LA JIRAFA AZUL

L. Sprague De Camp

Athelstan Cuff vio con asombro, para decirlo suavemente, que su hijo estaba llorando. No era que tuviera ideas exageradas acerca del estoicismo de Peter, pero la verdad era que nunca lloraba. Es cierto que, para ser un chico de doce años, tenía un control de sí mismo que a veces podía llegar a confundirse con hosquedad. Y ahora estaba lloriqueando. Debía de estar sucediendo algo terrible. Cuff dejó a un lado el manuscrito que estaba leyendo. Era el editor de la Revista Biológica; su figura era la de un macizo inglés, con cabello prematuramente blanco, y una fuerza física que parecería corresponder a trabajos más pesados. Parecía un poco una langosta de mar, que ha sido ya hervida una vez y que no desea repetir la experiencia.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

Peter se secó los ojos y miró a su padre con aire calculado. Cuff deseaba, a veces, que no fuera tan racional. Un poco de locura de niño hubiera venido bien en ciertas circunstancias.

—Vamos, vamos, amigo, ¿qué pasa? ¿De qué sirve tener padre si no se le dice lo que sucede?

Peter finalmente lo largó.

—Algunos tipos —se interrumpió para sonarse la nariz. Cuff pestañeó un poco molesto por el lenguaje. Su única objeción a la venida a Norteamérica lo constituía el lenguaje que su hijo comenzaba a adoptar. Como no creía en la utilidad de estar permanentemente señalándoselo a Peter, trataba de sufrir en silencio.

—Algunos tipos dicen que no eres mi padre…

Al fin lo había dicho, pensó Cuff, tal como iba a suceder tarde o temprano. No debía haber pospuesto la revelación al niño durante tanto tiempo.

—¿Qué quieres decir? —dijo enojado.

—Dicen —sniff— que me adotaste.

Cuff hizo un esfuerzo.

—¿Y qué hay con eso? —Trató de que la situación estuviera cubierta por el desprecio que manifestaba hacia la mala pronunciación.

—No te entiendo. ¿Cómo «y qué hay con eso»?

—Por supuesto que me entiendes. No veo cuál es el problema. No hay un ápice de diferencia para tu madre o para mí, así que no veo por qué ha de haberla para ti.

Peter quedó un rato pensativo.

—¿Podrías mandarme lejos algún día, porque soy adotado?

—¿Así que eso es lo que te preocupa? Por supuesto que no. Legalmente eres tan hijo nuestro como… el que más. Pero ¿qué pudo darte la idea de que te íbamos a mandar lejos? Me gustaría encontrarme con alguien que quiera separarte de nosotros.

—No, simplemente me preguntaba.

—Bueno, uno siempre imagina cosas. No queremos mandarte lejos. Y, aunque quisiéramos, no podríamos hacerlo. Todo está perfectamente bien, créeme. Muchas personas son adoptadas y a nadie le importa. No te molestaría si alguien tratara de gastarte bromas porque tienes una nariz, dos ojos y una boca, ¿verdad?

Peter había vuelto a recobrar la calma.

—¿Cómo sucedió?

—Es una larga historia. Te la contaré si lo deseas.

—Sí.

—Ya te he contado —comenzó Athelstan Cuff— que, antes de venir a Norteamérica, trabajé durante varios años en Sudáfrica. También te conté cómo mis tareas se referían a los elefantes, leones y otros animales, y la manera en que llevé algunos rinocerontes de Swazilandia al Parque Kruger. Pero nunca te he hablado acerca de la jirafa azul.

Alrededor de 1940, varios gobiernos de Sudáfrica consideraban la creación de un parque que no fuera meramente una reserva para turistas, sino un área, mantenida en estado de completo salvajismo natural, para el uso exclusivo de científicos y otros estudiosos. Finalmente se eligió el delta del río Okavango, en Ngamilandia, puesto que era una zona suficientemente grande y poco poblada.

Las razones por las que tenía pocos habitantes eran bien simples: a nadie le gusta establecerse en un lugar en que no es nada raro encontrar la casa y la granja debajo de un metro de agua, de la noche a la mañana. Y también es irritante ir a pescar a un lago que uno conoce bien, para encontrarse con que se ha convertido en una extensión de césped, donde comienzan a brotar los árboles.

Por tales razones, los batawana, que era la tribu en cuyas tierras se hallaba el delta, dejaron lentamente esta caprichosa extensión de tierra pantanosa al elefante y al león. Los pocos batawana que vivían en y cerca del delta fueron indemnizados y adecuadamente trasladados. Las oficinas representantes del poder de la Corona en el Protectorado de Bechuanalandia dictaron las leyes que se requerían contra la enajenación de las tierras tribales permitiendo la ocupación del delta y territorios adyacentes, y denominaron al lugar Parque Jan Smuts…

Cuando Athelstan Cuff se bajó del tren en Francistown, en septiembre de 1976, la lluvia de primavera desprendía una nubecilla de humo de la plataforma. Un negro, vestido con ropas color kaki, apareció saliendo de la sombra y le dijo:

—¿Es usted Mr. Cuff, de Ciudad del Cabo, verdad? Yo soy George Mtengeni, el alcalde de Smuts. Mr. Opdyck me escribió avisándome de su llegada. El auto está al llegar.

Cuff le siguió. Había oído hablar de George Mtengeni. No era un chwana, sino que era un zulú de cerca de Durban. Cuando se había fundado el parque, los batawana habían considerado que el alcalde debería de elegirse entre los tawana. Pero los makoba, que estaban muy decididos a cuidar su independencia de sus amos previos, los batawana, insistieron en que fuera uno de los suyos. Finalmente, la oficina correspondiente había zanjado el pleito eligiendo a un hombre de otra tribu. Mtengeni tenía la piel renegrida y la nariz delgada que se hallaba en tantos miembros de los kaffir bantú. Cuff pensó que probablemente el alcalde tenía una mala opinión de los chwana en general y de los batawana en particular.

Subieron al auto. Mtengeni dijo:

—Espero que no le importe tener que viajar tanto. Lamento que no haya podido venir antes; ahora las tierras bajas están completamente anegadas.

—Ya veo —dijo Cuff—. ¿Cómo está el Mababe este año?

Se refería a la hondonada conocida como lago, pantano o depresión, dependiendo de la cantidad de agua que alojara en un momento dado.

—El Mababe es un lago ahora, un bello lago lleno de árboles sumergidos y de hipopótamos. Creo que el Okavango se desplaza nuevamente hacia el norte. Eso significa que el lago Ngami se volverá a secar.

—Indudablemente. Pero, dígame, ¿qué hay acerca de esa jirafa azul? La carta tenía muy pocos informes.

Mtengani sonrió, mostrando sus blancos dientes.

—Apareció en el borde del bosque Mopane hace unos diecisiete meses. Ése fue el comienzo. Desde entonces han sucedido otras cosas raras. Si le hubiera escrito acerca de ellas, seguro que habría ido a la oficina de la Corona diciendo que el alcalde tenía una depresión nerviosa. Lamento tener que mezclarlo en esto, pero me han dicho que no pueden mandar a nadie a investigar.

—Oh, está bien —contestó Cuff—. Me alegré de irme de Ciudad del Cabo, de todas formas. Y no hemos tenido que investigar nada raro desde que Hickey desapareció.

—¿Desde que quién desapareció? Lo siento, no puedo estar al tanto de todo lo que pasa.

