Capítulo II

Por consejo de Ruth, dieron un buen rodeo para no pasar por las tierras del vecino castillo, al que llamaban el Cubil del Jabalí.

—Alguien podría reconocer a Juan —dijo ella—, y avisar a su padre.

—Es cierto —admitió Juan, observando la torre normanda, una de las fortalezas de madera negra construidas por Guillermo el Conquistador para consolidar sus triunfos—. Mi padre y Felipe el Jabalí fueron amigos en tiempos pasados. Felipe solía cenar con nosotros por San Miguel y en otras fiestas, y entonces yo tocaba los timbales en su honor. Pero hace ya bastante tiempo que él y mi padre rompieron su amistad a causa de los límites de sus terrenos. Ambos reclaman cierta arboleda de encinas, cuyos frutos sirven de alimento a los cerdos. Por eso estoy seguro de que Felipe no se mostraría hospitalario.

Tras rodear bastante camino, siguiendo un plácido riachuelo en cuyo curso se veía un viejo molino cuyas piedras no convertían ya el trigo en harina, los viajeros alcanzaron la vía romana. En un tiempo orgulloso camino de legiones invencibles, por sus piedras resonaron más tarde las pisadas de sajones, vikingos y normandos, todos los cuales la usaron para el comercio y la guerra; pero, a diferencia de los concienzudos romanos, jamás repararon los destrozos causados por las ruedas y el paso del tiempo. Ahora había quedado reducida en algunos puntos a un simple camino de carretas, si bien los recios bloques fijados con hormigón, colocados por los romanos, aún permitían el paso de jinetes, caminantes y de las damas de alcurnia, que viajaban en literas de dos caballos.

—Me siento como este camino —dijo Ruth, en un suspiro—, desgastada y muy poco limpia.

Se le había desgarrado el ribete de la túnica con los espinos, y ensuciado la tela con el cieno. Había perdido el rodete que aureolaba su cabeza y el cabello de sus trenzas sedosas, dorado como la flor de la escamonea, se esparcía igual que una cascada sobre sus hombros. Juan, por su parte, iba acalorado, jadeante, empapado en sudor, y sentía deseos de hacer como los siervos y quitarse el jubón de mangas largas para quedar en camisa.

—Esteban —dijo Ruth, con aire abatido—, ahora que hemos hallado la carretera, ¿no podríamos descansar un poco?

Su habla, aunque melodiosa como siempre, se había simplificado al adoptar el sencillo inglés vulgar.

—¡Pero si acabamos de iniciar el viaje! —respondió Esteban, echándose a reír—. Londres aún está muy lejos. Es mejor que hayamos recorrido algunas leguas, antes de que llegue la noche.

—Ahora está mediada la tarde, ¿por qué no descansamos hasta que refresque un poco?

—Está bien —repuso el aludido, y le dio unas palmaditas afectuosas en señal de aquiescencia. Esteban, que no tenía facilidad para expresarse con palabras, lo hacia mejor con sus manos, que eran nido para calentar a un pájaro aterido, bálsamo para las heridas de sus perros, y muy expertas para manejar la guadaña, o el hacha y recoger ramas con que encender una hoguera. Sabía hacer ademanes, señalando o tocando con la exquisita elocuencia del sordomudo y del ciego. Cuando se le daban los buenos días, respondía con unas palmadas en la espalda. Si caminaba con alguien, le cogía por el brazo, trepando a los árboles por el placer de sentir el rudo contacto de la corteza en sus manos, y nadaba en invierno, en los helados arroyo hasta que su cuerpo entraba en calor. Pero sólo tocaba las cosas o la gente que amaba; nunca cuando algo era feo, o se trataba de gentes desagradables.

—Descansaremos tanto tiempo como quieras —agregó.

Ruth dijo sonriendo:

—Creo que voy a tener que pedirte prestado uno de tus jubones. Ya ves cómo se arrastra mi túnica por el suelo.

Luego, en un arranque de pudor, se escondió detrás de unos helechos para cambiarse de ropa.

