¿Qué les pasaría a los astronautas
si no llevaran traje espacial?

Es una de las escenas clave de la legendaria película 2001: una odisea del espacio, un clásico de la ciencia-ficción, el astronauta David Bowman sale de la nave espacial con una cápsula de salvamento, y HAL, el ordenador de a bordo, que se ha rebelado, le impide el regreso. En una temeraria acción, Bowman se catapulta desde la cápsula para entrar en la nave nodriza a través de una esclusa, trepa hasta una manivela, cierra con ella la esclusa desde dentro e instantes después está sano y salvo en la nave espacial a la presión normal. Sin embargo, pasa varios segundos totalmente desprotegido en las extremas condiciones de presión y temperatura del espacio. ¿Un escenario de pura fantasía o ciencia-ficción con base científica? En otras películas se muestra el otro extremo: en cuanto el astronauta se expone sin protección al espacio abierto, se desintegra en mil pedazos.

En 1965, en el transcurso de un experimento de la NASA, falló la presurización del traje espacial de un astronauta y este soportó una presión cercana al vacío. A los catorce segundos perdió el conocimiento. Lo último que recordaba después era que encima de la lengua le había empezado a hervir la saliva. Así pues, en teoría, la hazaña del astronauta de la película 2001 entraría perfectamente en el ámbito de lo posible. Aunque no le desearíamos a nadie esos paseos espaciales sin protección, por lo menos no nos amenaza la muerte por explosión inmediata.

Un ser humano puede mantenerse a baja presión medio minuto aproximadamente sin sufrir daños irreversibles; después es preciso reintegrarlo cuanto antes a la presión normal. En una estancia en el cosmos sin traje espacial, la presión extremadamente baja, próxima al cero absoluto, haría que el aire se escapara de los pulmones e incapacitaría para actuar al piloto de la nave. A continuación, la baja presión evaporaría el agua de las células del cuerpo y haría estallar las paredes de estas. Saldría agua por la piel y enfriaría muchísimo el cuerpo. El astronauta, como si dijéramos, se quedaría seco y congelado.

Aunque la baja presión es el peligro mayor y más letal de los que amenazan a un astronauta sin protección en el espacio, no es ni mucho menos el único: la temperatura, de unos 270 grados bajo cero, está cerca del cero absoluto, y el sol puede hacerla subir fácilmente por encima de los 100. Además, el organismo está expuesto a peligrosas radiaciones altamente energéticas.

El traje espacial ofrece soluciones a la mayoría de estos problemas; desde el primer paseo espacial del cosmonauta Alexei Leónov el 18 de marzo de 1965, se han utilizado diseños cada vez mejores. El modelo que llevó entonces Leónov todavía puso en peligro su vida, pues debido a la baja presión del espacio se hinchó de tal modo que al regreso no cabía por la escotilla de la cápsula espacial y Leónov tuvo que reducir la presión interior del traje mediante una arriesgada maniobra.

Un traje espacial moderno proporciona a los astronautas un medio a una presión y una temperatura soportables. Les suministra oxígeno, elimina el dióxido de carbono producido por la respiración y los protege de las radiaciones cósmicas. Actualmente, el mayor peligro en un paseo espacial es el que representan las diminutas partículas o la basura espacial, que pueden perforar el traje por la enorme velocidad que llevan. Como hoy en día es frecuente que las salidas al cosmos duren más de siete horas, los trajes espaciales modernos van equipados con un pañal especial para la total seguridad en un entorno poco hospitalario.

¿Cómo sería la Tierra sin la Luna?

¿La Tierra sin la Luna? La respuesta está clara: ¡sería distinta! Más aburrida quizá, pues no existirían un montón de cosas muy bonitas y divertidas: nada de románticos paseos a la luz de la Luna, ninguna teoría conspirativa sobre si los estadounidenses han estado allí o no, ninguna película de Hollywood sobre el Apolo 13 y ni la mitad de canciones de cuna.

Por la noche, desde luego, estaría más oscuro e incluso haría un poquito más de frío, ya que la Luna refleja no solo la luz sino también —cierto que en una medida minúscula— el calor del Sol. Los lobos no tendrían motivos para aullar y los monos no se pondrían, alborotados, a hacer ejercicios gimnásticos de árbol en árbol durante la luna llena. No tendríamos especuladores intentando vender parcelas en el satélite terrestre y, naturalmente, tampoco habría eclipses de luna ni de sol.