—Eso pasó hace mucho tiempo. Antes de su época e incluso de la mía. Hickey era un científico que se internó en el Kalahari con un camión y un guía xosa, y desapareció. Lo buscaron por toda la región, pero nunca pudieron hallar el más mínimo rastro y la arena cubrió las huellas del camión. Una desaparición verdaderamente rara.

La lluvia seguía mojándolos mientras se internaban en la carretera. Hacia delante, más allá de la cortina de lluvia, se hallaban las vastas praderas de la parte norte de Bechuanalandia, con sus grandes depresiones, y aún más lejos se suponía que existía una jirafa azul, entre otras cosas.

La estructura de acero de la torre vibró mientras subían. Cuando se hallaron arriba, Mtengeni dijo:

—Se puede ver… hacia allá… hacia el oeste… al otro lado del bosque. Eso es a unos treinta kilómetros.

Cuff esforzó la vista.

—Realmente tienen un buen panorama desde aquí. Pero hay demasiada niebla más allá del bosque para ver nada.

—Siempre sucede así, a menos que tengamos buen viento. Allí está el limite de las ciénagas.

—Estoy realmente asombrado de que pueda cuidar de una zona tan grande estando solo.

—¡Oh, bien! Los bechuana no dan mucho trabajo. Son honestos… Hasta yo tengo que admitir que tienen algunas buenas cualidades. De todas formas, es fácil internarse en el delta sin perderse en las ciénagas. Tal vez alguien pueda perderse, claro. Le mostraré todo, pero será mejor que los bechuana no se enteren. Mire, Mr. Cuff, allí está nuestra jirafa azul.

Cuff se sobresaltó. Mtengeni era evidentemente el tipo de hombre que anunciaría un terremoto tan simplemente como si fuera la llegada del correo matutino.

A poca distancia de la torre, una media docena de jirafas se movían lentamente en el bosque, alimentándose de las hojas de los árboles. Cuff dirigió los prismáticos hacia ellas. En medio del pequeño rebaño se hallaba la jirafa azul. Cuff parpadeó y volvió a mirar. No había dudas: el animal era de un azul brillante, como si alguien lo hubiera pintado. Athelstan Cuff sospechó que eso era lo que había sucedido. Le comentó su idea a Mtengeni.

El alcalde se encogió de hombros.

—Eso sí que sería una forma rara de divertirse. Sin mencionar que también tendría sus riesgos. ¿Vio algún otro detalle raro en las otras?

Cuff miró nuevamente.

—Sí… ¡caramba!, una de ellas tiene una barba, como un chivo; sólo que de casi dos metros de largo, por lo menos. Dígame, George, ¿qué pasa aquí?

—Yo mismo no lo sé. Mañana, si quiere, le mostraré una de las formas de internarse en el delta. Pero eso queda bastante lejos, así que será mejor que llevemos provisiones para unos dos o tres días.

Mientras viajaban hacia el Tamalakane, pasaron cuatro hombres de los batawana, de aspecto triste y color marrón rojizo, con un atuendo mitad nativo y mitad europeo. Mtengeni hizo que el auto aminorara la marcha para poder mirarlos bien, pero no hallaron evidencias de que hubieran estado cazando ilegalmente.

Mtengeni dijo:

—Desde que los esclavos makoba se liberaron han entrado en… declinación, por así decir. Tienen demasiado orgullo para trabajar.

Se apearon cerca del río.

—No podemos cruzar con el vehículo el vado en esta época del año —explicó el alcalde, cerrando las puertas del auto—. Pero podremos vadear el curso de agua un poco más adelante.

Comenzaron a seguir el sendero, ajustándose las cargas. No había mucho que ver. La visión estaba impedida por las plantas del pantano, altas y de tallos carnosos. El único sonido que se escuchaba era el zumbido de los insectos. El aire ya se sentía caluroso y húmedo, a pesar de que el sol había salido hacía apenas media hora. Las moscas picaban, pero los hombres se habían acostumbrado. Simplemente daban un manotazo y esperaban a ser picados de nuevo.

Hacia delante se sentía un ruido gorgoteante, como si a una sirena le hubiera entrado agua en el mecanismo. Cuff dijo:

—¿Cómo andan los hipopótamos este año?

—Muy bien. Hay algunos en especial que quisiera que viera. ¡Ah!, aquí estamos.

Habían llegado a un lugar donde las aguas estaban tranquilas. Un hipopótamo repetía su bramido. Cuff vio que había otros, de los cuales se veían solamente las orejas y los hocicos. Uno de ellos se estaba moviendo; Cuff podía ver la pequeña estela en forma de V que surgía de su casi sumergida cabeza. Alcanzó la orilla y salió tambaleándose, chorreando estrepitosamente.

Cuff parpadeó.

—Debo de tener mal los ojos.

—No —dijo Mtengeni—. El hipopótamo… eso es lo que quería que viera.

Era verde y con manchas rosadas.

Miró a los hombres gruñendo con sospecha, y luego volvió a meterse en el agua.

—Todavía no puedo creerlo —dijo Cuff—. Vamos, hombre, esto es imposible.

—Verá más cosas —dijo Mtengeni—. ¿Seguimos?

Hallaron un lugar donde debían vadear; y lucharon con los rápidos hasta cruzar. Entonces comenzaron otra vez a seguir una senda casi borrada. No se oía otra cosa que sus pisadas, el zumbar de los insectos y el ocasional grito de un ave o el paso de un gamo a través de la vegetación.

Caminaron durante algunas horas. De repente, Mtengeni dijo:

—Cuidado. Hay un rinoceronte cerca.

Cuff se preguntó cómo haría el zulú para saberlo, pero de todas formas tuvo cuidado. Poco después llegaron a un claro, donde pudieron ver al animal.

No los distinguió a lo lejos, y no había brisa que pudiera hacerle llegar el olor. Tal vez los oyó, porque levantó la cabeza del pasto donde comía y gruñó una vez, con un ruido similar al de una locomotora. Tenía dos cabezas.

Trotó hacia donde estaban, olfateando.

Los hombres extrajeron los rifles.

—¡Dios mío! —dijo Athelstan Cuff—. Espero que no tengamos que matarlo. ¡Dios mío!

—No creo —dijo el alcalde—. Es Tweedle. Lo conozco bien. Si se acerca demasiado, apúntele a la base del cuerno. Saldrá corriendo en seguida.

—¿Tweedle?

—Sí. La cabeza de la derecha es Tweedledee —dijo Mtengeni solemnemente—; la de la izquierda, Tweedledam; a todo rinoceronte lo llamo Tweedle.

Las dos cabezas seguían acercándose. Mtengeni dijo:

—Observe —movió la mano y gritó—: ¡Fuera! ¡Bobo!

Tweedle se detuvo y volvió a bufar. Luego comenzó a dar vueltas en circulo, como un ratón que bailara el vals. Vueltas y vueltas.

—Mejor será que sigamos hacia adelante —dijo Mtengeni—. Va a seguir así durante horas. Verá, Tweedledee es pacífico, pero Tweedledam es peleador. Cuando le grito a Tweedle, Tweedledam quiere agredir, pero Tweedledee quiere escapar. Por tanto, las patas de la derecha van hacia adelante y las de la izquierda van hacia atrás. Tweedle, entonces, da vueltas. Le lleva bastante tiempo llegar a decidir qué va a hacer.

—¡Recórcholis! —dijo Athelstan Cuff—. Dígame, ¿tienen algunos animales más como éste en este lugar?

—¡Oh, sí, muchos! Por eso pienso que debe hacer algo. ¡Hacer algo acerca de esto! —Cuff se preguntó si esto era una conmovedora prueba de confianza en el hombre blanco, o de si Mtengeni lo había hecho venir para divertirse viéndolo correr en inútiles círculos. Mtengeni no daba señales de qué era lo que pensaba.

