EL SECRETO DEL COPERO DEL REY. FERNANDO DE ANTEQUERA
ALMUDENA DE ARTEAGA
La ciencia no embota el hierro de la lanza
ni hace floja la espada en la mano del caballero
Ella dormía plácidamente, tanto que temí por un segundo no poder llegar a contarle todo lo que hacía la friolera de seis siglos se me quedó olvidado en el tintero. No me malinterpreten, no fue por desidia, sino por el ímpetu con el que viví mi juventud. En la mocedad siempre se pretende abarcar demasiado sin pensar que la vida aún será larga y, salvo algún percance sin solución, muy probablemente Dios nos dará el tiempo suficiente para hacer todo lo que nuestra inquieta mente nos demande.
La comunicación entre los dos sería prácticamente imposible ya que el muro insoslayable que separa el mundo de los muertos y los vivos nos aislaba. Sería difícil, pero nunca imposible. Si algo me enseñó la vida fue que con tesón y constancia casi todo se consigue y aun muerto sigo esta directriz a pies juntillas.
Ya he hablado con su ángel custodio, que, a sabiendas de antemano que mi intención no es mala, me ha dado su consentimiento. Ahora podré irrumpir cual Mor feo en sus sueños. Ella está receptiva, más que ninguno de los cientos de descendientes con que sembré la tierra desde que desaparecí de su faz. Le tengo un especial afecto, no sólo porque con toda humildad haya intentado seguir una y otra vez mis literatos pasos; también porque me quiso dedicar una de sus obras y eso, vanidad a un lado, siempre enorgullece el alma de quien un día fue poeta.
Sé que le han encargado un texto para las conmemoraciones del Compromiso de Caspe y anda desesperada pensando en qué escribir. Sin duda, no recuerda que yo anduve por aquellos lares de muy joven y creo que ha llegado el momento de recordárselo. Favor por favor. Bastará con representarle lo acontecido en las escenas de su nirvana y sé que nada más recuperar la conciencia se levantará, encenderá el ordenador y comenzará a escribir compulsivamente.
Para que me reconozca bastará con que vea nítidamente mi rostro, el de Íñigo López de Mendoza, el futuro, por aquel entonces, marqués de Santillana. Aquel que tantas veces ha admirado durante horas frente al retablo de los Ángeles.
¡Ya llega el momento! Silencio, oscuridad, respiración acompasada y de un salto a su mente. Aprovecharé que el tiempo no corre en los sueños para adelantarme unos meses al compromiso. Allí estoy. Es curioso que ni yo mismo me reconozca a mis catorce años recién cumplidos.
Por mi aspecto está claro que ya me tiraba más la pluma que la lanza. ¿Por qué ese extraño proceder en un caballero medieval?, se podrá preguntar mi dulce soñadora. Le dejaré ver que fue por mi madre, doña Leonor de la Vega, la Señora de los valles de Cantabria; por la que precisamente aprendí que la palabra era el arma más poderosa. No importándonos si estaba escrita o hablada, sólo hacía falta utilizar la más acertada en el lugar y momento más oportuno para que hasta el más fiero de los enemigos, si guardaba algo de cordura en su atrofiada mente, pudiese cambiar de parecer.
De las muchas cosas que me enseñaron las mujeres, aquella lección fue una de las que más me sirvió, ya que las eternas guerras fratricidas entre Castilla y Aragón me obligarían en un futuro a caminar con paso firme sobre la fina cuerda de la diplomacia. Exceptuando, claro está, aquellos momentos de asueto en que en vez de matarse entre los cristianos de los vecinos reinos, éstos optaban por retomar nuestra ya casi eterna cruzada de reconquista.
Evocando esos años me he dado cuenta de que todo lo que fui se lo debo a mi madre, y por eso he querido que fuese otra mujer de mi sangre y estirpe la que nos rememorase a todos. Doña Leonor me inculcó el amor por las letras y el simple respeto por las armas. Me presentó a los hombres más influyentes del siglo XV en las cortes de Guadalajara y grabó a fuego en mi mente la idea de no enemistarme del todo con ninguno de ellos. Fue precisamente por su voluntad y la de mi tutor don Gutierre por lo que viajé de Castilla a Aragón; la tierra que terminó de pulirme.
