Arkady y Boris Strugatsky

Reflejo espontáneo

LOS hermanos Strugatsky son los escritores soviéticos de ciencia ficción más conocidos en el mundo occidental. Su novela Qué difícil es ser dios, publicada hace unos años en español, es considerada como la obra más «occidental» de toda la literatura soviética del género. En Reflejo espontáneo, uno de sus relatos más conocidos, junto con Seis fósforos, toca uno de los temas que más interés despiertan en la ciencia ficción: la cibernética, y la posibilidad de crear la «máquina perfecta»… lo cual por supuesto no siempre es posible.

 

Mutra se sentía aburrido.

Cierto que el aburrimiento, como reacción a la uniformidad y la monotonía del ambiente, la insatisfacción de sí mismo, la pérdida del interés por la vida, sólo son inherentes al hombre y a algunos animales. Para aburrirse, hace falta tener con qué experimentar el aburrimiento: un sistema nervioso de sutil y perfecta organización. Hace falta ser capaz de pensar o, por lo menos, de padecer. Mutra no tenía sistema nervioso en el sentido habitual de la palabra y tampoco sabía pensar. Menos capaz todavía era de padecer. No hacía más que captar, retener en la memoria y actuar. Y, no obstante, sentía aburrimiento.

Dicho en pocas palabras, todo se debía a que, después de marcharse el Amo, no quedaba en torno a Mutra nada que pudiese retener. Y el caso es que la acumulación de recuerdos había pasado a ser para Mutra el objetivo de su existencia. Le atormentaba una curiosidad insaciable, un inagotable afán de captar y retener todo lo posible. Para ello le servían todos aquellos hechos y fenómenos, desconocidos por él, cuya situación en el espacio y en el tiempo les permitía ser fuente de sensaciones aunque sólo fuera para uno de sus quince sentidos. Si no existían los hechos y los fenómenos desconocidos, había que buscarlos.

Pero Mutra había llegado a conocer el ambiente que le rodeaba hasta en su menor detalle, hasta en su matiz más insignificante. Desde el primer momento de su existencia recordaba aquel espacioso local cuadrado, de ásperos muros grises, techo bajo y puerta de hierro. Allí olía siempre a metal recalentado y a aceite aislante. De arriba llegaba un zumbido bronco y confuso que las personas sólo lograban escuchar valiéndose de unos aparatos especiales, pero que Mutra oía perfectamente. Aunque las lámparas luminiscentes del techo estaban apagadas, Mutra veía distintamente la habitación gracias a los rayos infrarrojos y a los impulsos del radar.

Así pues, como se aburría, Mutra decidió buscar nuevas impresiones. Había transcurrido media hora desde la salida del Amo. La experiencia le decía a Mutra que el Amo tardaría ahora en volver. Esa era una circunstancia que importaba mucho: una vez Mutra había emprendido sin permiso un breve paseo por la habitación y el Amo, que le sorprendió entonces, hizo algo para que Mutra, aunque atormentado por la curiosidad, no pudiera mover siquiera una antena de localización. Pero, al parecer, no había por qué temer ahora su regreso.

Mutra osciló y echó a andar pesadamente. El suelo de cemento retumbó bajo sus gruesas plantas de caucho, Mutra se detuvo un instante para escuchar e incluso se inclinó. Pero en la gama de sonidos que emitía el cemento al vibrar no había ni uno solo desconocido, y Mutra se dirigió nuevamente hacia la pared opuesta. Llego hasta ella y olfateó. La pared olía a hormigón húmedo y a hierro oxidado. Nada nuevo. Entonces Mutra dio media vuelta, desconchando la pared con su agudo codo de acero, cruzó la habitación en diagonal y se detuvo delante de la puerta. Abrirla no era cosa sencilla, y Mutra estuvo algún tiempo estudiando la cerradura, para comparar lo que veía con lo que ya sabía antes. Por fin adelantó la tenaza dentada de su mano izquierda, agarró hábilmente el eje de la cerradura y le dio vuelta. La puerta se abrió con un chirrido débil y prolongado. Aquello tenía ya interés, y Mutra se dedicó unos minutos a abrir y cerrar la puerta, unas veces despacio y otras de prisa, escuchando y reteniendo lo que oía. Luego traspuso el alto umbral y se encontró ante una escalera. La escalera era estrecha, de piedra y bastante alta: Mutra contó al instante dieciocho peldaños hasta el primer rellano, donde había luz. Mutra sabía lo que eran escalones, y se dirigió sin prisa hacia arriba. Desde el rellano arrancaba un nuevo tramo de diez peldaños de madera. A la derecha se abría un amplio corredor. Después.. de vacilar un poco. Mutra torció hacia la derecha. Sin saber por qué. El pasillo no parecía más interesante que la escalera. Cierto que la escalera era mucho más estrecha.

El pasillo exhalaba un aire tibio y se hallaba intensamente iluminado por los rayos infrarrojos que partían de unos cilindros estriados, colgados a escasa altura del suelo. Mutra no había visto nunca una batería de la calefacción central. El caso es que aquellos cilindros estriados le interesaron. Se inclinó y agarró uno de ellos con ambas tenazas. Se escuchó un breve crujido, rechinó el metal y una espesa nube de vapor, resplandeciente como un trozo de sol, subió hacia el techo. Bajo los pies de Mutra brotó un chorro de agua hirviendo. Mutra levantó el cilindro hacia su cabeza, lo observó y, adelantando de debajo de su coraza pectoral los ágiles tentáculos de los micromanipuladores, exploró con atención los bordes desgarrados de la tubería. Luego se ocultaron los tentáculos, cayó el cilindro al suelo y las plantas de Mutra empezaron a chapotear por los charcos. Mutra llegó hasta el extremo del pasillo. Allí vio arder una inscripción roja sobre una puerta baja. «¡Cuidado! ¡Prohibido entrar sin equipo especial!», leyó Mutra. Conocía la palabra «cuidado», pero también sabía que estaba dirigida siempre a las personas. En cambio, no podía referirse a él, a Mutra. Extendió el brazo y empujó la puerta.

Allí sí que había muchas cosas interesantes y nuevas. Estaba detenido a la puerta de una vasta sala llena de objetos de metal, de piedra y de plástico. En el centro de la sala sobresalía un metro una prominencia redonda de hormigón semejante a una urna chata cubierta por una tapa de hierro o de plomo. Un sinfín de cables partían de ella hacia las paredes, cubiertas de cuadros de mando en mármol con aparatos brillantes e interruptores. Protegía la urna de hormigón una tela de alambre de cobre. Del techo pendían unos palos brillantes articulados. Los palos terminaban en pinzas y tenazas, igual que los brazos de Mutra.

