Jan Pierson despertó de un sueño inquieto, y al abrir los ojos se halló ante la visión poco inspiradora del techo de metal de su cabina. Sentía que de nuevo comenzaban los espasmos de náusea, y sabía que le durarían dos largas horas sin que el expediente normal del vómito pudiese aliviarle. No podía hacer nada hasta que llegase el momento de tomar la próxima cápsula mitigante.

Era una situación miserable. Su malestar físico estaba compuesto de desprecio íntimo y personal. Despreciaba la debilidad que le mantenía sujeto, una y otra vez, a la náusea de los saltos espaciales, cuando la mayoría de las personas se sobreponían al cabo de unos cuantos ataques. A bordo había una hermosa joven, aún adolescente, que se esforzó por quedarse en el salón después de que le hubiese pasado el efecto de su primera cápsula. Estuvo sentada allí, débil y mareada, pero decidida a no ceder, y desde entonces no se había medicado. ¡Qué debilucho debía de parecerle a aquella joven!

Desde Iris a Kort había poco más de siete años luz, lo que significaba aproximadamente una travesía de diez días y medio, de los que ya llevaban tres de viaje. Bien, viviría a pesar de los siete y medio restantes. Ya lo había hecho otras veces. Apretando los dientes, saltó fuera de la hamaca, descansó un minuto, de rodillas en el suelo, se esforzó por incorporarse y tanteó el camino basta la única silla de la estancia.

La cabina no medía más de dos por tres metros, y, aparte de la hamaca y la silla, contenía un pequeño tocador con un espejo. Jan se contempló un instante en este último y halló muy deprimente la imagen reflejada. Ni aun en sus mejores momentos le agradaba su cara. Era demasiado larga y afilada, con pómulos altos, o sea que no se trataba en absoluto de un rostro idriano típico, como los que solían verse en la Tierra. Sólo medía metro ochenta, era muy delgado y por el momento parecía un espantapájaros espacial mareado.

La diminuta cabina era lo que cabía esperar en un carguero para doce pasajeros, y Jan casi nunca había tenido ocasión de viajar de otra forma. Los planetas que él visitaba no solían entrar en las rutas de las grandes líneas transespaciales. El salón principal era una habitación en forma de caja que se habría visto gravemente atestado si todos los pasajeros se hubieran reunido allí simultáneamente, aunque tenía varios sillones, muy cómodos, una mesa para juegos y un micro-escrutador.

Precisamente era el escrutador lo que había inducido a Jan Pierson a abandonar su hamaca. Antes de llegar a Kort debía realizar una gran cantidad de trabajo y no podía desperdiciar ni un minuto de las horas en que se encontrase relativamente bien. Tragando saliva en un considerable esfuerzo para reprimir las náuseas, y luchando contra el mareo, se dirigió a un vestuario y luego a la ducha, que por fortuna no estaba ocupada. Se aplicó el depilatorio en la cara, tomó una ducha fría, y empezó a revivir, más bien a gozar plenamente de la vida.

Instantes más tarde entró en el saloncito y saludó con cierta sequedad a su único ocupante, un tal doctor Carmody, uno de sus malditos compañeros de viaje que jamás se sentía enfermo y gozaba contándoselo a todo el mundo. Carmody parecía deseoso de conversar y para ello dejó a un lado el libro que leía, pero Jan, percatándose de la maniobra, se dirigió directamente al escrutador y, tras introducir la cinta, se enfrascó en él. Se había inyectado una dosis de metrazol como ayuda para aprender, y, con náuseas o sin ellas, resistiría una hora hasta que llegase el momento de tomar otra cápsula y empezar a trabajar con plena eficacia.

Lo malo de las consecuciones humanas, reflexionó, era que sustituían un problema con otro. Según los físicos, viajar mediante el paso de una dimensión a otra debería de ser instantáneo, pero en la práctica no era así. Todavía había que fluctuar entre el espacio real y el hiperespacio, y eran estas transiciones, de una milésima, aproximadamente, de segundo, las que consumían el tiempo y casi todas las energías, produciendo trastornos a los pasajeros. O había que considerar el asunto de las cápsulas. Le dejaban a uno como nuevo, pero se tenían que tomar solamente de acuerdo con el peso corporal. Tonterías… Era mejor ponerse a trabajar. Presionó el botón y en la pantalla apareció una página del diccionario kortan.

La gramática del kortan era fácil. Tan sistemática como el griego antiguo, y con sólo dos verbos irregulares: ser y haber. Tampoco estaba mal el vocabulario. Unas cinco mil palabras servían para expresar casi todas las ideas, puesto que él no pretendía ser otra cosa que un intermundial. La comprensión del lenguaje hablado sería un poco más difícil, aunque el mayor problema radicaba en el acento. Además, tanto el diccionario como las cintas habladas tenían una antigüedad de treinta años. Captar los matices de los significados, las implicaciones de las inflexiones, el descontento, el amor propio ofendido, entre otras riquezas idiomáticas, sería tan complejo como de costumbre.

Poco después entró alguien más en el saloncito, y, aunque protegido por el insonorizador del escrutador, Jan oyó unas voces. Luego, le palmearon el hombro.

—Señor Pierson…

Era la adolescente, Marty Stevens.

Jan, volviéndose casi a regañadientes, contestó:

—Hola, Marty.

—Hola. Oiga, no es posible que trabaje continuamente. ¿Qué le parece una partida de cartas entre los tres?

Jan consultó su reloj.

—No jugaría bien hasta que tomase la próxima pastilla, pero ya no falta mucho. Trabajaré diez minutos más y luego nos distraeremos una hora. Pero sólo una, ¿eh?

Volvió al diccionario.

«Kribok… una piedra. Kriboki… una piedra pequeña. Kribuk… dos piedras. Kribook… más de dos piedras. Kribog… un guijarro. Kriboch… arena. Kribookab… un edificio de piedra.»

No estaba mal el lenguaje.

Terminó los diez minutos de lección; se levantó y sacó las pastillas del bolsillo. Marty, buena chica, había ido a la cocina para traer una cubeta de café caliente. Durante los alternados microsegundos en el espacio real mantenían una décima de gravedad que no bastaba para mantener los líquidos en las tazas. Jan se trasladó a una silla de la mesa de juegos disponiéndose a gozar de la sensación que produce la merma de los dolores de estómago.

—¿Está clasificado lo que lee? —preguntó Marty.

—No. Eche un vistazo.

La joven se inclinó sobre el visor y luego regresó hacia la mesa.

Treben dok so klenen gil u treben —exclamó.

—Dios mío, habla usted kortan.

—Sí, claro. Nací allí.

—Pues no me lo había dicho.

—Porque no me lo preguntó. En realidad, no me ha preguntado ni contado nada. Ha mantenido la cabeza en su concha, como las tortugas.

El doctor Carmody empezó a reír, pero cambió la risa por una tosecita discreta.

—¿Qué es una tortuga? —inquirió Jan.

—¿No ha estado nunca en la Tierra? —quiso saber Carmody.

—Una o dos veces, muy de paso.

—Es un reptil de mal carácter, con una concha como el perret idriano. Muerde. Aunque hace muy buena sopa. ¿Qué era esa jerga, Marty?

—Un proverbio kortan: «Trabaja duro, pero recuerda por qué trabajas.»

De repente, Jan Pierson se dio cuenta de que se encontraba maravillosamente bien, que tenía un hambre espantosa y que disponía de doce horas magníficas por delante. Sonrió.

—Vaya, puede sonreír —comentó Marty, dirigiéndose al doctor Carmody.

—Será mejor que tome un bocadillo —replicó Carmody.

Oprimió un botón de la mesa y al cabo de un instante se presentó un individuo al que Jan no había visto todavía. Como casi todos los componentes de las razas que respiraban oxígeno, era un humanoide, pero de un tipo poco familiar. Medía sobre un metro y medio de estatura y era extremadamente delgado para las normas de Idrian o la Tierra, con un cráneo desmesurado y unos enormes ojos negros.

—¿Cree que podría preparar un bocadillo? —inquirió Jan—. Grande, con otro café.

—S… s… s… —asintió el hombrecito, desapareciendo.

El doctor Carmody dejó de barajar y empezó a repartir. Los naipes metalizados chocaban contra la superficie de la mesa con leves chasquidos.

—Usted es una persona retraída —observó Marty—. ¿Lo hace adrede?

—¿Retraída? —repitió Jan.

Sabía que, por naturaleza, era reservado, precavido en sus juicios sobre las personas y lento en trabar amistades. A menudo, su trabajo le obligaba a interpretar un papel distinto. Y entre tales ocasiones parecía que se despegaba un poco. Pero aquella muchacha acababa de llamarle retraído; una chica muy bonita que, además, hablaba kortan con buen acento.

—No, no lo hago adrede. Entre el mareo del hiperespacio y tratar de aprender el kortan en diez días, no he tenido mucho tiempo para cortesías.

—Usted es del Cuerpo de Paz, ¿verdad? —se interesó ella—. ¿O no puede confesarlo?

—Sí, claro. No es confidencial, pero no solemos anunciarnos. ¿Cómo lo supo?

—Por eliminación. Usted no es un gran negociante ni un viajante de comercio, ni pertenece al tipo aventurero, ni es un científico que se dispone a clasificar nuevamente la vida ornitológica de Kort. Por otra parte, le pregunté al primer oficial quién era usted.

El doctor Carmody arrojó su mano sin mirarla.

—Cuéntenos.

—Que cuente qué.

—Referente al Cuerpo de Paz. Hace años que oigo hablar de esa organización, y todavía no sé qué hacen ni cómo lo hacen.

—Oh… Mantenemos la paz…, o al menos lo intentamos. Zanjamos las disputas locales con los medios que tenemos al alcance.

—¿No enseñan a los nativos a construir mejor sus chozas?

—Esto fue un Cuerpo de Paz diferente, de hace ya muchos años. Ahora somos un puñado de diplomáticos libres y sin autoridad. Marty, ¿querrá hablar kortan conmigo?

—Durante las horas del día en que su color no se torne verdoso, sí.

—Dijo usted que había nacido en Kort.

—Sí —ella calló de pronto y se mordió el labio—. He pasado dos años en Idris y otros dos en la Tierra con un primo de papá. Allí terminé mis estudios universitarios.

Jan estaba sorprendido. Marty debía tener más edad de la que aparentaba.

—¿Viven sus padres en la Colonia?

—Vivían. Mamá murió hace varios años, y papá el mes pasado. Me enteré… hace muy poco. Y ahora, la herencia… Un abogado dijo que había que firmar varios papeles… Bien, creo que será mejor que aplacemos la partida de cartas para más tarde.

Marty se puso en pie y salió rápidamente del salón.

—¡Diantre! —musitó el doctor Carmody—. Hubiera jurado que a esa chica no le importaba nada de este mundo.

—Sí —asintió Jan—. Parece tener arrestos.