Sabiendo de las trifulcas entre los dos reinos, a muchos les extrañó su decisión y por eso quiso inventar una excusa que nadie le pudiese rebatir. Su hijo mayor necesitaba ampliar conocimientos y ningún lugar más acertado para ello que el reino vecino, donde la influencia de la cultura itálica y su incipiente renacimiento llegaba a raudales surcando el mediterráneo. A pesar de todo la juzgaron loca, pero el tiempo demostró en mi persona y formación que, además de no andar desencaminada, acertó de lleno, pues ya que gracias a las amistades que hice en Aragón, nadie más que un servidor supo mediar en tiempos venideros entre nuestro rey y los infantes y reyes de aquellas tierras. Lo hice tal cual lo aprendí de ella, siempre buscando la paz y procurando en todo momento huir de la guerra, aunque he de reconocer que no siempre lo conseguí.
Recorriendo mi pasado como el que busca un punto en un mapa, posé mi dedo en un momento determinado y éste resultó estar ubicado en Ocaña. Por primera vez vivía alejado de mi familia para ahondar en mis estudios en el único lugar donde los hombres más cultos solían refugiarse, un convento. Recluidos monacalmente, aprendí álgebra, matemáticas, a analizar los textos que leía y a entender a los clásicos. Por primera vez supe cómo dar forma literaria a mis pensamientos. Lo único que sentí fue no llegar a dominar a la perfección la lengua de Lacio.
A pesar del silencio del claustro, había noticias que traspasaban nuestros muros. Hacía tiempo que la tregua firmada por el rey sultán de Granada con los cristianos había expirado y las brasas incandescentes de nuestra particular cruzada empezaban de nuevo a incendiarse. Aquel verano, mi tutor tuvo que dejarme bajo la custodia de sus monjes para acompañar a don Fernando de Aragón al cerco de Antequera.
Pero... ¿por qué don Gutierre quería ayudar a aquel general enemigo de la reina Catalina de Lancaster? Don Fernando ejercía la regencia junto a la reina madre y todos sabían del odio que los dos se tenían. ¿Qué hubiera pensado de ello su hijo el rey don Juan II de no ser tan niño? Antes de partir, se vio obligado a darme una explicación.
—Sí, ya sé que somos castellanos y que como tales cada día sufrimos más el intrusismo de Aragón. Sin embargo, una cosa debemos tener clara, y es que contra el infiel no hay más bando que el cristiano. Triunfando ellos en las cosas de Dios ganamos todos. Además, debéis tener en cuenta que las alianzas y enemistades entre los reyes suelen variar su rumbo más que el de una veleta al socaire de los vendavales, y no debemos olvidar que don Fernando, además de tutor del rey don Juan, algún día podría llegar a ser el sucesor del rey de Aragón ya que su tío Martín «el Humano» no tiene descendencia masculina. Su amistad siempre nos convendrá.
Por aquel entonces, no entendí a qué se refería y tampoco reflexioné demasiado sobre ello. La despedida fue amarga como siempre que un ser querido partía con la sombra de la muerte cabalgando a su espalda. Recé para que aquella espada de Damocles ni siquiera le rozase y debí de hacerlo con devoción, porque a los pocos meses regresó triunfal.
Mi maestro, como tantos otros hombres de clero y guerra, entró en el patio henchido de orgullo. Como predijo antes de partir, se barajaba la posibilidad de que el tío de nuestro rey, don Fernando de Aragón, fuera elegido rey de Aragón en un compromiso que se celebraría en Caspe a pesar de tener a Jaime de Urgel como principal opositor, y es que el apoyo de su confesor, Vicente Ferrer, y el de las poderosas familias de los Centelles y Urrea inclinarían inexorablemente la balanza a su favor. A partir de su victoria comenzó a ser conocido como el de Antequera. Si aquello se lograba, por primera vez dos Trastámaras reinarían en Aragón y Castilla. Al saber de la victoria, mi madre y mi abuela no tardaron en mandarnos el aviso de que vendrían a celebrarlo con nosotros a Ocaña.
Practicaba estocadas contra un patoso monje cuando oí las voces de mis dos mujeres acercándose por el corredor camino de la sala de armas. Sin contener mi alegría, clavé de una estocada mi espada trucada en el estómago del susodicho y corrí a su encuentro. El arcediano don Gutierre las acompañaba eufórico narrándoles una vez más lo acontecido en el campo de batalla.
Sólo dio un segundo de tregua a su verborrea cuando las abracé para cubrirlas de besos. Pasado ese brevísimo momento, don Gutierre, incómodo por la interrupción, me separó de ellas con cierto aire de reproche. Ninguno de los tres pudimos acallarlo, ya que el respeto debido nos silenciaba.