Pisando sin ruido por el suelo de losas Mutra se acercó a la rejilla de cobre y dio una vuelta a su alrededor. Luego se detuvo y dio otra vuelta. La tela metálica no tenía ninguna abertura. Mutra levantó entonces una pierna y pasó sin dificultad a través de ella. Los hilos de cobre desgarrados quedaron colgando de sus hombros como una tela de araña. Sin embargo, dos pasos antes de llegar a la urna de hormigón Mutra se detuvo. Su cabeza, redonda como un globo, giraba con precaución a derecha e izquierda; las valvas de ebonita de los receptores acústicos se agitaban, enhiestas, y se estremecían las antenas de radar. La cubierta de plomo de la urna irradiaba rayos infrarrojos, visibles incluso en aquel local de temperatura elevada. Pero, además, de ella partía cierta ultrarradiación. Mutra era capaz de ver los rayos X y los rayos gamma: le pareció que la cubierta era transparente y .bajo ella se abría un estrecho pozo sin fondo, lleno de un polvo luminoso. De lo más recóndito de la memoria de Mutra emergió esta orden: marcharse inmediatamente de allí. Mutra no sabía cuándo ni de quién había recibido aquella orden. Es probable que hubiera venido al mundo conociéndola ya, lo mismo que conocía otras muchas cosas, sin haberlas visto ni experimentado nunca. Pero Mutra no obedeció la orden. Pudo más la curiosidad. Se inclinó sobre la urna, adelantó las tenazas y levantó la tapa con cierto esfuerzo. Le deslumbre un haz de rayos gamma. Unas luces rojas parpadearon inquietas en las tablas de mármol y empezó a sonar una sirena. A través de sus brazos, transparentes ahora, vio el interior de la

cavidad de hormigón, dejó caer la tapa y avisó con voz baja y ronca:

—Opasnost! ¡Peligro! Gefahr! Danger! Vei Sian! Abunai!

Un eco sordo retumbó en la sala y se extinguió. Mutra hizo describir una evolución de ciento ochenta grados a la parte superior de su cuerpo y se dirigió presuroso hacia la salida. El choque producido en los contadores de control por el torrente de partículas radiactivas le alejaba de la urna de hormigón. Está claro que ni la radiación más intensa ni los poderosos torrentes de partículas podían causarle a Mutra el menor daño; ni aun la permanencia en la zona activa del reactor había de acarrearle consecuencias graves. Sin embargo, al crear a Mutra, los Amos le habían inculcado el afán de permanecer lo más lejos posible de las fuentes de irradiaciones de gran intensidad.

Mutra salió al pasillo, cerró la puerta con mucho cuidado y, después de pasar por encima del cilindro aristado de la calefacción central volvió a encontrarse en el rellano. En seguida divisó a una persona que descendía precipitadamente por la escalera de madera.

Aquella persona tenía mucha menos estatura que el Amo. Llevaba una ropa ancha, de calor; y tenía unos cabellos inusitadamente largos y dorados. Mutra no había visto nunca personas así. Notó en el aire un olor a lilas blancas que ya conocía. El Amo olía igual a veces, aunque más débilmente.

Como el descansillo estaba sumido en una semioscuridad mientras la escalera se hallaba intensamente alumbrada, la persona no divisó al pronto la enorme silueta de Mutra. Sin embargo, al escuchar sus pasos se detuvo y gritó enfadada:

—¿Quién anda por ahí? ¿Eres tú, Ivashev?

—Muy buenas, ¿cómo está usted? —preguntó Mutra con su voz ronca.

La muchacha lanzó un grito. De la penumbra avanzaba hacia ella una cabeza brillante con estrechos ojos de cristal, unos hombros ¡blindados increíblemente anchos, unos gruesos brazos articulados. Mutra puso un pie en el peldaño inferior de la escalera de madera y la muchacha lanzó otro grito.

Nunca se había dado el caso de que una persona no contestara al saludo de Mutra; pero aquel sonido extraño, agudo, penetrante y, desde luego, inarticulado, no figuraba entre las respuestas conocidas de Mutra. Intrigado, Mutra siguió resueltamente a la muchacha, que retrocedía. Bajo sus plantas crujían y se quejaban los peldaños de madera.

—¡Atrás! —gritó la muchacha.

Mutra se detuvo e inclinó la cabeza, prestando oído.

—¡Atrás, monstruo!

«Atrás» era una orden que Mutra conocía. Al recibirla, era preciso hacer girar la parte superior del cuerpo y dar algunos pasos en sentido opuesto hasta escuchar la orden de «stop». Pero generalmente las órdenes partían del Amo. Además, Mutra quería seguir investigando. Reanudó su ascensión hasta encontrarse ante la entrada de un cuarto pequeño y luminoso.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás! —gritaba la muchacha.

Mutra no se detenía ya, aunque avanzaba a menos velocidad de la que hubiera podido desplegar. Le había interesado aquella habitación: dos mesas de escritorio, sillas, una tabla de diseño, un armario con libros y abultadas carpetas. Y mientras Mutra se dedicaba a abrir y cerrar los cajones, a desatar las carpetas y a leer en voz alta las inscripciones hechas netamente con tinta china en los márgenes del diseño, la muchacha pasó furtivamente a un cuarto contiguo y, parapetada detrás de un diván, echó mano del teléfono. Mutra veía todo aquello, ya que tenía un receptor óptico en la nuca; pero aquella persona pequeña de cabellos largos no le interesaba ya. Reanudó su marcha, pisoteando los papeles esparcidos por el suelo. A su espalda la muchacha gritaba por el teléfono:

—¿Nikolái Petróvich? ¡Nikolái Petróvich, soy yo, Galia! Nikolái Petróvich: acaba de presentarse aquí Mutra, sí, su Mutra. Madrid, Uruguay, Toledo, Rusia, Argentina… ¡Sí! No sé… Me lo he encontrado cuando salía de la sala del reactor grande… Sí, sí, ha estado en la sala del reactor… ¿Cómo? Parece que no.

