LOS CÁIGANSE MUERTOS
Clifford D. Simak
Las criaturas eran increíbles. Parecían salidas de la pluma temblorosa de un dibujante de historietas muy alcoholizado.
Un rebaño se apretaba en un semicírculo frente a la nave, ni asustadizas ni beligerantes, simplemente curiosas.
Habitualmente, cuando una espacionave se asienta en un planeta desconocido, lleva una semana, por lo menos, que los seres vivos se animen a dejar sus escondrijos y a acercarse a echar un vistazo.
Las criaturas eran del tamaño aproximado de una vaca, pero en ningún modo compartían la gracia de ese animal.
Sus cuerpos estaban apelotonados, como si cada uno se hubiera encontrado en plena carrera con una pared.
Y estaban tan llenos de protuberancias como cabía esperar después de tal colisión. Sus flancos estaban salpicados con largas manchas de colores pastel, el tipo de color que nunca se encuentra en ningún animal que se respete: violeta, rosa, naranja, chartreuse; nombrando sólo unos pocos.
El efecto total era el de una labor de punto realizada por una anciana acostumbrada a tejer alocadas colchas.
Y eso no era lo peor.
De sus cabezas, o de otras partes de su anatomía, brotaba un extraño tipo de vegetación, así que parecía que cada animal se ocultaba, en forma no muy efectiva, detrás de una maleza realizada desmañadamente.
Para completar la situación, y tornarla completamente loca, de tal vegetación crecían frutas y vegetales, o lo que parecían ser frutas y vegetales.
Así que allí nos quedamos. Las criaturas nos miraban y nosotros las mirábamos, y finalmente una se acercó hasta que no estuvo a más de dos metros.
Se paró allí, mirándonos intensamente. Y luego cayó muerta a nuestros pies.
El resto del rebaño tomó grupas y trotó en forma desmañada como si hubieran hecho lo que vinieron a hacer, y ahora pudieran volver a sus naturales ocupaciones.
Julian Oliver, nuestro botánico, se rascó la cabeza, que encanecía rápidamente, con un ademán distraído.
—Otro «queseyó» —se quejó—. ¿Por qué no nos puede tocar algo simple, para variar?
—Nunca son simples —le contesté—. ¿Recuerdas ese matorral de Hamal V que pasaba la mitad de su vida como una especie de glorioso tomate, y la otra mitad como una ortiga venenosa en grado A?
—Lo recuerdo —dijo Oliver tristemente.
Max Weber, nuestro biólogo, se dirigió hacia la criatura y la tocó, extendiendo la mano cuidadosamente.
—Lo malo es —dijo— que el tomate de Hamal era un asunto de Julian, y éste lo tengo que estudiar yo.
—No diría que solamente te toca a ti —replicó Oliver—. ¿Cómo definirías a la vegetación que crece en ellas?
Llegué lo suficientemente rápido como para ver el comienzo de otra discusión.
Había escuchado tales divergencias durante los últimos doce años, a través de varios cientos de años luz, y en unas dos docenas de planetas. No podía detenerme aquí, pero iba a tratar de posponer el asunto hasta que tuvieran algo más importante que discutir.
—¡Basta! —les dije—. Nos quedan solamente dos horas antes de que llegue la noche, y tenemos que tratar de levantar el campamento.
—Pero esta criatura —dijo Weber—. No podemos dejarla aquí.
—¿Por qué no? Hay millones más. Ésta se quedará aquí, y si no…
—¡Pero se cayó muerta!
—¿Y qué? Era vieja y débil.
—No, no lo era. Estaba en su época más lozana.
—Hablaremos de esto más tarde —dijo Alfred Kemper, nuestro bacteriólogo—. Estoy tan interesado como vosotros, pero lo que acaba de decir Bob es cierto. Tenemos que armar el campamento.
—Y además —agregué, mirándolos severamente—. Observaremos las reglas, no importa lo inocente que nos parezca este planeta. No comeremos nada, no cogeremos nada. No saldremos a vagar solos. No nos descuidaremos en ningún momento.
—No hay nada aquí —dijo Weber—. Sólo estos rebaños de animales. Nada más en las praderas interminables. No hay árboles, no hay colinas. Nada.
No quería decir que había que olvidarse de las reglas. Sabía tan bien como yo la necesidad de cumplirlas. Simplemente, quería discutir.
—Muy bien —le contesté—, ¿qué vamos a hacer? ¿Armamos el campamento o pasamos la noche en la nave?
Eso decidió la cosa. Tuvimos el campamento listo antes de que el sol se pusiera, y cuando llegó la oscuridad nos encontró dentro. Carl Parsons, nuestro ecólogo, tenía listo el fuego y la comida preparada, antes de que se hubiera terminado de preparar la última de las tiendas.
Saqué mi maletín y mezclé los alimentos que constituían mi rigurosa dieta, mientras me gastaban bromas. Ya no me molestaba. Sus chanzas eran automáticas, y yo también daba respuestas automáticas. Era algo que venía sucediendo desde hacía mucho tiempo. Tal vez era mejor que fuera así. Tal vez mejor que si no les hubiera importado nada la pobreza de mi variedad de alimentos.
Carl estaba haciendo carne a la parrilla, y traté de ponerme donde la pudiera oler. Nunca sucede que no pueda llegar a sacrificar mi brazo derecho con tal de poder comer un buen trozo de carne, o cualquier otra comida normal. Este régimen dietético que debo seguir mantiene viva a una persona, pero es lo máximo que puede decirse a su favor.
Bien sé que las úlceras deben curarse como una enfermedad tonta y arcaica. Pregunten a cualquier médico, y les contestará que ya no se sufren. Pero el estado de mi estómago y mi caja para transportar las fórmulas dietéticas prueban que todavía existen algunos casos. Creo que es lo que pudiera llamarse un trastorno ocupacional. Los equipos de investigación planetaria se enfrentan a problemas muy difíciles.
Después de la cena salimos y trajimos más cerca al extraño ser para poder observarlo mejor. Era más raro viéndolo de cerca que teniéndolo a una cierta distancia.
No había nada de broma acerca de la vegetación. Era verdadera, y formaba parte de la criatura. Pero parecía crecer solamente en determinadas zonas, de determinado color.
Hallamos otra cosa, que prácticamente dejó a Weber boqueando de asombro. Una de las manchas de colores tenía unos agujeros, como si fueran para poner clavijas.
Cuando Weber extrajo su cortaplumas y se puso a hurgar en uno, encontró un animalito que se parecía a una abeja. Hurgó en otro, puesto que casi no podía dar crédito a sus ojos, y sacó otra abeja. Ambas muertas.
Tanto él como Oliver querían comenzar la disección allí mismo, pero pudimos disuadirlos.
Echamos a suertes a quién le tocaba la primera guardia, y con mi tradicional fortuna, me tocó a mí. En realidad, no había muchas razones para mantener a uno de nosotros despierto, puesto que se hallaba conectado el sistema de alarma, pero esas eran las reglas y había que cumplirlas.
Tomé una pistola y los otros dijeron buenas noches, y se metieron en sus tiendas. No importa lo endurecido que se esté, es difícil dormir muchas horas la primera noche que se llega a un nuevo planeta, así que los sentí charlar durante largo rato.
Me senté en una silla al otro lado de la mesa del campamento, donde había una linterna, en vez de la habitual fogata. No habiendo árboles ni leña, mal podíamos encender fuego.
Me senté, como digo, al otro lado de la mesa, con la criatura muerta al lado opuesto, y comencé a preocuparme, si bien no parecía que hubiera la necesidad en ese momento.
Pero sentado a la mesa no podía por menos de pensar y repensar sobre lo extraño de ese ser mixto. Lo único que hice fue preocuparme en vano, así que me alegré cuando Talbott Fullerton, el de la Doble Visión, vino y se sentó a mi lado.
Si bien mi alegría no fue mucha. Ninguno de nosotros tenía una especial devoción por Fullerton. Ninguno de nosotros la sentía, para ser exacto.
—¿Está demasiado nervioso para dormir? —le pregunté.
Asintió con la cabeza, mirando las sombras que se extendían más allá de la luz de la linterna.
—Me pregunto —dijo— si éste podría ser el planeta.
—No sigas persiguiendo una fábula, un mítico El Dorado.
—Lo encontraron una vez —dijo testarudamente—. Está bien documentado.