Sin embargo, una de las diferencias verdaderamente importantes afectaría al mar. Y es que la Luna, con su fuerza de atracción, tira de la Tierra, por decirlo de forma simplificada, y sobre todo del agua que se encuentra en su superficie. Así se producen las mareas. Sin la Luna no habría pleamar y bajamar tal como las conocemos. No se podría andar por las marismas ni se producirían mareas vivas; todos los mares serían tan poco espectaculares como el Mediterráneo. Es muy probable que las corrientes marinas también fueran distintas, pues las mareas desempeñan asimismo un papel en su curso.

Además, el flujo y el reflujo frenan la rotación de la Tierra sobre su propio eje. Sin la Luna, la Tierra giraría más deprisa y por tanto nuestro día sería más corto. No se puede decir exactamente cuánto duraría: acaso seis horas, acaso diez. Depende de qué otros acontecimientos cósmicos influyeran en la Tierra sin la Luna. En cualquier caso, la vida en semejante planeta sería bastante agobiada. Imagínate: no has hecho más que vestirte y desayunar para salir pitando hacia el trabajo en bicicleta en cuanto amanece, y ya tienes que dar la vuelta porque empieza a anochecer.

Hay también teorías según las cuales estas elucubraciones no tienen ningún sentido porque en una Tierra sin Luna el hombre ni siquiera habría aparecido. La argumentación es la siguiente: por obra de la pleamar y la bajamar, el intercambio de sustancias alimenticias entre la tierra y el mar se incrementa considerablemente. Sin Luna, es decir, sin mareas, habrían llegado al mar menos sustancias alimenticias. Por eso, de acuerdo con esta hipótesis, la vida en el agua —y con ello en toda la Tierra— no habría podido desarrollarse tan deprisa como lo ha hecho con ayuda de la Luna. Aunque estas teorías no han sido probadas, es verosímil que, en una Tierra sin Luna, los seres vivos fueran distintos de como los conocemos hoy.

Otro efecto de la Luna es su acción sobre el eje de la Tierra. En mayor medida aún que el Sol, la Luna ejerce una atracción sobre el eje de nuestro planeta y lo hace moverse un poco. Por ello, dentro de unos miles de años, la estrella polar será otra estrella, no la de ahora. Y estará en un cielo en el cual, esperamos, podremos admirar una hermosa y clara Luna, una Luna que fascina de igual manera a los enamorados, a los poetas, a los astronautas y a los lobos.

¿Dónde está el viento
cuando no sopla?

En otoño sopla más fuerte que en primavera, en verano es más cálido que en invierno: es el viento. No lo vemos, pero nos damos cuenta de que mueve las hojas y las ramas o levanta torbellinos de polvo, y lo notamos en la piel. Transporta calor, humedad y energía. Sin el Sol no existiría el viento, y sin el viento no habría fenómenos atmosféricos.

En lo esencial, el viento es una forma de energía solar. La luz solar incide sobre la Tierra de maneras muy distintas: verticalmente en el ecuador, y solo como un reflejo en los polos. En el ecuador, la tierra y las masas de aire se calientan, el aire caliente se expande, se hace más ligero y asciende. Deja tras de sí una zona de baja presión. Por otro lado, en su camino al polo las masas de aire se enfrían, se hacen más pesadas y descienden de nuevo hacia la tierra. Allí se forman zonas de altas presiones. Y en todos los puntos de nuestra atmósfera donde hay diferencias de presión, la naturaleza trata de igualarlas. La consecuencia es el viento, es decir, aire en movimiento que corre de las zonas de altas presiones a las de bajas presiones. A escala planetaria se establece la circulación atmosférica: en las capas altas de la atmósfera, el aire caliente afluye a las regiones polares. Y a ras de tierra el aire frío se dirige a los trópicos. Sin viento, en el ecuador haría todavía mucho más calor y en los polos, mucho más frío.

La rotación terrestre desvía lateralmente las corrientes atmosféricas, y hace asimismo que las zonas de altas y bajas presiones giren. Por tanto, influye en la dirección del viento. En el hemisferio norte, las masas de aire se mueven alrededor del centro en el sentido de las manecillas del reloj en los anticiclones o zonas de altas presiones, y al revés en las borrascas o zonas de bajas presiones.

