¿Saben lo que ocurre cuando uno está efectuando una intervención cerebral y se distrae?
Hablando en justicia, supongo que yo debería haber prestado más atención a lo que hacía, que era sacar una carabina «Sharps» del cráneo de Jubal Bean. Pero diablo, como desde la última Rebelión soy el único médico bona fide en este rincón de los bosques, me paso todo el día serrando y cosiendo, serrando y cosiendo, desde el amanecer hasta el anochecer, incluso los fines de semana y las fiestas patrióticas. Un hombre tiene derecho a gozar de unos momentos de libertad.
A propósito, mi nombre es Pertwee, Hiram Pertwee, M. D., iniciales de Mailorder Diploma. Soy de East Randolph, condado de Orange, en Vermont, pero llevo en estos parajes desde antes de nacer, o al menos esto me parece. Quizá a causa de todo este tiempo, sea yo tan distraído.
Bien, era un caso de pura rutina, como casi todos los de por aquí. Lo que sucedió fue que un grupo de chicos estaba jugando al juego de la herradura detrás de Owl Hoot Palace. Veamos… estaban allí Moose Loomis, claro, y Luther Dilby, Brace Mac Kinistry y Deuce-High Magoon, quienes debieron tener muy mala suerte en el Red-dog, para estar fuera jugando a la herradura. No recuerdo que nadie haya visto nunca a Deuce-High al aire libre, al menos desde que se quemó el Owl Hoot, hace seis años. Y él también estuvo a punto de achicharrarse, al tratar de sacar la mesa para poder seguir jugando la última partida.
Bien, estaban jugando una partida y Moose Loomis, un grandullón estúpido, iba a arrojar una herradura, cuando Jubal Bean, que es el más curioso del Owl Hoot, y bajito y tonto, se acercó demasiado. La herradura de Moose se enganchó justo en la hebilla del cinturón de sus pantalones y Moose, sin darse cuenta, tiró la herradura, con Jubal incluido, hacia el lejano poste.
Bueno, el poste era la carabina «Sharps», con una recámara rajada que alguien metió a unos veinte centímetros de la boca del cañón. La herradura y Jubal salieron volando y, si bien la herradura falló por un kilómetro, la cabeza de Jubal chocó con el blanco y allí se quedó. Esto acabó con la partida, teniendo en cuenta que el blanco tenía un inquilino, al que nadie logró sacar de allí.
Luther Dilby, que sabe escribir bastante bien, puesto que es conserje del hotel de Borax Queen, pensó que Jubal necesitaba asistencia profesional, y me llamaron. Bajé de mi consultorio, situado en un piso próximo al almacén, y les ordené que cogieran palas para quitar la carabina del suelo, donde estaba plantada en su calidad de blanco, y que llevasen a Jubal al Owl Hoot. Esto hicieron entre tres, mientras Luther Dilby, un tipo pequeñajo, de piernas torcidas, corría a su lado, sosteniendo la carabina que sobresalía del cráneo de Jubal.
Le dejaron en el mostrador. Deuce-High estaba muy trastornado por haber tenido que interrumpir el juego de este modo, y hasta Luther Dilby dijo que si yo no podía curar a Jubal, acabarían de atravesarle el cañón de la carabina y enterrarían a su amigo en el hoyo donde antes habían clavado el arma, para que sirviera de blanco. De esta manera, podrían terminar la partida y el difunto Jubal tendría un bonito monumento encima de su tumba, monumento además muy útil para el juego de la herradura.
¡Cáscaras! No pensé que la cosa tuviera que llegar a este extremo, pues yo era un médico provisto de diploma en la Universidad de Medicina Interna, Externa y de Animales Inferiores, del Doctor Gideon Faustus (cursos por correspondencia), de Saint Louis. Además, estaba seguro de que Jubal Bean no poseía bastante cerebro como para que le molestase una cosa tan pequeña como el cañón de una carabina. Diantre, si era posible meter dentro del cráneo de Jubal un cubo lleno de pernos de ferrocarril sin llegar a tocarle el cerebro…
De modo que el trabajo no era demasiado interesante. Después, casi me mareé de tanto contestar las preguntas formuladas por los mirones reunidos a nuestro alrededor, y por poco enfermo de escuchar la discusión de Deuce-High y Moose Loomis respecto al tanteo de la última tirada. Deuce-High afirmaba que la herradura no se había engarfiado en el cañón. Moose, por su parte, replicaba que era el propio Jubal quien se había unido a la herradura y que por consiguiente, formaba parte de la misma, así que había que contar el tanto.
Como Moose tenía las dimensiones de un algodonero, Deuce-High se hallaba en una situación de baja moral, por lo cual la discusión no tardó en derivar hacia si Moose había hecho más o menos tantos.
Como dije, mi mente divagaba. Y empecé a pensar en el tiempo que hacía que no me tomaba unas vacaciones. Pensé también en lo agradable que sería irme tal vez a una montaña, y en la caza, la pesca y todo eso. Me acordé asimismo de una chica india, a la que conocí, universitaria, y en su forma de cimbrearse, y creo que pensé más en ella que en todo lo otro. Tanto fue así, ésta es la verdad, que no oí apenas la pregunta de Jubal.
¿He mencionado que ese cretino no tuvo la decencia de perder el conocimiento ni un solo momento, conocimiento del que carecía en todas las demás ocasiones? Bien, pues no lo perdió… Diablo, si casi todas las preguntas las hacía él. Tonterías como: «¿Qué tal va eso, Doc?», y «¿Tardará aún mucho, Doc?», y cosas así. Un cretino. La que menos me gustó fue: «Eh, Doc, ¿no irá esto a convertirme en un idiota?»
—Bendito seas, muchacho —le respondí, tan amablemente como pude—. Yo sólo soy un médico de pueblo, no un hacedor de milagros. Y no creo que puedas esperar ninguna mejoría.
Lo cierto es que estaba a punto de terminar. Moose y los demás tenían ya su poste y se disponían a acabar la partida. Mientras estaba terminando de cerrar la herida, advertí a Jubal que debía llevar un gorro que le protegiese la nueva sutura de su calabaza. Le vendé y le recomendé que durante un par de días se lo tomara con calma y, saludando ante los aplausos de los reunidos en el bar, me largué de allí.
Empaquetar el equipo que pensaba llevarme a la montaña no me costó mucho tiempo, pero sí me lo costó ensillar a «Pobre Harry», mi caballo Morgan castrado. No sé exactamente qué papel le otorgó el Creador a «Pobre Harry» cuando lo puso en la Tierra, pero con toda seguridad no pensó en que fuese caballo. Ensillar a «Pobre Harry» era algo así como querer poner un camisón de noche a un huracán, y usualmente Jubal lo conseguía, pero no me pareció prudente pedírselo a causa de su delicado estado de salud. Cosas duras, pero éste es un país duro. Lo hice yo mismo.
Cuando terminé, «Pobre Harry» y yo ya no nos hablábamos. Trepé a la silla, le clavé ambos tacones en las costillas, y salimos del poblado como disparados por un rifle «Whitworth». Recorrimos casi tres millas antes de conseguir que «Pobre Harry» aflojara la marcha, diese media vuelta y se encaminase en la dirección por mí escogida.
Bueno, de este modo transcurrió la primera parte del trayecto, y así fue como, el primer día, hicimos unas cuatro millas y media. «Pobre Harry» tarda siempre un poco en adaptarse al espíritu viajero. Apenas habíamos llegado a las estribaciones del monte, llegó la hora de acampar para pasar la noche y, de no haber sido por la chica india, me habría vuelto animosamente a casa y habría matado al maldito caballo tan pronto como hubiera estado lo bastante cerca para ir andando. Pero continué adelante.
