Capítulo primero

Tengo treinta y cinco años; soy, por lo tanto, una mujer madura, y a pesar de estos tiempos de calamidades y de plagas, de muertes prematuras y de fenecimiento de la belleza antes que el cuerpo muera, se dice que aún sigo siendo tan hermosa como una virgen bizantina, flotando en el cielo de un mosaico dorado y soportando las penas como una túnica de pétalos blancos. Pero las penas no sirven de túnica, sino que son como la desnudez para los ojos de los curiosos, para la lengua de las urracas maldicientes que gozan con la pesadumbre de los demás: «Siempre está muy triste… La mansión necesita un heredero… ¿Quién nos va a defender del bosque amenazador, de los ladrones y de las malignas mandrágoras?»

Once años hace, en el Año del Señor de 1202, llegó Edmundo el Lobo, el compañero de armas de mi esposo, y nada más desmontar del caballo me dio la noticia de que mi marido había muerto, dejándome como compensación las riquezas capturadas antes de que pereciese en la batalla. ¿Riquezas capturadas? No, un simple botín, diría yo, conseguido en el saqueo de Constantinopla. Miren, esta es una época en que los hombres son como chiquillos provocadores y crueles, dispuestos siempre a dar muerte a un judío, a un húngaro, o a un griego, por considerarle un infiel. Se sienten felices empuñando la espada, y aseguran que con ello sirven a Dios. Son días en que los muchachos no están lo bastante crecidos para el orgullo de sus padres, ya que los únicos hombres de verdad son los cruzados.

Y sin embargo, yo amaba a mi esposo, un normando pelirrojo, alegre como los hombres del Sur, y no como la mayor parte de nuestras adustas gentes de Norte. Le amaba por su jovialidad, por su pelo de color de los ladrillos romanos, y también porque me dio un hijo.

Pero las ansias del cruzado, como el maléfico espíritu de la plaga, también se apoderan de los niños. Tan sólo el año pasado, en Francia y Alemania, Esteban proclamó su alto mensaje de Cristo, Nicolás hizo sonar su irresistible flauta, y los niños se fueron tras él como las mareas hacia la luna, y afluyeron hacia el Mediterráneo como ríos de inmaculadas vestiduras blancas.

Poco de aquella locura llegó hasta Inglaterra. Tal vez nuestros niños son poco inclinados a las visiones, quizá prefieren cazar, en vez de congregarse bajo las frías arcadas de los templos, para mantener conversaciones con Dios. Pero la demencia, que aquí no afectó a millares, fue a tocar justamente a mi hijo. Y un día se marchó hacia Londres montado en su palafrén roano, vestido con un jubón de piel de oveja teñido de amarillo, y ajustada una correa de cuero a la cintura, de la que pendía una bolsa tintineante, llena de peniques recién acuñados. ¡Iba dispuesto a tomar un barco hasta Marsella, para unirse a Esteban! Pero Esteban y la mayor parte de su cándido ejército fueron vendidos como esclavos al infiel; Nicolás murió de peste antes de alcanzar el mar, y mi hijo, que apenas tenía quince primaveras, llegó a Londres, recorrió las orillas del Támesis en busca de un navío de dos castillos que le llevara al otro lado del canal, y cayó al fin bajo el cuchillo de un bandido. El demonio, creo yo, había poseído a aquellos niños, una burla lanzada como un guantelete al rostro del Señor.

Pero Dios no es ciego, y en menos de un año, me envió a los otros chicos. Por desgracia, todos estaban contagiados de la misma locura. Ellos fueron Juan, un normando de pelo oscuro; Esteban, que aunque sajón se llamaba igual que el muchacho de Francia, y Ruth, a la que llamaban su ángel guardián, pero que nadie sabría decir si había venido del Cielo o de los Infiernos. Presentí que Dios me había convertido en instrumento suyo para protegerles de la ruina que había caído sobre mi propio hijo. ¿Acaso se equivocó Él al encomendarme una misión tan inestimable y difícil? Lo cierto es que lo intenté, Madre del Señor, ¡bien que lo intenté! Les protegí de las mandrágoras del bosque, les amé, les perjudiqué, y luego, al final… Pero ustedes mismos podrán juzgarme…