Cuff dijo:

—George, no puedo comprender por qué alguien no investigó todo esto antes.

Mtengeni se encogió de hombros.

—Traté de que alguien viniera, pero el gobierno no quiso mandar a nadie, y las expediciones científicas no han estado por aquí desde hace muchos años. No sé por qué.

—Yo creo que si lo sé —dijo Cuff—. Antiguamente, la gente, aun la de los países más civilizados, consideraba que un viaje era un proceso dificultoso, así que no le importaba afrontar una serie de problemas. Pero ahora, que se puede llegar a tantas partes en forma cómoda y descansada, a nadie se le ocurre plantearse un viaje a un lugar tan fuera de lo conocido y tan privado de comodidades como Ngamilandia.

Comenzó a sentirse, dominando el del pantano, un olor de carroña. Mtengeni señaló el esqueleto de una corza, a quien todavía no habían descubierto los buitres.

—Por esto es por lo que necesito que arregle esta situación —dijo el encargado. Había una nota de real preocupación en su voz.

—¿Qué quiere decir, George?

—Mire las patas.

Cuff miró. Las patas delanteras eran solamente la mitad de largas que las traseras.

—Ese animal… —dijo el zulú—. Era natural que no pudiera vivir mucho. En el parque los animales así no son raros. En diez o veinte años mis animales morirán por cosas como ésta. ¿Y entonces, qué?

Se detuvieron cuando anochecía. Cuff se alegró. Hacía largo tiempo que no recorría entre veintidós y veintitrés kilómetros en un día. Tenía miedo de encontrarse envarado al día siguiente. Miró el mapa, tratando de orientarse. Pero los cartógrafos jamás intentaron seguir las huellas de las multifacéticas alteraciones de las ramas del Okavango, y se habían limitado a llenar el delta con pequeños puntos azules y líneas segmentadas que querían decir terreno pantanoso. En todas direcciones se veía un monótono panorama de agua y tierra. Los dos elementos estaban íntimamente unidos.

El zulú buscaba un lugar seco en que no hubiera serpientes. Cuff oyó que de repente gritaba:

—¡Tonto! —y le tiraba un terrón duro a lo que parecía ser un tronco. El tronco abrió un enorme par de mandíbulas y se deslizó hacia el agua, silbando indignado.

—Es mejor que hagamos un gran fuego —dijo Mtengeni, mientras buscaba unos leños secos—. No queremos que un cocodrilo o un hipopótamo se nos meta equivocadamente en la tienda.

Luego de comer pusieron en marcha el eliminador de insectos automático, inflaron los colchones y se dispusieron a conciliar el sueño. Hacia el oeste se oyó el rugido de un león. Eso es algo que un habitante de África, nativo o no, no desea escuchar mientras se halla a pie. Pero los hombres no se preocuparon. Los leones no se internaban en las zonas pantanosas. Los mosquitos presentaban un problema más inmediato.

Muchas horas después, Athelstan Cuff oyó a Mtengeni levantarse.

El cuidador dijo:

—Recordé un lugar alto, a un kilómetro y medio, donde hay mucha leña. Voy a tratar de encontrarlo.

Cuff escuchó los pasos de Mtengeni, que se alejaba. Luego el ruido de su propia respiración, pero más tarde oyó algo más. Sonaba como si fuera un grito humano.

Se levantó y trató de ponerse las botas rápidamente. Buscó desesperadamente la linterna, pero Mtengeni se la había llevado.

Luego volvió a oír el grito.

Cuff tanteó hasta encontrar su rifle y su cartuchera en la oscuridad, y salió. Había suficiente luz como para hallar el camino, si se era cuidadoso. El fuego casi se había apagado. Los gritos parecían venir en dirección opuesta a la que había tomado Mtengeni. Eran agudos, como si fueran los de una mujer.

Caminó en esa dirección, encontrando en el camino irregularidades que le hicieron tropezar y finalmente caer en un hoyo de agua. Ahora oía mejor los gritos. No eran en idioma inglés. También se oía una especie de ronquido.

Halló el lugar. Había un pequeño árbol, en cuyas ramas alguien se había encaramado. Debajo del árbol se movía una figura voluminosa. Cuff pudo distinguir unos cuernos, y por tanto consideró que se tenía que enfrentar con un búfalo.

Odiaba tener que disparar. Para un oficial al cuidado del parque, esto era verdaderamente desagradable. Por otra parte, no veía como para apuntar a una zona vital, y no le parecía nada bien la idea de tener que buscar a un búfalo herido en la oscuridad. Podían moverse con la agilidad de los caballos de carreras, aun a pesar de lo intrincado del lugar.

Pero no podía abandonar en esa situación a un tonto, o a una indefensa mujer nativa. El búfalo, si estaba realmente furioso, esperaría durante días, hasta que su víctima se debilitara y cayera al suelo. O daría topetazos contra el árbol, hasta que se desprendiera quien se refugiaba. O trataría de trepar y clavar sus cuernos en la víctima.

Athelstan Cuff disparó sobre el búfalo. Éste se tambaleó y cayó al suelo.

La víctima bajó rápidamente, dando una serie de expresivas gracias en idioma xosa. En un xosa aún peor que el del inglés que la había salvado. Cuff se preguntó qué hacia aquí, a casi mil quinientos kilómetros de la región de los maxosa. Presumió que era una nativa, si bien estaba demasiado oscuro como para ver. Le preguntó si hablaba inglés, pero no pareció entenderlo, así que pasó al dialecto bantú.

—¿Uveli phi na? —le preguntó seriamente—. ¿De dónde vienes? ¿No sabes que no se permite entrar en el parque sin un permiso especial?

—Izwe kamafene wabantu —replicó ella.

—¿Cómo dices? Nunca oí hablar de tal lugar. ¡Tierra de los babuinos! ¿A qué tribu perteneces?

—Ingwanza.

—¡Que eres una cigüeña blanca! ¿Ésta es tu idea de una broma?

—No dije que fuera una cigüeña blanca. Ingwanza es mi nombre.

—No te pregunté tu nombre. Te pregunté a qué tribu perteneces.

—Umfene umfazi.

Cuff controló su exasperación.

—Bien, bien, eres una mujer babuino. No me interesa a qué clan perteneces. ¿Cuál es tu tribu? ¿Los batawana, los bamang-wato, los bangwaketese, los barolong, los herero, o cuáles? No trates de decirme que eres una xosa. Ningún xosa tiene un acento como el tuyo.

—Amafene abantu.

—¿Pero quiénes son los hombres babuinos?

—Gente que vive en el parque.

Cuff tuvo que resistir el impulso de demostrar su furia.

—¡Te estoy diciendo que nadie vive en el parque! No está permitido. Ahora bien, ¿de dónde vienes y cuál es el lenguaje que realmente hablas? ¿Por qué estás tratando de hablar xosa?

—Ya te he explicado. Vivo en el parque, y hablo xosa porque los amafene abantu hablamos en esa lengua. Es la que nos enseñó Mqhavi.

—¿Y quién es Mqhavi?

—El hombre que nos enseñó a hablar en xosa.

Cuff desistió de su empresa.

—Bien, bien. Vamos a ver al encargado. Y más vale que tengas una buena razón para haber entrado aquí, o tendrás problemas. Especialmente porque todo esto significó que hubo que matar a un buen búfalo.

Se dirigió hacia el campamento, asegurándose de que Ingwanza lo seguía de cerca.

