EL PERFUME DEL DIABLO
JESÚS MAESO DE LA TORRE
I
Zaragoza, finales de febrero, anno Domini 1442
Zaragoza se sumía poco a poco en un sudario de tenebrosidad mientras tres encapuchados silenciosos cruzaban la puerta de Baltax. La mujer que caminaba al frente miró de soslayo por si alguien los seguía. Una sacudida de alarma la asaltaba a cada paso. Se sofocó por la acción que se disponía a emprender, pero su desesperación borró la turbación de su mirada. Se resistía a que su hijo Jaime, el conde Urgel, extraviara quizá la última oportunidad de acceder al vacante trono de Aragón. Prosiguieron su camino.
Un hombre de armas cubría sus espaldas y una doméstica de compañía portaba un candil parpadeante. Se oían los ruidos de las norias del río y las voces de los arrieros en el campo del Moro, y la bruma ascendía del Ebro como un ejército de fantasmas sin rostro.
Ingresaron en el desierto barrio de San Pablo, donde moraban algunos conocidos judíos dedicados al préstamo en el mercado de la Zuda y también algunos reputados herbolarios, médicos, astrólogos y cirujanos.
Golpearon la aldaba de un portón que al abrirse provocó un chirrido seco. Los aguardaban. La dama penetró arrogante en el herbolario, una madriguera enranciada y repleta de albarelos, morteros y marmitas, donde el boticario, Solomo Santángel, un anciano encorvado, de barba bífida y movimientos torpes, los saludó inclinando la cerviz. Aseguraban que sus prodigiosas manos elaboraban jarabes milagrosos, emulsiones mortíferas de agárico y bebedizos curativos. Lo precedía su fama en las artes de la alquimia y las matemáticas, así como la de virtuoso en la interpretación de mensajes ocultos del conocimiento. Era también conocedor de los poderes mágicos de las plantas y de las piedras magnéticas, y por ello a la dama la sobrecogía.
Dame Margarita de Montferrat, que así se llamaba la recién llegada, era una mujer de redaños. Tía de Martín I el Humano, rey de Aragón muerto sin descendencia, esposa de Jaime I, conde de Urgel, y madre del aspirante al trono de los reinos aragoneses, don Jaime II, escrutó con su inquisitiva mirada los estantes preñados de opacos frascos con raíces, de ungüentos, de higas contra el mal de ojo, de ristras de diente de león para curar el mal de amores. Paseó luego su curiosa mirada por un abastecido estante de pergaminos de ensalmos, así como un recetario de elixires y bálsamos que no dejaban un solo espacio disponible en el bazar. Y en medio del local, entre las sartas de hojas de hinojo y azufaifa, aguardaba el hebreo, como un patriarca bíblico.
—Sea la paz de Dios con vos, señora —la recibió solícito.
—Que perdure en ti —contestó fingiendo desgana.
«Cuando aparece una mujer, y si ésta es una hembra principal, me temo lo peor», pensó Solomo, para luego murmurar:
—¿A qué debo el honor de vuestra visita, señora?
La condesa, ejercitando sus refinadas artes de seducción, dijo:
—Alzaos, micer Solomo, preciso de vuestra ciencia. Me urge complacer al conde, mi hijo don Jaime, en este trance difícil en el que muchos hombres interesados, algunos llamados de Dios, intentan con malas artes apartarlo del trono de Aragón que le corresponde por derecho.
El judío le rogó que tomara asiento en una mullida alkatifa, un refinado escabel andalusí. Una mesita hexagonal con un cuenco de aceitunas y almendras, y una jarra y dos escudillas argentadas, escoltaban un ejemplar del Manual de las drogas de Maqala, que estaba abierto.
—¿Y qué buscáis exactamente, condesa? —inquirió conciliador y temeroso a la vez.
A la dama le parecía aborrecible rebajarse a rogarle como una vulgar payesa, por lo que arqueó sus cejas dibujadas con estibio y lo atajó arrogante:
—Me consta que sois un experto en secretos poderes y preciso de un electuario que envíe ante el Juez Supremo a un hombre indeseable que se ha interpuesto entre mi hijo y su derecho a la corona de Aragón. Quiero matar a una persona.
El magister herbarum, con el semblante escandalizado, entrelazó sus sarmentosos dedos y gruñó pareciendo que protestaba. ¿Debía prestarse a satisfacer sus deseos de ayudarla a un asesinato seguramente de un hombre principal? ¿Y si llegaba a oídos del justicia del rey?