—¿Va a Kort con una misión?

—Sí. No sé si usted habrá oído hablar de las desapariciones.

—Lo he oído.

—Una situación extraña. Catorce personas desaparecidas, todas pertenecientes a la Colonia Intermundial. Las relaciones entre la Colonia y los kortanos siempre han sido buenas, aparentemente, pero nunca se sabe… Y la gente empieza a sentir pánico. Si desaparecen algunas más habrá una oleada de peticiones de traslado a otros planetas. Y luego, lo más probable será que se produzca un éxodo general.

—¿Forma parte de la Policía Intermundial el Cuerpo de Paz?

—No, en modo alguno. Nosotros tratamos que las acciones policíacas resulten innecesarias.

—¿Qué puede usted hacer en este caso?

—No tengo la menor idea. Tal vez no entre en mi línea.

—Tal vez le interese saber por qué voy yo a Kort —sonrió Carmody—. Soy un IHO, o sea, un miembro perteneciente a la Organización Intermundial de la Salud. Y se supone que soy un experto en suicidios. Bien, lo cierto es que he pasado veinte años estudiando el suicidio en todos sus detalles. Y en Kort se está produciendo una epidemia de ellos. Todos kortanos nativos. Ninguno en la Colonia.

—Muy curioso —murmuró Jan—. Desapariciones en la Colonia y ninguna fuera de ella. Suicidios entre los kortanos nativos y ninguno en la Colonia, o al menos esto es lo que me han dicho. ¿A qué llama usted una epidemia? O sea, ¿cuántos suicidios?

—Una docena. No son muchos, pero ya se trata de una cifra significativa. Hasta los últimos meses jamás había habido un suicidio entre los kortanos. Extraño. Y sin fallos. Más extraño aún.

—¿Cómo dice?

—Que cabría esperar suicidios abortados. Personas que desean llamar la atención hacia ellas o sus problemas, aunque en realidad no quieren morir. Pero todos los kortanos han muerto en sus suicidios. Y si les gustan los proverbios me gustaría preguntarle a la joven Marty si tienen alguno sobre la muerte.

—Tendremos que mantener los ojos bien abiertos —reflexionó Jan— por si existe alguna relación. Bien, volveré a trabajar.

La nave espacial Havlom entró en el espacio real a unos quince mil kilómetros de su objetivo. Esta era una de las ventajas de la fluctuación, y muy importante. Un navegante siempre sabía dónde estaba. Orbitaron tres veces en torno a Kort para reducir la velocidad del espacio real. Luego entraron en funcionamiento los retropropulsores, y descendieron lentamente.

En los corredores se encendieron unas luces muy brillantes. Los miembros de la tripulación, que no habían salido nunca a la cubierta de pasajeros, se apresuraban sin dar explicaciones. Los tres pasajeros que tenían que desembarcar amontonaron sus equipajes junto a la portilla de salida y fueron al salón para firmar una gran variedad de documentos. Los que continuaban vuelo se paseaban incansablemente, se despedían de los otros y, por fin, regresaron a sus cabinas. No había nada que ver. La nave tocó tierra. La portilla de desembarco dio media vuelta y se elevó. Colocaron en su sitio una rampa de treinta metros de longitud, y un tripulante advirtió a los pasajeros que tuviesen cuidado. Estaban en Kort.

Ante la mirada de Pierson, el aeropuerto espacial era igual que todos los demás: un par de kilómetros cuadrados, aproximadamente, de cemento ininterrumpido, sólo punteado por señales pintadas. Donde terminaba el cemento, tras una cerca de alambre, había hileras de almacenes y otros edificios menores, muy feos, en los que se llevaban a cabo las operaciones de recepción y despacho. Las cintas transportadoras de carga rodaban hacia la nave Havlom. Un microbús se detuvo al pie de la rampa para recoger a los pasajeros.

Jan siguió a Marty Stevens por la larga pendiente, y pudo admirar su esbelta figura, su paso aplomado, su aparente firmeza. Durante la mayor parte de la última semana de viaje, había sido una compañera amable y una profesora competente. Su acento kortan, gracias a ella, mejoró inconmensurablemente, y hasta comprendía perfectamente el significado de las frases.

Carmody le dijo adiós cuando Jan saltó del vehículo ante la puerta de la Embajada, y Marty le dijo kotobuon, que implicaba que le gustaría volver a verle.

Un grupo de tres kortanos se aproximaba a Jan cuando éste se hallaba delante de la entrada de la Embajada, y el joven los contempló con expresión levemente preocupada mientras, en realidad, estaba catalogando todos los detalles. Eran jóvenes, al menos en apariencia, todos con dos metros o más de estatura, sumamente anchos de hombros, estrechos de cintura y con piernas largas. Las diferencias corporales no eran muy grandes, pero en la Tierra o en Idris sus ropas habrían resultado pasadas de moda. Al contemplar a un hombre kortano cabía pensar que era un espécimen un poco anormal del mejor linaje terrestre. Ahora bien, considerados en grupo sobresalían sus características comunes.

La piel era morena, circunstancia lógica debida al brillo del sol. Las pobladas cejas trazaban una línea a través del rostro protegiendo los ojos, oscuros y bastante hundidos, contra el resplandor solar. El cabello, negro, estaba peinado en dos trenzas. Parecían inteligentes y despiertos. Ciertamente, mucho más que el embajador intermundial, que era un hombre de tez grisácea y aspecto cansado. Sus facciones, angulosas y distinguidas, concordaban con el cargo de embajador, y sus modales y su forma de hablar eran impecables. Era el séptimo embajador que Jan tenía ocasión de conocer. Se llamaba Wendell Holt. Era oriundo de la Tierra y estaba casi en la edad del retiro. Jan se preguntó si viviría el tiempo suficiente para volver a su planeta.

—No hemos cometido errores —aseguró Holt—. Por lo que yo sé, no hemos cometido errores. La Colonia tiene sesenta y cinco años de antigüedad y se estableció pacíficamente. Nuestros primeros colonizadores fueron bien recibidos. Los kortanos estaban bastante avanzados. Trabajaban los metales. Poseían vehículos y máquinas de vapor, obtenido mediante carbón, y las usaban para mover los barcos. Sabían un poco de astronomía, lo bastante como para comprender la diferencia entre planetas y estrellas. Y aceptaron la idea de las naves espaciales sin grandes sorpresas.

Extendió sus delgadas manos en un gesto habitual, sin significado real.

—Apenas tenían conocimientos de medicina, y nosotros estuvimos siempre dispuestos a ayudarles rápidamente. Sí, rápidamente. Algunos de nuestros remedios dieron buenos resultados con ellos, como la aspirina, la quinina y demás. Más adelante, conseguimos desarrollar varios antibióticos contra sus bacterias más patógenas. Y ahora ya poseen sus propios recursos clínicos. Tienen sus facultades y sus escuelas industriales. Nuestros profesores han sido sustituidos por kortanos. Es decir, se sostienen sobre sus propios pies. Algo bueno, muy bueno. Y ahora…, ahora esto.

Holt pareció mirar a Jan por primera vez.

—¿Qué edad tiene usted?, y perdone la pregunta.

Jan dominó su impulso de sonreír porque la pregunta era ineludible. Sabía que aparentaba muy poca edad y que su delgadez y su aspecto reticente daban una sensación de competencia.

—Treinta y uno contando por años terrestres, treinta y dos en Idris y unos treinta y ocho en Kort.

Holt tabaleó irritadamente con los nudillos.

—Demasiado joven para una misión planetaria. ¿Su primer trabajo?

—No, señor. Me ocupé hace poco de los problemas de Tamor y Fénix.

—No me diga… Conozco el asunto de Fénix. Aunque aquello fue distinto. ¿Ha tratado usted alguna vez con secuestros sistemáticos?

—No. ¿Está usted convencido de que se trata de eso?

—Sólo por deducción. Creo que no se trata de asesinatos sistemáticos. ¿Leyó usted mi cable?

—Sí.

—Decía que habían desaparecido catorce personas en un período de seis semanas. Ahora la cifra es de dieciséis.

—Ya. Supongo que usted poseerá datos respecto a las personas desaparecidas: nombre, edad, ocupación, estado familiar, posición económica… y todo lo demás.

No obstante, el embajador no estaba dispuesto aún a discutir los casos.

—Sesenta y cinco años —repitió—. Dos mil personas en la Colonia y sesenta y cinco años de colaboración pacífica. Y no hemos cometido errores, al menos de carácter grave. Hemos sido benévolos, sin segundas intenciones. Naturalmente, ha sido como una calle de doble dirección, mutuamente provechosa. Los kortanos nos han dado amplias concesiones mineras de uranio y torio. Ya conocían el valor de dichos minerales. Además, quisimos que supieran lo que nos cedían. Necesitábamos metales pesados. A cambio, ellos han obtenido una civilización avanzada.

—¿Y son felices con ella?

—Claro que lo son. Los kortanos ya se hallaban bastante civilizados cuando llegamos nosotros aquí, pero su promedio de desarrollo era lento, en parte, sin duda a causa de que la mayoría de sus hombres se interesaban más por el arte que por la ciencia. Nosotros les proporcionamos los estímulos y ellos aceleraron su desarrollo de modo asombroso. Han dado un salto de varios miles de años. Puedo profetizar que Kort tendrá viajes interplanetarios dentro de cinco años, y el espacio cuatridimensional antes de veinticinco, y que tales desarrollos los logrará por sí mismo, sin que nosotros se lo hayamos entregado en bandeja.

—¿Y la cuestión artística? —interpuso Jan—. ¿No podrían añorar los tiempos pasados, llenos de gloria para el arte?

Holt sacudió negativamente la cabeza.

—No, no hay ninguna prueba al respecto. Por favor, no intente extraer analogías de la historia antigua. Intermundo posee demasiada experiencia en colonización para no estar enterado de las minerías disidentes.

—Sus comentarios sobre la Colonia de Kort y sus relaciones con los nativos sugieren que usted cree que se trata de un problema interracial, y que son los kortanos quienes organizan los secuestros. ¿Está muy seguro de ello?

—No estoy seguro de nada, maldita sea. Pero es la explicación más sencilla. ¿Por qué dieciséis personas de todas las clases sociales y razas distintas desaparecen de buenas a primeras sin dar señales de una preparación preliminar? Muy bien. Aquí, en esta carpeta, tiene los expedientes de las personas desaparecidas. ¿Qué va a hacer con ellos?

—No lo sé. Primero, buscar un común denominador, supongo.

—Hum… Le deseo suerte. Y hágame saber todo lo que necesite.

—Lo haré. Usted dijo antes que de haberse cometido errores fueron muy triviales. ¿Se refería a algo definido?

Holt miró a Jan especulativamente.

—Sí, creo que sí. Bien, usted querrá un plano de la Colonia.

—En efecto. Probablemente la policía tendrá uno mostrando todas las posiciones pertinentes.