Encontramos un riachuelo donde acampar. Naturalmente, no llevaba agua, pues no era la época del año más apropiada para ello, pero sí había un árbol. Trabé a «Pobre Harry» al tronco para que si quería, pudiese pacer, y construí una fogata para freír un poco de tocino salado y habichuelas. Ya había anochecido, el fuego era bueno, y el café empezaba a esparcir su agradable aroma; entonces, «Pobre Harry» bufó y enderezó las orejas.
Yo también había oído el ruido. Al principio no fue tanto un ruido como una sensación, pero después se convirtió en un zumbido. Luego, mientras «Pobre Harry» se encabritaba a pesar de estar trabado, poniendo los ojos en blanco, el zumbido aumentó de volumen hasta parecer que todos los abejorros de la Creación venían hacia nosotros. Hubo también como un relámpago, y esa cosa planeó por encima de las montañas.
Fluctuaba. Tenía forma de medio globo, y venía hacia mí a unos treinta metros de altura, pulsando la luz cada vez con mayor brillo. Luego empezó a bajar, a bajar, y finalmente la luz resplandeció una vez más y la cosa aterrizó en el suelo con un topetazo, a unos treinta pasos de distancia. En la parte posterior del objeto divisé una especie de lazo, como un timón de barco. El aspecto total de la cosa parecía una taza de unos cinco metros de diámetro, una taza volante.
El zumbido cesó cuando se apagó la luz, pero «Pobre Harry», sin dejar de patear, continuó relinchando y tirando de la cuerda. Sin embargo, no tuve tiempo de ocuparme de él, porque justo entonces a un lado de la taza volante, se abrió una portilla, salió un hombre y pegó un puntapié a la taza, lastimándose el pie.
Yo estaba como absorto delante del fuego, con una mano a medio camino del pote de café, y la barbilla en mis rodillas. Hay cosas para las que uno no está preparado. Pero se me empezaba a secar la boca, por lo que me levanté y la cerré. Tan pronto la hube cerrado, el fulano que había salido de la taza de té dio media vuelta y me vio. Vino hacia mí.
Ya me había dado cuenta de que estaba ocurriendo algo gracioso, y cuando él habló acabé de comprenderlo.
—Guten Abend —dijo— Ich heisse Herr Doktor Johann von Stern. Bitte, wollen Sie mich…
—Cierre el pico, peregrino —le atajó—. Y hable americano.
Esto le amoscó un poco, pero no se amilanó, sino que tartamudeó un poco, y al fin dijo:
—Amerikanisch, Ja.
Se inclinó, juntó los tacones, y regresó a su copa volante. Abrió la portilla, hurgó un poco en el interior, y volvió a salir con lo que parecía uno de esos cascos que solían ponerse para combatir los antiguos caballeros que salen en los grabados; y todo muy reluciente, con una especie de peine en lo alto. Sacó también una caja; lo llevó todo hacia el resplandor de la hoguera, y empezó a rebuscar dentro de la caja, entre lo que parecían bizcochos.
Sin embargo, no eran comestibles. Cogió uno, lo sostuvo a la luz como leyendo algo, y murmuró unas palabras como Franzosisch… nein. Volvió a meterlo en la caja, y english… ach, sicher «nichts», o lo que fuese, y luego sacó otro bizcocho. Finalmente dio con el que buscaba. Lo insertó en una ranura del peine de su casco guerrero, se lo puso y apretó un botón delantero. Estuvo frunciendo el ceño como si alguien le hablase y él escuchara con suma atención, aunque yo no oía nada.
Tal vez «Pobre Harry» sí oyera a alguien, porque continuó escarbando y pateando como un poseso. Mordisqueaba la cuerda, con las orejas erguidas y los cascos bailándole, hasta el punto de que creía que iba a tumbar al pobre árbol. Luego, el tipo de la taza volante volvió a apretar el botón y se quitó la olla de la cabeza. Se volvió hacia mi.
—¿Qué truenos es esto? —preguntó señalando a «Pobre Harry».
—Es «Pobre Harry» —le informé. Luego añadí astutamente—: Oiga, ¿acaso no hay animales como éste en el sitio de donde usted viene?
—Diablo, no… —contestó—. Aguarde un momento… seguro, los tenemos. Muchos. Sólo que nunca había visto a un «Pobre Harry». Quiero decir que he visto muchos, pero nunca reales y tan de cerca. No, lo que quiero decir es que debí olvidarlos. Huyeron de mi memoria.
—Cierre el pico —dije—. «Pobre Harry» es un caballo, más o menos. Usted nunca había visto un caballo, ni siquiera una vez, y va por ahí volando. Usted no es de este mundo, y viene de algún sitio del cielo. ¿No es verdad?
Me contempló con la tez pálida durante un minuto entero, y al final pronunció una palabra brusca y breve que no había oído nunca, aunque comprendí su significado.
—Está bien —prosiguió—, ¿cómo lo supo?
—Cáscaras, hombre, sólo con mirarle —respondí—. Jamás había visto un equipo más extraterrestre desde que nací. No me engañó ni un segundo.
Y así era: llevaba una especie de sombrero peludo y raro, apenas sin ala, y una brocha de afeitar en la cinta. Su chaqueta era demasiado corta, y lucía unos pantalones de piel que apenas le llegaban a las rodillas, sujetos por unos tirantes bordados, unos calcetines de lana gruesa y unos zapatos muy graciosos. Cualquiera hubiese podido ver que no era humano.
No obstante, no se contempló, sino que dirigió su mirada hacia mí, como si estuviera dolido por algo.
—¡Esos imbéciles de la Sección L! —rezongó—. Me dijeron que éste era un atavío muy corriente en este país. Le aseguro que lo pondré en mi informe. —Se calmó un poco y suspiró—. ¿Qué otra cosa cabe esperar de la Sección L? —me preguntó.
Yo no lo sabía.
—Bien —prosiguió el fulano—, tendremos que espabilarnos lo mejor que podamos, a pesar de esta plancha. ¿Puede usted guiarme hasta Munich?
—¿Munich? —repetí—. ¿Qué es eso?
—Claro, Munich —me contestó, un poco cabezota—. Se supone que está a unos ocho kilómetros de aquí —me miró fijamente, como si pensase que tal vez yo ya había comprendido lo que era la Sección L—. Es la mayor ciudad de Baviera, ¿verdad? Porque estamos en Baviera, ¿no?
—Que yo sepa, no —le expliqué—. Estamos a tres mil kilómetros de Batavia, Nueva York, cerca de Rochester, si esto le sirve de ayuda. Será mejor que busque a otro guía, pues yo no quiero responsabilidades. Y la única ciudad de estos parajes donde no se pondrán histéricos si usted la llama gran ciudad, es San Francisco, a unos ochocientos kilómetros en la otra dirección. Nunca he estado allí.
Me miró fijamente.
—San Francisco se halla en los Estados Unidos de América —recitó.
—Exacto.
—Lo cual indicaría que nosotros, en este momento, estamos en los Estados Unidos de América —murmuró, jugueteando con el casco que tenía en sus manos.
—Cierto —asentí.
—Y si estamos en los Estados Unidos de América —agregó—, no es posible que estemos en Europa.
Su voz empezó a aumentar de volumen.
