EL «SHERIFF» DE CANYON GULCH

Poul Anderson & Gordon R. Dickson

Se había salvado por poco. Alexander Jones pasó varios minutos disfrutando del placer de estar todavía vivo. Luego miró alrededor.

El lugar parecía la Tierra. En rigor de la verdad, casi parecía su propia Norteamérica. Se hallaba en una enorme pradera cuyo césped se extendía bajo un cielo despejado por un fuerte viento. Bandadas de pájaros, alarmados por su descenso, hacían ruidos airados sobre su cabeza. No eran demasiado diferentes de los pájaros que conocía. Una hilera de árboles bordeaba un río, y vio el humo que indicaba el lugar donde había caído su vehículo. A lo lejos vio unas colinas, vagamente veladas por la neblina, y unos grandes bosques oscuros, más allá de los cuales estaba el mar, cerca de donde estaba el Draco. Demasiado lejos como para viajar.

Sin embargo, estaba sano y salvo, y en un planeta sumamente similar al propio. El aire, la gravedad, la bioquímica, el aspecto del Sol cercano al crepúsculo, podrían diferenciarse de los de la Tierra sólo gracias al uso de sensibles instrumentos de medición. El periodo de rotación era de aproximadamente veinticuatro horas; el año sideral, de casi doce meses; la inclinación axial, unos 11,5 grados. El hecho de que hubiera dos lunas en el cielo y de que una tercera estuviera dando vueltas por alguna parte, de que la forma de los continentes fuera completamente extraña, de que una serpiente que se enrollaba en una roca cercana tuviera alas, y de que esto quedara a quinientos años-luz del sistema solar, parecía carecer de importancia. Verdaderas bagatelas. Alex se rió buenamente.

El ruido hubiera sonado tan extraño en este panorama, que decidió que un decoroso silencio era más apropiado para su rango, ya que era un oficial y, debido a una Decisión Parlamentaria ratificada localmente por el Senado de Estados Unidos, un caballero. Por tanto, se arregló su chaqueta de cuello alto y enderezó con mano nerviosa las arrugas de sus pantalones blancos, se limpió las botas con el paracaídas y echó mano a su equipo de emergencia.

Olvidó peinarse sus cabellos en desorden, y su paso no era lo que se dice marcial, pero no hay que desdeñar el hecho de que se sabía solo.

Por supuesto que no iba a dejar de tratar de modificarlo. Se quitó la mochila que llevaba a los hombros. Fue lo único que cuidó de salvar, junto con su paracaídas, cuando decidió abandonar la nave. La abrió y extrajo la radio, pequeña pero de gran alcance, que lograría atraer ayuda.

Extrajo también un libro.

Sin embargo, su aspecto le resultó poco familiar…

¿Habrían impreso unas nuevas instrucciones mientras se hallaba en el campamento?

Lo abrió, buscó la sección de Radios, uso de emergencia. Leyó la primera página y vio:

«… el desarrollo histórico aparentemente increíble fue, por supuesto, completamente lógico. La declinación relativa de la influencia político-económica del hemisferio norte durante el final del Siglo XX, y el desplazamiento de la preponderancia hacia la región correspondiente al sudeste de Asia y del océano Índico, con mayores recursos, no significó, tal como lo predecían los alarmistas, el fin de la civilización occidental. Más bien determinó la aparición de la influencia libertadora y democrática anglosajona, puesto que esta zona, que ahora llevaba la voz cantante en la Tierra, fue primitivamente guiada por Australia y Nueva Zelanda, naciones que mantuvieron su primitiva lealtad a la Corona Británica. El consiguiente renacimiento y el mayor crecimiento de la Comunidad Británica de Naciones, la integración de sus consejos dentro del marco de un gobierno verdaderamente mundial, e incluso interplanetario, que llegó a su cúspide con el acceso de los norteamericanos, ha hecho que las tendencias sean, aun en los pequeños detalles de la vida cotidiana, incluidas en el molde de ese momento en particular. Esta tendencia, acentuada por el descubrimiento de los viajes a velocidades mayores que la de la luz, y el consiguiente contacto con mentalidades completamente diferentes, ha producido, dentro del sistema solar, condiciones de estabilidad que nuestros antepasados podrían calificar de utópicas. El Servicio, trabajando a través de la Liga de Unión Interplanetaria, posee la meta de hacer que todas las razas, aunque provenientes de distintos mundos…».

—¡Glup! —fue la exclamación de Alex. Cerró el libro. En la tapa pudo leer:

MANUAL DE ORIENTACIÓN PARA EMPLEADOS

por Adalbert Parr, Comisionado de Control General

Servicio de Desarrollo Cultural

Ministerio de Relaciones Exteriores de las Naciones Unidas

Ciudad de League, N. Z., Sol III

—¡Oh, no! —fue la siguiente exclamación de Alex.

Frenéticamente, siguió pasando revista al contenido de la mochila. Debía haber una radio… una pistola de rayos… una brújula… ¿una lata de judías, aunque sólo fuera eso?

Extrajo unas cinco mil copias, apretadamente envueltas, del Formulario CDS J-16-LKR, que debía llenarse por cuadruplicado, y entregarse con los formularios G-776802 y W-2-ZGU.

La cara de Alex, que habitualmente ostentaba una expresión ligeramente despectiva, denotó su asombro y sorpresa. Sus ojos giraron, incrédulamente, en sus órbitas. Luego, durante un largo rato, sólo pudo considerar la poca adecuación del idioma inglés para definir su idea de lo que era un burócrata.

—¡Oh, al diablo! —dijo Alexander Jones. Se puso de pie y comenzó a andar.

Se despertó lentamente con el amanecer, y se quedó un rato tumbado en el suelo. Largas horas con el estómago vacío, seguidas de un intento, poco fructífero, de dormir en el suelo, más la perspectiva de varios miles de kilómetros de lo mismo, no lo hacían sentirse alegre. Y los animales, cualesquiera que fuesen, que había oído gruñir y aullar toda la noche de forma espantosa, parecían hallarse muy hambrientos.

—Parece humano.

—Sí, pero no va vestido como humano.

Alex abrió los ojos sin poder creer a sus oídos. Las voces hablaban… ¡inglés!

Cerró los ojos inmediatamente.

—¡Oh, no! —fue el lamento que brotó de sus labios.

—Está despierto, Tex. —Las voces eran agudas, y sonaban bastante irreales. Alex se enroscó hasta adoptar una posición fetal, reflejando el horror que en ese momento sentía.

—Vamos, arriba, forastero. Éste no es un lugar saludable para estar.

