Llegamos a Londres Melancolía a la hora del crepúsculo. Era un paisaje abandonado; lo que quedaba de los edificios se elevaba en un silencio gris desde los vacíos charcos de sombra y niebla fría. Thin Molder plegó las alas, husmeó y dijo:

—Como ahora soy el jefe…

Pero no pudo sacarse una orden de su cabeza, por más que se la rascó y a pesar de la piel arrugada entre sus ojos, señal segura de que reflexionaba intensamente. De modo que nos reímos de él, cosa que no le gustó. Sólo Malice no se unió a las burlas. Conservó su cara alargada y mohína.

Morag-Morag no había acertado con una corriente hacia arriba el día antes y se rompió el cuello en un mástil de radio doblado en Hillmorten Hard-Edge. Era vieja, aunque fuese un jefe hermoso que meditaba profundamente. Al momento la echamos de menos, revoloteando sobre su cuerpo encogido, amortajado en sus pálidas alas rotas. Sus miembros se habían enredado con las vergas de reluciente metal, a sesenta metros del suelo. El viento envió su pelo rubio, que era como alambre de oro, contra el enmohecido poste; ella agitaba constantemente las alas, de forma que captaban y perdían el reflejo del cielo gris alternativamente; y allí quedó colgando, muerta. De pronto, no tuvimos a nadie que nos dijera qué debíamos hacer. Ni sabíamos qué hacer con ella. Fay Glass, la chica loca encaramada sobre su cadáver, se aferró al mástil y susurró:

—En mi juventud yo di mi pequeña contribución. Venecia se convierte en Charco Negro, sin dejar a nadie. La rebelión es buena y necesaria.

Y empezó a llorar. Asentimos a sus palabras, hasta cierto punto con simpatía, aunque también arropados en nuestra tristeza. Después, para nosotros ya sólo quedaba un lugar.

—Londres de los pesares —propuso Malice Priest.

—Londres de las miserias —añadió Two Jane.

—Londres de las melancolías —insistió Thin Molder—. ¡Yo soy el jefe!

De modo que abandonamos Hillmorten Hard-Edge y nos alejamos de allí con las corrientes elevadas. Morag-M contemplaba nuestra marcha con sus ojos cegados. Los vientos soplaban del sur. No encontramos libélulas.

Two Jane posee el instinto de la domesticidad. Nos encontró una habitación en un sexto piso, muy encima de la capa de niebla. Tenía una cama (Thin Molder la reclamó inmediatamente, saltó sobre la misma y pareció complacido) y varias mantas, aunque ninguna muy amoldable. Por la pared que daba al norte se extendía una mancha de hongos, en forma de bebé. Hacía frío y había allí una alfombra roja. La habitación la habían usado antes, mucho tiempo atrás; alguien había garabateado KILROY ESTÁ AQUÍ en el papel amarillento de las paredes, con lápiz. La escritura estaba manchada y descolorida. Un montón de latas vacías en un rincón, botellas vacías por todas partes, un jarro verde con unas algas muertas mucho tiempo atrás… Kilroy se había marchado hacía un año o más. Nos sentamos en el suelo, esperando a que Thin nos instruyera. Fay Glass miraba por la ventana, hacia la capa de niebla, que resultaba ligeramente plateada con aquella evanescente luz. Empezó a cantar, los mismos versos sin palabras, una y otra vez.

—Un grupo para el forraje —sugirió Malice Priest.

—¡Cállate! —gruñó Molder—. Yo envío los grupos para el forraje, no tú.

—Iré yo —me ofrecí, para mantener la paz.

Me gustan los sitios nuevos. Hay algo excitante en un edificio nuevo, en un lugar donde no se ha estado nunca. Algo eléctrico en el aire. Aunque esta sensación nunca dura.

—Llévate a Fay contigo —ordenó Thin—. Me ataca los nervios.

Fay, que por lo demás es muy fea, posee unos ojos claros asombrosos, aunque casi siempre los tiene vacuos. Pero, en aquel momento, se mostró en ellos, y me sonrió. Resplandecieron. A veces sale de su cabeza, para vivir algún tiempo en el mundo real: no a menudo. Nadie sabe qué hay encerrado dentro de los huesos de su cráneo.

—Mi partida os promete una economía estable —murmuró.

—El pacifismo no ayudará a ganar esta guerra.

Parecía esperar una respuesta, aunque con ella nunca se sabe. La cogí del brazo.

—Tal vez tengas razón, Fay —le dije.

Sí, podía tenerla.

—Vamos, en marcha —rezongó Thin, que jamás tiene mucha paciencia con Fay. Al revés que a mí, Fay nunca le hechiza con sus ojos amarillos. Eso se pierde, el tonto.

Fuera de la habitación había un corredor en penumbra, con un mural hasta el techo, y moho gris y velloso en una pared… una tapicería, rara, deforme, de tonos cambiantes y formas vagamente sugestivas. Fascinó a la chica loca. Se detuvo frente a ella, con una pequeña e introspectiva sonrisa en los labios. (Reservaba esa sonrisa para la neblina del alba, para los secos, los pellejos chillones de las libélulas muertas y, de cuando en cuando, para la ternura de amor.) Pretendió tocar el mural y tuve que apartarla de allí. Murmuró entre dientes y, a partir de entonces, empezó a tropezar porque sus ojos no estaban concentrados en lo que hacía.

Estuvo a punto de caer por la escalera.

