EL CADÍ DE LA SEDA
JOSÉ MANUEL GARCÍA MARÍN
El cadáver del genovés Filippo Righi se hallaba tendido junto a la puerta abierta del almacén de la torre Spinola, en el interior del Castillo de los Genoveses. La sangre, ya coagulada, había formado tres regueros que partían del abdomen —uno por cada cuchillada—, y se unían en el empedrado en un único charco espeso y rojipardo. Debían de haberlo matado allí mismo, porque los recios cuarterones bajos del portón estaban salpicados del rojo fluido.
Aún humeaban las mercancías por la mañana tras apagarse solas, pues el grueso de fardos de sedas y paños, que habría dado abrigo al fuego, navegaba hacia el mar de Liguria para alcanzar su punto de destino, en el norte de la península Itálica. Únicamente ardieron las escasas y dispersas pacas de lana que aguardaban ser fletadas para Southampton y Middelburg en cuanto se recibiera el género restante. El objetivo no era el robo, ya que no faltaba nada. Esto quedaba tan claro como que los autores estaban muy mal informados, a juzgar por el momento elegido para cometer la fechoría.
Agostino Lacarini, el contramaestre de los mozos del almacén, cerró los párpados de Filippo con un combinado sentimiento de pesar y rabia, por el afecto que le profesaba después de diez años de cercanía, y mandó a un bracero que diera aviso del funesto suceso al factor de los Spinola, Claudio Zanasi. Mientras tanto, se juró vengar la muerte del amigo él mismo, si la Casa no se ocupaba de ello.
* * *
Las nubes reposaban, yacentes, acaso derramadas sobre las suaves crestas de las colinas del oeste de Malaqa. Desde la extraordinaria elevación de la fortaleza de Gibralfaro, la vista se perdía en el horizonte del mar, sólo obstaculizada por los montes de Alhaurín, que parecían apocarse, encogida su altura, a medida que se aproximaban a las aguas de la bahía.
Fue entonces cuando el cadí Ahmad ben Yusuf cayó en la cuenta de que quizá miraba desde el mismo lugar que su bisabuelo, desde aquel vano de arco lobulado, convocado decenas de años antes a la alcazaba por el visir del reino de Gharnata1. Muchas cosas se contaban de Abu al-Barakat; de la sagacidad y lucidez de su genio; de su fama de hombre justo, y de su sabiduría, cuyos frutos se materializaban en sentencias magistrales que habían superado el escollo del tiempo, que todo tiende a desvanecer. No obstante, el propio Ahmad, su bisnieto, ya era un reputado cadí —como lo fueran su abuelo y su padre—, que sobresalía por sus particulares virtudes; pero, ¿qué esperaba de él Alí al-Amín, el visir de Yúsuf III?
Esto se preguntaba en tanto se abrían las puertas para dar paso al eminente Alí, quien despidió de la sala a los guardias con un gesto, antes de saludar a su invitado. Quería la más absoluta discreción. A continuación sonrió al juez y extendió sus brazos como cálida muestra de amistad.
—La paz sea contigo, querido cadí —saludó el visir.
—Contigo sea la paz, ilustre visir —respondió Ibn Yúsuf, acercando la diestra a su pecho.
El ministro señaló unos mullidos almohadones, dispuestos sobre una alfombra de coloridos arabescos y orillada de largos y dorados alamares.
—Hazme el honor de sentarte a mi lado —terminó por decir.
Ahmad se sometió, satisfecho, a semejante amabilidad. Pero, como si de una señal se hubiera tratado, penetraron tres esclavas negras con sigilo de felinas, acaso por sus pies desnudos, que portaban una mesita, dos bandejas con dulces de miel y almendras y una tetera, de la que les sirvieron en un instante, antes de desaparecer en silencio.
—El sultán, que Allah colme de bendiciones, y yo tenemos noticias de tu rectitud y de tu sabiduría. Sabemos —expuso, observándole— que ésta no se reduce a la justicia que impartes con proverbial equidad, que ya sería bastante, sino que va mucho más allá. De hecho, conocemos tu sagacidad e ingenio como mediador en causas que no puedo por menos que calificar de complejas. Por ello te he llamado, porque necesitamos de ti para un asunto muy delicado y de gran interés para el reino.
—Estoy a tu disposición para lo que mandes, mi señor, aunque temo no estar a la altura de los elogios con que me honras. Sabes que la gente suele exagerar sus impresiones...
—No discutas, sé que tienes las aptitudes apropiadas para llevar a buen término lo que te voy a encomendar —interrumpió al-Amín mientras sorbía el dulce té verde con hierbabuena—. Te supongo enterado —continuó— de que hace unos días mataron a un genovés, un humilde mozo, en el Castillo de los Genoveses. ¿No es así?
El malagueño contemplaba el exquisito vaso de cristal con borde de oro, cuyos vapores diseminaban el agradable aroma por toda la estancia.
—Así es; pero, habiendo ocurrido entre sus muros y a un vasallo del dogo, escapa a mi autoridad —contestó, a la par que aprovechaba para aparentar que se deleitaba con la refrescante infusión a fin de no revelar su inquietud. Sabía que la tarea que le encargaran estaría revestida de una grave responsabilidad.
