¿Por qué somos más altos
por la mañana que por la noche?

«¿Cuánto mides?». La respuesta franca a esta pregunta debería ser: depende. Si haces el siguiente experimento lo podrás confirmar. Por la mañana, justo después de levantarte, ponte junto a la pared. Como de costumbre, colócate un libro encima de la cabeza. Y luego, que te midan con el metro. Vuelve a hacerlo por la noche. Resultado: en las personas de pequeña estatura hay por lo menos un centímetro de diferencia garantizado. En los adultos muy altos puede haber hasta tres.

Pero ¿qué significa? ¿Hay que preocuparse por ello? «Es una reacción enteramente saludable y señal de que el sistema esquelético es eficiente», dice el profesor Peer Eysel, director de la Clínica Ortopédica Universitaria de Colonia.

En el esqueleto, los huesos, que son rígidos, están unidos por medio de articulaciones. Y para que se puedan mover con la mayor suavidad posible y sin rozarse unos con otros, en las articulaciones los huesos están recubiertos por cartílagos. En la columna vertebral hay unas estructuras cartilaginosas especialmente gruesas entre una vértebra y otra, los discos intervertebrales. Son los principales responsables de la diaria pérdida de estatura.

Lo peculiar del cartílago de las articulaciones y los discos intervertebrales es que se compone de un tejido que contiene colágeno, que puede almacenar mucha agua, de forma similar a una esponja. Esta esponja se vacía cuando se aprieta, y entonces se encoge. Por la noche, cuando estamos descansando en la cama, este tejido se empapa de líquido. Durante el día, por el contrario, el cartílago recibe presión y poco a poco se vuelve a comprimir. Esto no es en modo alguno un proceso perjudicial, pues ni los discos intervertebrales ni las articulaciones tienen suministro directo de los vasos sanguíneos. La constante alternancia de carga y descarga es la única manera de asegurar el aporte de elementos nutritivos al cartílago y de hacer posible la evacuación de productos de desecho.

Sin embargo, la elasticidad del cartílago se reduce considerablemente con la edad. En personas de más de 70 años, por lo general los discos intervertebrales se secan, se encogen e incluso se osifican parcialmente. Por este motivo la espalda se vuelve más rígida. Dicha evolución muestra, no obstante, un lado positivo: la temida hernia discal apenas aparece en edad avanzada. Es un fenómeno propio sobre todo de la mediana edad, entre los 35 y los 55 años; lo que sucede es que el núcleo de gelatina, que sigue siendo muy elástico siempre, se abomba hacia fuera y comprime los nervios, lo cual lleva aparejado la mayoría de las veces intensos dolores.

Así pues, mientras que en las restantes articulaciones la degeneración del tejido cartilaginoso causada por el envejecimiento tiene unas consecuencias bastante fastidiosas, estar a salvo de la hernia discal es al menos una pequeña ventaja que trae la edad. Otra consecuencia es que las personas mayores miden unos centímetros menos que cuando eran jóvenes. Y si alguien les pregunta: «¿Qué estatura tiene usted?», pueden contestar con perfecto derecho: «Todavía la misma que esta mañana».

¿Cómo hay que ir cuando llueve
para mojarse lo menos posible?

Imaginemos la siguiente situación: está lloviendo. Nada de un chaparrón con el que todo el mundo se pondría a cubierto, sino una buena lluvia constante de intensidad media. Segundo supuesto: no llevas paraguas y tampoco hay nadie cerca que te pueda prestar uno. Ni siquiera dispones de un periódico para fabricarte un cómico refugio o de una bolsa de basura, que se puede transformar en un santiamén en un poncho impermeable que ni pintado para un festival juvenil.

Lo más probable es que instintivamente hagas una cosa: correr. Seguro que lo haces de una manera enteramente automática, sin grandes cálculos previos, pero resulta que aciertas plenamente, pues avanzar a través de la lluvia es uno de los casos en los que la experiencia práctica y los cálculos físico-matemáticos coinciden a la perfección. ¿Por qué?

Para simplificar las cosas, figúrate que eres una especie de ladrillo o libro puesto de pie. Tu parte delantera recibe siempre la misma cantidad de lluvia, tanto si vas andando como si vas corriendo, pero tu parte superior recibe menos cuanto más rápido vas. Por tanto, si recorres el camino del bar a casa, y entre ese local y tu puerta hay, digamos, 200 metros, esos 200 metros están cargados de humedad, no solo por encima de tu cabeza sino también delante de tu tripa. Y precisamente con la tripa recoges toda la humedad que, en ese trecho, se encuentra a 1 metro de altura más o menos. De eso no te vas a librar, pues quieres irte a casa como sea. Si te mueves despacio, das más tiempo a la lluvia para que te alcance desde arriba; por eso te mojarás más cuanto más despacio vayas.

Sin embargo, esta regla guarda algunas reservas. Si, por ejemplo, lleva ya un rato lloviendo a cántaros y toda la calle está llena de charcos, podría ser que al correr te viniera la mojadura también desde abajo, porque tu vigorosa carrera haría que te salpicara el agua del suelo. Con todo, este efecto solo podría cambiar un poco el balance final si realmente hubiera muchos charcos en la calle y ya casi no lloviese.

También es posible —según la ropa que lleves— que te mojes más corriendo que andando. Cuanto más deprisa corras, con más fuerza te caerán las gotas en la ropa, pues aumenta el poder de penetración de la lluvia. Si llevas puesta una camiseta no notarás ninguna diferencia, te empaparás igual, pero con un jersey de lana, por ejemplo, las gotas de agua a una velocidad mayor te pueden calar hasta los huesos, mientras que si caminas despacio quizá se mantengan fuera de la lana.

En cuanto a la humedad total, la cosa no cambia nada y, por lo menos con lo que te cae desde arriba, también te mojarás más con jersey si vas despacio. De modo que, si quieres llegar a casa lo menos mojado posible, apresúrate… o toma un taxi.

¿Puede llegar un mensaje en una botella
desde el Rin hasta Nueva York?

No hace falta ser un náufrago e ir a parar a una isla desierta para tener la ocurrencia de enviar un mensaje dentro de una botella. A veces basta un dinámico día de playa o una excursión en mar abierto: se escribe a toda prisa una breve carta, se mete en una botella, se cierra bien esta… ¡y allá va el mensaje! Entonces comienza la espera. Porque da igual ser un náufrago o no serlo: el que envía un mensaje en una botella desea que alguien lo encuentre. ¿Adónde irá? ¿A qué playa será arrojado? ¿Y a qué manos llegará?

¿Hasta dónde va flotando, por ejemplo, una botella lanzada al río Rin en Düsseldorf? ¿Puede llegar hasta Nueva York? En primer lugar, naturalmente, siempre es posible que el viento la empuje de nuevo a la orilla después de unos pocos kilómetros. Pero supongamos que siguiera la corriente y saliera al mar del Norte por la desembocadura del Rin. El mar del Norte circula en sentido contrario a las manecillas del reloj. Esto quiere decir que el mensaje recorrería la costa alemana y danesa en dirección a Escandinavia. Allí podría ser arrastrada por la corriente que cruza el Atlántico. En este océano hay una corriente que, en líneas generales, circula en el sentido de las manecillas del reloj: se llama Corriente del Golfo cuando discurre desde América en dirección a Europa pasando por Canadá, Groenlandia e Islandia; luego cruza el europeo mar del Norte y emprende el regreso a América. Con esta corriente la botella podría, en condiciones favorables, alcanzar el continente americano. Siempre suponiendo, claro está, que entretanto no sea arrastrada a tierra.

Por lo tanto, en teoría, es perfectamente posible que un mensaje en una botella arribe a la costa este de América y a Nueva York. Sin embargo, es mucho más probable que ya en Duisburg sea empujado hacia la costa. Además de la requerida buena suerte con las corrientes, los ambiciosos remitentes de mensajes en botellas precisan otra cosa en grandes cantidades: paciencia. Y es que, aun cuando la botella encontrara la corriente adecuada, pueden pasar años hasta que acabe de recorrer el camino a América. Si en efecto lo logra, sería verdaderamente un caso para la ciencia. Hay investigadores que se valen de los objetos arrojados por el mar a la costa para comprobar sus modelos de corrientes oceánicas.

En esto desempeñan un papel menos importante los experimentos de mensajes en botellas que las averías de los barcos. Es muy frecuente que de un buque mercante se caiga un contenedor, se abra y vierta su carga al mar. Es legendario, por ejemplo, el caso de los 29.000 patitos de goma para la bañera que en 1992 cayeron de un barco mientras eran transportados por el Pacífico. A los pocos meses, de acuerdo con lo que se esperaba, los primeros animalitos, de un amarillo chillón, fueron avistados en playas canadienses; pasados unos dos años, algunos fueron arrastrados al estrecho de Bering. Pero para miles de ellos el viaje no acabó allí, sino que se prolongó aún mucho tiempo. Fueron aprisionados por los hielos movedizos y los acompañaron en su lenta deriva por el Ártico. Estuvieron desaparecidos durante años. Luego, de repente, en 2003, once años después de la avería, los primeros patitos de goma flotaron hasta el noroeste de Escocia, un poco descoloridos pero por lo demás en buenas condiciones. El fabricante estaba que no cabía en sí de orgullo. Los investigadores oceánicos, entusiasmados. Finalmente, en el verano de 2007 algunos fueron a parar al sudoeste de Inglaterra. Y todavía hoy podrían aparecer patitos en alguna playa. Estar ojo avizor en el mar puede merecer la pena: el fabricante ha ofrecido un premio por cada nuevo hallazgo.