Los anchos peldaños de parquet descendían en curva hacia la penumbra de la niebla que llenaba el tercer piso, presentando una cara engañosamente lisa. Las volutas estriadas de la niebla se retorcían, se aferraban a mis ojos, y se pegaban a las membranas de nuestras gargantas. Miramos unos instantes hacia abajo, y por fin descendimos a la planta baja.

En tierra de libélulas, la niebla tenía un tinte amarillento. Débilmente luminiscente, palpitaba de continuo con un movimiento lento y repulsivo, como un mar embravecido. Nosotros también avanzamos lentamente. Los ojos de Fay se distendían de un modo cansino detrás de los vidrios de perspex de su respirador; su cuerpo estaba tenso bajo los pliegues duros e iridiscentes de un manto de gasa hecho con alas de libélulas. Detrás de nosotros, fue desenroscando un fino cordón umbilical de nilón y de un carrete que chirriaba ensordecedoramente en el oscuro substrato. Me di cuenta de que mis manos estaban cada vez más ocupadas con las granadas de mi cinto, encontrando cierta tranquilidad en sus superficies duras y rugosas. El rostro pétreo de la niebla entorpecía la visión, destruyendo la perspectiva y la orientación. Frecuentemente chocábamos con paredes e instalaciones sombrías y desvencijadas que parecían proyectarse desde nuestras propias cabezas. Y esto en medio de un silencio de aguas profundas que nos hacía presas de espectros internos, imágenes personales del temor a ras de suelo.

Pero no había libélulas.

Kilroy, o uno de sus predecesores, había desnudado la cocina de manera eficiente. Los estantes, como encías desdentadas, sonreían a través de torbellinos de niebla. Se veían espesos nódulos de moho sobre las superficies de trabajo donde habían dejado cosas perecederas. Herramientas enmohecidas y cuchillos de cromo. Excrecencias fungoides formaban dibujos intrincados en espiral, unas construcciones tan delicadamente afirmadas como la cordura en la cambiante fosforescencia. Lo registramos todo en silencio. Por fin, Fay susurró:

—Produce la mejor calidad. Este comité asegurará una elevación constante en el nivel general de vida. Se han añadido preservativos.

Había hallado dos latas de jamón y otra cuadrada sin etiqueta. Un escondrijo de Kilroy, guardado detrás de una cocina a microondas, desventrada.

Le hice la señal de subir, y salimos de allí, siguiendo el cordón umbilical. Hay algo infinitamente agradable en saber que una planta baja queda a tus espaldas. La ascensión desde el Averno, y no se sabe de nadie que haya mirado atrás.

En la habitación del sexto, Thin Molder y Malice Priest estaban peleándose. El ruido era audible desde el extremo del corredor.

Two Jane estaba acurrucada en la cama. Se había desceñido el vestido y tenía una magulladura en el ojo izquierdo. Molder y Priest rodaban por el suelo, mordiéndose y pegándose con los codos, de manera inexperta, dejando oír sonidos animales. Priest estaba encima, y me miró como desconcertado jadeando y sudando, con los dedos aferrados a la garganta de Molder. De sus ojos manaba sangre. Hubo una pausa. Molder dijo algo incoherente. Se produjo un pequeño barullo durante el cual, más por casualidad que por designio, Priest sintió una rodilla en la ingle. Chilló, retrocedió y cogió su láser. En aquel instante, hubiese podido intervenir, pero no lo hice porque Fay Glass me cogía del brazo. Thin Molder gritó. Tuve que pegarle a la chica loca para que me soltara. Tropecé con la espinilla en el extremo de la cama, dejé caer la lata de jamón, y vi que Priest había retrocedido hasta un rincón. Thin Molder estaba muerto.

Priest le contemplaba con una mezcla de asombro y triunfo, que arrugaba los músculos de su rostro. Lentamente, sus manos empezaron a apuntar el láser hacia mí, no por su voluntad, porque todavía estaba mirando el cadáver.

Como si la muerte de Morag-M no fuese bastante.

—Ya puedes apartarlo —balbucí.

Estaba asustado. Las dos mujeres habían empezado a parlotear. El sonido era duro, esmaltado, como la verborrea de dos gorriones en un almacén abandonado. A juzgar por aquel sonido, ninguna de ambas podía entender a la otra. Priest se fijó en mí. Me miró como si fuese nuestro primer encuentro, arrugando la carne en torno a sus ojos. Tragó saliva. Se estremeció. Luego dijo:

—¡Cállate! ¡Te cortaré en…!

De nada servía discutir. Y no es posible lanzar bombas Mills en una habitación de cuatro por cuatro.

La luz rosada del crepúsculo incidió en un lado de la cara de Priest. Su mandíbula inferior presentaba una desconcertante torcedura lateral. Medité a quién molestaría más la luz, si trataba de saltar sobre Priest. Pareció adivinar el giro de mis pensamientos, y trató de sobreponerse. Esbozó un gesto petulante con el arma. La habitación iba hundiéndose por momentos en una negrura total.

Durante un loco instante, pensé que Malice Priest había destruido el cielo.

Me mordí los labios en ciega confusión. A mi alrededor sonaban leves rumores, chasquidos, y la charla de las mujeres. El calor atormentaba mis palmas. Luego, la ventana estalló como una granada, esparciendo vidrios en arcos astillados y relucientes. Los fragmentos fueron escupidos y explotaron contra las paredes.