—Tu potestad se prolongará hasta donde al sultán le interese —declaró—. Pero no estamos preocupados por la suerte de un simple bracero. A los pocos días hubo otros dos muertos, esta vez en al-Mariyat2, en los depósitos de los catalano-aragoneses, además de un incendio que ocasionó más perjuicios que el de Malaqa. Estamos seguros de que es una lucha encubierta entre comerciantes —concluyó.
—¿Y en qué afectaría ese enfrentamiento al reino? —preguntó el juez, si bien, a seguida, formuló su primera deducción—: En principio, pareciera que es un problema que solamente atañe a ellos, pero tu presencia aquí indica que no debe de ser así de simple.
El visir cabeceó, confirmando lo razonado por Ahmad en tanto se volvía a servir té. El cadí observó la gota que escapaba de la tetera y manchaba la rica túnica verde del ministro, pero se mantuvo en silencio.
—En efecto —dijo al fin—, porque ambos son activos clientes. Una guerra abierta entre ellos descubriría que los genoveses, que acallan las crónicas sobre su comercio con musulmanes, para no provocar las iras del papa, así como proclaman el que mantienen con los cristianos, tienen fuertes intereses en todo el territorio nazarí.
—Entonces, el reino ha decidido intermediar para impedir el altercado y sus consecuencias.
—¡De ningún modo! —exclamó al-Amín—. Gharnata quiere anticiparse a una situación comprometida, a la que se vería abocada si se la obligara a tomar partido por uno de los dos bandos, y no desea que eso llegue a ocurrir. Pero no puede intervenir más que de manera indirecta. Algo que podría negar, llegado el caso. Por eso recurrimos a ti.
—Pero, ¿qué puedo yo hacer para evitarlo? —protestó el cadí.
Alí al-Amín suspiró, comprendiendo lo espinoso de la posición de Ahmad. Inclinó el cuerpo para acercarse y mirarle al rostro.
—Querido cadí, habla con unos y con otros, intriga, amenaza, promete, advierte, engaña si es preciso, pero sal victorioso en la empresa y serás recompensado. Fracasa y te verás en el destierro. Lamento de veras que te haya tocado a ti, mas no hay vuelta atrás ni negativa posible.
Una oscuridad fría, como de metal, cruzó los ojos del todavía joven cadí, que se clavaron en los del visir. El poderoso dignatario sintió un escalofrío que ni siquiera experimentaba frente al sultán. Era el hombre indicado, sin duda.
—¿Con quiénes debo hablar? —quiso saber.
—Primero con Claudio Zanasi, naturalmente, que representa a la familia Spinola en nuestro reino. Esta acaudalada estirpe de comerciantes no sólo es la mayor adquirente de seda joyante, que más tarde es tejida en Florencia y vendida a precios muy elevados en todo Occidente, también participa de la Ratio Fructe, la sociedad de la fruta, en Vélez, el corazón de la Axarquía, con la que mercadean en los Países Bajos. Entre los demás genoveses, conservan la primacía comercial —dubitativo, hizo una pequeña pausa antes de resolverse a proseguir—. Los Spinola —carraspeó— alcanzan acuerdos comerciales en Europa en nombre del sultán, a quien el Clemente proteja, que de esa manera entra a formar parte de los negocios europeos. ¿Es necesario que te diga que son intocables? —añadió.
Ahmad ben Yúsuf hizo caso omiso a la pregunta e interrogó, a su vez:
—¿Y de la otra parte, de los catalano-aragoneses?
—El más conveniente tal vez sea Berenguer de Bardají. No es comerciante, sino jurista y letrado general de las Cortes de Aragón, pero su parecer es determinante.
—¿Intocable también?
—¡Por descontado!
—Entonces, señor, ya puedes ordenar mi destierro y buscarte a otro —dijo, con aire impasible.
—¿Cómo tienes la osadía de hablarme así? —se quejó a gritos el ministro, tras la sorpresiva respuesta.
—Al contrario, admirado visir. La osadía consistiría en hacerte creer que llevaré a buen fin tu encomienda sin auténticas facultades, sin poderes reales. ¿Qué puedo hacer, sin poder hacer nada? ¿Acaso les preocuparían simples amagos de un cadí ajeno al poder político?, ¿no ves que lo único que me queda es rogarles, de su misericordia, la paz entre ellos?
Alí al-Amín se levantó, irritado por la contrariedad, y comenzó a pasear por la sala, pero reconocía que el juez, pese a su insolencia, manifestaba buen criterio. No era interlocutor válido para ninguno de los dos grupos. La misión, en tales condiciones, estaba destinada a malograrse.
—¿Qué propones? —inquirió el personaje, subordinado a la evidencia.
—Como es fácil adivinar, no tengo elaborada ninguna estrategia. Ignoraba qué querías tratar conmigo; pero, como primera medida, es esencial que, aunque no exhiba cargo alguno, al menos sea un emisario con poderes y los compromisos a los que llegue se respeten, aunque sean firmados finalmente por quien corresponda, de ser indispensable. Por otra parte —agregó—, se producirán gastos, si he de viajar, y yo, como sabrás, no soy hombre acaudalado.
—Esa cuestión ya la tenía prevista —expuso, entregándole una escarcela de cuero con doblas de oro—. En cuanto a lo que planteas, llevas razón. Procuraré que valgan los convenios que suscribas.
—No basta con eso, quiero tu palabra —replicó Ahmad.