—Estando en el momento más peligroso del cerco, supimos que el rey de Aragón, Martín el Humano, había muerto sin sucesión legítima. Desde entonces, a don Fernando de Antequera la sola idea de suceder a su tío le dio más brío.
Guiñándome el ojo, mi madre procuró mostrar cierto interés al tiempo que me acariciaba la mano.
—Habláis de don Fernando como si le debierais lealtad. ¿Cómo el rey de Aragón podría ser valedor del de Castilla? Sinceramente, espero que tenga la integridad de renunciar a la tutoría de su sobrino el rey de Castilla si al fin es coronado.
Don Gutierre parecía haberlo pensado antes.
—No hará falta si la reina Catalina y el de Antequera salvan las distancias que les separan —don Gutierre parecía tener muy pensado este pormenor—. Aunque... —dudó— quizás estemos adelantando acontecimientos, porque también corre el rumor de que El Humano ha dejado heredero de sus bienes a su nieto natural Fadrique de Luna. ¿Podría este crear algún problema?
—¡Qué absurdo! —se indignó mi abuela Mencía—. Parece mentira que no sepan que la descendencia ilegítima de El Humano no gusta a sus súbditos. Sea lo que haya de ser, se resolverá, ya que don Fernando cabalga rumbo a Zaragoza para reunirse con sus enemigos en el palacio de la Aljafería. Seguro de que antes de que cante un gallo más de uno le rinde la pleitesía debida.
De repente, sin saber por qué, sentí que todos me miraban. Era como si la misma idea les hubiese asaltado a los tres a la vez.
—Allí deberíais estar —dijo mi madre—. Íñigo, ya tenéis edad y es hora de que veáis y seáis visto. Quiero que estéis el día que le coronen junto a sus hijos, seis fueron los que parió doña Leonor de Alburquerque y todos son de vuestra generación. Estoy segura de que allí haréis buenos amigos.
Mi expresión de desconfianza le impulsó a insistir.
—Pensad que han pasado dos años desde las Cortes de Guadalajara y se hace necesario que aparezcáis cuanto antes para que todos os recuerden. ¿No lo veis así? Ahora solo sé que, además de los problemas que ha de afrontar en su reino el de Antequera, aquí también tendrá que nombrar irremisiblemente a otro para que ocupe su lugar en la tutoría de don Juan y eso avivará las envidias entre los más interesados. Estoy segura de que la inseguridad retornará a Castilla y para entonces debemos tener claras nuestras posiciones.
Se detuvo un momento, suspiró, me tomó de las manos como hacía tiempo que no lo hacía y me miró a los ojos de un modo que me sobrecogió.
—Íñigo, seguramente, no será fácil. Quizá vuestra estancia en Aragón se prolongue más de lo debido. Acaso pase el tiempo y, cuando regreses, estés ya hecho todo un hombre.
Entonces, mi madre, con cierta melancolía que se adivinaba en lo vidriado de sus ojos, fue relatando, casi como una letanía, todas aquellas cosas que suponía que iría perdiendo en la medida en que yo las ganaba. Que pronto me cambiaría la voz, que la barba me crecería, que si esto y lo otro; en fin, que volvería con un cuerpo que no era el que en ese momento tenía.
—Acaso ya no esté yo para verlo —dijo con cierta pesadumbre.
Aquellas palabras he de reconocer que me desconcertaron. No tenía miedo a lo desconocido, a lo que me pudiera pasar, pero en aquella forma de hablar de mi madre había algo extraño e inquietante que se me escapaba.
—¿No les resultará extraño que precisamente este servidor del rey de Castilla se inmiscuya tanto en los asuntos de los aragoneses?
—No —dijo don Gutierre, contrariado por tener que repetirme la lección—, como esperaba antes de salir hacia la guerra las cosas han cambiado y ahora, Íñigo, sois el copero mayor de don Fernando de Antequera.
—¿Desde cuándo? —pregunté sorprendido.
Chasqueó la lengua exasperado por mi ingenuidad y mi madre tuvo que explicármelo con más paciencia.
