el cuchillo al suelo. Entonces Juan arrancó con los dedos el ala de un faisán, y se puso a comerlo glotonamente, como para que su amigo no tuviera de qué avergonzarse.

Yo me reí a gusto por primera vez desde la muerte de mi hijo, y declaré:

—Los cuchillos son una verdadera molestia, lo mismo que las cucharas. ¿Para qué se han hecho los dedos, sino para comer con ellos? Mientras uno mismo no se los muerda…

También yo arranqué una pata de ave y noté cómo la grasa, tibia y pegajosa, rezumaba entre mis dedos.

—Toma —agregué, dirigiéndome a Esteban—; coge esta zanca, que es demasiado grande para mí, y la dividiremos en dos partes.

Se rompió el hueso, y la carne se separó en dos porciones desiguales, yendo para Esteban la mayor parte de ella.

—Eso significa que serás afortunado en amores —declaré jovialmente.

—Ya lo es ahora —intervino Juan—. Los pajares lo saben muy bien.

—Creo que no se refiere a eso —repuso Esteban, poniéndose serio de pronto—, sino al cuidado, la preocupación por alguien, ¿no es así, lady María? También yo sé de esas cosas.

—Entonces, siempre conservarás ese don.

—Así lo espero —repuso.

Juan nos sonrió a Esteban y a mí, feliz de que los tres fuéramos buenos amigos, mientras Ruth, en silencio, seguía cortando su carne en porciones muy pequeñas y se las llevaba a la boca con el remilgo de una monja.

Shadrach, Meshach y Abednego se movían diligentes entre la sala y la cocina, retirando fuentes y volviéndolas a llenar, pero daba la impresión de que Juan y Esteban nunca iban a satisfacer su hambre. Con la discreta aunque efectiva ayuda de Ruth, dieron cuenta de tres faisanes, dos patos, dos pasteles de cangrejo, y cuatro jarros de hidromiel.

—Dejad algo para nosotros —susurró Shadrach al oído de Esteban—. Ésta es la última ave que queda.

Esteban se mostró sorprendido, y luego, con gesto contrito anunció que se hallaba harto como una garrapata en la oreja de un sabueso. Shadrach aprovechó entonces la ocasión para llevarse la fuente con el ave a la cocina.

Después del festín, los muchachos me narraron sus aventuras, animándose, más que interrumpiéndose, con comentarios como: «¿Le has contado lo del arroyo, Juan?», o bien, «Esteban, tú relatas mejor lo de la lucha».

Juan hablaba más porque tenía mayor facilidad de palabra; Esteban, por su parte, gesticulaba y hacía ademanes, y más de una vez pidió a Juan que terminara lo que estaba contando. Y Ruth no intervino hasta el final de la historia, cuando con toda calma, y sin que nuestras miradas se encontrasen, explicó cómo había sido capturada por las mandrágoras, y el convenio que hizo con aquellos seres.

Yo la examinaba mientras ella iba hablando. ¿Era una muchacha tímida? Más bien me parecía distante, como abstraída. Y también recelosa, al menos de mí. Unos simples celos no bastaban para explicar su proceder. Yo no era ni mucho menos una rival para la clase de amor que parecía desear de Esteban. No, no era mi belleza lo que la molestaba, sino la sabiduría y experiencia que los jóvenes suponen un atributo de la madurez. En una palabra, mis sensatos razonamientos. Algo había en ella, ciertamente, que no deseaba que trascendiese.

—Y ahora, los regalos —declaré yo.

—¿Regalos? —inquirió Juan.

—Sí; acostumbran a hacerse con los postres.

—Pero es que nosotros no tenemos nada que daros.

—Me habéis contado una maravillosa historia. Ningún juglar me hubiera mantenido tan interesada como vosotros. Veréis lo que os voy a regalar…

Y así diciendo, di unas palmadas y Shadrach, Meshach y Abednego aparecieron con mis obsequios, unos instrumentos musicales que habían pertenecido a mi hijo. Para Ruth un rabel, instrumento de tres cuerdas procedentes de Oriente, que se tocaba con un arco; para los chicos, unos pequeños timbales que se colgaron de los hombros con una correa, y que comenzaron a tocar con los palillos apropiados.

Ruth aferraba el rabel entre sus manos, sin decidirse, hasta que Esteban se volvió hacia ella y le dijo:

—¡Vamos, Ruth, toca para nosotros! ¿Qué esperabas, acaso, un arpa?