—Esto es muy razonable —accedí.
—Y si no estamos en Europa, no podemos estar, cerca de Munich, que está en Baviera, Alemania —concluyó, empezando a temblar.
—Así es —observé.
—Y si estamos en los Estados Unidos de América —repitió, elevando el tono de voz—, y no estamos cerca de Munich, en Baviera, Alemania, que está en Europa… —ya casi chillaba—, que es donde me destinaron, donde la Sección L me aseguró que estaba programado mi aterrizaje… —estaba ya dando grandes voces—, entonces… ¡NO PUEDO CUMPLIR MI MISIÓN!
Y arrojó el casco al suelo con tanto furor que rodó unos doce metros, brillando a la luz de la hoguera.
Comprendí que estaba enfadado por algo, así que no dije nada. Cuando el casco cayó al suelo, el bizcocho que él le había insertado salió, por lo que me agaché a recogerlo. Era transparente como el vidrio, pero con unas ligeras manchas de algo que parecía oro, y una especie de lema impreso. Decidí no soltar el bizcocho hasta que la cosa se hubiera calmado un poco.
Aquel tipo no tardó en tranquilizarse.
—¡Dios mío! —gimió—. ¡Y yo he firmado por esto!
Se abalanzó hacia el casco, lo cogió como si fuese un huevo de gran valor, le quitó el polvo, lo limpió con la manga de su ridícula chaqueta, y volvió a dejarlo junto a la caja de los bizcochos como si se tratase de una corona de diamantes. Cuando hablé, pegó un salto como si yo no estuviese allí.
—Eh, quienquiera que usted sea —le espeté—, ¿quiere un poco de café?
—Claro —asintió—, y quizá también un poco de ese líquido caliente del pote.
—Muchacho, seguro que usted no es de aquí —sonreí, dándole una taza—. ¿De dónde es, exactamente?
—Pues no lo sé. Bueno, la nave se halla por allí… —agitó la mano libre en dirección al firmamento nocturno—, pero cuando pienso en lo muy lejos que estoy de mi casa y de mi madre, me pongo realmente enfermo.
Olisqueó el café caliente, casi hirviendo, y se lo tragó como si fuese leche tibia.
—¡Verdaderamente excelente! —comentó—. ¿Puedo beber más?
Le serví otra taza, y puse en dos platos un poco de tocino salado y unas habichuelas para mí, y otra ración para él, por no parecer descortés. Por lo visto, no había visto nunca un tenedor, pues estuvo a punto de intentar comer por el otro extremo; pero se fijó en mí y corrigió el error.
Bueno, empezamos a charlar. Resultó que no tenía ningún nombre por el que yo pudiera llamarle, y sólo una letra de su alfabeto y una cifra muy larga a continuación, como todo quisque de su mundo: Dzhon, a unos treinta y siete millones… de algo. Me figuré que sería más fácil llamarle John.
John me contó que no era un explorador regular, como cabía esperar de un tipo que acababa de salir de una taza volante, procedente del espacio. En realidad, era una especie de funcionario subalterno del gobierno de su mundo, y el que decidía en estos asuntos había pensado que John poseía una aptitud especial para la misión encargada. Claro que la misión era un secreto…
—Bien, John —le pregunté— ¿acaso esta misión secreta tiene como fin la destrucción de nuestro mundo? Porque, la verdad, no me gustaría compartir mis judías con alguien que pensara liquidarnos.
—¡Oh, no! —negó al momento—. Bueno, no lo creo. En realidad, tengo la impresión de que mi misión puede ser beneficiosa. Sí, lo sería. A la larga. Al menos, ésta es mi impresión.
Parecía muy solemne y misterioso.
Y también parecía muy joven. Naturalmente, pensé que, de esto, yo no tenía la menor idea. He visto oficiales como él en la última Guerra de Rebelión, muy atareados y reventando de secretos, y ninguno de ellos sabía qué significaban. Una especie de mensajeros, que no hacían mal a nadie.
Pero si John quería mostrarse solemne, no era yo quién para impedírselo. De todos modos, en aquel momento se puso en pie como si le hubieran arponeado.
—¡Jehoshaphat! —exclamó—. ¡Tengo que volver! Se estarán preguntando dónde estoy.
Se dirigió hacia la taza volante. De pronto, se detuvo, retrocedió y recogió el casco y la caja de bizcochos, que metió dentro de su máquina. Luego sacó una especie de cazo, pareció ponerlo en marcha y escuchó, con la herramienta pegada al oído, como si esperase que el cacharro hablase. Naturalmente, debía estar recibiendo instrucciones.
Aunque… Jehoshaphat, era gracioso pensar que yo tenía aquel maldito bizcocho en el bolsillo. En efecto, era casi todo el idioma americano comprimido en aquellas manchitas de oro. Cuando él metía el bizcocho en el casco, y éste en su cabeza… ¡caramba!, lo que hacía el bizcocho era enseñarle el lenguaje que precisaba, en menos tiempo del que se tarda en contarlo.
Esto me lo había explicado él. También me contó que nunca había manejado una taza volante. Lo único que sabía de ello era que en la gran nave nodriza, que estaba en algún lugar del espacio, había unos estúpidos de la Sección D; lo único que él tenía que hacer era sentarse hasta el momento de aterrizar. Luego tenía que salir, y hallarse donde le habían dicho, o sea cerca de Munich, en Baviera, Alemania. No aquí.
Supuse que era esto lo que explicaba por medio del trasto que tenía en la mano, porque se esforzaba por hablar en una lengua que jamás había oído. Primero hablaba él, luego callaba mientras le hablaban, volvía a murmurar algo, y escuchaba de nuevo, y así sucesivamente. Finalmente, gritó la misma palabra brusca y corta de antes, que yo creía saber qué significaba. Después de una pausa, añadió algo que podía sonar como «señor» en su jerga, y guardó el cacharro telefónico en la taza volante.
—¿Ocurre algo? —inquirí.
Resplandeció, respiró con fuerza y suspiró.
—La Sección D —explicó, como si esto lo aclarase todo, cosa que tal vez era cierta—. Afirman que las calibraciones eran exactamente correctas, y que yo debería estar donde me destinaron, o sea en Europa. Dijeron que no existe posibilidad de error, porque la carga, el rumbo y la duración del vuelo los calcularon cuidadosamente por anticipado… los oficiales veteranos, muy superiores a mí en jerarquía.
Hizo una breve pausa y continuó:
—Naturalmente, de haber aumentado el límite de peso asignado, esto habría trastornado los cálculos, pero como es natural, yo estaba plenamente enterado de la posibilidad de una grave acción disciplinaria si me atrevía a tal negligencia. Y si no la cometí, entonces debería estar en Alemania. Hoch der Kaiser! ¡Estúpidos!
»Pero no lo hice, lo juro —continuó, quejoso—. Se trata simplemente de fallos suyos. Yo no metí en mi máquina nada más que lo ordenado.
—Bueno, pero, ¿y su amigo? —le recordé—. Porque antes vi que alguien se movía en la cabina de la copa.
—¿Cómo…? —exclamó. Luego miró hacia donde yo indicaba—. ¡Ah! —chilló.
Metió la mano dentro y la sacó.
Nunca había visto nada semejante. Era como un puma, de pie sobre sus patas traseras. Mas, de pronto, vi que las patas no eran como las de un puma, sino articuladas como las de los seres humanos, a pesar de toda la pelambre y la larga cola. Y también observé que, aunque estaba cubierta de pelo, la cara no era como la de un puma. Y sé que todos estos animales son mamíferos, por lo que comprendí que, a este respecto, aquel ser tampoco era un puma.