—No soy un erudito en venenos, sino en remedios contra el mal y el dolor de los seres humanos —intentó escabullirse.
Doña Margarita le lanzó una mirada que lo hizo palidecer.
—¡No os mostréis tan digno conmigo, domine! Sé que de vuestra botica han salido venenos que han acabado con la vida de algunos cristianos.
La altanera dama era una mujer endurecida en las intrigas de la corte de Aragón. Llevaba en la linfa la política y la innata altivez de una hembra aristocrática. Sesgadamente, la luz del candelero iluminó su frente rasurada y el terso rostro, sobre los que caían unos bucles dorados.
La princesa italiana era de talle espigado y sus labios poseían el embrujo de la persuasión. Los entreabrió para congraciarse con el judío, que la miró pávido.
La irrupción del regente castellano Fernando de Antequera en la lucha por el vacante trono aragonés, la derrota hacía unas semanas de los partidarios de su hijo, el asesinato por parte de los Luna de su favorecedor el arzobispo de Zaragoza, don García Fernández de Heredia, y la contumacia del papa de Aviñón, don Pedro de Luna, Benedicto XII, a despojarlo de sus derechos de sangre la habían desasosegado hasta la amargura y de paso le habían clavado una dolorosa espina en las honduras de su torturado corazón.
Sus enemigos no habían procedido con discreción y murmuraban en los pasillos a sus espaldas negando a su hijo el derecho que le correspondía por herencia de sangre; y su intuición femenina y la sospechosa inclinación de los catalanes y valencianos al pretendiente de Antequera la habían conducido a la inquietud. La convivencia en Aragón se había vuelto tensa entre la nobleza, y la sucesión a la corona aragonesa cobraba máxima importancia, ahora que en menos de un mes se reunirían los compromisarios y electores en la ciudad de Caspe. Había que mover las piezas cuanto antes, o su hijo jamás ceñiría la corona del reino cuatribarrado. Micer Santángel, que no ignoraba las luchas soterradas y los feroces odios entre Margarita y los aspirantes a la real sede vacía, mantuvo la cabeza en actitud reverente hasta que la condesa se apresuró a manifestarle:
—Las madres de los futuros reyes poseemos más deberes que deseos. Desde que muriera el obispo de Zaragoza, el gran valedor de mi hijo, circulan chismes que excuso repetiros aquí, y que se agitan en un ambiente hostil hacia don Jaime. ¿Comprendéis?
—¿Vais a intentar envenenar al príncipe castellano?
Margarita cabeceó en señal de desaprobación.
—Ese extremo no os compete. Vos procuradme el tósigo, maestro Solomo —lo instó nerviosa—. Sois el aromatorio, entendido en poderes curativos de las plantas, más notable de Aragón y no he venido aquí a buscar remedios medicinales ni a calibrar vuestra ciencia sobre libros mágicos. Sé que atesoráis venenos prohibidos, y estoy persuadida de que ayudarán a mis propósitos. ¿Entendéis?
—Es que me habláis de nigromancia, señora. Es una afrentosa paganía y un pecado aberrante ante los ojos de Dios —se sorprendió falsamente.
—Detesto las ambigüedades. Escuchad —se mostró la mujer terminante—. Quiero que me proporcionéis un filtro con el que impartiré justicia sobre un hombre indeseable que procura el mal de mi hijo. Después yo responderé ante el cielo. Pero la pócima mortal debe poseer una condición. No debe ser hecha para ser ingerida en comida o mezclada con vino, pues posee dos probadores contra ponzoñas. Debe ser algo más sofisticado. Sé que en este tugurio habéis obrado conjuros de eficaz garantía, condenados por la Iglesia.
Al herbolario le temblaron las piernas, y le recordó escandalizado:
—Dame Margarita, puedo perder el oficio e incluso la vida si utilizo fórmulas que escupen azufre del infierno.
—¡Vamos! No seáis hipócrita —le contestó la condesa de Urgel irritada por su prepotencia—. La salvación de mi alma es cosa mía. He venido aquí comprometiendo mi posición por un tóxico efectivo para eliminar a un malnacido, aunque éste traspase los límites de lo permisible. ¿Es que no queréis entenderlo? ¡Acudid a vuestras fórmulas herméticas, os lo ordeno! En Zaragoza se cuenta que por una buena bolsa convertís los campos en estériles, elimináis a enemigos y que además pronosticáis el futuro en un extraño ojo de vidrio.