—Y también al Grial, o a la Atlántida, o a las Siete Ciudades. Pero nadie los encontró porque nunca existieron.
Se sentó donde le daba la luz de la linterna y pude ver su expresión salvaje, mientras sus manos se cerraban y abrían espasmódicamente.
—Sutter —me dijo tristemente—, no sé por qué continúas burlándote. En alguna parte de este universo debe de estar la inmortalidad. En algún lugar se ha logrado encontrarla. Y la raza humana debe alcanzarla. Ahora tenemos todo el espacio para buscar. Millones de planetas, y eventualmente otras galaxias. No tenemos que hacer sitio para los que vienen detrás, como si tuviéramos que arreglarnos en un solo planeta, o en un único sistema solar. ¡Te digo que la inmortalidad es el próximo paso que debe dar la humanidad!
—Olvídate —le dije, suavemente. Pero una vez que Doble Visión comenzaba a hablar de eso no se le podía parar.
—Mira este planeta —dijo—. Muy similar a la Tierra. Un sol adecuado. Buen terreno, buen clima, agua en abundancia. Un lugar ideal para establecer una colonia. ¿Cuánto tiempo calculas que pasará antes de que el hombre se establezca aquí?
—Mil años. Cinco mil. Tal vez más.
—Así es. Y hay incontables planetas como éste, esperando que los colonicen. Pero no podremos. Porque no hacemos más que morirnos. Y eso no es todo…
Escuché pacientemente el resto. Lo terriblemente perjudicial que era que los seres humanos murieran. Me sabía la historia de memoria. Antes de Fullerton, ya habíamos tenido otro fanático de la Doble Visión. Y antes de ése, otro. Cada uno de estos equipos, no importa cuál fuera su destino o sus propósitos, debía llevar a un agente del Instituto de la Inmortalidad.
Pero este chico era un poco peor que los otros. Era su primer viaje y estaba lleno de ideales. En cada uno bullía la intensa dedicación a un mismo propósito: que el ser humano debía vivir siempre y que la inmortalidad podía y debía lograrse. Puesto que la había hallado una espacionave sin nombre, proveniente de un planeta desconocido, hacía indeterminada cantidad de años atrás.
Era un mito, por supuesto. Tenía las características de los mitos, y despertaba la fiera lealtad que sólo ellos inspiran. Se mantenía vivo gracias al Instituto de la Inmortalidad, que funcionaba con fondos del gobierno, y con billones de regalos y dádivas provenientes de los esperanzados ricos y pobres. Todos, por supuesto, habían muerto, o lo iban a hacer, a pesar de su magnífica generosidad.
—¿Qué es lo que buscas? —le pregunté a Fullerton, algo aburrido—. ¿Una planta? ¿Un animal? ¿Una persona?
Y replicó, solemne como un juez.
—Eso no lo sé, o más bien, no debo decirte lo poco que sé.
—Como si me importara.
Pero seguí pinchándolo. Tal vez sólo fuera para pasar el rato. O porque me desagradaba el tipo. Los fanáticos me molestan. No dejan en paz.
—¿Sabrás cuando lo encuentres?
No me contestó, sino que simplemente me miró con esos ojos extraviados que tenía.
Era mejor que dejara de molestarlo. Lo haría gritar. Nos sentamos en silencio un rato más. Sacó un mondadientes del bolsillo y se lo puso en la boca, mascándolo distraídamente. Hubiera querido abofetearlo, puesto que mascaba mondadientes permanentemente, y había llegado a constituirse en un hábito verdaderamente irritante. Me parece que yo también tenía los nervios de punta.
Finalmente terminó de escupir los maltrechos pedazos del mondadientes y se fue a la cama. Me quedé solo, mirando hacia la nave, y la luz de la linterna iluminó la leyenda inscrita en ella: Caph VII —Ag Survey 286, que nos identificaría en cualquier lugar de la galaxia.
Porque todos conocían a Caph VII, el planeta de experimentaciones en agricultura, de la misma forma en que conocerían a Aldebarán XII, el planeta de las investigaciones médicas, o a Capella IX, el planeta de las universidades, o a cualquiera de los otros, sede de departamentos espaciales.
Caph VII es una operación masiva, y los cientos de equipos de investigación similares al nuestro eran solamente una parte de ella. Pero éramos las vanguardias que iban a los nuevos mundos, algunos de ellos no registrados en los mapas, otros con meras indicaciones superficiales, buscando plantas y animales que pudieran ser de utilidad experimental.
Sin embargo, no podíamos decir que nuestro equipo hubiera encontrado cosas muy importantes. Habíamos hallado un césped que andaba más o menos bien en unos mundos de Witania, pero no habíamos logrado ningún éxito que pudiera ser distinguido. La suerte no nos acompañaba, tal como en el asunto de la hierba venenosa de Hamal. No importaba el hecho de que nos esforzáramos tanto como el resto de los equipos.
A veces era una píldora difícil de tragar, cuando otros traían cosas que les valían felicitaciones y premios especiales, mientras que nosotros nos presentábamos tímidamente con un césped melancólico, o tal vez con nada. Ésta es una vida difícil, y no dejen que nadie les diga lo contrario. Algunos de los planetas son asuntos verdaderamente peliagudos, y a veces los muchachos vuelven en malas condiciones, o no vuelven.
Pero esta vez parecía que habíamos tenido suerte. Un planeta pacífico, con buen clima, terreno nada escabroso, sin habitantes hostiles y con una fauna no peligrosa.
Weber tardó un poco en presentarse para su turno de guardia, pero finalmente me relevó.
Era indudable que todavía estaba con los ojos fuera de las órbitas por el asombro que le había causado la criatura. Le dio varias vueltas, mirándola y remirándola.
—Es el más fantástico caso de simbiosis que jamás haya visto —me dijo—. Si no la tuviera delante de mis ojos diría que es imposible que exista. Habitualmente la simbiosis se asocia a seres poco desarrollados, a formas muy primitivas de vida.
—¿Te refieres al arbusto que crece en los flancos?
Asintió.
—¿Y las abejas?
Hizo una serie de ruidos guturales.
—¿Cómo puedes afirmar sin lugar a dudas que es simbiosis?
Casi se retuerce las manos de desesperación.
—No lo sé —admitió.
Le pasé mi rifle y me dirigí a la tienda que compartía con Kemper. El bacteriólogo estaba despierto cuando entré.
—¿Eres tú, Bob?
—Soy yo. Todo está en orden.
—He estado pensando —me dijo—. Éste es un lugar loco.
—¿Te refieres a las criaturas?
—No, no te lo digo por eso. El planeta en sí. Nunca vi nada igual. Completamente desnudo. Sin árboles, sin flores. Nada. Sólo un mar de hierba.
—¿Por qué no? —le pregunté—. ¿Dónde está escrito que no se pueda encontrar un planeta con hierbas y nada más?
—Es demasiado simple —protestó—. Demasiado limpio y amplio. Como si alguien hubiera dicho: Hagamos un planeta simple. Eliminemos los experimentos biológicos y vamos a lo esencial. Solamente una forma de vida, y hierbas para alimentarla.
—Te estás perdiendo en tus propias conjeturas —protesté—. ¿De dónde sacas que esto es así? Puede haber otras formas de vida. Otros tipos de complicaciones que no soñamos. Sólo hemos visto estas criaturas, pero tal vez haya otras cosas.
—¡Oh! ¡Al diablo! —y se volvió para el otro lado.
Era un tipo que me gustaba. Habíamos compartido la misma tienda desde hacía más de diez años, y siempre nos habíamos llevado bien.
Muy a menudo había deseado que sucediera lo mismo con todos. Pero eso era demasiado pedir.
La discusión comenzó después del desayuno, cuando Oliver y Weber insistieron en usar la mesa del campamento como mesa de disección. Parsons, que a veces hacía de cocinero, se puso furioso. No sé por qué lo hacía, puesto que estaba vencido antes de comenzar. Lo mismo había pasado muchas veces, y antes de ponerse a discutir debería haber adivinado que iban a usar la mesa.
Pero peleó bien.
—¡Iros a otro lado con vuestras carnicerías! ¡Quiero ver quién va a comer sobre una mesa llena de sangre!
—Pero Carl, ¿dónde lo hacemos? Usaremos un extremo de la mesa únicamente.
Lo que casi fue una broma, porque en poco rato se habían adueñado de toda la mesa.
—¡Poned por lo menos una lona! —rugió Parsons.