—Desde que tu tío y maestro decidió acompañar a don Fernando a la victoria contra el sarraceno —dijo mi madre—. Como veréis, no es mucho lo que le pidió para vos con el riesgo que corrió luchando única y exclusivamente por vuestro bien. Íñigo, tened en cuenta que esa era la única manera que existe de introduciros en el vecino reino. Y ¿para qué?, preguntaréis. Pues para que desde allí podáis observar en la sombra. Conoceréis a todos los caballeros que no conocisteis en Guadalajara y retendréis en la memoria a todos los que aún no os presentaron. No os limitéis sólo a memorizar sus caras y sus nombres, profundizad en ellos hasta saber de sus gustos, sus cualidades, sus ambiciones y sus debilidades. Con muchos de ellos habréis de lidiar en un futuro y es la manera más segura de que entonces atinéis con el bando al que elegir uniros.
No sabía qué decir. Lo cierto es que todo aquello me tenía verdaderamente desconcertado. De buenas a primeras me tenía que ir a las Cortes de Aragón y, en un abrir y cerrar de ojos, me había enterado de que era copero mayor del rey Fernando. ¿Del rey de Aragón en vez del de Castilla, donde estaban la mayoría de mis señoríos? No quise parecer aún más lerdo y me limité a asentir sin musitar palabra. Ella, al percibir mi aceptación sin condiciones, me abrazó con orgullo.
—Antes de partir, debéis saber algo más. No sólo hemos decidido vuestra partida hacia Aragón, también hemos elegido la mujer que ha de acompañaros de por vida. En Aragón conoceréis a muchas mujeres, os fijaréis en ellas y las desearéis. Haced lo que estiméis oportuno, pero recordad que ya estaréis prometido. De hecho, ya lo estáis desde hace aproximadamente cuatro años.
Aquello sí que me había cogido desprevenido. Por nada del mundo se me hubiera ocurrido pensar en que ya me tenían preparado el compromiso matrimonial. No fui capaz de articular una palabra, no pude interrumpirla. La miré con asombro, pero ella sonrió como una niña maliciosa y llena de encanto al tiempo.
—Comprended que no os lo dijese antes. Erais tan niño que probablemente lo hubieseis tomado como un simple juego y no lo es. Además, a veces, cuando se conciertan los matrimonios tan pronto, se pueden truncar por una muerte prematura. ¡Para qué angustiaros entonces! No lo hubierais comprendido.
Seguía sin saber qué decir; estaba estupefacto, ido, como si lo que me estaba diciendo no fuera conmigo, como si se tratara de otro al que yo conocía de forma remota. Como vio que callaba, prosiguió.
—Parece que no os alegráis de la noticia. Confiad en mí, en vuestra madre. No ha sido una decisión tomada a tontas y a locas. Para saber si mi elección era acertada, consulté a don Enrique el Nigromántico. Él os aprecia, os lo aseguro. Además, sabéis que él está muy acostumbrado a leer las vidas en las estrellas. No se puede equivocar.
Cómo no iba a consultar con el astrólogo si hasta para poner la primera piedra de la reconstrucción de nuestras casas, murallas y castillos siempre le preguntaba la hora y día más propicios. Mi madre tenía los pies sobre la tierra, pero también creía en cosas misteriosas y mágicas, asegurando muy convencida que donceles encantados guardaban el tesoro de Montalbán, que los sortilegios de las viejas curanderas en cuestión de amores y desamores funcionaban y que temía como a la lepra a los vaticinadores de muertes.
El caso fue que el día que partí hacia Zaragoza lo hacía prometido con doña Catalina Suárez de Figueroa. Se suponía que debía conocerla, pero la verdad era que no recordaba ni el color de sus cabellos. De todos modos, andaba tan entusiasmado con mi viaje que apenas reparé en ello, creo que ni siquiera le dediqué una hora de mis pensamientos.
Desde entonces casi dos años pasaron y siento reconocer que apenas eché de menos a mi familia. Como deseaba, un horizonte nuevo se abrió ante mis ojos. Recién llegado a Zaragoza, no hice otra cosa que observar con suma curiosidad cada movimiento del futuro rey de Aragón.
Viví los tres días que pasó en silencio en la Aljafería, recluido para su recogimiento, sus rezos y meditaciones. Sin duda, sería un buen rey, pensé entonces. Sus actos me lo habían demostrado con creces. Después de su retiro, confesó, comulgó, se bañó y veló sus armas. Luego, fue armado caballero de Santiago y ungido con los santos óleos.