Mutra no se detuvo a escuchar. Salió al vestíbulo y allí se inmovilizó, agitando intensamente las negras antenas de localización. Estaba asombrado. Un objeto grande, brillante y frío pendía en la pared de enfrente. A los rayos infrarrojos parecía un cuadrado gris impenetrable mientras los rayos corrientes le arrancaban un brillo plateado. Sin embargo, no era eso lo que intrigaba a Mutra. En aquel extraño cuadrado había un monstruo negro con unas inquietas antenas en la cabeza, redonda como un globo, y Mutra no podía determinar dónde se encontraba. El telémetro visual le informó al instante de que el objeto desconocido se hallaba a una distancia de doce metros ocho centímetros, pero el radar desmentía el cálculo. «No hay ningún objeto. Sólo hay una superficie lisa, casi vertical, a una distancia de… seis metros cuatro centímetros». Mutra nunca había visto nada semejante ni tampoco se había dado nunca el caso de que el radar y los receptores visuales le suministraran datos tan contradictorios. Desde un principio había sido inculcada en su organismo la necesidad de dilucidar y comprender todo aquello con lo que tropezaba. Avanzó, pues, resueltamente, advirtiendo y reteniendo de paso este fenómeno: «La distancia que da el telémetro visual es igual a la distancia que da el radar, multiplicada por dos…» Y pasó a través del espejo. La luna se deshizo en una lluvia sonora de añicos, y Mutra se detuvo al tropezar con la pared. Desde luego, ya no había nada más que hacer allí. Mutra rascó un poco el revoque, lo olió, luego dio media vuelta y echó a andar hacia la salida, sin hacer caso del empleado de guardia que, lívido, estaba colgado de la sirena de alarma.

Una vez fuera, la nieve y la ventisca envolvieron a Mutra en su manto blanco.

 

Cuando Nikolái Petróvich dejó el auricular ya estaba Piskunov en el vestíbulo poniéndose precipitadamente el abrigo de pieles.

—¿Dónde vas?

—Pues allí, naturalmente…

—Aguarda. Hay que decidir lo que debe hacerse. Si ese artefacto empieza a hacer diabluras por toda la central…

—Y menos mal si no es más que en la central —intervino Riabkin—. ¿Y los laboratorios? ¿Y los depósitos? ¿Y si se le ocurre llegar hasta aquí, al poblado?

Nikolái Petróvich pensaba intensamente. Piskunov aguardaba, dando pruebas de impaciencia, con la mano puesta ya en el picaporte.

—Hay que correr allí todos juntos —sugirió tímidamente Kostenko—, dar con él… y… agarrarle.

Piskunov hizo una mueca por toda respuesta, pero Riabkin, que buscaba en el perchero su pelliza, rezongó rabioso:

—Agarrarle, eso es. ¿Por dónde? ¿Por

los pantalones? Un artefacto que pesa media tonelada y que descarga con el brazo un golpe de trescientos kilos… Más vale que te calles, Kostenko. Tú aquí eres novato y no sabes nada…

—Ya está —anunció resueltamente Nikolái Petróvich—. Yo llamo ahora mismo a la residencia para que se pongan en campaña los practicantes. Tú, Riabkin, corre al parque automóvil… ¡Ah, demonio! Hoy es sábado y estarán seguramente todos en el club… No importa: corre al parque y procura encontrar tres chóferes por lo menos. Y que saquen los tractores-bulldozer. ¿No te parece, Piskunov?

—Sí, sí, y urgentemente. Pero…

—Tú, Piskunov, ve al Instituto. Entérate de dónde está Mutra y telefonea en seguida al parque. Kostenko: ve tú con él. ¡Pronto, camaradas, pronto! ¡Con tal de que no salga del recinto ese empecatado!

Salieron a la terracilla abrochándose los abrigos y las pellizas. Riabkin resbaló y le pegó un cabezazo en la espalda a Kostenko, que se desplomó de bruces.

—¡Demonio! ¡Maldita sea!

—¡Qué ha sido! ¿Las gafas?

—No, nada, nada…

Un viento frenético barría nubes de nieve seca a ras del suelo, vibraba tristemente en los cables y producía un bronco zumbido en el encaje de hierro de los postes de alto voltaje. Las ventanas de la casa proyectaban sobre los montones de nieve unos confusos rectángulos amarillos de luz. Todo lo demás se hallaba envuelto en profundas tinieblas.

—Bueno, voy para allá —dijo Riabkin—. Y vosotros, amigos, cuidado: no os expongáis en vano.

Tropezó nuevamente, se cayó y tardó unos instantes en levantarse del montón de nieve, maldiciendo a más y mejor contra la ventisca, el maldito Mutra y todos cuantos tenían que ver con el suceso. Su pelliza clara se divisó luego un momento junto a la puertecilla del jardín y desapareció en los remolinos de la nieve.

Piskunov y Kostenko salieron hacia la carretera. Kostenko profirió:

—No comprendo para qué hacen falta los tractores.

—¿Pues qué sugiere usted? —inquirió Piskunov.

—No lo decía en ese sentido… Es que no comprendo, simplemente. ¿Quieren ustedes destruir a Mutra?

Piskunov exhaló un breve suspiro.

—Lo que queremos es lograr que Mutra se detenga —dijo.

Recogió los faldones de su abrigo de pieles y se metió por los montones de nieve. Kostenko le siguió, sorprendido e intimidado. Ante ellos se extendía un campo nevado. Más allá pasaba la carretera y al otro lado de la carretera estaba la central eléctrica.

Para acortar el camino, Piskunov echó a andar por un erial donde había sido abierta el otoño anterior la zanja de cimentación de un nuevo edificio. Kostenko le oía rezongar cuando tropezaba con un montón congelado de ladrillos o con las barras de hierro de alguna armazón. Costaba mucho trabajo avanzar. Tras del cendal de la nevasca apenas se vislumbraban las débiles luces del Instituto.

—Aguarde un poco… —profirió al fin Kostenko—. Esto es terrible… Vamos a descansar un momento.

Piskunov se acurrucó en cuclillas junto a él. ¿Qué habría sucedido de verdad? El conocía a Mutra mejor que nadie en el Instituto. Por sus manos había pasado hasta el último tornillo, hasta el último electrodo, hasta la última lente de aquel maravilloso mecanismo. El se creía capaz de calcular y predecir cada uno de sus movimientos en cualquier circunstancia. Y ahora… Mutra había salido «por su cuenta» del sótano donde se encontraba y andaba recorriendo la central eléctrica. ¿Por qué?