Corrió cegado por las lágrimas entre los zarzales, asustando a las aves, haciendo que remontaran el vuelo tantos faisanes y perdices como los necesarios para agasajar a un rey. Los sapos le miraron asombrados y en seguida se arrojaron a la laguna con un sordo y simultáneo chapoteo. ¿Ignoraban acaso que él, el tímido Juan, que había perdido su arco en la espesura y esparcido sus flechas durante la carrera, no era criatura de temer? Juan había vuelto de la partida de caza con su padre, el señor del castillo de Goshawk, y en compañía de los caballeros Roberto, Arturo, Eduardo y los demás. Los nombres de esos caballeros eran diferentes, pero su aspecto era casi el mismo. Tenían manos rudas, encallecidas de tanto empuñar la espada contra el infiel… y contra sus compatriotas ingleses; mejillas enrojecidas por el hidromiel, y no por el sol de nuestros cielos; cuerpos que exhalaban fuerte olor porque se cubrían con jubones forrados de pieles, que llevaban con orgullo incluso en verano, no queriendo imitar a los villanos, que en la época del calor usaban sencillas camisas y calzas sin faldellín. El pelo lacio y humedecido por el sudor, lo llevaban largo por detrás, y cortado en un cerquillo sobre la frente.

A Juan, el hijo del barón, le habían permitido disparar la primera flecha contra un ciervo al que acosaba a los sabuesos. No era buen arquero, pero el ciervo se hallaba tan cerca que sólo podía errarse el tiro si se hacía adrede. Y erró el tiro adrede. Una vez, mientras recogía castañas con su amigo Esteban, el pastor, vio Juan al mismo animal, un magnífico ejemplar de ciervo cuya cornamenta se parecía a las ramas desnudas de los árboles que azota el viento a orillas del mar del Norte.

—No nos tiene miedo —le había susurrado Esteban, en aquella ocasión.

—Ni hay motivo para que lo tenga —respondió Juan—. Jamás podríamos hacerle daño. Es demasiado hermoso.

Ahora, en el momento de la caza, el animal volvió su cabeza y les miró como si los reconociera, y tal vez con un aire de resignación. Estaba acorralado por los sabuesos contra un denso matorral de helechos.

Juan lanzó su flecha por encima de la cornamenta, instante que aprovechó el animal para escapar, atravesando los tupidos helechos como si fueran briznas de hierbas y dejando a los perros inmovilizados por la sorpresa.

—¡Mujerzuela! —gritó su padre con voz ronca a causa de la ira que le producía el haber perdido un festín y un par de astas para adornar el frío vestíbulo del castillo—. ¡Debí entregarte una rueca, en vez de un arco!

Al terminar la partida, Juan fue castigado. Una vez que los caballeros hubieron abatido un animal más pequeño, una joven gacela, tendieron al muchacho sobre el cuerpo cálido y ensangrentado, y cada uno de ellos le pegó de plano con la espada. La mayor parte de los caballeros le golpeó con suavidad, ya que, al fin y al cabo, se trataba del hijo del señor feudal. Pero el golpe de su padre le hizo sangrar y morderse la lengua para contener un llanto vergonzoso.

Después le dejaron marchar.

—¡Vete a las perreras y dile a tu amigo Esteban que te seque las lágrimas! —le gritó aún su padre, con tono burlón.

Un coro de carcajadas subrayó la mofa. Se decía que Esteban se había acostado con todas las hijas de los villanos comprendidas entre los doce y los veinte años. Y los que no tenían hijas solían afirmar, con aire festivo: «Las muchachas lloran hasta que Esteban les seca las lágrimas».

Una vez solo en el bosque, Juan olvidó su afrenta. Estaba demasiado asustado, para acordarse. Apenas cumplidos los doce años, sabía que los bandidos sentenciados a la horca se refugiaban entre los sicómoros que recordaban a los romanos, y entre las encinas que estaban ahítas de sangre de los sacrificios druidas. En cuanto a los animales, había lobos, osos y jabalíes de largos colmillos, sin olvidar las anfisbenas, que eran serpientes de dos cabezas, ni los grifos de escamosas alas Pero lo peor de todo eran los seres de la mandrágora, que crecían como raíces y luego saltaban de la Tierra, uniéndose a sus congéneres para practicar estos actos de antropofagia.