—¡No! —balbuceó Alex—. Dígame que no es verdad. Dígame que me he vuelto loco, pero no traten de convencerme de que es real.

—No sé —la voz reflejaba incertidumbre—. No habla como si fuera humano.

Alex se dio cuenta de que era inútil tratar de pensar que estos seres no eran reales. Indudablemente, parecían ser inofensivos. Para todo excepto para su salud mental, claro está. Se puso de pie sintiendo que sus huesos entrechocaban lastimosamente, y se enfrentó a los nativos.

La primera expedición había informado de la existencia de dos razas inteligentes en este planeta: los hokas y los slissii. Y éstos debían ser hokas. ¡Alabado sea el Señor! Eran dos que, al ojo del ser humano, parecían exactamente iguales. De alrededor de un metro de altura, regordetes y cubiertos de una pelambre dorada, con cabezas redondas y de hocicos chatos, y ojos negros. Excepto por el hecho de que poseían dedos gordezuelos, se asemejaban extraordinariamente a los ositos de felpa.

Sin embargo, la primera expedición nada dijo acerca del hecho de que hablaran inglés con ese acento tan característico, ni de que usaran trajes adecuados para el Oeste norteamericano en el Siglo XIX.

Todos los estereofilmes históricos que viera se agolparon en los recuerdos de Alex, mientras observaba sus ropas. Veamos:

Usaban sombreros de ala ancha, más ancha que sus hombros; grandes pañuelos rojos anudados al cuello, camisas deslucidas y descoloridas, pantalones vaqueros, zajones enormes y botas de tacón alto con espuelas. Cada una de las cartucheras, que colgaban de un cinturón, rodeando sus rollizas cinturas, estaban ocupadas por un Colt de seis tiros. Estas armas llegaban casi hasta el suelo.

Uno de los nativos estaba parado frente al terráqueo, y el otro permanecía cerca, montado y sujetando las riendas del…, digamos, del animal del primero. Las bestias que servían de montura tenían aproximadamente el tamaño de un pony, cuatro patas con pezuñas…, colas delgadas como látigos, cuellos largos y cabezas provistas de pico. Su cuerpo estaba cubierto de escamas. Pero, por supuesto, pensó Alex salvajemente, usaban sillas de montar típicamente aderezadas, con sus lazos preparados. Por supuesto, ¿quién había oído hablar alguna vez de un cowboy sin su lazo?

—Bueno, bueno, veo que está despierto —dijo el hoka que estaba parado cerca—. ¿Qué tal, forastero? —extendió la mano—. Soy Tex, y mi compañero se llama Monty.

—Encantado de conocerles —dijo Alexander, mientras les estrechaba las manos con la sensación de quien sueña—. Me llamo Alexander Jones.

—No sé —dijo Monty, dubitativamente—. No tiene nombre de humano.

—¿Eres humano, Alexanderjones? —dijo Tex.

El hombre del espacio trató de controlarse, y espaciando cuidadosamente las palabras, dijo:

—Soy el Insignia Alexander Jones, del Servicio Terrestre de Reconocimientos Interestelares, miembro de la tripulación del Draco. —Ahora eran los hokas los que parecían confundidos—. En otras palabras, soy de la Tierra, soy un ser humano. ¿Satisfechos?

—Así creo —dijo Monty, todavía dubitativo—, pero va a ser mejor que venga con nosotros y que Slick le interrogue. No se pueden correr riesgos tal como están las cosas.

—¿Y por qué no? —dijo Tex, sorprendentemente con una extraña amargura en la voz—. Total, ¿qué podemos perder? Pero vamos, Alexander Jones, porque no queremos darnos de narices con una partida de guerreros indios.

—¿Indios? —preguntó Alex.

—Claro, indios. Me parece que vienen hacia aquí. Así que es mejor que nos vayamos. Mi caballo nos llevará a los dos.

Alexander no se hallaba especialmente contento con la idea de tener que montar un reptil en una silla diseñada para un hoka. Afortunadamente, las asentaderas de estos habitantes eran lo suficientemente amplias como para que hubiera sitio para un terrestre delgado. El caballo trotó en seguida, con un paso regular y sorprendentemente rápido. Los reptiles de hoka, que recibieran este nombre de la primera expedición, derivado de la palabra tierra en el idioma de la más avanzada sociedad, la hoka, aquí parecían estar más evolucionados que en el sistema solar.

Un corazón de cuatro cavidades, y un más perfecto sistema nervioso los hacía casi equivalentes a mamíferos.

De todas formas, la criatura olía muy mal.

Alex miró a su alrededor. La pradera era grande y desnuda, y su nave se hallaba muy, muy lejos.

—Ya sé que hablo de cosas que no me importan —dijo Tex—, pero ¿cómo llegó aquí?

—Es una historia larga de contar —dijo Alex, distraídamente. En estos momentos sus pensamientos se concentraban en la comida—. El Draco se hallaba en una tarea de expedición, trazando los mapas de los nuevos sistemas planetarios, y nos trajo cerca de esta estrella, vuestro sol, que sabíamos que había sido visitado previamente. Pensamos que sería conveniente venir a dar un vistazo, a la par que descansaríamos en un planeta de condiciones similares a las de la Tierra. Fui uno de los que salimos en las naves exploradoras, a dar un vistazo a este continente. Algo pasó, mis motores fallaron, y puedo considerarme afortunado por haber escapado con vida. Caí en paracaídas, y para mi mala suerte, la nave se estrelló en un río. Así que debido a esta serie de circunstancias, tuve que decidirme a tratar de llegar a la nave madre.

—¿Y sus compañeros no van a venir a buscarlo?

—Por supuesto que van a tratar de hallarme, pero no veo cómo van a encontrar los rastros de la nave exploradora, que ahora está en el fondo de un río, y para empeorar la cosa, con medio continente para rastrear. Tal vez podría haber trazado un gran letrero de SOS en el suelo, pensando que se llegaría a ver desde el aire, pero…, bueno, pensé que mi mejor oportunidad era la de mantenerse en movimiento. Ahora estoy tan hambriento que podría comerme un… un búfalo.

—No creo que encontremos carne de búfalo en el pueblo, pero tenemos buena carne de costeletas.

—¡Oh!, exclamó Alex.

—No hubiera durado mucho a pie —dijo Monty—. Y sin un rifle.

—No porque… bueno, no importa —dijo Alex—. Pensé que podría hacerme un arco y unas flechas.

—¡Arco y flechas! ¡Vamos! —dijo Monty, mirando con sospecha hacia Alex—. ¡Así que ha estado con los indios!