—Ten cuidado con los basiliscos. Ya sabes que su mordedura es fatal —le advirtió Juan, y susurró muy bajo a Esteban—: Primero se come tu comida y luego se pone tu ropa.

—Querrás decir nuestra comida y nuestra ropa —corrigió Esteban—. Recuerda que ahora los dos somos cruzados.

Juan se calló, avergonzado. Oyó entonces cómo Ruth quebraba ramitas y sacudía las ropas como si deseara poner de manifiesto las distintas etapas de su cambio de indumentaria. Pensó en las mozas —¿diez, veinte?— que se habían desnudado para Esteban. El tema del amor sexual le azoraba. Los razonamientos aristotélicos de su mente se negaban a examinar, esclarecer y evaluar el problema. Sus pensamientos eran como molinos de viento sorprendidos en un incendio del bosque. Él había amado a su madre de un modo —¿cuál era el término adecuado?— filial; a Esteban le amaba fraternalmente. Pero en cuanto a lo otro, bueno, no había sido capaz de reconciliar el código cortesano que cantaban los juglares —rosas, galardones y juramentos de eterna fidelidad— con la recordada escena de Esteban, cuando le sorprendió el año anterior, con una fregona desnuda en su desván, y sin que pareciera turbarse lo más mínimo. Esteban se limitó a sonreír, y dijo: «Dentro de un año, o poco más, Juan, podremos ir de mozas juntos». Mientras tanto, la muchacha se reía neciamente, sin esforzarse por ocultar su desnudez, y esto le recordó a una de aquellas rameras bíblicas a las que rapaban la cabeza o lapidaban vergonzosamente. ¿Quién podía culpar al pobre Esteban de ceder ante esos impulsos? En cuanto a él, Juan había hecho votos, como los caballeros, de pobreza, castidad y obediencia a Dios. Al principio pensó recluirse en un monasterio, pero por no separarse de Esteban, que no tenía el menor espíritu monástico, se decidió a llevar una vida de acción.

—¿Te ha comido la lengua un cuervo? —inquirió Esteban, sonriendo y mientras le rodeaba los hombros con un brazo—. Créeme que no he querido ofenderte. Oye, ¿sabes una cosa? Hueles a clavo.

Juan se puso rígido, no por el contacto, sino ante lo que parecía ser una insinuación. No había olvidado la burla de su padre: «¡Mujerzuela!» Según la costumbre eran las muchachas y las mujeres quienes guardaban sus vestidos en cofres impregnados de aroma de clavo, mientras que los hombres del castillo colgaban su atuendo en la estancia llamada guardarropa, situada cerca de los retretes de la escalera, cuyo pozo iba a parar al foso de la fortaleza. El hedor de ese pozo protegía a las vestiduras del guardarropa contra las polillas.

—Era de mi madre —murmuró Juan—. Me refiero al cofre, donde guardo algunas cosas; aún lo utilizo.

—Mi madre, en cambio, colocaba menta florida en su cofre —dijo Esteban—. Mas yo prefiero el olor del clavo. Tal vez ahora se me pegue un poco; llevo una semana sin bañarme.

Y diciendo esto, apretó afectuosamente el hombro de Juan, y éste entonces comprendió que su masculinidad no había sufrido mancilla. Lo cierto es que Esteban nunca se burló rudamente de él en ese aspecto. Bromear, tal vez, pero sin poner jamás en tela de juicio su calidad de varón.

—No me parece un camino peligroso —siguió diciendo Esteban, que se mostraba comunicativo quizá porque Juan estaba silencioso—. Las gentes de la abadía de Chichester vigilan para limpiar la zona de bandidos. No llevan espadas, pero libre Dios al ladrón que cae bajo sus estacas.

—Sin embargo, el bosque se extiende a nuestro alrededor —dijo Juan— como orgullosa morada de los grifos de alas verdes y escamosas. Parece como si la espesura fuera a devorar el camino. Ya se ha comido los bordes de la calzada, y… —agregó bajando la voz—: ella vino del bosque, ¿no es cierto?

—¡Ella vino del cielo, tonto! —contestó Esteban, riéndose—. ¿No la has oído decir que no conoce nada del bosque?