—No se puede hacer la disección sobre una lona. Hay que tener…
—Y otra cosa. ¿Cuánto tiempo os va a llevar? ¡No quiero pensar cómo va a oler eso dentro de uno o dos días!
Y así siguió durante un buen rato, pero para cuando comencé a subir la escalera para traer los animales, Oliver y Weber ya estaban trabajando.
El descargar los animales es algo que no se ajusta a mis tareas oficiales, pero me había acostumbrado a hacerlo para que cuando Weber o alguno de los otros se dispusieran a comenzar las pruebas, se encontraran listos.
Fui hacia el compartimiento en que guardábamos las jaulas.
Las ratas comenzaron a chillar y los zartyls de Centauro me dirigieron sus gruñiditos, mientras que los punkins de Polaris armaban un alboroto, porque siempre tienen hambre. Nunca tienen suficiente. Si se les da todo lo que quieren se matan a fuerza de comer.
Era todo un trabajo llevarlos hasta la compuerta y de allí bajarlos a tierra, pero finalmente lo logré sin que se me rompiera una sola jaula. Habitualmente se me destrozaban una o dos de las jaulas, los animales se escapaban y luego Weber se pasaba varios días haciendo comentarios acerca de mi torpeza.
Puse las jaulas en filas, y ordenadamente estaba cubriéndolas con unas lonas para proteger a los animales de los cambios climáticos cuando Kemper vino a ver lo que estaba haciendo.
—He estado mirando un poco.
Por la forma en que lo dijo me pareció que estaba muy dispuesto a hablar.
Pero no le pregunté nada, porque entonces no me hubiera dicho una sola palabra. Había que esperar que estuviera listo.
—Qué sitio más tranquilo, ¿verdad? —y eso fue todo lo que dije. Era un día claro y sin nubes, y el sol no estaba demasiado caluroso. Había una brisa, y se podía ver a lo lejos. Todo estaba en calma. No se oía ruido alguno.
—Es un lugar solitario —dijo Kemper.
—No te comprendo —le contesté pacientemente.
—¿Recuerdas lo que te dije anoche, acerca de que este planeta me parecía demasiado simple?
Se quedó mirándome mientras colocaba las lonas, como si pensara lo que iba a decirme. Esperé pacientemente. Finalmente explotó.
—¡Bob! ¡No hay insectos!
—¿Y qué tienen que ver los insectos…?
—Tú sabes a qué me refiero —me dijo—. Mira lo que pasa en la Tierra, o en cualquier planeta similar. Te echas en la hierba y comienzas a ver insectos. Algunos en el suelo y otros sobre las hojas. De todo tipo.
—¿Y aquí no los hay?
Negó con la cabeza.
—No que yo haya visto. Di vueltas, me eché en el suelo una docena de veces, y ¡nada! Lo lógico es que si se busca toda una mañana, se hallen algunos insectos. ¡Esto no es natural, Bob!
Seguí con mi tarea, pero me corrió un escalofrío por lo que me había dicho Kemper. No es que me importaran un rábano los insectos, pero, tal como decía Kemper, era algo no natural, si bien en este trabajo uno tenía que acostumbrarse a las cosas no naturales.
—Están las abejas —le dije.
—¿Qué abejas?
—Las de las criaturas. ¿No las viste?
—No. No me acerqué a ninguna de las criaturas. Tal vez las abejas no viajen demasiado lejos.
—¿Hay pájaros?
—No los vi. Pero me equivoqué acerca de las flores. El césped tiene unas florecillas muy pequeñas.
—Es donde van las abejas.
La expresión de Kemper se hizo de una fijeza de piedra.
—Así es —dijo—. ¿No ves que hay un esquema, un plan…?
—Ya veo —le dije.
Me ayudó con la lona, y no hablamos más. Una vez que terminamos, nos dirigimos al campamento.
Parsons estaba cocinando el almuerzo y gruñéndole a Oliver y Weber, pero no le prestaban mucha atención. La mesa estaba llena de trozos de la criatura que habían disecado, y parecían asombrados.
—¡No tiene cerebro! —nos dijo Weber, con aire acusador, como si lo hubiéramos escondido cuando no miraba—. No podemos encontrar el cerebro, y no hay tampoco un sistema nervioso central.
—¡Es imposible! —declaró Oliver—. ¿Cómo puede existir un animal altamente organizado, y bastante complejo, si no tiene un sistema nervioso?
—Mirad lo que han hecho. ¡Vais a tener que comer de pie! —dijo Parsons.
—Realmente, esto es una carnicería —asintió Weber—. Para resumir lo que hemos encontrado hasta ahora, os diré que hay doce tipos diferentes de carne; algunos son de ave, algunos de pescados, algunos de carnes rojas. Tal vez haya algo de lagarto.
—Un animal que sirve para todo —dijo Kemper—. Tal vez hayamos encontrado algo, al fin.
—Si es comestible —dijo Oliver—. Si no te envenena, o si no hace que crezca pelo en el cuerpo.
—Eso es cosa de vosotros —le dije—. Ya descargué las jaulas y las alineé convenientemente. Pueden ir matando a los pobrecitos, si les parece.
Weber miró el desbarajuste que había sobre la mesa.
—Hemos hecho solamente un trabajo exploratorio —explicó—. Deberíamos poder empezar de nuevo. Habrá que buscar otro, Kemper.
Éste asintió con cierta resistencia.
Weber se quedó mirándome.
—¿Crees que podrás conseguir otro?
—Por supuesto —le dije—. No hay problema.
Y no lo hubo.
Después del almuerzo, una criatura vino hacia nosotros, como si quisiera hacernos una visita. Se paró a corta distancia de donde estábamos y luego, tranquilamente, cayó muerta.
Durante los días siguientes, Oliver y Weber casi no tuvieron tiempo para dormir y comer. Hicieron disecciones y estudiaron.
No podían dar crédito a sus ojos. Discutieron. Hicieron ademanes con los bisturíes en la mano, para enfatizar su angustia.
Casi se echan a llorar. Kemper llenó caja tras caja de preparados, y se mantuvo encorvado y semipetrificado sobre su microscopio.
Parsons y yo dábamos vueltas mientras los otros trabajaban.
Mi compañero extrajo varias muestras de césped, trató de clasificarlo y falló, porque no había múltiples clases. Solamente una.
Tomó notas sobre el tiempo, analizó muestras del aire y trató de compilar un informe ecológico, sin tener demasiados datos.
Yo traté de encontrar insectos, cosa que nunca sucedía, salvo que estuviera cerca de un rebaño de esas criaturas. Busqué pájaros sin encontrarlos. Pasé dos días investigando un arroyuelo, echado sobre mi vientre y mirando el agua, sin encontrar signos de vida. Busqué una bolsa de azúcar, puse un lazo alrededor de la boca y pasó dos días más tratando de pescar algo. Nada. Ni un pez, ni un cangrejo. Nada.
Para entonces estaba dispuesto a admitir que Kemper tenía razón.
Fullerton caminaba a nuestro alrededor, pero no prestamos ninguna atención a lo que hacía. Los de la Doble Visión siempre estaban buscando algo raro. Después de un tiempo uno se cansaba. Yo hacía ya veinte años que estaba cansado.
El último día que había ido a pescar, Fullerton se me acercó cuando caía la noche. Se quedó mirándome trabajar. Cuando alcé la vista me di cuenta que hacía largo rato que observaba lo que hacía.
—No hay nada ahí —me dijo.
Por la forma en que lo dijo parecía que lo sabía desde hacía mucho, y que yo era un tonto por estar buscando lo que no existía.
Pero esa no fue la única razón por la cual me enfadé.
Tenía en la boca un trozo del césped, y lo estaba masticando como hacía con los mondadientes.
—¡Escupe eso! —le grité—. ¡Estúpido!
Me miró asombrado y escupió el césped.
—Me resulta difícil acordarme —me explicó—. Fíjate, es mi primer viaje y…
—Ten cuidado de que esas cosas no logren que sea el último —le dije brutalmente—. Pregúntale a Weber, cuando tengas tiempo, lo que le pasó a uno que arrancó una hoja y se puso a masticarla. Distraído. Claro. Por hábito, pero fue igual que si se suicidara.
Fullerton se enderezó, rígido.
—No lo olvidaré —me dijo.
Me quedé mirándole y sintiéndome un poco mal por haber sido duro con él.