Habían sido dos años de debates y continuos viajes a la espera de la decisión tomada por los compromisarios de Caspe, pero al final se consiguió que Fernando de Antequera, sobrino del fallecido rey Martín el Humano, fuese aceptado por la mayoría y jurase como rey de Aragón.
Así que un domingo, 11 de febrero, el arzobispo de Tarragona le coronó rey.
A pesar de todo y como temía mi madre, los castellanos vieron con preocupación el hecho de que el tutor y tío de nuestro rey don Juan de Castilla fuese también rey de Aragón.
La coronación se celebró con diez días de festejos y otros tantos de preparativos. Para ello me encargué ropas nuevas, pagué a dos mujeres para que bordasen con hilos de oro y plata mis armas sobre las pecheras y me traje un quinteto de músicos castellanos para que deleitasen el banquete con nuestras cantigas y trovas. Así, pensé que comenzaríamos a salvar las distancias entre los dos reinos con cierta alegría.
Andaba probándome mi nuevo jubón cuando los músicos comenzaron a ensayar en la sala contigua. Revisando la labor de los bastidores, me concentré en lo que tañían intentando adivinar qué instrumentos podrían tocar e imaginé a una bandada de extraños pájaros picoteando sobre las notas sostenidas del laúd, el arpa, la zanfonía y el monocordio. La solitaria dulzaina los sobrevolaba en busca de una pareja que la acompañase.
El día de la coronación, los divertimentos se pisaban en el tiempo de tal modo que nos era imposible acudir a todos a la vez. Al pasar frente a un torneo de equipos blancos y rojos, distinguí a mi por entonces ya conocido infante don Juan, hijo del recién coronado rey, que luchaba en uno de los bandos. Tentado estuve de alistarme cuando me llamó más la atención la farsa dramática que representaban sobre un tablado en la plaza.
Ya en una de las gradas, una cara amiga vino a sentarse a mi lado. Era don Enrique el Nigromántico, que aparte de haber influido en la elección de mi esposa ahora venía a Aragón. Nunca supe si para vigilarme por orden de mi madre o para perderse de todo aquel que le buscase en Castilla. En silencio me concentré en lo que ocurría en el escenario. Se trataba de una comedia en la que cuatro personajes dialogaban animadamente. De repente, su voz me conmovió.
—Íñigo, apartad por un momento vuestra vista del escenario y mirad a los demás. ¿Qué veis?
Como parecía ser su costumbre, don Enrique prefería atender a los espectadores que a los actores. Odiaba la evidencia y buscaba lo difícil de dilucidar. Le hice caso y, sorprendido, descubrí que el teatro tenía dos escenarios.
—Cierto, don Enrique —dije tapándome la boca—. La verdad, la justicia, la paz y la misericordia están sobre el escenario. Pero la representación que hay en las gradas parece reflejar con más exactitud la realidad. Creo percibir cómo se desenvuelven las miserias y las bondades de esas almas.
—Veo, Íñigo, que sois un buen observador —dijo entre una media sonrisa de satisfacción—. Sin duda, aprendéis deprisa a ver más allá de lo evidente.
—Tengo el mejor maestro —dije desviando la mirada. Pero él no se dio por aludido.
—Mirad ahora al palco real. ¿Qué veis?
He de reconocer que en aquel momento me incomodó saber que algo se me escapaba. Allí, en el palco estaba el recién coronado rey rodeado de toda su familia.
—¿Una piña fraternal? —pregunté con alguna inseguridad.
Asintió, aplaudió durante un segundo y volvió a entrar en éxtasis con la mirada perdida. ¡Qué difícil era mantener una conversación con aquel hombre! Supuse que lo que quería aconsejarme era mi acercamiento a ellos. A pesar de su sabiduría, el nigromántico era incapaz de fijar su atención en una sola cosa más de cinco minutos. Después, apenas si cruzamos dos palabras hasta el final. Cuando la función terminó, como un fantasma silencioso desapareció entre la muchedumbre dejándome solo.
Al día siguiente decidí que lo mejor que podía hacer para seguir sus indicaciones sería alistarme en uno de los equipos que participarían en el torneo. Sabía que los hijos del rey Alfonso lo harían en el bando aragonés, así que después de mucho dudarlo me apunté en la lista de los castellanos. Andaba en este quehacer cuando el infante don Juan me propuso hacerlo también en la cacería de aquella mañana. Ante su insistencia me fue imposible negarme. Las mil cuatrocientas piezas, entre venados, guarros, cabrones y alimañas que cayeron, contribuyeron a estimular nuestra alegría entre abrazos, copas de vino y otros tantos deseos de juerga.