De qué dirección viene el viento y con qué fuerza sopla es el resultado de una compleja interacción de los fenómenos atmosféricos y la superficie terrestre. Mares, montañas, valles, bosques y edificios… todo tiene su influencia. La velocidad del viento es menor cuando se está a altitud cero y mayor conforme se asciende; la corriente deviene también más constante con la altura. Sin embargo, el aire casi nunca se mueve con total regularidad: dependiendo de las irregularidades del suelo y de las variaciones de temperatura según la altura, se forman ráfagas más o menos fuertes. Las horas del día ejercen asimismo una clara influencia sobre el viento. Por la noche y al amanecer, en tierra, el viento está a menudo en calma; se debe a que no hay sol, que es lo que calienta el aire. Pero aun con el sol estival más espléndido puede dominar la calma chicha en kilómetros a la redonda. Entonces nos encontramos en una zona sin apenas diferencias de presión atmosférica. Las hay, pero no en todas partes. Así pues, podemos estar completamente seguros de una cosa: el viento está en algún sitio.

¿De dónde vienen
las «aguas mil» de abril?

Abril, según el diccionario, es considerado el símbolo de la inconstancia. Sol, nubes, granizo, lluvia y tormentas: en ese mes el tiempo cambia, e incluso varias veces al día; diversos proverbios populares confirman que eso no es nada nuevo. Además del refrán «Abril, aguas mil, y si no es al principio, al medio o al fin», hay otros que aluden a ello: «Abril, si bueno al principio, malo al fin», «Si no hubiera abril, no habría año vil» o «Abril sin granizo Dios no lo hizo». ¿De dónde viene ese tiempo inestable? La culpa la tiene la proximidad del verano.

En abril, por fin, acaba el frío. Ya han pasado los meses oscuros, el sol vuelve a brillar con más fuerza en el hemisferio norte. Los días son más largos y cálidos. En el norte de África y en el sur de Europa, los termómetros suben de nuevo en abril hasta alcanzar valores veraniegos. Por el contrario, en el norte de Europa y en las regiones polares, de este buen tiempo aún no se atisba nada. Sigue haciendo mucho frío. Centroeuropa está justo en la frontera de estas dos regiones. Allí, en abril, se va extendiendo poco a poco la primavera.

Las diferencias de temperatura entre la Europa septentrional y la meridional hacen que las masas de aire se pongan en movimiento. El aire cálido del sur se dirige hacia el norte, desde donde el aire frío sopla en sentido contrario, hacia el sur. Después, con fuertes vientos del noroeste, el aire procedente del polo norte, en parte helado, cruza el Atlántico, también muy frío, hasta llegar al continente, que el sol ya ha calentado bien. De esta manera, al final hay dos capas de aire superpuestas con temperaturas distintas: debajo, el aire caliente, y encima, hasta una altura de 5 o 6 kilómetros, aire muy frío, una combinación que exige ser nivelada.

Al igual que los globos de aire caliente, las burbujas de aire cálido se elevan, con estas diferencias de temperatura, desde el suelo a las capas de aire frío. Al hacerlo, el aire cálido arrastra consigo en su ascenso vapor de agua, es decir, la humedad normal del aire. Pero cuanto más asciende el aire caliente, más se enfría y mayor cantidad de este vapor de agua se puede condensar. Se forman cada vez más gotitas, y al final estas dan lugar a una imponente nube que va creciendo hasta alcanzar gran altura. Dentro de ese cúmulo se generan precipitaciones que caerán sobre la tierra en forma de lluvia, granizo o nieve, dependiendo de lo frío que esté el aire.

Pero estas exhibiciones suelen pasar rápidamente, pues un cúmulo no tiene una vida larga. Al cabo de media hora o una como máximo se desinfla y se desintegra. Después vuelven a tener el camino libre los rayos del sol, que pueden calentar de nuevo la tierra, y el ciclo vuelve a empezar otra vez. Hasta finales de abril o principios de mayo, cuando las masas de aire se han nivelado y las diferencias de temperatura ya no son tan grandes, no se tranquiliza el tiempo. Entonces se hace más estable y hay más oportunidades de disfrutar de un tibio y soleado día primaveral.

¿Cómo se mide la altura
de las montañas?

¿Qué altura tiene la catedral de Colonia? Sobre eso no hay ninguna discusión. Desde el zócalo hasta la aguja más alta mide 157,38 metros. La cuestión es bastante más peliaguda cuando se trata de la altura de las montañas. Cuando alguien pregunta: «¿Qué altura tiene esta montaña?», habría que contestar, si queremos ser exactos, con otra pregunta: «¿En relación con qué?». Porque para medir una altura hace falta un punto cero del que partir. Y esto complica las cosas, puesto que cada país, para medir sus alturas, se basa en puntos cero totalmente distintos.