—¡Por Allah que eres duro y que no te falta audacia! —aseveró, exasperado—. ¡La tienes, pero si no logras el propósito que perseguimos, te haré pagar caro tu atrevimiento! Ahora, vete, no pierdas tiempo y mantenme informado —le ordenó, dando por finalizada la entrevista—. Piensa que dejo en tus manos intereses del reino.
—¡Que el Misericordioso te guarde, venerado visir... y a mí me ilumine! —dijo el juez, mientras se retiraba.
El malagueño salió de la espléndida sala, donde eran recibidos mandatarios de otros reinos, para recoger a su caballo, que le aguardaba abajo, en la plaza de Armas; pero, al cruzar el patio de la Mazmorra, tuvo una idea que bien pudiera tacharse de peregrina, mas lo sedujo lo insólito de ella.
—¡Guardia! —llamó, dirigiéndose a uno de los oficiales—, libera a Shihâb y llévalo ante mí a la puerta de los Cuartos de Granada. Después determinaré lo que se hará con él.
En unos minutos tuvo ante sí al temible criminal, engrilletado de pies y manos y con el aspecto propio de quien lleva meses encerrado en un negro calabozo. El reo procuraba taparse los ojos, que, acostumbrados a la penumbra, no soportaban el sol de aquella luminosa mañana de finales de mayo de 1410, que jamás olvidaría. De su cuerpo, cubierto de inmundicias y costras de excrementos, lleno de pústulas, tarascadas y mordiscos de rata, y de lo exiguo de sus ropas, convertidas en harapos, emanaba una fetidez insoportable. Aun así, su cabeza destacaba por encima de la pareja de soldados que le flanqueaban, y la envergadura, apreciable indicio de su fortaleza, impresionaba.
—Dejadme a solas con él —les conminó.
Los guardianes se retiraron intranquilos, a la vez que el peligroso malhechor miraba al cadí a través del grasiento cabello, adherido al rostro.
—Shihâb, conozco tus correrías tan bien como sabes tú que te mandé encerrar hasta pudrirte. Sé que, si de nuevo salieras, repetirías una a una tus maldades; pero ahora quiero hacer un pacto contigo. Un pacto entre hombres, no entre juez y prisionero —precisó, a sabiendas de que el condenado lo tomaría por cándido o por loco—. Un acuerdo que, de ser incumplido, se pagaría con la vida del traidor. La tuya o la mía.
—Podría matarte ahora mismo —aseguró entre dientes, con un rictus de desprecio en las comisuras de la boca—. ¿Qué quieres de mí?
—Que trabajes conmigo. A cambio te daré libertad, manutención, una relativa inmunidad y, sobre todo, dignidad.
—Si lo que buscas es un maldito chivato, te has equivocado —sentenció Shihâb.
—No pretendo de ti que seas un chivato, eso lo puedo encontrar en las calles, sino un servidor, un ayudante valeroso y fiel —se pronunció, acariciándose la espesa barba.
El robusto maleante examinaba con más desconcierto que reserva las facciones del hombre, enteramente vestido de negro, que le proponía semejante dislate. Había algo felino en ellas que le ofrecía la confianza de un ser fuerte, de acerada tenacidad, combinado con la escrutadora y perspicaz mirada de un halcón.
—Vamos, ¡decídete ya! Tengo trabajo que hacer —le advirtió.
¿Qué más podía perder, de ser engañado? En el peor de los casos, volvería a la situación en la que estaba y siempre sería fácil hallar la ocasión para partirle el cuello, si le mentía. Pero si lo ofrecido era cierto, tendría la oportunidad de escapar de la miseria, que le acosaba desde que su madre lo echó al mundo, pensó, antes de afirmar con la cabeza.
—Bien. Oficial —habló, informando a la guardia—, desde este momento Shihâb es libre y está a mi servicio; pero quien lo haga público, lo reemplazará en la mazmorra. Quitadle toda esa mugre, despiojadlo, dadle ropas nuevas y comida hasta que se harte. A ti —le dijo al liberado— te espero en la mezquita de al-Gubar, en la calle Agua, después de la oración de Magreb3. No se te ocurra faltar, sería tu último error. Por cierto, yo también podría matarte ahora mismo. Ahora o cuando se me antoje —le espetó, dándoles la espalda a todos para marcharse.
Ahmad ben Yúsuf subió a su montura, en la plaza de Armas, cruzó la puerta de la Justicia y bajó la pendiente que le llevaba a la siguiente, la de las Columnas, hasta la principal, en recodo, como se establecía para la defensa de un recinto militar, y se perdió entre la gente de la ciudad.
Al poco apareció en la alcaicería, próxima a la mezquita mayor, donde se detuvo para entretenerse admirando los diminutos rollos de finos hilos de oro, plata y de cientos de tonalidades, o deslumbrado por los vivos colores de los tejidos de más alta calidad y el brillo de los confeccionados con la seda de los gusanos, auténticos devoradores de las tiernas hojas del árbol de la morera, plantado en innumerables rincones del reino. Algunos, tintados en Finyana, poseían motivos tan originales y delicados que enardecían la avidez femenina por obtenerlos, al precio que fuera, y la masculina, por conseguir los favores de las hembras. Ambos, unos y otras, deseaban acumular productos de lujo que, por sí solos, revelaran su encumbrada condición social. Ése era el origen de las luchas entre comerciantes: la codicia y la vanidad humanas.