¿Adónde podía ir?, pensó Juan. Al castillo no, ciertamente, pues allí estarían ahora los cazadores, remojándose en grandes tinas de madera, restregándose unos a otros las espaldas, para quitarse la suciedad de varias semanas, mientras las mozas de la cocina les arrojaban encima cubos de agua y miraban furtivamente sus desnudeces.

En un tiempo el castillo había albergado a su madre. Las sombras se atenuaron con la blancura de sus vestidos, y por los salones se difundió el aroma del clavo, de la canela y otras especias de la cocina. Los muros exteriores florecieron con las corolas del damasco, árbol cuyas semillas habían llegado de Tierra Santa. Y las delicadas ascalonias, o «cebollas de Ascalón», asomaron sus tallos verdes en torno al tronco de los árboles, como pequeños gnomos guardianes.

«Si tiene que haber frutos de guerra —había dicho ella—, debemos procurar que sean cosas vivas, y no muertas; cosas dulces, en vez de amargas; cosas suaves, y no ásperas; que aumenten el verde de la Tierra, y no el oro de los cofres.»

Seis años antes ella había muerto víctima de la peste. Ahora, cuando Juan se arrodillaba en el suelo de piedra de la capilla, rezaba al Padre, al Hijo y a la Virgen, pero la Virgen era su madre.

No, no podía regresar al castillo. Podía, pero se vería obligado a visitar la cabaña del abad y tendría que recibir otra lección sobre lógica y astrología, sobre ensayos de Lucano y Aristóteles. En realidad Juan era un buen alumno, y hasta sobresaliente; pero había momentos para estudiar, y momentos para acudir junto a Esteban. A pesar de la burla de su padre, aquél era el momento de ir a buscar a Esteban. No es que su amigo fuese delicado y femenino como una hermana; todo lo contrario, era tan mal hablado y agresivo como cualquier muchacho capaz de tumbar a una chica en el heno. Pero dominaba su rudeza ante Juan, respetaba sus conocimientos, e ignoraba sus debilidades.

Esteban era un villano sajón que tenía tres años más que Juan. Sus antepasados, como él mismo aseguraba con razón, habían sido poderosos condes. Pero los conquistadores normandos les redujeron a la condición de siervos, obligándoles a trabajar las tierras que antaño habían poseído, en los que una vez se alzó una torre de madera rodeada por una empalizada, y ahora se veía el castillo levantado por el abuelo de Juan, una fortaleza de piedra circundada por bastiones en cuya entrada se hallaba el rastrillo de hierro de una poterna, custodiada por arqueros protegidos detrás de las troneras.

Los padres de Esteban habían muerto víctimas de los seres de la mandrágora, en una de las rápidas incursiones que éstos efectuaron fuera del bosque para robar ovejas y cerdos. Un día como aquél, dos años antes, Juan y Esteban se habían hecho amigos inseparables. Juan encontró a Esteban arrodillado junto al cuerpo de su madre; no conocía entonces ni siquiera el nombre del chico que permanecía al lado del cadáver, pero le colocó un brazo, con aire de consuelo, en torno a los hombros —gesto audaz, para alguien tan tímido— y casi esperó un áspero gruñido o incluso un golpe, como respuesta. Sin embargo, Esteban escondió su cabeza entre los brazos del hijo de su amo y se puso a sollozar convulsivamente, sin lágrimas. No pasó mucho tiempo, cuando ambos resolvieron adoptarse mutuamente como hermanos; para ello se hicieron un corte en el antebrazo, con un cuchillo de caza y mezclaron sus sangres sellando así el pacto.

A partir de entonces, Esteban había vivido en un desván situado encima de las perreras, haciendo de cuidador de sabuesos, de pastor y de granjero, mientras adquiría gran destreza en el arte de luchar con los puños y con el garrote. No sabía leer inglés, y mucho menos francés o latín, pero los lobos temían su palo y los hombres crecidos, sus puños. ¿Cómo se le hubiera podido describir adecuadamente? Era irritable, pero su enfado era motivado por las cosas, y no contra ellas; por los siervos y la miseria en que vivían; por los perros a los que obligaban a acometer temerariamente en las cacerías, y que a menudo perecían entre los colmillos de los jabalíes; por los animales que eran muertos para distracción de los amos, y no para que sirvieran de comida. Algunas veces, también se mostraba jovial: hablaba de las cosas en voz alta, con aire radiante, manejaba el arco, daba de comer a sus perros o blandía la guadaña lleno de vitalidad.