La mirada del droguero adquirió la tonalidad metálica de la alarma.
—Habladurías, señora condesa, nada más —aseguró excusándose.
Doña Margarita comenzó a impacientarse. Apretó los dedos con malicia, y espetó desabrida:
—¿Y qué me decís, micer Santángel, del hechizo de bórax y saponia que proporcionaste a precio de oro al mayordomo de mi marido para conjurar una posesión diabólica de un familiar, o de un afrodisíaco para atraer a un amante que salió de esta botica para la esposa del señor de Daroca, tras invocar a estantiguas y leer jeroglíficos prohibidos? ¿Queréis que lo sepan los prebostes de La Seo? Os recompensaré con dos mil florines de oro, y mi segura reserva. Después, todos correremos un cerrojo en nuestras bocas y nada se sabrá de vuestra participación. ¡Os lo juro!
El judío abandonó su vigilancia y replicó servil:
—No deseaba mostrarme impertinente, mi señora. Tan sólo quería ser precavido y advertiros de la magnitud del riesgo. Repruebo tentar al lado oculto de la ciencia, pero vuestros deseos son mandatos para mí. Probaremos algo muy eficaz. Aguardad, os lo ruego.
El judío hurgó en un anaquel atiborrado de volúmenes de vitela, cuyo origen se perdía en el pozo del tiempo. La reina, devota como su esposo de los libros antiguos, observó los nombres caligrafiados en los gruesos lomos: El Speculum Maius, de Vicent de Borgoña; De Diversis Artibus, del monje Teófilo de Bizancio, y el Qatayenes, de Galeno, todos ejemplares únicos.
Santángel rogó indulgencia con la mirada. El sudor le empapaba la nuca y entornó sus ojos amarillos de ave rapaz. En el ambiente flotaba un halo de enigmas mezclado con el humo aceitoso de las velas de sebo. El anciano se movió por la cámara de una forma inquietante. Rebuscó en un recoveco y doña Margarita pensó que descubriría un arsenal de patas de cabra, cuernos de macho cabrío, mantillos de recién nacido, polvos de rinocero o escamas de serpiente.
Sin embargo, tras un acopio de manuscritos, el algebrista atrapó un cofre de marfil y alzó las amplias mangas de su túnica. La condesa sintió un estremecimiento al comprobar que el herbolario sacaba de él un códice de tapas negras. Lo despojó de un lienzo que lo cubría y a la luz de los velones descubrió sus sobadas hojas y no menos extraordinarias miniaturas e iluminaciones desdibujadas por los siglos. Anotado con caracteres latinos, sus márgenes estaban repletos de anotaciones ininteligibles en lengua arábiga.
—¿Qué grimorio es ése? Parece el manual de un hechicero.
—Se trata de la afamada Materia Medica, de Dioscórides, una obra traducida por al-Harrani, el médico del sultán Abderramán II de Córdoba, y a quien tanto debe la medicina cristiana. Una joya bibliográfica que se prestará a lo que me requerís, pero sin desafiar a Dios.
—¿Y me aseguráis que ayudará a mis pretensiones?
—Admirablemente —aseguró dócil—. Elaboraré para vos una de sus triacas de aqua de Elioni, nombre de uno de los ángeles caídos, que lleva el nombre de «El perfume del Diablo». Resulta letal con sólo inhalarlo. Debéis depositarlo en un perfumador, en un pebetero de incienso o en la cazuela de una vela o candil, para que lo respire la persona que deseáis eliminar de este mundo. No dejará una sola huella, esa es su virtud. En menos que se reza una oración al Creador, quien lo respire caerá sin vida, y sin que nadie piense en un envenenamiento intencionado. Nadie os podrá acusar.
—Diabólica forma de ajusticiar a un gran maquinador. Me agrada el modo elegido, maestro.
—Lo celebro, dame Margarita —sonrió el herbolario—. Emplearé almástiga, llantén, eneldo, mirobálano de Kabul y el mortífero acónito indio, hierbas de efectos milagrosos para satisfacer vuestros deseos.
Margarita de Urgel receló, pues a veces se había visto engañada por mostrarse confiada con físicos ambiciosos. El droguero se apoyó en la mesita, leyó unas líneas del tomo y destiló luego varios líquidos y polvos en una redoma. En un tono confuso enunció aforismos de Hipócrates, como si recitara letanías, y mezcló las esencias en agua de beleño, filtrada de la alquitara.