Para el anciano Abul Khayr, el imán de la minúscula mezquita de al-Gubar, más ceremonial que popular por estar destinada a dar servicio a la rauda4, supuso una satisfacción inesperada la visita del juez malagueño, a quien no había visto durante meses. Rezaron juntos, cuando el sol hubo declinado y, después, sentados sobre el suelo alfombrado, comenzaron la conversación que, indefectiblemente, apuntaba al pasado y a la amistad mantenida a lo largo de muchos años entre el padre de Ahmad y el entrañable octogenario.
De improviso, la puerta entornada giró sobre sus goznes y una bocanada de aire hizo temblar las llamitas de las candilejas del templo, colmadas de aceite, lo que provocó que el magistrado alzara la vista. Shihâb, desde el umbral, avanzó dos resueltos pasos, pero se contuvo al reparar en que Ahmad no interrumpía su amigable charla, cual si lo ignorara. El astuto juez no lo hacía por despreocupación o ligereza, sino para marcar su jerarquía. Así lo tuvo, de pie, a la espera de que le concediese atención, cerca de cinco minutos, mirándole apenas. Sin embargo, no le había pasado desapercibida la transformación efectuada en el recién indultado. La comida, las ropas y el concienzudo rascado en el baño obraron el milagro. Ahora, recuperada la apariencia de persona, se repondría en poco tiempo de las macilentas huellas de postración que le había dejado el sórdido encierro, a base de buena alimentación y una persistente y escrupulosa limpieza. Ahmad le susurró algo a Abul Khayr y éste se retiró, risueño.
—Acércate Shihâb y acomódate junto a mí. Te explicaré el encargo que se me ha hecho.
El cadí contó, punto por punto, la información recibida del visir y, por tanto, el problema en que se hallaba. No omitía absolutamente nada de lo que podría considerarse un secreto de Estado, para sorpresa del rufián, que no esperaba tal intimidad.
—¿Y qué pinto yo en ese retorcido embrollo más que endiablado? —bufó escéptico.
—De momento vamos a aprovecharnos de tu penosa reputación, con la que puedes introducirte en los infiernos sin que nadie desconfíe. Quiero que averigües quién mató al genovés y, especialmente, de dónde partió la orden. Hecho esto, me acompañarás, como guardia personal, de aquí en adelante —paró un momento, con el fin de evaluar el efecto de sus palabras y continuó—. Como te dije, no te dedicarás a ser un chivato, se trata de saber qué tierra pisamos, por nuestra propia seguridad. ¿Estás dispuesto?
Al valentón le parecía complicado el asunto, pero de las partes enrevesadas se ocuparía el cadí.
—Sí, pero que tú seas un respetado juez no me impedirá acabar contigo, si me mientes. Nadie está libre de una cuchillada —quiso aclarar por última vez.
—De eso ya hablamos, Shihâb. Nos conviene confiar el uno en el otro, porque puede que dependa nuestra vida de ello. ¿Cuánto tiempo necesitarás para enterarte de lo que te he pedido?
—En dos días tendré lo que quieres —respondió el hombretón.
—Entonces te espero en la mezquita aljama. Hoy he preferido verte aquí porque sé que es un lugar discreto; pero, en cuanto sepamos esos datos, no ocultaremos que estás a mi servicio. Toma esta bolsa con doblas —dijo, sacando una de entre sus ropajes—, te hará falta para comer y para satisfacer «otras» necesidades —Ahmad suponía las incontrolables ganas de hembra que tendría. Era mejor opción pagar una prostituta a que se metiera en algún lío por el que se viera obligado a encerrarle de nuevo—. Entre tanto, procuraré mantener una conversación con un viejo conocido que ha pasado unos años comerciando en el reino de Aragón. Quizás él sepa darme alguna referencia valiosa sobre Berenguer de Bardají —comentó pensativo, incorporándose—. Aguarda unos instantes aquí, después de que me haya ido —le ordenó, marchándose del pequeño templo, tras despedirse del imán.
Shihâb se quedó ensimismado en sus pensamientos, hasta que oyó una voz detrás de él:
—Reza. Da gracias a Allah, porque has tenido suerte. Él está hecho de la misma madera que su padre y será honesto contigo. Correspóndele o lo lamentarás.
El coloso se volvió, pero el anciano Abul Khayr se había evaporado.
* * *
Clareaba. La llamada de los muecines atronaba los cielos desde los altos minaretes y las golondrinas parecían secundarles con sus gorjeos festivos. El juez, a esa primera hora de la mañana, ya se dirigía a la mezquita mayor. Los dos días precedentes no los había desperdiciado. Consiguió conversar con el mercader, del que pretendía información sobre el letrado general de las Cortes de Aragón, y quien, por fortuna, tenía más de la esperada, además de con ciertos judíos opulentos a los que hizo una propuesta condicionada.
Shihâb penetró en el templo principal en busca del cadí, a quien localizó sentado, apoyada la espalda en una de las columnas de las trece naves, provisto de cálamo y tintero, escribiendo unas notas. Él tampoco había dilapidado el tiempo ni gastado todas las doblas que le entregaran. Con una breve incursión en los estrechos callejones de los arrabales, pronto averiguó quién era el autor del asesinato y del incendio. Después, para hallarlo, no tuvo más que encaminarse a su casa, que el mismo criminal, Murtadi —que así se llamaba—, le abrió, doblemente sorprendido por verle en libertad y por ser objeto de su visita.
—¡Shihâb!, no sabía que estabas en libertad...