Antes de que Juan pudiera replicar a su amigo, Ruth se presentó ante ellos, tan verde como el rocío en lo mejor de la primavera. Resplandecía aún en el rústico atuendo de Esteban, con la caperuza echada sobre la espalda. Su cintura aparecía rodeada por el cordón dorado de su túnica, y desdeñando sus zapatillas festoneadas de terciopelo, se había puesto los zuecos del muchacho, cuya tosquedad realzaba la delicadeza de su pie desnudo. En el manto, que se había quitado, llevaba envueltas las zapatillas y el crucifijo.

—Nadie adivinaría hora que soy un ángel —manifestó sonriendo—, y ni siquiera una muchacha.

—Desde luego, no se conoce que eres un ángel, pero una muchacha sí. Deberías endurecer tus manos y ocultar tus bucles, para poder pasar por un chico.

Ella hizo ademán de querer esconder su ondulado cabello en la caperuza, pero furtivamente, algunos rizos dejó fuera… En el momento en que reanudaron el viaje, Ruth comenzó a cantar una tonada familiar de aquellos días:

En el valle de mi inquieta fantasía

busqué el monte y el aguamiel…

Aunque ella cantaba acerca de un hombre que buscaba a Jesucristo, las palabras fluían de sus labios tan jovialmente como si se tratara de un alegre villancico. Juan echó de menos sus timbales, y Esteban comenzó a silbar. De este modo se olvidaron de la soledad del camino, desierto a aquellas horas, y los grifos de escamosas alas les parecieron inofensivos.

De improviso, al volver un recodo de la carretera, casi tropezaron con un caballero, que llevaba una roja cruz pintada en el escudo —parecía un caballero templario—, y detrás del cual cabalgaba una dama en un robusto corcel, conducido por un criado que no alzaba la vista del suelo.

El caballero les miró con gesto de desagrado. A pesar de los votos que le exigía su orden, parecía más dedicado a la guerra que a servir a Dios. La dama, en cambio, sonrió y les preguntó hacia dónde se dirigían.

—Vivo en un castillo, más adelante —repuso Juan, prestamente, en francés normando.

A diferencia de sus amigos, iba ataviado a la moda de los jóvenes caballeros de la época, con un manto de color violado y cinturón de seda bordado en plata. Así se explicaba que fuera el portavoz del pequeño trío de jóvenes.

—He venido con mis amigos —añadió— a buscar castañas al bosque, y nos disponemos a regresar a casa.

El caballero acentuó más su ceño, hasta que su expresión resultó abiertamente hostil. Detuvo el caballo, y todo en él parecía indicar que sospechaba que Juan hubiera robado una excelente túnica a fin de hacerse pasar por el hijo de un caballero. Los jóvenes de noble cuna, aunque tuvieran doce años, no solían hacerse acompañar de villanos; menos aún les llamaban amigos suyos, y no iban a recoger castañas al bosque a semejantes horas de la tarde.

—No hemos pasado castillo alguno en muchas leguas —gruñó al tiempo que colocaba su recia mano, surcada de gruesas venas, sobre la empuñadura de su espada.

—El de mi padre se halla alejado de la carretera, y la torre no es muy alta —aclaró Juan, sin la menor vacilación—. A decir verdad, le llaman La Tortuga, y es tan fuerte como el caparazón de ese animal. Más de un barón ha tratado de conquistarlo inútilmente.

—Procura volver al castillo lo antes posible —terció la dama con tono admonitorio—. Vosotros no tenéis caparazón, como la tortuga, y el camino es peligroso después del anochecer. Mi protector y yo nos dirigimos a la fortaleza de nuestro amigo Felipe el Jabalí. ¿Sabéis si está aún muy lejos?

—A unas dos leguas, poco más o menos —respondió Juan, y les dio detalladas explicaciones en un francés tan pulido que nadie, ni siquiera el ceñudo caballero, pudo tener la menor duda acerca de su sangre normanda y de su noble cuna. El muchacho hizo entonces una cortés reverencia, les deseó buen viaje hasta el castillo de Felipe el Jabalí, y condujo a sus amigos hacia la imaginaria fortaleza llamada La Tortuga.