Otras veces ni estaba alegre ni enfadado, sino que parecía encontrarse más allá de ambos estados de ánimo; caía como en un rapto de ensoñación, y anhelaba encontrar un ángel, o la espada Excalibur, o, mejor aún, soñaba en comprar su libertad, para luego convertirse en un Caballero Hospitalario, ayuda de peregrinos y terror de los infieles.

—Pero tendrás que hacer un voto de castidad —le había dicho Juan, en una de esas ocasiones.

—Bueno, ya pensaré en eso cuando llegue el momento —repuso Esteban.

Por otra parte, era uno de esos seres que tan poco abundan, un soñador que pone en práctica sus sueños, y últimamente había hablado del triste sino corrido por la Cruzada de los Niños, añadiendo que ya era hora de que otros Esteban y otros Nicolás siguieran a los primeros muchachos, pero armados con espadas, en vez de símbolos, para que pudieran triunfar donde los otros fracasaron.

Juan sentía un hondo temor de que Esteban se marchase a Jerusalén sin llevarle con él, a pesar de que no sabía si iba a tener valor suficiente para un viaje semejante, primero a través de las tinieblas del bosque hasta llegar a Londres, luego en barco hasta Marsella, más tarde a los puertos de Ultramar, de la Tierra Exterior, y por último a la tierra de los sarracenos.

Ahora Juan, empero, salió de su ensimismamiento y apresuró el paso; pero volvió a pensar en las razones que iba a esgrimir para hacer que su amigo renunciara a su propósito. Encontró entonces al viejo Eduardo segando en la Pradera Común; llevaba un taparrabo andrajoso sujeto a la cintura, y su rostro y sus hombros eran tan ásperos y oscuros como una silla de montar después de un viaje desde Londres a Edimburgo. El viejo no alzó la vista, ni perdió un solo golpe de guadaña. «¿Para qué mirar al cielo? —solía decir—. Pertenece a los ángeles, y no a los siervos.»

—¿Has visto a Esteban? —le preguntó Juan.

Zas, zas, zas, hacía la guadaña, y las hierbas se abatían como las víctimas de la peste.

—¿Has visto a Esteban? —inquirió el chico, en voz más alta.

—Bueno, que no soy sordo —gruñó el anciano—. Vuestro padre me quitó la juventud, los cerdos y el maíz, pero no las orejas. Al menos por ahora. Vuestro amigo, en cambio, perderá las suyas, si no hace su trabajo. Debería estar ya aquí, en la pradera, en estos momentos.

—Entonces, ¿dónde está? —exclamó Juan, desesperado.

—Habrá ido hacia la Cueva de los Romanos, a juzgar por la mirada que tenía. Allí va a esconderse, cuando sueña despierto. Ni siquiera me dirigió una sola palabra.

La Cueva de los Romanos eran las ruinas donde aquellos habían venerado a su dios del sol Mithra, en una bóveda subterránea. Más tarde, y como desagravio al Dios de los cristianos, los sajones alzaron una iglesia de troncos y transformaron la cueva en una cripta para enterrar a sus muertos. Durante la conquista normanda, las mujeres y los niños se ocultaron en la iglesia, y los normandos arrojaron teas encendidas al techo y quemaron el templo con sus ocupantes dentro. Los restos carbonizados y retorcidos fueron quedando ocultos por la floreciente aliaga, y los pocos maderos ennegrecidos que se alzaban como manos implorantes entre las flores amarillas, ya no atrajeron más fieles hacia los sepultados dioses.

Ningún forastero hubiera sospechado que había una cripta debajo de las matas florecientes, pero Juan apartó las ramas espinosas y se internó por una estrecha hendidura hasta alcanzar un tramo de escaleras. Aquel lugar estaba como imbuido de un espíritu sagrado; se percibía una sensación extraña, de tiempos idos, como la que se siente cuando se observa una gran piedra druida que los líquenes han erosionado y que se alza hacia las estrellas como participando de su cósmica lejanía. Allí los adoradores de Mithra se habían bañado con la sangre de los toros sacrificados, y ascendieron los siete peldaños de los iniciados para rendir homenaje al sol. Era un vergonzoso rito pagano, según había dicho el abad, y Juan le preguntó entonces la razón de que Jehová hubiera ordenado a Abraham que sacrificase a Isaac.