—Tengo que hablar contigo —atajó con aspereza, ignorando el comentario del otro—. ¡Entra! —rugió, dándole tal empujón en el pecho, que fue a parar al fondo del apestoso tabuco.
—¿Qué pasa, amigo? —intentó contemporizar, con el tratamiento amistoso, el artero individuo.
—Pasa, Murtadi, que ahora mismo me vas a decir quién te mandó matar al genovés, si no quieres correr su suerte.
El despreciable sujeto sabía que las amenazas del gigantón nunca eran fanfarronadas y cantó de plano.
Ahmad levantó la cabeza. Frente a él estaba Shihâb, a quien hizo una señal para que se aproximara. Su intuición no le había fallado. Tenía la total seguridad de que no quebrantaría lo tratado entre ellos.
—¿Y bien? —interrogó.
—Fue fácil. Me bastó con preguntar y luego fui a su casa.
—¿Lo admitió?
—Sí. Como tú sospechabas, el incendio fue un encargo de los catalano-aragoneses desde al-Mariyat. La muerte del genovés no estaba prevista, fue un encuentro casual, un accidente.
—¿Quién fue?
—Murtadi, pero le di parte de tus doblas para que escapara —le comunicó, imperturbable.
El cadí lo miró fijamente y sonrió.
—Cuando volvamos te repondré esas doblas —prometió—. Ahora, sígueme y no bajes la guardia. Vamos a ver al factor de los Spinola.
La extraña pareja que componían los dos hombres se dirigió hacia el suroeste, buscando la Bab al-Faray o puerta de Buenavista, que salía a la más a poniente de las dos ensenadas, constituidas por los tres espolones que formaban la playa y el puerto de Malaqa.
El corpulento servidor andaba enfrascado en cavilaciones, pues todavía no acababa de creerse la reacción del magistrado. No sólo no le reprochó su conducta con el asesino, sino que pareció satisfacerle, y aún pensaba reintegrarle la suma entregada a Murtadi para su huida.
Ante la puerta de Siete Arcos del Castillo de Genoveses, hacía de centinela un mozo armado que vigilaba entradas y salidas, en prevención de nuevos asaltos. En realidad, todos los braceros que trajinaban en el interior iban provistos de dagas y espadas.
Ahmad ben Yúsuf se paró a darle explicaciones al ocasional guardián.
—Soy el cadí mayor de la ciudad y vengo a ver a Claudio Zanasi.
—Si no es comerciante, no puede pasar —respondió, tajante, el joven.
De una zancada, Shihâb se interpuso entre el muchacho y el juez. El vigilante comprobó que no le llegaba siquiera al hombro y que la espalda de aquel forzudo duplicaba la suya.
—¿No has escuchado a mi amo, mono estúpido? —bramó, amenazador.
Con ello fue suficiente. El centinela señaló una de las seis torres, en la que destacaba la faja ajedrezada del escudo de los Spinola.
Dentro de la torre, los mozos se afanaban apilando fardos de sedas, de paños y costales de frutos secos, tan pesados éstos que debían ser transportados entre dos. Al juez le fue difícil hacerse oír entre todo aquel vocerío de órdenes, protestas, imprecaciones y juramentos. Hacía calor y la pesada atmósfera olía a una mezcla picante, desagradable, de sudor y especias.
Al fin, fue el contramaestre quien les acompañó escaleras arriba y los anunció al factor. Claudio Zanasi saludó y los invitó a pasar a su despacho, en el que reinaba un aparente desorden por la ingente cantidad de muestras de mercancías y retazos de tejidos de visible calidad, quizá desechados o que aguardaban un turno indefinido a juzgar por la capa de polvo que los cubría. En cambio, resaltaba la pulcritud con que eran tratados los manuscritos y libros consagrados a la contabilización y control de las mercancías, los utensilios de escritura y, muy en particular, los diversos instrumentos de óptica que, en una mesita auxiliar, estaban cuidadosamente dispuestos sobre suave cuero curtido de oveja. Podían verse lentes convergentes engastados en graciosas y sutilísimas armaduras de cobre, unidos por una pieza de sujeción acabada en un remache, para hacerlas móviles; vidrios de aumento de distintos diámetros y grosores, con mangos de metal y de madera; prismas y esferas talladas sin la menor imperfección y todavía algunos otros que permanecían ocultos por la propia badana.
—Preciado cadí, ¿en qué puede servirte la casa Spinola? Estaremos muy honrados de satisfacer tus deseos —añadió.
—Quedo muy agradecido por tu gentileza, pero he venido a interesarme por el incendio ocurrido, en el que, además, hubo una víctima.
—¡Ah!, sí. Un vulgar robo —dijo, restándole importancia—, unido a la fatalidad de que se encontrara en la torre el pobre Filippo, que pagó las consecuencias.
—Pero tengo entendido que no faltaba nada.
—Pensamos que aquella rata, sorprendida por Filippo, huyó ante la desmesura de lo acontecido —expuso con las medidas gesticulaciones que le eran habituales y que estaban adornadas de una natural elegancia.
—¿Y, sin embargo, prefirió detenerse a prenderle fuego a las mercaderías? Es extraño, ¿no? —apuntó el juez.
El factor abrió ambas manos, enseñando las palmas, a la vez que se encogía de hombros.