Apenas dormida una siesta, continuamos con el divertimento al caer la tarde. Los tambores anunciaban el inicio de la justa. Mientras el gentío se agolpaba en las gradas, centré mi mirada en un engalanado estrado donde las damas más insignes esperaban sentadas bajo los tapices y reposteros. Me hubiese gustado tener una preferida para entregarle mi lazo, pero aún no la había encontrado. Aquello no me amedrentó.
Las señoras, desde los palenques, observaban entusiasmadas el espectáculo, mientras llenaban sus bocas con confites. Muchas llevaban atadas a la muñeca y al cuello las cintas sedeñas de vivos colores con que sus caballeros las habían obsequiado. Deslumbraban sus pelos teñidos de dorado veneciano, sus uñas pintadas y sus tocados cuajados de alhajas. Se sabía que el mismo rey había regalado diferentes joyeles de esmeraldas, rubíes y diamantes a las damas según su condición y éstas no quisieron dejar pasar la oportunidad de lucirlos. Además y para más refulgir, muchos de sus sayos lucían bordeados de martas y armiños.
Sobre el río se había levantado un puente que quería imitar al del río Órbigo, aquel sobre el que hacía tan poco Suero de Quiñones había mantenido el famoso Paso Honroso sobre su puente en pleno año jubilar.
Cuando los ministriles comenzaron a tocar, se hizo el silencio y todos esperaron a que los primeros combatientes apareciésemos de entre las tiendas. Escoltado por mi escudero, que para la ocasión iba vestido de sinople, grana, seda y oro, avancé entre la multitud para colocarme a un lado del puente.
Abrimos el envite los dos capitanes más jóvenes. De un lado, yo mismo, el copero mayor del rey, don Íñigo López de Mendoza; del otro, el mismísimo infante don Juan, con el que aquella misma mañana estuve cazando. En el primer lance, me venció, pero no me importó porque realmente lo que deseaba era entablar una duradera amistad, y si para eso tenía que dejarme ganar, así fuese.
Como en el Paso Honroso de don Suero, muchos de los caballeros que participaron habían jurado hacerse esclavos de sus damas hasta merecer su rescate, llevando pesadas cadenas colgadas del cuello, grilletes o cintas prendidas de sus celadas como símbolo del juramento. A pesar de llevar las puntas de las lanzas laceradas, hubo algún que otro accidente. El peor parado fue un caballero de los contrarios que al caer se abrió una enorme brecha en la cabeza de la que los barberos llegaron a sacar más de veinticuatro huesecillos.
Allí no faltaba ninguno de los hijos del rey y doña Leonor. De inmediato reconocí a Alfonso, el sucesor al trono. Era cuatro años mayor que yo y supe entonces que estaba prometido con doña María de Castilla, la hermana de nuestro rey don Juan. También tuve ocasión de conocer a su hermana, la infanta doña María que, pasados los años, casaría con nuestro rey don Juan. Y al infante don Juan, con el que forjé más amistad desde un principio ya que tenía mi misma edad. Con él compartí juegos y chismorreos. Me pareció, sin duda, el más inteligente; escuchaba con atención y hacía caso de los consejos de su padre. Con el tiempo se casó con doña Blanca de Navarra y acabó convirtiéndose en rey de aquellos lugares. Sin embargo, lo que jamás sospeché, y menos en aquel momento en el que le sabía prometido de doña Blanca, fue que también sucedería a su hermano Alfonso en el reino de Aragón.
Su hermano Enrique, dos años menor que yo, era sin duda el más inquieto de todos ellos. Entonces, deseaba casarse con doña Catalina de Castilla, otra hermana del rey don Juan, pero, al parecer, ella no quería. Sin embargo, más tarde supe que, a pesar de aquella negativa, lo conseguiría.
La última infanta con la que cruzaría unas palabras fue con la pequeña Leonor. Era la más callada; sin embargo, guardo un entrañable recuerdo de aquel momento. Además, años después yo mismo la acompañaría a casarse con don Duarte, el rey de Portugal.
Lo pasamos francamente bien, disfrutando de juego, cantes, poesías de autores aragoneses y valencianos, bailes y, por qué no decirlo, algún que otro escarceo con mujeres con las que pasábamos noches furtivas de amores clandestinos. Había ido a aprender sobre la Corte y los secretos de la política aragonesa y acabé descubriendo otros secretos que, entonces, me atrajeron más.