—¿Va usted a visitar a la policía?

—Es un primer paso evidente, ¿verdad? ¿Y por qué no?

Holt se frotó los ojos. Parecía muy fatigado.

—Sólo hay tres policías en la Colonia. Todos son kortanos. Y en vista de mis sospechas… Además, no han prestado ninguna ayuda. Lo cual es raro… con dieciséis casos de que ocuparse.

Oprimió un botón y entró una joven procedente de la antecámara.

—Le presento al señor Jan Pierson, señorita Takani. Mi secretaria. Por favor, préstele al señor Pierson cuanta ayuda necesite. Ya sabe por qué ha venido. Por el momento, entréguele una copia de nuestro atlas y los planos ampliados de la Colonia y la ciudad.

Jan se había puesto en pie, pero no obtuvo más que un saludo de cabeza de la señorita Takani.

—¿Qué le parece? —preguntó Holt, cuando se hubo cerrado la puerta—. ¿Atractiva?

—Sí, mucho, si a uno le gustan las mujeres del tipo amazona. Y bastante bien dotada.

—Exactamente —asintió el embajador—, muy típica. En los hombres, las piernas, los brazos y el torso quedan desproporcionados. En las mujeres…, hum… Genéticamente, la especie es muy diferente. Al revés que en su mundo y el mío, jamás podría haber aquí mezcla de razas. De acuerdo con la estructura corporal…, bueno…, sería posible, claro. Y ahí radica tal vez uno de los errores.

—¿Quiere decir que las mujeres de Kort han sido violadas? ¿O meramente seducidas?

—En absoluto. Al parecer son ellas las que seducen a los del Intermundo. Son extraordinariamente apasionadas, según me han contado.

—Entiendo. Y esto ha sido la causa de un agudo resentimiento por parte de los hombres de Kort.

—Nunca ha habido el menor indicio de resentimiento. Aunque parezca extraño, los kortanos lo encuentran gracioso. Sin embargo…

Jan recordó que ya había oído hablar de sociedades en las que no existía la posesión sexual, aunque no estaba seguro. Se dedicó a repasar los expedientes. De pronto, un nombre apareció ante sus ojos: Ilyoh Stevens.

—Stevens… —murmuró Jan—. ¿Tenía o tiene una hija?

—No. Ilyoh Stevens carece de familia. Usted se refiere a Roger Stevens. No existe la menor relación entre ambos. Rod fue catedrático de la universidad hasta hace un par de meses. Su hija, una chica preciosa si no recuerdo mal, vive en la Tierra. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque ella ya no está en la Tierra. Vino en la misma nave que yo. Me contó que su padre falleció hace poco.

—Sí. Cayó desde el piso superior de la universidad, por una ventana. Un hombre muy inteligente y un final muy trágico. ¿Para qué habrá vuelto Marty? Estará muy sola.

—Para consultar con un abogado respecto a la herencia.

—Hum… Conocí a Rod bastante bien. No ha dejado ninguna herencia, al menos que valga la pena. El suyo no era un empleo muy bien pagado, y le resultó muy caro enviar a Marty a las universidades de la Tierra. No, esa joven no recibirá mucho. Esos abogados carecen de sentido común.

Jan se levantó del muelle-sillón.

—Me llevaré todo esto al hotel —dijo—. Nos veremos mañana.

La señorita Takani esperaba fuera con los mapas y una llave.

—Ya le han registrado en el hotel. Encontrará su equipaje en la habitación, la cuatrocientos uno. En el piso alto. Pedí una buena habitación por si deseaba usted dar allí alguna fiesta.

Le obsequió con una mirada de soslayo que no le dejó a Jan la menor duda de que, personalmente, ella estaría dispuesta a acudir a la habitación; luego le acompañó hasta el vestíbulo de la Embajada, ajustándose al paso del joven. En la puerta le entregó su tarjeta. Ota Takani, con un número telefónico. Tenía un pronunciado perfume a almizcle.

El hotel Vil-Kort se hallaba cerca de la Embajada. Era pequeño y parecía casi desierto, aunque algunas personas, kortanas e intermundiales, empezaban a entrar en el comedor.

Jan, ya en su habitación, procedió a asearse, cerró nuevamente sus maletas con todo cuidado y bajó a almorzar. Su delgado cuerpo había perdido algunos kilos debido a los rigores del mareo espacial, por lo que durante algunos días tendría buen apetito. En el comedor le ofrecieron dos menús. Uno para los intermundiales, con la clase de platos que se encuentran en todos los hoteles de cada planeta. El otro contenía los platos típicos de Kort. Jan, cautelosamente, pidió unos entremeses nativos y luego pasó a un estofado de ternera con patatas.

Después de comer subió a su dormitorio, y en un mapa de la Colonia pegado a la pared, fue punteando la geografía de la situación. No obtuvo mucha información. Marcando con alfileres azules las casas y sitios de trabajo de las personas desaparecidas, y con rojos los lugares donde se las había visto por última vez, el mapa ofreció un dibujo sumamente caprichoso. Jan empezó a redactar una lista de generalidades.

1. Sin prejuicios raciales. Personas desaparecidas pertenecientes a cuatro mundos: Idris, Tierra, Droon y Donelay.

2. Sin preferencia de edad. Edad media, treinta y ocho. Media en la Colonia, cuarenta.

3. Sin inclinaciones sexuales. Diez hombres, seis mujeres. Casi el mismo promedio que en la Colonia.

4. Sin relación con las ocupaciones y empleos.

5. Sin relación con los nombres.

6. Relación con la riqueza. Se necesita más información.

7. Relación con las actitudes, con los prejuicios. Sin datos.

8. Horario de desapariciones. Todas de noche.

Era una lista inútil, y el intento de Jan de jugar a detectives, una tontería. Llamó a la central de policía y descubrió que el jefe, cuyo título no era jefe sino comisario (¡un comisario con sólo dos subordinados!), fue el que contestó al teléfono.

—Esperaba su llamada —dijo el comisario Brunig, con acento cordial—. ¿Puedo ir a visitarle a su hotel? ¿Dentro de unos veinte minutos?

Jan respondió que le complacería en gran manera; luego, salió al pequeño balcón de su habitación y contempló la ciudad, tratando de identificar algunas señales de referencia. Había pocos edificios de más de dos plantas: el hotel y algunas casas de oficinas, muy diseminadas. La Colonia y la ciudad kortana, llamada Ligord, contigua a la primera, se parecían mucho arquitectónicamente. Las construcciones eran completamente de piedra o de bloques de cemento pintados desde diversos matices del color crema hasta el marrón. Más allá de los límites de Ligord se divisaba una línea de montañas ricas en floresta. El sol, blanco y muy caliente, se había tornado oscuro en su reborde inferior y empezaba a ocultarse tras las montañas. Jan estuvo contemplando el creciente crepúsculo hasta que oyó la llamada del comisario Brunig.

El policía era un poco más alto que la media kortana, de unos dos metros diez, con hombros anchísimos. Pareció verdaderamente encantado de conocer a Jan, el cual, no obstante, no dejó de pensar en los puntos de vista del embajador Holt y se preparó para observar cualquier nota falsa. ¿No era ya una el hecho de que el comisario estuviese tan bien dispuesto a colaborar?

El mapa captó la atención de Brunig, quien se dedicó a examinarlo, asintiendo lentamente a medida que estudiaba las posiciones de los alfileres.

—En mi despacho tengo uno casi igual —explicó—. Pero no me ha servido de nada. Por cierto, hace poco telefoneó el embajador preguntando si podíamos colaborar conjuntamente. Me contó que usted estaba buscando un común denominador. Lo mismo que nosotros, si bien no nos ha dado aún ningún resultado.

Hablaba perfectamente el inglés, aunque un poco distorsionado por los chasquidos y sonidos guturales propios del kortan y de las gargantas de los kortanos. Jan hablaba tan correctamente el inglés como el idrian, y decidió emplear aquel idioma. Aunque muy mejorado, su kortan todavía era un canal muy pobre de entendimiento.

Brunig se sentó en uno de los sillones e inmediatamente pareció mucho más bajo.

—Permítame que empiece diciéndole una cosa —manifestó—. El señor Holt cada vez se muestra menos dispuesto a discutir este caso con nosotros porque, obviamente, teme que se trate de una conspiración de los nativos y no está seguro de que nosotros hagamos todo lo posible por resolver el caso. En realidad no hay pruebas de que hayamos logrado algo. Incluso podría pensar que está complicada en este asunto la policía colonial. Bien, no estamos complicados en nada ni abandonamos nuestro trabajo. Acepte mis palabras, aunque sólo sea en principio. De todos modos, no tenemos ningún testigo, ninguna pista. Y no sabemos qué precauciones adoptar.

El comisario hizo una breve pausa antes de proseguir.

—Los residentes en la Colonia empiezan a asustarse. Si se asoma usted a la ventana verá que la calle, muy frecuentada hasta hace poco, está ya casi desierta. La gente no sale después de que haya oscurecido salvo por un asunto urgente. Esto ya lleva así algún tiempo y las desapariciones continúan. Si a uno no le importa quién sea la víctima, siempre es posible encontrar a alguien.

Jan se había sentado frente a Brunig, escrutando su rostro en busca de alguna expresión reveladora. No vio ninguna. Los ojos, oscuros, se hallaban casi escondidos bajo las pobladas cejas. La cara era, en conjunto, totalmente inescrutable para un miembro de otra raza. Y entretanto, el candor de Brunig resultaba convincente.

—De modo que usted también cree que se trata de secuestros —observó Jan.

—Espero sinceramente que no se trate de asesinatos. ¿Qué otra cosa cabe pensar?

—¿Y que los kortanos son los responsables?

—Supongo que sí —Brunig se encogió de hombros—, aunque, según mi experiencia, nada se halla más en desacuerdo con el carácter de los kortanos. ¿Qué sabe usted de Kort?

—No mucho. Mas antes de que pasemos a tratar de este tema, ¿qué le parece si le invito a cenar?

Brunig pareció encantado, si es que la inclinación de las comisuras de sus labios hacia abajo, y no hacia arriba, podía interpretarse como una sonrisa.

—Gracias. Entonces llamaré a la central diciendo que no regresaré. No sé si usted se da cuenta de una cosa. Hace sesenta años Kort estaba en la edad del carro de dos ruedas arrastrado por…, por el equivalente del caballo terrestre. Ahora podemos marcar un número y hablar con cualquier persona del planeta, marcharnos de noche a casa en un aerotaxi… Pues bien, ¿por qué ningún kortano ha de querer matar a la gallina que pone unos huevos de oro tan sabrosos? Me refiero a ningún kortano con el cerebro normal.

—Oh… ¿Qué me dice de los kortanos que no tienen la mente equilibrada?

—Aquí no existe la locura. Hay muy pocos casos de retraso mental, y de ellos nos ocupamos ya durante la infancia del individuo.