—Si es extraño o no —dijo, al cabo, sin perder la sonrisa que mantenía desde el comienzo de la entrevista—, no tiene que ocupar tu precioso tiempo, pues sabrás que, por decreto del sultán, este castillo se rige por las leyes genovesas, y en esta torre la única autoridad es il signore.
—Es cierto, es cierto; aunque eso puede modificarse con un nuevo edicto..., si bien ese no es nuestro deseo —aclaró—. Lo que me parece curioso es que, a los pocos días, sucediera una desgracia semejante, con resultado de dos muertos, a vuestros competidores de al-Mariyat. Por cierto, que ignoraba que comerciarais también con artefactos de óptica.
—¡Oh, no! Es un gusto personal, un capriccio, que suelo darme cuando viajo a Venecia. En cuanto a los catalano-aragoneses, hay que aceptar que han tenido tanta mala suerte como nosotros —opinó, con cara de circunstancias.
El cadí guardó silencio unos instantes, fija la mirada de presa en Zanasi.
—¿Me tomas por necio? —exclamó de repente el magistrado, bajando la voz—. Lo vuestro es una guerra subrepticia. Una guerra que no beneficia a nadie y que el reino no está dispuesto a consentir.
—Si ellos se obstinan en atacarnos, nosotros nos defenderemos siempre y responderemos con un nuevo ataque —se sinceró—. Además, ¿qué puedes hacer tú? Ni siquiera eres un visir —advirtió, displicente.
—Puedo prohibir que los proveedores os vendan, ofreciéndoles a cambio nuevos compradores, de quienes ya tenemos una propuesta, tan poderosos como vosotros. Esta entrevista no es oficial, porque así se ha deseado, como tampoco es idea mía. ¿No te parece más temible? —agregó—. No obstante, quiero llevarme de vuestra parte un acuerdo, como lograré de la otra, por el que os comprometáis a sellar la paz.
—¿Florentinos, quizá? Los aspirantes a clientes, digo.
—Sólo te diré que son judíos y que también están interesados en los frutos secos, con lo que la Ratio Fructe igualmente se hundiría.
—¡Te presentas aquí para amenazarnos! —gruñó encolerizado y poniéndose de pie; pero un movimiento casi imperceptible de Shihâb le hizo consciente de que, pese a que podía avisar a sus hombres, para cuando subieran aquel animal ya lo habría destrozado, y volvió a tomar asiento.
—¡Claro, no soy un visir! —respondió Ibn Yúsuf, con la ironía suficiente para que el otro la captara—. Pero, tranquilízate, no me interpretes mal; lo que verdaderamente persigo es la paz entre vosotros. En unas pocas jornadas tendré una conversación con los catalano-aragoneses —hizo amago de incorporarse para marchar, pero lo pensó mejor y continuó—: No quiero ocultarte que la parte que no muestre voluntad será sustituida por la otra y, en caso de que ninguna de las dos la tenga, ambas seréis reemplazadas por el grupo judío. Es decir, que a mi vuelta deberé encontrar vuestro compromiso por escrito. Un escrito que sólo yo conservaré y que será secreto mientras sea respetado.
—Te adelanto que il signore sólo negocia tratados con vuestro sultán —aseveró—. De cualquier forma, le informaré; pero no le gustan los intrusos —le previno con ánimo de atemorizarle.
—Te veré pronto —dijo, sin más, el cadí.
Al salir al patio del castillo, los dos hombres admiraron las seis altas torres, destinadas a almacenes, con el nombre y escudo de cada uno de los propietarios, tal como en la de los Spinola: Franco de Vivaldi, Ambrosio, Tadeo, Avelino y Paulo Centurión. Estos cinco no hacían de la seda su comercio primordial, sino que se repartían el negocio de los paños, metales, drogas, vasijas de cobre, papel, algodón y productos tintoreros.
Esta vez, después de atravesar el arco grande de los siete, torcieron hacia levante con la intención, luego, de acceder a la ciudad por la puerta de la Alcazaba, en la muralla. Al juez le gustaba andar por la playa, observar las considerables embarcaciones de carga genovesas, que llamaban carracas, y las estilizadas barcas de pesca heredadas de los fenicios, las jábegas, que gozaban de una suerte de esbeltez horizontal y de las que le fascinaban los misteriosos ojos pintados en las amuras. En la mayoría de las ocasiones, incluso se sentaba en la arena con los pescadores, en tanto éstos reparaban el copo, y cambiaba impresiones con ellos sobre la mar, el tiempo y la abundancia o escasez de los caladeros. Le complacía escuchar el discurso, repleto de sabiduría popular, de experiencia, de aquellos hombres —sin embargo poco habladores—, de endurecidas manos y piel apergaminada por la sal y el viento.
La tarde la ocuparon en tantear a los numerosos tratantes de caballos y acémilas, con el objetivo de hacerse con un animal joven y fuerte para Shihâb; mas no dieron con ninguno que les convenciera, ni en la alhóndiga, junto a las atarazanas, donde acostumbraban a reunirse bastantes de ellos, ni en el arrabal de los Mercaderes de la Paja, al otro lado del río. Tuvieron que cruzar toda la ciudad, para llegar al arrabal de Fontanella. Allí, extramuros, en la desvencijada cuadra de Aswad, a quien apodaban el Lengua quizá por su incontenible cháchara, hallaron una mula blanca de gran alzada que servía a los propósitos de Ahmad y con la que no arrastraría los pies su inconcebible y descomunal sirviente.