¿Por qué la plancha alisa la ropa?

La mayoría de la gente lo hace oyendo música o delante del televisor… y muchas veces solo cuando ya se ha acumulado una montaña de ropa recién lavada pero toda arrugada, camisas, blusas, manteles: planchar no es una tarea doméstica que le haga mucha ilusión a nadie. No obstante, hoy, gracias a los medios técnicos, es relativamente fácil de realizar. No siempre ha sido así.

La historia del planchado es una historia de calor, sudor y fuerza muscular. Ya los antiguos romanos trabajaban su ropa con pesados aparatos parecidos a martillos. Los griegos fueron los primeros, en el siglo IV a. C., que calentaron un rodillo para plisar telas, es decir, aplicarles presión para formar numerosos pliegues pequeños. Hasta los rudos vikingos planchaban, eso sí, con hierros calientes que tenían el aspecto de setas vueltas cabeza abajo.

Las primeras planchas que conocemos datan del siglo XV. Consistían en una maciza placa de metal con un asidero y había que calentarlas al fuego. De finales del XVII y del XVIII se conservan planchas huecas, en su mayoría de latón. Por la parte de atrás, cerrada con una tapa, se introducía en el hueco una placa de hierro calentada a la lumbre. Estas planchas se siguieron utilizando hasta bien entrado el siglo XIX.

A finales del XIX apareció la plancha de carbón, en cuyo hueco, más grande, se metían carbones encendidos y briquetas. Existían además las llamadas «planchas de asa desmontable»; se quitaba el mango de la plancha que se había enfriado y se acoplaba a un segundo hierro, calentado en el fuego, y mientras tanto el hierro frío podía calentarse de nuevo. También se usaron planchas a gas, entre ellas modelos que se colocaban directamente sobre los tubos de la conducción del gas.

La primera patente de plancha eléctrica se concedió en 1882 al estadounidense Henry W. Weely. Solo seis años después, la empresa Siemens la introdujo en el mercado alemán. En 1926 se empezaron a utilizar las planchas a vapor, con un depósito de agua que se rocía directamente sobre la ropa a través de las pequeñas toberas del fondo.

Pero ¿por qué se queda lisa la ropa al plancharla? Los factores principales son: humedad, presión y temperatura. Todas las materias fibrosas se componen de cadenas de moléculas unidas entre sí. A temperatura ambiente, estas largas moléculas se mantienen relativamente inmóviles y fijas, con lo cual es difícil deformar tanto las cadenas como toda la fibra de forma duradera. Para ablandar las fibras se necesitan temperaturas más altas. Además, hay que hacer que se suelten unas de otras. La humedad ayuda a hacerlo: al mojar las cadenas de moléculas, se introducen entre ellas las moléculas de agua. Por eso se sueltan y podemos planchar las fibras y dejarlas lisas. Al enfriarse, conservan la nueva forma. Asimismo, una superficie lisa repele mejor la suciedad que otra sin planchar.

Aparte de las planchas «inteligentes», hay en la actualidad una serie de productos adicionales al lavado que se supone que hacen que el planchado vaya como la seda. Pero hagamos lo que hagamos lo cierto es que no se puede prescindir del planchado. El que lo aborrezca, que use solo lino: ¡según dicen, la arruga es bella!

¿Por qué los fuegos de las cocinas
eléctricas tienen un hueco?

Para preparar los alimentos y hacerlos más fáciles de digerir, el ser humano recurre al fuego desde hace siglos. Primero la hoguera, luego la cocina de leña, después la de gas y finalmente la eléctrica han ocupado un lugar central en la preparación de las comidas. Estos artilugios se utilizan a diario de una manera tan natural que casi nadie se para a pensar en cómo funcionan. Sin embargo, el clásico quemador de una cocina eléctrica es una refinada obra de ingeniería. La fuente de calor se encuentra —oculta a nuestros ojos— debajo de la placa redonda de metal sobre la que se pone la cacerola. Una resistencia eléctrica en espiral se calienta al rojo mediante electricidad y transmite su calor a la hornilla metálica, que está encima de ella.

Al calentar la hornilla entra en acción la termodinámica, pues, como casi todas las sustancias, el metal se dilata con el calor. Pero la parte interior de un quemador metálico se calienta más que el borde exterior, al cual no llega la resistencia, y por eso también se dilata más. A causa de ese desigual calentamiento se producen tensiones en el material. Los quemadores que se utilizaban al principio, que eran macizos, se abombaban hacia arriba y les salían bollos en el centro. La cacerola de encima estaba poco segura y además perjudicaba la conducción del calor.

Un quemador sólo puede transmitir bien el calor a la cacerola si el fondo de esta se encuentra totalmente en contacto con la fuente de calor, es decir, la cacerola está bien plana sobre el quemador. Esto lo sabe todo el que utiliza cacerolas abolladas en una cocina eléctrica. E igualmente transmite peor el calor un quemador deformado por la tensión producida por el calor. Por eso, una empresa de electrodomésticos proyectó en los años cuarenta el llamado «aro calentador». Se parecía a los quemadores eléctricos actuales, pero en lugar de un hueco tenía un auténtico agujero en el centro. De este modo el material podía dilatarse hacia dentro y desviar la tensión.

El agujero se cubrió primero con una simple chapa para evitar que entraran líquidos en la cocina, ya que en la cocción puede salirse la leche o chorros de salsa de la olla. Pero las chapas no eran muy prácticas, porque no cerraban herméticamente la cocina, y además complicaban la fabricación. Por este motivo, los ingenieros desarrollaron poco después un quemador que en vez de agujero tenía un hueco, y este principio se ha mantenido hasta hoy: en el hueco no hay resistencia y la presión se desvía hacia el centro. Aunque el hueco se dilata muy ligeramente, el resto del quemador sigue siendo plano.

Por el contrario, en las modernas cocinas eléctricas, con la zona de cocción de vitrocerámica, toda la superficie constituye una única placa plana, dado que la vitrocerámica —una refinada mezcla de vidrio y cerámica— está construida de manera que apenas se produzca dilatación por el calor. Por eso no hay huecos en las vitrocerámicas. Por otro lado, la cerámica, a diferencia del metal, es muy mala conductora del calor; las cacerolas se calientan con infrarrojos. Donde no hay elemento de calentamiento, el material se mantiene frío. Por ello los elementos auxiliares de las vitrocerámicas están muchas veces al lado mismo de la zona de cocción y podemos tocarlos sin quemarnos los dedos.

¿Cómo se cose por dentro la última
pieza de un balón de fútbol?

«¡La pelota es redonda!». Como todos los dichos futbolísticos que se han puesto en boca del legendario entrenador Sepp Herberger, este clásico esconde tras su fachada trivial una observación profunda y reflexiva. Lo de que una pelota es redonda no es tan evidente, pues esa redondez está compuesta de elementos angulares: 12 pentágonos negros y 20 hexágonos blancos forman —desde el punto de vista matemático— un icosaedro cuyos 12 vértices, si se hubieran aplanado, crearían una esfera de unos 70 centímetros de perímetro y que no pesa ni medio kilo. Inflado a la presión de 1 atmósfera aproximadamente, se ajusta a las reglas internacionales del juego.

Pero ¿cómo se cosen las piezas del balón? Y, sobre todo, ¿cómo se consigue dar la última puntada a una pelota casi terminada sin que al final un feo nudo desluzca la superficie exterior de la esfera de cuero? Antes de empezar, dos hechos decepcionantes: en Europa ya casi no sabemos encontrar una respuesta a esta pregunta, pues hoy en día nadie cose pelotas de fútbol en los países de nuestro entorno, con la excepción de algún que otro taller de reparaciones. La mayor parte de los más de cuarenta millones de pelotas que se fabrican cada año proceden de Pakistán, la India o Marruecos. Y en segundo lugar: en un balón de fútbol moderno ya no hay ni un solo gramo de cuero, sino solamente materiales sintéticos. Así pues, cuando los futbolistas afirman que su mejor amigo es de cuero, a lo mejor se están refiriendo a su billetero.