La conducta de Mutra estaba dictada por su «cerebro», aparato sumamente complejo y sutil, hecho de espuma de germanio y platino y de ferrita. Si una máquina de teclado corriente posee decenas de miles de triggers, órganos elementales que captan, retienen y emiten señales, en el «cerebro» de Mutra funcionaban ya alrededor de dieciocho millones de células lógicas, a las que se había dado los programas de reacción a multitud de situaciones, a distintas variantes del cambio de ambiente, y los de un enorme número de diferentes operaciones. ¿Qué podía haber influido sobre el «cerebro», sobre el programa? ¿La radiación del motor atómico? No. El motor estaba blindado con una potente protección de circonio, de gadolinio y de acero al boro. Prácticamente, no podía atravesar esa protección ni un solo neutrón, ni un solo gamma cuanto. ¿Los receptores, quizá? No; los receptores se hallaban aquella misma tarde en perfecto estado. O sea, que todo partía del propio «cerebro». El programa. El complejo programa nuevo. Piskunov había dirigido en persona la programación… La programación… ¡Ahí estaba la cosa!

Piskunov se incorporó lentamente.

—¡Un reflejo espontáneo! —exclamó—. ¡Pues claro que es un reflejo espontáneo! ¡Qué idiota!

Kostenko le observó, casi asustado.

—No entiendo…

—Pues yo lo he entendido. Naturalmente… ¿Quién iba a imaginárselo? Con lo bien que marchaba todo…

—¡Mire usted! —gritó de pronto Kostenko.

Sobrecogido, se levantó de un salto. El cielo gris, casi negro, había sido iluminado encima del Instituto por un trémulo centelleo azul pálido, y sobre el fondo de este resplandor habían destacado entre los remolinos de la ventisca los edificios negros, prodigiosamente netos y, al mismo tiempo, como fantasmagóricos. La espaciada hilera de luces de la tapia del Instituto parpadeó y se extinguió.

—¡El transformador! —dijo Piskunov con voz ahogada—. La central secundaria se encuentra precisamente frente a la torre del reactor. Allí está Mutra… Y la guardia…

—¡Vamos corriendo! —propuso Kostenko.

Echaron a correr, pero no era cosa fácil. El viento que soplaba de frente los derribaba casi. Se hundían en los baches recubiertos de nieve seca, caían, se levantaban, volvían a caer…

—¡Corramos! ¡Corramos! —repetía Piskunov.

Las lágrimas —ya fuera del viento, ya de la emoción— le corrían por la cara, se cuajaban en las pestañas como opacas gotas de hielo que le molestaban para ver. Había agarrado a Kostenko de la mano y tiraba de él, balbuciendo siempre con voz ronca:

—¡Corramos! ¡Corramos!

Desde el poblado debían haber advertido el chispazo que iluminó el Instituto. Una sirena de alarma empezó a sonar en un extremo, se iluminaron las ventanas de las casitas ocupadas por la guardia y recorrió el campo el haz deslumbrante de un reflector. Hizo salir de la oscuridad las dunas de nieve, los postes enrejados de los cables de alta tensión y, después de resbalar por la tapia que circundaba el Instituto, quedó fijo en la puerta. Junto a ella se agitaban unas pequeñas figuras negras.

—¿Quién… hay allí? —preguntó Kostenko jadeante.

—La guardia. Las milicias, seguramente… —Piskunov se detuvo y se restregó los ojos. Tenía la voz entrecortada—. Han cerrado… la puerta. ¡Muy bien! Eso es… que Mutra sigue allí.

Al parecer había sido declarada la alarma. Ahora no era ya un reflector, sino tres los que corrían a lo largo de los muros del Instituto. A su luz azul se veía bailar los remolinos de nieve. A través del estrépito y del aullido del viento se escuchaban gritos. Alguien maldecía, rabioso. Por fin empezaron a rugir unos motores y se oyó el rechinar de las orugas. Los gigantescos bulldozers salían del parque.

—Mire usted, Kostenko —profirió Piskunov—. Fíjese bien. Asiste usted a la batida más extraordinaria que conoce la historia de la Humanidad. ¡Fíjese bien, Kostenko!

Kostenko miró de reojo a Piskunov. Le pareció que por el rostro del ingeniero corrían lágrimas. Pero podían ser lágrimas provocadas por el viento.

Entretanto, el rechinar de las orugas no se escuchaba ya a la espalda, sino que se había desplazado hacia la derecha. Los tractores habían salido a la carretera. Podían distinguirse ya las luces trémulas de los faros. Eran cinco.

m—Cinco contra uno —susurró Piskunov—. No tiene ninguna probabilidad. La adaptación espontánea no le servirá aquí de nada. Y, de repente, algo cambió en el ambiente. Kostenko ni siquiera captó al pronto lo que ocurría. Como antes aullaba la nevasca, como antes se agitaban a ras del suelo nubes de nieve seca, como antes rugían, imponentes y graves, los motores de los tractores. Pero los rayos de los reflectores no se deslizaban ya por el campo. Se habían concentrado en la puerta: estaba abierta de par en par y no se veía a nadie por allí.

—¿Qué demonio pasa? —preguntó Kostenko.

—Será posible que…

Antes de que Piskunov terminara su frase, los dos echaron a correr con un mismo impulso hacia el Instituto. A unos doscientos pasos de la puerta tropezó Piskunov, que corría por delante, con un hombre armado de un fusil. El hombre lanzó un grito de horror y trató de escapar hacia un lado, pero Piskunov le agarró por los hombros y le retuvo.

—¿Qué ocurre?

El hombre, alelado, que agitaba de un lado para otro la cabeza tocada con un gorro de miliciano, profirió un juramento y al fin se recobró.

—Se ha escapado —dijo—. Se ha escapado. Ha echado abajo la puerta y se ha marchado. Por poco aplasta a Makéiev. Yo voy al poblado a buscar ayuda…

—¿Hacia dónde ha ido?

El miliciano señaló hacia la izquierda con ademán indeciso.

—Me parece que hacia allá… Para la carretera…

—Entonces, ahora tropezará con los tractores. Vamos.

Lo que les sucedió un instante después quedó grabado en su mente para toda la vida. Una cosa enorme, informe, salió de pronto del movedizo cendal de la nieve, y avanzó sobre ellos. Ante los ojos de los dos hombres parpadearon unas luces rojas y verdes y una voz agria, privada de entonaciones, pronunció:

—Muy buenas, ¿cómo están ustedes?

—¡Alto, Mutra! —gritó desesperado Piskunov.

Kostenko vio que corría un miliciano, que Piskunov alzaba las manos y agitaba los puños. Luego, aquel armatoste gigantesco envuelto en vapor, aquel monstruoso espantajo pasó junto a él, levantado mucho las piernas, gruesas como troncos, y se desvaneció en la ventisca.

