Lino Aldani
Un domingo romano
SI han leído ustedes el número 8 de nuestros volúmenes habrán entrado ya en contacto con Lino Aldani, con uno de sus más célebres relatos: 37 centígrados. Considerado como un escritor profundamente social, vuelto recientemente a la literatura tras una etapa de varios años de alejamiento y meditación en la campiña italiana, es el principal valor de la ciencia ficción de aquel país. En Un domingo romano nos ofrece una nueva aproximación al infierno urbano: un día en la vida de los habitantes de una Roma del futuro, agobiada por la superpoblación.
Mamá me ha despertado cuando serían las cinco. Apenas se veía. Me ha lavado y vestido, he tomado la supermalta con los bizcochos vitamínicos, y hemos salido hacia el garaje. Papá estaba lustrando el coche. Hemos cargado los accesorios de la excursión, los avíos de pesca, la cesta de la comida. Después, papá, poniendo el coche en marcha, ha dicho: ¡nos vamos, muchachos!
¡Pero sí! Hemos necesitado un cuarto de hora largo para salir del garaje; los coches estaban pegados los unos a los otros, y los cuidadores juraban; papá, en cierto momento, se ha puesto verde, se ha desabrochado el cuello de la camisa y ha dicho: no me haría gracia pasar el domingo aquí dentro. Y mamá le ha dicho: bueno, cálmate, Ernesto, nadie nos persigue.
Mamá es paciente. Incluso durante todo el trayecto para llegar a la autopista ha intentado siempre minimizarlo todo. Había puesto la radio y trataba de mantenernos alegres con la música, pero papá estallaba en cada semáforo; la andanada que prefiere es aquella contra los falsificadores de cupones, siempre dice que deben ser decenas de millares, y esto explicaría el porqué, a pesar de los turnos y las limitaciones, ya no se marcha como antes.
Papá ha sido listo, ha hecho treinta y ocho semáforos en una hora y cuarto. Pero después, en la casilla de la autopista, hemos permanecido parados cuarenta minutos. Papá se ha quitado la camisa, siempre irritado, siempre resoplando. Solamente se ha calmado más allá de la casilla, cuando ha podido ponerle la directa al coche. Mira, hijo mío, ha dicho en un determinado momento, en este mundo hay los astutos y hay los tontos; aquellos que llegan al mar en media hora porque tienen helicóptero y aquellos que deben pudrirse en la carretera dentro de esta ratonera.
Mamá no ha querido hacer ningún comentario, tan sólo ha cambiado la estación. Buscaba los Desperados, aquellos que tocan sin instrumentos metiéndose los dedos en la nariz y en el fondo de la garganta, pero no los encontraba; entonces ha vuelto con los Lánguidos, pero papá ha dicho: corta ya esta serenata, y entonces mamá ha puesto el volumen casi a cero, se ha colocado el auricular y no ha dicho nada más.
No hemos necesitado mucho para llegar al mar. El infierno ha recomenzado, sin embargo, apenas fuera de los pinares, cuando se ha presentado el puesto de bloqueo. Todos los semáforos estaban verdes, pero los controles eran largos, se avanzaba a saltos y para pasar al otro lado hemos necesitado casi una hora.
Papá ha recorrido cuatro o cinco veces la orilla del mar en busca de un lugar que no estuviera demasiado lleno de gente. Después mamá y yo hemos ido, cupón en mano, a hacer cola delante de las portillas, mientras papá buscaba un buen lugar para aparcar el coche.
A las diez en punto estábamos en la playa, en la fila veinticuatro. He ido rápidamente a controlar la hora del baño. A las diez y media, ha dicho el bañero. Al cabo de poco ha dado tres golpes de silbato para señalar la entrada en el agua de todos aquellos de las filas del veinte al treinta. Quería irme un poco hacia lejos, donde había menos gente, pero papá gritaba que no debía alejarme. Así, he probado a nadar permaneciendo cerca de la orilla: inútil, a cada momento tropezaba con alguien y al final me he hecho un rasguño en el cuello, muy profundo. Papá, enormemente enojado, me ha acompañado a la enfermería.
Después hemos regresado bajo el parasol, y junto a mamá hemos comido las almendras saladas y las palomitas de maíz. Papá quería leer el diario; por unos momentos lo ha intentado, pero después ha debido dejarlo a causa de los transistores, que eran unos dos o tres mil, todos ellos puestos a todo volumen, porque los mal-educados, como dice siempre papá, son un ejército inmenso y son muy pocas las personas civilizadas que usan los auriculares sin molestar a nadie.
Yo he intentado tomar el sol, tendido en la playa. Pero la gente no se estaba quieta ni un instante, todos pasaban y saltaban por encima de mí, y así, después de diez minutos, me he levantado completamente cubierto de arena.