Aswad sacó la bestia al corral para mostrarles la firmeza de sus miembros; los cascos, ausentes de taras ni astillados, y la bondad de su dentadura que, por el ángulo que formaban y la inexistencia de desgaste, revelaban la juventud y buena crianza del animal. El tratante aparejó a la mula para que la montara Shihâb y ésta no pareció resentirse de la carga, feliz trance que utilizó el Lengua para deshacerse en elogios sobre su salud y fortaleza, cara al inmediato regateo que, efectivamente, inició y que se prolongó hasta el anochecer.
Shihâb, con el ronzal en la mano, no entendía la necesidad de una acémila para él, hasta que el cadí le informó del siguiente paso, camino de su casa.
—Mañana, muy temprano, partimos para Tulaytula5 —le anunció—, en donde, por razones que no son de nuestra incumbencia, se encuentra Berenguer de Bardají. Ya está avisado de que quiero entrevistarme con él. En cuatro o cinco jornadas estaremos allí —aventuró.
El sonido metálico de las dagas alarmó a los dos hombres, ya que no el de las botas de los cuatro genoveses, amortiguado por el ruido de los cascos.
—¡Aquí están los entrometidos! —graznó el que parecía el cabecilla—. Vamos a enseñarles a no hurgar en negocios ajenos. Rajadles el cuello, ¡que no salgan vivos!
Ahmad no respondió. Saltó para apoyarse en las ancas del animal y, con los pies en el aire, pateó la cara del que hablaba, que fue proyectado contra el más cercano, sangrándole las narices. Gracias a la estrechez del callejón, el otro golpeó la pared con la cabeza, rebotó y cayó desvanecido al empedrado.
El gigantesco hombretón fue a sacar su daga, pero debió de pensar que no eran enemigos para él y desistió. Se limitó a lanzar una de sus piernas, como columnas, al pecho del más grande de ellos, que se vio despedido hacia atrás, arrastrando al compinche en su caída.
Al herido le costaba respirar, probablemente roto el esternón, pero su compañero se levantó empuñando el cuchillo, decidido a hundírselo a Shihâb, mas no contó con que éste lo trabaría con una mano y que, con la otra, enganchándolo por el cinturón, lo izaría del suelo y lo estrellaría contra la grupa de la bestia, en tanto el juez propinaba tal rodillazo en pleno rostro al que sangraba, que también fue a parar al trasero de la mula. El animal, harto ya de que lo molestaran, soltó dos coces con las que acertó a descoyuntar sendos hombros de los asaltantes, que acabaron en tierra inconscientes, dando por concluida la reyerta.
Atraídos por el alboroto de la trifulca, acudieron los guardias de ronda, que se pusieron de inmediato a las órdenes de Ahmad ben Yúsuf.
—Cargadlos de cadenas y encerradlos en las mazmorras de la Alcazaba —les encomendó.
—Como digas, mi señor; pero, ¿has reparado en que son cristianos y, seguramente, genoveses? En estos casos solemos conducirlos a su castillo y allí los someten al castigo que establezcan sus leyes.
—Sí, son de la casa Spinola, pero no son prisioneros, oficial, son invitados que van a disfrutar por unos días de nuestra hospitalidad. Yo mismo los recogeré a la vuelta de un viaje que comienzo mañana. Hasta entonces —ordenó— no los entreguéis a nadie.
Los soldados abandonaron la calleja con los asaltantes engrilletados, mientras juez, mula y servidor se internaban por las angostas vías de intramuros, en dirección a la casa del primero. De súbito, el imponente grandullón exclamó:
—¡Por Allah, cadí, que sabes defenderte! —dijo, a modo de concesión.
—¡Y la mula! —contestó el magistrado.
* * *
Llegados a Tulaytula sin incidentes, pero mal aconsejados, dieron una vuelta enorme que les llevó a rodear vanamente la ciudad, atravesaron la puerta del Cambrón o de los Judíos y, superada la pendiente de San Martín, pidieron razón del palacio de Higares y Pinto. La bella urbe, como la amada ansiosa de amor, se cobraba en sudores el deleite de gozarla, pues subían cuestas y tornaban a bajarlas tal número de veces que aquello no tenía parangón ni se vislumbraba que alcanzara tener fin, hasta que hallaron, de improviso, la plaza de Santa Isabel.
Bajo el sobresaliente alero, batieron el aldabón de argolla del claveteado portón, encastrado entre dos grandes pilastras. Casi en un santiamén, un criado les abrió el postigo y, tras informarse de quiénes eran, les franqueó ambas hojas para que pasaran con las monturas al patio. Luego les indicó la estancia donde debían esperar y desapareció.
En unos minutos, un hombre de buena planta y rostro grave, vestido con un traje negro de paño o balandrán, tocado con media gorra, entraba en la pieza en la que aguardaban.
—Sed bienvenido, señor Ahmad —dijo, con una amable inclinación, pero sin modificar el gesto austero—. Tengo entendido que también sois jurista; quizás ello facilite que nos comprendamos sin rodeos. ¿Qué os proponéis con esta entrevista? —preguntó, mirando con insistencia a Shihâb.
—Os agradezco, señor Berenguer, vuestra acogida y disposición para recibirme —replicó el juez, después de llevarse la mano al corazón, en respuesta al saludo del cristiano—. En justa correspondencia, seré directo y breve: el reino nazarí quiere la paz entre vuestros comerciantes y los genoveses, pues doy por hecho que sabréis de las violentas muertes que han ocurrido. Por cierto —añadió—, no os preocupéis por mi ayudante conoce el asunto en su totalidad.