En su fabricación, el balón se cose primero por el lado que luego va a ir por dentro, dieciséis piezas por cada mitad. Luego se juntan las dos mitades dejando solo una pequeña abertura. Esto se hace como cuando se ponen cordones a los zapatos: los dos extremos de un hilo se pasan por el cuero en cruz desde la izquierda y desde la derecha alternativamente. Cuando apenas queda una pequeña abertura sin coser, se le da la vuelta a la pelota. Una vez que está dentro la vejiga de caucho o cámara de aire, que luego se inflará, viene la gran final, cerrar el balón: si después de dar la última puntada se anudara el hilo y ya está, el nudo se vería por fuera en el balón. Para resolver este problema se emplea un instrumento especial: una lezna larga. Es como una aguja de hacer punto con un mango en un extremo y un ojo en el otro. El costurero comprime el balón y empuja con cuidado la lezna a través de una costura del lado opuesto, de una parte a otra del balón, y de nuevo al otro lado por la costura de la última abertura. Luego mete los extremos del hilo por el ojo de la lezna y los recoge junto con la lezna pasándola a través del balón hasta el lado contrario. Allí se anuda en la cara exterior y se aprieta el nudo; luego, este se desliza por la costura al interior de la pelota aplanada. La costura queda cerrada y el nudo dentro, y por tanto invisible. El balón está terminado: una obra maestra de 32 piezas.

Sin embargo, con los balones que ruedan actualmente por los campos de fútbol no se ejecuta esta obra de arte de la costura; en el Mundial de 2006 se inició una nueva época. El balón que se introdujo entonces, el +Teamgeist, no se compone de pentágonos y hexágonos sino de 14 piezas encajadas las unas en las otras. Estas, además, no se cosen sino que se utiliza el procedimiento del sellado térmico. El resultado es un balón de fútbol que tiene la forma de una esfera perfecta con una desviación máxima de solo un 0,1%. De esta manera, los balones modernos hacen justicia a aquel viejo aforismo que decía que «¡la pelota es redonda!».

¿Por qué se sale el agua mineral
de las botellas cuando se agitan?

¿Quién no ha recibido alguna vez esa ducha involuntaria? Tras una larga excursión en bicicleta bajo el sol veraniego, llegamos achicharrados a la piscina, sacamos la botella de agua mineral de la bolsa, desenroscamos ansiosamente el cierre… y el valioso líquido nos corre por los brazos en vez de por el gaznate. La botella responde al zarandeo que ha llevado en la cesta de la bicicleta saliéndose con un silbido.

El causante de este impetuoso fenómeno es el dióxido de carbono, CO2, que está disuelto en el agua mineral. El agua con gas clásica contiene más de 5,5 gramos de CO2 por litro. En lenguaje coloquial, al CO2 se le llama también, erróneamente, «ácido carbónico». Sin embargo, solo una minúscula parte (aproximadamente un 0,2%) del dióxido de carbono disuelto en el agua se combina con el agua para formar ácido carbónico, H2 CO3. Una parte del CO2 es un componente natural del agua mineral, y otra parte se le añade a elevada presión cuando se embotella. La cantidad de dióxido de carbono que se disuelve en el agua depende de la presión y de la temperatura. En una botella enfriada y cerrada a alta presión se disuelve más dióxido de carbono que en una botella caliente y abierta. Esto influye decisivamente en que se salga.

¿Qué pasa, entonces, cuando se abre la botella? Cuando se quita el tapón, la presión baja. Cuando baja la presión, el agua ya no puede disolver tanto CO2 y parte del que hay pasa a estado gaseoso. En el agua se forman diminutas burbujas de gas que rápidamente aumentan de tamaño y ascienden. Cuando la botella no se ha agitado antes de abrirla, se produce el paso del dióxido de carbono a estado gaseoso con un silbido audible y burbujas visibles, pero normalmente el agua no se sale.

Pero puede suceder también que haya subido la temperatura. Una botella helada, recién sacada del frigorífico, apenas hace burbujas al abrirla. Pero si la botella lleva mucho rato al sol es frecuente que no se pueda evitar que el agua salga disparada, pues el agua caliente puede contener mucho menos dióxido de carbono. Por eso sale gran cantidad de CO2 y el agua se sale. Y hay otra circunstancia que puede conducir a que el contenido de la botella se vierta sobre los circunstantes cuando se abre: que se agite, ya que entonces hay diminutas burbujas de aire zumbando por el agua; sirven de núcleos en los cuales el dióxido de carbono puede burbujear especialmente bien. La consecuencia es que al abrirla se forma, como una explosión, una gran cantidad de dióxido de carbono en estado gaseoso, y las burbujas salen de la botella y arrastran consigo el agua.

El principio de la botella de agua mineral que se sale se puede observar también en los géiseres de agua fría. Su surtidor de agua se basa en un principio ligeramente distinto del de los conocidos géiseres de agua caliente, por ejemplo el famoso géiser Strokkur de Islandia. El géiser de agua fría brota porque debajo de él, en las profundidades de la Tierra, hay una bolsa de agua con un contenido singularmente elevado de dióxido de carbono; muy similar es lo que ocurre en la botella de agua mineral. Cuando el agua que hay en el conducto del géiser asciende, la presión del aire sobre el agua disminuye poco a poco. Pero una presión menor implica que en el agua puede haber menos dióxido de carbono disuelto. Se producen más burbujitas de gas. A causa de las burbujas que hay en el agua, aumenta la presión sobre las masas de agua que están debajo, pero disminuye aún más, de modo que en la parte de abajo, como en una avalancha, se libera más CO2. La consecuencia es que el agua que sale del conducto del géiser es lanzada hacia arriba en un potente surtidor. El géiser de agua fría más alto del mundo se encuentra en Alemania, en Namedyer Werth, una isla del Rin cerca de Andernach, y su surtidor se eleva a 60 metros de altura.

¿Se pueden volver a congelar
los alimentos descongelados?

Son los pequeños problemas logísticos de la vida cotidiana: hemos invitado a un montón de amigos a una barbacoa, hemos descongelado buena cantidad de salchichas y filetes, y entonces resulta que por la tarde se pone a llover a cántaros y no hay barbacoa. O una señora espera a una amiga para tomar café y ha comprado una tarta de nata congelada en el supermercado, y justo ese día la amiga le dice que de golpe y porrazo se ha puesto a régimen, y se pasa la tarde mordisqueando aburrida una galleta integral. ¡Menudo fracaso! Pero, al menos por lo que se refiere a la barbacoa y la tarta, no es una catástrofe total, pues todos esos alimentos se pueden volver a congelar para una ocasión más afortunada. Sin embargo, esto solo se puede hacer si la carne y la tarta se hallan en perfectas condiciones. Para volver a congelar hay una sencilla norma: cuando es posible cocinar o consumir un alimento sin reparos, también es posible volver a congelarlo, no importa si antes se ha congelado ya una vez.

Por supuesto, esta alternancia de temperaturas no es muy conveniente que digamos, pues sale perjudicada sobre todo la calidad. Los alimentos que están congelados en los estantes de los supermercados han sido sometidos antes a un procedimiento de shock de congelación. En unas instalaciones especiales son congelados a 40 grados bajo cero en brevísimo tiempo. No es posible realizar este procedimiento de conservación en casa, en los frigoríficos normales. En los congeladores de las neveras las temperaturas son más altas y el proceso de congelación dura más tiempo; se pueden formar en los alimentos grandes cristales puntiagudos que destruyen sus estructuras celulares. La consecuencia es que sale agua de las células; entonces, las verduras se pasan y la carne se endurece. Por este motivo es mejor que quien tenga tiempo cocine los alimentos ya descongelados antes de volver a congelarlos. Si antes de volver al congelador la carne se convierte en gulash y la verdura va a la olla, la calidad se ve menos afectada. Además, de este modo se puede evitar otro riesgo para la salud, en caso de que uno no esté seguro al ciento por ciento de que las cosas que ha descongelado se puedan comer crudas. ¿No lleva demasiado rato la carne picada en la cocina, donde hace calor? Y ¿cuánto tiempo les ha estado dando el sol a las brochetas sin asar?

Quien tenga dudas, que encienda el fogón, pues en todos los alimentos hay microorganismos, bacterias y hongos que los deterioran. Al cocinarlos se destruyen, pero en la paz del congelador caen en una especie de letargo invernal. Su metabolismo queda en suspenso. Con cada descongelación recuperan su actividad y pueden continuar reproduciéndose alegremente en el comestible antes congelado. A ello hay que añadir que determinadas enzimas permanecen activas incluso a temperaturas bajo cero. Por eso la carne, por ejemplo, se estropea aunque esté en el congelador. Hay que tener en cuenta que cuanta más grasa contenga la carne, menos tiempo se puede conservar. Por ejemplo, el cerdo puede guardarse como mucho medio año, después es posible que se ponga rancio.

Sea como fuere, en la siguiente barbacoa deben ir primero a la parrilla las salchichas despreciadas la última vez, para que su calidad no se deteriore más. En cuanto a las fiestas a las que todos llevan comida congelada, hay que tener presente que lo mejor es congelarlo todo en porciones. Así, por un lado, se congela más deprisa, y, por otro, se puede descongelar exactamente lo que se necesite y no hace falta plantearse la cuestión «volver a congelar o no».

¿La carne puede dar luz?

Para mucha gente es un placer el ver frutas y verduras con sus radiantes colores: un manojo de pimientos colorados, manzanas verdes y crujientes, limones amarillos, guindilla roja. Con la carne no es lo mismo. Al que se encuentra en su frigorífico un pedazo de carne cruda de vaca con la superficie verdosa como las cifras fosforescentes de un reloj de pulsera, no le gusta ni pizca, antes bien mira para otro lado, muerto de asco. No le falta motivo: la carne cruda es un alimento delicado que se echa a perder rápidamente. Y el cambio de color muestra que ya hay otros que se han lanzado sobre ella: toda una sociedad de diminutas bacterias.