 

Después de cerrar cuidadosamente la puerta, como hacía siempre, si no estaba rota, Mutra dio un paso y se detuvo. Le rodeaba un ambiente lleno de sonidos, de movimientos, de irradiaciones. Iluminaba la noche el caleidoscopio fantásticamente policromo de las ondas de radio. Delante, a tres metros y medio, había un edificio achaparrado de anchas ventanas enrejadas. Sus muros despedían una intensa radiación infrarroja. Del edificio partía un potente zumbido bronco. En el aire giraban millones de copos de nieve, que se derretían y se evaporaban instantáneamente en cuanto se posaban en los flancos angulosos de Mutra, ahora recalentados por el motor atómico.

Mutra movió la cabeza a un lado y otro y decidió que el objeto de investigación más interesante y próximo no podía ser más que el edificio achaparrado que tenía enfrente. En seguida encontró la entrada al descubrir un sendero en la parte batida por el viento. Alrededor del edificio habían sido plantados unos abetos bajitos, y Mutra se detuvo un poco para desgajar y estudiar uno de ellos. Luego abrió la puerta y entró.

Los dos hombres que se hallaban sentados junto a una mesa en el cuartucho angosto se pusieron en pie de un salto al verle aparecer y le contemplaron con espanto. Mutra cerró la puerta (incluso echó el cerrojo) y se detuvo frente a ellos. .

—¿Cómo están ustedes? —preguntó.

—¿Camarada Piskunov? —dijo uno de aquellos hombres, desconcertado.

—El camarada Piskunov ha salido. ¿Quiere darle algún recado? —replicó indiferente Mutra.

Los hombres no le interesaban. Había captado su atención un pequeño ser peludo que estaba en un rincón, pegado a la pared. «Despide calor, está vivo, tiene un fuerte olor, pero no es una persona», observó Mutra, y luego dijo:

—Muy buenas, ¿cómo está usted?

—R-r-r-r-… —le contestó aquel ser con el arrojo que da la desesperación, y se encogió más todavía en su rincón, enseñando unos agudos dientes blancos.

Dedicado por entero al perro, Mutra advirtió con absoluta indiferencia que los milicianos se habían parapetado detrás de la mesa y el armario y desabrochaban precipitadamente las fundas de sus pistolas.

El perrillo se deslizó por delante de Mutra con el rabo entre las piernas y un grito lastimero. Pero Mutra era mucho más ágil que el perro. Mutra era más ágil que el animal más ágil del mundo. Su torso dio media vuelta fulminante y silenciosamente, y su mano, en el extremo del brazo que se alargaba como un catalejo, agarró al perrillo por la mitad del cuerpo. En el mismo instante se escuchó una detonación: los nervios le habían fallado a uno de los milicianos. La bala sonó al pegar contra el caparazón que cubría la espalda de Mutra y, de rebote, fue a clavarse en la pared. Saltaron trozos de revoque.

—¡No dispares, Sidorenko! —gritó el otro miliciano.

Mutra soltó al estremecido perrillo y se fijó en los hombres que, muy pálidos pero resueltos, le apuntaban con sus pistolas. Olfateó, intrigado. En el aire se esparcía el olor desconocido de la pólvora sin humo. El perro se había refugiado entre los pies de los milicianos, pero Mutra había perdido todo interés por él. Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta siguiente, donde había pintadas una calavera y dos tibias atravesadas por un rayo rojo. Sobrecogidos de asombro, los milicianos le vieron palpar la rueda dentada de la cerradura con sus dedos en forma de tenazas. La puerta se abrió. Rehaciéndose entonces, los dos corrieron hacia él:

—¡Alto! ¡Atrás! ¡Atrás!

Se aferraban a sus flancos blindados, pensando con horror en una sola cosa: en la que podía armar en el transformador aquel monstruo de hierro. Pero Mutra no los advertía siquiera. Sus esfuerzos no le causaban la menor impresión. Con el mismo éxito hubieran podido tratar de detener un tractor en marcha. Entonces uno de ellos apartó a su compañero y, a bocajarro, de abajo arriba, descargó su pistola en la cabeza de Mutra. El estrépito de los disparos retumbó en la sala de la centralilla, inundada de luz.

Mutra se tambaleó. La valva de ebonita del receptor acústico derecho voló hecha pedazos. Una de las antenas corniformes del radar fue arrancada y quedó colgando de un hilo. En el techo se escuchó ruido de vidrios rotos.

Mutra no había sido nunca víctima de una agresión. No poseía instinto de defensa propia y tampoco tenía ni podía tener experiencia de lucha contra el hombre. Pero Mutra era capaz de comparar los hechos, de sacar deducciones lógicas y de elegir la línea de conducta que más garantías ofreciera a su seguridad. En todos estos cálculos mentales no invirtió más que décimas de segundo. Al instante dio media vuelta y avanzó sobre los hombres, adelantando en actitud amenazadora sus terribles tenazas.

Los milicianos se separaron, uno se replegó corriendo detrás del cuadro de distribución, el otro saltó sobre la maciza camisa de acero del transformador más inmediato y recargó precipitadamente su pistola.

—¡Sidorenko: corre al cuarto de guardia y da la alarma! —gritó.

Pero Sidorenko no lograba de ninguna manera llegar hasta la puerta. Mutra se desplazaba con mucha mayor rapidez que las personas, y en cuanto el miliciano salía de detrás del cuadro de distribución, Mutra se encontraba a dos pasos delante de él. Entonces los dos hombres decidieron echar a correr al mismo tiempo. Vano empeño: Mutra iba y venía del cuadro de distribución al transformador con la celeridad de un tren rápido.

El cuadro de distribución se había rajado de un golpe que le dio accidentalmente Mutra, y el viento penetraba silbando por los impactos de las ventanas y de la cristalera del techo.

Mutra se hartó por fin de aquel juego, y decidió dejar a los hombres en paz. Se detuvo de pronto ante el transformador y metió resueltamente las manos bajo la camisa de acero. Los milicianos aprovecharon aquel momento para lanzarse a toda velocidad hacia el cuarto de guardia. En el mismo instante se escuchó un crujido ensordecedor, todo quedó iluminado en torno por un chispa azul deslumbrante, y se apagó la luz. Invadió la sala un intenso olor a metal recalentado, humo y barniz quemado. Ensordecidos y sobresaltados, los milicianos tardaron algún tiempo en darse cuenta de lo que sucedía. Unos pesados pasos hicieron retumbar luego el cuarto de guardia y una voz agria pronunció en la oscuridad:

—Muy buenas, ¿cómo están ustedes?

Chascó el pestillo, la puerta se abrió rechinando. En su confuso rectángulo se dibujó por un segundo el contorno del monstruo de acero, y la puerta se volvió a cerrar.