Fue entonces cuando comencé a escribir los primeros versos sobre mis anónimas musas. Lo cierto es que, para ser sincero, gustaron mucho a mis amigos. He de confesar que, en primera instancia, me hubiera gustado que aquellos versos estuvieran dedicados a Catalina, mi joven esposa, pero fue imposible, porque lo cierto es que la realidad me lanzó hacia los brazos de aquellas mujeres que, hoy sé, me enseñaron a conocer el cuerpo femenino.
Sólo ansiaba vivir el momento y plasmarlo después; recrear los gozos que sentía, el olor de aquellas damas en las que mi fragor juvenil encontraba instantes de placer. Después, venían las rimas que dejaban mi experiencia. Sabía que aquello era pecado, pero me justificaba, me juraba una y otra vez que sería la última, que sólo era ganar experiencia, que, luego, con mi mujer, con Catalina... Ella sería mi gran musa, el origen verdadero de mis mejores versos, de todas mis dichas.
A la espera de ese momento, perfeccionaba mi literatura seduciendo a las musas con rimas que hacían imposible su intransigencia. Si por un casual alguna se mostraba un poco más tenaz en salvaguardar su virginidad, nada tan simple como adornar el poema en cuestión con una greca miniada a su alrededor tal cual aprendí de los monjes de Luliana y Sopetrán, cerca de mi casa de Guadalajara, para terminar de convencerlas de su error. Siempre con grecas floridas, sin escatimar oro ni plata.
Para ello me busqué un ayudante tonsurado como ellos. Mientras yo pintaba con el pincel de una cerda, el alquimista se servía de arsénico y azufre para los amarillos; corteza de árbol, para el marrón; albayalde, para los blancos; polvos de hierro oxidado, para los granas; lapislázuli en polvo, para el azur y malaquita, para los sinoples. Para el oro y la plata me preparaba finas láminas de estos metales preciosos que previamente impregnaba en goma de fijar. Cuando me faltaba el negro, simplemente se acercaba al brasero y tomaba una pizca de hollín que después mezclaba con aceite.
Cuando el manuscrito estaba terminado, lo envolvía con sumo cuidado en sedas finísimas para entregárselo a la dama en cuestión.
Pero la vida da muchas vueltas y el ardor requiere de muchas pasiones. Siempre después de haber probado el fruto prohibido del amor deseaba a Catalina, volcarme en ella, en su carne y en su alma. Sin embargo, fue Violante, una dueña de la infanta de Aragón de tan sólo catorce años, la que me arrastró hacia todos los abismos conocidos. De ella nacieron multitud de versos con los que deseaba hacer de ese amor fugaz un amor eterno.
Amor, el qual olvidado
cuidava que me tenía,
me faze bevir penado,
Sospirando noche e día.
La noche que Violante leyó estos versos a la luz de una palmatoria que iluminaba nuestra cama y como quien no quiere la cosa, me dijo que estaba embarazada. La boca se me secó. Consumido por la preocupación, pasé toda la noche en vela en la habitación de aquella posada camino de Morella. Por mucho que hubiésemos querido, no podíamos marcharnos de allí, porque el rey de Aragón esperaba al papa Luna, Benedicto XIII, para entrevistarse con él.
Ocultando su estado, esperamos con gran nerviosismo a que la regia entrevista concluyera. Escribí a mi madre, pero no le conté toda la verdad o, mejor sería decir, no le conté nada de aquella verdad por miedo a que enfureciese. Sería la primera y única vez que le mentí en mi vida. Luego, viajamos hasta Guadalajara con la esperanza de que doña Leonor, al ver a Violante, me ayudara a solucionar el problema.
Mi madre nos recibió con un enfado monumental. Al parecer, alguien se nos había anticipado con la noticia. Guardó un profundo y molesto silencio, y se plantó ante mí con un ademán demasiado envarado. Era de noche cuando llegamos; sin embargo, mi señora madre no consintió que Violante durmiera bajo el techo de nuestras casas principales un solo día. A partir de ese momento tuve que dejarla sola. Había que cuidarse de las habladurías y, sobre todo, de que el asunto llegara a oídos de mi esposa, Catalina.