—Todos, siempre, queremos evitar derramamientos de sangre, pero ellos comenzaron los atentados. Es natural que defendamos nuestros intereses, ¿no os parece? Además, ningún vasallo de vuestro rey ha sufrido el menor daño ni menoscabo en los suyos. La cuestión no debería afectaros, a menos que... estéis apoyando a una de las partes. Habladme claro, os lo ruego.
—Pasaré por alto la ofensa que vuestra merced me hace al dudar de la honestidad de mi embajada, en beneficio del juicioso resultado que espero —afirmó—. No estamos, creedme, a favor de ninguna de las dos partes; más bien en contra de ambas, a excepción de que lleguemos a un convenio irrevocable —Ibn Yúsuf se detuvo para ver si el ilustre letrado hacía alguna pregunta, pero éste levantó la barbilla y movió las manos en señal de que prosiguiera.
»No ignoraréis que a vuestro papa —continuó— no le agrada que los cristianos comercien con musulmanes; sin embargo, aun sabedor de que ni catalano-aragoneses ni genoveses acatan sus deseos, lo consiente, mientras no se haga gala de ello o se convierta en algo demasiado ruidoso (como empieza a serlo), en cuyo caso el reino de Gharnata podría ser objeto de una nueva cruzada que, por supuesto, no deseamos. En resumidas cuentas: nos afecta o, mejor dicho, puede afectarnos. En cambio, si comerciamos con otros grupos no dependientes de su obediencia, como los judíos, el problema ya no existiría.
—¿Queréis decir que os inclináis a prescindir de todos los comerciantes cristianos? —preguntó Berenguer, asombrado.
—No, y creo que me habéis entendido. Lo que digo es que no nos induzcáis a hacerlo, y me parece que requeriros a un acuerdo destinado a enterrar las armas es razonable y provechoso para cualquiera. No obstante, si no estáis dispuesto a refrendarlo con vuestro sello, estamos preparados para llevarlo a cabo —expuso con aplomo.
—¿Y los genoveses están convencidos?
—Ellos ya han firmado; pero, si una de las partes no lo hace, no lo consideraremos válido.
El aragonés se levantó del asiento y anduvo por la estancia con los brazos a la espalda. Fueron unos minutos de reflexión, eternos para Ahmad.
—Está bien, dejadme ver ese documento y estamparé mi firma junto a la de ellos.
—Sólo firmaréis el vuestro, señor. Cada uno de estos documentos es secreto y obrará en mi poder. Únicamente saldrá a la luz el de aquel que lo incumpla. Tendréis que creer en mi palabra.
Berenguer miró al juez como si fuera retado; pero, al fin, declaró:
—Estimado cadí, firmaré porque sois un hombre de buena voluntad, pero por Dios que también un zorro peligroso.
—Quizá, mas igualmente tengo memoria y os garantizo que apelaré a mi soberano para que os respalde en ese interés que tenéis por el pueblo de Osso de Cinca6. En menos de cinco años será de vuestra propiedad.
* * *
El guardia del Castillo de Genoveses y los braceros de Spinola quedaron paralizados ante la escena: cuatro de ellos, desaparecidos durante días, astrosos, maltrechos y con olor a calabozo, venían amarrados a una cadena de cuyo extremo tiraba el colosal ayudante del juez.
—Avisad a Claudio Zanasi para que baje a recoger estos hombres —ordenó Ahmad ben Yúsuf, en el interior de la torre—. ¡Deprisa, que no tengo tiempo que perder!
El factor a punto estuvo de caer por los peldaños de la escalera al ver a los mozos en ese estado y, sobre todo, al imaginar lo ocurrido.
—¡Respetable cadí, te echaba de menos! Esperaba tu visita desde hace días. ¿Qué les ha pasado a estos hombres? Estábamos preocupados por su ausencia —explicó con aire virtuoso, consciente ya de lo arriesgado que podía ser enfrentarse al magistrado.
—¿Tú no sabes nada? Yo también desconozco lo sucedido. Me los encontré peleándose entre ellos, ¿verdad? —interpeló a los apresados, que rápidamente lo confirmaron—. Son tuyos, procura que no los vea más o las cosas se desarrollarán de distinta manera —dijo, ofreciéndole la cadena.
—¡Desde luego! Así se hará, ya sabes que en mí tienes un aliado incondicional para lo que desees.
Cuando salieron a la playa, con el convenio firmado, el hombretón se dirigió a su nuevo amo:
—De este mar tenebroso, del que hemos salido bien porque así estaba escrito, sólo tengo dudas, porque no he entendido nada. Pero me queda una aún más grande, ¿estoy sirviendo a Allah o al demonio en forma de cadí? —cuestionó, como quien pregunta al viento de levante, y terminó por agregar—: Cuenta con mi lealtad, juez del diablo.
—Contaba con ella desde el principio, cándido maleante.
La algazara de las olas parecía fundirse, dichosa, con las voces de los muecines, festejando sobre las arenas el canto de invitación al rezo de mediodía. El cielo estaba limpio de nubes; la Alcazaba, soberbia, presidía la costa y en Malaqa nada enturbiaba la paz de sus gentes.
«Extraña es la raza de los hombres, pero Allah orienta a quien le place.»