—¡Qué jovencito tan guapo! —oyeron aún que decía la dama—. Y varonil, para su edad.

—De no haberme sentido tan asustado —dijo Esteban, una vez que estuvieron a prudente distancia del caballero, de la dama y del poco comunicativo servidor—, habría soltado una carcajada, cuando dijiste que tu castillo se llamaba La Tortuga. ¡Si no hay castillos por aquí en tres leguas a la redonda! Es la primera mentira que te oigo decir.

—¿También tú sentiste miedo? —preguntó Juan, asombrado ante aquella confesión.

—Desde luego que lo tuve. Esos dos eran amantes, y se dirigían a una cita en el castillo del Jabalí. Este individuo consiente tales cosas, según he oído decir. Es como si administrasen un burdel para la nobleza. La dama seguramente tiene el marido lejos de estas tierras, y el caballero templario bien pudo habernos matado, para evitar que fuéramos con cuentos a alguien.

Cuando se hizo de noche, buscaron una gran encina de ancho tronco, y entre los dos chicos ayudaron a subir a Ruth hasta las primeras ramas. Entonces se preparó ella un lecho con hojas y musgo en la cruz del árbol, y, habiéndose quitado los zuecos, se instaló allí cómodamente y con toda desenvoltura, en compañía de los dos muchachos. Parecía tener habilidad para hacer aquella clase de nido, tanto en la Tierra como encima de ella. Una vez que hubo comido algo de pan y de queso, y bebido cerveza, volvió a descender al suelo, y rechazó toda ayuda de sus acompañantes, demostrando que era muy ágil.

—¿Se habrá enfadado con nosotros? —dijo Juan.

—Se bebió toda la cerveza —declaró Esteban—, y ahora se ha marchado…

Treparon por una rama hasta donde se confundía la copa de la encina con la de otra que estaba en la vecindad, creyendo que Ruth se hallaría debajo de ese árbol.

Pero pronto advirtieron que llegaba de un olmo no lejano, y que se reunía con ellos en el improvisado refugio.

—Estaba buscando junquillos —explicó ella— para cubrirnos y no pasar frío; pero no los he encontrado, de modo que tendremos que prestarnos el calor mutuamente.

A continuación se situó en el centro del lecho de hojarasca, pensando, sin duda, que tendría a un muchacho a cada lado. Esteban se tendió a su izquierda.

Con la rapidez y agilidad de Lucifer encarnado en una serpiente, Juan se deslizó entre los dos, obligando a Ruth a correrse hacia un extremo del lecho, pero sufrió cierta decepción al ver que ella aceptaba la maniobra sin protestas. Notó entonces el suave contacto de la muchacha y su fragancia a galanga, una planta aromática, que traían de las tierras de ultramar, y que era usada como base para perfume por las damas inglesas.

—Las estrellas brillan mucho esta noche —declaró ella—. Mira, Juan, allí está Arturo, espiando a través de las hojas; y allí se ve a Sirio, la estrella del Norte, a la que los vikingos llamaban Farol del Vagabundo.

Esteban le dio un leve codazo, como diciendo: «¿Lo ves?, sólo un ángel sabe estas cosas.»

—Esteban… —susurró Juan.

—Dime.

—Ya no tengo miedo. No lamento haber abandonado el castillo, ni me atemoriza estar en el bosque.

—¿Es eso cierto, Juan?

—Si; y se debe a que no estoy solo.

—Ya te dije que estaríamos a salvo con nuestro ángel.

—No me refiero al ángel —dijo aquél, al tiempo que apoyaba su cabeza en el hombro de Esteban, con lo que el olor a perros y a heno se impuso sobre el aroma de galanga que exhalaba Ruth.

—Vamos, duérmete, hermanito, y sueña con Londres y la Tierra Santa.