Mutra echó a andar por los terrenos del Instituto, hundiéndose en la nieve y levantando mucho las piernas. El Instituto se hallaba sumido en una oscuridad donde de nada le servía siquiera a Mutra su vista infrarroja. Tan sólo distinguía un débil resplandor en torno a su vientre y a sus piernas, donde los copos de nieve se derretían y se evaporaban. Unas cuantas siluetas de personas, que fosforecían ligeramente, se desplazaron entre los edificios. Mutra no les prestó atención. Marchaba orientándose por el radar, aunque ahora le resultaba imposible determinar con exactitud las distancias puesto que una de las antenas de localización había sido derribada por una bala.

Llamaron la atención de Mutra las lejanas luces del poblado, cuya titilación apenas se discernía a través de la ventisca. Allí se habían encendido los haces de luz intensamente azul de los reflectores. Mutra llegó hasta un muro, dudó un poco y tiró hacia la izquierda. Sabía perfectamente que los muros siempre tienen puertas. Y, en efecto, pronto encontró una, grande, hecha de dos hojas de hierro. Lo más importante, sin embargo, era que se hallaba cerrada. Al otro lado se oían voces inquietas de personas y a través de una rendija se filtraba una intensa luz azul.

—Muy buenas —dijo Mutra, y empujó la puerta. Pero no cedía. Estaba bien cerrada. A lo lejos se escuchó rechinar de metal. Algo muy interesante sucedía al otro lado de la puerta. Mutra empujó con más fuerza, luego se retiró un poco, echó la cabeza hacia atrás, tomó impulso y pegó contra la puerta con su pecho blindado. Enmudecieron las voces que se escuchaban al otro lado y alguien gritó después, indeciso:

—¡Atrás! ¡Que no se os ocurra disparar contra este diablo!

—Muy buenas, ¿cómo están ustedes? —dijo Mutra, tomó impulso y golpeó de nuevo. La puerta se vino abajo. El cerrojo había resultado más resistente que los goznes, empotrados en el muro de hormigón, y la puerta quedó tendida de plano sobre la nieve, como un entarimado. Mutra pasó sobre ella, por delante de los milicianos que se apartaban precipitadamente, y fue absorbido por la ventisca desencadenada en el campo.

Le costaba trabajo conservar el equilibrio en su marcha a través de aquel terreno accidentado y cubierto por el manto movedizo de la nieve seca. Una vez se cayó al hundirse uno de sus pies en un agujero. La nieve chisporroteó bajo su cuerpo. Aunque nunca se había caído antes, al momento apoyó las manos en el suelo, extendió los brazos en toda su longitud y encogió las piernas.

Después de levantarse, se quedó parado mirando a su alrededor. Delante se veían las luces de unas casas. A la izquierda, muy cerca, se movían tres siluetas humanas y más allá rugían unas máquinas que se acercaban en fila india a la puerta. Mutra torció hacia la izquierda. Al pasar junto a las personas las saludó y reconoció en una de ellas al Amo. El Amo podía privarle de la posibilidad de moverse. Mutra se acordaba de ello a la perfección. Y aceleró el paso. El Amo quedó atrás envuelto en los remolinos de la ventisca.

Mutra llegó a un lugar liso y apisonado. Una luz intensa le envolvió de pies a cabeza. Avanzaban hacia él unos enormes monstruos metálicos que llevaban por delante unos pesados escudos y se detuvieron resoplando.

Parado a cinco pasos del bulldozer que abría la marcha, Mutra movía su cabeza redonda a derecha e izquierda repitiendo:

—Muy buenas, ¿cómo están ustedes?

 

Nikolái Petróvich saltó del tractor. El conductor gritó asustado:

—¿Dónde va usted, camarada ingeniero?

En el mismo instante apareció Piskunov en la carretera. Con el cabello revuelto (había perdido el gorro al atravesar el erial) y las manos hundidas en los bolsillos de la pelliza desabrochada, contorneó el bulldozer y se detuvo ante Mutra. Estarían a una distancia de cinco pasos todo lo más. Mutra se alzaba sobre el ingeniero lo mismo que una torre. Sus flancos estriados brillaban a la luz de los faros. Su vientre, envuelto en vapor, parecía acharolado por la humedad. La cabeza redonda, con los estrechos ojos de cristal, las orejas separadas de los receptores y la antena de localización, se asemejaba a una de esas caretas horribles y bufonas que los muchachos de los pueblos se hacen con calabazas para asustar a las chicas. La cabeza se movía rítmicamente y los ojos no perdían ni un gesto de Piskunov.

—Mutra —pronunció Piskunov en voz alta.

La cabeza se inmovilizó y los brazos articulados quedaron pegados a los flancos.

—Mutra, escucha lo que te ordeno.

Mutra contestó:

—Ya escucho.

Alguien soltó una risa nerviosa.

Piskunov se adelantó y puso la mano enguantada sobre el pecho de Mutra. Sus dedos tanteaban presurosos el metal, buscando lo más importante: el interruptor que unía el sistema de cómputo analítico del cerebro de Mutra con el sistema de fuerza y movimiento. Y entonces sucedió una cosa inesperada, inesperada para todos menos para Piskunov, que la había previsto con verdadero temor. En la memoria de Mutra debían conservarse ciertas asociaciones que relacionaban aquel gesto del Amo con la súbita incapacidad de moverse. Apenas habían llegado los dedos de Piskunov al interruptor, Mutra dio una media vuelta brusca. Su brazo blindado pasó como un bólido sobre la cabeza de Piskunov, que tuvo tiempo de acurrucarse, y Mutra echó a andar sin prisa por la carretera en sentido contrario. Nikolái Petróvich fue el primero que se recobró.

—¡Eh, muchachos! —gritó—. ¡Echad los bulldozers hacia los lados! ¡Atajadle el camino de la puerta!… ¡Piskunov! ¡Eh, Piskunov!

Pero Piskunov no le oía. Mientras los bulldozers se ponían en movimiento a uno y otro lado de la carretera, envueltos en nubes de nieve, echó a correr detrás de Mutra.

—¡Alto, Mutra! —gritaba con tanta fuerza que se le quebraba la voz—. ¡Alto, so animal! ¡Atrás!

Se ahogaba. Mutra aceleraba el paso y crecía poco a poco la distancia que los separaba. Piskunov se detuvo al fin, metió las manos en los bolsillos y, con la cabeza encogida entre los hombros, se quedó mirando cómo se alejaba Mutra. Nikolái Petróvich y Riabkin llegaron corriendo hasta donde estaban Piskunov. Luego se les unió Kostenko.