Después hemos ido al bar, que estaba atestado ya que había allí también aquellos que bailaban junto el juke-box. Papá nos ha dicho entonces que lo esperáramos afuera, que a él solo le sería más fácil. Después de un cuarto de hora ha vuelto con un helado para mí y con un café en un vaso de papel para mamá. Me he metido un poco bajo el entoldado del bar, donde hay los columpios y los toboganes. Algunos muchachitos sinvergüenzas querían pasarme delante, pero los he llamado al orden. En media hora me he deslizado tres veces por el tobogán. Después me he comprado un chicle y más tarde un caramelo con palo.
Faltaba un cuarto para el mediodía, y papá ha hecho seña de prepararnos. Esperaba llegar entre los primeros al restaurante y lograr que le dieran una mesa cerca de la balaustrada, donde se ve bien el mar; pero tantos otros se habían movido antes que nosotros que nos ha tocado una mesa en medio, allí donde el mar apenas se ve.
Ya no quedaba sopa de pescado, a mamá le ha sabido mal y ha tenido que contentarse con el acostumbrado pollo asado que no sabe a nada. También papá ha comido a disgusto, mientras miraba al mar alargando el cuello y murmuraba. Cierto, decía, aquel que tiene una lancha motora se va mar adentro y se divierte como quiere, se baña, pesca, toma el sol sin nadie alrededor que lo fastidie.
Entonces mamá ha propuesto tomar una barca de alquiler, pero las barcas estaban ya todas comprometidas desde hacía quince días. Y así papá ha dicho: vayamos a los pinos, allí hay el estanque con la pesca de pago, podremos divertirnos sin arriesgarnos a coger una insolación.
A las dos estábamos ya vestidos de nuevo. El coche se hallaba al sol y dentro se sudaba, aún teniendo los cristales bajados. Por fortuna a aquella hora el tráfico no era mucho, y así llegamos a los pinos en un segundo.
Gira y gira, papá consiguió encontrar un rincón realmente tranquilo, donde no había mucha gente; tanto es así, que conseguimos colocarnos en un área de veinte metros cuadrados sólo para nosotros. Mamá se ha echado en el colchón de gomaespuma y ha encendido el televisor portátil, papá en cambio ha intentado dormir. Yo, como me aburría, me he ido a dar una vuelta, sin alejarme demasiado y sin prestar demasiada atención a los otros muchachos que correteaban por allí.
Cierto, el pinar es muy hermoso, con los árboles todos iguales y el terreno recubierto de suave maleza. Papá dice que era mucho más hermoso hace veinte años, cuando los pinos eran auténticos, pero después una desgraciada enfermedad los atacó y así debieron cortarlos y sustituirlos por aquellos artificiales. Yo no les veo ninguna diferencia, esos de plástico me parecen más relucientes, y además la maleza no pincha.
Hacia las tres y media papá ha sacado las cañas y nos hemos ido al estanque. Había una enormidad de gente y estábamos un poco estrechos, codo contra codo, pero con un poco de paciencia se conseguía lanzar el anzuelo.
Papá probó primero con el pan y después con el maíz. Nada que hacer. Quizá porque el cebo no estaba bien colocado, y cuando papá lo recuperaba encontraba siempre el anzuelo limpio.
Vino un vigilante con la ropa roja y la placa plateada en el sombrero. Señor mío, dijo, señor mío, si no pone el gusano, ¿cómo quiere que piquen los peces?
Levantó la tapa del cesto que llevaba en bandolera, metió la mano dentro y sacó fuera una lombriz de unos siete centímetros de largo. Aja, dijo, aquí está el cebo; debe colocarlo usted bien, bien en torno al anzuelo, dejándolo bascular un poco, y el pez picará en un segundo.
La lombriz se movía de aquí para allá como un limpiaparabrisas. Usted está loco, dijo papá; yo esto no lo toco, me da asco.
Y esto empujó al vigilante a meter el gusano en el anzuelo. Papá metió la mano en el bolsillo y le dio una moneda.
El pez picó realmente en un segundo. Hubo un poco de confusión porque el sedal se había enredado con el del señor de al lado. Este, mientras tanto, había lanzado un chillido porque creía que el pez era el suyo y se mostraba muy excitado; pero luego, cuando el sedal fue soltado y vio que el pez era de papá, se puso morado de rabia y fue a colocarse más lejos.
Mamá estuvo muy contenta cuando nos vio regresar con el pez. Apagó el televisor y dijo: estupendo. Mientras tanto, papá registraba el cesto de camping, buscando el cuchillo sacatapones. Después abrió la barriga del pez, pero cuando se trató de sacar sus intestinos arrugó la nariz. Al fin, ayudándose con un cuchillo, lo limpió bien y lo enjuagó con agua mineral.
Ahora vamos a encender el fuego, dijo, y veréis qué bonito. El fuego, dijo mamá; ¿y para qué? Para asar el pez, dijo papá. Lo haremos a las brasas, como los antiguos, y en la naturaleza.