Pero el miedo volvió a adueñarse de Juan antes de que pudiera soñar con algo. Alrededor de la medianoche, cuando ya había refrescado bastante y los búhos lanzaban su grito, Juan se despertó con el toque de un cuerno, y en seguida oyó un alarido como si un centenar de nutrias hubieran sido atrapadas por la rueda de un molino de agua. El chillido parecía llegar de lejos, y a pesar de todo era tan intenso que le obligó a cubrirse los oídos con las manos.

—¡Los cazadores han encontrado una mandrágora! —exclamó Esteban, incorporándose en el lecho de hojas—. Es una noche sin luna, y ya habrán dado las doce. En estas horas salen de caza; soplan el cuerno para disimular los chillidos. ¡Vamos a ver lo que han cogido!

Pero Juan no tenía muchos deseos de abandonar el árbol, y declaró:

—Si han dado muerte a una mandrágora, no querrán compartirla con nadie. Además, pueden ser unos bandidos.

Ruth también se había despertado con el ruido y los chillidos, y dijo:

—Juan tiene razón. No es agradable contemplar ese espectáculo aterrador. ¡Dar muerte a un retoño extraído de la tierra!

—Me quedaré aquí, haciendo compañía a Ruth —afirmó Juan, pero Esteban ya le arrastraba fuera del nido y le obligaba a descender por el tronco.

—¡No podemos dejar a Ruth sola! —gimió Juan, levantándose del suelo, adonde había caído en el forzado descenso.

—Bah, los ángeles no necesitan protección, todo lo contrario —aseguró Esteban—. Vamos, date prisa o no podremos ver a los cazadores.

Encontraron a los cazadores de la mandrágora al otro lado de la carretera, muy adentro de la espesura. Se trataba de un par de rudos leñadores, padre e hijo, a juzgar por su aspecto, su complexión y el rubio cabello, color de lino, aunque el más anciano estaba corcovado y gastado como una vieja hoz, mientras que el hijo llevaba un parche sobre uno de sus ojos. Los leñadores contemplaban una mandrágora moribunda del tamaño y la forma de un niño recién nacido, exceptuando los sucios zarcillos que de ella salían, así como los enormes órganos reproductores y la verde mata de herboso cabello, que había crecido fuera de la tierra, con flores purpúreas en forma de campanilla. El martirizado cuerpo se retorcía como una gallina decapitada. Ya muerto a su lado, y atado a la mandrágora por una cuerda, yacía un perro con las orejas ensangrentadas.

Como aquella noche no había luna, y las estrellas más brillantes, Arturo y Sirio, estaban veladas por la neblina del bosque, uno de los cazadores llevaba una linterna, a cuya luz Juan vio a la mandrágora, al perro y la sangre, en un espectáculo estremecedor que le hizo pensar en la caída de Lucifer a los infiernos, y preguntarse si Esteban y él no habrían caído también en el Averno.

Uno de los cazadores vio a los muchachos y les dijo, al tiempo que se quitaba de los oídos, con el meñique, unos tapones de cera que se había colocado:

—Pudisteis haber muerto reventados, como este viejo sabueso al que le estallaron los tímpanos.

Entonces extrajo un largo cuchillo de su cinturón y lo tendió a su padre, mientras agregaba:

—No, no; limpio y rápido… Córtalo, no lo destroces.

El viejo partió en rodajas el cuerpo de la mandrágora, que rezumaba savia, más que sangre, y lo envolvió en trozos de tela que colocó cuidadosamente en un zurrón de piel.

—Uno menos de esos demonios —murmuró el padre, irguiéndose de nuevo.

—Una semana más, y hubiera salido del suelo, para unirse a los suyos en sus cubiles.

—¡El rescate del rey Ricardo, en afrodi… afrodisíacos! —tartamudeó el hijo, completando la palabreja con un gesto de triunfo.

En efecto, el negocio de las raíces de la mandrágora era lucrativo e inagotable: decrépitos barones, privados ya de la potencia sexual y amantes cuya pasión no era correspondida. Desde los tiempos bíblicos de Jacob y Lía se había reconocido a la raíz un infalible poder afrodisíaco. Sí, el valor del rescate pagado por el rey Ricardo no era una exageración. Cualquier hombre pagaría con oro y plata, con tierras o ganado, por conquistar un amor reacio o resucitar su apetito carnal extinguido.