Pero había que hacerlo. Las formas inocentes en que un hombre podía morirse eran demasiadas.
—¿Encontraste algo? —le pregunté.
—He estado estudiando a las criaturas. Había en ellas algo raro que no podía determinar bien.
—Creo que puedo detallarte una centena de cosas raras.
—No es eso lo que quiero decir, Sutter. No te hablo de los parches de colores ni de los arbustos que crecen en ellos. Hay algo más. Finalmente lo capté. No hay ninguna que sea joven.
Fullerton tenía razón, por supuesto. Me di cuenta después que lo mencionó. No había terneros, o como quieran llamarlos.
Todos eran adultos. Y, sin embargo, eso no quería necesariamente decir que no existieran terneros. Tal vez simplemente era que no los habíamos visto aún. Y lo mismo podía aplicarse a los insectos, pájaros y peces. Tal vez existían en este planeta, pero todavía no los habíamos encontrado.
Y luego, algo tardíamente, me di cuenta de la inferencia, de la esperanza, de la loca fantasía que se escondía detrás de lo que Fullerton había descubierto, o pensaba que había descubierto.
—¡Estás chiflado! —le dije.
Me miró, y sus ojos relucían como los de un niño en Navidad. Finalmente me dijo:
—Teníamos que encontrarlo, Sutter. En alguna parte.
Me puse de pie y me quedé mirándole. Luego miré la red que tenía en las manos, y la tiré al agua, viendo cómo se hundía.
—Seamos sensatos —le dije—. No tenemos pruebas de esto. La inmortalidad no sería nada así. De esta forma sólo se llega a algo sin salida. No se lo menciones a nadie, pues te mandarán a casa sin el menor asomo de piedad.
No sé por qué perdí el tiempo en hablarle. Se quedó mirándome tozudamente, con esa rara luz de esperanza y triunfo en los ojos.
—Mantendré la boca cerrada —le dije cortésmente—. No mencionaré nada de esto a nadie.
—Gracias, Sutter —me dijo—. Verdaderamente te lo agradeceré.
Por la forma en que lo dijo me di cuenta de que, en ese momento, me asesinaría con todo placer. Nos volvimos al campamento.
Mientras tanto, lo habían dejado como nuevo. Habían limpiado la mesa tan bien que parecía que brillaba.
Parsons estaba cocinando la comida de la noche, mientras cantaba una de sus cancioncillas obscenas. Los otros tres estaban sentados en las sillas de campamento, habían sacado una botella de aguardiente, y una vez más parecían seres humanos.
—¿Todo bien? —pregunté.
Pero Oliver movió la cabeza negativamente. Le sirvieron un vaso a Fullerton y éste lo aceptó, algo involuntariamente, pero lo aceptó. Bueno, Doble Visión estaba comportándose mejor. A mí no me ofrecieron nada. Sabían que no podía beberlo.
—¿Y qué tenemos? —pregunté.
—Tal vez sea algo bueno —dijo Oliver—. Indudablemente que es un animal que sirve para todo. Pone huevos, da leche, hace miel. Tiene seis diferentes tipos de carnes rojas, dos de aves, una de pescados y un par de otras que no podemos identificar.
—Pone huevos —dije—. Da leche. Entonces se reproduce.
—Por supuesto —dijo Weber—. ¿Tú qué pensabas?
—No he visto animales jóvenes.
Weber gruñó.
—Tal vez tengan zonas destinadas a lugares de crianza. Algunos sitios a los que instintivamente llevan a los cachorros.
—O tal vez ejerzan un control de la natalidad —sugirió Oliver—. Eso encajaría con la ecología perfectamente determinada de la cual habla Kemper.
Weber gruñó.
—¡Ridículo!
—No tan ridículo —dijo Kemper—. Ni siquiera la mitad de ridículo de otras cosas que hemos encontrado. Ni la décima parte de ridículo que la falta de cerebro o de sistema nervioso. ¡No más ridículo que mis bacterias!
—¡Tus bacterias! —dijo Weber. Se bebió medio vaso de aguardiente de un solo sorbo para hacer bien patente su desdén hacia el planteamiento.
—Las criaturas están plagadas de ellas —siguió Kemper—. Se encuentran en todas partes. No solamente en la circulación sanguínea y en zonas restringidas, sino en el organismo entero. Y todas son iguales. Normalmente se necesitan cientos de distintos tipos de bacterias para hacer que un organismo trabaje adecuadamente, pero en este caso sólo existe un tipo. Y ése, por definición general, debe de ser de propósitos múltiples. Debe de cumplir las tareas que las otras cientos de especies realizan.
Le sonrió a Weber.
—Ahí tienes tus cerebros y tu sistema nervioso. Las bacterias se duplican para llenar el vacío de ambos sistemas.
Parsons se acercó, dejando la cocina, y se plantó con sus puños en las caderas, asiendo un tenedor en una mano.
—Si queréis saber lo que pienso —dijo—. Las criaturas son una equivocación. No pueden ser así.
—Pero lo son —dijo Kemper.
—¡No tiene sentido! Un césped para comer. Un tipo de vida. Apuesto a que si pudiéramos hacer un censo hallaríamos que la población de las criaturas es de capacidad exacta. Tantas por acre, pensadas exactamente hasta el último bocado de vegetación. Justo lo suficiente para que coman, y nada más. Las suficientes criaturas para que no haya demasiado verde. O demasiado poco.
—¿Y qué hay de malo en eso? —pregunté, para molestarle.
Durante un minuto pensé que me iba a clavar el tenedor.
—¿Y qué hay de malo? —tronó—. La naturaleza nunca es estática, pero aquí, sí. ¿Dónde está la competencia? ¿Dónde está la evolución?
—Ése no es el hecho —dijo Kemper tranquilamente—. Lo que importa no es que las cosas sean como son, sino por qué. ¿Cómo pasó? ¿Cómo fue planeado? ¿Por qué fue planeado?
—No se ha planeado nada —le dijo Weber con resentimiento—. Fíjate en lo que dices.
Parsons volvió a su cocina. Fullerton se había ido a dar una vuelta. Tal vez se descorazonó cuando se enteró de lo de los huevos y la leche.
Durante un rato no hicimos otra cosa que permanecer en silencio.
Finalmente Weber dijo:
—La primera noche de guardia vine a relevar a Bob y le dije…
Me miró.
—¿Recuerdas, Bob?
—Si. Hablaste de simbiosis.
—¿Y ahora? —dijo Kemper.
—No sé. Me parece imposible. Pero si así fuera, esta criatura sería el más fabuloso ejemplo de simbiosis existente. La simbiosis llevada a su última conclusión. Como si, hace mucho tiempo, las formas de vida hubieran dicho: dejemos de molestar, unámonos, cooperemos. Y las plantas, y animales, y peces y bacterias se unieron y…
—Es una idea loca, por supuesto —dijo Kemper—. Pero tampoco es tan imposible. Simplemente una extralimitación, nada más. La simbiosis es una forma reconocida de vida y…
Parsons anunció a gritos que la comida estaba lista y yo me fui a mi tienda, saqué mi caja de alimentos y me preparé mi dieta. Era un alivio el poder comer en privado, sin oír las bromas de los otros frente a lo que tenía que embuchar.
Hallé una serie de notas en la mesita que usaba como escritorio. Las miré mientras comía. Eran simples anotaciones bastante difíciles de descifrar a veces, con manchas de sangre y de las cosas que había sobre la mesa de disección. Pero estaba acostumbrado, pues así eran todas las que tenía a mano por entonces. Pude descifrarlas.
No hablaban de todo, por supuesto, pero sí había suficientes datos como para darme cuenta de lo que me habían dicho, y de otras cosas que no se mencionaron.
Por ejemplo, los parches de colores que les daban a las criaturas ese raro aspecto de tejido escocés, correspondían a los tipos distintos de carne de ave, de peces o de carnes rojas, o de otras clases distintas, fueran lo que fuesen. Parecía que cada uno de estos cuadrados fuera la persistencia de cada uno de los animales que entraron en aparente simbiosis. Si realmente se podía hablar de simbiosis.
El aparato de reproducción por huevos estaba descrito en detalle, pero no aparecían signos de reciente producción de los mismos. Lo mismo sucedía con el aparato para la lactancia.
Se habían hallado, según constaba en las notas tomadas con la escritura apretada de Oliver, cinco tipos distintos de frutas y tres de vegetales, que derivaban de las plantas que crecían en las criaturas.