Lo primero que descubrió fue que no pudo determinar dónde estaba encendido el fuego, para guiarse. O bien había ido más lejos de lo que pensaba, o el fuego se había extinguido mientras Mtengeni había salido en busca de leños. Se mantuvo caminando durante un cuarto de hora en lo que pensó era la dirección correcta. Luego se detuvo. Ahora se daba cuenta de que no tenía la más mínima idea de dónde se hallaba.

Se dio la vuelta.

—¿Sibaphi na? —preguntó bruscamente—. ¿Dónde estamos?

—En el Parque.

Cuff comenzó a preguntarse si llegaría a entregar a Mtengeni esta intrusa antes de haberla estrangulado con sus propias manos.

—¡Ya sé que estamos en el Parque! Pero ¿en qué parte?

—No lo sé exactamente. Cerca de donde está mi gente.

—Con eso no soluciono nada. Mira: dejé el campamento del cuidador cuando te oí gritar. Quiero volver allí. ¿Cómo hago?

—¿Dónde está el campamento del cuidador?

—No lo sé, estúpida. Si no, no te lo preguntaría.

—Si no sabes dónde está, ¿cómo esperas que te lleve allí? Yo tampoco lo sé.

Cuff dejó escapar unos bufidos ahogados. Tenía que admitir que la mujer tenía razón, y esto le hacía enfadarse todavía más. Finalmente dijo:

—Bien. No importa. Llévame hasta donde está tu gente. Tal vez allí alguien pueda ayudarme.

—Muy bien —dijo la mujer. Y comenzó a andar con un paso rápido. Cuff la siguió con dificultad. Comenzó a preguntarse si no tendría razón en lo que decía acerca de vivir en el Parque. Parecía saber adónde se dirigía.

—Espera un momento —le dijo. Pensó que tendría que dejarle una nota a Mtengeni, explicándole lo sucedido, y clavarla en un árbol para que el cuidador la encontrara, pero no tenía lápiz ni papel en los bolsillos. No tenía tampoco fósforos ni un encendedor. Todo esto lo había dejado en la tienda.

Siguieron hacia delante, mientras Cuff se preguntaba cómo ponerse en contacto con Mtengeni. No quería que pasaran una semana vagando por el delta, persiguiéndose uno a otro. Tal vez fuera mejor quedarse donde estaban y encender un fuego. Pero no tenía fósforos, y en esta zona húmeda, las posibilidades de encenderlo frotando dos ramas era muy difícil.

Ingwanza dijo:

—¡Cuidado! ¡Hay búfalos!

Cuff se detuvo a escuchar, y pudo oír el ruido de los tallos verdes al ser cortados por los animales que se alimentaban.

La mujer prosiguió:

—Hay que esperar hasta que se haga de día. Entonces tal vez se vayan. Si no, tendremos que rodearlos; pero no veo.

Hallaron el lugar más alto de la zona cercana, y se sentaron a esperar. Algo con patas se había metido dentro de la camisa de Cuff, quien lo aplastó de un manotazo.

Esforzó la vista, tratando de distinguir en la oscuridad. Era imposible decir a qué distancia estaban los búfalos. Encima de sus cabezas, un pájaro cerró las alas en un movimiento brusco; Cuff trató de que sus nervios se serenaran. Echaba de menos un buen cigarrillo.

El cielo comenzó a aclarar. Gradualmente, Cuff comenzó a distinguir las formas de los animales, que se movían entre la vegetación. Estaban a una buena distancia, y si bien Cuff hubiera deseado que se alargara al doble, por lo menos no habían topado directamente con ellos.

Cada vez estaba más claro. Cuff no quitaba los ojos de los búfalos. Había algo raro en el que estaba más cerca. Tenía seis patas.

Cuff se volvió hacia Ingwanza y comenzó a susurrar:

—¿Qué pasa con los búfalos?… —pero dio un grito de horror. Su rifle se disparó con su ademán de sobresalto, y se agujereó la bota.

Era la primera vez que realmente había visto a la mujer, en la desvaída luz del amanecer. La cabeza de Ingwanza era la de un babuino demasiado crecido.

Los búfalos huyeron en desesperada carrera. Cuff e Ingwanza se observaron mutuamente. Entonces Cuff se miró el pie. La sangre corría por el agujero abierto en el cuero.

—¿Qué sucede? ¿Por qué te heriste? —preguntó Ingwanza.

Cuff no supo qué contestar. Se sentó y se quitó la bota. El pie había perdido un pedazo de piel del tamaño de una moneda grande, pero aparte de cierta sensación de insensibilidad, no parecía haberse herido mucho. Sin embargo, había que cuidarse de las infecciones en esas terribles ciénagas. Se ató el pie con su pañuelo y se volvió a calzar la bota.

—Ha sido un accidente —dijo—. Sigamos, Ingwanza.

Ella fue delante, y Cuff cojeaba detrás. El sol estaría pronto en el horizonte. Estaba lo suficientemente claro como para distinguir los colores. Cuff se dio cuenta de que Ingwanza, al describirse como una mujer babuino, había dicho la verdad, a pesar de que su tamaño, la actitud y las proporciones generales eran las de un ser humano. Su cuerpo, si no fuera por el extraño vello que la cubría y por la corta cola, podría haber pasado por el de un ser humano, si no se detallaba demasiado. Pero su extraña cabeza, con su largo bigote azul, le daba el aspecto de un extraño dios egipcio, con cabeza de animal. Cuff se preguntó si los fene abantu serían una raza de híbridos entre el hombre y el mono. Esto era imposible, por supuesto, pero había visto tantas cosas imposibles en estos últimos días…

Ella se dio la vuelta para mirarlo.

—Estaremos allí en una o dos horas. Tengo sueño —bostezó. Cuff reprimió un estremecimiento al ver los cuatro dientes caninos, lo bastante grandes como para pertenecer a un leopardo. Ingwanza podría desgarrarle la garganta a un hombre con esos dientes con la misma facilidad con que otro mordería un plátano. ¡Y pensar que había estado usando su tono más represivo con ella en la oscuridad! Se comprometió a no volver a hablar en forma áspera a nadie que no pudiera ver claramente.

Ingwanza señaló un baobab que se hallaba más adelante.

Izwe kamagene wabantu. Tenían que vadear un arroyo para llegar hasta allí. Un lagarto de casi dos metros de longitud cruzó el sendero, los vio y desapareció rápidamente.

Los fene abantu vivían en una aldea muy similar a la de los bantúes, pero las chozas, acumuladas en un círculo, eran más pequeñas y peor hechas. Los hombres babuinos corrieron al encuentro de Cuff, para tocar sus ropas. Él se aferró a su rifle. No parecían tener intenciones hostiles, pero daba una extraña impresión. Los machos eran más grandes que las hembras, con barbas más largas y colmillos más agudos y largos.

En el centro de la aldea se hallaba un corpulento umfene umntu, rascándose enfrente de la choza más importante. Ingwanza dijo:

—Éste es mi padre, el jefe. Se llama Indlovu. —Le contó al hombre babuino la forma en que había sido rescatada.

El jefe era el único umfene umntu que Cuff hubiera visto que llevaba ropa. En realidad, lo que usaba era una corbata. Alguna vez esa corbata había sido llamativa.

El jefe se puso de pie y comenzó a hablar. Cuff llegó a entender que había hecho una acción importante, y que podría considerarse huésped de la tribu hasta que su pie sanara. Pudo darse cuenta de las dificultades que los fene abantu demostraban tener con el idioma de los xosas. Toda su forma de pronunciar era trabajosa y llena de defectos. No se podía pretender otra cosa, con labios como los de ellos.