—No, nunca… ¡Caramba!, nunca he estado cerca de un indio.

—Los arcos y las flechas son armas de indios, forastero.

—Ojalá —dijo Tex melancólicamente—. No teníamos problemas cuando solamente los hokas teníamos pistolas de seis tiros. Pero ahora los indios también las tienen —una lágrima resbaló por el botón negro que era su nariz—. Si los vaqueros parecen oseznos de juguete —pensó Alex—, ¿qué aspecto tendrán los indios?

—Ha tenido suerte de que Tex y yo pasáramos por aquí —dijo Monty—. Estábamos tratando de ver si podíamos reunir unas cabezas más de ganado antes de que los indios llegaran. No tuvimos suerte, sin embargo. Los pieles verdes se las llevaron a todas.

¡Pieles verdes! Alex se acordó de un detalle en el informe de la primera expedición: dos razas inteligentes: los hokas, mamíferos, y los slissii, reptiles. Y los slissii, más fuertes y dispuestos a la guerra, acosaban a los hokas.

—¿Son slissii, los indios?

—¿Slissii? No sé, tienen cuernos… —dijo Monty.

—Quiero decir si… si son altos, más que yo, si andan a saltos, si tienen colmillos y piel verde, y si cuando hablan hacen unos raros sonidos silbantes.

—Pero ¡claro!, ¿qué otra cosa? —Monty movió la cabeza extrañado—. Si es humano, ¿cómo es que no conoce ningún indio?

Se habían ido acercando hacia una nube de polvo grande y ruidosa. Cuando estuvieron bien cerca, Alex se dio cuenta de la causa.

—Reses longhorns —explico Monty.

Bien… sí… Un cuerno largo cada uno. Sobre el hocico. Pero, por lo menos, las reses, de pelo colorado, patas cortas y cuerpo con forma de barril, eran mamíferos. Alex vio que algunos animales tenían marcas en los flancos. Todo el rebaño era urgido por vaqueros hoka, que montaban bien y rápido.

—Es la hacienda X Barra X —dijo Tex—. El Llanero Solitario decidió tratar de sacarlos de aquí antes de que lleguen los indios. Pero me parece que los pieles verdes van a alcanzarlos.

—No puede hacer otra cosa —replicó Monty—. Los rancheros están sacando su ganado. No hay lugar en que se esté a salvo, de este lado de la Nariz del Diablo. No pienso quedarme en el pueblo para tratar de mantener a raya a los indios, y creo que todos piensan como yo, a pesar de lo que Slick y el Llanero quieren que hagamos.

—¡Pero cómo! —objetó Alex—. Pensé que acababa de decir que el Llanero también huía. Ahora dice que quiere pelear. ¿Qué es lo que pasa?

—Es que el Llanero Solitario que es dueño del X Barra X quiere huir, pero el Llanero Solitario del Lazy T quiere pelear. Igual que el Llanero Solitario de Buffalo Stomp, que el Verdadero Llanero Solitario y que el Llanero Más Solitario. Pero apuesto a que cambian de opinión cuando vean a los indios cerca.

Alex se tomó la cabeza con ambas manos, para impedir que saliera volando.

—¿Cuántos Llaneros Solitarios existen? —gritó.

—¿Y qué sé yo? —dijo Monty, encogiéndose de hombros. Por mi parte, conozco por lo menos a diez. La verdad es— agregó, exasperado —que el inglés no tiene tantos nombres como tenía el idioma Hoka. Resulta cansado tener un centenar de Montys alrededor, o gritar para que conteste Tex y resulta que le preguntan: ¿Cuál de ellos?

Pasaron la tropa de ganado con un trotecito rápido y llegaron a la parte superior de un montículo. De allí se divisaba un pueblo, compuesto por una docena de casas, formadas simplemente por los esqueletos, y una única calle, bordeada de estructuras falsas, de aspecto aparentemente macizo. El lugar estaba lleno de hokas: a pie, montados, en carretas cubiertas y en coches, refugiados de los indios que se acercaban. Mientras descendían la colina vio un letrero torpemente escrito que decía:

BIENVENIDOS A CANYON GULCH

Población:

Días entre semana 212

Sábados 1000

—Lo vamos a llevar a ver a Slick —dijo Monty, dominando el alboroto—. Él sabrá qué hacer.

Hicieron que los ponyes pasaran a través de la multitud abigarrada. Los hokas parecían ser una raza sumamente excitable, prestos a la gesticulación exagerada y a hablar con toda la fuerza de sus pulmones. La huida se realizaba sin ningún tipo de organización, produciéndose múltiples enredos, discusiones, chismorreos y exuberantes disparos al aire. Una buena cantidad de ponyes y carros estaban aparentemente abandonados frente a los saloons, que formaban una doble fila a lo largo de la calle.

Alex trató de recordar qué figuraba en el informe que había realizado la primera expedición. Éste había sido necesariamente breve, puesto que la expedición permaneció en Toka durante dos meses tan sólo. Pero… sí, sí… Los hokas habían sido descritos como muy amistosos, rápidos para aprender, alegres y completamente ineficaces. Sólo las ciudades de la costa, con una tecnología correspondiente a la edad del bronce, habían podido resistir los avances de los slissii. Pero en los restantes lugares, los reptiles iban, lentamente pero en forma inexorable, conquistando a las dispersas tribus ursinoides.

Los hoka peleaban valientemente cuando se les atacaba, pero trataban de no pensar en el enemigo cuando no estaba inmediatamente visible, de acuerdo a su naturaleza bonachona. Nunca se les hubiera ocurrido formar un grupo para defenderse de los slissii. Una raza de individualistas como la suya no hubiera logrado formar un ejército que saliera a la ofensiva.

En suma, gente simpática, pero poco eficaz. Alex se sintió orgulloso de su altura, su uniforme brillante de hombre del espacio, y de su espíritu humano de perseverancia y lucha que había llevado al ser humano a las estrellas. Se consideraba a sí mismo un hermano mayor.

Tendría que hacer algo, darles a estos seres de opereta una ayuda. Tal cosa también podría significar un ascenso para Alexander Braithwaite Jones, puesto que la Tierra necesitaba una gran cantidad de planetas habitados por especies amistosas, y el informe existente sobre los indios… o mejor dicho, sobre los slissii, hacía improbable que pudieran llevarse bien con los seres humanos.

A. Jones, héroe. Tal vez entonces, Tanni y yo…

Se dio cuenta de que un hoka grueso y aparentemente mayor le estaba mirando atentamente, junto con el resto de Canyon Gulch. Este representante, en particular, usaba una gran estrella de metal prendida en su chaleco.

