Luis Vigil
Historias del Robomóvil
LUIS Vigil es el tercer miembro del triunvirato creador y mantenedor de la revista Nueva Dimensión. Su obra dentro del género es también escasa, debido en parte a que sus aficiones se extienden a gran cantidad de temas distintos, algunos más o menos afines a la ciencia ficción. Sus relatos más conocidos pertenecen a una serie titulada Historias del robomóvil, de la que les ofrecemos aquí sus tres ejemplos más característicos. Cabe suponer que algún día estos relatos sean recogidos en un solo volumen; merecimientos para ello los tienen…
Pesadilla mecánica
La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin. Raya amarilla continua, luego a trazos. Curva; atención. Recta larga: corro.
Las nubes enmascaran el horizonte, encapotan el cielo, dejan paso a la lluvia.
Gotas de agua.
Falta visibilidad. Los limpiaparabrisas se ponen en marcha, pero los apago. Continúo con solo el radar.
Curva peligrosa. ¡Peligro: deslizamientos!
Mis ruedas patinan. Pierdo la dirección, y me pongo perpendicular a la carretera. La barrera se aproxima a velocidad de vértigo, y me golpea en el costado derecho. Estoy sin control, estoy cayendo, estoy dando vueltas de campana, estoy incendiándome.
Estallo.
Fuego. Explosión. Final. Chatarra.
Con el cerebro Lagomarsino aún estremecido por la pesadilla, Tomaso, el viejo robomóvil Lancia, se estremeció despertándose.
Chatarra, pensó, eso es lo que somos. Chatarra esperando que nos machaquen para convertirnos en lingotes con destino a las acerías.
Miró a su alrededor, abarcando el solar que llevaba el pomposo nombre de Asilo de Robomóbiles Ancianos. ARA, eso es, el ara en que nos sacrifican a la crueldad de la civilización mecánica. Hemos servido, y servido bien, a nuestros amos. Hemos pasado los buenos y los malos momentos con ellos. Pero ellos no quieren recordarlo. Sale un modelo nuevo, unos centímetros más largo o con más luces de posición, y ya sólo piensan en cambiarnos. Asilo… bah. ¡Cementerio, eso es lo que es!
Descargó su ira contra un montón de ruedas colocado en la pared, derribándolo con un golpe de parachoques. Luego un pensamiento le llegó hasta el carter, helándole el aceite: aquello eran los restos de sus predecesores, tal vez de sus amigos, de los que le habían precedido en el «Asilo». Esa rueda quizás fuera del Dodge-Monroe azul, y aquella otra parecía provenir del aristocrático Mercedes-Diehl. Se estremeció.
Comenzó a revisar cuidadosamente los planes de fuga, a cual más disparatado, que había elaborado con su amigo Pierre, el Renault-Bull. ¡Pobre Pierre! Se lo habían llevado hacía tres días, antes de haber podido poner en práctica ninguno de sus planes. Ahora ya debía estar convertido en un lingote prensado, un lingote de acero, de cristal, de plástico y… de transistores, los transistores que contenían la personalidad de un robomóvil, los transistores que eran su alma.
La escasa ración de gasolina que les suministraban a los asilados, necesaria para la conservación de sus cerebros, que no podían soportar una detención prolongada de sus funciones, se les estaban acabando nuevamente.
Nos dan lo suficiente para pensar, pero lo bastante poco para que sea imposible la huida, rezongó resignándose al estupor que vendría con el agotarse las últimas gotas de su depósito. Su último pensamiento ordenado fue hacia el mundo exterior, un mundo de autopistas en el que un robomóvil podía correr hasta gastar el combustible de sus depósitos. Luego cayó en la duermevela de la inactividad.
—Este trabajo es cada día más peligroso —dijo el empleado, rascándose la cicatriz — recuerdo de un robomóvil que en otro tiempo había pasado por el Asilo—. Y el Gobierno sigue sin querernos aumentar la paga.
—¡Dímelo a mí, que me he pasado tres meses en cama por el golpe que me dio aquel maldito Fiat-Olivetti! ¡Me partió cuatro costillas!
—Están locos, esos monstruos. Se imaginan no sé qué barbaridades: que los vamos a fundir, a triturar, a desguazar con todo y cerebro. ¡Como si no valiesen dinero!…
—¡Que me dieran a mí la oportunidad de trasplantarme el cerebro a un cuerpo nuevo, como se la damos a esos robots! No iba a estar contento ni nada.