—«Que el Ser Todopoderoso bendiga este electuario y que él y el profeta Moisés, el gran taumaturgo a quien otorgó en el monte Horeb su ciencia, lo hagan posible» —susurró.
Después tomó en su mano una mandrágora y machacó en un almirez un trozo de la raíz, con la que espolvoreó el veneno.
—En Aragón esta planta subterránea se utiliza para curar el bocio, después de pasarla por la horca de un ajusticiado, claro está. ¿Lo sabíais, señora?
—¡No, vive Dios! —lo cortó la condesa—. No estoy al tanto de estas fórmulas.
—Pues así es, señora, aunque la mandrágora no ha sido creada para ser gozada por los sentidos, sino para elaborar filtros e invocar fortunas o desgracias. No creo incurrir en blasfemia ante Dios, pues el libro del Génesis nos ilustra que Raquel, la esposa de Jacob, probó de esta raíz proporcionándole a su marido seis hijos varones seguidos, entre ellos el piadoso José; y el mismo Salomón, el Rey Pensador, se la recomendó a una de sus mujeres, la hermosa Sulamita, para usarla en sus elixires.
La alusión bíblica y la nariz corva del hebreo, que parecía alargarse al contraluz de las velas, hizo palidecer a la condesa, que demudó el color de su rostro. El terror la encrespó aún más cuando el boticario colocó sobre las ascuas un vaso en el que arrojó unas gotas de ahot alquímico o leche de virgen, una pizca de sal de perla, azufre y arsénico, y notó una sensación en la que se mezclaban la seducción y el temor.
—Este es el spiritus mundi de todo lo creado, el agua saturnal que contiene todos los elementos, el fuego secreto de la materia purificada, el Agnus —proclamó aterrador, y rezó— «Visitibis interiore terrea rectificando invenies ocultan lapidem veran medicinan».
Una llama azulada se elevó agigantando la silueta del herbolario, que recitaba como un monje de coro las fórmulas del ensalmo del deslustrado pergamino.
—¡Ya se manifiesta el Perfume del Diablo! —prorrumpió exultante el físico.
Como un conjurador de aquelarre se movió hacia delante y atrás y reiteró con voz ronca el hechizo que otorgaría el poder al veneno, mientras el pavor paralizaba los miembros de la condesa y de su criada.
Concluida la elaboración del tóxico, el herbolario entregó a la dama de compañía un frasco de cristal, mientras un silencio reverencial los envolvía. La tez del judío se tiñó de una lividez cérea, y prorrumpió en tono glacial y misterioso:
—No debemos atraer al maligno. ¿Comprendéis, señora? Este es el llamado Perfume del Diablo, fruto de la alquimia y no de la erudición oscura. Verteréis varias gotas en el lugar elegido, que luego haya de ser encendido, pues debe consumirse con el fuego de unas ascuas o de una vela para no dejar huella alguna. El humo que despida matará al más animoso de vuestros adversarios, nada más pasar con el aire a sus fluidos y entrañas. El efecto será fulminante.
Doña Margarita debía jugar con todas las armas a su alcance y estaba satisfecha con la compra, incluso complacida. Un reflejo triunfal fulguró en su mirada.
—Creámoslo, entonces —aseguró la dama impaciente, componiendo un pudoroso encogimiento de hombros.
Luego comenzó a sentir miedo y a transpirar. El corazón amenazaba con salírsele del pecho. Pensar que se disponía a matar al más cerval de sus enemigos le había cortado el aliento, aunque colmándola de satisfacción.
—Os quedo reconocida, maestro Solomo, y esta es mi recompensa —dijo tirándole una bolsa atiborrada de monedas—. No obstante, habréis reparado en que no os he hecho llamar a mi casa, por lo que os demando absoluta reserva. Si en algo estimáis vuestra posición, debéis quedar al margen e ignorar este encuentro. Yo jamás he estado aquí, pues de conocerse me situaría en una situación incómoda. He depositado mis anhelos en vuestras manos, no los traicionéis.
—Descuidad, mi augusta señora. En una lid entre un judío y un cristiano, o una condesa y su vasallo, nunca triunfaría mi testimonio. Sellaré mis labios. Estad segura de mi silencio, y no receléis del conjuro, pues no se convocó a ninguna esencia maligna.