—¿Qué tal, sheriff? —dijo Tex.

—Hola, Tex, amigo —dijo el sheriff obsequiosamente—. Y también Monty, ¡hola muchachos! ¿Quién es este forastero? ¡No me digan que es un ser humano!

—Si… así dice él. ¿Dónde está Slick?

—¿Qué Slick?

—El Slick, sherriff.

El grueso hoka guiñó los ojos.

—Creo que está en el salón de atrás del Paradise Saloon —dijo. Y humildemente agregó—: Este… Tex, Monty…, se acordarán del amigo cuando sea la reelección, ¿no es verdad?

—Tal vez así sea —dijo Tex, genialmente—. Ha sido sheriff desde hace mucho.

—¡Oh! ¡Gracias, muchachos! Ojalá los demás tuvieran vuestro mismo buen corazón.

La muchedumbre los separó del sheriff.

—¿Qué pasa? —dijo Alex—. ¿Qué era lo que quería que hicieran?

—Que votemos en contra de él en las próximas elecciones, por supuesto —dijo Monty.

—¿En contra de él…? Pero… el sheriff es el que manda. ¿O no?

Tex y Monty parecían apesadumbrados.

—Me pregunto si realmente es humano —dijo Tex—. Los humanos nos enseñaron que el sheriff es el más tonto de la ciudad. Pero no nos parece justo que a una persona se la cargue demasiado con ese problema, así es que lo elegimos una vez al año.

—Buck fue elegido sheriff tres años seguidos. Es realmente tonto.

—Pero ¿quién es ese Slick? —preguntó algo desesperado Alex.

—El jugador profesional del pueblo, por supuesto.

—¿Y qué tengo que ver con un jugador profesional?

Tex y Monty intercambiaron miradas.

—Vamos, vamos —dijo Monty, que parecía estar al final de su paciencia—, hemos tratado de tolerar bastante, pero si insiste en decir que no sabe quién es el que verdaderamente manda en el pueblo, vamos a pensar que nos está tomando por bobos.

—¿Se refieren a una especie de administrador que tienen en la zona?

—¡Está chiflado! Todo el mundo sabe —dijo Monty— que un pueblo hace siempre lo que quiere el jugador profesional.

Slick usaba el uniforme correspondiente: pantalones ajustados, chaleco, una camisa blanca, un arma en una mano y una baraja en la otra. Parecía cansado: seguramente había pasado por muchas angustias estos últimos días, pero dio la bienvenida a Alex con extraña volubilidad, y lo hizo pasar a una oficina amueblada en un estilo vagamente correspondiente al Siglo XIX. Tex y Monty también entraron, asegurándose de que la puerta estuviera bien cerrada a la muchedumbre alborotadora.

—Le prepararemos algún emparedado —dijo Slick, muy amable. Le ofreció a Alex un cigarro púrpura, hecho seguramente de alguna horrible yerba local, y se sentó detrás de su escritorio.— Bien —dijo—, ¿cuándo podremos tener ayuda de los seres humanos nuestros amigos?

—Me temo que no pueden esperarla para dentro de poco —le respondió Alex—. La tripulación del Draco no sabe nada de lo que está pasando. Deben de estar dando vueltas tratando de encontrarme. A menos que me hallen aquí, lo cual es bastante improbable, no hay demasiadas posibilidades de que se enteren de la lucha contra los indios.

—¿Cuánto tiempo estarán por aquí?

—Oh, seguramente esperarán como un mes antes de darme por muerto y abandonar el planeta.

—Podemos llevarlo hacia la costa del mar en ese tiempo, pero eso significaría un largo viaje, además de que cruzaríamos territorio infestado de indios. —Slick esperó parsimoniosamente antes de continuar—. Es difícil que pueda pasar. Así que me parece que la única forma en que va a poder llegar hasta donde están los suyos va a ser venciendo a los indios. Pero no podemos vencer a los indios si no recibimos ayuda de sus amigos.

Melancólico silencio.

Para cambiar de tema, Alex trató de aprender algo de historia hoka. En realidad, logró más de lo que pensaba, puesto que Slick demostró ser sorprendentemente inteligente y estar bien informado.

La expedición originaria había llegado al planeta hace algo así como treinta años. En ese momento el informe había concitado poco interés, dada la gran cantidad de nuevos planetas que se iban descubriendo en la galaxia. Era ahora, con el Draco como pionero, que la Liga trataba de organizar esta sección fronteriza del espacio.

Los primeros terrestres habían sido recibidos con gran admiración por parte de la tribu hoka cercana a su lugar de contacto. Los habitantes eran seres con gran facilidad de expresión, que, gracias a la ayuda de la moderna psicografía utilizada, aprendieron inglés en unos pocos días. Para ellos, los seres humanos eran dioses, si bien, como buenos seres primitivos que eran, se permitían ciertas libertades con sus deidades.

Y así llegó la noche decisiva. La expedición había montado un equipo de proyección de películas. Hasta ese momento los hokas habían sido espectadores interesados, pero desconcertados por la complejidad de lo que veían. Esa noche, a insistencia de Wesley, se proyectó una antigua película. Era de vaqueros.

La mayoría de los viajeros espaciales tienen su hobbie, adquirido durante los largos viajes. El de Wesley era el oeste norteamericano. Pero lo veía a través de su romántica interpretación, basándose en una gran cantidad de novelas, pero en un muy pobre material verdaderamente histórico.

Los hokas vieron la película y perdieron la cabeza.

El capitán llegó a la conclusión de que esa reacción, delirante y rayana en el éxtasis, se debía a que era algo que realmente podían comprender. Las comedias sofisticadas o las películas de aventuras espaciales les afectaban poco, puesto que no tenían ninguna experiencia de eso, pero aquí había algo que parecía pertenecerles. Un gran país, como el suyo, héroes que peleaban contra salvajes enemigos, grandes rebaños de animales, costumbres festivas…

Y tanto al capitán como a Wesley se les ocurrió que tal vez esta raza pudiera utilizar ciertos elementos de la cultura del Oeste primitivo. Los hokas habían sido, hasta ese momento, simples granjeros, y hallaban malamente su sustento en las praderas, que nunca habían sido debidamente trabajadas. Se trasladaban a pie, sus herramientas estaban hechas con piedra y bronce, y realmente había mucho que podían aprovechar con beneficio.