Simultáneamente, volvió la luz.

Encuadrada por un pálido rectángulo del marco, una cabeza triangular se asomó a la habitación. Los últimos rayos color naranja del crepúsculo le prestaban un aura parcial. Por debajo de ese sombrío halo, los ojos múltiples, del tamaño de melones, brillaban con un color verde oliva. Un hocico en forma de cuña, complicado por el aparato respiratorio. Un líquido viscoso, de color ocre, guía de la concha negra debajo de los ojos. Fuera, los miembros entópicos arañaban el alféizar de la ventana, para saltar. Sobreponiéndose a esta visión —una sensación amortiguadora puramente física—, había la presión enervante, insistente de la telepatía carente de significado de los insectos.

Nos visitaba una libélula.

Malice Priest se había vuelto automáticamente para enfrentarse con el visitante, pero no hizo nada; el láser cayó de sus dedos fláccidos, amenazando sólo al suelo. Se quedó inmóvil. No podía dominar su rostro, desencajado por el miedo. De una mejilla, que movía constantemente, colgaba un fragmento de vidrio de unos cinco centímetros. A medio metro de distancia, la inescrutable cabeza llamaba, susurraba y le empequeñecía. En la habitación habíamos llegado a una especie de punto muerto: Priest estaba paralizado, pero la libélula no conseguía entrar, y redobló sus arañazos contra el alféizar. Volaron astillas y polvo de madera.

Retrocedí hacia la cama, donde Fay Glass sufría un ataque, con la espalda arqueada de un modo que parecía imposible, los ojos protuberantes, desorbitados. Una oscura oleada de conciencia de libélula asaltó mi cabeza: imágenes formadas en parte, lentamente, humearon a través de mi mente. Las sombras de los rincones del cuarto absorbían la luz, avanzando constantemente. Two Jane hacía señas desde la puerta, agitando sus dedos de manera idiota. Movía rítmicamente la cabeza de lado a lado, como si su cuello contuviese un mecanismo de relojería. Las sombras obstaculizaban mi capacidad de tomar decisiones. Fay pataleó y cayó inconsciente. Me cargué el frágil cuerpo al hombro y lo llevé al otro lado de la puerta. Two Jane, que la mantenía abierta, pareció haber dominado el idiota mecanismo de su cuello. Ahora miraba rígidamente al frente.

El corredor era hermoso. Nunca había visto algo tan bello, tan tranquilo, tan vacío. Two Jane cogió a la chica loca y se dirigió a la ventana más próxima. Yo volví junto a Priest.

La libélula había roto el marco de la ventana y empujaba parte del tórax dentro de la habitación. El rectángulo de madera astillado colgaba torcidamente de su armadura. Los oscuros ojos iridiscentes relucían a un palmo de la cabeza de Priest. Estaba gimiendo, con un ulular lento, animal; había sangre en toda su cara, que relucía de forma opaca. Comprendí claramente que nada lograría hacerme volver a aquel lugar. Una extremidad anterior, negra, pasó a través de la ventana y tiró de la ensangrentada figura. Sus articulaciones rezumaban. Unos ladrillos cayeron sobre la alfombra roja. Cerré la puerta y vomité.

Salimos por una ventana situada al otro lado del edificio. Abrumado por el peso del cuerpo inerte de Fay, me vi obligado a agacharme mucho sobre el rostro pálido, flojo, de la niebla. Luchando por enderezar la cabeza, contemplé su opaco resplandor a la luz lánguida de la luna creciente.

En el corazón de Londres Melancolía yacía una inmensa llanura de niebla. Era suave, aletargada, sin rostro… no hacía declaraciones ni esperaba respuestas. Sus estados de ánimo eran reflexivos, como los cuartos de la luna. Por las mañanas extendía sus dedos sonrosados para alcanzar el amanecer; columnas y débiles sugerencias de arquitectura se elevaban y se derrumbaban para cambiar su expresión. A mediodía, el sol la volvía incandescente como un filamento de tungsteno. Hería los ojos. Y cuando los días ardieron hasta la muerte, la niebla se fundió por simpatía. En ningún momento asumió la máscara el carácter del rostro que yacía debajo: el suelo seguía siendo un oculto brebaje amarillo, agitado perezosamente por corrientes enigmáticas y acosado por imágenes de libélulas.

En la llanura había un tosco crucifijo esquematizado, y sus brazos impalpables radiaban desde un edificio central hasta cuatro granadas achicharradas que estaban en medio de la niebla, sobresaliendo, como fragmentos de una raíz dental en una encía blanquecina. Los muñones —uno sólo una pared que mostraba una altura de treinta metros sin el menor soporte—, se levantaban a cuatro caras en filas de negros huecos de ventanas, y terminaban bruscamente en matas espinosas de vigas dobladas y entremezcladas. A ciertas horas del día, el sol incidía en el cristal de las ventanas muertas y las animaba de nuevo, de manera breve y luminosa.

Había cinco edificios ciegos sobre la niebla, disminuidos por la caída de una nave de libélulas, una generación antes.

El corazón de Londres Melancolía era un patio de diez kilómetros cuadrados. Planchas de acero retorcidas se curvaban entre los edificios, como monolitos negros, de cincuenta metros de altura, con sus superficies anteriores mostrando aún los rastros, maltratados por el tiempo, de grandes ideografías sin sentido. Festones de cable colgaban de las superficies cóncavas, bostezantes, dándoles un turbador aspecto orgánico. Esto se veía subrayado por las zonas parduscas de vegetación que habían arraigado en bolsas de detritus aerotransportados.