Vi que el hecho de no llevar vestidos no parecía avergonzar en absoluto a aquel ser; a mí sí, un poco.
A John, esto no pareció importarle. No le dijo una sola palabra al ser o animal, ni siquiera lo miró, aunque sí lo cogió por la muñeca, la pezuña o lo que fuese.
—¿Ve esto? —me preguntó, tan furioso como un chiflado—. ¿Ve esto? ¿Sabe qué es?
Contesté que no lo sabía exactamente.
—Pues es el motivo de que ahora no esté en Baviera, cumpliendo mi misión —explicó John—. Esto es el peso extra de que habló el idiota de la Sección D, la sobrecarga que destruyó los cálculos previstos. Debió escurrirse a bordo y se ocultó en el compartimiento de carga, mientras yo me disponía a volar.
De pronto, se puso un poco retórico.
—¿Cómo puedo informar de esto? ¿Se imagina lo que dirán esos macacos de la Sección D? ¿Qué dirá el jefe de sección al comandante de la nave, y el comandante de la nave al jefe de operaciones de mi mundo? ¿Y qué cree que el gran jefazo le dirá al gran jefazo que rige mi departamento?
No supe qué contestar.
—¡Oh! —gritó John, teatralmente—. Ya lo estoy viendo. El pequeño memorándum del departamento al sector y a la división, para ir a parar a las rodillas del jefe de mi sección, aquel idiota, con todos los pequeños añadidos. ¿Calcula cuál será mi próxima evaluación de aptitudes? Yo sí lo veo y permita que se lo diga. Con gran claridad. No veo ninguna posibilidad de ascenso…
Hizo una leve pausa.
—¡Y todo por culpa de… de… —le retorció la muñeca a su acompañante— de éste!
—No creo, amigo John —conseguí responder—, que deba hablar de ese… ser, delante suyo de este modo. Aunque le haya fastidiado un poco los planes, una nimiedad; bueno, quiero decir un poco. Y a propósito, ¿quién es?
John dejó caer el brazo como si le quemara el contacto.
—¡Mi maldita nodriza! —aclaró—. Esta es.
—¿Cómo? —exclamé.
En realidad, John me había parecido más maduro.
—Oh, es mi sirvienta, mi… esclava, llámela como guste. En cuanto a mis palabras, no entiende una sola de las que digo. Bueno, en realidad, hace poco, yo tampoco hubiera entendido ninguna. Es una aborigen primitiva, no mucho más que un animal, incapaz de entender más que algunos gestos muy simples de las manos. Cada uno de nosotros, los humanos, tenemos una, pero le aseguro que dan muchas más molestias que ayuda, y lo ocurrido ahora lo demuestra.
Tal vez fuese así, pero en los ojos de la «nodriza» observé un destello de simpatía, a pesar de mantenerlos fijos en el suelo, destello que no suele verse en los ojos de ningún animal. Y sin embargo, cuando finalmente John se volvió hacia ella y agitó la mano de una manera especial, la nodriza se alejó un poco y se sentó quedamente sobre una piedra contemplando a su amo.
John ya estaba mucho más tranquilizado.
—Oh, diablo —exclamó—. Supongo que sólo trataba de hacer aquello para lo que la adiestraron. Siempre quieren ayudar y no hacen otra cosa que estorbar. A veces no sé ya quién es el amo y quién el servidor, o quién ha de cuidarse del otro.
—Hum… —gruñí—. ¿Cómo se llama ella?
—¿Llamarse? No creo que tenga ningún nombre. Yo he… Oiga, ¿por qué ha dicho «ella»? ¿De veras es una hembra? Es extraño, ha estado a mi lado desde que yo era niño y ella cachorro, y nunca me fijé en tal cosa. Y jamás la llamé por un nombre. Simplemente, siempre ha estado conmigo.
Impulsado por un presentimiento, me acerqué a la nodriza y me situé a su lado, muy quieto, para que se acostumbrase a mí. Por fin dejó de mirar a su amo y trasladó sus ojos hacia mí, aunque desviando a veces la mirada para asegurarse de que su amo no necesitaba nada.
Indiqué a John.
—Dzhon —dije. Me señalé a mí mismo—. Hiram.
Luego, la señalé a ella y aguardé.
No puedo asegurarlo, claro, pero me pareció que estaba estrujándose la mollera bajo todo su pelo. Luego miró a John.
—Dzhon —murmuró con voz ronca, casi un ronroneo. Me señaló a mí y pronunció algo que sonó como—: Chrrum —lo cual no estaba mal. Por fin, añadió—: Chti.
Estuve tentado a rascarle detrás de las orejas, pero no me atreví. Me incorporé y me acerqué a John.
—Se llama Kitty —le dije.
A John le importó un comino, porque debía de estar reflexionando en lo que le aguardaba con la cadena de jefazos de su mundo. Luego suspiró (los jóvenes suspiran mucho, pues tienen motivo para ello), y se apartó de la fogata.
—Será mejor terminar con esto cuanto antes —murmuró.
Cogió el aparato por el que había hablado antes, manejándolo como si fuese su propio nudo corredizo.
—Oh, ya estoy viendo el memorándum… —musitó.
Acto seguido ejecutó las operaciones oportunas para poder hablar.
Las disculpas suenan igual en cualquier lengua extraña, y John empezó con una. Comprendí que tenía para rato, de modo que volví al lado de Kitty, le cogí las manos y la obligué a levantarse, enseñándole la forma de atender el fuego.
Lo aprendió con rapidez, aunque no dejaba pasar muchos segundos sin mirar a John, para ver si necesitaba que le limpiara la nariz o algo.
Cuando llevábamos ya un rato junto al fuego, su nariz, que era rosada y sin pelos, como la de un gato, empezó a arrugarse, y tímidamente señaló el tocino y las judías del cazo, que habían sobrado. Pues bueno, como vi que tenía dientes y colmillos, le di un poco.
Para tratarse de un felino, comía con aseo, y una vez hubo aprendido el truco de comer con tenedor lo hizo, no mejor que John, pero tampoco peor. Cuando en la taza le vertí un poco de café, caliente y fuerte como para mellar el acero, se lo tragó igual que John, sin pestañear siquiera. En el mundo del que procedían ella y John debían de tener gargantas de bronce.
Luego levantó de nuevo la vista, como hacía casi continuamente, para mirar a su jefe, y esta vez abrió mucho los ojos y dejó caer el tazón. Di media vuelta y allí estaba John, con aspecto deprimido, humillado, asustado, con diez años más encima. Me espetó una retahíla de palabras, que en cualquier idioma hubieran sonado como pistoletazos. No me moví.
—¡Tiene que entenderlo! —dijo, suplicando—. No soy más que un funcionario bisoño agregado a una unidad militar. He de hacer lo que me ordenan, aunque ellos no lo vean, aunque se nieguen a comprender cuál es la verdadera situación. He intentado explicarles… oh, de veras, pero…
—Muchacho —le interrumpí—. En cualquier caso, no estoy especialmente preparado para ir al encuentro de mi Creador, pero tampoco me gusta hablar mucho de la muerte. Si esa gente de allá arriba le han ordenado matarme… cuanto antes mejor.
John pareció muy asombrado.