Cuando un trozo de carne tiene un olor o un sabor raro, o está resbaladiza o cambia de color, es que están actuando las bacterias. Estos microorganismos invisibles aprovechan diversos componentes de los alimentos como fuente de alimentación, los transforman o los descomponen y eliminan las sustancias residuales como ácidos o compuestos de azufre. La colonización de los alimentos por las bacterias no se puede evitar, ya que se encuentran por todas partes: en el suelo, en el agua, en el aire, sobre el cuerpo de las personas y los animales y dentro de él. Colonizan las superficies de paredes, bancos y herramientas en los mataderos y en las instalaciones de tratamiento de la carne. Ni siquiera una limpieza periódica a fondo puede hacer desaparecer totalmente las bacterias; siempre quedan algunas pululando por algún sitio. Cuando se sacrifica a los animales y cuando se manipula la carne, entran en contacto con esta y, a través de la carnicería o del supermercado, llegan al frigorífico del consumidor final.

A las bacterias del género de las pseudomonas les gusta especialmente congregarse en la carne fresca. También pueden desarrollarse en el frigorífico y descomponer los alimentos. Temperaturas de entre 5 y 8 grados no detienen su multiplicación; a lo sumo la retardan un poco. Algunas de estas pseudomonas contienen pigmentos que, estimulados por la luz, se vuelven fluorescentes, es decir, producen una luminosidad verdeazulada. Si las bacterias se han desarrollado hasta formar una masa espesa, solo con que se encienda un momento la luz del frigorífico pueden emitir luz. Pero esto también pone de manifiesto que las bacterias llevan ya tiempo royendo la carne y su número ha de ser enorme.

También cuando el jamón cocido, tras unos días en el frigorífico, se vuelve iridiscente, significa que determinadas bacterias se están dando la gran vida con él. Las sustancias de desecho que eliminan —entre otras, compuestos de azufre y alcoholes— reaccionan al entrar en contacto con la superficie del jamón y adquieren un tono verdoso. Otros microorganismos descomponen proteínas o grasas de la carne: entonces tiene un olor o un sabor horribles. Si bien estos cambios no son necesariamente insanos, tampoco son muy apetitosos que digamos. Por otra parte, hay peligro de que entre las bacterias inocuas haya mezclados gérmenes patógenos como la salmonela. Y entonces pueden provocar las clásicas intoxicaciones alimentarias. Por eso es importante conservar siempre la carne cruda en frío, y lo mejor es cocinarla enseguida. Si lleva ya unos días pero todavía tiene buen aspecto, hay que asarla a conciencia; así damos el golpe de gracia a las bacterias. Pero en cuanto empieza a despedir un centelleo verdoso o un olor raro, ¡mejor tirarla!

¿Se pueden recalentar las espinacas?

Las espinacas son algo así como la estrella misteriosa del bancal de las verduras. Aunque no son tan imponentes como la poderosa coliflor ni tan vistosas como los tomates, están rodeadas de enigmas y mitos. ¡Lo que se habrá dicho de estas apreciadas quenopodiáceas! Pensemos en Popeye, el infatigable marino de los dibujos animados. En cuanto se zampa una lata de espinacas le brotan unos poderosos músculos que usa para poner en órbita a todo el que se atreva a poner ojos tiernos a Olivia, su novia. La verdad es que estos simpáticos dibujos animados tienen un fondo de verdad: en 2008, unos investigadores estadounidenses descubrieron que las ratas se hacían visiblemente más fuertes si, durante un tiempo prolongado, se añadía un extracto de espinacas a su pienso.

Otro mito relacionado con las espinacas es el del hierro: generaciones enteras de madres han intentado hacerlas apetecibles a sus retoños con el argumento de que esta verdura es muy sana porque contiene una insólita cantidad de hierro. Luego se ha sabido que el origen de esta falsa creencia es una pequeña metedura de pata de la ciencia. Hace más de un siglo se midió el contenido en hierro de las espinacas secas. Después se cometió el error de atribuir este valor a las espinacas frescas. Sin embargo, estas, que se componen en su mayor parte de agua, solo tienen la décima parte del hierro que hay en las secas. En cualquier caso, aunque sus 4 miligramos de hierro por cada 100 gramos de espinacas no sean ninguna maravilla, tienen con todo más hierro que la mayoría de las verduras.

Inseparablemente unidas a las espinacas van no solo promesas de buena salud sino también alarmas exageradas. Nunca jamás se deben recalentar, nos inculcó la abuela: se vuelven venenosas y en el menos grave de los casos provocan fuertes dolores de tripa. Esta advertencia viene de una época anterior al benéfico invento del frigorífico y apenas tiene vigencia. Pero algo de verdad hay en ella. Las espinacas no tienen tanto hierro como se creía pero en cambio sí relativamente mucho nitrato. Si se dejan bastante tiempo a temperatura ambiente o se ponen a fuego lento, las bacterias transforman el nitrato en nitrito. A su vez, el nitrito puede transformarse, a través de ciertos compuestos de nitrógeno, en nitrosaminas, consideradas cancerígenas.

Para los adultos, la cantidad de nitrito de las espinacas es totalmente inofensiva aun después de recalentarlas. En el caso de los bebés y los niños pequeños se comporta de una manera algo distinta. El nitrito puede reducir la capacidad de transportar oxígeno de la sangre. Transforma el pigmento de la sangre llamado «hemoglobina», que se combina con el oxígeno, en metahemoglobina, que no posee dicha capacidad. Por tanto, es fundamental evitar que los niños pequeños ingieran el exceso de nitrito causado por el recalentamiento.

Pero las espinacas no contienen siempre la misma cantidad de nitrato: en verano tienen menos carga que en invierno, y las de cultivo ecológico, sin abonos nitrogenados, son menos peligrosas. Además, por lo que respecta al contenido en nitrito perjudicial para la salud, es decisiva la manera de cocinar y conservar las espinacas. Los restos deben guardarse de inmediato en el frigorífico y calentarse rápidamente al otro día a más de 70 grados.

Si se observan estas normas, al menos los adultos podrán apreciar las espinacas igual que se deleitaba con su chucrut la viuda Bolte de Max y Moritz, de quien se dice en esta obra que «por un plato de col está de veras pirriada, sobre todo si está recalentada».

¿Por qué hace llorar la cebolla?

Después del tomate, la cebolla es la hortaliza preferida de mucha gente. ¿Qué serían los asados, las salsas o las ensaladas sin esos picantes bulbos? Pero no los subestiméis: ¡al prepararlos nos hacen llorar de emoción!

La cebolla se cultivaba en Babilonia y Egipto ya en el año 4000 a. C. El faraón Keops, por ejemplo, hacía repartir cebollas todos los días a los aproximadamente cien mil esclavos que trabajaban en la construcción de su pirámide. La cebolla no llegó a Europa hasta los inicios de la era cristiana, precisamente a través de los ocupantes romanos. Hoy en día, los europeos que más cebollas consumen son los ingleses y los alemanes.

Se trata de una hortaliza muy especial. Forma parte de la familia de las liliáceas y normalmente es una planta cultivada bienal. Hay unas trescientas variedades diferentes: por ejemplo la cebolla común o cabezona, grande y suave; la rocambola, pequeña y picante; la cebolla roja; o la cebolleta. Para condimentar se utilizan los bulbos de la cebolla común y los tallos tiernos de la cebolleta. Todas ellas se componen de agua en casi un 90%, contienen mucha vitamina C y vitaminas del grupo B, minerales, hidratos de carbono y azúcar, y tienen un efecto antibacteriano. Antes del descubrimiento de los antibióticos, eran un remedio habitual contra las inflamaciones. Por tanto, son muy saludables.

La preparación de muchas variedades de cebollas resulta bastante molesta: mientras las tenemos sin cortar en la encimera de la cocina no segregan ningún elemento que haga llorar. Pero, al cortarlas, la mayoría de las cebollas liberan sustancias que hacen que se nos salten las lágrimas.

Cuando partimos una cebolla en trozos, desencadenamos sin darnos cuenta una reacción química: en la capa exterior de células de la cebolla hay un compuesto que contiene azufre, el aminoácido isoaliina. En el interior de las células de la cebolla se encuentra la enzima aliinasa. Ambos términos se derivan de la palabra latina que significa «ajo» (allium), género al que también pertenece la cebolla (allium cepa). Las enzimas son proteínas que ponen en marcha gran parte de las reacciones químicas en muchos seres vivos, entre ellos la cebolla. Cuando se destruyen sus células con un cuchillo, entran en contacto las dos sustancias. La enzima reacciona con los aminoácidos y desprende una sustancia que actúa como un gas lacrimógeno.

Hay innumerables trucos que, según se dice, evitan que la cebolla sea causa de llanto: poner una vela encendida al lado de la tabla, cortarlas debajo del agua, ponerse gafas de buceo… ¿Sirven de algo en realidad? ¡Es cuestión de probar!

¿Por qué lava mejor
el agua caliente que la fría?