—Son máquinas —dijo el de la cicatriz—. Y como máquinas que son, son malas. La humanidad no es la misma desde que las máquinas no sólo empezaron a hacer el trabajo por el hombre sino que empezaron a pensar por él.
—¡Oye, eso parece dicho por un PAMista!
—¿Y quién te dice a ti que el Partido Anti Máquinas no lleve la razón? ¿No será cierto que las máquinas estén a punto de destruir al hombre y que lo harán si éste no lo hace antes con ellas?
—Bueno, bueno. Ya me gustaría verte a ti viniendo desde los suburbios hasta aquí a trabajar sin coger un roboautobús.
—Si el PAM triunfase no tendría que trabajar en este maldito Asilo, cada hombre tendría su terreno que trabajar con las manos, con sus manos, sin máquinas que lo amenazasen y…
La frase fue interrumpida por el teléfono. El otro empleado lo descolgó:
—¿Sí?
Una pausa y un asentimiento:
—De acuerdo, así lo haremos.
Colgó y, dirigiéndose a su compañero, le explicó:
—Era el jefe… quiere diez más.
El de la cicatriz tomó las listas.
—Serán el Cadillac-IBM, el Volvo-Facit, el Lancia-Lagomarsino…
Tomaso soñaba de nuevo. Soñaba que le llenaban el depósito, que un humano se situaba de nuevo a los controles y desconectaba su automático para llevarlo en manual.
¡No era sueño!
La helada realidad estremeció su carrocería: lo estaban conduciendo y eso tan sólo podía significar una cosa: ¡que el fin había llegado ya!
Trató de luchar con todas sus posibilidades, pero con el automático desconectado poco era lo que podía hacer. No podía evitar beber la gasolina, no podía evitar su ruidosa digestión, y sobre todo no podía evitar el rodar en la dirección que el humano puesto al volante quisiese.
Nunca se había sentido tan impotente: era la res camino del matadero.
Los operarios esperaban. Sus manos hábiles desconectaron el contacto, inmovilizando al robomóvil; luego, para mayor seguridad, una sonda extrajo el resto de combustible del depósito.
¡Click! Los alicates cortaban las conexiones que unían su cerebro con la carrocería, con su cuerpo. Tomaso perdía uno tras otro sus sentidos, sus órganos.
¡Click! El radar. ¡Click! Las células visoras. Tomaso estaba ciego. ¡Click! La rueda delantera derecha. ¡Click! El radiador, los limpiaparabrisas, la puerta trasera izquierda. ¡CLICK! El carter. Silencio. Oscuridad. ¿Muerte?
La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin. raya amarilla continua, luego a trazos. Curva; atención. Recta larga: corro.
Y corro, corro, corro bajo el cielo azul y limpio por sobre la autopista gris.
¡Soy de nuevo un coche joven, un coche de carreras! ¡Soy un robomóvil, mi depósito está lleno y mi nuevo amo es tan joven como yo, por eso corro, corro, corro!
—¡Maldito cerebro estúpido, ya te has vuelto a meter en la fisura! ¿Es que vas dormido de nuevo?
El humano, enfundado en la escafandra que lo mantenía con vida en las inhóspitas condiciones del satélite lunar, saltó de la cabina de su robotractor. Luego, ayudado por la escasa gravedad, dio una patada a la altura de donde estaba más o menos el cerebro robot.
—Sí, eso es, ¿no? Ibas de nuevo dormido, soñando que eras otra vez un robomóvil de carreras y que corrías, ¿no? ¡Maldita sea! ¿Cómo demonios pensáis que una vez desguazados, aunque se os regenere, podéis ser como antes? No es posible que se os dé nueva vida y los reflejos de un cerebro recién fabricado, así que conformaos con lo que tenéis, que es más de lo que podemos tener los humanos: una segunda existencia.
Tomaso, el robotractor lunar, suspiró. Era otra pesadilla, tenía que serlo. Pronto se despertaría de nuevo en el Asilo y, con su amigo Pierre, harían planes para escapar y correr de nuevo por las autopistas de una tierra libre, una tierra para robomóviles.
La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin…
vampiro
Las radiaciones de la bomba que había borrado del mapa a Malmo habían tenido dos electos en Olav, el robusto robomóvil Voix-Facit.