Todo ello contrastaba violentamente con los manchones de corrosión de treinta metros que parecían descender por el metal expuesto al aire libre. Las costillas de la nave se habían desprendido de su espinazo bajo el impacto. Y arrojaban unas sombras en forma de cimitarra: avanzando paulatinamente por la llanura, indicaban los edificios como la aguja de un reloj de sol. El espinazo yacía de norte a sur, en tres segmentos, que se alargaban casi un kilómetro, como el ferrocarril escénico del sueño de un idiota a través de la capa de niebla. Los edificios parecían hundirse, ahogarse, rodeados por las aletas de enormes tiburones.

Nosotros vivimos una semana en el edificio central.

Fay Glass tenía hilos dorados en sus alas. Muy arriba, donde el tejido alar surge de las vainas musculares que se superponen a sus omóplatos, el entramado es muy simple: tres gruesas ramas arteriales, atezadas, palpitan rítmicamente a medida que absorben la sangre de su sistema. Pero hacia las puntas de las alas, anchas y romas, la filigrana se torna cada vez más compleja, con un colorido que pasa de marrón-rojizo a amarillo pálido. Posiblemente se trate de un efecto de la luz —la sangre tiene un color normal, completamente humano—, pero la fina transparencia de las alas es como cristal engarzado en oro. Es muy bello. La tarde del octavo día yo estaba tumbado en el suelo, contemplándola brillar como una gran joya cuando se movía. La luz surgía de la niebla. Me hallaba soporíficamente complacido por el calor.

—VUÉLATE LA CABEZA, GABRIEL ROSSETTI —pronunció Fay.

Estaba leyendo las frases que cubrían la pared norte. Era un manuscrito iluminado por el sol: frases garabateadas en gran variedad de escritos y medios; obscenidades a lápiz y corcho quemado, invitaciones en tiza blanca, el encantamiento de un anuncio de un periódico interior surrealista, en pintura roja muy brillante. Durante más de dos generaciones, la pared pintada de blanco se había convertido en un palimpsesto vulgar, una inscripción superpuesta a otra.

—¿HAY VIDA ANTES DE LA MUERTE? —leyó Fay.

No teníamos nada que hacer. Hablamos llevado allá dos camas de una habitación contigua, suministrando al lugar una ventilación permanente. Two Jane estaba cosiendo en un rincón, una sábana seguramente. Era una tela de pelusa, de color gris tristón y verde. Había sido una semana aburrida, casi como si Morag-M hubiera vuelto a nuestro lado.

—AHÍ VAS —articuló Fay.

Se apartó de la pared y se tumbó en una cama. Con los labios petulantes, empezó a coger puñados de lana del antiguo colchón. Two Jane dejó lo que estaba cosiendo y le dijo que no fuese tonta. Fay se enfadó. El calor era enervante, como un gran peso sobre mi pecho. Dormité y durante mi sueño maté docenas de libélulas.

—Oigo algo —susurró Two Jane.

Sacudía mi hombro, tratando de penetrar en la telaraña de mis sueños y en mi apocalíptico dolor de cabeza.

—¡Despierta, por favor!

Conseguí despertar, luchando para disipar las últimas imágenes oníricas. La luz era parda; se iniciaba el atardecer, pero el calor no había disminuido. Las motas de polvo giraban y se arremolinaban en columnas oblicuas entre los rayos cobrizos de la luz del sol. Apliqué el oído al suelo, porque formaba una excelente caja de resonancia. La habitación de debajo la habían utilizado como almacén, ocupaba la mayor parte del cuarto piso, y estaba vacía. Oí un leve ruido chirriante, como un crujido irregular. Two Jane acercó su rostro al mío, con la boca combada hacia abajo, por las comisuras, a causa de la ansiedad.

—¿Qué haremos?

—Investigar —afirmé.

Puse mi mente en blanco y receptiva, analizando la atmósfera emocional, en busca de la podredumbre de las libélulas. Allí estaba; débilmente, experimenté aquella distorsión característica de la percepción, vi el universo levemente curvado unos noventa grados; pero todo estaba difuso, débil, como una locura distante. Me puse de pie y desenganché la bomba Mills que llevaba al cinto, deseando haber utilizado las otras más cuerdamente.

La puerta del almacén estaba agrietada y cubierta de marcas de tiza, ininteligibles. El ruido era mucho más fuerte. Crecía y bajaba con las oleadas de la presión de cabeza que empezaba a afectarnos. Fay Glass miraba de manera frenética a su alrededor como un pajarito en apuros, con sus ojos desagradablemente vivos. Empezó a morderse las uñas, y chilló cuando una le arrancó la piel.

—¡Quieta! —le susurró Two Jane, pegándole en la mano. Abrí la puerta de un puntapié y di dos pasos dentro de la estancia.

La libélula estaba agazapada en el otro extremo de la habitación, cuyo suelo estaba polvoriento y alumbrado en parte por el sol moribundo. Bajo la luz cálida, tamizada, era heráldica: extraña y bella, su exoesqueleto de un verde oscuro brillaba esplendorosamente, como metal aceitado; las alas, que se estremecían un poco, estaban adornadas de plata, allí donde las de Fay eran de oro. El tórax y el vientre estaban decorados con arabescos de caza y símbolos complicados de color amarillo cromo, como las ideografías en los fragmentos del casco de la nave caída de fuera. (Es difícil decir si eran marcas naturales o emblemas artificiales de casta e identidad, como el blasón de un caballero de la orden de las libélulas.) Los ojuelos exagerados captaron la luz como globos de tosca obsidiana. Por un instante, me pareció más extraña que amenazadora, como si los sueños calenturientos todavía no hubiesen abandonado mi mente.

