Sebastián Martínez
Los centinelas
Y finalmente nos detenemos en España. Y queremos ofrecerles no uno, sino tres relatos de tres autores españoles, los más significativos de la ciencia ficción en nuestro país, no por su obra en sí, sino por haber sido los creadores de la única revista española del género, que en quince años de existencia ha publicado ya más de ciento cuarenta números y ha cosechado dos premios internacionales: la revista Nueva Dimensión.
Sebastián Martínez ha ocupado durante muchos años la dirección editorial de la revista. Aunque su producción literaria es corta, dedicándose más a la selección de textos que a la creación, el conjunto de su obra es de gran calidad humanística, y el relato ofrecido aquí es un claro ejemplo de ello: En un mundo donde el hombre ha sido aniquilado, las máquinas creadas por él siguen vigilando los cielos a la espera del enemigo…
La pantalla detectara detuvo su ininterrumpido giro y enfocó fijamente un punto situado en el espacio exterior. A su lado, instantáneamente, aparecieron largos y siniestros cohetes sobre brillantes guías de lanzamiento orientadas hacia el área observada. Durante unos instantes, el complejo mecanismo analizó el objeto que se aproximaba a la atmósfera del planeta. Cuando se desintegró, al llegar a la ionosfera, el detector corroboró su primera identificación como un meteoro y ocultos relés establecieron nuevamente el giro del instrumento.
Unos kilómetros más allá, en todos sentidos, como piezas de ajedrez en un inmenso tablero, ocupando sus posiciones en valles y praderas y montañas, innumerables pantallas giraban incansablemente, distribuidas por toda la superficie de aquel mundo. Similares en forma y tamaño, estructura y color, los aparatos establecían una eterna vigilancia del espacio para impedir cualquier tipo de agresión o invasión.
Los instrumentos, erguidos sobre un mundo de silencio, habían sido concebidos en la época más floreciente de la civilización humana para establecer una tregua perpetua e impedir cualquier cataclismo que la hiciera volver a una primitiva barbarie. Fueron instalados después de las violentas tensiones que se produjeron en la colonización del sistema solar. Después, llegó el preludio del viaje interestelar y su realización efectiva. Para los seres que habitaban aquellas elipses alrededor del hogar central, esta era la liberación que esperaban. Todos querían lanzarse hacia las estrellas para ver los secretos que ocultaban, contemplar aquellos rubíes y zafiros desde otro cielo, sentir el calor de su proximidad y cerrar los ojos bajo su brillo. Partieron hacia otros mundos, poco a poco primero y tumultuosamente después, deseosos de alejarse, ansiosos de hallar una laguna de paz, de formar una comunidad basada en las mismas ideas. Se fueron en sus naves de plata a través de la noche sin fin, unos llorando por los recuerdos y otros soñando con el porvenir. Alejáronse de sus mundos, abandonándolos solitarios, pero dejaron sus centinelas. Desconfiados y astutos, no querían que se diera la probabilidad de que sus planetas pudieran pasar a poder de extraños. Y allí estaban los guardianes, girando incansablemente, silenciosos, erguidos en la noche, acechando el menor cuerpo detectable.
Una pantalla interrumpió su movimiento, y los cohetes se deslizaron sobre las guías dispuestos a iniciar su viaje de destrucción. Hacía milenios que los únicos extraños que se acercaban a aquel mundo eran solamente los meteoros, pero las mortíferas máquinas no descuidaban un solo instante la vigilancia. Eran perfectas en su cometido y habían sido diseñadas y construidas para tal fin.
Las gotas de oro que eran los siglos iban cayendo del inagotable cauce del tiempo. El planeta giraba una y otra vez, su eje apuntando ahora a una estrella, ahora a otra, mientras los vientos barrían las doradas lajas que reposaban en el suelo, movían las desgarradas nubes del cielo y aullaban al pasar entre el metal de las vigilantes pantallas. El planeta giraba y las montañas disminuían su altura, los ríos se secaban y los continentes cedían lentamente sus costas ante el inexorable batir del mar. Las estrellas brillaban ferozmente en su lecho de terciopelo, inmutables en la distancia, indiferentes a la mirada de las pantallas. Tal vez alguno de los puntos que se reflejaban en las pulidas superficies de las máquinas fuera el hogar de los que habían partido en busca de la felicidad.
Una pantalla se inmovilizó siguiendo la estela de un meteoro que se desintegraba en la atmósfera. Cuando la más mínima partícula se hubo volatilizado, el sensible mecanismo reinició su giro pero se detuvo unos instantes después para observar estáticamente las profundidades de la eterna noche.
Evo tras evo, mundo tras mundo, los humanos intentaron hallar su ansiado objetivo. Los planetas desfilaban en su camino sin que ninguno de ellos fuera el lugar deseado. Habían nacido en un mundo para el cual no había réplica en todo el universo. Los planetas descubiertos y explorados no ofrecían las condiciones esenciales. Unos demasiado cerca de su estrella materna, soportando los ardores de un fuego abrasador, y otros demasiado lejos, sufriendo los rigores del hielo. Ilusiones deshechas y proyectos frustrados. Y ahora volvían, perdidos los sueños, hacia el hogar de sus padres.
Las pantallas se detenían lentamente y sondeaban el mismo lugar. Las guías de lanzamiento se orientaban mientras los cohetes aparecían sobre ellas. Después de miles de siglos, interrumpían su eterno movimiento, dispuestas a salvaguardar su mundo.
Las naves iban aproximándose al destino fijado, bajo el frío escrutinio de unos instrumentos sin memoria cuya única función era la destrucción. Solamente una emisión en clave conseguiría que permaneciesen pacíficos, pero los recuerdos de hace un millón de años se pierden y se olvidan en el sendero del tiempo cuando no hay ningún motivo para pensar en ellos.
Los detectores aguardaron hasta que las naves estuvieron a una distancia crítica. Segundos más tarde, el estruendo de los cohetes retumbaba en el silencio mortal en que se hallaba sumergido el planeta. Las toberas rugían y aullaban mientras los proyectiles trepaban acelerando hacia el armamento. En las guías se deslizaban nuevos cohetes, que partían con un clamor y un lamento, un griterío de muerte. Elevábanse para destruir a los invasores y tras ellos otros y otros. Atravesaban el espacio propulsados por chorros de fuego, buscando y alcanzando la presa señalada.
La pulida superficie de las pantallas reflejó la brutal energía liberada por los cohetes al final de su carrera. Pocos instantes después solo quedaba en el cielo el constante centelleo de las lejanas y remotas estrellas.
Una de las pantallas que giraba ininterrumpidamente se detuvo, escrutando un punto del espacio, mientras los cohetes aparecían sobre las brillantes guías. Momentos después, cuando se apagó la fugaz estela del meteoro, reanudó nuevamente su eterno movimiento.