Aquella primera noche había un vehículo de la policía, uno de los que creo llaman unidad K-9, en el pequeño estacionamiento para los empleados, detrás del Instituto. Estacioné mi coche al lado y salí. La luna de verano era opaca en el aire de la ciudad, pero algunos rayos iluminaban la pequeña puerta del ala de granito del enorme edificio. Llevé la caja de herramientas hasta allí, pulsé un botón y esperé.

Al cabo de medio minuto, apareció un guarda uniformado al otro lado de la puerta de cristal reforzado. Antes de que acabara de abrirla, dos policías también uniformados se colocaron a su lado y, junto a ellos, un perro de aspecto fiero, sujetado por una correa y cuyas orejas apuntaban en mi dirección.

La puerta se abrió.

—Reloj electrónico —dije, enseñando mi documentación.

El perro me inspeccionó, mientras los tres hombres uniformados examinaban mis credenciales y se daban finalmente por satisfechos.

Bastaron pocas palabras y asentimientos para que los policías me admitieran como un camarada. Al cabo de un momento se despidieron del guarda.

—Esto ya está limpio, Dan; nos vamos.

El guarda asintió. Los despidió jovialmente, cerró la puerta tras ellos, y entonces se volvió hacia mí, todavía sonriendo, como un hombre viejo y macizo que ahora adoptaba una actitud paternal. Bizqueó, en un esfuerzo por recordar lo que había leído en mi tarjeta de identificación.

—¿Su nombre es Joe?

—Joe Ricci.

—Bien, Joe, nuestro sistema se ha estropeado —señaló—. La habitación de control está por aquí.

—Ya lo sé; ayudé a montarla.

Caminé junto al guarda, que se llamaba Dan, por silenciosos pasillos e igualmente silenciosas galerías de mármol, iluminadas en una tercera parte, dejando las dos restantes en sombras. Atravesamos nuevas puertas de cristal, que se abrieron por medio de células fotoeléctricas. Hombres del equipo de mantenimiento, uniformados de verde, limpiaban los cristales; otros de blanco se hablaban en polaco.

Dan silbaba alegremente mientras subíamos la ancha escalinata central, y pasábamos bajo una gran claraboya, a través de la cual se veían las estrellas. En el rellano superior, una sencilla puerta, que apenas se nota de día, da paso, entre clásico mármol, a una habitación de ciencia ficción llena de luces fluorescentes y consolas electrónicas. En ella hay tres grandes paneles de pared, con los rótulos de «Seguridad», «Fuego» y «Clima» interior. Cuando entramos, vimos a un guardia que estaba solo en la habitación, sentado ante el enorme panel de seguridad.

—La galería doscientos quince otra vez en pantalla —dijo el guarda con voz triunfante, volviéndose hacia nosotros y señalando una de las luces indicadoras del panel, las cuales formaban la silueta del plano de pisos del edificio—. Hubiera jurado que allí había alguien.

Dejé la caja de herramientas y miré el panel, examinando mentalmente el equipo general del circuito de seguridad. Hace tiempo que «Reloj electrónico» no se ha servido de algo tan primitivo como las fotocélulas, relegadas al prosaico uso de abrir puertas. Desde la hora de cerrar el Instituto, cuando se conecta el sistema de seguridad, campos eléctricos invisibles llenan las habitaciones donde hay algo de valor. Un gato no puede merodear por el edificio sin causar un gran revuelo en el panel de seguridad.

Ahora todos los indicadores estaban apagados y silenciosos. Abrí mi caja de herramientas, saqué un multímetro y un juego de cánulas, y empecé un examen preliminar del panel.

—Uno juraría que hay alguien en la doscientos quince cuando esto ocurre —dijo el guarda llamado Dan, que se hallaba junto a mí, mirándome. Soltó una risita—. Entonces un hombre sale a investigar, y antes de que llegue, se apaga.

Naturalmente, no había nada estropeado en el panel. Ni yo lo había esperado; es demasiado pedir encontrar sencillos problemas en las complejidades de un mecanismo electrónico moderno. Golpeé el indicador con el número doscientos quince, pero su luz continuó apagada.

—¿La señal viene sólo de la galería? —pregunté.

—Sí —contestó el guarda de la silla—. Se enciende un par de veces muy de prisa; se enciende y se apaga. Después vuelve a encenderse durante un rato, como si hubiera alguien en el centro de la habitación. Luego, como él ha dicho, se apaga cuando un hombre intenta llegar allí. Llamamos a los policías y ahora le hemos llamado a usted.