Los encargados de la parte metalúrgica de la expedición no tuvieron grandes dificultades para fabricarles armas como el Colt, el Derringer y la carabina. Se les enseñó a trabajar el hierro, a hacer acero y a fabricar pólvora. A manejar el torno y algunas máquinas. En este caso la aptitud de los habitantes y las técnicas de enseñanza permitieron que aprendieran rápidamente. También captaron la necesidad de domesticar los animales salvajes que hasta el momento habían simplemente atrapado.

Antes de la partida de la nave, los hokas montaban ponyes con silla y criaban longhorns. También realizaron tratados con las ciudades marítimas de la costa, intercambiando maderas, granos y herramientas manufacturadas. Y además acababan con toda tranquilidad con las bandas de slissii que los atacaban.

Como paso final, Wesley antes de marcharse les dejó a los hoka su colección de libros y de revistas sobre el tema.

Nada de esto figuraba en el sesudo informe que leyó Alex. Simplemente se acotaba que se les había enseñado a los ursinoides la forma de trabajar el metal, el uso de las armas químicas y los beneficios de determinadas formas económicas. Se había pensado que así lograrían vencer a los peligrosos slissii, de forma tal que finalmente los seres humanos pudieran venir regularmente, si así lo deseaban, sin encontrarse con una guerra.

Alex pudo imaginar el resto. El entusiasmo de los hokas era enorme. Esta nueva forma de vida era, indudablemente, muy práctica y adaptada a las praderas. Así que ¿por qué no seguir adelante y parecerse a los seres que eran como dioses en todos los aspectos? Hablar inglés con el acento peculiar de las películas, adoptar nombres y vestimentas humanas, costumbres correspondientes, disolver la antigua organización tribal y reemplazarla por ranchos y pueblos. Todo fue fácil. Y divertido.

Los libros y revistas no circularon demasiado. Gran parte de las cosas se fueron transmitiendo oralmente. De allí que se produjeran ciertas lógicas transformaciones.

Pasaron tres décadas. Los hokas maduraron rápidamente; ya existía una generación que había crecido dentro de un marco de cowboys. El pasado había quedado atrás. Los hokas se extendieron hacia el Oeste, a través de las praderas, empujando en su avance a los slissii.

Hasta que los slissii aprendieron, a su vez, a fabricar armas. Entonces, gracias a su mayor talento para lo militar, formaron un ejército de tribus confederadas y comenzaron a hacer retroceder a los hokas. Esta vez probablemente continuarían hasta arrasar las ciudades de la costa. La propensión a la lucha de algunos hokas individualmente considerados no era freno para un gran número de seres mejor organizados.

Y ahora, uno de los ejércitos de indios se acercaba a Canyon Gulch. No debía de estar a muchos kilómetros de distancia, y ciertamente no se veía la forma de detenerlo. Los hokas reunieron a sus familiares y sus pertenencias, abandonando los ranchos para huir. Pero con su habitual ineficacia, la mayoría de los refugiados no iba más allá de este pueblo. Aquí se detenían a comentar lo sucedido, a discutir sobre la necesidad de pelear o de huir, y mientras tanto, a echarse un trago más.

—¿Quieren decir que ni siquiera han tratado de resistir? —preguntó Alex.

—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —contestó Slick—. Una mitad no quería saber nada de pelear. La otra mitad tenía, cada uno de ellos, distintas formas de considerar la cosa, y cuando no le hicimos caso a todo esto se enfadaron y se fueron. No nos quedaron muchos.

—¿Y usted, como líder, no pudo pensar en algo para mantenerlos juntos, algún tipo de compromiso o algo, para satisfacer a la mayor parte?

—Por supuesto que no —dijo Slick—. Mi plan es el único acertado.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Alex, dándole un salvaje mordiscón al emparedado que tenía en la mano. La comida le había restaurado las fuerzas, y el brebaje que los hokas llamaban whisky le había dado un ímpetu valeroso.

—El problema básico es que no saben cómo organizar una batalla. Nosotros los humanos sí lo sabemos.

—¡Es un poderoso luchador! —dijo Slick.

Sus ojos brillaban con admiración, según pudo notar Alex con evidente complacencia, al igual que la mayoría de los hokas que había encontrado. Decidió que era realmente halagador, si bien un semidiós tiene sus duros deberes.

—Lo que necesitan es un jefe a quien sigan sin chistar —continuó—. O sea, yo.

—Usted, quiere decir —y aquí Slick inspiró profundamente—. ¿Usted?

Alex asintió impetuosamente.

—Los indios van a pie, ¿verdad? Muy bien. Entonces sé, de acuerdo a la historia de lo sucedido en la Tierra, qué es lo que hay que hacer. Debe haber varios miles de hokas en los alrededores, y todos van armados. Los indios no han de estar preparados para una buena carga de caballería. Pienso dividir en dos sus fuerzas.

—Bueno, bueno, eso sí que no se nos había ocurrido —murmuró Slick. Hasta Monty y Tex parecían adecuadamente sorprendidos.

Súbitamente, Slick comenzó a dar vueltas por la oficina, en plena excitación.

—¡Iujuuujuuu! —gritó—. Me siento como si hubiera nacido con una pistola en cada mano, y mis compañeros de juego hubieran sido víboras de cascabel. ¡Soy capaz de darle la vuelta a la luna de un salto, de cabalgar más rápido que nadie y de sacar mi revólver preparado para disparar antes de que otros siquiera tengan tiempo de pensarlo!

—Bueno, ¿no es el grito de guerra habitual en los seres humanos? —respondió Tex, que ya se estaba comenzando a acostumbrar a la ignorancia del humano.

—¡Vamos, vamos! —dijo Slick, abriendo de un golpe la puerta. Fuera estaba la tumultuosa multitud. El jugador llenó sus pulmones de aire y gritó—: ¡Ensillen los caballos y preparen sus armas! ¡Aquí tenemos un ser humano que nos va a ayudar a vencer a los indios!

Los hokas dieron vivas hasta que los falsos frentes de las casas temblaron.

Danzaron, saltaron y dispararon sus armas al aire en plena excitación. Alex sacudió a Slick y gimió:

—No, no, tonto. ¡Ahora no! ¡Tenemos que estudiar la situación, mandar exploradores y trazarnos un plan!

Demasiado tarde. Sus impetuosos admiradores lo levantaron en andas y lo llevaron hasta la calle. No pudo ser oído por encima del ruido que hacían, vanamente trató de mantenerse de pie, y finalmente terminó por no darse bien cuenta de lo que pasaba. Alguien le dio una pistola, que sujetó a su cinturón, sintiéndose como en un sueño. Otro le pasó un lazo, y le dijo:

—¡Ármelo, forastero, y vamos por ellos!