Entonces Ruth les acompañó, y los muchachos iniciaron una especie de desfile por la estancia; Esteban iba el primero, Juan avanzaba detrás, y cerraba la marcha Ruth, tañendo el rabel con evidente destreza, la cual había perdido ya su aire lejano y enigmático. Shadrach, Meshach y Abednego estaban apoyados en el marco de la puerta, y detrás de ellos se hallaba Sara con sus regordetas hijas. No me sorprendió cuando comenzaron a cantar; pero yo misma me asombré cuando me vi acompañándoles con la última tonada en boga aquellos días.

Está llegando el verano

Y canta vivaz el cuclillo

Crecen las semillas, florecen los prados

Y todo el bosque revive con los cantos

¡Canta, cuclillo, canta!

Al cabo de una hora, los tres músicos, cuyo auditorio se había retirado ya a la cocina, casi habían perdido las energías que recuperaran con el banquete. Ruth se dejó caer en el sillón situado junto a la chimenea, y los muchachos, agradeciendo aún mis obsequios, se acomodaron en los asientos del mirador. Esteban comenzó a bostezar y a dar cabezadas, mientras que Juan, sentado frente a él, le daba de vez en cuando un discreto puntapié para que no se durmiera.

—Venid —dije yo entonces—; encima de las cocinas hay una pequeña estancia donde solía dormir mi hijo. Afirmaba que el salón era demasiado grande, y que en la sala de estar hacia excesivo calor. Os enseñaré dónde está la habitación, mientras Ruth se prepara para acostarse. A ti, Ruth, te prepararemos un lecho junto a esta ventana. Sólo hay que unir los asientos en que se hallan Juan y Esteban, y colocar encima unos cojines. ¿O quizá prefieras —me temo que hice el ofrecimiento con muy poco entusiasmo— compartir mi propio lecho, bajo el dosel?

—Los asientos de la ventana me parecen muy cómodos.

Señalé hacia un armario con grandes herrajes y pinturas en la madera, y añadí:

—No está cerrado con llave. Abre las puertas, y hallarás un camisón, que puedes ponerte mientras yo acompaño a los muchachos a su cuarto.

La estancia de mi hijo era tan pequeña como la capilla de una torre, y sólo poseía una ventana; pero la cama, amplia y con dosel, resultó irresistible para los agotados muchachos.

—¡Es justamente como su lecho! —exclamó Juan.

—Algo más pequeño, pero igual de mullido.

—En casa —agregó Juan— dormía en un banco, contra la pared, compartiendo el cuarto con otros ocho muchachos, hijos de los caballeros de mi padre. Yo tenía el banco de la pared gracias a que mi padre era el dueño del castillo.

—Y yo dormía sobre la paja —terció Esteban, al tiempo que palpaba el colchón, se tendía sobre él y lanzaba un profundo suspiro de satisfacción—. Esto es tan mullido como el cuerpo de un cachorrillo. ¿De qué está hecho el colchón?

—De plumas de ganso.

—Con los gansos que comimos anoche, podría hacerse un colchón, ¿no es cierto?

—Dos, me parece —corregí yo, mientras sacaba una piel de oso forrada de seda, de un pequeño y desvencijado armario que mi hijo había construido cuando sólo tenía doce años—. Y ahora, me marcho a ver cómo se las arregla Ruth.

No soy una persona reservada, y por consiguiente no voy a negar que al ver a los muchachos allí —Esteban en el lecho, sonriendo con aire adormecido, y Juan aún en pie, pero con manifiestos deseos de acostarse—, casi se me saltaron las lágrimas. Tampoco necesito decir que me sentía muy complacida al ofrecerles la cama de mi hijo, mientras quisieran permanecer en la Mansión de las Rosas.

Pero quizá la emoción no me dejó expresar estos sentimientos, y me limité a decir:

—Dormid tanto como queráis. Sara os hará el desayuno a cualquier hora que os levantéis.

—Sois muy amable, mi señora —manifestó Esteban—. Pero mañana, creo yo, debemos madrugar para proseguir nuestro viaje hacia Londres.

—¡A Londres! —exclamé yo—. ¡Pero si vuestras heridas aún no están curadas!

—En realidad no eran sino magullones, y si no nos vamos ahora que las habéis curado con vuestra magnifica medicina, tal vez nunca nos marchemos de aquí.

—Quizá yo también desee que no os marchéis jamás.

—Pero tened en cuenta, lady María, que debemos luchar para libertar Jerusalén.

—¿Acaso pensáis triunfar donde han fracasado reyes como Federico Barbarroja y Ricardo Corazón de León? ¡Precisamente vosotros, dos chiquillos sin arma alguna!

—Ya no somos chiquillos —protestó Esteban—. Yo soy un mozo de quince años, y Juan está creciendo como un joven olmo. ¿No es cierto, Juan?