Metí las herramientas en la caja, la cerré y la levanté.

—Me llegaré hasta allí y daré un vistazo.

—¿Sabe dónde está la doscientos quince? —Dan acababa de desenvolver un bocadillo—. Puedo ir con usted.

—No hace falta. Ya la encontraré.

Pero me quedé un momento más y sonreí a los guardas, diciendo: «He estado aquí durante el día, mirando los cuadros.»

—¡Oh! Vino usted con su novia, ¿verdad?

Los guardas rieron, aliviados porque yo hubiera abandonado mi aire de ceñuda concentración. Sé que a veces impresiono a la gente de este modo.

Mientras caminaba solo a través de los vestíbulos medio iluminados, me agradó pensar en mí como en un hombre que había venido bajo dos capacidades distintas: electrónica y artística. Había tenido un buen comienzo, gracias a mis conocimientos sobre todo lo importante. «Un hombre renacentista —pensé— del Nuevo Renacimiento de la Era Espacial.»

No me costó encontrar la galería que buscaba, pues todas ellas estaban numeradas, más o menos correlativamente. Pasé por los siglos XIII, XIV y XV. Una multitud de Cristos y vírgenes, santos y nobles, me contemplaba desde las paredes entre luces y sombras.

Vi a la chica desde varias habitaciones de distancia, a través de un dintel auténtico que enmarcaba el dintel pintado donde ella se hallaba. Aminoré el paso al entrar en la galería doscientos quince. Hay unos veinte cuadros, pero para mí la única presencia visible era ella.

Aquella noche no había pensado en ella hasta que la vi, lo cual me extrañó, porque en mis ocasionales visitas diurnas siempre me había parado ante su puerta. Yo no conocía a ninguna chica de las que se llevan a una galería de arte, por más que los guardas lo pensaran.

La luz le da de lleno en la cara y en la mano izquierda, que reposa en el batiente inferior de una puerta cortada en dos. Se asoma muy ligeramente por la puerta a medio abrir, con la cabeza de rizos pelirrojos ladeada unos centímetros hacia la izquierda, pero mirando hacia la otra dirección. Parece que observa y escucha. Siempre me ha parecido que está esperando a alguien. Va vestida de oscuro. Al considerar su actitud y su rostro, me pregunto por qué se da tanta importancia a la sonrisa de Mona Lisa.

La tarjeta que hay en la pared, junto al cuadro, dice:

Rembrandt Van Rijn

Holandés 1606-1669, fechada en 1645

JOVEN ANTE UNA PUERTA A MEDIO ABRIR

Debía tener diecisiete años cuando Rembrandt la vio, y continúa teniendo diecisiete años, mientras los rostros que pasan frente a su umbral han madurado y envejecido, y desaparecido, uno tras otro.

Ella espera.

Por fin, con un esfuerzo, dejé de soñar. Centré mí atención en el siguiente cuadro, El sabbath de las brujas de Saftleven, que una vez, a la luz del día, encontré divertido. Después paseé la mirada por las galerías adyacentes, en un intento por reprimir la súbita impresión de ser observado. Miré hacia la claraboya del techo de la galería doscientos quince, donde brillaba un solo foco.

Limitándome firmemente a pensar en la electrónica, examiné todos los rincones y debajo de todos los asientos, pues alguien podía haber olvidado un aparato de radio que interfiriera con el sistema eléctrico de alarma. Pero no había ninguno.

Saqué del maletín un pequeño medidor de campo eléctrico, y, como un sacerdote que balancea un incensario, lo moví despacio a mi alrededor. La aguja osciló, tal como debía hacerlo con la invisible presencia del campo.

Hubo un pequeño jadeo, como de sorpresa. Un movimiento en el aire que duró sólo un instante, algo que llega y se va en seguida y, entonces, la aguja del medidor subió violentamente y se estancó arriba, hasta que mis reflejos de técnico me hicieron levantar la mano y conectarlo a una escala menos sensible.

Esperé otros diez minutos, pero no pasó nada más.

—Ahora funciona; pude seguirle por todos los lugares donde pasó —dijo con seguridad el guarda de la silla, volviéndose hacia mí, en el momento que entré en la habitación de ciencia ficción. Dan y su bocadillo ya no estaban.