Que se te haga una mancha es algo especialmente fastidioso cuando sucede en el almuerzo, antes de una importante reunión de trabajo. Salsa en el traje, chocolate en la blusa o un poco del aliño de la ensalada en la corbata… En un caso así, lo más probable es que quien ya no tiene ocasión de cambiarse de ropa se precipite, presa de un ligero ataque de pánico, al cuarto de baño e intente eliminar los restos de comida con agua y jabón de tocador. Y cuanto más persistente es la mancha más abren el grifo del agua caliente los mortificados hombres de negocios. Tanto que casi se escaldan los dedos en la operación, en franca conformidad con la divisa «cuanto más mejor», y cuanto más caliente esté el agua mayor será su poder como quitamanchas. Por lo general, con este método aciertan plenamente.

Hay cuatro factores que desempeñan un papel cuando queremos quitar una mancha: la química, el tiempo, la mecánica y la temperatura. En cuanto uno de estos elementos se reduce, los demás tienen que contribuir en mayor proporción para que la prenda quede limpia. Esto quiere decir que si la temperatura es baja hay que frotar en el lavabo más rato y más fuerte hasta que la mancha se vaya, o bien se necesita más o mejor química. Pero también funciona a la inversa, por ejemplo con una mancha de mantequilla en el guante de cocina. Aquí no hace falta química si la temperatura es la adecuada. Es decir, si la grasa entra en contacto con agua hirviendo se disuelve casi por sí sola y se esfuma por el desagüe. Si en este caso se reduce el calor, la mancha se hace un poco más de rogar y no desaparece a menos que se añada química que ayude a desprender la grasa del tejido. Es decir, hay que dar jabón y frotar con energía.

Si nuestra mancha de grasa ha caído en una prenda nueva que hay que lavar exclusivamente con agua fría, con el jabón de tocador no conseguiremos nada; se requiere una química especial para eliminar la mancha, por ejemplo un tratamiento previo con unas enzimas que disuelvan la grasa: debilitarán las estructuras de esta para que puedan ser definitivamente eliminadas con el detergente.

Una mancha, por lo general, está compuesta por unas estructuras químicas bastante estables que forman un complejo enlace con la tela manchada. Para romper estos enlaces y quitar la mancha de la tela se necesita energía. El agua caliente tiene un doble efecto al respecto. Por una parte, disuelve por sí sola al menos un área de la mancha, al depositarse las moléculas de agua en la mancha y separar unas de otras las moléculas de esta. Cuanto más elevada sea la temperatura del agua, más se moverán las moléculas y antes se disolverá la mancha en el agua. Al mismo tiempo, el agua caliente realiza una especie de «tratamiento previo» al detergente. La suciedad de la tela incrementa su volumen a causa del agua; con ello aumenta su superficie y el jabón tiene más agarre para depositarse y eliminar la mancha.

Además de las manchas de grasa, son sobre todo las que contienen pigmentos, como las de tierra o barro, las que con más facilidad salen si se abre un poco más el grifo del agua caliente. La única excepción son las que contienen proteínas, por ejemplo las de sangre. Así pues, si una persona no se ha manchado sino que se ha cortado, hará bien en rociar la mancha con agua fría, pues el agua caliente desnaturaliza la proteína y por lo general se fija en el tejido. En los demás casos, si queremos quitar una mancha de manera eficaz, podemos elevar la temperatura todo lo que aguante la sensibilidad de la tela y de los dedos.

¿Cómo se puede eliminar el olor a ajo?

Es una lástima: una cosa tan exquisita y encima tan sana, y resulta que no se puede comer… al menos cuando al poco rato tenemos programada una visita al dentista, una reunión de trabajo o una cita. Nos referimos al ajo, cuyo sabor y efecto salutífero aprecian mucho la mayoría de las personas y cuyo olor, por el contrario, es evidente que no le gusta a nadie. ¿No sería estupendo que existiera un pequeño y probado remedio casero que contrarrestara ese olor y nos permitiera disfrutar sin efectos secundarios? Estaría muy bien, pero no es realista, pues, por desgracia, la pregunta «¿cómo se puede quitar el olor a ajo?» únicamente se puede responder con un desalentador «la verdad es que no hay nada que sirva de mucho».

El típico olor a ajo aparece cuando se pela, se corta o se tritura el ajo. En ese momento, la aliina, en principio inodora, se transforma en alicina, un compuesto de azufre, y es esta —junto con los restantes compuestos de azufre que se forman a partir de ella— la responsable del olor. En medicina se actúa contra la alicina, en preparados de ajo muy concentrados, rodeándola de otras moléculas más grandes. Los químicos lo denominan «complexión». De este modo ya no huele. Aunque este es el método más efectivo contra el olor, por desgracia se sacrifican también, junto con las sustancias aromáticas no deseadas, diversas sustancias saporíferas, de manera que este procedimiento no es útil para la cocina. En este ámbito solo hay dos recursos que puedan mitigar un poco el olor a ajo.

La primera posibilidad es la grasa: si antes de usar el ajo se pone, por ejemplo, en aceite, la alicina del ajo pasa al aceite. De este modo, el ajo se vuelve considerablemente más suave. Si no se consume esa grasa junto con el ajo, se ingiere menos alicina y también se huele menos al día siguiente.

En la segunda intervienen algunas hierbas aromáticas frescas. Las plantas como el romero, la menta, el tomillo, la albahaca o el perejil contienen aceites volátiles; estos pueden reaccionar con la alicina debilitando un poco el olor a ajo. El perejil contiene además gran abundancia de clorofila, un antioxidante que puede combinarse con la alicina y acelerar su descomposición. Si después de consumir ajo masticamos un puñado de estas hierbas frescas tendremos la oportunidad de atenuar en alguna medida el mal aliento.

Pero este remedio de urgencia es de breve duración, pues el ajo tiene la sorprendente propiedad de hacer que todos los que están alrededor se enteren, incluso al día siguiente, de que uno ha comido ajo. La peste sale, en el sentido más real de la expresión, por todos los poros. Lo que más ayuda contra estas emanaciones del ajo a través de la piel es el agua y el jabón, así como algunos alimentos frescos; después ya debería notarse menos.

Por supuesto, es posible ahorrarse todas estas molestias y gastos y cocinar sustituyendo el ajo por la planta llamada «ajo de oso». Se puede preparar igual, huele y sabe de una manera muy parecida, pero no tiene esos desagradables efectos secundarios. O también se puede recurrir al medio más sencillo, sabroso y al mismo tiempo sociable: reunirse con más gente a comer ajo, pues si todos apestan nadie se da cuenta.

¿Por qué ni las bombas más potentes
pueden elevar el agua más de 10 metros?

¿Hay algo más agradable en una calurosa tarde de verano que tomar una bebida helada con una pajita? A veces, los niños encajan varias pajitas una encima de otra y comprueban que cuanto más larga es la pajita más trabajo cuesta sorber. Con cada nueva pajita hay que hacer más esfuerzo, de modo que es natural preguntarse hasta qué altura se puede succionar un líquido. Lo cierto es que esa altura tiene un límite máximo: la denominada máxima altura geodésica de aspiración. No se trata de una limitación técnica que se pudiera superar con mejores materiales, sino que obedece a principios físicos. Así pues, no es solo que los niños sedientos no consigan sorber un refresco que se encuentra a mayor profundidad, sino que tampoco son capaces de hacerlo las bombas más potentes. La máxima altura geodésica de aspiración es de unos 10 metros.

Para entender esta limitación hay que mostrar lo que ocurre cuando se succiona un líquido con una bomba. Para que haya aspiración a gran altura, la presión en el tubo tiene que ser más baja que en el exterior. La presión ejercida abajo, en la superficie del agua, es la presión atmosférica normal; por eso se eleva el líquido por el tubo. Antes de poner en funcionamiento la bomba, las condiciones de presión son las mismas en el extremo superior del tubo. La presión ejercida sobre el agua que hay en el tubo es también la normal. La consecuencia es la inmovilidad: el agua no se mueve ni hacia arriba ni hacia abajo. Si se conecta la bomba, la presión atmosférica en el tubo disminuye y el agua se eleva.

Pero el agua aspirada tiene un peso. Y en un momento u otro la gravedad la atrae hacia abajo con una fuerza superior a la que la impulsa hacia arriba por la diferencia de presión. Entonces se alcanza la altura máxima de aspiración. Esta depende teóricamente solo de la presión atmosférica, de la temperatura del agua y de la altura sobre el nivel del mar a la que esté situada la bomba. Para la presión normal (1.013,25 milibares; antes se denominaba a esta presión «1 atmósfera»), agua a 4 grados de temperatura y 0 metros sobre el nivel del mar, la altura máxima de succión es de 10 metros y 33 centímetros. A una presión más baja, por ejemplo en las montañas, este valor es todavía más bajo. Y en la práctica intervienen también otros factores que limitan claramente la altura en teoría posible: el roce del líquido con las paredes del tubo, la presión del vapor de agua o la presión residual que queda en la bomba, pues en realidad ninguna puede producir un vacío absoluto. Si las condiciones no son las óptimas, los ingenieros de bombas tienen que conformarse con una altura máxima de succión de entre 7 y 8 metros.