—Sí, es verdad —confirmó el otro, sin demasiado entusiasmo—; pero no veo qué razón hay para que nos marchemos por la mañana.

—También es a causa de Ruth.

—¿Y es Ruth vuestro ángel guardián? —inquirí con ironía que pasó inadvertida para los muchachos.

—Sí, porque nos ha salvado la vida.

—¿Tú crees, Esteban? Bien, dormid ahora. Mañana hablaremos; deseo contaros algo acerca de mi hijo.

Volví a la sala sintiéndome bastante cansada. Ruth ya se había puesto el camisón, y tras colocar los asientos con los cojines encima, estaba acostada y fingía dormir, aunque se olvidaba de aparentar la respiración lenta y profunda del durmiente. Bien, ya hablaría con ella por la mañana. Pero yo estaba segura de una cosa: ella no conduciría a mis muchachos a ninguna cruzada.

Una ráfaga helada me despertó. No era extraño que tras un caluroso día veraniego la noche resultase casi invernal. Me levanté, encendí una vela y saqué edredones para Ruth y para mí. El rostro de la joven parecía flotar entre su cabello dorado. Era como una cabeza decapitada, o de un ahogado.

Pensé en los chicos, tiritando bajo las corrientes de las ventanas sin vidrios. Me había olvidado de correrles las cortinas del dosel. Con mi camisón de noche y mis zapatillas de raso y agudas puntas, como las que usan todas las damas inglesas y que cruelmente oprimen los dedos de los pies, crucé el gran salón y luego la cocina, avanzando de puntillas entre los jergones donde Sara y sus hijos dormían junto al fuego, para subir luego por una escalera de empinados peldaños.

Tras descorrer una cortina de tosca piel, me detuve en el hueco de la puerta de la habitación de mi hijo y miré a los muchachos. Se habían dormido sin apagar siquiera la lámpara que colgaba de una barra, junto al lecho. La piel de oso les cubría hasta la barbilla, y sus cuerpos se encontraban en el centro de la cama, buscando calor.

Me incliné sobre ellos y comencé a extender el edredón. Juan que estaba más cerca de mi, abrió los ojos, y mientras sonreía, susurró:

—Madre…

—María —propuse yo, sentándome en el borde de la cama.

—Eso es lo que quise decir.

—Siento haberte despertado.

—Yo me alegro, en cambio. Habéis venido a traernos un edredón, ¿no es cierto?

—Sí; procuremos no despertar a tu hermano.

Se ensanchó la sonrisa de Juan; le complacía que yo aceptase a Esteban como su hermano y su igual.

—No creo que se despierte con nuestra conversación, pero si me levantase de la cama lo notaria en seguida. Una vez que se ha dormido, no escucha nada, a menos que sea el ladrido de un sabueso enfermo.

—Entonces, ¿os marcháis mañana?

—Yo no quiero irme, y creo que en el fondo Esteban tampoco lo desea. La idea es de Ruth. Ella le susurraba algo en la sala, cuando vos y yo estábamos hablando. Le alcancé a escuchar eso mismo, que debíamos marchar a Londres. Afirmó que por eso había venido con nosotros y nos había salvado la vida de las mandrágoras.

—¿Por qué no confía ella en mí, Juan?

—Creo que os teme, señora. Por algo que vos podéis averiguar.

—¿Qué puedo yo averiguar? —dije.

Había temor en los ojos de Juan cuando, mirando a Esteban, que continuaba durmiendo, manifestó:

—Creo que Ruth es una mandrágora, aunque se ha hecho pasar por un ser humano.

Me estremecí. Hubiera sospechado varias cosas de ella; que fuese ladrona, aventurera, ramera precoz, portadora de la plaga; pero nada tan terrible como que fuese una mandrágora. Aunque el temor era como un tizón clavado en mi pecho, hablé serenamente, pues no quería juzgarla hasta que Juan me hubiese puesto al corriente de todo. Parecía un chico muy imaginativo, al que asustaba el bosque, y que ahora estaba medio adormecido. Sólo tenía doce años. No obstante, por lo que había visto, podía considerársele singularmente maduro para su edad. Esteban, a mi entender, era capaz de despertarse por la noche y ponerse a charlar despreocupadamente acerca de las mandrágoras. Pero Juan no era así, y no lo haría sin tener una razón.

—Dime, ¿por qué crees eso, Juan?

Sus palabras se desgranaron como los ochavos caen de una bolsa cortada por un ladrón: rápidas, confusas a veces, y, a pesar de todo, con un fondo de lógica que me hizo compartir sus sospechas. La misteriosa llegada de Ruth a la cueva de los romanos; sus imprecisas respuestas y la afirmación de que lo había olvidado todo; su gran conocimiento del bosque; su emoción y disgusto cuando ellos dos le hablaron de la caza de la mandrágora por los leñadores; y el incomprensible hecho de que les hubiese canjeado por el crucifijo de oro.