—Hay alguna interferencia —dije, con la falsa autoridad de un experto ante un problema—. Eso es lo que ocurre. No han tenido ninguna dificultad con otra galería, ¿verdad?

—No; por lo menos yo no he visto ninguna… bueno, mírelo usted mismo. Quizá me haya equivocado. —El guarda chasqueó la lengua—. Ahora hay algo en la doscientos veintisiete. Es la de arte moderno.

Media hora después, me arrastraba por un pasillo que había sobre la galería doscientos veintisiete, siguiendo un sistema de microondas muy preciso. El brillo de las bombillas de abajo se filtraba en el pasillo, a través de un sinfín de agujeros de los paneles acústicos del techo.

El reflejo de algo rojizo, casi debajo de mí, me llamó la atención. Me arrodillé, acerqué los ojos a los agujeros de un delgado panel y vislumbré casi la totalidad de la enorme habitación que había bajo el falso techo.

El color rojizo provenía del cabello de una joven. Casi igualaba el cabello de la joven del cuadro, pero aquello no podía ser más que una coincidencia, si tales cosas existen. La chica que había debajo de mí estaba viva, del mismo modo que yo lo estoy, era sólida, de carne y hueso y tridimensional. Llevaba un traje ceñido de color verde que hacía resaltar su cabello y sostenía un objeto reluciente entre las manos, parecido a una cámara.

Desde mi puesto, casi encima de ella, yo no podía verle la cara, sino sólo la gracia de su cuerpo al caminar, mientras mantenía levantado el objeto brillante. Entonces dio otro paso, pero a la mitad desapareció, se evaporó en un instante, en el centro de un suelo abierto.

Tardé mucho rato en levantarme. Todo en el mundo estaba silencioso y normal, así que la alarma y el asombro hubieran estado fuera de lugar. Volví sobre mis pasos hacia la escalera que me habían dejado, bajé, caminé por el pasillo, doblé una esquina y penetré en la vasta galería doscientos veintisiete, llena de sombras y luces.

En el mismo lugar iluminado donde había visto a la joven, me di cuenta que ésta había levantado su cámara hacia una escultura, una enorme masa de ampollas de bronce y curvados agujeros, en cuya ampolla superior había una cara que parecía haber sido esculpida por un niño. Me acerqué a ella, golpeé la ampolla de bronce más cercana con los nudillos, y se oyó un sonido hueco. Miré la tarjeta que había en su base de mármol y empecé a leer: FIGURA RECLINADA, 1957… cuando un ruido exactamente detrás de mí, me hizo dar la vuelta.

Dan preguntó con benevolencia:

—¿Era usted quien causó un estruendo aquí, hace cinco minutos? Parecía como si un montón de gente hubiera empezado a correr.

Yo asentí y me invadió una extraña satisfacción.

Al día siguiente, me desperté a la hora acostumbrada, vi la luz de la tarde que se filtraba en mi apartamento amueblado y oí los ruidos de la calle. Había dormido bien, me sentía muy despierto, y me puse a pensar en la joven.

Incluso aunque no la hubiera visto desvanecerse, resultaba evidente que sus idas y venidas por el Instituto no eran cosa de vagabundos o ladrones. Ni siquiera se hallaba allí con un propósito corriente: si hubiera robado o destrozado, con toda seguridad me habrían despertado antes.

Tomé un desayuno corriente, sin fijarme en nada y sin que se fijaran en mí, sentado en la barra del restaurante de la planta baja del edificio donde había alquilado mi apartamento. La camarera vestía de verde, aunque su pelo era negro. Una vez, yo había intentado hablar con ella y conocerla, pero continuó trabajando y yendo de mesa en mesa, hablando conmigo y con todos los demás.

Al atardecer, como solía, me puse en camino hacia mi trabajo. Compré el periódico de costumbre para leerlo en el trayecto, pero no pasé de leer el titular: «Fallan las conversaciones de paz.» Aquella noche me sentí como supongo debe sentirse un amante que va al encuentro de su amada.

Dan y otros dos guardas me saludaron con el tipo de sonrisa que la gente adopta cuando las cosas que no son culpa suya van mal para su jefe. Me dijeron que el pseudovagabundo había visitado, una vez más, la galería quince; se había evaporado, como de costumbre, cuando el guarda se acercaba a la habitación, y había aparecido varias veces en los indicadores de la galería doscientos veintisiete. Me dirigí hacia esta galería, arrastrando todas las herramientas y el equipo, me instalé en un banco que había en un rincón oscuro y esperé.