No obstante, es posible extraer líquidos a la superficie de la Tierra de profundidades mucho mayores. De lo contrario no habría minas ni pozos de agua. Tampoco los bomberos pueden prescindir de sacar agua, en ocasiones de grandes profundidades, para apagar incendios. En estos casos, de todos modos, no se aspira sino que se presiona, es decir, la bomba va hacia abajo. El truco es muy sencillo: en una bomba de succión, la presión mínima por debajo de la atmosférica a la que se puede llegar es el vacío absoluto, por eso hay una altura limitada de succión. En una bomba neumática, por el contrario, la presión por encima de la atmosférica que se puede conseguir es casi la que se desee. Así pues, extraer agua que se encuentra a más de 100 metros de profundidad no representa un problema. Y ese límite físico insuperable deja de tener importancia.

¿Ayudan el café y los licores
a hacer la digestión?

Una comida copiosa y exquisita requiere un buen final. Y este, para muchos, es el café. O un licor. Al fin y al cabo facilitan la digestión, según se cree comúnmente. Pero para aclarar si estas bebidas tienen derecho a gozar de esa buena fama es importante hacer una pequeña digresión a la fisiología de la digestión.

Nuestra opípara comida llega primeramente al estómago. Este acoge todo lo que seamos capaces de comer. Puede hacer falta una capacidad de varios litros para esa cantidad de alimento, buena parte de la cual, además, tal vez llegue mal masticada. La máquina de la digestión se encuentra así ante su primer problema, pues las mediciones han demostrado que solo pueden salir del estómago fragmentos sólidos de un tamaño inferior a 5 milímetros. El paso al intestino es vigilado por el denominado «píloro». Funciona como un colador; detiene todos los trozos demasiado grandes y los hace volver al estómago. Por eso antes que nada hay una cosa muy importante: deshacer bien el contenido del estómago.

Esto se realiza de dos maneras. La primera es química, con la ayuda de los jugos gástricos. La segunda es mecánica, con la ayuda de las paredes del estómago, que son muy musculosas. Después de las comidas, estos músculos se contraen con regularidad. De este modo, el contenido es triturado y aplastado a fondo.

Ahora interviene el café. Lo decisivo es la cafeína, como nos dice el gastroenterólogo Tobias Goese, de la Universidad de Colonia: «La cafeína es una sustancia farmacológicamente activa. Provoca un incremento de actividad en el movimiento del estómago. Esto quiere decir que el estómago se contraerá con más fuerza, con lo cual machacará más deprisa el quimo», explica este experto en la digestión. El quimo puede ser transportado con más rapidez al duodeno y seguidamente al intestino delgado. Y para quien toma café el efecto es exactamente el que se espera de una sustancia que ayuda a la digestión: la presión en el estómago y la sensación de estar lleno disminuyen antes. La consecuencia es que la idea de los bebedores de café de que la digestión sale ganando no es simple imaginación.

Nos queda hablar del licor. Aquí la cosa no está tan clara. La digestión de las grasas, que tiene lugar en el hígado, no es estimulada por el alcohol sino incluso dificultada, explica Tobias Goese: «Tiene que ver con el hecho de que el alcohol es una sustancia tóxica que el organismo tiene que eliminar lo más rápidamente posible. Esto significa que es lo primero que se descompone y todas las demás tareas se retrasan». En el estómago, por el contrario, el efecto del licor digestivo es más bien positivo, ya que el alcohol estimula la producción de ácido, facilitando la descomposición química del contenido del estómago. Otra etapa del proceso digestivo es la acción contraria: el alcohol dificulta la producción de importantes jugos digestivos indispensables para el aprovechamiento de las grasas, los hidratos de carbono y otros elementos nutritivos. La consecuencia, por lo que se refiere a los licores, es que, desde el punto de vista médico, no queda gran cosa de la acción estimuladora de la digestión que se les atribuye, a diferencia de la que realiza el café.

¿Puede llegar a escasear el oxígeno
en una sala de reuniones llena de gente?

Todo el que ha participado alguna vez en un reunión maratoniana conoce perfectamente la situación: el compañero Fulano lleva tres cuartos de hora seguidos a la cabecera de la mesa, torturando a los colegas con épicas explicaciones de su presentación en PowerPoint. Ventanas y puertas están cerradas y se han bajado las persianas para que los compañeros puedan seguir los gráficos proyectados en la pared y cada uno de ellos pueda explicarse con gran derroche de palabras. El resto de los asistentes, entretanto, reprimen un bostezo y miran de reojo el orden del día. Pero este no les da muchas esperanzas de terminar pronto, ya que después de Fulano aún van a hablar Mengano, Zutano y Perengano.

En semejante situación puede acometer a este o a aquel un desasosiego interior: ¿qué pasa si todos hablan tanto rato? ¿Y si la reunión dura horas todavía, a oscuras, con las ventanas cerradas? ¿Acabarán todos asfixiados? Esta preocupación es tan comprensible como infundada. El oxígeno de la sala no se va a acabar tan pronto, pues una persona necesita, dependiendo de su actividad física, entre 10 y 50 litros por hora. Pero en una sala de juntas de 20 metros cuadrados hay unos 10.000 litros de oxígeno, lo cual quiere decir que ese departamento tendría que estar reunido y encerrado entre uno y dos días hasta que se agotara la provisión.

Sin embargo, es probable que, a partir de un determinado momento, a la mayoría de los compañeros el aire les parezca cada vez más sofocante. Todos claman interiormente por que se abra una de las ventanas oscurecidas para volver a tener aire por fin. Es una reacción completamente natural, pero lo que causa problemas a los participantes no es la escasez de oxígeno sino el exceso de otras sustancias: el dióxido de carbono y los compuestos orgánicos volátiles, también llamados VOC (volatile organic compounds).

Por un lado está el dióxido de carbono. Este gas, que los seres humanos expulsamos en la respiración, en grandes cantidades ejerce un efecto narcótico. En una habitación con aire de buena calidad, la proporción de dióxido de carbono no supera el 0,1%. Pero en una habitación sin ventilación puede ser superior al cabo de una hora aproximadamente. Los compuestos orgánicos volátiles provienen de las vigas, la alfombra o el proyector, pero por supuesto también de los pacienzudos asistentes. Cuanto más dióxido de carbono y VOC escapen al aire, peor será este. Todos perciben su influencia: se sienten mal y el aire les resulta viciado y sofocante. En el sistema nervioso central, la transmisión de los impulsos nerviosos se debilita, lo que provoca una dificultad de concentración y cansancio. En casos extremos puede dar lugar a dolores de cabeza o mareos, o sencillamente a que alguno se quede adormilado.

Y no creáis que cuando sucede esto sirve de algo el intercambio de gases por el ojo de la cerradura o la rendija de la puerta. O el que tiene lugar en la maceta de lirios que otra empleada cuida con tanto esmero. No, las necesidades de aire puro son mucho mayores: si seguimos en nuestra sala de juntas tipo, de 20 metros cuadrados, y suponemos que hay diez participantes, el aire debería renovarse completamente cada hora y media para evitar un aumento notable del dióxido de carbono y VOC. De lo contrario, la mayoría de los asistentes tal vez oiga el final de la reunión como quien oye llover, en vez de seguirlo atentamente. Pero lo más probable es que no pase nada peor que el que se duerman todos, pues el dióxido de carbono solo es peligroso para el hombre en concentraciones muy altas. Así pues, como mucho por la mañana temprano, cuando las limpiadoras abran puertas y ventanas, los asistentes a una de estas reuniones maratonianas sin ventilación deberían despertar de su largo sueño.

¿Por qué en las películas parece
que las ruedas giran hacia atrás?

Solo para ahorrar tiempo: por mucho rato que estemos detrás del guardarraíl fijándonos en las ruedas de los coches que pasan a toda velocidad, ninguna parecerá girar hacia atrás. El que quiera experimentar este efecto tiene que cambiar la autopista por el cine. Donde mejor se percibe es en las películas del Oeste. En cuanto la caravana se pone en marcha y gana velocidad, los radios de las ruedas de las carretas parecen moverse en sentido contrario. Da la impresión de que las ruedas giran hacia atrás. Los físicos lo llaman «efecto estroboscópico», y los directores de cine «efecto rueda de carreta».

El motivo de que el espectador tenga esta sorprendente experiencia es la propia película. Las películas de cine se suelen filmar en 24 imágenes por segundo. Es decir, el trayecto de la carreta, en realidad continuo, es subdividido en 24 instantáneas. A partir de esos fotogramas, nuestro cerebro forma luego un movimiento. Compara la primera imagen con la siguiente, comprueba lo que ha cambiado y calcula, basándose en ese cambio, el movimiento que tiene que haberse efectuado entretanto. Es el mismo efecto que se produce en el folioscopio, cuando se pasan rápidamente las hojas: también aquí compone el cerebro un movimiento a partir de los dibujos sueltos, siempre que se pasen las hojas a la velocidad suficiente.

