LOS GANADORES DE MAÑANA
HOLLOWAY HORN, matemático inglés, nacido en Brighton, en 1901. Célebre por su polémica con J. W. Dunne, en la que demostró: 1°) Que la infinita regresión del tiempo es puramente verbal; 2°) Que en general es más inseguro utilizar los sueños para profetizar la realidad, que utilizar la realidad para profetizar los sueños. Ha publicado: A New Theory of Structures (1927); The Old Man and Other Stories (1927); The Facts in the Case of Mr. Dunne (1936).
Martin «Knocker» Thompson era difícilmente un caballero. Había sido empresario de dudosos matches de box y de partidos (amistosos) de póker, que ya no dejaban la menor duda. Carecía de imaginación, pero no de viveza y de cierta habilidad. Su galera, sus polainas y la herradura de oro de su corbata podían haber sido más charras, pero estaba tratando de despistar.
No siempre iba a favorecerlo la suerte, pero el hombre se defendía. La explicación no era difícil: «Por cada zonzo que se muere, nacen diez más».
Sin embargo, la tarde que se encontró con el viejo, estaba pobre. Knocker había dedicado la siesta a una conferencia sobre finanzas en un hotel. Las opiniones abundantemente emitidas por sus dos socios no lo molestaban en absoluto, pero sí el hecho de que le retiraran su crédito.
Dobló por Whitcomb y se dirigió a Charing Cross. El enojo acentuaba la fealdad normal de su cara, y el resultado general inquietó a las pocas personas que lo miraron.
A las ocho, la calle Whitcomb no está muy concurrida, y no había nadie cerca de los dos cuando el viejo le habló. Estaba acurrucado en un portón cerca de Pall Mall, y Knocker no podía verlo bien.
—¡Hola, Knocker! —gritó.
Knocker se dio vuelta.
En la oscuridad descifró la vaga figura, sin otro rasgo memorable que una barba blanca desmesurada.
—¡Hola! —respondió desconfiadamente. (Su memoria le estaba asegurando que él no conocía esa barba).
—Hace frío… —dijo el viejo.
—¿Qué quiere? —dijo Thompson con sequedad—. ¿Quién es usted?
—Soy un viejo, Knocker.
—Si eso es todo lo que me quiere decir…
—Es casi todo. ¿Quiere comprarme un diario? Le aseguro que no es como los demás.
—No entiendo. ¿Qué no es como los demás?
—Es el «Eco» de mañana a la noche —dijo el viejo calmosamente.
—Usted debe estar mareado, amigo; eso es lo que le pasa. Mire, los tiempos no son buenos, pero aquí tiene un peso, ¡y que le traiga suerte!… —Sinvergüenza o no, Thompson tenía la generosidad natural de los que viven precariamente.
—¡Suerte! —El viejo se rio con una dulzura que crispó los nervios de Knocker.
—Mire —dijo otra vez, consciente de algo inverosímil y raro en la vaga figura del portón—. ¿Qué juego es este?
—El juego más antiguo del mundo, Knocker.
—Dele un descansito a mi nombre, hágame el favor.
—¿Lo avergüenza su nombre?
—No —dijo Knocker con firmeza—. Dígame de una vez lo que quiere. Estoy harto de perder tiempo.
—Váyase entonces, Knocker.
—Pero ¿qué quiere usted? —insistió Knocker, extrañamente inquieto.
—Nada. ¿No quiere llevarse este diario? En el mundo no hay otro igual. Ni habrá, por veinticuatro horas.
—Claro. Si recién mañana aparece ——dijo Knocker con sorna.
—Tiene los ganadores de mañana —dijo el otro con sencillez.
—Está mintiendo.
—Fíjese usted mismo. Ahí los tiene.
Un diario salió de la oscuridad y los dedos de Knocker lo aceptaron, casi con miedo. Una carcajada retumbó en el portón, y Knocker se quedó solo.
Sintió incómodamente el latir de su corazón, pero siguió hasta una vidriera con luz que le permitió ver el diario.
«Jueves 29 de julio de 1926», leyó.
Pensó un rato. Hoy era miércoles, tenía la seguridad. Sacó del bolsillo una agenda y la consultó. Era miércoles 28 de julio, último día de carreras en Kempton. No cabía duda.
Miró otra vez la fecha: julio 29, 1926. Buscó instintivamente la última página, la página de las carreras.
Se encontró con los cinco ganadores en el hipódromo de Gatwick. Se pasó la mano por la frente: estaba húmeda de sudor.
—Hay una trampa en esto —dijo en voz alta y volvió a examinar la fecha del diario. Estaba repetida en cada página, clara y patente. Examinó después las cifras del año, pero también el seis era perfectamente normal.