La satisfacción que había sentido durante veinticuatro horas se transformó en impaciencia y, a medida que pasaba el tiempo, la tensión se hizo incontrolable. Yo sentía que ella, de algún modo, me observaba; debía saber que estaba esperándola; debía ver que yo no representaba ningún peligro para ella. No había forjado ningún plan, excepto encontrarla.

Ni un solo guarda vino a molestarme. A mi alrededor, en pintura y bronce, en piedra y acero soldado, se amontonaban las torturadas visiones del siglo XX. Al final, me levanté impulsado por la desesperación y vi que no todo era tortura. Allí, en la pared, estaban los lirios de agua de Monet; al principio no eran más que vagas e imprecisas manchas de pintura, que se convirtieron en la superficie de un estanque y una profunda curva del cielo, que se reflejaba en él. Me invadió un vértigo mientras miraba el agua, un vértigo de alivio que me hizo reír. Cuando, por fin, desvié la vista, las paredes y el techo temblaban, como si el brillo de las bombillas se reflejara en el estanque de Monet.

Entonces me di cuenta que pasaba algo anormal; me estaban haciendo algo, pero no me importaba. Riéndome del mundo, me quedé allí, respirando un aire que parecía vibrar en mis pulmones. La joven del cabello rojizo se acercó a mí, me cogió del brazo y me llevó hasta el banco donde se hallaba mi equipo sin usar.

Su voz era tan bella como yo había esperado, a pesar de un marcado acento muy extraño.

—Lamento hacerle sentir débil y enfermo. Pero usted insistió en quedarse aquí y permanecer mucho rato, justo cuando yo debo hacer mi trabajo. —De momento no pude decir nada. Ella me hizo sentar en el banco y se inclinó sobre mí con interés, ladeando la cabeza con la misma mirada interrogante de la joven del cuadro de Rembrandt. Después repitió—: Oh, lo siento.

—No es nada.

Mi lengua pesaba y todavía tenía ganas de reír.

Ella sonrió y se alejó, como disolviéndose. Llevaba el mismo traje ceñido verde, que hacía resaltar el color de sus cabellos. Esta vez se desvaneció de mi vista del modo normal, yéndose tras uno de los tabiques bajos de la galería, del que partían los rayos de luz.

Me puse en pie con inseguridad y fui tras ella. Al doblar la esquina, vi tres aparatos colocados sobre trípodes, estos últimos espaciados a intervalos regulares frente a la Figura reclinada. De los tres aparatos, que yo no lograba identificar, pequeños haces de luz saltaban hacia la escultura. Rodeándola como bailarines, sobre pies ágiles y silenciosos, se movía otro par de aparatos, entregados a una misión que estaba totalmente fuera de mi alcance.

La joven me sostuvo en el momento en que yo me tambaleaba. Sus manos eran fuertes, sus ojos de un azul oscuro, y ella era alta y esbelta. Con una sonrisa dijo:

—No pasa nada; no le causaré ningún daño.

—Eso no me preocupa —contesté—. Lo único que quiero es… es no enredar las cosas con usted.

—¿Cómo?

Ella sonrió como si yo estuviera delirando. Me había drogado con penetrantes gases que habían invadido mis pulmones. Yo lo sabía, pero no me importaba.

—Yo siempre me las arreglo —dije— para enredar las cosas con la gente. Esta vez no. Quiero amarla sin que eso ocurra. Es un milagro sencillo y quiero que continúe siéndolo. Ahora, dígame su nombre.

Estaba tan callada y solemne, mirándome, que temí que se hubiera enfadado. Pero entonces meneó la cabeza y sonrió de nuevo.

—Mi nombre es Day-ell. ¡Ahora no te caigas! —y retiró el brazo sobre el que me apoyaba.

Por el momento estaba contento porque ella no me tocara. Me apoyé en el tabique y miré sus máquinas en movimiento.

—¿Piensas robar nuestra Figura reclinada? —pregunté, riendo de nuevo al pensar quién podía quererla.

—¿Robarla? —repitió pensativamente—. Debo salvar las dos mejores obras de esta casa. Las reemplazaré por copias tan bien hechas, que nadie lo sabrá nunca antes de que… —se interrumpió. Al cabo de un momento añadió—: Sólo tú lo sabrás.