Cuando los leñadores hubieron terminado su macabra disección, el hijo sonrió a los muchachos y les ofreció un fragmento del tamaño de un guisante.

—Tomad, chicos —les dijo—. Echad esto en el plato de una moza, y se arrojará a vuestros brazos.

—Él no lo necesita —repuso Juan, rechazando el obsequio—. Las chicas ya van tras él, sin necesidad de eso, como las hormigas tras la miel.

—Pero tú, en cambio, si lo necesitarás, ¿verdad? —barbotó entre risotadas el leñador más joven, dirigiéndose a Juan, y guiñándole su único ojo.

Los siervos tuertos eran algo común en Francia e Inglaterra, por aquella época, y la mayoría de ellos habían perdido el ojo que les faltaba por culpa de sus iracundos amos, y no en peleas. Tal vez el leñador no se había dado bastante prisa en llevar la leña para la chimenea del salón de un castillo.

—Porque no me pareces muy dispuesto para esos menesteres —añadió el leñador.

—Dentro de poco lo estará —terció Esteban, al notar la confusión de Juan—. Sólo hay que darle un par de años, pues no tiene más que doce.

Luego, señalando al perro muerto, agregó:

—¿Tenían que haber usado un lebrel? ¿No podíais haberlo hecho vosotros mismos? Después de todo llevabais cera en los oídos.

—Cualquiera sabe que los perros pegan un tirón más fuerte, lo que arranca la mandrágora entera. Es como extraer un diente de cuajo, con raíz y todo. Además, ya era un perro viejo, y no le quedaban muchos años en los huesos. Y ahora podremos comprar una jauría completa, con lo que nos paguen por la raíz.

Una vez que los leñadores se hubieron marchado, mientras hablaban animadamente acerca de la venta de su tesoro en la próxima feria y de cómo gastarían el dinero, los muchachos procedieron a enterrar el perro muerto.

—Habría sido mejor que también le hubiesen puesto cera en los oídos —comentó Esteban, con amargura.

—La cera no le hubiese servido de nada —dijo Juan—. Al menos, así lo he leído en un tratado sobre animales. Los oídos del perro son tan finos que el chillido de la mandrágora traspasa la cera y mata al animal, de todas formas.

—No es de extrañar que las mandrágoras nos den muerte y nos coman. ¡Con ese modo de arrancar sus crías de la tierra, para luego cortarlas en rodajas! De no ser porque mataron a mis padres, hasta sentiría piedad de esas criaturas. Ahora, un hatajo de viejos libidinosos correrán como monos detrás de las mozas de cocina.

—Me figuro —dijo Juan, que furtivamente había enterrado el pedacito de mandrágora junto con el can muerto— que la pregunta principal es: ¿Quiénes comenzaron primero a comerse a los otros? —luego cogió con fuerza la mano de Esteban y añadió—: Creo que voy a ponerme enfermo.

—No será nada —manifestó Esteban, mientras rodeaba con su brazo protector los hombros del amigo—. Volveremos al árbol, y se te pasará durmiendo.

Pero también Esteban temblaba; Juan notó los estremecimientos en el brazo que le rodeaba. Pensó que le habría afectado la muerte del viejo perro. «Debo sobreponerme —se dijo—, para no entristecerle más.»

Ruth les estaba aguardando con una expresión que no resultaba fácil ver, bajo la tenue luz de las estrellas.

—Sentimos haberte dejado sola tanto tiempo —dijo Esteban—, pero es que los cazadores habían dado muerte a una mandrágora y entonces…

—No quiero que me habléis siquiera de eso —contestó ella.

—Las mandrágoras no pueden trepar a los árboles, ¿verdad? —preguntó Juan—. Porque seguramente los padres de la que arrancaron estarán buscando a los culpables.

—Claro que trepan a los árboles —repuso Esteban, que conocía bastante bien el bosque, y cuando no sabía algo lo improvisaba—. Son árboles, en cierto modo; es decir, plantas de gruesas raíces.