—Cenaremos aquí —decidió Jan—, donde podremos hablar con más libertad.

Empezaba a gustarle aquel tipo, que parecía ser mucho más competente de lo que cabía esperar de un policía de provincias, y estaba dispuesto a confiar en él a pesar de los consejos en contra que había recibido del embajador.

—¿Dónde aprendió inglés? —se interesó Jan cuando les hubieron servido la cena y el camarero les dejó solos.

—Pasé un año en la Academia de Policías de una ciudad llamada Nueva York. Desde entonces nuestros problemas locales han sido sumamente fáciles, al menos hasta ahora. —Hizo una pausa—. No, hallo muy difícil imaginar que se trate de secuestros llevados a cabo por mis compatriotas, principalmente porque hasta ahora jamás hubo ninguno. El kortano no es un individuo que respete particularmente las leyes, pero sus delitos y crímenes se deben al impulso del momento. Comete robos cuando ve algo que desea enormemente y piensa que tiene la oportunidad de apoderarse de ello sin que le pillen, pero no atraca Bancos porque esto requiere un planteo perfecto. Se pelea y puede matar a un rival, pero no envenena a su socio en el negocio para cobrar la póliza del seguro.

Brunig se recostó en su asiento.

—Más o menos, la población de este planeta es de unos tres millones de habitantes. Formamos una sola nación y así ha sido desde los días en que únicamente había aquí poblados aislados. Poseemos una sola fuerza de policía, con un promedio de tres agentes por cada diez mil personas. En la Colonia, no obstante, hay tres para los dos mil habitantes, debido a que se requieren un poco más nuestros servicios.

—Entonces, son ustedes una fuerza de novecientos policías para todo el planeta. Muy notable. ¿Quién los dirige?

—Más que nadie… supongo que yo.

—Vaya, le había tomado el número equivocado, amigo.

—No tan equivocado. En realidad soy un policía de provincias, si sabe a qué me refiero. De todos modos, me alegra poder traspasar este conflicto al Cuerpo de Paz.

—Oh, no, usted no puede ceder su responsabilidad con tanta facilidad. El Cuerpo de Paz no es una agencia de detectives. Nuestra ocupación habitual es convencer a un grupo de personas que no están de acuerdo con algo para que lo estén; si es preciso recurrimos al engaño. Y ahora no sé cómo encarar este problema. Usted dice que los kortanos pueden matar en una pelea. ¿Se han producido algunas muertes por esta causa?

—Bueno, ha habido bastantes robos, y nuestro sentido de la posesión está muy desarrollado. Si un hombre ha trabajado durante diez años para poseer una pintura o una estatua, no es sorprendente que defienda su propiedad con violencia. Tal vez no desee matar al ladrón, pero lo hará en caso necesario.

—¿Debo pensar entonces que los kortanos son coleccionistas de arte?

—Muchos de ellos. Nos gusta comprar con nuestros ahorros originales artísticos. Por otra parte no tenemos música. Para nosotros la música de los otros mundos es sólo un ruido… y no demasiado grato, por cierto.

—Entiendo. Por ahora los kortanos son para mí una raza bastante curiosa. ¿Cómo se enfrentan con sus represiones?

—Con los deportes. Uno de los favoritos es la bagata, sale una veintena del hombres al coso, totalmente desnudos…, excepto los guantes de boxeo. El que queda en pie al final es el vencedor.

—¡Diablo! —exclamó Jan.

—Exactamente.

—¿Le importa que me refiera a un tema delicado?

Brunig sonrió.

—¿El sexo?

—Sí.

—Usted quiere saber si a los kortanos nos molestan las frecuentes relaciones entre nuestras mujeres y los intermundiales, y si esto podría ser el motivo de…, bueno, digamos asesinatos. Le aseguro que no. En el matrimonio practicamos la monogamia, pero no la fidelidad. Para nosotros la fidelidad es artificial e incómoda. Y es difícil imaginar los celos sexuales. Yo soy viudo, pero, en vida, mi esposa sospecho que tuvo, como mínimo, una docena de amoríos todos los años. Y yo otros tantos, o al menos hubiera podido tenerlos, pero aquí son las mujeres las que se interesan más por el sexo. ¿Está usted estupefacto? Pues en nuestra raza esto ha sido completamente normal a través de todas nuestras fases evolutivas. La mujer kortana sólo concibe cuando lo desea, cosa que hemos aprendido recientemente, mediante un reajuste hormonal. Únicamente tiene hijos cuando se casa, y ello si la situación económica es favorable. Las mujeres kortanas hallan sumamente atractivos a los hombres intermundiales. Por el contrario, las mujeres intermundiales no resultan interesantes en absoluto a los kortanos. Un asunto divertido.

—Sí —asintió Jan sin convicción. Pasó a otra cuestión, abandonando una que juzgaba bastante inquietante—. Conozco a los mejores componentes raciales de la Colonia. Bien, hábleme de las minorías.

—Un poco de todo. Hay pequeños grupos de individuos procedentes de diecinueve de los treinta y dos planetas del bloque intermundial. Y, esto aparte, tenemos dos hombres de Skald.

—¿Qué hacen aquí? Si un planeta no forma parte del bloque su gente no puede ir en las naves interestelares.

—Cierto. Un transporte que ondeaba la bandera de Idris sufrió un incendio a bordo y murieron dos hombres. Ilegalmente, descendieron a Skald y reclutaron dos individuos. De poco debieron servirles. No es posible imaginarse a dos sujetos peores. Me visitan frecuentemente para rogarme que los haga regresar a Skald, en lo que yo no puedo hacer absolutamente nada.

—¿Por qué eso de «peores»? Bueno, no sé nada de Skald. Ya resulta bastante difícil aprender cosas de los lugares adonde pueden enviarte en misión. Allí ocurre algo raro, ¿verdad?

—Muy raro. Los skaldeanos son tan poco atractivos que todo el mundo los esquiva. Tienen la tez gris y pegajosa. Engatusan, gimen y se disculpan por existir, y exhalan un olor muy desagradable. Se mueven lentamente y supongo que sus respuestas a los estímulos son retardadas. Esos dos tipos son artistas, aunque carecen de creatividad. Sus obras se limitan a retratos en colores plásticos, y son reproducciones exactas del original; demasiado exactas para resultar interesantes y valiosas. La fotografía ofrece más interés. Pero no poseen bastante ambición ni resistencia para tener empleos regulares, y mucho menos para forjar una conspiración. Olvídelos.

—Muy bien, otra pregunta. ¿Cuánta interpenetración existe entre Ligord y la Colonia?

—Veamos… En la Colonia trabajan unos quinientos kortanos, y una cuarta parte de ellos también duerme aquí, aunque posean hogares permanentes en Ligord. Un puñado de intermundiales, todos de Droon y artistas, viven en una calle de la Vieja Ligord, donde poseen sus estudios y las tiendas donde venden sus cuadros. Unos veinte colonizadores, en su mayoría profesores, trabajan y viven cerca de la universidad. Y eso es todo. Antes de estos últimos sucesos la gente de la Colonia circulaba libremente por Ligord donde incluso hay, por ejemplo, restaurantes populares.

—Todo esto parece muy natural —reconoció Jan—. Hábleme de las medidas que han adoptado ustedes. ¿Han organizado búsquedas?

—Tan bien organizadas como las que más —afirmó Brunig—. He utilizado a hombres de otros distritos y hemos explorado los túneles en una serie de movimientos envolventes. Naturalmente, en Kort éste es un trabajo agotador y casi imposible.

—¿Los túneles? —repitió Jan.

—¿No está enterado? ¿No conoce las características de nuestro sol?

—No. ¿De qué se trata?

—Es más brillante que el sol de Idris, como habrá observado, y no se comporta tan bien. Tenemos tormentas solares, a veces dos en un año, y una en especial, horrorosa, cada tres o cuatro años. Los animales y las aves kortanas se esconden en sus cuevas. Pero los hombres abandonaron las cuevas y empezaron a construir túneles hace muchos siglos. Con el descubrimiento del cemento y la cerámica los túneles se convirtieron en estructuras permanentes. Hoy día poseemos tos túneles, incluso los hay privados, o bien celdas comunales donde nos retiramos en caso de tormenta. Podemos subir a las casas para efectuar breves misiones, pero evitamos las ventanas y no salimos fuera para nada. El sol nos produce ceguera y se nos freiría la piel con unos cuantos minutos de exposición a sus rayos. Nuestros túneles suelen constar de cuatro pisos o estratos, y se corresponden con toda la ciudad y la Colonia. La ley prohíbe, además, mantenerlos cerrados. Las tormentas se desatan sin previo aviso, y en cualquier momento podemos necesitar de ellos. A esto hay que añadir que todo propietario particular puede gozar de túneles cortos, sin comunicar, para formar una especie de hogar. Por todo esto nuestras búsquedas no han podido ser muy eficaces. —Brunig se puso en pie y se desperezó—. ¿Cómo podemos ayudarle?

—Mañana —repuso Jan— me gustaría hablar con los amigos más íntimos o los socios de las personas desaparecidas. Preferiblemente en sus casas o despachos. Usted puede sugerirme los nombres, disponer las entrevistas y, si lo juzga necesario, dar la nota oficial a mis visitas. Tendré que ver nuevamente a Wendell Holt y me gustaría que estuviese usted presente. Y si aún queda tiempo mañana, quisiera dar una vuelta por Ligord, sólo para pensar, para ver cómo la gente va a sus quehaceres cotidianos.

—Muy bien. Estaré en mi oficina a las ocho. ¿Puede ir a buscarme? —señaló un punto del mapa—. A dos bloques de distancia.

Jan bajó con él al vestíbulo y esperó en la acera hasta perderle de vista; luego, como que en varios días no había hecho ejercicio, subió los cuatro tramos de escaleras a pie.

Bien instalada en el centro de la cama y luciendo una sonrisa de bienvenida, en lugar de algo más sustancial, se hallaba la señorita Ota Takani.

Jan tomó diversas notas esbozadas durante las entrevistas. No esperaba nada tan concreto como horarios o hechos nuevos, sino impresiones, atisbos del carácter de las víctimas, síntomas que pudiesen ser la causa de su terrible elección. Habló con tres kortanos, y uno de ellos resultó que había conocido al profesor Stevens. Jan le interrogó a fondo. No era posible relacionar la muerte del profesor Stevens con las desapariciones, aunque era una cosa muy rara el que un ciudadano estable y bien equilibrado se cayera por una ventana para que tal hecho pudiera dejarse de lado.

Como deseaba mantener las entrevistas en tono oficioso, varias conversaciones fueron largas y no pudo completar la lista. Y fue a última hora de la tarde cuando él y Brunig llegaron a la Embajada.

Ota saludó formalmente al comisario Brunig y concedió a Jan un guiño.

—¿Tendrás mucho trabajo esta noche?