Dejé a un lado las notas, y me eché hacia atrás en la silla, regodeándome un poco.
¡He aquí el cultivo diversificado y su venganza! Se podía tener carne y productos lácteos, peces, aves, huerta y jardín, todo en uno, ¡todo en el cuerpo de un único animal!
Volví a examinar las notas y hallé lo que buscaba. Los productos alimenticios parecían ser muy abundantes en relación al peso del animal. Muy poco se perdería en el aprovechamiento.
Eso sería algo muy importante para un economista. Pero no todo, por supuesto. ¿Y si las criaturas no eran comestibles?
Supongamos que no se las pudiera mover del planeta, porque al hacerlo murieran.
También recordaba cómo habían venido hacia nosotros y habían caído muertas. Eso en sí era otro verdadero dolor de cabeza.
¿Y si sólo podían comer la vegetación de este planeta?
¿Podría hacérselos crecer en otra parte? ¿Y qué tolerancia tendrían a los distintos tipos de clima? ¿Cuál era su cifra de reproducción? Si era lenta, tal como se había indicado, ¿se podría acelerar? ¿Cuál era la velocidad de crecimiento?
Me levanté, salí de la tienda y estuve parado un rato fuera.
La brisa que había estado soplando se detuvo al caer el Sol, y el lugar estaba muy silencioso. Silencioso porque las únicas que podían hacer huido eran las criaturas, y todavía no habíamos visto que emitieran un solo sonido. Las estrellas brillaban, y había tantas que iluminaban el paisaje como si hubiera luna.
Fui hasta donde el resto de los hombres estaban sentados.
—Parece ser que estaremos aquí algún tiempo —dije—. Mañana deberíamos sacar las cosas de la nave espacial.
Nadie me contestó, pero en el silencio podía sentir la satisfacción, oculta a medias, y el triunfo. ¡Por fin habíamos sacado el premio grande! Volveríamos con algo que haría que los otros equipos palidecieran. Por esta vez nos tocarían las felicitaciones y las recompensas.
Oliver rompió el silencio.
—Algunos de nuestros animales no están bien. Fui esta tarde a verlos. Un par de cobayas y varias ratas.
Me miró acusadoramente.
Me enfadé.
—No me mires. ¡Yo no estoy a cargo de ellos! Me limito a cuidarlos hasta que tú estés listo para usarlos.
Kemper entró en la conversación para buscar una discusión.
—Antes de que los alimentemos deberemos hallar otra criatura.
—Te apuesto cualquier cosa —dijo Weber.
Kemper no aceptó la apuesta.
Y hubiera sido mejor que lo hubiera hecho, porque la criatura apareció después del desayuno, y murió con un savoir faire maravilloso.
Se pusieron a trabajar en ella inmediatamente.
Parsons y yo comenzamos a descargar las vituallas. Nos afanamos mucho ese día. Desembalamos la unidad frigorífica, por la que Weber había estado protestando, para mantener fresca la carne de las criaturas. Bajamos una serie de equipos y una cantidad de cosas que no creo que nos sirvieran para nada, pero que algunos querían tener a mano. Armamos tiendas, trabajamos y cargamos todo el día.
Hacia la tarde teníamos todo acomodado bajo lonas, y estábamos completamente agotados. Kemper siguió estudiando sus bacterias, Weber pasó horas con los animales. Oliver cavó para sacar una buena cantidad de hierba y la estuvo examinando todo el día. Parsons salió a hacer sus habituales paseos, murmurando y protestando. De todos nosotros, Parsons tenía el trabajo más irritante.
Habitualmente, la ecología de hasta el más simple de los planetas es un problema complicado, y hay que hacer una serie de trabajos. Pero aquí no pasaba nada. No había competencia para la supervivencia. Ningún perro se comía al otro. Simplemente había criaturas que comían hierbas. Comencé a esbozar mi informe, sabiendo que iba a tener que ser revisado y reescrito una y otra vez.
Pero estaba ansioso por comenzar. Me sentía impaciente por ver cómo las cosas iban a concatenarme, si bien sabía desde el comienzo que algunas no concordarían. Casi nunca lo hacen. Las cosas fueron bien. Demasiado bien, tal vez. Por supuesto hubo incidentes, como cuando algunos de los animales mordieron las jaulas y desaparecieron. Weber estaba casi a su lado.
—Volverán —dijo Kemper—. Con un apetito como el que tienen, no van a aguantar mucho.
Y tenía razón. Esos animalitos eran las criaturas más hambrientas de la galaxia. Nunca tenían bastante. Y podían comer de todo. No les importaba qué cosas, sino que hubiera en suficiente cantidad.
Ese factor de su metabolismo los tornaba valiosísimos como animales de estudio.
Los otros animales andaban muy bien con los productos de las criaturas. Los carnívoros comían los trozos de carne; los vegetarianos, las frutas y los vegetales. Se mantenían perfectamente bien.
Parecían estar mucho mejor que los animales de control, que prosiguieron su dieta habitual. Incluso las ratas y los cobayas que estaban enfermos, se curaron y se pusieron tan gordos como los otros.
Kemper nos dijo:
—La carne de las criaturas es más que un alimento. Es una medicina. Ya puedo ver los anuncios: Coman [Criatura] para mantenerse bien.
Weber respondió con un gruñido. Nunca había tenido mucho espíritu para las bromas, y ahora las cosas le preocupaban.
Siendo un hombre metódico, había hallado demasiadas situaciones que violaban sus criterios aceptables de la verdad.
Sin cerebro o sistema nervioso. Con posibilidad de morir a voluntad. Indicios de una simbiosis absoluta. Y las bacterias. Creo que lo que le debe de haber parecido peor de todo deben de haber sido las bacterias.
Parecía tratarse de un solo tipo. Kemper había buscado frenéticamente, sin encontrar otros. Oliver las halló en el suelo, Parsons en el agua y en la hierba. El aire, extrañamente, parecía libre de ellas.
Pero Weber no era el único preocupado. Kemper también lo estaba. Esa noche se quedó sentado en la cama, tratando de descargarse de su angustia, contándome sus cuitas.
Y realmente, había elegido el tema más loco del mundo para preocuparse.
—Puede explicarse todo —me dijo— si uno se halla dispuesto a admitir ciertas bases. Es posible explicar la existencia de las criaturas si se está dispuesto a admitir una disposición simbiótica efectuada en escala primaria. Se puede explicar la completa simplicidad de la ecología si se considera que, dado determinado espacio y tiempo, puede pasar cualquier cosa dentro de los límites de la lógica. Es posible imaginar la forma en que las bacterias pueden tomar a su cargo las funciones del cerebro y del sistema nervioso si se llega a la conclusión de que éste es un mundo poseído por las bacterias, y no por las criaturas. Y también es factible considerar que las bacterias, todas y cada una de ellas, forman una inteligencia gigante. Si se acepta tal teoría, las muertes voluntarias se tornan comprensibles, porque realmente no hay tal cosa como la muerte, simplemente es como si alguien se cortara una uña. Y si esto es así, entonces Fullerton ha hallado la inmortalidad, si bien no es del tipo que imaginaba, y a nosotros no nos va a servir de nada. Pero lo que más me intriga —continuó, con una intensa preocupación reflejada en su cara— es la falta de todo tipo de mecanismo tendiente a la defensa. Aun presumiendo que las criaturas no son más que la fachada de un mundo de bacterias, los mecanismos de defensa deberían existir como una forma de protección. Todas las cosas vivas deberían tener una forma de defenderse o de escapar de sus enemigos. Luchan, o pelean, o se ocultan para tratar de preservar sus vidas.
Por supuesto que tenía razón. No solamente las criaturas no se defendían, sino que hasta le ahorraban a uno el trabajo de ir y matarlas.
—Tal vez estemos equivocados —dijo finalmente Kemper—. Tal vez la vida no sea tan valiosa. Tal vez no sea algo a lo que hay que aferrarse, ni por lo que hay que luchar. Tal vez las criaturas, en su forma de morir, están más cerca de la verdad que nosotros.
Y así siguió los siguientes días; dando vueltas y vueltas sobre el mismo tema y sin llegar a ninguna conclusión. Creo que la mayor parte del tiempo no me hablaba a mí, sino que decía las cosas a sí mismo, para tratar de llegar a alguna respuesta.