—Oh, no se trata de eso —aclaró—, gracias a Dios. He tratado de explicarles que, debido a la presencia a bordo de… de Kitty, la nave ha aterrizado en otro país. Y me han contestado que el que tiene que corregir los fallos menores soy yo, o me veré delante de un tribunal militar. Sus órdenes, me han recordado, fueron que aterrizara y buscase un guía que me condujese a Munich, y puesto que al parecer he encontrado uno, he de seguir adelante con la misión.
—Eh, un momento… sólo un maldito momento… —empecé a decir, pero John no me prestó atención.
—Traté de explicarles —prosiguió—, que usted es americano y no alemán, pero ellos juzgan que ésta es una diferencia nimia. Les he dicho que desde aquí hasta Europa hay miles de kilómetros. Quizá, al fin y al cabo, debo dar gracias porque me hayan comprendido en parte, ya que me han explicado cómo debo reajustar los mandos del platillo para que nos lleve a Baviera. Oh, sí, quizá debiera darles las gracias…, pero no se las doy.
—Tampoco yo —observé—, porque no voy a ir. Además, ¿qué haríamos con Kitty?
—Como asunto de necesidad militar —replicó John—, supongo que tengo que deshacerme de ella. Y usted vendrá conmigo, porque las órdenes son órdenes. Y más, las órdenes militares.
—Yo soy un simple paisano —objeté.
Al momento, le sacudí un directo a la mandíbula. Cayó como un saco lleno de fajas de señora.
Bueno, afortunadamente Kitty carecía de colmillos, porque de lo contrario me habría destrozado. Tal como fue, ya tuve bastante trabajo con la furia que experimentó al ver caer a John, y no puedo sentirme muy orgulloso de la forma en que la calmé. Le aticé otro puñetazo.
Y allí estaba yo, con los dos tumbados en tierra, y obligado a tomar varias decisiones. No estaba especialmente preocupado por John, puesto que ya en otras ocasiones he tenido que enfrentarme con esa clase de leales, pero estúpidos individuos, y además tenía su pistola… o lo que fuese, metida en mi cinturón. Kitty era la que me ponía en un aprieto.
Finalmente, decidí una jugada. Fui hacia la taza volante, cogí el casco comunicador, saqué la cuerda del arzón de la silla de «Pobre Harry» y até a Kitty de forma que, cuando volviera en sí, no pudiese mover ni un músculo. Después, la obligué a oler los aromas del amoníaco que llevaba en mi maletín.
Cuando se le hubo aclarado el cerebro, trató de librarse de las ataduras, mas al ver que no podía y observar que todavía no había muerto nadie, pareció tranquilizarse un tanto. Fijo sus ojos oblicuos y verdes en mí, esperando. Le enseñé el casco y vi que sabía para qué servía. Le señalé la cabeza, y luego mi boca. Al cabo de un minuto asintió.
Con pelo o sin él, era una hembra que no perdía el tiempo en palabras. Deseé que el casco no la cambiase.
Se lo metí en la cabeza, inserté dentro el bizcocho del idioma americano que yo tenía en el bolsillo, apreté el botón de delante, y esperé mientras ella arrugaba la frente muy concentrada, aprendiendo lo que le enseñaba el casco. Finalmente, volvió la vista hacia mí.
—Ya puede parar el aparato, Hiram —dijo.
Lo hice. La primera parte de la operación había dado resultado.
Ahora, la segunda parte.
—Si la desato, ¿se estará quieta mientras le explico lo que pienso hacer y por qué le aticé a John?
No contestó inmediatamente; cosa que tomé por buena señal. Luego asintió y la desaté. Se frotó las zonas donde la cuerda había apretado, y le serví otro tazón de café como prenda de paz.
—Bien —murmuré—, lamento mucho haber tenido que pegarle y atarle, pero John y yo hemos hablado de algunas cosas que usted no podía entender, pues hablábamos en americano. ¿Sabe usted por qué han enviado aquí a John, el motivo de su misión?
Asintió.
—No tendría que saberlo, ni hubiese debido subir a bordo de la nave —se excusó con voz aterciopelada—. Pero sé que tiene que hacer algo en un lugar llamado Alemania, y que esto no es Alemania, y que usted ha de acompañarle a donde tiene que ir. Parte de esto lo oí a bordo de la nave antes del lanzamiento, y parte aquí, cuando mi amo habló con sus jefes.
—¿Sabe que le han ordenado dejarla a usted aquí? —le pregunté.
Tardó un poco en responder.
—No —susurró—, no lo sabía.
Los dos permanecimos unos instantes contemplando el fuego.
—No importa —dijo ella al fin—. Yo no importo. Usted tiene que ayudarle a llegar a Alemania. En caso contrario, Hiram, John lo pasará muy mal.
No tuve tiempo de replicar porque en aquel momento John empezó a moverse. Se retorció un poco y balbució con toda claridad:
—Ay glike emm say hoke swy —o algo que sonó así.
Miré a Kitty, pero estaba tan asombrada como yo. Luego, John abrió los ojos, se incorporó gruñendo y se frotó la barbilla. Nos vio, y de pronto su amor propio le dolió más que el mentón.
—¿Va a armar jaleo, John? —le pregunté—. Tenga en cuenta que aún no sé manejar su pistola o lo que sea, y que me duele la mano por los puñetazos. No me gustaría tener que empuñar mi «Merwin y Hulbert», y agujerearle a usted la piel, si armara camorra, John.
—No armará nada —dijo Kitty rápidamente.
John, sin embargo, pareció no haberla oído.
—No —afirmó con tono cansado—, no armaré jaleo. ¿Qué piensa hacer usted? En realidad, ya no importa lo que me suceda, pero no hay necesidad de que ocurra nada…
Su voz quedó flotando en el aire.
—Bien, he estado reflexionando —le informé—. Kitty, ¿quiere darle una taza de café a John, y otra a mí, si no le molesta? John, ¿asegura que su misión en Alemania no perjudicará a mi mundo?
Asintió y cogió la taza de manos de Kitty sin darse cuenta, en realidad, de que su nodriza se la entregaba.
—Gracias, cariño —le dije cuando me dio otra taza a mí—. Bueno —continué—, cuando nos conocimos, John, yo estaba a punto de disfrutar de unas vacaciones. Y he pensado que si su misión es pacífica, y usted va a verse metido en un buen lío si no la lleva a cabo… entonces no hay motivo alguno para que yo no pase mis vacaciones en Alemania, pues a mi me da lo mismo. Nunca he estado en aquel país.
Hice una pausa y añadí:
—Pero… una cosa. Hemos de llevar a Kitty al poblado y buscarle alojamiento. No vamos a dejarla suelta por ahí, John.
Seguro que si John hubiese tenido rabo, lo hubiera agitado alegremente. Kitty sí tenía uno, pero bastó con su mirada. Gracias a los dos, casi enfermo al comprender cuánta era mi amabilidad.
Pese a todo, aún quedaban muchos planes por trazar. Los discutimos camino de la población. Por un lado, John todavía llevaba aquellos ridículos pantalones de piel, cortos, y me costaría bastante encontrar unos que fueran decentes para él. Por otro, teníamos que hallar un refugio apropiado para Kitty. Finalmente, Kitty tenía mucho pelo. Y esto podía provocar habladurías.
Y había algo más, con lo que yo no podía hacer nada. Kitty hablaba muy poco, pero de vez en cuando soltaba algo muy sensible. John no parecía oírla nunca, y yo tenía que repetírselo. Al parecer, los de su mundo no solían hablar con las nodrizas y, naturalmente, no iban a empezar ahora.