—Y las mandrágoras mantuvieron su palabra —añadió Juan—, a pesar de que creían que Esteban y yo habíamos dado muerte a uno de sus pequeños. Era como si nos dejasen marchar para que ella se adueñara de nosotros.

—Lo cierto es que a su manera tienen un profundo sentimiento religioso —declaré—. He visto unas como cruces de piedra alrededor de mi mansión. Tal vez se hayan sentido obligados por su palabra, en efecto. La fe de los salvajes suele ser inquebrantable, bastante más honda que la de algunos de nuestros cruzados, que saquean ciudades y cometen desmanes. Quizá Ruth te contó la verdad acerca del crucifijo.

—Lo sé —respondió él—, lo sé. No está bien que sospeche de ella, cuando siempre ha sido tan cariñosa conmigo. ¡Hasta me llevó fresas, cuando estábamos en el bosque! En cuanto a Esteban, él la venera. Pero yo tenía que contaros todo esto, ¿no creéis? Tal vez la tomaron por un ser humano, cuando era pequeña, y creció en algún poblado. Ahora, quizá alguien entró en sospechas, y Ruth tuvo que huir al bosque, refugiándose en la catacumba donde Esteban y yo la encontramos. Mirad, si estoy en lo cierto…

—En ese caso estamos todos en peligro, sobre todo, tú y Esteban, que habéis convivido con ella. Tendremos que averiguar la verdad, antes de que abandone esta casa.

—¿Os referís a que debemos hacerle una herida? Pero si hace ya tanto tiempo que pasa por un ser humano, la herida tiene que ser profunda.

—No le haremos daño; tan sólo la enfrentaremos con la acusación. Supongamos que es una mandrágora, y que lo sabía ya cuando os encontró, o se lo dijeron ahora sus semejantes, en el bosque. Tal vez manifestaron con orgullo: «Hermana, ¡qué hermosa has crecido en el poblado!» Pero mañana le pediremos pruebas de su inocencia. Si lo es, se ofrecerá sin vacilar a la prueba del cuchillo. Eso ya será suficiente, pues una verdadera mandrágora rechazaría semejante prueba, y entonces sabremos que es culpable.

—Es como el Juicio de Dios, en los combates, ¿verdad? El Señor condena al culpable; le hostiga la conciencia hasta que pierde la justa. Ahora no será un combate, sino eso, un juicio. Dios hará que Ruth se revele como culpable o inocente.

—Y tú y yo seremos los instrumentos del Señor. Nada más.

—¿Y si ella es culpable?

—Le pediremos que se marche al bosque, a reunirse con su gente.

—Esteban quedará con el corazón destrozado.

—Así salvará su vida, al protegerse de Ruth y del viaje a Londres. Sin su ángel protector, ¿crees que insistirá en seguir adelante con su descabellado plan? No, permanecerá aquí, contigo y conmigo. La Mansión de las Rosas tiene necesidad de buenos muchachos, como vosotros dos.

—¿No le trataréis como a un criado, por el mero hecho de ser villano? Sabed que sus antepasados eran condes sajones, cuando los míos sólo eran piratas vikingos.

—También los míos fueron piratas; y sedientos de sangre, igualmente. Pero no te preocupes, tanto tú como Esteban seréis mis hijos. Tú lo adoptaste; ¿por qué no puedo hacerlo yo?

—¿Sabéis, señora? —manifestó Juan—; siempre os recuerdo tal como os vimos la primera vez, junto a la cerca, con los brazos llenos de rosas.

—¿Es cierto eso, Juan?

—Sí; nunca estuvo más justificado el nombre de una casa: la Mansión de las Rosas.

—Pero yo, como mis rosas, también tengo espinas para proteger a los que amo. Ruth se dará cuenta de ello mañana.

Luego me arrodillé junto a él y rocé su mejilla con mis labios. No era como si le besase por vez primera, sino como si lo estuviese haciendo todas las noches desde… ¿desde hacía cuántos años? Desde que mi hijo se marchó a Londres y no volvió jamás.

—Estáis llorando —me dijo.

—Es el humo de la lámpara, me irrita los ojos.

Él se colgó de mi cuello, y ya no era un muchacho, sino una criatura a la que casi podía haber amamantado.

—Me gusta vuestro cabello cuando lo lleváis suelto —manifestó—. Es como una aureola que se extendiera hasta vuestros hombros.

Y se quedó dormido en mis brazos.