Y largo rato después de que habíamos apagado la luz, yo también, en mi pensamiento, seguía dando vueltas alrededor de los razonamientos de Kemper, pensando por qué las criaturas venían a morir así, estando en el momento de apogeo de sus vidas. ¿Era el morir un privilegio de los mejor dotados? ¿Habría realmente alguna razón para creer que eran inmortales?
Se me plantearon una serie de interrogantes, pero no hallé las respuestas.
Continuamos con nuestro trabajo. Weber sacrificó algunos de sus animales y los revisé, pero no hallé efectos indeseables a raíz de la alimentación con carne de las criaturas. Se hallaron trazas de las bacterias en su sangre, pero no había rastros de enfermedad, reacciones o formación de anticuerpos. Kemper siguió hacia adelante con sus trabajos sobre las bacterias. Oliver realizó una serie de experiencias con la hierba. Parsons se dio por vencido.
Los animalitos escapados no volvieron, y Parsons y Fullerton salieron para tratar de hallarlos, sin éxito.
Seguí trabajando en mi informe, y los datos comenzaron a coincidir, mucho mejor de lo que jamás hubiera esperado.
Las cosas parecían empezar a integrarse. Nos sentimos muy bien. Nos parecía tener la recompensa en nuestras manos.
Pero creo que a pesar de todo nos quedaban dudas acerca de si las cosas serían tan buenas como aparentaban. ¿Podría ser que realmente no pasara nada malo?
Por supuesto, pasó. Estábamos sentados alrededor de la mesa, después de la comida de la noche, iluminándonos con la luz de la linterna cuando oímos el ruido. Luego me di cuenta de que lo habíamos venido oyendo un rato antes de que tomáramos conciencia de él.
Comenzó en una forma tan progresiva y tan lejana que se nos impuso sin alarmamos. Primero parecía como un suspirar anhelante, como si un viento suave soplara a través de las hojas de un árbol pequeño, y luego fue aumentando hasta un rumor lejano que no daba idea de amenaza alguna. Casi iba a decir algo acerca de que podrían ser truenos y comencé a pensar si no íbamos a ser testigos de un cambio de clima, cuando Kemper se puso de pie y gritó.
No sé qué fue lo que gritó. Tal vez no fuera una palabra definida, pero la forma en que lo hizo nos impulsó a correr con todas nuestras fuerzas a refugiarnos en la nave. Antes de llegar allí, en los pocos segundos que tardamos en alcanzar la escalerilla, ya se podía distinguir, sin lugar a dudas, el origen del sonido, que había cambiado y que ahora era el de cientos de pezuñas que tronaban directamente hacia el campamento.
Estaban casi sobre nosotros cuando llegamos, y no hubo tiempo ni espacio para que trepáramos. Fui el último en alcanzar la nave, y cuando vi que no había tiempo para subir, una docena de posibles planes de escape cruzaron por mi mente. Pero sabía demasiado bien que ninguno de ellos serviría. Entonces vi la cuerda que había quedado colgando en el lugar en que la dejara cuando realicé el trabajo de descargar las cosas, y salté para atraparla. No soy ningún experto en eso, pero les aseguro que trepé con rapidez. Y detrás de mí vino Weber, que tampoco era ningún experto, pero también se estaba arreglando muy bien.
Pensé en la suerte que había tenido cuando no tuve tiempo de descolgar todo el aparejo, y cómo Weber había protestado por no haberlo podido hacer. Casi me di la vuelta para gritarle, pero no tuve fuerzas.
Alcanzamos la portezuela y subimos a la nave. Detrás de nosotros vinieron una serie de animales, en plena espantada, y pasaron por encima del campamento. Parecía que hubiera millones de ellos. Una de las cosas que más miedo me daba era lo silenciosamente que corrían. No había mugidos ni otros ruidos similares; todo lo que podía oírse era el ruido de las patas al trotar. Parecía como si escaparan a raíz de una ciega furia que era demasiado intensa como para que hicieran ruido.
Se desparramaron por miles, tan lejos como la vista podía alcanzar, en las praderas iluminadas por las estrellas, pero la nave espacial, interpuesta en su camino, las dividió. Pasaron una vez, y luego volvieron a pasar, y más allá de la nave dejaron un pequeño sector sin tocar. Pensé que hubiéramos podido quedar a salvo si nos hubiéramos acurrucado en ese sector, pero esa es una de tantas cosas que no se pueden prever.
Esto duró por lo menos una hora. Cuando las criaturas se fueron, bajamos a ver los daños que había sufrido el campamento. Los animales, en sus jaulas, alineadas entre el campamento y la nave, estaban a salvo. Las tiendas estaban en pie, salvo una. La linterna seguía dando luz. Pero todo lo demás estaba destrozado. Nuestras provisiones, pisoteadas. La mayor parte del equipo se había perdido o estaba deshecho. A cada lado del campamento el suelo estaba pisoteado, y parecía un campo recién arado. Todo era un verdadero desastre. Había que pensar que estábamos vencidos.
La tienda que usábamos Kemper y yo como dormitorio estaba de pie, así que las notas que habíamos tomado estaban a salvo. Los animales también estaban bien. Pero eso era todo lo que teníamos: las notas y los animales.
—Necesito tres semanas más —pidió Weber—. Denme tres semanas para completar las pruebas.
—No tenemos tres semanas —le contesté—. Hemos perdido las provisiones.
—¿Y las raciones de emergencia de la nave?
—Eso es para el viaje de vuelta.
—Bien, podemos pasar un poco de hambre.
Nos miró a todos y a cada uno, lanzándonos el reto de hacernos pasar un poco de hambre.
—Yo mismo —dijo— puedo pasarme tres semanas sin comer nada.
—Podríamos comer carne de las criaturas —sugirió Parsons—. Podemos correr un riesgo.
Weber movió negativamente la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Dentro de tres semanas, cuando las pruebas se hayan terminado, entonces puede ser que sepamos.
—Tal vez no necesitemos esas raciones para volver a casa. Tal vez podamos almacenar varios de estos animales y comer tranquilamente en nuestro viaje de vuelta.
Miré alrededor, pero sabía, antes de hacerlo, cuál sería la respuesta.
—Bueno —dije—, probaremos.
—Claro, a ti te parece bien —respondió Fullerton rápidamente—. Tú tienes tu maletín de raciones.
Pero Parsons lo cogió de los brazos y le sacudió tan violentamente que sus ojos bizquearon.
—¡No hablamos así de la dieta de Sutter!
Y luego le soltó.
Nos dispusimos a hacer guardias de dos en dos, puesto que la espantada había estropeado nuestro sistema de alarma, pero ninguno durmió mucho. Estábamos demasiado preocupados.
Personalmente, me preocupaba el porqué de la espantada de los animales. No había nada en el planeta que pudiera asustarlos.
No había otros seres vivos de tamaño grande. No se producían truenos ni relámpagos. En realidad, parecía que no podía existir violencia alguna en el planeta. Y, de acuerdo a lo observado, nada en las criaturas en sí podía predisponerlas a tales estallidos emocionales.
Pero, evidentemente, tenía que existir una razón y un propósito, me dije. Al igual que en el hecho de que se caían muertas delante de nosotros. Pero su propósito, ¿era inteligente o simplemente instintivo?
Eso era lo que más me preocupaba. Me tuvo despierto la noche entera.
Cuando amaneció, una de las criaturas vino hacia donde estábamos y se cayó muerta con toda alegría.
No desayunamos, y cuando llegó el mediodía nadie habló del almuerzo, así que seguimos hacia adelante.
Cuando se hizo casi de noche, subí la escalerilla para buscar algo para comer. No quedaba nada. En vez de las raciones hallé cinco de los punkins más gorditos que puedan imaginarse.
Habían agujereado las cajas de raciones, y se las habían comido.
Los envases no tenían nada dentro. Hasta se habían ingeniado para levantar la tapa de la caja de café, y se habían comido los granos.
Encontré a los cinco sentados en un rincón, pestañeando muy pagados de si mismos. No alborotaron como era su costumbre. Tal vez se daban cuenta de que habían hecho algo malo, o tal vez estaban simplemente ahítos. Por primera vez habían encontrado toda la comida que se les antojara.
Me quedé mirándolos y me di cuenta cómo habían subido a la nave. Me eché la culpa por esto. Si hubiera tomado la precaución de cerrar adecuadamente la compuerta, esto no hubiera sucedido. Pero luego recordé que la soga, colgando por la compuerta abierta, había salvado mi vida y la de Weber, así que no pude decidir si había hecho bien o mal.