—Era sólo como prueba —contestó rápidamente el anciano.

—Pero, ¿y la hija de Jefté? Ella no era ninguna prueba.

El abad prefirió cambiar de tema.

Aunque sólo tenía doce años, Juan ya había empezado a hacer preguntas acerca de la Biblia, de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo. Para Esteban, la religión era sentimiento, y no reflexión. Dios era como un patriarca de frondosa barba, y los ángeles tenían que ser tan reales como los árboles del bosque. Juan pensaba de modo diferente. Sólo la Virgen María quedaba al margen de toda duda, de toda discusión, y le parecía una hermosa mujer, sin edad precisa; envuelta en un manto de seda bordada, moraba en lo alto del cielo unas veces, y otras casi al alcance de la mano; brillando más que el sol, y, sin embargo, tan sencilla como el pan, la hierba, los pájaros y el amor de Esteban. Era invisible, pero no inalcanzable.

Al llegar al pie de las escaleras, Juan se vio ante una cueva larga y estrecha, de paredes de tierra en las que estaban inhumados los cristianos envueltos en sus sudarios, y que terminaba en una bóveda semicircular. Ahora, en aquel lugar ya no se adoraba a Mithra, ni se sacrificaban toros sagrados; tampoco se veneraba a la Virgen María, que acunaba en sus brazos al niño Cristo. Esteban se hallaba arrodillado sobre las piedras y sostenía un cirio, que iluminaba el techo cubierto de pinturas que representaban a Jesús caminando sobre las aguas, multiplicando los panes y los peces, y ordenando a los ciegos que vieran y a los lisiados que caminasen.

—Juan —dijo Esteban—, he encontrado…

—¡Una Virgen!

Estaba tendida sobre un lecho de hierbas. Su rostro parecía una máscara de marfil, bajo la luz de la vela. Juan pensó en la imagen de una Virgen procedente del altar de alguna catedral francesa, aunque parecía animada con el inconfundible soplo de la vida. Luego, al acercarse, comprobó decepcionado que no se trataba de la Virgen, pues era excesivamente joven. Tan sólo era una muchacha.

—Es un ángel —dijo Esteban.

—Ah, un ángel —murmuró Juan, y suspiró lamentando la juventud de la aparición.

¿Para qué necesitaba él otro ángel, y femenino, por añadidura? Dios, o la Virgen María, le había enviado a Esteban, angelical aunque no femenino, y menos aún afeminado, con su revuelto cabello en lugar de una aureola, su rostro más enrojecido que sonrosado una especie de arcángel Miguel o Gabriel dispuesto a hacer resonar su poderosa trompeta, en lugar de pulsar una suave lira.

El ángel se movió y abrió los ojos con un gracioso parpadeo; sin sorpresa ni temor, sino más bien, según le pareció a Juan, con meditado cálculo, como algunas de las rústicas muchachas que acudían al desván de Esteban. Sus dientes eran blancos como la tela de su túnica, que se ajustaba en el talle por medio de un cerúleo cordón de seda. Sus puntiagudas zapatillas, de piel festoneada de terciopelo, eran como las que deben usarse en las suaves praderas del cielo. Pero no tenía alas. ¿O acaso las escondía bajo su túnica? Juan se sintió tentado a hacerle alguna pregunta.

—Salúdala —murmuró Esteban—. Dale la bienvenida.

—¿Cómo debo saludarla? No conozco el lenguaje de los ángeles —respondió Juan, apesadumbrado.

—Puedes hablarle en latín, me parece. Tiene que conocerlo, con tantos sacerdotes pronunciando el benedícite en esa lengua.

Esteban tenía razón. En el rudo inglés ni había que pensar, y tampoco en el francés de los normandos, quienes, al fin y al cabo, eran descendientes de los bárbaros vikingos.

¿Quo vadis? —preguntó Juan, tal vez con muy poca delicadeza.

Su sonrisa, aunque deliciosa a juicio de Juan, no sirvió para contestar a la pregunta.