—Pero, ¿adónde vas, hombre? —dijo enfadado Nikolái Petróvich.

Piskunov no contestó.

—No obedece —profirió luego—. ¿Comprendes, Nikolái? No obedece. Está claro que es un reflejo espontáneo.

Nikolái Petróvich asintió con la cabeza.

—Yo también había caído en la cuenta.

—¡Vaya faena! —exclamó Riabkin—. Con el mismo éxito habrían podido dejarle a un tren la opción de la hora y el itinerario de su recorrido…

—¿Y qué es el reflejo espontáneo? —preguntó tímidamente Kostenko.

Nadie le contestó.

—Pues de todas formas, y a pesar de los pesares, esto es magnífico. —Nikolái Petróvich se sonó y guardó luego el pañuelo en el bolsillo interior del abrigo—. ¡No obedece! Hay que ver…

—¡Vamos! —dijo resueltamente Piskunov.

Los bulldozers se habían desplegado entretanto en semicírculo y ahora iban concentrándose en torno a Mutra, que continuaba sin prisa carretera adelante. Uno de los bulldozers salió a la carretera de cara a Mutra, dejando atrás la puerta del Instituto, otro se le acercó por la espalda y los demás se aproximaron por los flancos, dos a la izquierda y uno a la derecha. Aunque había advertido hacía tiempo que le cercaban, Mutra no parecía haberle dado importancia al hecho. Siguió avanzando por la carretera hasta que tropezó de bruces con el bulldozer. Mutra empujó y el tractor se movió un poco. El conductor empuñó las palancas con todas sus fuerzas. Mutra se apartó y volvió a empujar. Rechinó el hierro contra el hierro y pudo verse brillantes chispas zigzaguear en el cendal de la nieve, atravesado por el rayo rectilíneo del faro. En el mismo instante el escudo del bulldozer que llegaba por detrás se detuvo pegado a la espalda de Mutra, que se quedó inmóvil. Sólo su cabeza giraba lentamente como un globo alrededor de su eje. Semejantes a pequeñas serpientes negras, los micromanipuladores asomaron por debajo de la chapa blindada del pecho y volvieron a ocultarse después de palpar precipitadamente el borde superior del escudo. Por la derecha y la izquierda se aproximaron dos bulldozers más, cerrando por completo toda retirada. Mutra se encontró prisionero.

—¡Camaradas ingenieros! ¡Camarada Piskunov! ¿Qué hacemos ahora? —preguntó el conductor de la primera máquina.

—El camarada Piskunov ha salido. ¿Quiere darle algún recado? —pronunció Mutra.

Levantó el brazo y lo descargó sobre el escudo. Luego otra vez, y otra más. Golpeaba rítmicamente, lo mismo que un boxeador durante el entrenamiento, echándose un poco hacia atrás a cada golpe, y bajo sus brazos como estacas escapaban rechinando manojos de chispas.

Piskunov se acercó a él a toda prisa, acompañado de Nikolái Petróvich, Riabkin y Kostenko.

—Debemos hacer algo en seguida para evitar que se mutile —dijo inquieto Riabkin.

Sin una palabra, Piskunov se montó sobre la oruga de un tractor, pero Riabkin le agarró por el vuelo del abrigo y tiró de él hacia atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó irritado Piskunov.

Riabkin replicó:

—Tú eres la única persona que conoce a Mutra a la perfección. Si te pega un golpe…, la cosa puede prolongarse varios meses. Tiene que ser otra persona la que se acerque a Mutra.

—Justo —corroboró en seguida Nikolái Petróvich—. Iré yo.

Intervino uno de los obreros, que se habían acercado a los ingenieros:

—¿Y por qué no uno de nosotros? Nosotros somos más jóvenes, más ágiles…

—Yo —dijo sombrío Kostenko.

Nikolái Petróvich los miró a todos con aire burlón.

Todos callaron.

—Pues ahí está la cosa: que yo soy el único que lo sabe. En fin, si a mí… Pues llamen ustedes a los auxiliares de laboratorio. Pero no dejen acercarse a Piskunov.

Se quitó el abrigo y subió al tractor. Piskunov luchaba por desasirse de Riabkin.

—¡Suélteme, Riabkin! ¡Qué tontería! Yo iré…

Riabkin no contestó. Kostenko se aproximó por el otro lado y abrazó con fuerza a Piskunov por los hombros. Piskunov se aplacó entonces y, mordiéndose los labios, observó a Nikolái Petróvich.

Entretanto, Mutra estaba desatado. Aunque la parte inferior del cuerpo se hallaba estrechamente apresada por los bulldozers, nada coartaba los movimientos de la parte superior, que giraba de un lado a otro con una rapidez vertiginosa para descargar impetuosamente sus puños de acero sobre los escudos de hierro. En medio de la ventisca estaba envuelto en remolinos de vapor. «Descarga con el brazo un golpe de trescientos kilos», recordó Kostenko.

Con los dientes apretados, Nikolái Petróvich aguardaba el momento oportuno, acurrucado a los pies de Mutra entre los bulldozers. El estrépito y el fragor del metal herían dolorosamente los oídos. Estaba seguro de que Mutra había advertido su presencia porque los ojos de cristal se volvían hacia él a cada instante con un relampagueo inquieto.

—Cálmate, cálmate —musitaba Nikolái Petróvich—. Vamos, Mutra, cálmate. ¡Pero cálmate, canalla!

Un sonido nuevo se escuchaba ahora en los golpes. Algo había crujido: quizá el recio brazo de Mutra o quizá el escudo de un bulldozer. No era posible aguardar más tiempo. Nikolái Petróvich se deslizó bajo el puño de Mutra y se pegó a su flanco. Y entonces Mutra volvió a dejar sorprendidos a todos. Sus brazos quedaron quietos a lo largo del cuerpo. Cesó el estruendo y volvió a escucharse el aullido de la ventisca sobre el campo y el resoplido de los tractores. Nikolái Petróvich se enderezó, pálido y sudoroso, y adelantó la mano hacia el pecho de Mutra. Se oyó un chasquido seco. En los hombros de Mutra se extinguieron las luces verdes y rojas.

—Ya está —profirió Piskunov con voz ronca, y cerró los ojos.

Al momento se puso a hablar la gente en tono exageradamente alto. Se escucharon risas y bromas. Los conductores ayudaron a Nikolái Petróvich a salir de entre los bulldozers. Piskunov le abrazó efusivamente.