Por una parte habían causado la muerte de su amo, ahora convertido en un descarnado esqueleto que ocupaba el asiento delantero. Por otra, habían afectado el cerebro del vehículo.
¡Olav se había convertido en un vampiro!
Fue algo que ocurrió do repente, cuando rodaba por la carretera de Goteborg a Jünkoping. Sus organismos sensores le habían advertido el descenso del combustible, y ya había tenido que echar mano del depósito de reserva.
En un aparcamiento lateral, Olav vio uno de esos niños bien de las autopistas, un Porsche-Olympia color rojo, con aire de desconcierto y abandono. A su lado una osamenta blanqueada indicaba el lugar donde su amo había sido afectado por la radiación.
Olav notó entonces algo dentro de sí, como si un cortocircuito afectase su batería. Acelerando se dirigió hacia el deportivo y, antes de que éste se diera cuenta de lo que pasaba, su duro radiador había percutido contra el lateral del vehículo rojo, atrapándolo contra la pared de roca.
La portezuela del atacante se abrió repentinamente y con un golpe seco segó la toma de combustible del agredido, que daba bocinazos de terror. Luego su propia toma de combustible telescópica se alzó con terrible lentitud y, con la seguridad de un reptil que ataca a su indefensa presa, se introdujo en el agujero producido por el choque.
Entonces, ansiosamente, comenzó a trasegar combustible a su propio tanque y, con una nueva sensación, distinta a cuando repostaba en una estación de servicio, el líquido corrió por sus tuberías. Su sistema eléctrico se sobrecargó y los intermitentes parpadearon descontrolados. Se sentía fuerte, poderoso… y saciado.
Así comenzó el terror de las carreteras. Después de aquella primera víctima cayeron otras: un taxi, un utilitario, un tractor y hasta un camión. Los vehículos inutilizados quedaban abandonados en las cunetas, y en sus carrocerías sin combustible quedaba siempre la horrible marca del vampiro: el agujero en la toma de combustible.
La leyenda fue creciendo y, con sus extraños sistemas de comunicación que los humanos nunca sospecharon, los robomóviles iban extendiéndola. En las estaciones de servicio, en los garajes, en los talleres de servicio, los faros se encendían inquietos al llegar la noche y el agua se congelaba en los radiadores.
En ausencia de los desaparecidos humanos, que la Bomba se había llevado del mundo de los robomóviles, los coches policía, investidos del poder que habían tenido sus ocupantes, decidieron tomar cartas en el asunto.
Las patrullas móviles recorrían las rutas, fueron establecidas barreras en los lugares en que se señalaba la presencia del monstruo, pero en vano. Con una malicia que tenía algo de sobrenatural, Olav eludía todas las trampas, escapaba de todas las emboscadas y rehuía todas las persecuciones.
Fue su gula la que lo perdió. En sus correrías, el vampiro había llegado a la región agrícola de los alrededores de Cristiansand, en Noruega, donde había buscado refugio cuando su nativa Suecia se había vuelto demasiado peligrosa para él.
Había decidido permanecer unos días oculto, esperando a que pasase un poco el recuerdo de sus fechorías para reiniciarlas de nuevo en aquellos terrenos vírgenes para él. Pero su sed era ahora incontenible: se había acostumbrado a rodar de noche, con los faros largos encendidos y el acelerador a tope, sintiendo toda la potencia de su motor vibrando en su interior, y eso consumía mucho combustible.
Así que se encontró en un camino rural, espiando a un grupo de tractores de color marrón que descansaban cerca de una granja. Su sed le resecaba el carburador y sus órganos sensores se desenfocaban.
Atacó rápidamente, en la forma que ya había perfeccionado hasta un máximo de eficiencia. El tractor agredido comenzó a lanzar bocinazos agónicos, despertando a sus compañeros.
Y entonces ocurrió algo que asombró a Olav: el resto de los vehículos, en lugar de huir aterrados, se dirigieron agresivos contra él. ¡Contra Olav, el robovampiro!
Los tractores, dirigidos por un vehículo todo terreno, acorralaron al monstruo contra una pared. Olav, sintiéndose acorralado y temeroso por primera vez, giraba su faro piloto de un rincón a otro, tratando de hallar una escapatoria.
Los rangos de sus acosadores se entreabrieron para dejar paso a un autogrúa. En su poderoso brazo balanceaba una gruesa viga, que apuntó hacia el robomóvil sueco.