A propósito, Kitty iba montada en «Pobre Harry» y, por una vez, el caballejo parecía contento. Kitty se presentó a él antes de trepar a la silla puesto que, naturalmente, nunca había visto un caballo, y el maldito y testarudo animal le ofreció muy a gusto su flaco lomo como si fuese el del mejor cebado poney. Lo cual era suficiente para trastornarle a uno el estómago.
Dejé a Kitty y John en un bosquecillo de algodoneros, fuera del pueblo, para ir en busca de algunas ropas, y cuando volví con unos pantalones para él y un vestido de cretona y un gorrito para ella, seguían sin dirigirse la palabra, a menos que hablaran por signos. Con las nuevas prendas, y si Kitty mantenía su cola enroscada a una pata (no estaba mal con el vestido, si se considera que jamás había llevado ninguno), podían pasar por personas normales si se mantenían en la sombra, cosa muy importante.
Decidí que el mejor refugio para Kitty era el hotel. Pensaba en Sidney, el hijo de mi patrona de la Elysian Fields Boarding House, que estaba convaleciendo de una fiebre escarlatina. Si Kitty se quedaba en su habitación y le subían la comida, estaría bien y, en caso de que ocurriese lo peor, podía afeitarse. Además, yo no estaba muy seguro de cómo mi patrona, la joven Widder Purity Poplowsky, recibiría a una amiga mía, con o sin pelambrera, puesto que, más o menos, estaba bastante chalada por mí.
De modo que lo mejor era llevarla al hotel. Y hacia allí fuimos.
Los dos se quedaron un poco apartados de la luz que reflejaba la lámpara del porche del Borax Queen, mientras yo ataba a «Pobre Harry» a la barandilla y entraba para hablar con Luther Dilby, el conserje de noche. Felizmente, no había por allí los holgazanes y vagabundos que siempre se sientan en el porche, y sólo algún borrachín en el vestíbulo, adormilado, por lo que pude hablar tranquilamente con Luther sobre un problema suyo, mientras Kitty y John entraban calladamente y empezaban a subir por la escalera.
Lo malo fue que, en aquel instante, un minero que, por lo visto, se había gastado tres cuartas partes de su paga, entró trastabillando. Bien, le conté a Luther que la pareja eran unos amigos míos de Saint Joe, Missouri, lo cual no era exacto, y les registré; y ya me dirigía a la escalera, cuando ambos se detuvieron en el descansillo para dejar pasar al minero borracho. Había allí una lámpara colgada del techo, y cuando el minero pasó ante ellos les miró a la cara, como a veces hacen los borrachos. Tal vez esperando que también los demás estén achispados.
Pues, cuando miró bajo el gorrito de Kitty, lanzó un aullido.
—¡Eh…, mi… miren lo que tenemos… aquí! —gritó, con voz pastosa—. ¡Una dama barbuda! Tenemos al circo en el pueblo, ¿eh? Y tú eres una de las atracciones, ¿verdad, cariñito?
Juraría por todo lo jurable que Kitty ignoraba qué era una dama barbuda, un circo y un «cariñito». Pero las señoras tienen oídos muy sensibles a los tonos de voz, y lo cierto era que cuando se enfadaba (como hizo conmigo cuando zurré a John), se le enderezaba el rabo.
Y eso ocurrió. El minero saltó hacia atrás, muy asustado, cosa bastante peligrosa en el rellano de una escalera. Se cayó de espaldas, y acabó el resto del camino saltando, lo cual me produjo cierta satisfacción…, pero el mal ya estaba hecho. Es maravilloso de qué manera un pueblo desierto puede quedar atestado por una multitud cuando alguien chilla.
Naturalmente, subí rápidamente por la escalera saltando por encima del minero, pero antes de llegar al descansillo, el vestíbulo ya estaba lleno de idiotas que preguntaban:
—¿Qué es esto?
—¿Dónde está la mujer barbuda? ¿A quién han matado?
Y Luther Dilby estaba en el centro del corro.
Empujé a Kitty y John hacia arriba y luego por el pasillo, hacia la suite de recién casados, cuya llave me había entregado Luther. John se lo habría pensado un poco, de haber sabido qué era una suite nupcial. La muchedumbre trepaba ya detrás de nosotros. Irrumpí en el cuarto y, tan pronto como mis amigos cruzaban el umbral, cerré de un portazo, giré la llave, y me apoyé contra la puerta para recobrar el aliento, en tanto los imbéciles estaban fuera aporreando con fuerza. Fue entonces cuando comprendí que la cosa no había terminado.
Kitty estaba de pie junto a la puerta, ¡con la cola atrapada por ésta!
No dijo nada, pero tampoco se sentía muy feliz. Nos hallábamos en un verdadero apuro, ya que si ya abría la puerta para liberarla, todos los estúpidos se abalanzarían sobre nosotros, y seguro que se armaría la gorda.
No había tiempo para celebrar consejo de guerra, ya que aquellos tipos eran capaces de derribar la puerta para satisfacer su curiosidad. Teníamos que salir de allí, de modo que hice lo único que podía. Saqué un cuchillo «Russell Barlow» y corté la cola de Kitty.
Esta parpadeó, pero no se quejó, aguardando mis órdenes. Fui hacia la ventana y, milagrosamente, logré abrirla. Por otro milagro, vi que daba a un porche lateral que tenía unos peldaños hasta la calle. En el pasillo seguía aumentando el alboroto, y la puerta empezaba a temblar.
—Id por esa calle lateral hasta la esquina y torced a la derecha —le ordené a Kitty—. La tercera casa a la izquierda es la pensión Elysian Fields. Decidle a la dueña Widder Poplowski, que vais de mi parte. No podéis perderos, porque hay geranios en el alféizar de la ventana y un signo de cuarentena en la puerta. Yo iré tan pronto pueda. Ya sé que esto tendría que decírselo a su amo —añadí—, pero a veces no está muy atento. Y ahora… ¡rápido!
Se marcharon y, apenas tuve tiempo de verles doblar la esquina, la puerta cayó derribada. Luther Dilby iba al frente de la muchedumbre que entró en el cuarto como un alud, con la cola de la pobre Kitty en la mano.
—¿Dónde está la dama barbuda? —gritó.
Le miré en son de reproche.
—Si te refieres a los recién casados, señor y señora Abner J. Waldo, que han venido aquí para pasar su luna de miel, esperando gozar de la soledad que la gente civilizada generalmente suele conceder a las parejas en tan delicada situación, apenas han tenido tiempo de saltar por la ventana, y ya deben de estar a medio camino de Saint Joe. Espero solamente que logren burlar las atenciones de los rufianes como vosotros y de los canallas que aún hay abajo, malditos sean.
Arrebaté de la mano de Luther el fragmento de rabo de Kitty.
—Ah —exclamé—, ya veo que has cogido este pedazo de pelaje de la novia, valioso regalo de sus padres. Trataré de devolvérselo, pues lo tiene en gran estima.
Entonces divisé una cabeza conocida entre el gentío, tratando de ver con grandes dificultades a causa del vendaje.
—¡Eh, Jubal Bean! —grité—. ¿No estás enfermo? ¡Vete inmediatamente a la cama… y lo mismo os digo a todos!
Nadie desobedece a un médico cuando levanta la voz, y todos se largaron. Me prometí ulteriormente añadir un poco de pimienta de cayena en la primera medicina que preparase para Luther Dilby. Cuando todos se marcharon, salté por la ventana hacia la pensión de Widder Poplowski.