De vez en cuando decía la naturaleza, una palabra que no acabo de entender. Ah, la naturaleza, decía. Y se frotaba las manos. Vivir en la naturaleza, el cebo natural, el aire libre, y hablaba de los hombres vestidos con pieles de leones, del arco y las flechas. Mamá reía. El fuego. ¿Cómo lo harás, Ernesto, para encender el fuego? Porque en todo el pinar no había ni una sola astilla. Entonces se me ocurrió ir a revisar el cubo de la basura. Buscaba los palitos de los helados y, cuando tuve entre las manos una treintena, corrí hacia papá muy contento. Nada que hacer. Lo sé, encender un fuego no es una cosa fácil; papá ponía papel y soplaba, tenía los ojos rojos, lacrimosos. Pero la llama no se formaba, tan solo humo y cada vez más pestilente. No seas ridículo, Ernesto, dijo mamá, y se alejó para encender de nuevo el televisor. Entonces papá se enfadó, tomó el pez y lo arrojó lejos.
Merendamos unas cápsulas. Después papá se recostó para fumar un cigarrillo. Yo metí una moneda en la distribuidora automática, mastiqué un chicle y después, cuando ya no sabía a nada, metí otra moneda. Las distribuidoras estaban a mano, había una de ellas colocada junto a cada árbol.
Mientras tanto, mamá estaba un poco aburrida. Continuaba cambiando estaciones. Bastante gente se estaba preparando para el regreso. Entonces también nosotros plegamos la mesita, las sillas y el resto, lo colocamos todo en su sitio en el coche, que pese a todo, como dice papá, es un hermoso coche, ya que él lo pule con cuidado y no lo fuerza como hacen algunos que se lanzan a toda velocidad sin darle ni un respiro al motor.
Necesitamos una hora y media para recorrer los dos kilómetros que nos separaban de la autopista. Yo estaba detrás, encajado en medio de los bultos, y sin que roe vieran —papá dice que todo esto son porquerías— he masticado tres chicles comprados a escondidas. Mamá tenía encendido el televisor sobre las rodillas.
A lo largo del recorrido he contado setenta y cinco choques y taponamientos. Hemos salido de la autopista cuando ya era oscuro; papá quería hacer la circunvalación, pero los accesos estaban todos atestados y así para ir a casa hemos tenido que pasar por el centro, toda la ciudad en primera y segunda.
Hemos llegado que eran casi las diez. Yo no tengo hambre, ha dicho mamá. En cambio papá y yo hemos comido corned-beef y una caja de Tiernísimos, los exquisitos guisantes naturales que contienen tantas vitaminas. Después papá ha querido controlar los resultados en la transmisión de las últimas noticias deportivas. Será para otra vez, ha dicho, y ha roto la quiniela. Mamá se ha quedado unos momentos a ver el match Gargiullo-Palmer, espectáculo ofrecido por la Vivarelli & Nicholson Company, pero después, como el boxeo no le gusta (mamá prefiere los programas-concurso y las telenovelas históricas) ha ido a arreglar el dormitorio, la cocina y el baño, de modo que los Anceschi no tengan de qué lamentarse. Mamá tiene esta manía. Nuestros coinquilinos, en cambio, siempre dejan la casa sucia, olvidan objetos por todas partes, una vez encontramos un mechón de cabellos en el lavabo y además pieles de manzana y cáscaras de queso bajo la mesa del comedor. Mamá no, está siempre muy atenta a volver a colocarlo todo en nuestro armario personal, no deja un alfiler, y lo hace a propósito, para darles una lección moral y hacerles comprender como deben vivir las personas civilizadas. Papá, en cambio, dice que si los Anceschi continúan de esta manera los denuncia y hace que los echen, porque el reglamento habla claro y le da la razón a papá.
Papá tiene razón también cuando dice que el gobierno debería pensar en resolver la crisis de los alojamientos y que si vamos avanzando de esta manera los dobles turnos ya no bastarán, tendremos que llegar a los triples y quizá hasta los cuádruples turnos, y terminaremos con que nos darán cupones no solamente para circular, no solamente para ir al cine o de paseo, sino también para hacer pipí y hasta para sonarse. Papá dice que es todo un asco, que somos demasiados, y que hay demasiada gente ambiciosa que quiere hacerlo todo a su comodidad. Y es por eso que nos toca vivir una semana sí y otra no. Aquí, sin embargo, creo que papá exagera. A mí la hipnosuspensión no me produce ningún fastidio, y siete días pasan en un minuto y me despierto a la semana siguiente fresco y reposado.
Así, a medianoche, cuando han comenzado a distribuir la hipnocorriente, no he hecho remilgos, también porque comprendo que papá y mamá quieren estar un poco solos. He guardado todas mis cosas, me he puesto el pijama y en vez de subirme a la cama donde duermo habitualmente he abierto el armario mural donde se hallan colocados los orbículos de reposo, los nuestros y los tres de los Anceschi. He recitado mis plegarias y mamá me ha dado el beso largo de todos los fines de semana. Después me he colocado el hipnocapuchón y he apretado el botón. He quedado dormido de golpe.