La cámara, bañada con el lúgubre fulgor de los candiles, inquietaba. Dame Margarita respiraba temerosa, como si un escorpión se agitara en su estómago. La noche se había derrumbado sobre Zaragoza colmando de sombras el herbarium.
—Quedad con Dios, Santángel, vuestra reputación quedará intacta —aseguró la condesa de Urgel.
—Que el Altísimo os procure lo que deseáis, mi señora —replicó el judío, para luego pensar: «La miseria siempre va unida a la grandeza».
Doña Margarita no se dignó mirarlo, pues se hallaba en un lugar inadecuado y evitó cruzar una mirada que la comprometiera. El escolta cerró la puerta, y las dos mujeres salieron como trasgos del pozo de sombras. Luego se perdieron por las callejuelas del arrabal de San Pablo, en las que parpadeaban algunas antorchas. La condesa de Urgel, por más que lo intentaba, no conseguía desterrar sus temores y pugnaba por ocultar sus recelos. Pero lo sacrificaría todo para ver a su hijo don Jaime sentado en el trono de Aragón, aunque tuviera que acudir al mismísimo diablo.
—Capitán, saldréis al amanecer —ordenó la dama—. Cuando lleguéis, hospedaos en el Mesón de Gandía, que está junto a la ermita de la Virgen. El viernes, dentro de cinco días, irá a veros mosén Lambert, tras el rezo de completas. Él os buscará. Le entregaréis el frasco y le explicaréis el modus operandi. Después regresaréis. Procurad pasar inadvertido.
—¿Qué sacará ese fraile de todo esto, mi señora? Es un desconocido y puede traicionarnos. No me fío —receló.
—Fiaos de él —dijo bajando la voz—. Se ha ofrecido para envenenar a su señor, que lo humilla y no le concede la canonjía prometida después de servirlo durante más de veinte años. Si mi hijo alcanza el trono, recibirá como pago el deanato de Teruel. Mucho premio para un capellán de pueblo ambicioso y venal. Pero nos ayudará fielmente a eliminar a ese contumaz estorbo que ha apostado por el príncipe castellano y que odia a mi hijo.
—¿Tanto manda en estos reinos ese apóstata, ama?
—Dispone de todos los hilos de la elección y maneja a los consiliarios a su capricho. Lo que él diga es lo que se hará en Caspe. Por eso hay que quitarlo de en medio sin dilación.
—Otros pagaron con su vida intentos similares. Ese hombre parece asistido por los demonios. Es inmortal.
—Esta vez se irá a la tumba antes de que los compromisarios que han de elegir al rey sean contaminados por su palabra y los dineros del de Antequera.
—Quiéralo así Dios, mi señora —replicó el soldado.
—Don Jaime será rey de Aragón, o nada —sentenció.
La inquietud de la condesa se nutría del silencio de la noche, el momento predilecto por las mujeres para la venganza. Pero en aquella vigilia, a la madre del más justo pretendiente a la vacante corona aragonesa no le abrumaba su negrura, sino su propia angustia por haber convocado a las fuerzas oscuras y preparar un crimen. Por eso, un recelo cerval por lo que se disponía a perpetrar la perturbaba.
* * *
II
Peñíscola, 1 de marzo, anno Domini 1442
Una luz anaranjada que surgía del Mediterráneo iluminaba el castillo de Peñíscola. La turris papae donde moraba don Pedro de Luna, Benedicto XIII, el falso papa, que se colmaba con el alba de un fulgor diamantino.
El capitán del conde de Urgel, envuelto en un capote y una capucha de parda estameña, cruzaba con unos arrieros el istmo que separaba el castell del continente, después de consumar su secreto cometido.
Mientras cabalgaba recordó que en aquellas mismas arenas había sido quemado en la hoguera fray Paladio Calvet por nigromante al intentar envenenar la comida del papa Luna en connivencia con el camarero D’Álava. El hecho se había comentado en todo Aragón, y se persignó con gesto supersticioso.
Aquel mismo y gris atardecer, desde la atalaya de los caballeros del Templo, y apartado de las mezquindades de los hombres, el perseguido papa aragonés contemplaba en solitario la azulada blancura del Mare Nostrum. Aspiró la brisa con dificultad. Su pequeña figura, su cráneo rasurado y su nariz aquilina se recortaban en la luminosidad cárdena de la declinación del sol. El pontífice elegido en Aviñón, y perseguido y negado por Roma y media Europa, comenzaba a sentir la molesta fiebre de cada tarde.