En resumen, cuando llegué a la pensión todo estaba tranquilo. La Widder y Kitty se portaban muy bien y, mediante discretas indagaciones me enteré de que Widder había curado la herida de Kitty, a la que ya no le importaba la falta del rabo ni que yo se lo devolviera. Aparte de que John estaba un poco nervioso, todos estábamos en buena forma. Al día siguiente, John y yo nos dirigimos a su taza volante, a fin de trasladarnos a Alemania.
Considerando que era la primera vez que volaba, tanto yo como alguien que yo conociese, el viaje hasta Baviera no resultó agitado. Quiero decir que en esa clase de travesías, o se muere uno al instante, o no se muere, y está uno demasiado mareado para ver nada. Lo que ocurre, en realidad, es que parece como si nada se moviese y, de repente, te encuentras en otra parte.
Sin embargo, tuve que ponerme el casco y, aprender a hablar en alemán. Esto resultó muy divertido, porque de repente supe todas las palabras extranjeras que no conocía… incluso palabras alemanas cuya traducción no conocía en americano. Me habría gustado probar con el bizcocho americano para ver qué sucedía, pero no dije nada porque me lo había dejado en el otro traje y no quise que John lo supiese.
Tardamos sólo tres horas y media en llegar a Alemania, y no me sorprendería que esto fuese una marca. John, una vez hubo reajustado los mandos tal como le habían ordenado, no tuvo que hacer nada, lo cual estuvo bien porque no sabía más que yo respecto a la taza volante. Aterrizamos en un pequeño claro, entre siemprevivas, sin que ninguno de los dos tuviéramos que mover ni el dedo meñique, y sin que ocurriese ningún incidente imprevisto.
Salvo que estuvimos a punto de matar de un susto a un campesino que vestía igual que John, claro. La Sección L había dicho lo que se podía hacer en un caso semejante, y debían tener razón, pues cuando el hombre volvió en sí, ni siquiera parpadeó.
John le espetó la misma frase que a mí:
—Ich heisse Herr Doktor Johann von Stern… —etcétera.
Pero comprendí que estaba pronunciando su nombre, entendiendo además el resto de la frase, en la que pedía la dirección de Munich. Lo cierto es que John pareció un poco defraudado cuando resultó que Munich quedaba a unos ocho kilómetros de distancia, ya que deseaba tener algo de que poder acusar a la Sección D. Pero entonces ya tenía buen humor, ya que estaba a punto de poder llevar a cabo su misión.
Tenía preparado un cuento para entrar en la casa, pero lo que sucedió fue que el campesino nos condujo ante el magistrado de la ciudad, y el magistrado nos condujo ante el Barón von No-Sé-Cuántos, y el barón nos condujo a…, bueno, aquí empecé a perder la pista. La verdad es que, entre entrevistas, audiencias y no sé qué más, perdimos una semana. Por lo visto, el cuento que la Sección R había pergeñado para John era que la taza volante era un globo de observación experimental, diseñado por el Estado Mayor Imperial de Berlín, lo cual abrió muchas puertas.
Demasiadas.
La Sección M, que resultó tenía mucha gente observando nuestro mundo, no había pensado en todas estas ceremonias, embelecos y retrasos. Todos los días regresábamos a la taza volante para informar de lo ocurrido, y el comandante de la nave se iba hartando de todo ello hasta que, por fin, le ordenó a John que se dejase de zarandajas y siguiese adelante con la misión.
Le pregunté a John que si la Sección M tenía en la zona a sus propios Pinkerton (por si alguien no lo sabe, aclararé que son los mejores detectives americanos), por qué no los utilizaban para llevar a cabo la maldita misión.
—No lo sé. Tal vez esto no entre en sus deberes —replicó—. Lo único que sé es que probaron a varios individuos de mi sección, todos padres o hermanos mayores de una gran familia Yo no estoy casado, claro, pero tengo cuatro hermanos menores, seis hermanas más pequeñas que yo, y una de la que no estamos aún seguros. Y me eligieron a mi.
Asentí sin entenderle mucho.
—Tal vez tenga algo que ver con la voz —continuó John—, porque en los ensayos nos hicieron hablar mucho. Quizá lo que he de hacer requiera una voz especial, y sea yo el único que la posee. Diablo, Hiram, ¿quién sabe por qué los idiotas de la Sección T hacen una elección?
En conjunto, esto me hizo pensar de nuevo en el ejército. No hay que preguntar cómo hacerlo, o por qué hay que hacerlo, o por qué tú eres el elegido… Sólo hay que obedecer y presentarte a informar después.
Lo cual me recordó que yo todavía ignoraba cuál era la misión. Cada vez que le interrogaba sobre eso, John se mostraba misterioso y solemne, y me daba una conferencia sobre secretos oficiales. De buena gana le hubiera zurrado, pero le apreciaba ya y, además, era muy joven. Pero cuando le ordenaron dejarse de pamplinas y seguir adelante, volví a interrogarle.
Empezó a ponerse pesado y, al fin, se encogió de hombros.
—Bueno, está bien, te contaré lo que sé —dijo. Entonces ya nos tuteábamos. Se aclaró la garganta—. He de decirle algo a un bebé.
Tras una pausa de un minuto balbucí:
—Lo que quieres decir, John, es que has viajado durante un millón o miles de millones de kilómetros, y unos miles más conmigo y te has metido en tantos jaleos, y Kitty ha perdido el rabo, sólo para poder decirle algo a un bebé, ¿verdad?
—Exacto —asintió él.
Que me aspen si volvía a preguntarle nada. Bien, sucedió que aquella tarde estaba libre en nuestro calendario social, por haberse indispuesto una condesa… lo cual es estupendo para un tipo de East Randolph, que se imagina que el 4 de julio es el punto álgido del año. Por fin teníamos una tarde para nosotros y para poder obedecer las órdenes de arriba, de forma que decidimos marcharnos a Munich y acabar de una vez.
John se metió una mano bajo la chaqueta (estábamos en la berlina del duque, con las cortinillas echadas porque llovía, y ya le habíamos indicado al conductor adonde íbamos), y sacó algo parecido a un estetoscopio. Bueno, parecía un estetoscopio con un nabo brillante y negro.
—Pondré los auriculares en la cabeza del bebé, y hablaré por este extremo —me indicó John, mirando el estetoscopio.
Como tras estas palabras holgaba toda explicación, miré por la ventanilla. Habíamos estado pasando por entre granjas, prados y bosques, pero ya empezaban a ser más frecuentes las casitas con chimeneas altas. Pronto, los cascos del caballo golpearon las piedras de la calle. Estábamos en la ciudad.
El conductor detuvo la berlina y, por la ventanilla de separación nos dijo que habíamos llegado. En aquel instante se abrió la puerta de la casa y la mujer salió preguntando:
—¿Es usted el médico? —miraba el maletín que yo siempre llevaba conmigo, con mi cafetera dentro—. ¡Oh, gracias a Dios que ha llegado! ¡Corra, corra, por favor!
Claro que debía seguirla, al verla en tal estado, pero John me dio con el codo.
—Esta es la dirección —susurró—. ¡Vaya suerte! A menos que esos bribones de la Sección M… No, no son tan listos.
—Tal vez sea así —susurré yo—, pero entremos antes de que llegue el médico que han llamado.
Corrimos bajo la lluvia hasta la puerta que la gruesa dama mantenía abierta.