Jan miró al policía, que estaba sonriendo maliciosamente.

—De modo que usted ya ha adoptado nuestras costumbres. ¡Bravo! Cuanto antes nos conozca, tanto mejor.

Holt estaba sentado detrás de su escritorio como si no se hubiese movido de allí desde el día anterior, aunque parecía más cansado, o más enfermo, según Jan. Tenía un color céreo. Sin embargo, estaba preparado para dar un resumen financiero de todas las personas desaparecidas. Con Brunig mostró cortesía profesional, aunque algo reservada.

Jan preguntó a Holt si tenía alguna responsabilidad hacia los skaldeanos.

—Sí y no —el embajador extendió las manos—. No deberían de estar aquí, pero carezco de fondos para enviarlos a su patria. Desde aquí sería muy costoso, pues no hay paradas programadas. Tendrán que trabajar hasta reunir el dinero necesario para pagarse el viaje. Por desgracia son incapaces de realizar ningún esfuerzo tenaz. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque constituyen un factor desconocido. Bueno, desconocido para mí.

—Confío en que no esté perdiendo el tiempo y mi presupuesto en tonterías. Esos tipos son incompetentes y no tienen la menor relación con este asunto.

Después, yendo hacia su hotel con Brunig, Jan inquirió:

—¿Cómo pudieron descender aquí esos skaldeanos? Creí que ello no era posible.

—Desertaron. Desertaron y desaparecieron hasta el día después de despegar el transporte. Incidentalmente, los de la nave reclutaron a dos jóvenes kortanos en su lugar, que recientemente habían obtenido el título de ingenieros. Supongo que regresarán algún día. No podemos permitir que nuestros mejores cerebros se marchen a otros planetas. No al menos en esta fase de nuestro desarrollo.

—¿Podría verles?

—Realmente la ha tomado usted con esos dos pobres skaldeanos. Sí, supongo que puede verles. ¿Me disculpa que esta noche no me halle a su disposición? Tenemos una reunión en una organización de abogados y policías a la que debo asistir.

—Naturalmente. Nos veremos mañana.

Jan cenó en el Vil-Kort a solas, releyendo sus notas y tratando de formarse un juicio. El doctor Carmody se detuvo junto a su mesa.

—¿Le molesta mi compañía?

—Al contrario.

Carmody tomó asiento y consideró la minuta.

—¿Ha llegado a algún resultado en lo de las desapariciones?

—Apenas he empezado. Y usted, ¿qué tal va con sus suicidios?

—No muy bien. He pasado el día hablando con un grupo de médicos kortanos y varios psicólogos. Por lo que he podido averiguar, los kortanos son una raza sana y cuerda. ¿Cree todavía que existe una relación entre los dos problemas?

—No estoy muy seguro —replicó Jan—. Es una posibilidad. Dos series de sucesos sin precedentes que ocurren al mismo tiempo invitan a una reflexión. ¿Ha visto al comisario de policía?

—No.

—Es un hombre muy capaz. ¿Vio al embajador?

—Estoy citado con los dos mañana.

—Usted es médico. Bien, tengo curiosidad por saber qué opina de Holt. A los ojos de un profano en medicina, parece un hombre muy enfermo.

—Yo no ejerzo; ni tampoco podría hacer nada debidamente.

—¿No podría traer a su propio médico si creyera que se encuentra en mal estado?

—Tal vez. Veremos. Inicialmente he de suponer que se halla bajo los cuidados médicos adecuados.

Prosiguió la charla y Jan se marchó por fin. En la conserjería le esperaba una nota para que se pusiese al habla con Brunig. Hizo la llamada desde su habitación.

—Hay novedades —respondió el comisario—. Han sido vistas dos de las personas desaparecidas; una, hoy a mediodía, en Sharvik, una población minera situada a unos seiscientos kilómetros de aquí, y la otra en Ligord, hace una hora.

—De acuerdo —asintió Jan—. De este modo el cuadro no es tan siniestro. ¿Qué dijeron?

—Los dos volvieron a desaparecer, lo que no deja de ser extraordinariamente enigmático, pero las identificaciones no dejan lugar a dudas. A ambos los vieron por la calle personas que los conocen bien, y en ambos casos hubo conversaciones breves que confirmaron las identidades. Naturalmente, he puesto a mis hombres en su búsqueda, y, a menos que usted opine algo en contra, supongo que lo mejor será que asista a mi conferencia. Mientras tanto he pensado que usted no tiene fotografías de las víctimas. Le enviaré una serie con un mensajero. A lo mejor tropieza usted con uno de los desaparecidos.

—Muchas gracias —dijo Jan con sinceridad—. Sí, puede ser que vaya a su conferencia.

Sentado ante el escritorio, Jan extendió las notas que había tomado durante el día, constituidas particularmente por una o dos palabras que le recordaban toda la conversación. Entre aquellas notas tenía que haber algo significativo que no sabía ver. Pero no tuvo ocasión de meditar sobre ello. Sonó el timbre del teléfono.

Una voz femenina, desconocida, preguntó si era Jan Pierson.

—Yo soy Vera Marrock…, la señora Marrock. Vivo en el 314 de Norvei Avenue, la misma calle en que está su hotel, siete bloques más arriba.

—¿Sí…?

—Habito el apartamento situado debajo del de los Stevens. La policía llamó y dijo que usted vendría a verme hoy.

—Exacto, pero lo haré mañana.

—Marty vive conmigo. Le conoció a usted en la nave.

—Sí, claro. ¿Sucede algo?

—Supongo que no. Estábamos hablando de esos secuestros, después de cenar, y de pronto Marty se vio asaltada por la idea de que tenía que comunicarle a usted algo. Casi pegó un salto; dijo que iba a verle al hotel y se marchó. La llamé para decirle que le telefonease, pero creo que no me oyó. Como ya sabe, ahora no salimos de noche, por lo que estoy un poco inquieta por ella. Soy ya vieja y no ando muy bien, de lo contrario iría en su busca. ¿Cree que está en peligro?

—Oh, seguramente no, señora Marrock —contestó Jan con un tono calculado para tranquilizar a la anciana—, pero sólo para que no sufra iré al encuentro de Marty por la avenida.

Colgó y meditó sobre la situación que, en términos estadísticos, no era alarmante; pero mientras lo hacía fue poniéndose los zapatos y la chaqueta, y al cabo de un par de minutos estaba fuera del hotel.

No encontró a ningún transeúnte entre el Vil-Kort y el número 314 de la misma calle. Luego, a riesgo de provocar el pánico en la anciana, tocó el zumbador.

—¿Ha vuelto? ¿No? En ese caso, será mejor llamar a la policía. Rogarles que se pongan en contacto con Brunig, pero que empiecen la búsqueda sin él. Yo volveré a mirar por la calle.

Entre los objetos del equipo que llevaba consigo constantemente se contaba una diminuta linterna. La encendió y exploró todas las callejas y callejones sin salida, zigzagueando por la avenida. Para ser una comunidad con sólo sesenta y cinco años de antigüedad la Colonia poseía una cantidad sorprendente de callejuelas, la mayoría de las cuales terminaban en pequeños patios que daban acceso a un par de viviendas y, a veces, a una tienda. Era una zona próspera, aunque fuera de la calle principal no había luces o sólo las de las ventanas iluminadas. Jan caminaba lentamente. No ganaría nada corriendo, ya que podía dejar de ver a Marty o alguna señal suya.

En el segundo bloque encontró su collar, una cadena de oro que ella llevaba constantemente consigo a bordo de la nave espacial. Yacía en medio de la acera, muy cerca de la entrada a un patio. Recogió la cadena, pero lo pensó mejor y volvió a dejarla donde estaba, dispuesta aproximadamente en forma de flecha indicadora. A lo lejos divisó las luces de un aerocoche y pensó que seguramente pertenecería a la policía. Con la linterna formó el SOS universal, y luego penetró en el patio. Era más pequeño que otros, y, aunque uno de los lados estaba ocupado por una licorería, ésta y la vivienda; fronteriza estaban a oscuras.

El rayo de luz recorrió toda la zona vacía, pudiendo ser visto, de haber alguien, desde una docena de ventanas a oscuras. Mas, sin tener en cuenta este peligro, su obligación era investigar primero en el patio. Subió hasta hallarse frente a la puerta de la vivienda y giró suavemente el picaporte. La puerta estaba abierta, lo cual era una suerte. Jan había seguido un cursillo sobre cerrojos y cerraduras y llevaba consigo una simple palanqueta, aunque jamás había tenido oportunidad de utilizarla, y era dudoso que hubiese sabido servirse de ella. Las cerraduras que había observado en sus dos días de estancia en Kort le habían parecido uniformemente complicadas, tal vez a causa de la debilidad de los kortanos por el robo. Que esa puerta estuviese abierta en una casa a oscuras implicaba una invitación a entrar en una trampa, pero Jan no tenía más alternativa que aceptarla.

Se agazapó antes de empujar la puerta. No ocurrió nada. Se incorporó, se deslizó por la abertura y cerró suavemente la puerta a sus espaldas. Sin moverse, esperó a que sus ojos se acostumbrasen a las tinieblas. Cuando, al cabo de varios minutos, continuó sin ver ni oír nada, rebajó las lentes polarizadoras de la linterna a su menor volumen, y paseó el rayo de luz por la estancia.

Ante una puerta situada en el otro extremo, tan silencioso como él, se hallaba el comisario Brunig. Era obvio que el policía le había visto entrar y esperaba a que Jan le viese, ya que se llevó un dedo a los labios indicando silencio.

Volvió a reinar la oscuridad más absoluta en tanto Jan meditaba sobre el posible significado de este imprevisto suceso. Seguía creyendo que el policía era un amigo y un aliado, aunque su presencia en la casa requería una explicación. Podía haber varias. Tal vez Brunig tenía a Marty bajo una vigilancia constante. Y que Brunig hubiese dicho que aquella noche tenía que asistir a una conferencia no significaba nada. La policía suele disimular sus actividades. Jan esperó el movimiento siguiente.

Oyó las palabras apenas susurradas.

—Sígame.

Simultáneamente, divisó la estrella verde fosforescente en la palma de una mano enguantada de blanco. La estrella se movió y Jan la siguió con un brazo extendido para tantear los posibles obstáculos. Brunig parecía conocer el camino a la perfección. La puerta daba a un corredor estrecho y recto que, al cabo de míos veinte pasos, se convirtió en una serie de peldaños descendentes. Jan contó cuarenta escalones y se halló al principio de otro pasillo. La estrella se apagó dos veces y en ambas ocasiones Jan se detuvo. La primera parada duró sólo unos segundos, y casi medio minuto la segunda.