Era algo enfermizo.

Desplegadas y curvadas, las extremidades retorcidas, por sus articulaciones excretaba gruesas gotas de un fluido ocre. Había quemaduras de láser en su caparazón, una profunda cruz sin sentido, y faltaba el aparato respiratorio. Parloteando consigo misma, me ignoró. Débiles proyecciones telepáticas; una irritación informe en la periferia de la conciencia. Ocasionalmente, arañaba el suelo con las patas, formando dibujos desprovistos de significado. Las quemaduras no eran graves, pero sí lo era la prolongada exposición a la atmósfera, y sus vísceras se disolvían.

Empecé a salir del cuarto. La bestia estaba casi muerta.

Fay Glass pasó por delante de mí.

Anduvo hacia el centro de la habitación, vaciló y se detuvo. Contempló a la libélula, con sus ojos curiosamente humildes, moviendo los labios en silencio. La libélula se quedó inmóvil, como una escultura verde y oro, impasible. Esperando otro ataque, posé una mano en el brazo superior de Fay. Ella lo ignoró: esbelta y callada, contemplaba al moribundo insecto. Los globos de obsidiana relucían opacamente. La bestia reanudó los arañazos con las patas anteriores. Fay Glass avanzó, con la cabeza ladeada. La cogí del hombro. Se desasió de mi mano, con impaciencia, pero con impersonalidad; tuve la extraña sensación de que ya no existía para ella.

La presión de cabeza aumentó.

La chica loca y la libélula estuvieron enfrentadas unos treinta segundos. Un delgado fantasma ratonil con hermosos ojos absortos en una especie de envarado homenaje delante de una salvaje escultura heráldica. Su cara estaba desprovista de expresión, pero los ojos eran enérgicos, luminosos.

—Nosotros no deseamos estar aquí —articuló ella.

Tuve la impresión de que no era Fay la que hablaba.

—No pedimos ser enviados aquí. No tuvimos más remedio. Nos estamos muriendo, pero ellas continúan enviando naves. Este lugar no es habitable, pero no es posible lograr que cesen. Nuestras instalaciones atmosféricas son insuficientes, inadecuadas, nos ahogamos en vuestro aire. No procreamos, nuestra raza agoniza; nave tras nave se extinguen estérilmente. Esto no puede continuar.

La libélula se había tornado aquiescente. Fay se enderezó hasta que los ojillos múltiples estuvieron ocultos por su cuerpo. Podía estar tocando a la bestia.

—Nos dijeron que este mundo estaba vacío. No esperábamos esto. Dejamos de luchar. Nos iremos y esperaremos. Las naves dejarán de venir. Aún quedan muchos de vosotros. Irnos y esperar, pues de todos modos nos morimos…

El rostro de Fay perdió su rigidez. Ladeó de nuevo la cabeza, con una mueca de intriga en sus labios. Sus ojos parpadearon a su alrededor con incertidumbre. Luego, dijo:

—Nosotros nos estamos muriendomuriendomuriendo, nosotros. Nos estamos muriendo, nosotros. Nos estamos muriendo. El gobierno ha anunciado las más severas medidas, se rumorea que tomarán forma de represalias económicas, nos estamos muriendo, ayuda. El embajador soviético dijo: Nosotros necesitamos. Nosotros…

Empezó a llorar.

La libélula arañaba, tartamudeando, manando fluido ocre. Las alas se agitaban impotentes, parecía una máquina engastada en joyas, fuera de control. Fay estaba convulsa. Con los ojos psicóticos, corrió sin rumbo por el cuarto, gritando:

—¡Ayúdanos!

La cogí, la conduje a la puerta, casi a rastras, luchando contra la enfermiza fascinación del insecto. Ella miró fijamente mi rostro con la angustia inhumana destrozando sus facciones, y chilló:

—¡Por favor! —como si se hubiera abierto el pozo en su cabeza.

Quité el perno de seguridad y arrojé la bomba disimuladamente. Saltó, rodó inocuamente por el suelo y desapareció bajo el angustiado insecto. Una última mirada a la maquinaria dislocada de miembros retorcidos, al abdomen curvándose hasta tocar con la cola las mandíbulas. Los ojos iridiscentes me quemaban. Luego, cerré de un portazo para rehuir la visión y nos aplastamos contra la pared. Una tos convulsa, gigantesca. El edificio se estremeció. Una mano de mamut derribó la puerta, arrancándola de sus goznes, desde dentro, convirtiéndola en astillas que fueron a parar a la pared opuesta. El polvo, las astillas y el humo formaron una violenta nube marrón. La chica loca chilló. Y dijo tonterías.

—¡Calla, maldita! —mascullé.

Por un momento, oí el fantasma petulante e insensible de Thin Molder en mi voz. Pero no me disgustó.

Fay Glass siempre había dicho necedades.