Se notaba solo en su párvulo reino, «Mi Arca de Noé» solía decir, pero defendía firme sus derechos. Desde allí proclamaba con tenacidad y audacia que junto a él residía la verdadera Iglesia, tras una dilatada, errante y combativa vida, y de su elocuencia y razón luchando contra todos. Pero se creía seguro en aquella roca inexpugnable y solitaria, única que comprendía su olvido, su grandeza y su inquebrantable firmeza.
Acababa de escribir una carta a su fiel dominico Vicente Ferrer en la que le daba instrucciones para acelerar la proclamación como rey de Aragón de Fernando de Antequera, el aspirante de la casa castellana de Trastámara, quien lo apoyaría fielmente en sus pretensiones a ser considerado como único papa de la Cristiandad.
Al cabo, el campanil de la capilla rasgó el silencio de la tarde. Una hilera de cardenales, canónigos y capellanes mayores, entre ellos fray Lambert, proyectaban sus sombras en los muros de la fortaleza. Cabizbajo y jadeante, Benedicto, al que en Roma llamaban el falso papa, se reunió con ellos en la capilla. Fue ayudado por sus mayordomos y arrastrando sus chapines morados ingresó en ella. Luego se derrumbó en el reclinatorio frente al altar. Pero aquella tarde no tenía fuerzas para rezar la Salve Regina.
La destemplanza y la tisis lo estaban matando.
Tras él, fray Lambert había ejecutado a satisfacción su oscuro proceder. Estaba todo preparado. Sin que nadie lo hubiera advertido, se había escurrido en el oratorio a media tarde —como presbítero que era—, y en las cazoletas de los dos velones que presidían el altar donde oficiaría la ceremonia Benedicto XIII había vertido el tósigo exterminador. Él mismo sería el encargado de encenderlas, y luego don Pedro se acercaría como cada tarde al ara, y dirigiría desde allí el rezo canónico y la alabanza a Nuestra Señora.
Pero el veleidoso azar tenía previstas otras cuentas.
—Su Santidad el Vicario de Cristo no puede dirigir los rezos esta tarde. La fiebre lo devora —informó en voz alta uno de los cardenales, y todos volvieron la vista atrás.
Dos purpurados tocados con capelos granates lo asieron de los brazos con delicadeza. El nonagenario pontífice fue acomodado en un dosel sobre cortinas de brocado con las llaves pontificias bordadas. Estaba débil y demacrado.
Cundió la alarma, y en particular en fray Lambert, quien masculló para sus adentros: «Este vejestorio antipapa parece que huele el peligro como un hurón. Se va a salvar otra vez. Deberé intentarlo de nuevo otro día».
Pero de repente la situación cambió de forma trágica.
—¡Fray Lambert! —se oyó la voz de un cardenal a sus espaldas—. Dirigid vos los rezos en esta tarde, os lo ruego.
Al clérigo se le heló la sangre y un sudor frío le bajó por la espalda. Era hombre muerto, pero no podía huir. El antojadizo destino había cambiado el rumbo, y de asesino se podía convertir en ajusticiado. Si huía tendría mucho que explicar y con la ayuda del potro hablaría y sería quemado por traición y magnicidio. Su única salida y posibilidad de vivir consistiría en rezar la salve con diligencia y apartarse cuanto pudiera de las velas. Retaría a su suerte.
Fray Lambert, revestido de morado según la liturgia cuaresmal, se subió el minúsculo altar y escrutó con terror los dos velones que lucían a uno y otro lado. Felizmente, la vibrátil llama permanecía enhiesta y el fino filamento blanco ascendía derecho hacia el techo. Podía librarse de una muerte segura si se daba prisa en la plegaria. El religioso se retiró hacia atrás y procuró no inhalar directamente el aire de los cirios, conteniendo a intervalos su respiración. Abrió el misal situado en el atril, e inició el oficio divino, con el gesto contraído y el miedo metido en el cuerpo hasta los tuétanos.
—Salve Regina, mater misericordiae —resonó su voz entrecortada.
La invocación laudatoria de Vísperas comenzó a esparcir su sosegado eco por los arbotantes y arcos ojivales, pero el oficiante se sentía conturbado e incapaz de entonar un solo salmo más. El desaliento, la sensación de fracaso y la angustia se le habían metido en el alma junto a la frialdad de las piedras del castell de Peñíscola.