En aquel nivel inferior el aire era diferente, frío y muy húmedo, y la casi imperceptible corriente que azotaba a Jan en el rostro contenía un olor indefinible que no había aún percibido en Kort. El joven oía sus propios pasos, pero no los de Brunig; y, aparte del que hacían sus pisadas, no había ningún otro ruido. Llegaron al elevado umbral de una puerta y los dedos de Jan le percataron, al pasar, que era corredera. Penetró en un pasadizo ancho, o tal vez una vasta estancia, y se detuvo. Cada vez le gustaba menos el curso que seguían los acontecimientos. Brunig parecía demasiado conocedor de aquel lugar, lo cual no servía para calmar la ansiedad de Jan ni mucho menos. La estrella verde de seis puntas volvió a desaparecer. Jan aguardó treinta lentos segundos, y al final utilizó su linterna.

La débil luz bastó para dejarle entrever que se hallaba en una habitación de regulares dimensiones y que Brunig había desaparecido, seguramente por la puerta de la pared que tenía enfrente y que estaba cerrada. No dudó, asimismo, de que la puerta por la que ambos habían entrado estaba también cerrada. No obstante, lo comprobó… y lo estaba.

Había sido un necio. Había confiado en un traidor, metiéndose en una trampa a pesar de las advertencias de Holt. Y su propio nombre aparecería al final de la lista de personas desaparecidas. Tenía que considerar distintas posibilidades.

Parecía probable que en realidad existiese una banda de secuestradores, entre los que figuraban al menos algunos policías. Marty Stevens debía de haber sido apresada a la entrada del patio, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo como para dejar caer su collar. Iba a verle a él con alguna idea que se le habría ocurrido de repente. ¿Estaría Vera Marrock al otro lado de la acera? ¿Habría comunicado urgentemente a Brunig lo que pensaba hacer Marty, o a cualquier otro, con el resultado del rapto de la joven? En tal caso, ¿habría anticipado Brunig su llegada, o simplemente improvisó sobre la marcha con el fin de secuestrarle también a él? ¿Sería Brunig quien había dejado el collar en la calle? ¿No era muy plausible que él, Jan, y no Marty, fuese el principal objeto del secuestro, y que a la muchacha sólo la hubiesen utilizado como señuelo? Según todas las probabilidades, alguien había efectuado una interferencia en el teléfono de su habitación del hotel. Bien, todas estas posibilidades tenían un denominador común: Marty estaba en el mismo apuro que él.

«Has sido un perfecto idiota», se dijo, tras lo cual empezó a registrar la habitación.

Medía unos ocho metros por cinco, y estaba desprovista de muebles. Las paredes y el suelo eran de piedra, con las losas muy juntas, y el techo parecía hecho de alguna clase de espuma acústica. Al apartarse de la pared advirtió que la habitación no formaba un rectángulo, sino una L.

El otro brazo de la L contenía cuatro literas estrechas, y en una de ellas yacía Marty Stevens, sin el menor vestigio de ropa. Por un momento. Jan la tomó por muerta. Sin embargo, respiraba, lenta pero regularmente, y su piel estaba caliente al tacto. También su pulso latía con fuerza. Jan exhaló un suspiro de alivio y luego reprimió el impulso de reír. Los sucesos empezaban a ser grotescos hasta el extremo de la irracionalidad. Era gracioso imaginarse a unos secuestradores que sólo deseasen prendas de vestir.

Marty se hallaba indudablemente bajo los efectos de una de las miles de drogas narcóticas que podían encontrarse en todos los planetas intermundiales. Le cosquilleó la planta de un pie y no obtuvo más que un leve reflejo en respuesta. Jan decidió que la muchacha no podía continuar de aquella manera. Trasladó sus objetos personales de la chaqueta al pantalón y, con cierta repugnancia, casi extraña en él, cubrió a la joven con la chaqueta. No le pareció suficientemente adecuada y acabó por añadir su camisa.

Durante las dos horas siguientes se paseó por aquel cuarto, en parte para entrar en calor, y en parte con la esperanza de que se le hubiese pasado por alto algún medio de salida. Las dos puertas eran de metal, completamente liso, y sin picaporte, cerrojo o cerradura alguna. Periódicamente iba a vigilar a Marty, que permanecía en el mismo estado. Registró las otras tres literas, que eran sólo jergones sin patas, y miró debajo. Finalmente, trasladó a la muchacha a otra litera y registró la suya. No había ninguna trampilla ni salida.

Continuó paseándose.

Al fin, al palmotear las mejillas de Marty, ésta abrió los ojos.

—Hola —murmuró, demasiado débil para sentir curiosidad.

—Hola —repuso él.

La muchacha volvió a cerrar los ojos. Jan le concedió quince minutos más de descanso, y cuando regresó a su lado la encontró casi despierta.

—¿Dónde están mis ropas? —quiso saber Marty.

—No lo sé. La hallé sin ellas.

—¡Oh…! —exclamó, dando media vuelta como para volver a dormirse.

Jan le palmeó suavemente las mejillas.

—¿Dónde dijo que estaban mis ropas?

—Supongo que la han secuestrado. Alguien se llevó sus ropas.

—Oh… ¿Me encontró usted así?

—Sí.

—¿Y me tapó con su chaqueta?

—Sí.

La joven reflexionó sobre la situación.

—De acuerdo. Al final, tendrá usted que casarse conmigo.

—Está bien. Pero ahora quiero que se despeje completamente y camine un poco.

Apagó la linterna mientras ella se ponía la camisa y la chaqueta.

—Estupendo. Ahora levántese. Ande. Siga la luz de la linterna. Muy bien… Más de prisa. Manténgase delante de mí. Uno, dos, uno, dos… Respire hondo.

—El suelo está muy frío —se quejó Marty—. Es usted un bruto y le odio.

—Lo siento, pero no puedo darle mis zapatos. Y está usted muy bonita con mi chaqueta.

—Gracias. ¿Estoy decente?

—Sí, aunque sólo lo justo.

—Está bien. No le odio.

Jan la obligó a caminar durante media hora.

—¿Vive usted con Vera Marrock? —le preguntó.

—Sí. Es como una tía para mí. Es maravillosa.

—¿Salió esta noche de su casa para ir a verme al hotel con el fin de contarme no sé qué?

—Sí, en efecto. Mi padre…

—Espere. ¿Dejó usted caer su collar como una pista en el lugar donde la atacaron?

—No. Aunque hubiese sido lista para eso no habría tenido tiempo. Me atacaron dos. Uno era un policía de la Colonia, con el uniforme rojo y gris, y el otro…

—Un momento.

—¿Por qué?

—Es casi seguro que están escuchando esta conversación. Será mejor que no diga nada que ellos no deban saber.

—Comprendo. Bien, uno era un policía de la Colonia y el otro un terráqueo. Un hombre bajito. El policía me cogió por los brazos y el otro me roció la cara con un aerosol… y no recuerdo nada más. No, no fue así. Había una mujer. Yo no podía sostenerme en pie, por lo que me cogieron y ella volvió a rociarme la cara con aquel producto. Bien, no recuerdo nada más hasta que le dije «hola» a usted.

—¿No la hirieron ni le hicieron daño?

—Que yo sepa, no. No, seguro que no. Lo que quería contarle a usted… Bueno, acérquese y se lo susurraré.

De repente se encendieron una docena de lámparas en el techo, inundando la estancia con una vivísima luz. Al mismo tiempo se abrió la segunda puerta. Brunig estaba en el umbral, mirándoles. Les hizo seña de que le siguieran, y se marchó.

—¿Le seguimos? —inquirió Marty.

—¿Por qué no? De nada sirve que continuemos encerrados aquí.

Siguieron a Brunig por un pasillo corto e iluminado, hasta una habitación más pequeña que sólo contenía seis butacas. Cuatro estaban dispuestas en semicírculo, y las otras dos estaban juntas a cierta distancia de las primeras. Brunig les indicó que tomaran asiento en las últimas, y a su vez se sentó junto a tres individuos desconocidos. Durante un minuto nadie habló, y Jan tuvo tiempo de estudiar a los tres desconocidos.

Al extremo de la fila, a su izquierda, se hallaba un hombre que, por la descripción dada por Brunig, debía de ser uno de los skaldeanos. Era muy alto y delgado. Tenía el rostro y las manos como los de un muerto, de color gris, y brillantes como el estaño. Sus párpados estaban caídos, su nariz era chata y pendular a la vez, y su boca y todo su semblante mostraba una expresión de alarma o, al menos, de gran preocupación. Llevaba un traje kortano excesivamente grande para él, y jugueteaba constantemente con los dedos, con movimientos lentos.

Junto a él había una mujer de mediana edad, con la cara cuadrada y el colorido de los idrianos. El tercero era un hombre mayor y delgado, probablemente terráqueo puro.

A la derecha estaba Brunig.

Jan se sentía cada vez más extrañado por la conducta del comisario. Ahora estaba sentado con expresión impasible contemplando a Jan con mirada hosca, por debajo de sus pobladas cejas, con las apenas visibles negras pupilas. Su mano derecha, enguantada de blanco, estaba plantada sobre la rodilla. La izquierda sostenía una pistola de dardos de aspecto mortífero, mucho más, según ya sabía Jan, que la pistola de aturdimiento que llevaba el día anterior.

Fue el skaldeano quien habló. Su voz carecía de encanto, lo mismo que su apariencia.

—¿Habla usted kortano? —preguntó, pronunciando las sílabas separadamente.

Una pieza del rompecabezas, una pieza importante, quedó debidamente colocada.

—Un poco —replicó Jan, cautelosamente.

—Yo no hablo idriano, aunque sé inglés.

—Estupendo. Nos entenderemos en ese idioma.

—Yo soy el Hermano Vleck. Esta mujer es la señorita Chorn. Y este caballero es Walter Lester. Este hombre es Brunig, el comisario de policía. ¿Sí?

Sin apartar la vista de la pistola de Brunig, Jan se puso en pie y saludó ligeramente. La pistola quedó apuntada contra su pecho.

—Yo soy Jan Pierson. Y ésta es la señorita Stevens.

—Lo sabemos —asintió el Hermano Vleck—. Ahora deseamos conversar con sentido. No queremos violencia.

Jan volvió a levantarse.

—Yo trabajo para el Cuerpo de Paz. Tampoco queremos violencia.

—Perfecto. Yo, el Hermano Vleck, digo que nosotros somos hombres de Skald que hemos venido a Kort para traer el bien. ¿Sí?

—Bien, adelante.

—Nosotros trajimos el mikkal. Una droga muy buena.

Por el rabillo del ojo, Jan miró a Marty y vio que la joven asentía de manera imperceptible.

—Entonces —continuó Vleck—, aquí estamos cuatro personas para decirles que el mikkal es una droga excelente que hace felices a todos, fuertes y muy inteligentes. De Idris, la Tierra, Kort y Skald. Ahora planeamos llevar el mikkal a los demás mundos.

Si acaso era posible que un rostro como aquel pudiese mostrar placer, el semblante del Hermano Vleck lo demostró. Era, pensó Jan, una advertencia viviente de los beneficios producidos por el mikkal.