Entre los restos esparcidos de la nave de las libélulas, dos figuras oscuras revoloteaban sobre el espejo mercurial e inquisitivo de la niebla, con sus diminutas sombras corriendo ante ellas, a través de las superficies posteriores del casco. Cogiendo un termal, giraron hacia arriba, y duplicaron su altura en unos segundos. Cuando el sol incidió en sus extendidas alas chispearon centellas de luz. El calor chocó conmigo como un puño bien apretado, cuando estaba acechando desde una ventana situada a treinta metros más arriba. A mis espaldas, en el corredor, el polvo y el humo se posaban lentamente. Un fragmento de caparazón de libélula como acero azul se había atascado en el marco de la ventana. El edificio estaba callado, y no pude detectar libélulas; la aflicción del insecto muerto no había sido atendida. Tras un registro final, me dejé caer en el aire turbulento y casi al rojo vivo.

Era como volar dentro de un muro. La corriente de aire me destrozaba y apaleaba, y podía salir de la boca de un horno. Casi inmediatamente encontré una corriente superior. Localicé a Two Jane y Fay, y trepé en espirales rápidas; cuando estuve sobre ellas, incliné un ala. El deslizamiento lateral resultante me colocó en un vector de colisión. Me lancé a través del curso de Jane y encogí un músculo en un intento de armonizar las velocidades. Más entusiasmo que sentido común.

—¡Qué estupidez! —gruñó ella, y no supe si se refería a mi o a Fay.

La chica loca estaba cometiendo tonterías, dejando que su velocidad bajase a punto muerto, llegando al borde de una caída. Cada vez que esto ocurría se reía con deleite. Parecía haber vuelto a su ser normal.

Nos encaramamos a lo alto de una de las planchas del casco de la nave.

Una cálida brisa zumbaba en torno nuestro, entre un conjunto de cables enmohecidos. Estábamos en el reborde formado por una cadena de tres metros de anchura.

—¿Ahora qué? —inquirió Two Jane, sin apartar los ojos de Fay, que estaba hablando con una florecita alicaída que crecía en un trecho de polvo.

—Nos vamos —respondí.

La idiota charla de Fay me ponía frenético. Quería estar en donde pudiese olvidarla. La misma Fay era suficiente recordatorio; había abandonado la flor a sus propios pesares, y estaba sentada al borde de la cadena, dejando balancear sus pies sobre un precipicio increíble, y mojando los dedos en un charco de agua de lluvia llena de óxido. Un enorme arco de acero negro bostezaba a sus espaldas. Esto y el musgo resbaladizo del cable corroído. Todo era una amenaza: el duro metal, la vegetación del acero, y la tremenda caída hacia la niebla.

—Vámonos de aquí —propuso Two Jane.

—El Norte es más tranquilo —concedí—. No sé por qué vinimos a este lugar.

Fay había vuelto con la flor. Preocupado, vi vagamente cómo sus manos, delgadas y veloces, se movían en torno al botón amarillo pálido. Se mostraba muy gentil con la flor. Ambas tenían una belleza lánguida, y una existencia idénticamente precaria.

—Durante algún tiempo, probaremos de nuevo las tierras centrales. Pero deseo ir hacia el norte. ¡Hacia arriba!

Fay chilló bruscamente y danzó hacia atrás. Se estaba chupando las manos y las agitaba. Había lágrimas en sus mejillas.

La flor se había convertido en un montoncito achicharrado, y empezaban ya a moverse suavemente bajo el cálido viento unas cenizas negras. Una fina línea blanca descendía por el oscuro metal extraño, humeando y desvaneciéndose del ocre al naranja fuerte y luego al rojo. Un olor curioso, caliente y amargo. Two Jane estaba inclinada sobre las manos quemadas de la chica loca. Fay sollozaba. De pronto, incapaz de moverme, vi como el rayo láser cortaba una segunda hendidura a través de la plancha del casco, a menos de un palmo de mi cabeza. Esta vez zigzagueó, como si la mano que sostenía el arma temblase.

Two Jane, que miró por encima de mi hombro con los ojos muy abiertos, gritó algo incoherente, y señaló con el dedo.

Di unos pasos al frente salté, y me situé a su lado izquierdo. El impacto estremeció todos los huesos de mi cuerpo. Ella vaciló, gritó, y se agarró a la chica loca para sostenerse. Chillando, las dos cayeron desde el borde de la cadena. Los cuerpos fueron disminuyendo, dando tumbos al caer. Divisé un destello de plata cuando las extendidas alas se aferraron al aire. El largo chillido se extinguió. Satisfecho de que se hubieran puesto a salvo de este modo, me volví para enfrentarme con Malice Priest.

Estaba de pie, tambaleándose, a quince metros de distancia, con los pies muy separados, y el láser, negro y abominable, aferrado con unos puños grises, deformados. Sus vestidos le colgaban en andrajos. La mejilla izquierda tenía un tono púrpura y amarillo, y era como una mancha de necrosis y pus, rígida y distendida. Como para compensar aquella inmovilidad parcial, el resto de su cara se torcía constantemente, mostrando extraños y efímeros continentes de emoción. Fuera del edificio arruinado, su único ojo sano ardía, brillante y fijo. Se balanceó. Levantando el arma para cubrirme, empezó a avanzar, con el paso torpe e inseguro. Cuando estuvo a la debida distancia para hacerme oír, grité:

—¡Soy yo! Puedes dejar de disparar. Jane se cuidará de ti…

El destrozado rostro era horrible, y el único ojo una ventana abierta a nada que yo pudiera interpretar. Su boca estaba perdida en una masa de tejido que supuraba, muy hinchado Las zonas gangrenadas parecían carne de hongos, lóbrega, engañosamente firme. No bajó el arma, sino que dejó oír un sonido extraño de dolor. El esfuerzo requirió que apretara aquellos labios de cadáver, lo cual me hizo temblar.