—¿Crees que saben que estamos aquí? Si no pueden ver, ¿no serán capaces de olfatearnos?

—Me gustaría que dejarais de hablar acerca de las mandrágoras —intervino Ruth—. Cualquiera podría pensar que nos rodean a centenares, cuando todo el mundo sabe que esos pobres seres están casi extinguidos.

—A los padres de Esteban les dieron muerte las mandrágoras —manifestó Juan, con aspereza.

Luego se sintió tentado de abofetear a la chica, que parecía tener la virtud de interrumpir con tonterías. Era apropiado y generoso el que Esteban mostrase compasión por una cría de mandrágora, pero imperdonable que aquella muchacha ignorante simpatizara con ese hatajo de criaturas asesinas. Los orígenes celestiales de Ruth cada vez le parecían menos claros.

La muchacha lanzó entonces un pequeño grito, en respuesta a las palabras de Juan.

—¡Oh, perdón, no lo sabía! —exclamó.

—No importa —repuso Esteban—. Pero al menos, los que mataron a mis padres lucharon abiertamente, y no se ampararon en la oscuridad. Las mandrágoras salieron en grupo de la espesura, antes del anochecer, agitando sus retorcidos brazos y blandiendo mazas. Nos hallábamos relativamente protegidos, con excepción de mi madre, que nos traía cerveza al campo. Estábamos en el tiempo de la siega y usamos las guadañas como armas. Sólo se llevaron a uno de los nuestros, además de a mis padres, mientras que nosotros nos apoderamos de cuatro mandrágoras. Son las hembras las más peligrosas, pues se hacen pasar por seres humanos y van a vivir a los poblados. Los machos no pueden hacerlo, pues desde pequeños tienen demasiada pelambrera, y, por otra parte… bueno, ya sabéis… poseen unos órganos demasiado desarrollados. Pero las hembras jóvenes se parecen mucho a nuestras chicas, al menos exteriormente. Por dentro es muy diferente: tienen resina, en lugar de sangre, y unos esqueletos de color castaño que…, ¿cómo podríamos llamarlos, Juan?

—Fibrosos, tal vez.

Mientras Ruth escuchaba en silencio, se había encogido como un ovillo. «Como una araña de diadema —pensó Juan—; hasta con sus reflejos dorados.»

—Cuéntaselo, Juan —dijo Esteban, que se había quedado sin aliento después de un discurso tan prolongado, y agregó dirigiéndose a Ruth—: Sabe de todo, habla francés, inglés, latín… Conoce la historia de nuestros reyes y reinas desde Arturo hasta el malvado rey Juan. Incluso sabe la historia de esas desvergonzadas diosas paganas que iban por ahí desnudas y se casaban con sus hermanos.

Juan, visiblemente complacido, siguió contando la historia iniciada por su amigo. Le gustaba hablar para los demás, pero nunca tenía otro auditorio que Esteban.

—En los viejos tiempos, antes de las Cruzadas —comenzó diciendo Juan, que preparaba su relato como un experto narrador—, las mandrágoras sólo habitaban en los bosques y eran tan sucias y peludas que jamás se las podía confundir con un ser humano. No tenían gustos especiales, en cuanto a lo que comían. Tanto se alimentaban de animales como de hombres, y cuando atrapaban a un cazador en sus redes, lo asaban sobre carbones ardientes, y tras comérselo esparcían sus huesos por el suelo, como hacemos con los palillos de tambor para la fiestas de San Miguel.

Entonces, igual que un avezado juglar, Juan hizo una pausa y miró a Ruth para apreciar el efecto que en ella hacía su relato. La expresión de la chica pareció satisfacerle. Por otra parte, ésta se encontraba tan al borde del lecho de hojarasca, que con un poco más que se corriera caería del árbol, pensó Juan, con regocijo.