Fui hacia donde estaban los punkins, y los levanté. Me puse tres en los bolsillos, y llevé los otros dos en la mano. Bajando de la nave, me dirigí al campamento. Puse los punkins sobre la mesa.
—Aquí están —dije—. Estaban en la nave. Por eso no pudimos encontrarlos. Subieron por la soga.
Weber los observó detenidamente.
—Parecen bien alimentados. ¿Nos dejaron algo?
—Ni una migaja. Se lo comieron todo.
Los punkins estaban muy contentos. Evidentemente se alegraban de volver a vernos. Después de todo, ya se habían comido las raciones, así que no parecía haber razón para que continuaran a bordo.
Parsons tomó un cuchillo y se dirigió hacia la criatura que había muerto esa mañana.
—Muchachos —dijo—, ahora veremos.
Cortó grandes trozos de carne y los puso sobre la mesa. Luego encendió el fuego. Me tuve que ir a mi tienda tan pronto como comenzó a cocinar, pues nunca había olido algo tan exquisito como esos trozos de carne.
Saqué mi maletín, me preparé una mezcla gelatinosa y comencé a comerla, sintiendo mucha pena por mí mismo. Kemper vino, después de un rato, y se sentó en su jergón.
—¿Quieres que te cuente algo? —me preguntó.
—Hazlo —le dije, resignadamente.
—Es riquísima. Tiene de todo lo que has comido en tu vida. Tres distintos tipos de carne, un trozo de pescado y algo que se parecía a la langosta, sólo que más rica. Y en ese arbusto que les crece en la mitad de la espalda hay una fruta…
—Y mañana te caerás muerto.
—No lo creo —contestó Kemper—. Los animales han vivido muy bien con esta comida. No es en absoluto dañina.
Todo continuó indicando que Kemper tenía razón. Entre los animales y los hombres se comían una criatura por día. A ellas no parecía importarles. Eran de lo más complacientes. Todas las mañanas se acercaba una, que caía muerta para nosotros.
La forma en que comenzaron a comer los animales y los hombres fue positivamente indecente. Parsons cocinaba distintas formas de carnes, de aves, de peces, de vacuno y de todo lo que se les ocurra. Preparaba enormes fuentes de vegetales.
Llenaba otra con frutas. Preparaba comidas con panales de miel, y todos lamían el plato. Se sentaban alrededor de la mesa, desabrochaban sus cinturones para dejar lugar a los abultados estómagos, que palmeaban con una fruición que me desesperaba.
Pensaba que de un momento a otro iban a presentar desagradables erupciones, que se iban a poner verdes con manchas azules o algo por el estilo. Pero no pasó nada. Engordaban, tal como lo hacían los animales. Se sentían mejor que nunca.
Pero una mañana Fullerton amaneció enfermo. No podía levantarse de la cama y ardía de fiebre. Parecía que hubiera sido atacado por el virus de Centauro, pero habíamos sido vacunados contra él. De hecho, habíamos sido vacunados e inmunizados contra casi todo. Cada vez que íbamos a partir para una expedición nos llenaban de inyecciones.
Al principio no me preocupé demasiado, pues me pareció que lo más lógico era que estuviera sufriendo las consecuencias de la sobrealimentación.
Oliver, que sabía algo de medicina, pero no demasiado, sacó el botiquín de la nave a relucir, y le dio a Fullerton una buena dosis de antibiótico que se aseguraba obraba maravillas prácticamente siempre.
Seguimos haciendo nuestro trabajo, pensando que se pondría bien en uno o dos días, pero no fue así.
En realidad, más bien se puso peor.
Oliver revisó los medicamentos existentes, leyendo cuidadosamente los prospectos, pero no pudo hallar nada que sirviera para el caso. Luego leyó de cabo a rabo el manual de primeros auxilios. Solamente traía indicaciones para curar piernas rotas o hacer la respiración artificial, y otras cosas simples por el estilo.
Kemper había estado ocupado con mucho trabajo, así que le pidió a Oliver que tomara una muestra de sangre del enfermo.
Cuando la observó por el microscopio, hallé que hervía de bacterias, tales como las que habían hallado en las criaturas. Oliver tomó unas muestras más de sangre, y Kemper hizo varias preparaciones con ellas, y no había dudas sobre el caso.
Para ese momento, nos hallábamos reunidos alrededor de la mesa, observando a Kemper y esperando el veredicto. Creo que todos pensábamos lo mismo.
Fue Oliver el primero que se decidió a decirlo en voz alta:
—¿Quién quiere ser el próximo? —preguntó.
Parsons se adelantó, y Oliver le tomó la muestra. Esperamos ansiosamente.
—También están en tu sangre —le dijo Kemper a Parsons—. No en tan gran cantidad como en la de Fullerton.
Uno tras otro se fueron adelantando. Todos teníamos bacterias en la sangre, pero en mi caso la cantidad era mucho menor.
—Son las criaturas —dijo Parsons—. Bob no ha comido su carne.
—Pero si las altas temperaturas de la cocción matan… —comenzó a decir Oliver.
—Eso no se puede asegurar. Estas bacterias pueden ser muy adaptables. Tal vez hagan el trabajo de miles de otros microorganismos. Son una especie de comodín, de sirve-para-todo. Pueden adaptarse, enfrentarse a situaciones completamente nuevas. No han debilitado sus defensas debido a la especialización.
—Además —dijo Parsons—, no cocinamos todo. No cocemos las frutas, por ejemplo. Y la mayoría de vosotros arma una batahola si la carne no está medio cruda.
—Lo que no puedo comprender es por qué atacó a Fullerton —dijo Weber—. ¿Por qué tiene mayor producción que cualquiera de nosotros? Comenzó a comer los animales al mismo tiempo que todos.
Recordé aquella ocasión, cerca del arroyo.
—Comenzó antes —les expliqué—. No tenía más mondadientes, así que comenzó a masticar los tallos de hierba. Lo vi hacerlo.
Sé que la cosa no era nada agradable. De todas formas, debían de pensar que en una o dos semanas tendrían un grado de infección similar al de Fullerton. Pero no veía cómo podía no decírselo. Hubiera sido criminal no haberlo hecho. No había forma de reflexionar demasiado en un momento así.
—No podemos dejar de comer criaturas —contestó Kemper—. Es toda la comida que tenemos. No hay nada que podamos hacer.
—Si volviéramos a casa ahora mismo —dije—. Tenemos mi maletín de raciones especiales.
No me dejaron terminar de ofrecerles lo mío. Me golpearon en la espalda, luego se golpearon entre ellos y se rieron como locos.
No es que fuera gracioso. Simplemente necesitaban reírse de algo.
—No nos serviría de nada —dijo Kemper—. Algo te robamos ya. Además, tu maletín no alcanzará hasta que lleguemos a casa.
—Podríamos probar —dije.
—Tal vez sea un trastorno transitorio —comentó Parsons—. Un poco de fiebre y nada más. Tal vez esté alterado por el cambio de dieta.
Esperamos que así fuera.
Pero Fullerton no mejoró.
Weber tomó muestras de sangre de los animales, y tenían una cantidad de bacterias tan alta como Fullerton. Mucho más alta que en el recuento anterior.
Weber se echó la culpa a sí mismo.
—Debería haber tomado muestras más a menudo. Tal vez día por medio.
—¿Y de qué hubiera servido? —preguntó Parsons—. Aunque así lo hubieras hecho, igual hubiéramos comido carne de las criaturas. No teníamos otra posibilidad.
—Tal vez no sean las bacterias —dijo Oliver—. Podría ser que nos estuviéramos apresurando a sacar conclusiones. Tal vez Fullerton tenga otra enfermedad.
Weber se animó un poco.
—¡Exacto! Los animales están muy bien de salud.
Realmente, estaban contentos y animados, en el mejor de los mundos.
Esperamos. Fullerton no empeoró ni mejoró. Y luego, una noche, desapareció.
Oliver, que lo estaba cuidando, se adormeció durante un rato. Parsons, que estaba de guardia, no oyó nada.
Lo buscamos durante tres días. No podía haber ido demasiado lejos, pensamos. Seguramente había ido de un lado a otro, debido al delirio, y era muy posible que sus fuerzas no le hubieran permitido cubrir una distancia grande. Pero no lo encontramos.