—No —añadí—, ahora estás bien. Nosotros cuidaremos de ti.

Halló su voz. Las palabras surgieron distorsionadas, borrosas en los bordes por el agujero de su rostro.

—Atacó la libélula. Tú me abandonaste. Soy todo fuego. Te cortaré a ti, y arderás.

Cuando sus dedos apretaron convulsivamente el gatillo, me dejé caer plano, abandonando la razón en favor del reflejo. La descarga de calor me chamuscó el cráneo. El reborde estaba caliente y áspero al tacto; terminaba a un centímetro de mi extendida mano. Priest continuó mirando a través del sitio donde yo estaba, parpadeando lentamente con su ojo sano. El láser temblaba.

—Yo soy el jefe —continuó—. Yo enviaré los grupos de forrajeo.

Me miró.

Supongo que debí luchar para arrebatarle el láser; él estaba agotado y enfermo pero no pude soportar la idea de aquel rostro destrozado, rezumante, apretado junto al mío. Sus dedos volvieron a moverse. Rodé fuera del reborde, con mis ropas humeando allí donde el rayo me había alcanzado. El dolor era agonizante.

Una caída larga y libre, casi agradable; derivé, explorando el dolor. Estaba centrado en mi costado; el aire lo mordía con agudos dientes-alfileres. Flexioné varios músculos. La superficie alar izquierda se arrastraba, respondiendo parcialmente de manera más lenta que la otra a cada impulso. Priest había estado a punto de cortarme las alas. Tenía mucho tiempo para efectuar comprobaciones; arropado en la euforia, floté, sin importarme mucho nada. No parecía estar seriamente lesionado. Caí un poco más. Vi dos figuras que caían conmigo, en posturas subacuáticas. Gesticulaban, hacían ruidos con la boca, que inmediatamente quedaban ahogados por la corriente aérea. Reí feliz. Mi velocidad había aumentado hasta el punto de tener que frenar o sumergirme en la niebla. O perder un ala. «Estúpido», pensé. Más entusiasmo que sentido común…

Sumamente feliz, frené fuerte. La agonía de posar el ala dañada contra la pared-horno del aire me arrancó bruscamente de mi felicidad. Two Jane y Fay Glass me flanquearon cuando planeé sobre la niebla.

—¡Moveos! —grité—. ¡Tomad altura…!

La cosa negra que parecía surgir del cielo dorado era Priest, un destrozado halcón, y nosotros los gorriones. El aire recalentado se arremolinó a nuestro alrededor cuando surgió el rayo láser. Chocamos con una turbulencia termal que se proyectaba en una maraña negra de restos del naufragio, giramos hacia arriba y empezamos a perder velocidad. Priest pasó a seis metros de distancia, chillando como una gaviota negra. Recordé la costa oriental y la enorme velocidad de las aves marinas sobre los erosionados esqueletos, los aparejos aceitados en alta mar. Encalló, giró y frenó en seco, dominando su destrozado cuerpo de forma impresionante.

La corriente superior aumentó mientras nosotros maniobramos sobre la aleta de tiburón de la plancha del casco. Nuestra ascensión en espiral se ajustó con la correspondiente aceleración. Miré apresuradamente hacia atrás. Priest, que había perdido la ventaja de la altura, estaba volando a ras de niebla, disparando el láser cada cinco segundos. Su puntería era versátil. Mientras le contemplaba, empezó a trepar tozudamente tras nosotros.

Una pausa. Forcejeamos por la altura, ignorándonos uno al otro.

Fay Glass casi nunca está contenta con el cemento bajo sus pies, pero en el aire… ya es otra cosa. Las corrientes de cambios rápidos y el brillante torbellino son su ambiente. Reía cuando el rayo de calor la alcanzó. A seiscientos metros sobre la niebla, gritó con una voz gutural muy peculiar y cayó como un montón de pingajos pardos, dando vueltas. Sus alas centellearon inútilmente. Había una brasa llameante entre los pingajos, y luego el brillante resplandor de la llama.

Lo cogí.

Iba descendiendo como un monigote incendiado, y la cogí.

La niebla y el alocado cielo se abrieron de forma improbable, chocaron y volvieron a unirse. Campanas en mi cabeza. El impacto me sacó de la corriente superior como una mano al atrapar una mosca; me envió abajo, abajo, hacia el brillante suelo rocoso. Luchando con sus miembros frágiles, flojos, desorientado, descansé su peso sobre mis dañadas alas. Esto me dolió. Perdimos cincuenta metros de altura, acelerando y sin esperanza, antes de que las alas mordiesen, excavasen y colgasen, como puntas de dedos ensangrentadas, del parapeto del aire. Lentamente, muy lentamente; pasó un kilómetro y Fay (ahora aquiescente, todas sus brillantes llamas extinguidas), maullando en mi oído, indistinguible de la queja del flujo laminar. Me afiancé a trescientos metros, aferrándome febrilmente, las alas cantando como una libélula en una tarde soñolienta.