Y ahí está precisamente el quid. Si un director filma, por ejemplo, una serpiente deslizándose con lentitud por el cuadro, veremos en cada imagen individual cómo pasa trecho a trecho de izquierda a derecha. Nuestro cerebro completa los movimientos que hay entre los fotogramas y de este modo nos proporciona la impresión de un movimiento continuo. En el caso de una serpiente que sigue una dirección clara, esto no supone ningún problema. La cosa se complica cuando el objeto reproducido no se mueve en línea recta sino girando, como hace una rueda. Entonces puede suceder que el cerebro se confunda.

El cerebro escoge siempre el movimiento más corto. Y como el espectador no puede distinguir los radios, su cerebro completará en sentido contrario el movimiento de la rueda en una determinada posición de estos. Entonces parece como si la rueda girase hacia atrás. Un ejemplo: tenemos una rueda de carreta con doce radios. En la primera imagen, la posición de los radios se corresponde exactamente con las doce horas del reloj. Uno de los radios señala en vertical hacia arriba, a las doce. En la siguiente imagen que muestra la cámara, este radio ha avanzado ya un buen trecho; ahora señala poco antes de la una. Pero esto no significa que el radio que estaba a las once esté ahora poco antes de las doce. El cerebro, como hemos dicho, toma la distancia más corta como la más verosímil, deduce de ello que el radio de las doce es el que ahora vemos poco antes de las doce, y completa en correspondencia el movimiento que falta. Al espectador de cine le parece que el radio de la rueda, en vez de hacia delante, gira hacia atrás más despacio.

Si el radio pasara exactamente en un veinticuatroavo de segundo de las doce a la una, parecería incluso que las ruedas estuvieran paradas, pues en los fotogramas no se percibe el movimiento de los radios. Si las carretas avanzaran aún más deprisa, nos parecería que las ruedas vuelven a girar hacia delante.

¿Qué es lo que produce
el chasquido del látigo?

Muchos fenómenos cotidianos aparentemente muy simples resultan ser un enigma para los investigadores, que tardan un tiempo sorprendentemente largo en dar con la solución al misterio. Entre ellos está, por ejemplo, la rebelde cortina de la ducha, que siempre se mete dentro como por obra de una mano mágica. O el chasquido del látigo. A primera vista se podría decir que la causa del violento trallazo que los expertos en su manejo son capaces de producir es un fuerte golpe de la punta del látigo contra el suelo. Otra teoría muy difundida es que el látigo se arquea tanto al sacudirlo que golpea violentamente contra sí mismo.

Unos físicos alemanes encontraron la verdadera solución de este enigma hace ya más de cien años, concretamente en 1905. Descubrieron que lo que motiva ese ruido, que parece una explosión, es un estampido supersónico, como el de un avión a reacción: los ruidos se deben siempre a rápidos movimientos que dan lugar a unas ondas de choque en el aire. Pero cuando el movimiento supera la velocidad del propio sonido —que es de 330 metros por segundo—, las ondas sonoras ya no pueden apartarse de su camino y se forma un frente de presión sonora; al romperse, el oído percibe un violento estampido.

Aprovechando la ocasión podemos acabar con otro extendido error: el primer objeto fabricado por el hombre que rompió la barrera del sonido no fue en absoluto el cohete estadounidense Bell X-1, que en 1947 voló a una velocidad mayor que la del sonido, sino el látigo que alguien hizo restallar ya hace siglos.

Pero ¿cómo se produce al restallar el látigo este movimiento tan rápido que da lugar a un estampido supersónico? A mediados del siglo XX, el físico de origen húngaro István Szabó desarrolló un primer cálculo teórico. Durante su clase, en el salón de actos de la Universidad Técnica de Berlín, hizo restallar él mismo un látigo y explicó el estampido mediante fórmulas en la pizarra.

Pero no fue hasta 1998 cuando unos investigadores del Instituto Fraunhofer de Frankfurt hicieron por primera vez visible, y con ello posible de reconstruir, el chasquido del látigo. Con este fin filmaron el instante del estampido con una cámara de alta velocidad y descubrieron que la persona que lo restalla, con un hábil movimiento, produce en la cuerda un bucle que luego corre con creciente velocidad hacia la punta del látigo. En la punta hay una borla que el bucle hace desplazarse con la rapidez del rayo. La borla se expande y desaloja en fracciones de segundo una cantidad de aire relativamente grande que, a causa de la elevada velocidad, se comprime dando lugar a un estampido supersónico.

Pero la curiosidad científica no se quedó satisfecha con esto durante mucho tiempo: en 2002, unos investigadores norteamericanos de Arizona volvieron a examinar con toda precisión el chasquido del látigo. Pudieron calibrar que el bucle rompe la barrera del sonido ya en su camino hacia la punta del látigo, pues lo recorre a una velocidad de unos 345 metros por segundo. La borla, según calculan los físicos, tendría que alcanzar una velocidad aproximadamente del doble que la del sonido.

Por lo tanto, para conseguir un chasquido impresionante, una parte fundamental del látigo es la borla de la punta, acertadamente denominada cracker, «restallador».

¿Es verdad que la sal se puede
conservar eternamente?

En la antigüedad, la sal era muy valiosa y codiciada. La llamaban «oro blanco» y se pagaba a peso de oro de verdad. Hasta el concepto de «salario», la retribución por el trabajo, tiene su origen en esa época, en la que las duras tareas se pagaban con sal. El hecho de que la sal se conserve especialmente bien y sea difícil que se ponga «mala» fue sin duda de gran importancia para el comercio. Pero es además una de las sustancias elementales de la vida, y por ello se extrae desde hace milenios. En las regiones cálidas, todavía hoy, se pone agua de mar a evaporar en grandes pilas planas. La sal cristaliza y se puede recoger. Pero también lejos de las costas se extrajo ya en fecha temprana de aguas subterráneas saladas y manantiales salobres; muchos topónimos, como Salinas o Salobreña, aluden a ello. Como el sol era demasiado débil, el agua saturada de sal se ponía en calderos planos a evaporar al calor del fuego. El enorme consumo de madera motivó la aparición de nuevas tierras de cultivo. Posteriormente, la sal se empezó a extraer también del interior de la tierra, en minas, y se ha convertido en una materia prima fácil de obtener. Su valor ha disminuido, aunque sigue siendo considerable. Por ejemplo, para la comida: la mayoría de los alimentos saben muy sosos sin sal. No en vano se habla de «la sal de la vida». La sal de cocina se utiliza como condimento en casi todos los platos y alimentos; en la cocción del pan se añade una pizca de sal. La verdura se suele cocer en agua con sal; así se conservan importantes sustancias.

La sal de la comida es vital para el metabolismo hídrico, el sistema nervioso, la digestión y la formación de los huesos. Puesto que se va perdiendo, por ejemplo a causa del sudor, hay que ingerir diariamente de 3 a 6 gramos por lo menos, pero como máximo 20 gramos. Más es insano; un consumo excesivo de sal puede incluso resultar mortal. Pero tampoco es bueno tomar muy poca sal. Con menos de 2 gramos diarios disminuye la sensación de sed y hay peligro de deshidratación.

Además, la sal es una relevante materia prima básica en la industria química. Es útil en la producción de medicamentos y para obtener cloro; es necesaria para fabricar muchos materiales sintéticos, por ejemplo el PVC, y en invierno se echa en la calle para retrasar la formación de hielo. Antes de inventarse el frigorífico, la sal era también un conservante muy demandado y hacía que alimentos como el pescado y la carne fuesen más duraderos.

La sal pura es cloruro sódico —un compuesto de sodio y cloro— y no se combina con ningún líquido. En la sal común que se usa para cocinar, el cloruro sódico se mezcla con una pequeña parte de otras sales. Especialmente su contenido en cloruro de manganeso hace que la sal común absorba la humedad y forme grumos. La sal seca se conserva casi eternamente, debido a que se trata de una sustancia inorgánica. En el mineral, el sodio y el cloro se reúnen para formar una molécula estable que ya no tiene «fuerza» para seguir reaccionando. Pero la putrefacción, el enmohecimiento, lo que ocurre cuando algo «se pone malo», en fin, es un proceso que equivale a una combustión. Para ponerlo en marcha, los hongos o las bacterias de la putrefacción necesitan mucha energía. Como la sal no sirve para suministrar energía, tampoco puede descomponerse. Dicho sea de paso, la sal no es la única que se comporta así: la mayoría de los minerales son estables, desde la arena corriente —una combinación de silicio y oxígeno— hasta valiosas piedras preciosas como las esmeraldas, los rubíes y los ópalos. ¡Así que la sal, el antiguo «oro blanco», se encuentra nuevamente en la mejor sociedad!

¿Por qué están doblados los prospectos
de una manera tan complicada?

Las malas lenguas los llaman «el origami de la industria farmacéutica»: son los prospectos de las cajas de medicamentos, con sus misteriosas y desconcertantes dobleces. Y cuando tenemos el papel desplegado del todo y alisado, parece imposible volver a reducirlo al tamaño de la caja sin estrujarlo. Después de estudiar atentamente los efectos secundarios, podemos cavilar y llenar de pliegues nuestra frente, pero no el dichoso prospecto. Sin embargo, en comparación con la incomprensible jerga con que muchos prospectos confunden más que aclaran a los pacientes, el problema de plegarlos resulta fácil de dominar. Con todo, a más de uno de los que buscan curación le da un ataque de furia cuando no encuentra manera de volver a meter en la caja de píldoras la enorme y fina hoja.