Sin embargo, encontramos una cosa muy rara. Era una especie de esfera, de una rara sustancia, de color blanco y apariencia fresca. Su diámetro era de un metro y cuarto, aproximadamente. La hallamos en el fondo de una hendidura, fuera de la vista, como si alguien la hubiera puesto allí para esconderla.
La observamos cuidadosamente, tocándola y desplazándola de aquí para allá, mientras nos preguntábamos qué sería, pero la verdad es que estábamos buscando a Fullerton, y no nos preocupamos demasiado de investigar. Luego, pensamos todos, tendríamos tiempo para tratar de determinar su naturaleza.
Entonces los animales comenzaron a tener fiebre, uno tras otro, salvo los controles, que habían comido alimentos habituales hasta la noche de la espantada, que destruyó nuestras raciones.
Después de eso, por supuesto, todos comieron las criaturas. Pasados dos días, la mayoría de los animales había enfermado. Weber se puso a examinarlos, casi sin tomarse tiempo para descansar. De más está decir que ayudamos en todo lo que pudimos.
Las preparaciones hechas con la sangre revelaron la presencia de una gran cantidad de bacterias. Weber comenzó una disección, pero no la terminó.
Una vez que hubo abierto al animal, dio una mirada rápida y lo tiró a la lata de desperdicios. Lo vi, pero no creo que los otros también lo hubieran visto. ¡Estábamos tan ocupados!
Le pregunté por eso más tarde, cuando nos encontramos solos durante un momento. Bruscamente, cortó la conversación.
Esa noche me acosté temprano porque tenía el segundo turno de guardia. Me pareció que sólo había cerrado los ojos cuando escuché un alboroto que me puso la carne de gallina.
Salté de la cama y tanteé buscando los zapatos. Para entonces, Kemper había salido fuera de la tienda.
Los animales estaban en medio de un loco frenesí, tratando de liberarse, mordiendo las barras de las jaulas y lanzándose unos contra otros en una especie de ciego furor. Todo esto en medio de chillidos y gruñidos. El escucharlos daba miedo. Weber se lanzó entre ellos, con una jeringa en la mano.
Después de un rato que nos pareció larguísimo, quedaron muy tranquilos. Algunos se escaparon, pero el resto dormía pacíficamente.
Tomé una de las armas y me mantuve vigilando mientras el resto de los hombres volvió a la cama.
Me quedé cerca de las jaulas, paseándome de un lado a otro porque estaba demasiado tenso como para poder estar sentado.
Me parecía que entre la fuga de Fullerton y el frenesí de los animales para escapar había mucho en común.
Traté de pasar revista mentalmente a lo que había visto en ese planeta, y me di cuenta que me empantanaba en cuanto quería que las cosas tuvieran una ilación lógica. La línea de pensamiento siempre me llevaba a lo que había dicho Kemper acerca de la falta de mecanismos de defensa en las criaturas.
Tal vez, me dije, realmente tenían un mecanismo de defensa, después de todo. El más sutil, impalpable, extraño de aquellos que el hombre pudiera haber hallado jamás.
Tan pronto como el campamento se puso en actividad, me dirigí hacia mi tienda para echarme un rato, tal vez, para echar un sueñecito.
Agotado, dormí varias horas. Kemper me despertó. Era por la tarde, y los últimos rayos del Sol se veían a través de la abertura de la tienda. La cara de Kemper estaba contraída.
Parecía que hubiera envejecido desde la última vez que lo vi, hacía menos de doce horas.
—Se están enquistando —dijo, desesperado—. Se están convirtiendo en larvas, en crisálidas, en…
Me senté, rápidamente.
—¡Lo que encontramos ayer!
Asintió.
—¿Fullerton?
—Iremos allí. Los cinco. Dejaremos el campamento y los animales solos.
Tuvimos dificultades para encontrarlo, puesto que el terreno era tan plano y monótono que no se encontraban marcas.
Pero finalmente lo localizamos, mientras el crepúsculo comenzaba a acentuarse.
La esfera se había dividido en dos, no en forma regular, sino siguiendo una línea dentada. Parecía un huevo incubado, del que fuera a salir un pollito.
Las mitades estaban allí, en la oscuridad creciente, en el silencio que reinaba bajo las relucientes estrellas. Un último adiós y un nuevo comienzo, un terrible hecho extraño.
Traté de decir algo, pero me hallaba tan atontado que no estaba completamente seguro de lo que debía de decir. De todas formas, las palabras murieron en mi boca y en la torpeza de mi lengua, antes de que pudiera pronunciarlas.
Porque no eran solamente las dos mitades del extraño huevo, sino las marcas de la depresión, la impresión de lo que había estado allí, borradas y distorsionadas por lo que luego le había pasado. Volvimos al campamento.
Alguien, creo que fue Oliver, encendió la linterna. Estábamos anonadados, no nos sentíamos capaces de mirarnos. Sabíamos que no era momento de discusiones, que no había forma de especular o negar lo que habíamos visto a la luz mortecina del crepúsculo.
—Bob es el único que tiene alguna oportunidad de salvarse —dijo Kemper, en la forma más concisa que le fue posible—. Creo que debe de irse ya. Alguien debe de volver a Caph. Alguien debe de poder contarles lo que pasó.
—Tenías razón —le dije con una voz que era poco más que un susurro. ¿Recuerdas cómo te preocupaba el hecho de que no tuvieran mecanismos de defensa?
—Por supuesto que los tienen —acordó Weber—. El mejor de todos. No hay forma de vencerlos. No te combaten. Te absorben. Te convierten en uno de ellos. No me extraña que en este planeta sólo existan estas criaturas. No me extraña que la ecología sea tan simple. Son capaces de determinar exactamente cómo es uno desde el instante en que pone el pie en este planeta. Si se toma un sorbo de agua, si se masca un trozo de hierba, si se come un trozo de carne, uno queda en su poder.
Oliver salió de la oscuridad y caminó cruzando el círculo de luz de la linterna. Se paró frente a mí.
—Aquí tienes tu maletín y las notas —me dijo.
—¡Pero no puedo abandonaros!
—¡Olvídate de nosotros! —protestó Parsons—. No somos seres humanos… En unos pocos días…
Cogió la linterna y fue hacia las jaulas, manteniendo la luz alta para que pudiéramos ver.
—Miren —dijo.
No había animales. Solamente vi las larvas, las pequeñas criaturas y las larvas que se partían por la mitad.
Vi que Kemper me miraba, y, por encima de todas las cosas, vi la compasión reflejada en su rostro.
—No quieras quedarte —me dijo—. Si lo haces, dentro de uno o dos días va a venir una de las criaturas, va a caer muerta frente a ti, y te vas a volver loco en el viaje de vuelta, tratando de saber si era uno de nosotros.
Se fue. Todos se fueron, y súbitamente me di cuenta de que estaba solo.
Weber había encontrado un hacha en alguna parte, y ahora estaba recorriendo la hilera de jaulas, rompiéndolas para dejar salir a las pequeñas criaturas.
Fui lentamente hasta la nave y me detuve al pie de la escalerilla, manteniendo el maletín y las notas fuertemente apretados contra mi pecho.
Me di la vuelta, los miré uno a uno y entonces me pareció que no iba a ser capaz de dejarlos.
Pensé en lo que habíamos vivido juntos, y cuando traté de recordar algo especifico, en lo único que pude pensar fue en las veces y veces que me gastaban bromas por mi maletín de la dieta.
Y recordé las ocasiones en que tenía que irme y comer solo, para no sentir el olor de lo que estaban comiendo. No olvidé ninguno de los diez años en que había estado comiendo esa porquería de papilla, y que nunca podría comer como un ser humano, porque tenía el estómago ulcerado.
Tal vez ellos fueran los afortunados, me dije. Si un ser humano se transformaba en una criatura, probablemente tendría un estómago sano, y jamás deberían de preocuparse por cuánto o qué comía. Las criaturas nunca comían otra cosa que hierba, pero tal vez esa hierba les sabía tan magníficamente como a nosotros un trozo de carne o un pastel de calabaza.
Me quedé un rato inmóvil, pensando. Luego tomé el maletín de mi dieta y lo tiré tan lejos como pude. Arrojé las notas al suelo.
Volví al campamento y al primero que vi fue a Parsons.
—¿Qué has hecho para cenar? —le pregunté.