Pero su interés era superficial. La herida le dolía muchísimo. Se alegró cuando le llevaron dentro de una choza, y se pudo quitar la bota. La choza no tenía prácticamente mueble alguno. Cuff preguntó si podían darle algo de la paja que usaban para techar las chozas. Parecieron sorprendidos por su pregunta, pero accedieron, y de tal forma pudo armarse una especie de jergón. Le molestaba especialmente dormir en el suelo, sobre todo si se hallaba, como éste, infestado por insectos. Odiaba su ponzoña, y se daba cuenta de que pronto sería atacado.

No tenía nada para vendarse el pie, salvo su pañuelo, que ahora estaba completamente impregnado de sangre. Lo tendría que lavar y secar antes de que pudiera usarlo de nuevo. ¿Y dónde hallaría agua limpia en el delta del río Okavango? Por supuesto, siempre estaba el recurso de hervir el agua. Pero ¿en qué? Quedó aliviado y maravillado cuando se enteró de que en la aldea había una gran vasija de hierro, obtenida sólo Dios sabe cómo.

La herida había coagulado satisfactoriamente, y fue despegando, con mucho cuidado, su pañuelo. Mientras se hacía hervir el agua, el jefe, Indlovu, vino a charlar con él. El dolor se había calmado, por el momento, y comenzó a darse cuenta de que había dado con un hecho verdaderamente extraordinario. Le prestó a Indlovu la más estricta atención. Le acosó con preguntas. Según decía, era el primero de la raza, y los otros eran sus descendientes. No sólo Ingwanza, sino los otros amafene abafazi eran sus hijas. Ingwanza era la menor. Ya se estaba volviendo viejo. No podía dar muchos datos sobre las fechas, pero a Cuff le pareció que estos seres tenían un lapso de vida menor que los seres humanos, y que maduraban mucho más rápido. Si en realidad eran babuinos, eso era muy lógico.

Indlovu no recordaba haber tenido padres. Sus primeros recuerdos eran de la época en que Mqhavi lo guiaba. Stanley H. Mqhavi fue un hombre de raza negra, que trabajaba para el hombre de la máquina. Éste fue un hombre rosa, como Cuff. Tenía la máquina situada en la región del pantano de Chobe. Se llamaba Heeky.

Por supuesto, ¡Hickey!, pensó Cuff. Ahora sí que se daba cuenta. Hickey había desaparecido cuando se dirigió en su camión hacia Ngamilandia, sin dejar dicho a nadie dónde iba. Eso era en los tiempos previos al establecimiento del Parque; antes de que Cuff hubiera venido de Inglaterra. Mqhavi debe de haber sido el asistente xosa. Sus pensamientos se aceleraban ahora, gracias a lo que Indlovu le contaba.

Comenzó a relatarle cómo Heeky había muerto, y cómo Mqhavi, sin saber qué podía hacer para volver a la civilización, había tratado de hallar su camino con la ayuda de Indlovu y su numerosa progenie. Se había perdido en el delta. Luego se lastimó el pie y enfermó muy gravemente. Cuff había venido de Inglaterra. Mqhavi debía de haber venido de allí también.

Mqhavi había mejorado, pero estaba muy, muy débil. Así que se quedó con Indlovu y su familia. Ellos ya caminaban erguidos y hablaban en xosa. Mqhavi les había enseñado. Cuff sacó en conclusión que las relaciones familiares entre los fene abantu debían de haber implicado, al comienzo, una estrecha consanguinidad. Mqhavi les enseñó todo lo que sabía, antes de morir, y también les advirtió que no fueran a acercarse a menos de un kilómetro y medio de donde estaba la máquina. Ésta, de acuerdo a lo que conocían del sitio, se hallaba todavía en el pantano Chobe.

Cuff comenzó a darse cuenta de que la máquina esa debía de ser un aparato electrónico que emitía radiaciones de onda corta, que seguramente afectaban a los genes. Probablemente Indlovu era uno de los primeros experimentos de Hickey. Entonces Hickey había muerto, dejando la máquina en funcionamiento. Se preguntó cómo seguiría andando. Tal vez algún sistema de energía solar.

Supongamos que Hickey hubiera muerto mientras la máquina estaba funcionando. Mqhavi podría haber arrastrado el cadáver fuera, dejando la puerta abierta. Tal vez tuvo miedo de apagar la cosa, o tal vez ni siquiera se le ocurrió hacerlo, de tal manera, los animales que pasaban por esa puerta abierta recibían una dosis de rayos y engendraban descendientes monstruosos. Estos superbabuinos eran un ejemplo. Ya fuese como consecuencia de un accidente, o por una mutación controlada, su origen quedaría en el misterio.

Para cada mutación favorable se producen muchísimas desfavorables. Mtengeni tenía razón. Se debería impedir que la máquina siguiera funcionando mientras hubiera animales sanos en el Parque. Una vez más, Cuff se preguntó qué podría hacer para ponerse en contacto con el cuidador. Le parecía completamente improbable que nada, salvo el riesgo de muerte, pudiera hacerlo caminar con ese pie herido, por lo menos durante los próximos días.

Ingwanza entró con un plato de madera, lleno de algo que parecía ser comida. Athelstan Cuff llegó a la conclusión de que se esperaba que comiera. No pudo decidir, a la primera ojeada, si se trataba de algo de origen animal o vegetal. Cuando lo probó, estaba seguro de que no era ni una cosa ni la otra. Nada proveniente de los reinos animales o vegetales podría saber tan mal. ¡Qué pena que Mqhavi no fue un bamangwato! Ellos sabían cocinar, y les hubieran podido enseñar a estos monos. Pero, de todas maneras, debía de comer algo para mantenerse con vida. Se puso a disponer del contenido del plato gracias a la cuchara de madera, tratando de reprimir una ocasional muestra de asco y mirando recelosamente las partículas sólidas. Lamentablemente, tuvo que golpear a dos de ellas para que no salieran andando del plato.

—¿Qué tal? —preguntó Ingwanza. Indlovu había salido.

—Bien, bien —mintió Cuff. Estaba persiguiendo un pedazo de tripa alrededor del plato.

—Me alegro. Te daremos mucho de esto. ¿Te gustan los escorpiones?

—¿Para comer?

—Por supuesto. ¿Para qué otra cosa van a servir?

Tragó con dificultad.

—No.

—Entonces no te voy a dar. ¿Sabes?, quiero saber qué es lo que le gusta a mi futuro esposo.

Athelstan Cuff no dijo nada durante los siguientes cincuenta segundos. Sus ojos, ya de por sí prominentes, parecía que iban a salírsele de las órbitas. Finalmente, habló.

—Gluk —dijo.

—¿Qué dices?

—Gug. Gah. ¡Dios mío! ¡Tienes que dejarme ir! —su voz se alzó con desesperación, y trató de levantarse. Ingwanza lo tomó de los hombros, y lo empujó suavemente, pero con firmeza, hacia su jergón. Cuff luchó para liberarse, pero sin esfuerzo visible, la fene umfazi lo retuvo.

—No puedes irte —le dijo—. Si tratas de andar con ese pie enfermarás.

Su cara rosa se tornaba púrpura.

—¡Déjame levantar! ¡Déjame levantar! ¡No puedo más!

—¿Me prometes que no tratarás de irte? Mi padre se pondrá furioso si te dejo hacer algo que te perjudique.