Meter el prospecto en la cajita del medicamento tampoco es tarea fácil para el fabricante, pues la gran cantidad de texto que tiene que caber en él requiere, aun con la letra diminuta que se suele utilizar, una hoja que excede en mucho al tamaño del envase. Si lo plegáramos de forma intuitiva, como una carta, el papel formaría un grueso bulto que reventaría la cajita.

Pero un prospecto, normalmente, no está plegado de una manera complicada, sino de la manera más sencilla posible: el papel se dobla por el medio siempre en la misma dirección, cada vez volviendo la mitad inferior hacia arriba, hasta que una hoja de, por ejemplo, 30 centímetros de largo se convierte en una especie de complicada salchicha de un dedo de grosor. Los especialistas llaman «plegado en zigzag» a este simple sistema. De todos modos, esto nos resulta poco intuitivo, ya que, tras plegarla unas cuantas veces en una determinada dirección, automáticamente querríamos doblar la tira de papel, cada vez más estrecha, pero esto se prevé solo para casos excepcionales, con prospectos de formatos especialmente grandes.

El plegado en zigzag no tiene solo motivos técnicos: por una parte, para la máquina lo más sencillo es plegar siempre en la misma dirección. Para plegar en sentido transversal, el llamado «plegado en cruz», hay que añadir a la máquina un mecanismo adicional. Por otra parte, para el fabricante es de gran importancia que determinadas informaciones se vean con toda claridad en cuanto se saca el prospecto de la caja: el nombre del preparado y en lo posible el principio activo deben poder leerse una vez doblado el prospecto, y no quedar ocultos por las dobleces. Muchos fabricantes trabajan con códigos de barras que igualmente tienen que quedar hacia fuera después de plegar el papel. Y como mejor se consigue esto es con el plegado en zigzag.

Así pues, ¿cómo se puede volver a plegar un prospecto tal como estaba antes? Poned la hoja plana sobre la mesa. El nombre del preparado debe quedar del revés, en la parte de arriba. Luego, doblad cada vez la mitad inferior hacia arriba hasta que la complicada tira de papel sea lo bastante delgada como para caber en la caja. Este sencillo procedimiento se utiliza en muchos medicamentos y muestra que los fabricantes obedecen en su técnica de plegado a un principio plenamente razonable. Por tanto, no es más que un rumor malvado lo de que esa manera de plegar los prospectos contribuye a aumentar el consumo de pastillas para el dolor de cabeza, porque semejante origami nos la pone como una olla de grillos.

¿Por qué encoge la ropa al lavarla?

Es un gran misterio y además una faena: esta camiseta roja de la talla 38, con cuello de pico, en la tienda nos quedaba perfectamente, pero después de lavarla parece como mucho de la talla 36. De repente faltan unos cuantos centímetros: ¡han desaparecido sin dejar rastro! O ese maravilloso jersey que, cuando lo compramos, vimos tan claro lo bien que conjuntaba con este y aquel pantalón, recién sacado de la lavadora lo podrán llevar si acaso los pequeñajos con los vaqueros. ¡Qué frustración! Y por desgracia no siempre se puede evitar, pues todas las fibras naturales y muchas sintéticas pueden encoger en la lavadora, sobre todo si en su fabricación han sido manipuladas de manera descuidada.

Cada vez que se fabrica en cualquier parte una camiseta o un jersey, se tira mucho del hilo. Al tejer o tricotar se somete a cada una de las fibras a un máximo estiramiento; en este proceso surgen tensiones en el tejido y las moléculas del hilo se dislocan. Para poder volver a su estado originario, sin tensión, estas moléculas necesitan energía, y la toman precisamente de la temperatura del agua. Por tanto, cuanto más caliente esté el agua, más energía contendrá y más hará encoger las fibras, en casos extremos hasta un 10%.

De este modo, el agua actúa con las fibras y moléculas dislocadas como una especie de capa lubricante que les facilita volver a su posición inicial. En el caso del algodón y la lana, además, esto hace que las fibras se hinchen y se acorten. Como tercer factor, el giro del tambor de la lavadora impulsa el proceso de encogimiento, pues la prenda se encoge más cuando puede moverse. Cuando la lavadora solo está cargada a medias, sobre todo, los tejidos que hay dentro tienen gran libertad de movimiento y los hilos hallan más facilidad para volver a su estado inicial. Por eso, los programas especiales para lana que incluyen las lavadoras nuevas lavan con agua templada y con el menor movimiento posible.

Por supuesto, la ropa también puede encoger en la secadora, sobre todo si se aplica una temperatura demasiado alta y no se hace caso de las indicaciones al respecto incluidas en la etiqueta. Las fibras sintéticas, por ejemplo, son muy sensibles al calor de la secadora, y tampoco suelen sobrevivir los jerseys de pura lana.

Quien quiera estar seguro de que su camiseta va a salir indemne de la lavadora debe prestar toda la atención que pueda a la calidad, ya que, en los productos de alta calidad, al final del proceso de fabricación suele efectuarse lo que se llama «termofijación». En ella, los tejidos son casi preencogidos para que la lavadora y la secadora no puedan hacerles nada más. Otra posibilidad es comprar las camisetas una talla más grande, contando con lo que van a encoger. Y si de repente los pantalones viejos, lavados ya varias veces, nos aprietan y la camiseta preencogida que ha costado tan cara queda demasiado justa, solo hay una solución: ponerse a régimen.

¿Por qué se cuenta 15-30-40 en el tenis?

Para la mayoría de los alemanes, la historia del tenis no empieza hasta el 7 de julio de 1985. Aquel día, una nueva promesa de este deporte, el pelirrojo Boris Becker, consiguió su match ball en la pista central del All England Tennis Club en Wimbledon. Este primer gran éxito del entonces muchacho de 17 años, originario de Leimen, pequeña ciudad de provincias, causó en Alemania un boom que hizo avanzar puestos al tenis entre los deportes favoritos de los alemanes durante dos décadas. Pero, naturalmente, el tenis se juega desde hace mucho tiempo.

Los orígenes del tenis moderno no se encuentran en Inglaterra, como quizá pudiera parecer en vista de la obsesión por la tradición que domina en Wimbledon, sino en Francia. En los siglos XIV y XV, el jeu de paume («juego con la palma de la mano», en francés) era popular en ese país, primero entre la alta nobleza y luego entre el denominado «pueblo llano». Se jugaba de una manera muy similar al tenis actual; pasado algún tiempo se llamó tenes. La gente se entusiasmó tanto con el nuevo juego de pelota y raqueta que los periódicos se quejaron de que en Francia hubiera «más campos de tenis que iglesias» y los jugadores perdieran «su salario semanal en un solo día». Aquí empieza la pista que conduce a la singular manera de contar que sigue teniendo vigencia hoy en el tenis.

Se jugaba al tenes por dinero. En esa época tenían curso en Francia monedas de plata de 60 sous y monedas más pequeñas de 15 sous. Un punto ganado suponía 15 sous; con cuatro puntos el jugador ganaba en conjunto una gran moneda de 60 sous y por consiguiente un jeu [juego]. Así pues, se contaba «15-30-45-juego».

No fue hasta mediados del siglo XIX cuando este deporte se popularizó en Gran Bretaña. Se jugaba sobre césped, y de ahí viene la denominación lawn tennis [tenis sobre hierba]. Para el primer torneo de tenis celebrado en Wimbledon, en 1877, los pioneros británicos del deporte establecieron un catálogo fijo de reglas y unas dimensiones normalizadas para el campo. Como a los ingleses les resultaba demasiado largo forty-five [45] en el recuento, lo acortaron a forty [40]. Así se creó el recuento «15-30-40-juego» que sigue vigente en la actualidad. Fue asimismo en esa época cuando se estipuló que para ganar un set hay que ganar seis juegos.

Hay otra teoría acerca de cómo se llegó a esta manera de contar los puntos. Se remonta también al jeu de paume, que en 1908 se convirtió incluso en deporte olímpico y hoy juegan todavía varios miles de personas. El que ganaba un punto podía avanzar 15 pies desde la línea de servicio, hasta que con el tercer punto había avanzado 45 pies. Pero esta línea se encontraba demasiado cerca de la red y se hizo retroceder a los 40 pies.

Hay también diferentes teorías sobre una singularidad del recuento en el tenis: el cero no se denomina en inglés zero, por ejemplo, sino love. Los franceses dice que viene de l’oeuf, «el huevo», que es a lo que recuerda un cero en el tablón de anuncios. Los británicos, por el contrario, opinan que el origen de esta manera de contar es el dicho to do something for love, es decir, «hacer algo por nada»: un jugador que termina un partido a cero se ha esforzado para nada. No es fácil decidir quién tiene razón. Pero lo que es seguro es que la mayoría de los aficionados alemanes al tenis anhela hace mucho que vuelvan los tiempos en los que a un 40-love seguía casi siempre un «juego Becker».