La curia papal respondió pausadamente, y fray Lambert, sudando, fue desgranando el canto mariano. Pero conforme se sucedían las antífonas, fue componiendo pausas imperceptibles, que algunos advirtieron con desconcierto. ¿Qué le ocurría al capellán mayor?
—Vita dulcedo..., spes nostra...., salve —balbucía.
«¿Qué extraña circunstancia lo obligaba a mascullar el rezo?», se preguntaban inquietos al ver que leía entrecortando los pasajes.
Mientras, un fino hilo, blanquecino y tenue, escapaba de los cirios perdiéndose en la oscuridad de las bóvedas, pero el vespertino terral movía las llamas azuladas inclinándolas peligrosamente. El clérigo comenzó a respirar con dificultad, abriendo la boca como si le escaseara el aire.
Se apoyó en el facistol y permaneció mudo con la cabeza rendida en el libro de horas. Se volvió con el semblante deformado por la asfixia. Crispó las manos en su propia garganta, y como si le quemaran los pulmones lanzó un gruñido espasmódico. Con los ojos fuera de sus órbitas, se desplomó de bruces en las losas del presbiterio, sonando la cabeza como una calabaza vacía, en un golpe seco y aterrador.
Uno de los cardenales próximos corrió en su auxilio. Volvió el cuerpo inerme del sacerdote, y tras auscultar la respiración, constató que la vida se le había escapado. Después observó su lengua seca como la estopa, y le pareció percibir unos granos de polvillo blanco adheridos a las aletas de la nariz, que al incorporarlo se desperdigaron por los labios. Se incorporó y revisó el altar, intentando encontrar entre los paños y vasos sacros la causa de aquel desfallecimiento. Del vaho aceitoso de las velas le llegó de súbito el olor a cera y su dulce fragancia a miel. Nada más.
Acudieron todos los curiales y un temor indecible los intimidó. ¿Habían intentado otra vez asesinar a su Vicario de Cristo sin conseguirlo? Los siseos se sucedieron incontrolados. Rodearon el cuerpo sin vida de fray Lambert, y su cenicienta palidez los desconcertó. Se alzaron conjeturas sobre tan insospechada muerte, que pasaron de boca en boca, y un pánico oscuro se enseñoreó de las almas.
El terrible suceso tomaba un cariz alarmante, pero Benedicto XIII los tranquilizó con su voz potente:
—¿Habláis de maniobras del Maligno? No lo creo.
—Sean o no, Santidad, de nuevo la mano de Dios os ha protegido. ¿Necesita Roma más pruebas de que sois el Vicario de Cristo verdadero? —se pronunció el obeso cardenal.
El pontífice, ayudado por su mayordomo, se acercó a los casi agotados velones escrutando su humeante caldillo. Olían tan sólo a cera de abejas. De haber contenido algún narcótico, éste se habría volatilizado. ¿Se trataba de la calenturienta imaginación del viejo prelado de Santa María in Cosmedín, aficionado a escanciar el vino de los oficios sacros?
—Dudas descabelladas, hermanos míos —mintió Benedicto—. Muestra todos los síntomas de una apoplejía, o de un cólico miserere. Recemos por el descanso de su alma, Misereatur tui omnipotens Deus —imploró el viejo aragonés—. Dios lo acoja en su Reino, o le demande su acción, si es que pecó contra su representante en la tierra.
Peñíscola, como una ciudad del Antiguo Testamento, se había convertido otra vez en una urbe de milagros. Aquella noche, don Pedro de Luna y Gotor no pudo conciliar el sueño y pensaba que al Creador sólo le bastaba su poder para vengarse. El atrabiliario y despreciable fray Lambert había recibido la justicia desde lo alto.
—La traición sigue merodeando a mi alrededor —murmuró—, pero la paz de la Iglesia y de Aragón no pueden hallarse tras un crimen alevoso. A Lambert le ha faltado la audacia de un héroe y la tranquilidad de un cobarde.
Un repentino aguacero batió con fuerza los vidrios de las ventanas de la cámara del anciano pontífice, mientras el lechoso astro se ocultaba entre unos metálicos nubarrones que se abatían sobre el tómbolo de Peñíscola.
—He contraído otra deuda contigo, Señor —rezó.
A pesar de su ancianidad, Benedicto se sentía como un resucitado vuelto a la vida.