—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió el muchacho, en el francés de los normandos.

Esteban, que conocía algo de francés, le dio frenéticamente unos cuantos codazos.

—Nunca debes hacer preguntas a un ángel —susurró—. Dale la bienvenida. Ríndele homenaje. Recita algunos salmos, o cuando menos, un proverbio.

—No estamos seguros de que sea un ángel, ¿no crees? En realidad, no nos lo ha dicho.

Por fin la aparición habló.

—No sé cómo me encuentro aquí —dijo en un latín impecable, y, al notar que Esteban no la había entendido, repitió sus palabras en inglés, aunque con una grave dignidad que suavizaba la rudeza de la lengua.

En ese momento Juan observó el pequeño crucifijo que el ángel sostenía entre sus manos. Era una cruz griega de brazos iguales, labrada en oro y con gemas incrustadas, la que por sus estudios dedujo que procedía de Oriente.

—Sólo recuerdo la oscuridad que me rodeaba —siguió diciendo el ángel—, y luego, una caída, tras lo cual me encontré en medio de un gran bosque. Estuve vagando por allí hasta que encontré el pasadizo que conduce a esta cueva, y me refugié para pasar la noche. Debía de estar muy cansada, pues me parece que he dormido mucho tiempo.

Alzó el crucifijo, y, como si el leve peso fuera excesivo para sus delicadas manos, la joya se escurrió entre ellas y fue a reposar sobre su pecho.

—Es de imaginar que tendrás hambre —dijo Juan, sin gran entusiasmo.

Esteban se volvió rápidamente y de nuevo habló en voz baja:

—¡Pero si los ángeles no comen! ¿No lo entiendes, Juan? Dios nos la ha enviado como un mensaje. ¡Para que nos guíe a Tierra Santa! Esteban de Francia recibió su mensaje de Cristo, y ahora nosotros recibimos a otro ángel.

—Sí, pero recuerda lo que le ocurrió a Esteban de Francia. Le vendieron como esclavo, o se ahogó en el mar. Sólo los tiburones saben la verdad.

—No creo que haya muerto; pero si es así, sin duda estará escuchando la voz de Satanás, y no la de Dios. Pero nosotros podemos ver a nuestro ángel.

—Del mismo modo que puedes verme a mí —respondió ella—, deberías darte cuenta de que tengo hambre. Los ángeles también comen, te lo aseguro —al menos cuando viajan— y se nutren de algo más substancioso que los néctares y el rocío. ¿Tienes un poco de venado, o de aguamiel?

—Deberías llevarla al castillo —afirmó Esteban, que se mostraba reacio a abandonar a su recién hallado ángel—. No tengo nada tan hermoso en las perreras.

—No, no pienso llevar a nadie al castillo —dijo Juan—. Y no sólo eso, sino que pienso quedarme contigo en las perreras.

—¿A causa de tu padre, tal vez?

—Si; me azotó con la espada delante de sus hombres, y me llamó… —le fue imposible repetir el calificativo y menos ante Esteban—, me llamó patán. Y todo porque fallé el tiro frente a un ciervo; nuestro ciervo, el que una vez prometimos no herir jamás.

Esteban asintió con aire comprensivo.

—Hiciste bien al no acertarle. Dicen que es el ciervo más viejo del bosque. Aseguran… —y al llegar aquí bajó la voz— aseguran que en realidad no es un ciervo, sino Merlín, convertido en animal por Viviana. Pero dime, Juan, ¿cómo vas a poder vivir conmigo en las perreras? Sería un rudo golpe para el orgullo de tu padre. ¡El hijo de un barón compartiendo un cuchitril con el muchacho que cuida los sabuesos! ¡Te daría aún más azotes, y yo también los recibiría! Tal vez no recuerdes que le cortó las orejas a mi padre porque rompió una guadaña. Y ahora, con un ángel con nosotros, lo único que podemos hacer es…

—¿Dejar que se marche el ángel?

—No; salir cuanto antes hacia Tierra Santa. Tengo algo de comida en las perreras y una muda de ropa. Ni siquiera necesitas volver a por nada al castillo. Sólo tenemos que seguir el camino romano a través del bosque, hasta llegar a Londres, allí dirigirnos hacia Marsella, y luego continuar el viaje hasta las Tierras de Ultramar.