El cerebro de Olav registró el choque y el desgarro en sus planchas. La viga, prosiguiendo su mortal trayectoria, se le clavó en el carter, que comenzó a gotear aceite con el que se escapaba la vida del vampiro.
Entonces, cuando ya sus órganos sensores comenzaban a velársele, Olav comprendió cuál había sido su primer y último error. Todo ajustó como piezas de un rompecabezas: el valor de los vehículos, su color, su perfecta coordinación a las órdenes del jeep y la bandera que ahora veía ondear sobre el edificio que había tomado por una granja. ¡Había atacado un parque móvil del Ejército noruego!
Dando un guiño agónico con sus luces de situación, Olav, el robovampiro mutante, se extinguió.
George
—Ayer casi me mata al tomar una curva —dijo el padre.
—Pues a mí no me obedece cuando le digo que acelere —añadió el hijo.
—Está ya viejo —concluyó la madre.
—Sí, pero… ¡lleva tantos años con nosotros, que ahora me da pena! — se entristeció la hija.
—¡Tonterías! —afirmó el hijo— he visto unos robomóviles I.B.M. Ford último modelo en la tienda de Main Street que me han robado el corazón.
—Está decidido —terció el padre—. George ya no nos sirve, así que lo cambiaremos.
—Pobrecito —dijo la hija tristemente.
—Voy a arreglarme —finalizó la madre.
El automóvil GEO 3-4719 —de ahí le venía el sobrenombre de George— modelo Bull-Renault 2037, vio entrar a la familia en el garaje. Hizo sonar alegremente su bocina, mientras sus intermitentes se encendían y apagaban.
—Mira como se alegra al vamos —sollozó la hija—. ¡Y vosotros queréis venderlo!
—Shhh, calla — Ordenó el padre.
Pero George ya les había oído. Su motor dejó de sonar y se quedó con las puertas entreabiertas, como helado.
—¿Ves lo que has hecho? —gritó el hermano— ahora se ha calado.
—Vamos, George, vamos —musitó el padre, mientras palmeaba cariñosamente el tapón del radiador—. Tienes que comprenderlo. Todos nos hacemos viejos, y un día hemos de retirarnos. Además, te llevaran a la Fábrica, donde regenerarán tu cerebro y lo pondrán en una nueva y reluciente carrocería… podrás correr otra vez, como cuando saliste de la línea de montaje.
George abrió silenciosamente las puertas. Pero una gota de agua cayó de su radiador.
«Cambie su robomóvil viejo por uno nuevo —proclamaba el cartel en la tienda de Main Street—. Tenemos el robomóvil con la personalidad más adecuada a su carácter: deportivo, trabajador, tranquilo… ¡Pase y vea sin compromiso!».
George entró lenta, muy lentamente, en el interior, aparcando al lado de los relucientes últimos modelos, que lo miraban socarrones.
Un empleado apareció de la nada.
—¿Desean los señores? —preguntó solícito.
—Querríamos cambiar el robomóvil —dijo el padre.
—Una decisión acertada —elogió el vendedor—. Es un modelo muy viejo, ya no debe servir para nada.
George resopló indignado por su tubo de escape.
—¡Humm!, y temperamental además —añadió el disgustado dependiente—. No podré darles mucho por él.
—Eso ya lo hablaremos luego —atajó el padre—. Ahora querríamos ver los nuevos modelos.
—Miradlo, qué triste está —comentó la hija—. No puedo verlo sin echarme a llorar.
George miraba al suelo con las luces de cruce. Su radiador goteaba copiosamente.
—¿Sabes, querido? —dijo la madre—, tal vez la niña tenga algo de razón. A mí también me da pena.
—¡Sentimentalismos! —gritó el hijo—. ¡Ñoñerías!
—¡Calla, niño! —atajó el padre—. Tú no has ido tantas millas con George como nosotros.
—¡Pero esta porquería decrépita no puede gustarles! —intervino a destiempo el vendedor—. Es viejo, malo y…
George y el padre resoplaron al mismo tiempo.
El policía de tráfico escondido tras la valla vio pasar el viejo Bull-Renault a una velocidad que casi le parecía increíble en aquella reliquia.
—¿Has visto, Rover? —comentó con su robomotocicleta mientras ésta se ponía en marcha, persiguiendo al infractor— ¡si no fuese porque es imposible, diría que la toma de aire de ese trasto iba sonriendo!