—Pero cierto día una pequeña mandrágora hembra se perdió, saliéndose del bosque, y un tosco herrero la tomó por una chiquilla extraviada, desnuda y sucia, después de haber pasado unos días en la espesura. La llevó a su casa, con su familia, y la chica engordó y se puso muy hermosa. El hombre y su mujer no disimulaban su orgullo, pero adelgazaron y todos resaltaban la generosidad del humilde herrero que daba lo mejor de su comida —en un invierno en que ésta tanto escaseaba— a aquella huérfana. Mas durante el verano siguiente la muchacha fue arrollada por una carreta cargada de heno y murió en el accidente. Las gentes de la aldea se disponían a apalear al carretero hasta matarle, cuando advirtieron que la sangre de la chica, más que de color rojo tenía el aspecto espeso y viscoso de la resina.

—¿Qué significa «viscoso»? —preguntó Esteban.

—Pegajoso, como la substancia que rezuma la araña cuando teje su tela. Así se vino a saber que las mandrágoras eran vampiros y antropófagos a un tiempo, y que cuanto más se nutrían de seres humanos menos resinosa se volvía su sangre, hasta que aquélla quedaba completamente remplazada por otra de color rojo, como la humana, aunque sus huesos nunca tomaban color blanco. Sin embargo, debían seguir comiendo carne de hombre, o su sangre volvía a tomar aspecto resinoso.

»Pues bien, las mandrágoras se enteraron de lo ocurrido a la muchacha —seguramente por un ladrón escapado, antes de comérselo—, y cómo ésta se había hecho pasar por un ser humano. Entonces resolvieron enviar más de sus crías hembras a los poblados, donde la vida resultaba más fácil que en los bosques. Entraron por la noche en algunas casas y dejaron sus pequeñas, bien lavadas, por cierto, en lugar de las niñas humanas que se llevaron con ellos a la espesura para darles el terrible destino que cabe imaginar. Al día siguiente, los lugareños pensaron que las hadas habían realizado la substitución, y todos sabemos que el que rechaza al descendiente de un hada arrastra la mala suerte durante toda su vida. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera conocerse el designio de las mandrágoras por los alrededores del bosque. Ahora, cuando una madre encuentra un niño que no es el suyo en su cuna, o llega un chiquillo desconocido al poblado, generalmente le pinchan con una daga. Si de la herida mana resina, lo ahogan y luego lo queman. A pesar de esto, algunas mandrágoras consiguen engañar a la gente, y pasan como seres humanos.

»Debéis saber que su caso no se parecía en nada al de los cruzados del siglo pasado, que se convirtieron en vampiros cuando atravesaron el territorio de Hungría. Los naturales de esta tierra contagiaron su enfermedad, y luego los cruzados la trajeron a Inglaterra. Esos vampiros tenían que cortar la piel, para chupar la sangre de la víctima; además poseían un aspecto cadavérico, antes de nutrirse, y luego se volvían sonrosados y pletóricos. No era ningún problema reconocerlos, para luego quemarlos. Pero las chicas mandrágoras pueden sorber la sangre de una persona con sólo oprimir sus labios contra la piel, y extraen la sangre por los poros. Y lo más terrible del caso es que no tienen el siniestro aspecto de los vampiros, por lo que a veces ni ellas mismas saben lo que son, ni que nacen de una semilla hundida en el suelo. Se alimentan como en sueños, y al llegar la mañana siguiente se han olvidado de todo.

—Eso es algo monstruoso —declaró Ruth.

—¿No te parece? —concedió Juan, contento de que su relato hubiera resultado un éxito.

—Bueno, pero también es monstruoso el pinchar a los niños con cuchillos, para ver si son mandrágoras.

—¿De qué otra forma se les puede distinguir de los seres humanos? Precisamente porque hay gentes sentimentales como tú, las mandrágoras consiguen infiltrarse entre nosotros.

—Con franqueza —replicó Ruth—, no creo que las mandrágoras suplanten a nadie. A mi entender se esconden en el bosque y se nutren de venado y de bayas, pero no de cazadores. Y ahora, será mejor que nos durmamos. Por lo que me habéis dicho, aún nos queda una larga jornada para llegar a Londres. Todos necesitamos descansar.

—Buenas noches —dijo Esteban.

—Que tengáis dulces sueños —contestó Ruth.