Miró con apuro la primera página. Había un encabezamiento de ocho columnas sobre la huelga. Eso no podía corresponder al año pasado. Volvió enseguida a las carreras. El ganador de la primera era Inkerman, y Knocker había resuelto jugarle a Clip. Notó que los transeúntes lo miraban con curiosidad. Se metió el diario en el bolsillo y siguió. Nunca había necesitado tanto un poco de alcohol. Entró en un bar cerca de la estación, que felizmente estaba vacío. Después de tomar una copa sacó el diario. Sí, Inkerman había ganado la primera y había pagado seis a uno. (Knocker hizo ciertos cálculos apurados pero satisfactorios). Salmón había ganado la segunda; era lo que él siempre había dicho. Bala Perdida —¿quién demonios iba a pensarlo?— había ganado la tercera, el clásico. ¡Y por siete cuerpos! Knocker se humedeció los labios resecos. No había ninguna mistificación. Conocía muy bien los caballos que correrían en Gatwick, y ahí estaban los ganadores.
Hoy ya era tarde. Lo mejor sería ir mañana a Gatwick y allí mismo apostar.
Tomó otra copa… y otra. Gradualmente, en la cordial atmósfera del bar, su inquietud lo dejó. Ahora el asunto le parecía uno de tantos. A su mente trastornada por el alcohol acudió el recuerdo de un film, que le había gustado muchísimo. Había un brujo hindú en ese film, con una barba blanca, una desmesurada barba blanca, igual a la del viejo. El brujo había hecho las cosas más increíbles… en la pantalla. Knocker estaba seguro de que no se trataba de una mistificación. El viejo no le había pedido dinero, ni siquiera había tomado el peso que Knocker le ofreció.
Knocker pidió otro whisky y lo convidó al barman.
—¿Tiene algún dato para mañana? —este le preguntó. (Lo conocía de vista y de fama).
Knocker vaciló.
—Sí —dijo luego—. Salmón en la segunda carrera.
Knocker se tambaleaba un poco al salir. El médico le había prohibido el alcohol, pero en una noche como esa…
Al día siguiente tomó el tren para Gatwick. Siempre le había traído suerte ese hipódromo, pero hoy no se trataba de suerte. Hizo las primeras apuestas con cierta moderación, pero la victoria de Inkerman lo convenció. ¡El caballo y la boleteada! Ya no le quedaban dudas. Salmón, el favorito, ganó la segunda carrera.
En la carrera principal casi nadie le jugó a Bala Perdida. No estaba en forma y no había por qué. Knocker repartió las apuestas. Veinte aquí, veinte allá. Diez minutos antes de la carrera mandó un telegrama a una oficina del West End. Había resuelto ganar una fortuna. Y la ganó.
Esa carrera no tuvo emoción para Knocker. Él ya sabía el resultado. Sus bolsillos estaban repletos de dinero, y eso no era nada comparado con lo que iba a cosechar en el West End. Pidió una botella de champagne y la bebió a la salud del viejo de la barba blanca. Media hora tuvo que esperar el tren. Estaba lleno de carreristas, a quienes tampoco les interesaba la carrera final. A Knocker los días de suerte lo solían poner muy conversador, pero esa tarde estaba callado. No se podía desentender del viejo del portón. No tanto del aspecto y de la barba, sino de la carcajada final.
El diario estaba siempre en su bolsillo: tuvo un impulso y lo sacó. Fuera de las carreras, no le interesaban otras noticias. Lo hojeó; era un diario como los demás. Resolvió comprar otro en la estación para ver si el viejo no había mentido.
De pronto su mirada se detuvo; un suelto le llamó la atención. «Muerte en un tren» se titulaba. El corazón de Knocker estaba aguadísimo; pero siguió leyendo. «El conocido deportista señor Martin Thompson falleció esta tarde en el tren al volver de Gatwick».
No leyó más: el diario se le cayó de las manos.
—Fíjese en Knocker —alguien dijo—. Debe estar enfermo. —Knocker respiraba pesadamente, con dificultad.
—Paren… paren el tren —balbuceó, y buscó la campana de alarma.
—Quieto, amigo —dijo uno de los pasajeros agarrándolo del brazo—. Siéntese, no hay por qué tirar la manija…
Se sentó, más bien se dejó caer en el asiento. La cabeza se inclinó sobre el pecho.
Le metieron whisky entre los labios, pero era inútil.
—Está muerto —dijo la espantada voz del hombre que lo sostenía.
Nadie prestó atención al diario en el suelo. El barullo lo había empujado bajo el aliento, y no es posible decir dónde fue a parar. Tal vez lo barrieron los guardas en la estación.
Tal vez.
Nadie sabe.
Holloway Horn: The old man and other stories (1927).