—¡Un lazo! —Alex se dio cuenta, si bien no muy claramente, de que detrás del saloon había un corral. Los reptiles, semisalvajes aún, iban excitados de un lado a otro, ansiosos por los ruidos. Algunos hokas maniobraban diestramente enlazando cada uno su montura.

—Vamos, vamos —rugió una voz— ¡no tenemos tiempo que perder!

Alex estudió al vaquero que tenía más cerca. No parecía que enlazar un animal fuera tan difícil. Si sostenía la soga de aquí y de allá, se la hacia girar sobre la cabeza más o menos así…

Tiró, y terminó dando con su cuerpo en tierra. A través de la nube de polvo que se levantó se dio cuenta de que se había enlazado a si mismo.

Tex le ayudó a levantarse y también le ayudó a quitarse el polvo de las ropas.

—La verdad es que… es que no monto… habitualmente… —murmuró.

Tex no dijo nada.

—Tengo un buen caballo para usted —gritó otro hoka, inclinándose en su silla.

—¡Un animal de nervio!

Alex lo miró. El caballo le observó con un brillo malvado en sus ojos. A riesgo de llegar a un juicio apresurado, decidió que no le gustaba demasiado. Pensaba que definitivamente iban a presentarse problemas de interrelación entre él y su cabalgadura.

—Vamos, vamos, ¡a ver si vamos de una vez! —gritaba Slick impacientemente. Montaba una bestia que pateaba y coceaba, pero no parecía importarle en absoluto.

Alex tembló, cerró sus ojos, se preguntó cuál sería el pecado que había cometido para que le tocara este castigo, y se dirigió tambaleante hacia su caballo. Varios hokas se habían unido para ensillárselo. Montó. Los hokas soltaron al animal. Existía verdaderamente un conflicto de personalidades.

Súbitamente, el terrestre sintió como si un meteoro, retorciéndose y girando, le hubiera alcanzado. Trató de sujetarse aferrándose a la silla. Las patas delanteras del animal cayeron con un sordo ruido, mientras casi perdía el equilibrio. Le pareció que una granada nuclear había explotado cerca de él.

Si bien el suelo subió para golpearlo con una dureza innecesaria, nunca había imaginado que el sólido suelo podía ser tan bien venido en ese momento.

—¡Uuf! —exclamó Alex, y se quedó inmóvil.

Un silencio de asombro y de incredulidad cayó sobre la asamblea de hokas. Este ser humano no había sabido usar un lazo, y ahora había batido el récord de menor permanencia sobre una silla. ¿Qué clase de terrestre era éste?

Alex se sentó, y se encontró con las miradas de un corrillo de caras peludas y escandalizadas. Débilmente, sonrió y dijo:

—Tampoco soy buen jinete.

—¿Podría decirnos qué diablos sabe hacer? —rugió Monty—. No sabe usar un lazo, no sabe montar, no sabe hablar correctamente, no sabe disparar…

—¡Un momento! —Alex se puso de pie, en forma bastante vacilante—. Admito que no sé usar una serie de cosas que les son habituales porque en la Tierra lo hacemos en forma muy diferente. Pero puedo disparar mejor que cualquier hombre… quiero decir, cualquier hoka. ¡Y a eso apuesto cualquier cosa!

Algunos de los vaqueros parecieron recuperar su perdida esperanza, pero Monty se burló:

—Eso dice.

—Eso digo y pienso probarlo. —Alex miró alrededor, buscando un blanco adecuado. Por primera vez no se sentía preocupado. Era uno de los mejores tiradores con pistolas de rayos de la Flota—. Tiren una moneda. La voy a agujerear por el centro.

Los hokas comenzaron a mostrar signos de inquietud. Alex pensó que tal vez no fueran buenos tiradores, sin poder medir realmente su capacidad con otros. Slick, con aspecto de gran contento, extrajo un dólar de plata del bolsillo y lo lanzó al aire. Alex sacó su revólver y disparó.

Lamentablemente, las pistolas de rayos no tienen retroceso, pero los revólveres sí.

Alex casi se cae de espaldas. La bala rompió un cristal del bar La Última Oportunidad.

Los hokas comenzaron a reírse. Era una amarga forma de divertirse.

—Buck —llamó Slick—. Buck, ¡oye, sheriff, ven aquí!

—Si, Slick, para lo que mande.

—No te necesitamos más como sheriff, Buck. Creo que hemos encontrado otro mejor. ¡Dame tu placa!

Cuando Alex se logró poner nuevamente de pie, la estrella brillaba en su uniforme. Y, por supuesto, su propósito de contraatacar había quedado completamente sumido en el olvido.

Se dirigió tristemente hacia el saloon de Pitzen. Durante las últimas horas el pueblo había ido quedando desierto de refugiados, a medida que los indios se acercaban más y más. Pero todavía quedaban algunos que querían tomar un último trago. Ésa era la compañía que buscaba Alex.

Ser el bufón oficial no era, eso sí, un problema grave. Los hokas no eran crueles con aquellos a quienes los dioses no habían prodigado sus favores. Pero había destruido lamentablemente el prestigio de los seres humanos en este planeta. El Servicio no apreciaría demasiado este comportamiento suyo.

Había que pensar, por otra parte, que las posibilidades de que se pudiera llegar a conectar con los suyos eran bastante remotas. No podría llegar al Draco antes de que partiera, sin pasar por territorio controlado por los mismos indios que avanzaban sobre Canyon Gulch. Tal vez pasaran años antes de que llegara otra expedición. O tal vez pudiera quedarse allí durante el resto de su vida. Si bien, pensándolo cuidadosamente, tal vez eso no fuera peor que enfrentar la vergüenza que se asociaría con su regreso.

Tristes pensamientos.

—¡Venga, sheriff!, déjeme que le invite a un trago —le dijo una voz cercana.

—Gracias —respondió Alex. Los hokas tenían la agradable costumbre de agasajar al sheriff cuando entraba en un saloon. Se había aprovechado bastante de los parroquianos, si bien no parecía mejorar demasiado su estado de ánimo, muy deprimido.

El hoka situado a su lado era un espécimen bastante mayor, sin dientes y arrugado.

—Soy del camino de las Niñerías —dijo, presentándose—. Llámeme Niñerías Kid. ¿Qué tal, sheriff?

Alex le estrechó la mano, lúgubremente.