Lo prometió, tratando de controlarse. Se sentía un poco tonto por haber demostrado tanto pánico. Estaba metido en un verdadero lío, es verdad, pero un oficial de Su Majestad no se comportaba como una colegiala en los momentos de crisis.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

—Mi padre está tan agradecido y contento por mi salvación que ha decidido que nos casemos, sin pedir una dote.

—Pero… ya estoy casado —mintió.

—¿Y qué importa? No tengo miedo a tus otras esposas; si se llegan a querer propasar conmigo las destrozaré en pedazos, dijo. —Sacó los colmillos e hizo demostración de la forma en que pensaba arreglar cuentas con las mujeres de Cuff. Athelstan cerró los ojos frente a la horrible idea.

—Entre mi gente —le dijo— se permite tener solamente una esposa.

—Entonces eso significará que no vas a poder volver junto a tu gente luego que te hayas casado conmigo, ¿verdad?

Cuff suspiró. Estas fene abantu combinaban la falta de cultura de un xosa sin educación, con un poder físico que haría que un león lo pensara dos veces antes de atacarlas. Miró a su alrededor. Era posible que tuviera que abrirse camino a tiros. Escudriñó hábilmente la choza. No vio su rifle, y pensó que preguntar por él en esos momentos podría despertar sospechas.

—¿Tu padre está decidido a llevar esto a cabo?

—¡Oh, sí! Completamente decidido. Mi padre es un buen unmtu, pero cuando se le mete una idea en la cabeza, no es posible convencerlo de lo contrario. Tiene un genio terrible. Si lo contradices puede llegar a destrozarte. En muy pequeños pedacitos —la frase pareció encantarla.

—¿Y tú qué piensas, Ingwanza?

—¡Oh!, obedezco en todo a mi padre. Sabe mucho más que cualquiera de nosotros.

—Sí, pero te pregunto personalmente. Olvídate de tu padre por un momento.

En el primer instante ella no comprendió lo que le quería decir, pero después de que le explicara nuevamente la pregunta, le contestó:

—No me importa. Para nuestro pueblo será algo muy importante si uno de nosotros se casa con un hombre.

Cuff pensó, silenciosamente, que eso lo remataba.

Indlovu entró con dos amafene abantu.

—Sal de aquí, Ingwanza —dijo. Los otros tres hombres babuinos comenzaron a interrogar a Athelstan Cuff acerca de los hombres y del mundo que quedaba más allá del delta.

Cuando Cuff no pudo armar bien una frase, uno de los interrogadores, llamado Sondio, le preguntó por qué tenía dificultades. Cuff le explicó que el xosa no era su lenguaje habitual.

—¿Los hombres hablan otras lenguas? —preguntó Indlovu—. Ahora recuerdo que el gran Mqhavi una vez me dijo algo de eso. Pero nunca me enseñó a hablarlas. Tal vez él y Hickey hablaron una de esas otras lenguas, pero yo era demasiado pequeño cuando murió Hickey como para recordarlo.

Cuff explicó algo acerca de la lingüística. Se le pidió, inmediatamente, que dijera algo en inglés. Cuando lo hizo, le comunicaron que querían tratar de aprender algo en inglés, en ese momento. Esa misma tarde Cuff terminó su comida de la noche, y pensó sin entusiasmo en lo que le rodeaba. No había luz de ningún tipo, de modo tal que esa gente tenía que levantarse con el sol, y acostarse cuando caía la noche. Se desperezó, sintiendo que su jergón crujía. Trató de levantarse, sin recordar que su pie estaba herido. El dolor le hizo maldecir, y se tocó el vendaje. Sí, había comenzado a sangrar otra vez. ¡Oh, al diablo! Rebuscó en el jergón, encontrando un ratón, seis cucarachas y numerosísimos insectos pequeños. Luego volvió a acostarse. Un insecto miriápodo, de más de veinte centímetros de largo, buscaba su presa metódicamente, cabeza abajo en el techo. Si llegaba a perder pie cuando se encontraba sobre él… Se desabrochó la camisa y se tapó con ella la cara. Los mosquitos comenzaron a picarlo en la zona diafragmática. Su pie le latía dolorosamente.

El ruido de unos pasos le despertó. Era Ingwanza.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó.

—Ndiya Kuhlaha apha —fue la respuesta.

—¡Oh, no! No te vas a quedar aquí. No estamos… Bueno, de todas formas las cosas no se hacen así entre nuestra gente.

—Pero, Esselten, alguien tiene que cuidarte en caso de que enfermes. Mi padre…

—No; lo siento, pero es mi última palabra. Si te vas a casar conmigo tienes que aprender cómo se comportan los hombres. Y debes comenzar inmediatamente.

Para su sorpresa y alivio, ella se fue sin objetar nada, si bien lo hizo aparentemente ofendida. No se hubiera atrevido a sacarla por la fuerza.

Cuando se fue, se acercó a la entrada de la choza. El sol se había puesto, y la luna lo seguiría en un par de horas. La mayoría de los fene abantu se habían retirado. Sin embargo, un par de ellos estaban montando guardia cerca de donde él se hallaba.

Así es la cosa, pensó. No corren riesgos. Tal vez el viejo está agradecido en serio, pero la verdad es que a mi prometida se le fue la lengua cuando admitió que sería muy deseable, para toda la tribu, que uno de ellos se uniera a un ser humano. Por puesto que los pobres no tienen ni idea de que esto en absoluto posee valor legal. Pero esa verdad no me salvaría de una muy desagradable experiencia mientras tanto. Supongamos que no haya logrado escapar para el momento en que se realice la ceremonia. ¿Me atreveré a seguir hacia adelante? ¡Brrr! Por supuesto que no. Soy inglés, y oficial de la Corona, por añadidura. Claro, claro, si estuviera en riesgo mi vida… No sé. Demonios, no tengo idea de qué es lo que debo de hacer. Tal vez pueda convencerlos de que no lo hagan… tratando de que no se enfaden mientras tanto.

Se hallaba atado a su jergón, con la compañía de enormes miriápodos que caían desde el techo a su cara. Luego se vio corriendo por la ciénaga, con Ingwanza y su airado padre en su persecución. Sus pies se habían enterrado de tal forma en el barro que no se podía mover, y una luz le dio de pleno en la cara.

El bueno de George Mtengeni estaba montando un rinoceronte de dos cabezas. Pero en vez de correr a su rescate, el cuidador le dijo:

—Mr. Cuff, debe de hacer algo al respecto. Estos bechuana cazan mis animales y los pintan de rojo con rayas verdes.

Y se despertó.

Tardó unos segundos en darse cuenta de que la luz provenía de la luna poniente, y no del sol, como creía. Había dormido menos de dos horas. Y un segundo más tarde se dio cuenta de lo que le había despertado. La cortinilla de paja de la choza se había apartado, y alguien de los fene umntu entraba arrastrándose. Mientras Cuff pensaba por qué uno de sus aprehensores, o anfitriones, usaría este peculiar modo de introducirse, un hombre babuino se puso de pie. Parecía muy corpulento en esa luz tan débil.

—¿Qué sucede? —le preguntó Cuff.

—Si llegar a hacer ruido —le dijo el recién llegado— te mataré.

—¿Y por qué? ¿Qué te pasa? ¿Por qué has de querer matarme?

—Me has robado a Ingwanza.

—Pero… pero —Cuff no sabía qué decir. Había aparecido un rival. Si no se casaba con ella, el padre le iba a destrozar en pedazos. En muy pequeños pedazos. Por otra parte, si lo hacía, este otro hombre le mataría—. Hablemos seriamente —le dijo en lo que esperó sería un tono normal—. Dime primero quién eres.