Lo cual no significaba ningún consuelo porque mis vapuleados músculos no servían ya para trepar, y Priest respiraba casi junto a mi nuca. Planeaba, sin que su máscara de muerte expresara nada. El láser era su aguijón. Two Jane podía haber huido, librándose de todo aquello, pero estaba trazando círculos y contemplaba mudamente las ropas ennegrecidas de la chica loca, y el rostro vacío de Priest. Estábamos colgados en un éxtasis desesperado. No teníamos dónde ir; si me dejaba caer de nuevo, lo haría entre la niebla, para siempre.

—Yo soy el jefe —gritó Priest.

Apuntó con el láser. La chica loca murmuró penosamente. Algo sin sentido.

—Déjanos tranquilos —suplicó Two Jane—. ¿Por qué no puedes?

Pero Priest tenía una idea fija y no la oyó. Su ojo sano parpadeó rápidamente. Apretó el gatillo.

El mundo estalló. Caí en medio de un loco torbellino, asiéndome a Fay Glass como si su cuerpo inerte pudiese salvarnos.

Una nave de libélulas descendió del sol.

Su ola de presión frontal nos envió a un kilómetro hacia el salvaje cielo. Con la respiración robada por la vorágine quedamos presos en una corriente superior tremenda, hacia arriba. Priest se alejó, con los miembros agitados de manera indefensa, asiendo aún el láser. Two Jane gritó con voz fuerte y delgada, el cabello enmarañado sobre su cara. Mis brazos crujieron bajo el peso de la chica loca. Con los ojos llorosos por el viento, contemplé el enorme casco negro que se deslizaba bajo nosotros como un pez en aguas profundas, su inmensa sombra oscureciendo los ruinosos edificios. El aire se estremecía a su paso.

Tocó el suelo como una bomba y quedó destruida.

Plumones de niebla se arremolinaron, llenando nuestras secas gargantas. Los restos se esparcieron por la faz de Londres Melancolía; las vigas se entremezclaron sin fin, kilómetros de tuberías explotaron como vísceras reventadas, así como las planchas, del tamaño de casas. Una segunda ola de choque nos envió a otros mil metros más cerca del sol. Fay despertó y empezó a gritar. Conmociones menores agitaban la superficie de la niebla; al explotar restos aislados del naufragio destellaba la luz; al caer, secciones mayores sonaban como inmensas campanas, demoliendo los edificios que aún quedaban entre la niebla. Una bruma rodante de polvo y detritus me envolvió.

Bruscamente, penetramos en una bolsa de aire más sosegado. Two Jane miró a través de las volutas de niebla, ahogándose. Giró sobre sí misma, se afianzó, y se acercó. Por encima de su hombro pudo divisar a Malice Priest volviendo a aproximarse.

—¡Yo soy el jefe! —chilló.

Surgió el láser, su rayo era como una vaga y reluciente línea de motas de polvo al sol. Calor a través de mis sienes. El pozo abajo y un loco arriba. Me estaba agotando rápidamente; la mera acción de mantener la altura era ya penosa. Iba a sumergirme sin considerar las consecuencias, cuando Jane extendió sus brazos.

—Dámela. Yo puedo hacerlo —dijo. Una pausa. La miré atontado—. ¡De prisa! ¿Quieres que te corte en pedazos?

Me habría gustado discutir, pero en aquel instante subió de entre la oscuridad un zumbido, y experimenté un bandazo familiar de realidad. En mi cabeza se produjo un montaje de imágenes incoherentes.

Muy abajo, las libélulas abandonaban la nave caída.

Priest no se daba cuenta del peligro. Permaneció donde estaba, agitando el brazo libre y disparando el láser al azar.

—¡Yo soy el jefe! —gritaba.

Acurrucados entre las dobladas vigas de una torre resquebrajada, al borde de la llanura central, vimos como lo apresaban. La nave estrellada yacía como un ojo arruinado, como un inmenso fruto partido, con la niebla girando a su alrededor, mientras se iba posando sobre la tierra. Los ideogramas de su casco fluorescían a la luz agonizante, proclamando viajes increíbles. Dos o tres kilómetros más allá del cuerpo principal del naufragio, algo estalló, y la conmoción quedó amortiguada por la niebla. Las libélulas: al principio no eran nada más que una línea delgada, vacilante, que ascendía desde los restos, recortada contra el cielo como una voluta de humo negro. Pero la voluta se convirtió en pluma, y la pluma en una enorme nube en forma de seta, que zumbaba y se quejaba, elevándose con lenta deliberación hasta que el aire quedó oscurecido por ellas.

Y por encima, una mota diminuta y frenética, luchando por ganar altura.

Una mescolanza de rayos láser incendiaron el polvo aerotransportado en un breve chispazo de luz. Luego, la periferia del enjambre se lo tragó. Se apretujaron contra él; una mota más oscura destelló. Dentro de la penumbra. Lentamente, hubo una esfera negra, bien definida y creciente, con Priest como núcleo. Y al aumentar de tamaño, empezó a hundirse a través de la nube ascendente, de vuelta a la nave naufragada.

—¡Oh, Dios mío, son horribles!

Two Jane hundió el rostro entre sus manos.

Pero ya empezaban a morir en el aire extraño de la Tierra.

—No sé —murmuré—. Ya no. Priest no es ninguna pérdida. Oh, no lo sé.

Fay Glass abrió sus ojos rubios y miró directamente a mi cabeza.

Sonrió y susurró:

—Un camino tan largo… Y con tantas alas…