Se abrieron camino hasta la barra. Alex tenía que inclinarse debido a la poca altura de los techos de los hokas, pero no cabía duda que los adornos rococó se ajustaban perfectamente al estilo deseado, incluyendo un pequeño escenario donde tres mujeres hoka, escasamente vestidas, se dedicaban a realizar un número de canto y baile, mientras un hombre con gafas aporreaba un maltrecho piano.

Niñerías Kid le comentó, con tono íntimo:

—Conozco a esas chicas. Bonitas, ¿verdad? ¡De rechupete!

—Uh… sí, claro —contestó Alex, considerando que las hokas tenían cuatro glándulas mamarias cada una—. Muy… bien dotadas.

—Se llaman Zunami, Goda y Torigi. ¡Si no fuera tan viejo!

—¿Cómo es que no tienen nombres ingleses? —preguntó Alex.

—Tuvimos que mantener los nombres hokas para las mujeres —le dijo Niñerías Kid. Se rascó su cabeza calva—. Ya es bastante complicado con los hombres, contando con más de cien Hopalongs en un mismo pueblo…, pero ¿cómo se pueden diferenciar las mujeres si todas se llaman Jane?

—Bueno, tenemos algunas que se llaman ¡Eh, tú! —dijo tristemente Alex—, y otras que se llaman «Sí, querido».

Le comenzaba a dar vueltas la cabeza. El licor de los hokas era muy poderoso.

Cerca se hallaban dos vaqueros, que discutían con alcohólica vehemencia. Eran dos típicos hokas, lo que para Alex quería decir que sus formas regordetas no se diferenciaban demasiado una de otra.

—Conozco a esos dos. Son de rancho —le dijo Niñerías Kid—. Ése es Slim, y el otro es Shorty.

—¡Oh! —dijo Alex.

Mirando melancólicamente su vaso, escuchó la discusión, que había llegado a la etapa en que se llamaban cosas no muy agradables uno a otro.

—¡Ten cuidado con lo que dices, Slim! —dijo Shorty, tratando de entrecerrar amenazadoramente sus ojillos—. ¡Soy un hombre muy peligroso!

—Qué vas a ser un hombre peligroso —se burló Slim.

—¡Te digo que soy un hombre demasiado peligroso! —chilló Shorty.

—Eres un cabeza loca que debería recibir una buena patada de una mula —dijo Slim—. Y creo que voy a ser yo quien termine por dártela.

—¡Cuando me digas esas cosas —dijo Shorty—, por favor, sonríe!

—Te digo que eres un cabeza loca que debería recibir una patada de una mula —le volvió a decir Slim, y sonrió.

Súbitamente el saloon se llenó del estruendo de los revólveres en acción. Un reflejo muy adecuado hizo que Alex se tirara al suelo. Una bala silbó ominosamente cerca de su oreja. El tronar de las armas continuaba. Se acurrucó en el suelo y comenzó a rezar.

Volvió a reinar el silencio. Una nube de humo de pólvora se elevó en el aire. Unos cuantos hokas salieron de detrás de las mesas y comenzaron nuevamente a beber. Alex buscó los irremediables cadáveres, que supuso debía de haber. Sólo vio a Slim y a Shorty que guardaban los revólveres.

—Bueno —dijo Shorty—, yo pago esta ronda.

—Gracias, amigo —le dijo Slim—, yo pagaré la próxima.

Alex volvió sus ojos desorbitados a Niñerías Kid.

—Nadie resultó herido —gritó al borde de la histeria.

—Por supuesto que no —dijo el viejo hoka—. Slim y Shorty son muy buenos amigos. Rara costumbre esa de los humanos, que un hombre deba intercambiar disparos con sus amigos por lo menos una vez al mes. Pero pienso que tal vez eso los haga más valientes, ¿verdad?

—Ummm… —dijo Alex.

Se acercaron otros a hablar con ellos. Las opiniones parecían estar igualmente divididas entre la idea de que no era un ser humano de verdad, y que realmente lo que sucedía era que los terrestres no resultaban ser lo que decían las leyendas. Pero a pesar de su decepción, no tenían mala voluntad, y le ofrecieron unos tragos. Alex aceptó sediento. No podía pensar en hacer otra cosa.

Habrían pasado una o dos horas, o tal vez diez, cuando Slick entró en el saloon. Su voz se alzó sobre el tumulto:

—Un explorador me trajo las últimas noticias, muchachos. Los indios están a no más de seis o siete kilómetros de aquí, y se acercan rápidamente. Vamos a tener que irnos.

Los vaqueros terminaron sus tragos, rompieron sus vasos y salieron del edificio en una ola de excitación y ansiedad.

—Hay que calmar a la gente —murmuró Niñerías Kid— o vamos a terminar en un tumulto. —Con gran presencia de ánimo apagó las luces.

—¡Estúpido! —rugió Slick—. Fuera ya es de día.

Alex dio vueltas sin rumbo por el saloon, hasta que el jugador le cogió de la manga.

—Estamos faltos de gente, y tenernos que movilizar mucho ganado —ordenó Slick—. Consiga un caballo manso y vea si puede ayudar.

—Muy bien —dijo Alex, entre hipos. Estaría bien saber que estaba haciendo algo útil, por poco que fuera. Tal vez lograra ser derrotado en las próximas elecciones.

Siguió un rumbo poco estable hasta el corral. Alguien le dio un pobre caballo, demasiado viejo para no ser dócil. Alex trató de ensillarlo. El animal se escapó.

—Ven para aquí, ¡diablos! ¡Maldito animal!

—Aquí, aquí —dijo un hoka, que se acercó… ¿un fantasma hoka?, ¿un hoka Superior? ¿Un hoka y otro hoka?… fue ayudado a montar.

—¡Por Pecos Bill! ¡Está borracho como un cerdo!

—¡No, no! —dijo Alex, con voz estropajosa—. Eshtoy muy shobrio. Son los hoka los que eshtán borrachos. ¿Entiende? Eso es. Sólo los hombres sobrios de hoka son los… borrachos.

Su caballo parecía flotar en una niebla rosa en todas direcciones.

—Soy un cowboy solitario… —cantó Alex—. El cowboy más solitario de por aquí.

Se dio cuenta, más o menos vagamente, de la situación del ganado. Los animales estaban nerviosos, miraban para uno y otro lado y rascaban la tierra con las pezuñas. Una pequeña cantidad de hokas galopaba alrededor de ellos, agitando sus sombreros y tratando de hacer que los animales se dirigieran hacia los senderos adecuados.

—¡Soy un cowboy del Río Grande! —gritó Alex.

—¡No tan fuerte! —protestó un Tex-hoka—. ¡Estos animales ya están bastante nerviosos!