—Mi nombre es Cukata. Tenía prometido casarme con Ingwanza el mes que viene, y luego apareciste tú.

—¿Qué… qué…?

—No te voy a matar, si no haces ruido. Solamente me voy a asegurar de que, gracias a la forma en que te voy a dejar, no te puedas casar con Ingwanza. —Se movió hacia el jergón.

Cuff no perdió el tiempo tratando de averiguar los horribles detalles del asunto.

—¡Espera un poco! —le dijo, mientras el sudor le bañaba no solamente la frente, sino todo su torso—. Mi querido amigo, este matrimonio no ha sido idea mía. Todo esto es cosa de Indlovu. No tengo ningún deseo de robarte la novia. Simplemente me han informado que tenía que casarme con ella, sin preguntarme nada. Es lo que menos quiero hacer en el mundo.

El fene umntu se quedó inmóvil durante unos segundos, pensando. Luego dijo suavemente.

—¿Quieres decir que no te casarías con mi Ingwanza por nada del mundo? ¿Piensas que es fea, acaso?

—Bbbueno…

—¡Por u-Qamata! Eso sí que es un insulto. Nadie piensa esas cosas de mi Ingwanza. Ahora sí que te voy a matar.

—¡Espera! ¡Espera! —la voz de Cuff, agradablemente abaritonada habitualmente, se tomó en chillido—. ¡No es eso! Es bella, e inteligente, es trabajadora, es todo, en suma, lo que un umntu requiere para ser feliz. Pero no me puedo casar. —Había recibido el soplo de la inspiración. Nunca pudo hablar tan fluidamente en xosa—. Sabes que si el león se une al leopardo, no habrá descendencia —Cuff no estaba demasiado seguro de esto, pero había que arriesgarse—. Lo mismo sucede con mi gente y vosotros. Somos demasiado diferentes. No va a haber fruto de nuestro matrimonio, e Indlovu no va a tener nietos que alegren su vejez.

Cukata, después de pensarlo un rato, comprendió. O por lo menos creyó comprender.

—Pero —respondió— ¿cómo puedo evitar el matrimonio si no te mato?

—Podrías ayudarme a escapar.

—Buena idea. ¿Adónde quieres ir?

—¿Sabes dónde está la máquina de Hickey?

—Sí, pero nunca me he acercado a ella. Está prohibido. A unos veinte kilómetros al norte de aquí, en el límite de la ciénaga Chobe, hay una roca. En esa roca hay tres baobabs, muy cerca uno del otro. Entre los árboles y la ciénaga hay dos chozas. La máquina está en una de ellas.

Otra vez guardó silencio.

—No puedes viajar deprisa con ese pie herido. Te apresarán. Tal vez Indlovu te haga pedazos, o tal vez te vuelvan a traer. Si te trae, habremos fallado. Si te hace pedazos lo voy a sentir mucho, porque me gustas, a pesar de que eres sólo un débil isipham-pham —Cuff rogaba porque su simiesco cerebro se decidiera ir al grano—. Se me ocurre una idea. Dentro de diez minutos me oirás silbar. Entonces sal de la choza por este agujero de la pared, sin hacer ruido. ¿Me entiendes?

Cuando Athelstan Cuff salió se encontró con Cukata en la estrecha senda entre las dos hileras de chozas. En el aire se notaba un fuerte olor a reptil. Detrás del hombre-babuino pudo ver algo grande y negro. Se movía con lentos pasos. Se rozó con Cuff, y éste casi lanza un grito al sentir el cuero frío y viscoso.

—Éste es el más grande —dijo Cukata—. Tal vez algún día podamos tener todo un rebaño. Son muy buenos para viajar por las ciénagas, porque pueden nadar y correr. Y crecen mucho más rápido que los cocodrilos comunes.

Cukata estaba refiriéndose, por supuesto, a un cocodrilo. Pero ¡qué cocodrilo! Si bien no tenía más de cinco metros de largo, sus patas eran poderosísimas, y elevaban el cuerpo a un metro o más del suelo, dándole un aspecto de dinosaurio. Se frotó contra Cuff, y pensó que verdaderamente la mutación debería haber sido asombrosa para darle a un reptil de cerebro tan primitivo un raro afecto por los seres humanos.

Cukata le dio a Cuff una rama y le dijo:

—Silba lo más fuerte que puedas para que venga. Para hacerlo andar, golpéalo con esta rama en la cola; para que pare, golpéalo en la nariz. Si quieres que vaya hacia la izquierda, golpéalo en el lado derecho del cuello, no demasiado fuerte. Si quieres que vaya hacia la derecha…

—Lo golpeo del lado izquierdo del cuello, pero no demasiado fuerte —terminó el mismo Cuff—. ¿Qué come?

—Cualquier cosa que sea carne. Pero no necesitas darle nada durante los próximos tres días. Le han dado de comer recientemente.

—¿No usáis silla?

—¿Silla? ¿Qué es eso?

—No importa —Cuff se subió sobre el animal, hallándose tremendamente incómodo al notar las protuberancias duras que tenía en el dorso.

—¡Espera! —le dijo Cukata—. La luna se habrá ocultado completamente dentro de unos instantes. Recuerda que si te descubren diré que no sabía nada de tu fuga. Dirás que lo has robado. Su nombre es Soga.

Encontró los baobabs, y las casas. También vio una docena de elefantes, que se enfrentaron al extraño caballero de la extraña montura, desplegando sus inmensas orejas. Athelstan Cuff se estaba acostumbrando tanto a las cosas raras que casi no prestó atención al hecho de que dos de los elefantes tenían dos trompas cada uno; que otro tenía unos colores que lo asemejaban a un tartán escocés; que otro más allá poseía unas patas cortas, más apropiadas para un hipopótamo, de forma tal que parecía surgido de una pesadilla propia de un criador de dachshunds.

Los elefantes, por otra parte, parecían muy poco decididos acerca de si huir o atacar, y finalmente llegaron a la conclusión de que era mejor no hacer nada. Cuff se dio cuenta que había sido muy arriesgado el haberse enfrentado a ellos sin llevar otra arma que su inútil rama. Pero de todas formas no podía preocuparse demasiado acerca de elefantes. Durante las últimas cuarenta y ocho horas su vida parecía haberse convertido en una pesadilla. O tal vez era víctima de un encantamiento. Si bien no tenía nada de onírico el dolor que sentía en su pie o los calambres que padecía en sus glúteos mayores.

Soga, siendo como era un cocodrilo, se bamboleaba a cada paso. Primero, la cabeza y la cola iban hacia la derecha, y el cuerpo a la izquierda. Luego el proceso se invertía. Esto era de lo más desagradable para quien lo montaba.

Cuff estaba dispuesto a jurar que había recorrido por lo menos setenta kilómetros en lugar de los veinte que había dicho Cukata, puesto que no pudo dirigirse en línea recta, sino que tuvo que guiarse pobremente por las estrellas, primero, y luego por el sol. Un buen trecho del camino lo había tenido que recorrer abrazado al cuerpazo de Soga, mientras que el gran cocodrilo se impulsaba con la cola. No habían sido molestados por ningún cocodrilo, ni tampoco por ningún hipopótamo. Evidentemente, los animales sabían lo que les convenía.