—Pero fue en Marsella donde el francés Esteban cayó en manos de los tratantes de esclavos.

—No importa, ahora tenemos un guía.

—¿Y si no es un ángel, en realidad?

—Al menos habremos escapado del castillo.

—Entonces, ¿crees que debemos dejar el castillo para siempre?

La perspectiva de abandonar a su padre llenaba de gozo a Juan, que se sentía como un halcón al que quitan la caperuza. Pero en el castillo estaban todos sus bienes: el compendio de sus preceptos, es decir Los reyes de Bretaña, escrito en el mejor pergamino y encuadernado con tapas de marfil; y también estaba otro pergamino con su poema preferido: El búho y el ruiseñor, que él mismo había copiado laboriosamente y con toda exactitud. Sin embargo, lo más importante de todo era que entre los muros de la fortaleza habitaba el espíritu de su madre, junto con todo lo que le recordaba a ella: las escaleras por las que ascendiera, los tapices que tejió, los ropajes que había arreglado, los ecos de la tonada que cantaba para hacer la vida más llevadera, y que hablaba de nobles guerreros y de amores inmortales:

Oíd, el que talló esta madera

Me pide que os recuerde,

Oh, criatura llena de dones,

La promesa más antigua…

—¿Abandonar el castillo de mi padre —repitió Juan—, para no volver jamás?

El rostro de Esteban se volvió rojo como la Oriflama, el pendón encarnado de los reyes de Francia.

—¿El castillo de tu padre? —dijo entre dientes—. ¡Estas tierras pertenecían ya a mis antepasados, cuando los tuyos no eran sino vikingos llenos de escorbuto! ¿Crees que voy a quedarme aquí para siempre como cuidador de perros, sirviendo a un hombre que apalea a su propio hijo, y al que debo entregar lo que cultivo y lo que cazo, y al que tengo que pedir permiso para tomar mujer? Créeme, Juan, ninguno de los dos tenemos que hacer nada aquí. ¡Ante nosotros está Jerusalén!

Para Esteban este nombre sonaba como una trompeta marcial; pero a Juan le recordaba el doblar a muertos de una campana.

—Recuerda que hay un gran bosque en el camino —afirmó Juan—, y luego un canal, y más tarde un mar proceloso donde pululan los infieles. También ellos tienen barcos, ya lo sabes, y son más rápidos que los nuestros, y están armados con el Fuego Griego.

Pero Esteban le cogió por los hombros y fijó en él la mirada implacable de sus ojos azules.

—Sabes bien que no puedo abandonarte, Juan —manifestó.

—No tienes por qué hacerlo —repuso el aludido.

El ángel les interrumpió en ese momento, y parecía un poco disgustado porque en aquel cambio de alegatos y protestas, de razones y argumentos masculinos, casi hubieran olvidado el sublime plan que estaban considerando. Por consiguiente, dijo:

—En cuanto a conduciros hasta Tierra Santa, lo cierto es que no conozco el bosque que debemos atravesar; pero aquí las tierras son húmedas, y al pasar frente al castillo su aspecto me pareció francamente desagradable; es lúgubre y sombrío, con un foso seco y una torre tenebrosa, y con estrechas ventanas sin vidrio alguno. Es una fortaleza, y no un hogar. Si en realidad soy un ángel, espero encontrar moradas más agradables aquí, en la Tierra; de lo contrario volveré rápidamente al Cielo. No obstante, partamos mientras tanto hacia Londres, y vosotros me guiaréis hasta que me halle en terreno conocido.

Llevando al ángel entre ellos, ascendieron las escaleras hasta llegar al exterior, donde lucia el sol. Dieron un corto rodeo para eludir al viejo Eduardo, que aún se ocupaba en segar la hierba en la Pradera Común, y alcanzaron por fin las perreras. Era mediodía, y el barón y sus caballeros habían permanecido en el castillo desde que regresaron de la partida de caza. Los siervos, saliendo de los campos, se habían reunido a la sombra del molino de agua, para comer su pan y su sencilla bebida. Si alguno de ellos advirtió el paso rápido y furtivo de los candidatos a cruzados, sin duda pensó que se dedicaban a juegos juveniles, o imaginó que Esteban había hallado una mozuela para compartirla con el hijo de su amo, y tal vez murmuraría: «Ya era hora».