—¿Quiere que vayan marchando, no es así? —contestó Alex—. ¡Más vale que vayamos saliendo de aquí! Los pieles verdes se acercan. Va a ser fácil hacerlos andar. ¡Miren esto!

Extrajo su pistola, y disparándola al aire dejó escapar un salvaje:

—¡Iujuuu!

—¡Pedazo de imbécil!

—¡Iuuujuuu! —Alex se lanzó hacia el ganado, disparando y gritando a la vez—. A hacerlos andar, cowboy. Vamos, vamos. ¡Yipiiii!

El ganado, por supuesto, se espantó.

Como una marea roja, rompió la débil barrera que formaban los hokas. Los vaqueros se dispersaron; la muerte acechaba en los miles de pezuñas. El universo parecía resonar con los ruidos las carreras y el alboroto infernal. ¡La tierra temblaba!

—¡Iuuujuuu! —seguía gritando alborozado Alexander Jones. Seguía cabalgando detrás de los longhorns, siempre disparando su arma—. ¡Adelante, adelante! ¡Vamos, Silver!

—¡Oh, Dios mío! —se lamentó Slick—. ¡Oh, Dios, Dios mío! ¡El muy estúpido los ha espantado exactamente en la dirección donde se hallan los indios!

—Vamos, vamos, a perseguirlos —gritó un Hopalong hoka—. ¡Tal vez podamos lograr que el ganado dé la vuelta! ¡No podemos dejar que los indios se queden con esas reses!

—Y también vamos a ver si linchamos a alguien —dijo un Llanero Solitario hoka—. Apuesto que ese Alexander Jones es un espía de los indios, que mandaron para que hiciera este trabajo para ellos.

Los vaqueros espolearon sus cabalgaduras. El cerebro de un hoka no pensaba en dos cosas a la vez. Si estaban tratando de detener una espantada, el hecho de que fueran a darse de narices con los indios quedaba fuera de toda consideración.

—¡Iupiii… iujujujuuuy! —seguía gritando Alex, en algún lado de aquella enorme nube de polvo.

Envuelto en la rara conciencia del tiempo que da la borrachera, parecía dispuesto a lanzarse cuesta abajo de una colina. Y más allá estaban los slissii.

Los guerreros-reptiles se trasladaban a pie, no siendo anatómicamente capaces de montar. Pero podían correr más rápido que un caballo de los hokas. Sus cuerpos, similares a los de los tiranosaurios, estaban desnudos, salvo por algunas pinturas y adornos de plumas, tal como los primitivos de la galaxia, pero venían armados con rifles, lanzas, arcos y hachas. Formaban una gran masa compacta, disciplinada gracias al ritmo de los tambores. Había miles de ellos… y solamente unos cientos de vaqueros, como mucho, galopando ciegamente hacia sus filas. Alex no vio nada de esto. Situado detrás del ganado espantado, no vio la formación de los indios.

Nadie la vio, para ser exactos. La catástrofe era demasiado grande.

Cuando los hokas llegaron al lugar, los indios, los que no habían sido aplastados por el ganado, se hallaban diseminados por la pradera. Slick llegó a pensar que no iban a parar de correr, huyeron desolados.

—¡A ellos, muchachos! ¡A acorralarlos!

Los hokas se lanzaron al ataque. Unos pocos indios trataron de preparar sus armas, procurando agruparse para presentar cierta resistencia, pero era demasiado tarde. Estaban demasiado desmoralizados, y fue fácil para los hokas vencerlos. Otros fueron alcanzados en la huida, enlazados y atados por los ululantes oseznos metidos a vaqueros.

Tex cabalgó hasta donde estaba Slick. Detrás de su caballo, al final de un lazo, había un indio corpulento, todavía retorciéndose y protestando.

—Creo que atrapé a su jefe —dijo.

—¡Así es! Usa la pintura de guerra de los jefes. ¡Magnífico! Con este rehén podremos hacer que los indios acepten nuestras condiciones. Estoy seguro de que no van a molestarnos durante mucho tiempo.

En realidad, Canyon Gulch había entrado a los textos militares, con Cannae, Waterloo y Xfisthgung, como ejemplo de una victoria total y aplastante.

Lentamente, los hokas comenzaron a reunirse alrededor de Alex. El perdido resplandor de admiración brillaba una vez más en sus ojos.

—Él lo logró —susurró Monty—. Todo el tiempo que se hizo el tonto, sabía cómo detener a los indios.

—Quieres decir, hacerles morder el polvo —corrigió Slick, solemnemente.

—Morder el polvo —asintió Monty—. Lo hizo solo, sin ninguna ayuda. ¡Muchachos, creo que deberíamos pensarlo dos veces antes de volver a desconfiar de un… humano!

Alex se meció en la silla. Se sentía muy mal. Pensaba que había provocado una espantada, que había perdido todo un rebaño de ganado, que había sacrificado la fe que los hokas podían tener en los seres humanos para el porvenir.

Si los nativos lo colgaban, pensó con seriedad, no era más que lo que se merecía.

Abrió los ojos y se encontró con la expresión de adoración que le estaba dedicando Slick.

—Nos salvó —le dijo el pequeño hoka. Se estiró para coger la chapa de sheriff del chaleco de Alex. Luego, gravemente, le entregó su Derringer y su baraja—. Nos salvó a todos, terráqueo. Así que, durante el tiempo que se quede con nosotros, será el jugador de Canyon Gulch.

Alex parpadeó. Miró alrededor. Vio la asamblea de hokas reunida, los slissii cautivos, y el campo de batalla… pero… ¡Habían ganado!

Ahora sí que podría llegar al Draco. Con la ayuda de los seres humanos, los hokas podrían lograr un lugar de paz en sus antiguos dominios.

Y el insigne Alexander Braithwaite Jones era un héroe.

—¿Los salvé? —preguntó. Todavía no podía controlar bien la lengua—. ¡Oh! ¡Los salvé! Sí, claro, ¿no es verdad? Los salvé. Estuvo muy bien por mi parte —movió negligentemente una mano—. No, no me lo agradezcan. Noblesse oblige, y todo eso.

Un dolor agudo en sus poco acostumbrados glúteos estropeó el efecto heroico. Se quejó.

—¡Me parece que voy a volver andando al pueblo! ¡No voy a poder sentarme en una semana!

Y el salvador de Canyon Gulch trató de desmontar, erró al estribo y cayó de bruces.

—¿Saben? —murmuró alguien, muy pensativo—, tal vez sea esa la forma en que los humanos se bajan del caballo. Creo que deberíamos ensayarla…