—Y ahora —dijo con voz entrecortada—, al Instituto. Vamos a trabajar. Una semana, un mes, lo que haga falta… Hay que quitarle todas esas tonterías—de la cabeza y lograr que Mutra sea de verdad lo que queremos: una Máquina Universal de Trabajo.

—Bueno, ¿pero qué le ha pasado a Mutra? —preguntó Kostenko—. ¿Y qué es el reflejo espontáneo?

Nikolái Petróvich, fatigado y demacrado después de la noche pasada sin dormir, contestó:

—Mutra fue construido por encargo de la Dirección de Comunicaciones Interplanetarias. Se distingue de las demás máquinas cibernéticas, aun de las más complejas, en que se halla destinado a trabajar en condiciones que no puede predecir con exactitud ni el especialista más genial en la programación. Tomemos, por ejemplo, Venus. ¿Quién conoce las condiciones que allí existen? Puede estar recubierto de océanos. O de desiertos. O de selvas. O de pez hirviendo. De momento es imposible enviar allí gente: resulta demasiado peligroso. Por eso se enviarán Mutras, decenas de Mutras. Ahora bien, ¿qué programa dictarles? El fallo está en que, dado el nivel actual de la cibernética, no se puede enseñar todavía a la máquina a «pensar» de una manera abstracta…

—No comprendo.

—Verás… Supongamos que enviamos una máquina cibernética a explorar un lugar desconocido para descubrir la actividad del suelo, la existencia de minerales, de flora, de fauna, etc. Se da a la máquina la tarea de recorrer este lugar describiendo un círculo y luego atravesar ese círculo por su diámetro, de Norte a Sur. Si nosotros sabemos que ese lugar es liso como una mesa, la máquina cibernética puede ser de lo más sencilla. Un receptor o dos, una girobrújula y algunos relés… En los campos de los sovjoses se emplean ahora decenas de miles de mecanismos de ésos en los tractores y las cosechadoras automotrices. Mas esto sirve en caso de que el terreno sea relativamente llano y no tenga trampas, digámoslo así. Pero, ¿y si no sabemos cómo es? ¿Puede haber allí barrancos, ríos con hoyas, cenagales? Nuestra máquina corre entonces el riesgo de romperse, de hundirse en el agua o empantanarse en el cenagal… En previsión de tales eventualidades hay que dotarla de un cerebro más complejo y darle un programa más detallado. Por ejemplo, se puede «enseñar» a la máquina a buscar los vados, prohibirle meterse en las aguas profundas o aproximarse al borde de los barrancos. Se le puede enseñar a contornear los obstáculos o, si es posible, a superarlos valiéndose de diferentes medios por el estilo de un potente sistema de equilibrio como tiene nuestro Mutra, o de piernas y brazos como los suyos… Dicho sea de paso, por eso le hemos dado brazos y piernas a Mutra: las ruedas y las orugas no sirven en todas partes.

—Todo eso está claro —dijo impaciente Kostenko—. A mí lo que me interesa…

—Sigamos —continuó inmutable Nikolái Petróvich—. Pongamos que le hemos dado a la máquina el programa de la conducta que debe observar en caso de tropezar con una pared. La máquina debe seguir a lo largo de la pared. Pero no hemos tenido en cuenta que en un terreno puede alzarse una tupida barrera de arbustos. La máquina «verá» en esos arbustos una pared y seguirá a lo largo de ellos para contornearlos cuando nada le hubiera costado cruzarlos.

—Entendido —dijo Kostenko.

—O bien, por temor a que la máquina pueda empantanarse en un cenagal, le hemos «enseñado» a rehuir los lugares blandos. Y la máquina retrocederá ante un inofensivo campo arado, ante unos arenales, ante un terreno de turba. Se nos planteó la tarea de «enseñar» a la máquina a conducirse en las condiciones que sea, incluso en las más fantásticas, de las que nosotros, los que le dictamos el programa, no tenemos la menor idea. La máquina debe adquirir nuevas cualidades que sustituyan la aptitud de «comprender» que, aunque los arbustos se parecen a una pared, es posible pasar a través de ellos. Que aunque el pantano corresponde a la señal de «terreno blando», no solamente el pantano da esa señal. En una palabra, la máquina debía aprender a hacer abstracción de las deducciones lógicas rotundas por el estilo de «terreno blando: pantano» o «superficie compacta impermeable a la luz: pared.» Pero ¿cómo «enseñarle» eso a la máquina? Entonces Piskunov propuso crear una máquina que se trazara ella misma el programa. El «cerebro» de Mutra recibió un programa que se distingue esencialmente por la tendencia de rellenar las células vacías de la memoria. Dicho con otras palabras, se inculcó a Mutra la «pasión» de experimentar, de conocer cosas nuevas. Este programa (interno, como le llamamos) se imponía sobre el fundamental y estaba relacionado con él. Piskunov suponía que, al tropezar con un factor nuevo, imprevisto, Mutra no retrocedería ante él ni pasaría de largo con indiferencia, sino que, dentro de las posibilidades ofrecidas por el programa fundamental, estudiaría ese factor nuevo y lo superaría si era superable o lo aprovecharía en favor del programa fundamental. Es decir, que Mutra debía optar, sin ayuda del hombre, por la línea de conducta más ventajosa en cada caso nuevo. Este es el modelo de conciencia más perfecto del mundo. Pero el resultado ha sido imprevisto. Quiero decir que teóricamente admitíamos ese fenómeno, pero en la práctica… En una palabra, la combinación del programa interno y del programa fundamental engendró millares de nuevas posibilidades, imprevistas por nosotros, de reacción de la máquina al influjo exterior. Piskunov les dio el nombre de reflejos espontáneos. Y estos pequeños programas surgidos espontáneamente acorralaron, si puedo expresarme así al programa fundamental: el programa interno pasó a ser el determinante y Mutra comenzó a «actuar por su cuenta».

—¿Y qué hacer ahora?

—Seguir otro camino —Nikolái Petróvich se desperezó bostezando—. Perfeccionaremos las capacidades analíticas del «cerebro», el sistema de recepción…

—¿Y el reflejo espontáneo? ¿No se interesará nadie por él?

—¡Ya lo creo! Piskunov ha ideado ya algo… En fin, está claro que serán los Mutras los primeros que lleguen a los planetas ignotos y a las profundidades inexploradas de los océanos. No habrá necesidad de arriesgar personas… Escucha, Kostenko, vamos a acostarnos, ¿no te parece? Puesto que has de trabajar con nosotros, ya te irás enterando de todo. Te lo prometo.