Athelstan Cuff se deslizó, o mejor dicho, casi cayó, del lomo del animal, dirigiéndose hacia la entrada de una de las casuchas. Su ojo, práctico, distinguió rápidamente la cisterna del techo, el horno solar, la planta eléctrica y de vapor, y finalmente la maquinaria que se hallaba en el interior. Entró. Sí, raro como pareciera, allí estaba la máquina, en actividad a pesar de todos estos años. Hickey debía haber sido algo grande. Cuff halló el conmutador principal fácilmente, y desconectó la máquina. Todo lo que se vio fue que se apagó un resplandor anaranjado dentro del tubo.

La casa estaba tan silenciosa que hizo que Cuff se sintiera incómodo, excepto por el débil zumbido de las baterías solares. Tal vez hubiera algunas notas o apuntes que valieran la pena conservar. Pronto descubrió que los había habido, pero que las termitas se habían comido hasta la última muestra de papel, incluyendo las cubiertas de imitación cuero, y dejando solamente los aros sujetadores y los marcos metálicos. Lo mismo había sucedido con los libros.

Algo blanco le llamó la atención. Era una cantidad de hojas de papel, apoyadas sobre un soporte de patas de metal, que los insectos no lograron trepar. Pero era solamente un periódico. Umlindi we Nyanga —El vigía mensual—, publicado en Londres. Evidentemente, Stanley H. Mqhavi se había suscrito. Se deshizo cuando Cuff quiso cogerlo en la mano.

«Oh, bien —pensó—, no puedo esperar mucho. Será mejor que me vaya y luego algún biofísico podrá venir a recoger los aparatos científicos».

Salió, llamó a Soga y se dirigió hacia el este. Pensaba que tal vez pudiera encontrar un sendero que lo llevara al norte del Mababem y llegar a la estación principal de Mtengeni de esa manera.

¿Eran voces humanas lo que oía? Cuff se desplazó, inquieto, en su asiento de fakir. Había recorrido unos seis kilómetros después de haber dejado la cabaña de Hickey. Eran voces, sí, pero no humanas. Pertenecían a una docena de fene abantu, que venían a su encuentro con Indlovu a la cabeza.

Cuff le dio un golpe a Soga en la cola. Si podía hacer que el animal se desplazara más rápido, tal vez le fuera posible burlar a sus perseguidores. Soga no era tan rápido como un caballo, pero era capaz de mantenerse en un trotecito. Cuff se tranquilizó al ver que no habían traído su rifle. Estaban armados con lanzas, tal como los abantu más salvajes. Tal vez el temor de lastimar a su mascota los haría vacilar antes de tirarle algo. Por lo menos, así esperaba.

Una voz familiar dio un grito agudo —Soga—. El cocodrilo aminoró el paso, pero Cuff le dio varios varazos. Otra vez se oyó el grito de Indlovu, seguido de un silbido. Ahora el cocodrilo no iba a responderle más. Los esfuerzos de Cuff para mantenerlo alejado de sus verdaderos amos resultaron en un andar zigzagueante. Las órdenes contradictorias lo confundieron e irritaron. Abrió sus mandíbulas y bufó. Los hombres babuinos se acercaban rápidamente.

«Así —pensó Cuff— que éste es el final. Me disgusta tremendamente tener que morir antes de haber notificado mi informe. Pero no debo demostrarlo. Un inglés jamás debe comportarse inadecuadamente. ¿Qué pensará el pobre Mtengeni?».

Algo silbó en el aire y pasó cerca de él. Inmediatamente, llegó hasta él el ruido familiar de un rifle para caza mayor. Vio levantarse unas nubecillas de polvo delante de los hombres babuinos. Se apartaron como si lo mortal fuera el polvo que se levantaba, y no la bala que causaba la conmoción. George Mtengeni apareció saliendo de unos arbustos y les gritó:

—¡Quietos, o les voy a volar las cabezas! —los fene abantu no entenderían el inglés, pero no hay duda de que captaron la intención.

Cuff pensó vagamente: «El bueno de George podría haberlos matado con facilidad, pero tiene el suficiente sentido de tratar de averiguar antes lo que pasa». Cuff se deslizó, bajándose su cabalgadura, y casi cae al suelo.

El cuidador se le acercó.

—¿Qué le ha sucedido, Mr. Cuff, y quiénes son ésos? —dijo señalando a los hombres babuinos.

—Una broma —dijo riendo entre dientes Cuff—. Una buena broma para ti, ¿verdad? Has vivido en tu bendito Parque durante años sin que lo supieras. Espera un poco. Tengo algo que explicarles a estos muchachos. Dime, Indlovu… ¡Oh!, no habla inglés. Tengo que hablar en xosa. Tú sabes xosa, ¿verdad, George? —Dio otras risitas incontroladas.

—Bueno… yo… yo algo hablo. Es parecido al zulú. ¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a sus pantalones?

Cuff amonestó con el dedo la espalda desigual de Soga.

—¡Pobrecito! Si tan sólo hubiera tenido una silla de montar. Es realmente un ultraje no proveer de una silla de montar al representante de su Majestad.

—¡Pero parece que lo hubieran desollado vivo! Tengo que llevarlo a un hospital. ¿Y qué le pasó a su pie?

—¡Al diablo con el pie! Otra broma. ¡No puedo estar tirado, no puedo estar sentado! ¿Qué diablos puedo hacer?, siento haberme tenido que escapar. ¡Este Indlovu! Pero, realmente, no me podía casar con Ingwanza. Realmente, porque, porque… —Cuff se tambaleó y terminó cayendo desmayado cuan largo era.

Los ojos de Peter Cuff se habían agrandado por la sorpresa inevitablemente, surgió la pregunta del niño.

—¿Y qué pasó después?

Athelstan Cuff estaba llenando la pipa.

—¡Oh! Como es lógico, Indlovu, si bien se sentía muy vejado, no se atrevió a hacer nada, puesto que George estaba allí con la escopeta, Se calmó después, cuando comprendió lo que yo había estado haciendo y nos hicimos amigos. Cuando murió, Cukata fue nombrado jefe. Todavía recibo tarjetas de felicitación para las Navidades.

—¿Tarjetas de Navidad de un babuino?

—Ya lo creo. Cuando reciba una te la mostraré. Es siempre la misma. Es un tipo muy económico, y cuando vio que podía conseguir descuento, compró cien tarjetas con el mismo dibujo.

—¿Te recuperaste después?

—Sí, pero pasé un mes en el hospital. Todavía no sé cómo no terminé con dieciséis tipos distintos de envenenamiento de la sangre. La tradicional suerte de los tontos.

—¿Pero qué tiene que ver esta historia con que yo sea adoptado?

—¡Peter! —exclamó Cuff bastante airado—. ¿No te das cuenta? El tubo de Hickey funcionaba cuando me acerqué a la casa. Recibí una dosis masiva de radiaciones. El efecto de las mismas es el de producir violentas mutaciones en el plasma germinal. Tú sabes lo que significa eso, ¿verdad? Nunca me atreví a tener hijos propios después de eso, por temor a que resultaran alguna especie de monstruo. La idea no se me ocurrió hasta pasado un tiempo, y te diré que me preocupó y molestó bastante. Realmente, me sentí tan apesadumbrado que llegué a perder mi empleo en Sudáfrica. Pero ahora te tengo a ti y a tu madre, así que ya no lo considero tan importante.

—Papá… —dijo Peter, vacilante.

—Si, hijo.

—Si hubieras pensado en el efecto de los rayos antes de entrar en la casa, ¿te hubieras animado igualmente a desenchufar el aparato?

Cuff encendió su pipa, mirando a lo lejos.

—A menudo me pregunto lo mismo, y realmente no sé qué pensar. Tal vez… No sé, no sé.