—Skald es el más feliz de los mundos gracias al mikkal, pero Skald no tiene muchas más cosas. —Los vacilantes monosílabos parecían notar en el aire—. Skald necesita muchas cosas buenas: máquinas, poder atómico, plásticos… ¿Sí?

Jan escuchaba, comprendiendo que aquel hombre le estaba proponiendo un trato. Los skaldeanos podían ser unos conspiradores, pero con toda seguridad eran bastante ineptos. Podían haber tenido una docena de posibilidades para anestesiarle, como habían hecho con Marty, y registrarle en busca de armas. Según la práctica del Cuerpo de Paz, no llevaba ningún arma mortal, aunque esto seguramente ellos lo ignoraban. Parecía extremadamente estúpido que el Hermano Vleck hubiese dispuesto esta entrevista frente a frente, aun siendo cuatro contra dos, sin efectuar el menor esfuerzo por desarmarle. Bien, no tenía la menor noción de cómo funcionaba el cerebro de los skaldeanos. Tal vez a través de varias generaciones, el uso del mikkal se había convertido en un arma en sí mismo. Y quizá en un arma sumamente eficaz.

Marty se estremeció. La habitación era tan fría como la otra, y la chaqueta de Jan no le proporcionaba demasiado calor, aunque, por el momento, no podían remediar esta situación.

—Hábleme del mikkal —rogó Jan.

El Hermano Vleck buscó en un bolsillo de su chaqueta y extrajo dos discos negros y planos que mostró sobre la arrugada palma de su mano.

—Mikkal. Se tiene en la boca hasta que desaparece. Y uno se siente muy bien.

La señorita Chorn y Walter Lester reaccionaron idénticamente a la vista de las tabletas. Giraron la cabeza y sus miradas fueron de la mano de Vleck a su rostro. Era evidente que les gustaba aquella droga y que no podían consumirla a grandes dosis.

—No, gracias —rechazó Jan—. Ahora no.

Se puso en pie y ejecutó su acostumbrado saludo.

—Pruebe —le invitó Vleck—. Se sentirá muy bien, feliz. Pensará que los skaldeanos pueden enviar mikkal a todos los mundos y recibir otras cosas buenas a cambio. Pensará cómo Jan Pierson puede llevar mikkal a los demás mundos y cómo el mikkal será provechoso para los miembros del Cuerpo de Paz. Con el mikkal, la gente no peleará ya nunca más.

—Dígame una cosa —pidió Jan—. Después de tomar una dosis, ¿es preciso tomar el mikkal con regularidad?

El semblante del Hermano Vleck volvió a mostrar algo semejante al placer. Presentía una perspectiva prometedora.

—No. Le gustará la primera vez y mucho más las otras. Al cabo de unos días, si no lo toma, se sentirá muy desdichado.

Jan estaba inclinado a creer al skaldeano. Tal vez aparte de ser muy malos conspiradores, no supiesen cómo o cuándo mentir. Asimismo, las palabras del skaldeano parecían concordar con las desapariciones. La gente tal vez estuviese simplemente retenida hasta convertirlos a todos en drogadictos sin remedio. Tal vez los que habían reaparecido tan brevemente fuesen ya adictos consumados, dispuestos a obedecer todas las órdenes de los skaldeanos.

—¿Cuántas personas de Kort toman ahora mikkal?

—Siéntese. Bastantes. Usted no necesita saberlo.

El skaldeano parecía obstinado, o quizá simplemente deprimido. Hay que convivir con miembros de otra raza durante bastante tiempo para comprender los matices de la expresión. Jan deseaba no tener jamás la fortuna de vivir mucho tiempo junto a los skaldeanos.

—¿Por qué nos han elegido a nosotros? Particularmente a nosotros.

—Les gustará el mikkal. Les será útil y provechoso.

—¿Por qué se llevaron las ropas de la señorita Stevens?

Vleck y Brunig intercambiaron una mirada.

—Formula usted demasiadas preguntas —gruñó Vleck.

—Lo siento, perdone —se disculpó Jan.

Volvió a levantarse y saludó formalmente, pero el saludo, de pronto, se convirtió en un impulso volador. Se abalanzó sobre Brunig y su pistola. Su cráneo entró en contacto con la cara del comisario, la butaca se rompió en mil pedazos y el arma cayó al suelo. Momentáneamente, Jan gozó de la ventajosa posición de estar sentado a horcajadas sobre su adversario y con ambas manos en su garganta. La faz de Brunig aparecía descompuesta. Estaba, en efecto, totalmente deformada, y al parecer sin arreglo posible. Un lado del rostro se despellejaba, y Jan alargó la mano y acabó de arrancar la máscara de plástico al tiempo que enviaba un tremendo puñetazo al rostro del skaldeano. No tenía idea de cuáles eran los puntos más vulnerables de su enemigo, pero los ojos tristes y húmedos y la nariz pendular atrajeron su atención.

El skaldeano chilló completamente aterrado, o dolorido, pero al mismo tiempo empezó a rodar disponiéndose a ponerse a gatas. Jan no consiguió retenerle. El aspecto del Hermano Vleck le había hecho pensar en un pelele físico, pero aquel individuo era extremadamente resistente. Jan cambió de postura encima de Brunig, y asiendo con una mano la muñeca del skaldeano, golpeó con toda su alma el rostro de su adversario. La única forma de contrarrestar la potencia del otro era aplicar fuerza a una serie de movimientos rápidos e inesperados. Los reflejos del skaldeano eran lentos, y Jan consiguió levantarle el brazo, llevándolo hacia atrás, hasta el punto de fractura. No pudo romperlo. Dentro del enguatado que simulaba la corpulencia de Brunig, el skaldeano era todo hueso y cartílago.

Sólo habían transcurrido unos segundos desde que Jan había iniciado el ataque. De repente, alguien aterrizó sobre su espalda y empezó de manera poco eficaz a golpearle la cabeza y los hombros. Walter Lester, pensó Jan, era demasiado frágil para hacerle mucho daño, pero podía prolongar la pelea, y en cualquier momento entraría en juego la pistola. Apuntó un golpe de karate a la garganta del skaldeano, pero los golpes propinados por Lester, aunque torpes, sirvieron para hacerle desviar la puntería, y el canto de su mano entró en contacto con la nuca de su contrincante. El golpe, no obstante, produjo una convulsión monumental y el colapso completo. El skaldeano estaba muerto o inconsciente, lo mismo daba.

Se incorporó y arrojó a Lester por encima de su hombro, yendo el terráqueo a parar a un rincón, hecho un guiñapo y quedando inmóvil. Sólo entonces se dio cuenta Jan de la pelea que tenía lugar muy cerca. Marty y la mujer idria se hallaban enzarzadas en un tremendo combate. Marty se hallaba debajo, aunque ello no importaba, pues su contrincante estaba recibiendo una lluvia de puntapiés y golpes imparables. Esta vez el golpe de karate de Jan estuvo bien colocado, y la mujer se sumió en la inconsciencia. Marty rodó sobre sí y se levantó. Su rostro mostraba un par de arañazos de mal aspecto, y un ojo hinchado prometía convertirse en un enorme morado.

—Lo siento —se disculpó, jadeando la muchacha—. Debí hacerlo mejor. Ese imbécil cogió la pistola y huyó con ella. Y como la mujer se me había echado encima, no pude detenerle.

—Lo hizo muy bien —la tranquilizó Jan, probando la puerta—. Cerrada otra vez. ¿Por qué? Vleck habrá ido a buscar refuerzos, o quizá sólo pretende salvar el pellejo. Supongo que esos skaldeanos son unos cobardes patológicos. Bien, veamos si nuestro policía traidor puede ayudarnos.

Contempló las tres figuras inmóviles.

—Primero será mejor que atemos a los otros, aunque creo que antes tendría que volverse a poner mi chaqueta. Usted me distrae. No obstante, es preferible que le coja las ropas a esa Chorn, si no le importa.

Lester estaba muerto, tras haber chocado contra la pared precisamente en el ángulo más favorable para romperse el cuello. Jan ya lo sabía, y sabía también, por haberle sucedido en otra ocasión, que sentiría remordimientos por la muerte de un individuo que era sólo víctima de las circunstancias, pero por el momento no había tiempo que perder en lamentaciones. Quitaron la camisa y el cinturón a Lester, y Jan, con suma habilidad, ató a la señorita Chorn de un modo que impedía todo intento de fuga, a riesgo de lesionarse seriamente. Volvió su atención al skaldeano, el cual empezaba a dar señales de vida.

Sus bolsillos contenían cierta cantidad de dinero kortano, pero un monedero de cuero gris, que parecía hecho con la piel de algún skaldeano, mostró varios billetes grandes; el negocio de las drogas debía de ser provechoso. También había un frasco plano, de plástico, con tabletas de mikkal.

La botarga que estaba distribuida por secciones sobre el cuerpo del hombre era de espuma plástica, flexible y muy resistente, y parecía haber sido fabricada adrede para aquel cuerpo. Jan le despojó de la botarga hasta dejar al descubierto los tobillos y las muñecas, condujo al skaldeano a una butaca y, tras desgarrar en tiras la chaqueta de Lester, ató los brazos del otro al respaldo de la silla y las piernas a los travesaños inferiores. Cuando hubo terminado esta operación, el skaldeano abrió los ojos y empezó a gemir. Jan se le plantó delante.

—Aún quedan algunas preguntas. ¿Las contestará?

Silencio.

—¿O desea que vuelva a pegarle?

—No, no…

—¿Cómo se llama?

—Hermano Vlann.

—¿Cuántas personas de Kort toman mikkal?

—Casi treinta.

—¿Cuántas de los intermundos?

—Unas quince.

—¿Todavía están en sus manos?

—No. Tres se hallan ya en sus casas.

—¿Confían en que esos tres no dirán nada de ustedes?

—Necesitan mikkal a diario.

—O sea que los otros quince también son ya drogadictos.

—Sí.

—Todos kortanos.

—Sí, y había más, pero algunos murieron.

—¿Cómo?

—Uno nos traicionó al hablar de nosotros. Entonces dejamos sin mikkal a los demás para castigarles. Se suicidaron.

—¿Permitieron que doce kortanos se suicidasen?

—Sí, era lo mejor para ellos.

—Son ustedes un par de canallas. ¿Por qué le quitaron las ropas a la señorita Stevens?

Silencio.

—Yo mismo se lo diré. Por algún motivo ignorado, ustedes no querían que ella desapareciese simplemente por dos semanas. Tal vez la policía la estuviese vigilando. Y ustedes tenían ya una mascarilla de plástico que imitaría su cara y a alguien dispuesto a ponérsela y a vestirse como ella para suplantarla. ¿Estoy en lo cierto?

El Hermano Vlann asintió de mala gana.