Nos indicó un tramo de escaleras, y luego nos guió por un pasillo hasta un dormitorio que daba a la calle. Durante la marcha estuve oyendo constantemente a un bebé que jadeaba y a seis mujeres distintas con histerismo. Cuando entré estaban reunidas en un grupo, aunque oí a una, una solterona avinagrada, seguro, que preguntó:
—¿Dónde está su sombrero de seda?
¿Aguardaban acaso al señor Lincoln?
Antes de entrar en la estancia murmuré al oído de John:
—Por el jadeo que oigo, diría que se ha tragado una moneda de dos centavos. Tal vez un penique, pero mi criterio profesional se inclina por los dos centavos. Las monedas de níquel raspan de manera diferente.
Lo que dije al acercarme a la cunita (naturalmente, en perfecto alemán) fue:
—¡Fuera todo el mundo!
No sólo necesitaba espacio para trabajar, sin querer mujeres lloronas a mi alrededor, sino que aquél era el niño que John tenía que ver. Tardamos un poco, pero finalmente, John consiguió sacar fuera todo el rebaño, y cerrar la puerta en sus narices.
Mientras tanto, yo había puesto en pie al pequeñuelo y le estaba golpeando la espalda. Por fin hipó, y vomitó la moneda de cobre. Todavía la conservo. Una pieza de dos pfennings, pues hay que recordar que estábamos en Alemania.
Naturalmente, cuando el chiquillo hubo vomitado perdió el color purpúreo y empezó a chillar, diciendo que le habían pegado, lo mismo que cualquier niño normal. Le calmé, acariciándole la espalda, y volví a dejarle en la cuna. Luego, me volví hacia John.
—Vamos, muchacho, tu turno.
Pero John estaba de pie con una mano en la garganta, moviendo los labios sin proferir ningún sonido. O acababa de sufrir un súbito ataque de laringitis, o uno de miedo, lo cual era más probable. Tal vez también se hubiese tragado una moneda… un dólar, a juzgar por su aspecto.
—No puedo —consiguió murmurar, con su voz como el viento a través de un maizal—. Tendrás que hacerlo tú.
—¿Hacer QUÉ, eterno majadero? —pregunté—. Si nunca me has contado lo que tenías que decir.
Me lo explicó, y yo apliqué el nabo del estetoscopio en el oído del bebé. Pronuncié por el otro extremo lo que John tenía que decir y, en conjunto, me sentí como el mayor tonto que alienta bajo el sol.
Apenas tuve tiempo de quitarle el cacharro de la cabeza al niño y devolvérselo a John, cuando se abrió la puerta y entró alborotando todo el pelotón de mujeres. Una puerta cerrada no significa nada, hoy en día. Se apelotonaron en torno a la cuna donde el bebé estaba ronroneando, dejando manar un poco de baba de entre sus labios (no parecía haberle importado un bledo el estetoscopio), y todas comenzaron a hablar más fuerte que si el niño hubiese muerto.
La que tomé por su madre era la más digna de todas. Dejó de proferir exclamaciones y se me acercó para asegurar que yo era el mejor médico del mundo, y que el señor Einstein, su marido, me demostraría su gratitud de forma más tangible que ella, una simple madre que no podía, pero que mientras tanto… y así sucesivamente. Y sucesivamente…
Eran unas alabanzas excesivas para el trabajo que cualquier fontanero hubiera podido hacer, y me largué de allí. Cogí a John, que también estaba recibiendo muchas atenciones, teniendo en cuenta que no había hecho nada, ni siquiera cumplir con su misión, y nos marchamos. Al salir, nos cruzamos con el verdadero médico en la escalera, y al ver su sombrero de seda lancé un silbidito de burla.
De modo que esto era todo. Lo que yo había dicho por el estetoscopio, dirigido a las orejitas sonrosadas de un tal Albert Einstein, de dieciocho meses de edad, era lo mismo que John había murmurado una semana atrás Junto a la fogata de mi campamento:
Ay glike emm say hoke swy, sólo que esta vez ya sabía lo que era en realidad:
E gleich m c hoch zwei; aunque lo que para un bebé podía significar E=mc², para mí era un misterio.
Y también para John. Pero, de camino me dijo que el estetoscopio era un aparato que grababa cuanto por él se decía en la memoria de la gente, incluso de un bebé, de modo que el pequeño Einstein ya siempre recordaría mis palabras, aunque sin saber de dónde procedían. Podía incluso llegar a creer que la idea grabada en su mente era sólo suya, añadió John. Y por esto el estetoscopio estaba muy bien guardado en su mundo.
Agregó que, por lo que había oído en la nave espacial, E=mc² era una especie de ensayo, porque, si bien su significado era casi exacto, había en él cierto error.
El error consistía en que los hombres pensarían que había un límite a la velocidad y a la distancia a que podían viajar, hasta que fuesen lo bastante listos para comprender su equivocación. La parte exacta lo era tanto que, si nosotros aprendiéramos a vivir con ella, estaríamos listos para conocer otros mundos… y caso de no encontrarlos, no habría problemas.
Todo dependía de lo que el mundo hiciera con la fórmula cedida a un bebé, cuando éste creciera. Pues John dijo que la gente de la Sección T le había dicho a la gente de la Sección M que aquel bebé especial llegaría un día a ser algo. Y aquí estábamos nosotros… y esto era todo.
Esto es casi todo. John y yo, figurándonos que el cuento del globo no podía ya engañar a nadie, nos fuimos directamente de la casa de los Einstein a la taza volante, y nos largamos a América sin despedirnos de los sentimentales bávaros. De regreso, John habló con sus jefes mediante el aparato, y aquéllos le dieron la impresión de que si volvía pronto a la nave, su carrera y su persona se beneficiarían.
De modo que al llegar a América, él y Kitty se largaron inmediatamente. ¿Debo mencionar que, mientras estuvimos fuera, Kitty había contraído la escarlatina, y que le había caído todo el pelo, salvo el de la cabeza? Pues así fue. Lo cierto es que John le había comprado un regalo en Alemania, una serie de cepillos con montura de plata, cepillos que ahora apenas podría usar la dichosa Kitty.
Fuera como fuese, tan pronto como llegamos al pueblo, John empezó a hablar con Kitty, como si lo hubiera hecho toda su vida. Me pregunto si alguna vez le diría a él lo que le dijo a la joven Widder Poplowski cuando estuvo enferma: resulta que el pueblo de Kitty procedía de una raza muy antigua y, en cambio, el de John era mucho más reciente; los suyos, los de Kitty, los habían estado cuidando y guiando casi como las madres a los hijos, y no siempre fue más sabio el pueblo de John. Lo único que sé es que cuando llegó el momento de subir a la taza volante, John dejó pasar antes a Kitty.
Agitaron la mano, Widder y yo hicimos lo mismo, y desaparecieron por el cielo. Era como si nunca hubiera sucedido tal aventura, excepto que ahora en Alemania un bebé tenía la fórmula E=mc² metida en el cerebro, y algún día, a causa de esto, las cosas podían variar un poco.
Había otros dos asuntos. Uno, el apéndice caudal que te amputé a Kitty en el Borax Queen. Todavía lo tengo en el cajón del tocador porque no me decido a desprenderme de este recuerdo, y no sé qué diablos hacer con él. Está junto con los cepillos con montura de plata que John me entregó a cambio de un par de libras de café.
El otro es que estoy pensando en especializarme. Considerando el trabajo llevado a cabo con Kitty y Jubal Bean, cambiaré mi tarjeta por otra que diga:
HIRAM PERTWEE, M. D.
Diplomado de Cabo a Rabo