Entonces se volvió, para prestar mayor atención a sus silenciosas y ocupadas máquinas. Cuando hizo un pequeño ajuste en un objeto diminuto que tenía en la mano, surgieron de improviso dos Figuras reclinadas; una de ellas, más pequeña y transparente, pero que se hacía más grande y se movía hacia nosotros desde un espacio oscuro y distante, que estaba temporalmente dentro de la galería.

Yo daba vueltas y más vueltas a lo que Day-ell había dicho. Vano y alegre, elaboré lo que me parecía un sutil cumplido, y dije:

—Sé cuáles son las dos mejores obras de esta casa.

—¿Sí?

La palabra sonaba en su voz como una dulce campana. Pero continuaba ocupada.

—Una es la joven de Rembrandt.

—¡Así es! —Day-ell, complacida, se volvió hacia mí—. Anoche la puse a salvo. En el lugar adonde llevo los originales, estarán seguros para siempre.

—Pero la mejor… eres tú. —Me aparté del tabique—. Te nombro mi novia. Mi amor. Para siempre, si es posible. Pero no importa lo que dure.

Su rostro cambió y sus ojos brillaron, como si realmente entendiera lo maravillosas que eran tales palabras en boca de cualquiera, del ceñudo Joe Ricci en particular. Dio un paso hacia mí.

—Si realmente lo quisieras —susurró—, permanecería contigo, a pesar de todo.

Mis brazos la rodearon y sentí que era un momento eterno.

—Quédate; claro que lo quiero, quédate conmigo.

—Ven, Day-ell, ven —entonaba una voz, suave, pero con timbre metálico.

Mirando por encima de su hombro, vi las sombras de las máquinas que esperaban, balanceándose sin moverse, sobre sus patas silenciosas. De nuevo sólo había una Figura reclinada.

Mis pensamientos se aclaraban y le dije:

—Has dicho que dejarías copias y que nadie notaría la diferencia antes. ¿Antes de qué? ¿Qué pasará?

Como mi novia no contestaba, me aparté un poco para mirarla. Movía lentamente la cabeza y tenía lágrimas en los ojos. Repuso:

—No importa lo que suceda, porque aquí he encontrado a un hombre vivo que quiere amarme. En mi mundo no hay nadie como tú. Si puedes retenerme, me quedaré.

Las manos que la sostenían empezaron a temblar. Dije:

—No quiero retenerte aquí, para que mueras en algún desastre. Será mejor que yo vaya contigo.

—Ven, Day-ell, ven.

Era un terrible susurro de acero.

Y ella dio un paso hacia atrás, ahora que yo la había soltado, atraída por la voz de la máquina. Me dijo:

—No debes venir. Mi mundo es seguro para la pintura, para el bronce, pero no para los hombres que saben amar. ¿Por qué crees que debemos robar…?

Ella desapareció y las máquinas y las luces se fueron con ella.

La Figura reclinada continúa maciza e inmóvil como siempre, con ampollas de bronce y agujeros curvados, y un rostro como esculpido por un niño. Si se golpea con un nudillo, suena a hueco. Tal vez sea necesaria la perspectiva de trescientos años para considerarla una de las dos obras más grandes de esta casa. Tal vez se necesiten unos ojos acostumbrados a más dimensiones que los nuestros; los ojos de aquellos que enviaron a Day-ell a través del tiempo, para salvar fragmentos elegidos de la herencia del Nuevo Renacimiento, sumidos en el barro del ignorante y arrogante siglo XX.

No es que el mundo de ella sea mejor. Es seguro para la pintura, seguro para el bronce, pero no para los hombres que saben amar. Yo no podría vivir allí ahora.

El cuadro no parece haber cambiado. Una chica de diecisiete años sigue esperando, cálidamente acariciada por la luz de Rembrandt, a punto de sonreír durante más de trescientos años y libre durante todos ellos de la edad, de la muerte y del desengaño. Pero, ¿la quemará una guerra dentro de una semana, o se la tragará un terremoto el mes próximo? ¿O morirá nuestra ciudad en una convulsión de masas, en un auténtico sabbath de brujas? ¿Qué aviso puedo dar yo? Cuando aquella noche me encontraron, solo y llorando, en la silenciosa galería, hablaron de una crisis nerviosa. Ahora los indicadores del panel de seguridad están siempre quietos, y yo he simulado creer que no es cierta la visión que les di.

No hay ningún mundo seguro para los que aman.