Fue la misma doña Leonor quien organizó todo; yo sólo pude acatar su mandato en silencio y a la espera de que mi primer hijo naciese. Durante todo ese tiempo, a pesar de su ofuscación, acudió a diario al discreto convento de clausura donde había ingresado a Violante, negándose en rotundo a que la acompañase. Y allí estuvo mi primera musa hasta el día en que se puso de parto. Fue también mi madre la que la asistió en este fatídico trance que le costó la vida, desangrada. Según la partera, por ser madre tan joven. A pesar del dolor que sentí, ni siquiera me permitieron despedirme de su cadáver. No pude coger a mi pequeña hija en brazos ni enterrar a Violante en el cementerio que había tras esos muros. Sólo la velé, en la distancia, frente al altar mayor de la capilla de San Francisco.
Y sobre la niña la cosa no fue mejor. Sin decirme absolutamente nada y sin pensarlo demasiado, mi madre se la entregó a la madre superiora del convento, eso sí, junto a una bolsa bien cargada de monedas. Claro que esto se enredaba aún más al saber que la superiora no era otra que mi hermana bastarda, hija de uno de los ilícitos amoríos de mi padre. Hasta ese momento, ciertamente, yo no supe nada, lo cual, con sinceridad, me parece más terrible. ¡Aquella casa no era un convento, sino el refugio de nuestras bastardas!, pensé entonces y sigo pensando hoy, después de tantos años.
Aquel día, recuerdo, hacía frío. Yo esperé a mi madre en la puerta del convento tiritando, mientras ella atendía al entierro de Violante. Al encontrarnos a la salida, caminamos juntos en un silencio doloroso e incómodo. De pronto, como de improviso, me dijo a bocajarro:
—Prometedme, Íñigo, que jamás en la vida intentaréis ver a la niña.
Yo callé. No quise contestarle, pero me juré en silencio que, llegado el día, les hablaría a mis futuros hijos de su hermana. Sólo esperaría a que tuvieran la edad para comprender este asunto tan doloroso. En esas consideraciones estaba cuando mi madre volvió con sus razonamientos.
—Comprended, hijo; no es que me alegre, ni mucho menos, pero lo cierto es que la muerte de vuestra amante ha cerrado de golpe una incómoda puerta que, de haberse quedado entornada, os hubiese recordado este desliz de juventud toda la vida. Algo que, creedme, no os conviene en absoluto —aquella sinceridad de sus palabras me hirió. Quise responder, aunque no sé bien qué, pero ella de inmediato continuó—: No sois el primer hombre que engendra sin querer, esto, por desdicha, lo sabéis bien. Ha pasado un millón de veces en la vida. Recordad a vuestro padre, que os dio una hermana fuera de sus dos matrimonios. Hacedme caso; lo que os pido es lo más oportuno. A cambio de vuestro olvido os juro que a vuestra hija nunca le faltará nada. Es mejor añorar la ausencia de un padre que sufrirla —dijo ya en un tono de cierto desespero—. No la sentirá si no os conoce. Vos sabéis lo que es echar en falta a un padre... ¿O no? —me encogí de hombros y acepté de mala gana aquel consejo, aunque deseaba profundamente verla—. Hacedme caso; dejad que os idealice e idealizadla vos. La vida es larga, Íñigo. Pronto tendréis más hijos con Catalina y esta niña pasará a ocupar un recóndito lugar en vuestro recuerdo. Es ley de vida. No la hagáis sufrir gratuitamente brindándoos ahora a ella para luego desaparecer.
Asentí y con aquella muda aceptación quedó zanjado entre nosotros el asunto. A partir de ese día ya sólo hablamos de los preparativos para mi boda el verano siguiente.
Con el tiempo supe que a mi hija la bautizaron Leonor como a su abuela y, como era de esperar, al cumplir el tiempo de novicia juró los votos para ingresar de por vida en el mismo convento que la vio nacer.
Hacía esta última confesión entre susurros a mi soñadora, cuando una lágrima corrió por su mejilla. Ansié que no se despertase, pero al limpiársela con el embozo de la sábana abrió los ojos deteniendo repentinamente nuestro encuentro. Su ángel de la guarda me hizo un gesto para que la dejara mientras ella se incorporaba. Regresaba a mi mundo cuando, en el soslayo de las alturas, la vi levantarse de un salto, correr a su despacho, encender el ordenador, ese extraño artefacto que no precisa de tinta ni pluma, e inmediatamente se puso a escribir. No me hizo falta leer nada para saber que, por fin, después de seis siglos, sería ella precisamente la encargada de desvelar mi mayor secreto de juventud.