Mientras los sabuesos de Esteban les hacían fiestas, ellos treparon hasta el desván que estaba encima de la perrera, para recoger las escasas pertenencias de aquél: dos mantos verdes con capuchas para los días de invierno, un par de zuecos y unas largas medias azules que cubrían la pantorrilla, un zurrón de cuero lleno de pan y de tajadas de queso, una botella de cerveza y un nudoso cayado de pastor.

—Es para las lobas —dijo Esteban, alzando el garrote—. Lo he utilizado a menudo.

—Y también es para las mandrágoras —agregó Juan con malicia, esperando asustar al ángel.

—Lo que no tenemos son ropas de muchacha —manifestó Esteban.

—No te preocupes —dijo ella sonriendo, mientras bebía la cerveza de Esteban y comía de su pan y su queso con tanto apetito que daba la impresión de que iba a dejarlos sin provisiones antes de que se iniciase el viaje—. Cuando se ensucie mi túnica, la lavaré en un arroyo, y entonces —añadió con picardía— los dos podréis comprobar si soy realmente un ángel.

La observación pareció a Juan muy poco angelical, por no decir carente de delicadeza. ¡Como si fueran ellos a espiarla mientras se bañaba!

Esteban quiso tranquilizarla, y dijo:

—Jamás hemos dudado de que lo fueras. Y ahora…

Interrumpió lo que estaba diciendo para volverse y dedicarse a poner en orden el desván.

—Debemos dejarle solo con sus sabuesos —susurró Juan al ángel, al tiempo que la conducía escaleras abajo.

Poco después, Esteban con aire silencioso, se les unió en la espesura. Su jubón estaba húmedo de lenguas amigas, y lo mismo sucedía con su rostro, aunque en éste no se sabía si era a causa de las lamidas o de sus propias lágrimas.

—¿Qué te parece? —dijo Esteban—. Podíamos llevarnos a uno o dos con nosotros. El pequeño galgo rabón…

—No —le interrumpió Juan—. Mi padre se pondrá furioso cuando se dé cuenta que nos hemos marchado, pero en seguida se encogerá de hombros y dirá: «Bah, no son más que un par de muchachos que no valen para nada; ninguna pérdida representan para el castillo». Pero si nos llevamos uno solo de sus perros, mandará inmediatamente a sus caballeros tras nuestra pista.

—Ahora me doy cuenta, nuestro ángel no tiene nombre —declaró Esteban repentinamente, algo irritado, como si pensara: «Puesto que ha venido a apartarme de mis sabuesos, al menos debiera haber traído un nombre».

—Yo tuve un nombre, estoy segura de ello, pero se me ha ido de la memoria. ¿Cómo os gustaría llamarme?

—¿Qué os parece Ruth? —manifestó Esteban—. Según la Biblia, siempre iba de viaje, guiando a sus primos y demás parientes, ¿no es eso?

—Era a su suegra —corrigió Juan, quien consideraba que, si iban a ir a las Cruzadas, convenía que Esteban se hallara al corriente de las Sagradas Escrituras.

—Guiando y dejándose guiar por dos fornidos esposos —observó a su vez el ángel, que en esos aspectos parecía estar mejor informada; y se apresuró a explicar—: Bueno, los dos fueron esposos suyos, pero sucesivamente. Si, creo que el nombre de Ruth resulta muy adecuado.

«Es demasiado joven para ser como Ruth», pensó Juan, que le calculaba unos quince años (por más que, como ángel, podía tener quince mil). La misma edad que Esteban, en cuyos pensamientos entraban las visiones angélicas, pero cuyas necesidades del cuerpo no eran ni mucho menos celestiales. A diferencia de los Caballeros Templarios, no había hecho voto de castidad. La situación no era, pues, la más propicia para iniciar una cruzada en el nombre del Señor.

Pero una vez que se internaron en el bosque, el mayor del sur de Inglaterra, Juan comenzó a pensar en mandrágoras y grifos en vez de en Ruth. Era cierto que la vieja calzada romana cruzaba la espesura en dirección a Londres y a Chichester —dentro de una hora llegarían a la carretera—, pero aun en esa vía no se era inmune a los peligros del bosque.