—Un modo de trabajar bastante complicado —comentó Jan—. ¿Todos los skaldeanos son tan tontos?

—No. —Vlann pareció ofendido—. Era un buen plan. Usted gusta a dos mujeres de Kort: la señorita Stevens y la señorita Takani. Nosotros le ponemos a la señorita Takani las ropas y la mascarilla de la señorita Stevens, y a usted le gustará mucho más la primera, y ella será un buen agente nuestro. ¿Sí?

Marty se hallaba cerca de la puerta. Jan evitó mirarla.

—Todo su plan es muy complicado —repitió Jan—. ¿Cómo pueden destruir el hábito del mikkal?

—No entiendo.

—¿Cómo pueden dejar de tomar mikkal?

El skaldeano sacudió la cabeza. Jan se le puso detrás y colocó el pulgar contra la suave abertura del cráneo.

—No, no, no… —gimió el skaldeano—. No, por favor. ¡No lo sé!

Sin gustarle lo que estaba haciendo, Jan presionó ligeramente.

—Por favor… En Skald tenemos un animal pequeño que come la planta del mikkal. No come nada más. Si un hombre se come a ese animal, ya nunca más quiere tomar mikkal.

—Bien —asintió Jan—, tal vez esto tenga sentido para un bioquímico, y no es la clase de cuento que un skaldeano se inventaría.

—Es la verdad —afirmó Vlann.

—¿Conocía al doctor Stevens? ¿Roger Stevens?

—Sí.

—¿Lo mataron ustedes? ¿Lo empujaron por una ventana?

—Oh, no… Nosotros no somos violentos.

—¿Convencieron a un kortano para que lo hiciera? ¿Tal vez a un estudiante?

—Lo logró el Hermano Vleck. Yo no.

Por un segundo, Jan pensó que Marty iba a arrojarse encima del skaldeano. Luego, se apartó de él y fue a sentarse en la butaca más alejada.

—¿Cómo podemos salir de aquí?

Vlann comprimió los labios, mas luego, inesperadamente, miró al techo. Marty y Jan siguieron su mirada. El techo se componía de una serie de bloques acústicos de superficie rugosa, pero era fácil divisar una trampilla. Jan se subió a una silla y la halló entornada. Volvió a bajar.

—De acuerdo. Ya podemos irnos. Súbase a mis hombros.

Jan ayudó a Marty a pasar por la trampilla, y luego, asiéndose a la cornisa, se izó rápidamente. Todavía estaba de rodillas cuando le hirió en la cara una rociada líquida y fría. Instantáneamente exhaló el aire de sus pulmones y contuvo la respiración. El aerosol sólo duró un segundo largo. Jan deseaba engañar a su enemigo. Era muy gracioso que engañase a alguien, y continuó tendido en el oscuro corredor, con los pies juntos sobre la trampilla, riendo para sí. Estaba como adormilado y le parecía como si sus manos y sus pies estuviesen helados, pero tenía un profundo sentido de la realidad. Se esforzó por alejar de sí el sueño y golpeó con las manos el suelo de piedra del corredor, pero no sintió nada.

Al cabo de unos minutos consiguió arrastrarse. Marty… Decidió que debía encontrarla. Tras recorrer una distancia corta, llegó a un tramo de escalones que conducían a un nivel inferior, y entre su atontamiento, su confusión y la oscuridad absoluta, cayó de cabeza. Los golpes recibidos le habían causado algunas heridas, pero consiguió levantarse y permanecer en pie. Al cabo de un minuto comprendió dónde estaba. Al fin y al cabo, sólo había aspirado unas gotas de aerosol.

Se maldijo por su necedad al subestimar a Vlann, que ciertamente había mirado hacia la trampilla con la esperanza de que Vleck estuviera allí, y también por haber dejado salir antes a Marty. La linterna funcionaba. Tenía dos caminos delante suyo. Eligió la escalera que conducía a la habitación donde habían estado aprisionados. Los skaldeanos no podían haber utilizado aquel enorme número de túneles y celdas.

La puerta de la vasta estancia estaba abierta y el interior iluminado. Ambos bandos podían cometer equivocaciones. Marty yacía en el suelo, y el skaldeano, agazapado encima, iba a meterle una tableta de mikkal en la boca. Jan se arrojó como una catapulta contra Vleck en el momento en que éste se incorporaba, y con inmensa fuerza le propinó un gancho hacia arriba que debía haberle dejado sin sentido. Sin embargo, sólo consiguió enviar al skaldeano al suelo, de espaldas, aunque ello, al parecer, dio por terminado el combate. Sollozando, el skaldeano se puso en pie y retrocedió lentamente hacia la puerta, donde cayó entre los brazos de un policía kortano, joven y muy recio.

—Vigílelo. Es muy fuerte —le advirtió Jan.

Luego se dejó caer de rodillas al lado de Marty y con un índice explorador localizó la tableta y se la sacó de la boca.

—¡Me hace daño! —se quejó Vleck.

Sin aparente esfuerzo se zafó del policía y avanzó al frente.

—¡Me hace daño y ya dije que no me gusta la violencia!

Pateó a Jan en el rostro.

Una aguja picó en el brazo de Jan y, de pronto, estuvo despierto. La joven kortana que le había suministrado el antiséptico, los puntos y las vendas adhesivas, sonrió encantadoramente y posó una mano acariciadora sobre el pecho de Jan.

—Váyase —le indicó el joven.

Durante un minuto miró en torno suyo, escrutando lo que obviamente era una sala de urgencia; luego, trató de ponerse en pie, y entonces experimentó una docena de dolores y molestias casi desconocidas. Llevaba sus propios pantalones y zapatos, y la enfermera, o lo que fuese, le ayudó a ponerse la camisa.

—El comisario Brunig desea verle —le indicó ella.

—Está bien, también yo deseo ver al comisario Brunig. ¿Y Marty? ¿La señorita Stevens?

—Está bien.

Lo acompañó al despacho de Brunig. Marty estaba allí. Le miró y estalló en una carcajada.

—Lo siento —se sonrojó—. No debí reír, pero ¿se ha mirado a un espejo?

—No —replicó Jan—. ¿Y usted?

—Sí. Soy una beldad, ¿eh? Es la segunda vez que me ponen un ojo morado y me siento muy orgullosa. Ahí al lado hay un lavabo. Vaya a echar un vistazo a su cara.

Si bien Marty estaba señalada con dos largas estrías de antiséptico purpúreo, poca superficie de la cara de Jan dejaba ver su color natural. En la nariz llevaba un enyesado, y tenía los labios hinchados y cortados. Entró Brunig y se colocó detrás de la pareja, contemplándolos por el espejo con expresión divertida.

—Por lo visto se han peleado un poco, ¿eh? —comentó—. ¿Quieren sentarse y contarme qué ocurrió?

—Está bien —accedió Jan—, pero hable usted, Marty. Mis dientes no se sienten muy inclinados a la charla. ¿Cómo nos localizó, Brunig?

—Una dama cuyo nombre no recuerdo llamó a la central, declaró que habían secuestrado a la señorita Stevens y que usted la estaba buscando. Luego me llamaron a la sala de conferencias. Mucho después, uno de nuestros coches patrulla llamó dando cuenta de su SOS. Ya no había excusa para ningún retraso. Por entonces tenía ya a varios ayudantes a mano y nos desplegamos en abanico desde el punto donde habían visto las luces de su SOS. Hay muchos túneles debajo de la avenida Norvei, a ambos lados y entrecruzándose. Bien, tuvimos suerte.

—¿Tienen a los skaldeanos en su poder?

—Sí, y puesto que esto es lo más importante, ¿le molestaría aplazar la entrevista con ellos hasta mañana? No creo que esté usted ahora en condiciones.

Jan asintió y miró a Marty. La joven demostró ser una buena narradora, empezando por el principio y sin olvidar nada de cuanto sabía.

De pronto, Brunig levantó una mano.

—Sobre los suicidios de los kortanos, el doctor Carmody está en la central hablando con nuestro forense. Tendría que enterarse de esto, pues seguramente solucionará su problema.

Llamaron a Carmody, el cual llegó con el forense. Marty volvió a contar lo sucedido.

—Debí adivinarlo mucho antes —reconoció la joven—. Mi padre me escribió poco antes de morir que estaba muy preocupado por dos estudiantes de su clase que se habían vuelto adictos a una droga. Y también sabía que la conseguían de manos de los dos skaldeanos. Y esto era lo que iba a contarle, Jan, cuando me secuestraron.

El doctor Carmody se puso en pie y se asomó a la ventana.

—Entonces, en algún lugar de esta ciudad hay una docena de kortanos adictos al mikkal, que se suicidarán si no consiguen una nueva dosis. Y otra docena aproximadamente de intermundiales cuyos síntomas de retirada ignoramos. ¿Qué piensa hacer, comisario?

—Aún nos quedan casi trescientas tabletas y probablemente tendremos más cuando sepamos dónde vivían los skaldeanos. Radiaremos que los hemos atrapado. Y tal vez los drogadictos se presenten a nosotros y podamos tratar de ir reduciendo las dosis.

—Esto es asunto para los médicos —dijo Carmody—, pero me permito ofrecerles una sugerencia que ya dio resultado en otra ocasión. Traten de tornarles adictos a la morfina. Es un narcótico de la Tierra, muy potente, pero su adicción se cura con facilidad. A propósito, Pierson, visité al embajador. Que yo sepa, no le ocurre nada. Naturalmente, tiene muchos años, pero me pareció tan sano como un potro.

Jan recordó el rostro gris y las manos cerúleas.

—¿Cómo estaba de color?

—Muy bien.

—Pues no hubiese debido ser así. Comisario, sugiero que uno de sus hombres arreste al señor Holt.

—¿Arrestar al embajador? —se horrorizó Brunig.

—Invítele a la central para mantener una conferencia. Existe la posibilidad de que lo que viera el doctor Carmody fuese un hombre con una máscara. Si lograron duplicarle a usted, también han podido suplantar a Holt, y un agente de los skaldeanos en la Embajada les habría sido muy útil.

Brunig cogió el teléfono y dio varias órdenes, y poco después, Carmody se despidió. El policía miró a Jan y a Marty con sus ojos ocultos bajo las pobladas cejas.

—Ahora, los dos necesitan descanso —murmuró—. ¿Qué piensan hacer?

—Casarnos —declaró Marty.

Jan la miró como ofendido.

—Nunca me casaré con una chica que lleve un ojo morado.

—No tiene importancia. Después del modo que me estuviste viendo toda la noche por los túneles, prácticamente sin ropas, supongo que no te echarás atrás. Lo prometiste, recuérdalo. Dijiste que sería estupendo.

—No recuerdo haber dicho tal cosa…, pero está bien.

—Ah, otra cosa —añadió Marty.

—¿Sí?

—¿Quién es la señorita Takani?

El comisario Brunig estuvo de repente muy atareado con los papeles de su escritorio.