Los orígenes de este embrollo se remontan a hace más de cien años. En el siglo XIX, cada país buscó un punto cero para la altimetría. En la mayoría de los casos, este fue el nivel que tenía el mar por término medio en la costa más cercana. De este modo, en el Imperio alemán se estableció en 1879 el punto fijo denominado «cero normal» o nivel del mar; se rige por el valor promedio del nivel de Ámsterdam. Basándose en el nivel que mostraba, y con los métodos entonces habituales en las técnicas topográficas, se midió paso a paso el perfil del terreno en el trayecto desde allí hasta el observatorio de Berlín. Allí se puso una marca: el nivel del mar estaba a 37 metros por debajo de ese punto. Durante los dos siglos siguientes se fue midiendo el perfil del terreno en todo el país, refiriendo cada valor a ese punto cero establecido.

Otros países se rigen por diferentes niveles de la costa mediterránea: los austriacos por el Adriático; los italianos por el indicador de Génova; los suizos, al igual que los franceses, eligieron el de Marsella. Contra lo que cabría esperar, el nivel del mar no es exactamente igual ni siquiera en las costas del Mediterráneo. En conjunto, las diferencias pueden llegar a ser de varios metros, por ejemplo a causa de variaciones en la concentración de sal, en la temperatura del agua y en el comportamiento de las corrientes. Pongamos un caso: entre el nivel del mar en que basan los suizos sus mediciones y el utilizado por los alemanes hay una diferencia de 27 centímetros. En relación con esto alcanzó cierta fama un puente sobre el Rin cerca de la pequeña población de Laufenburg: se le asignó un nivel sobre el mar de más de medio metro. Los mencionados 27 centímetros de diferencia de nivel se habían incluido en los cálculos, pero por desgracia con signo positivo en vez de negativo. Por ello resultó una divergencia de 27 x 2, es decir, 54 centímetros en total, entre los cálculos de los ingenieros suizos y los de los alemanes.

Pero además de haber tantos niveles distintos sobre el mar, existe una circunstancia que complica la vida a quienes realizan las mediciones: la atracción terrestre no es igual en todos los puntos del planeta. Sobre un terreno especialmente grueso es una pizca más alta que sobre un yacimiento de gas, diferencia que es preciso incluir en las indicaciones de altitud. Aquí radica la ventaja decisiva del equipo clásico de topógrafos en comparación con los satélites. Al contrario que a los observadores de la Tierra que se encuentran en el espacio, a los topógrafos no se les escapan estas diferencias, ya que un moderno instrumento digital de nivelación calcula la atracción terrestre en el lugar de la medición. A pesar de la gran precisión que las mediciones por satélite han llegado a alcanzar, en el futuro seguirá siendo necesario medir sobre la superficie de la Tierra, utilizando el instrumento de nivelación con trípode y escala graduada, casi como en los tiempos primitivos de las técnicas topográficas.

¿Es verdad que la estrella polar
está fija en el cielo?

Desde hace más de dos mil años sirve de guía a todos los marineros: Polaris, la estrella polar. Es una de las llamadas estrellas fijas, pero ¿realmente está fija en el cielo? Los marineros ¿pilotaban sus barcos durante tantos siglos en la dirección correcta cuando navegaban orientándose por la estrella polar? La respuesta es no, porque en el universo rige una ley fundamental según la cual nada está fijo, todo se halla en movimiento. La Tierra gira alrededor de sí misma y alrededor del Sol. Este, a su vez, se mueve alrededor del centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, y también esta da vueltas por el universo, que además se halla en continua expansión. El hecho de que algunas estrellas parezcan estar «fijas» en el cielo se debe a la enorme distancia que nos separa de ellas. No podemos percibir en absoluto su movimiento porque se encuentran a años luz de nosotros.

Un peatón que está esperando un semáforo en rojo, en una vía de circulación rápida con mucho tráfico, se da cuenta inmediatamente del cambio de posición de los coches, pues pasan a toda velocidad por delante de sus narices. En un momento determinado los tiene a la izquierda y al siguiente ya han desaparecido detrás de la primera curva, a la derecha. Si el mismo peatón mira al cielo y ve pasar un avión, le parecerá que va mucho más despacio. Aunque los aviones a reacción pueden ir a 1.000 kilómetros por hora, vistos desde la Tierra dan la impresión de avanzar lentamente por el cielo. El ángulo al que podemos constatar el movimiento es muy pequeño a causa de la altura de vuelo, que es de unos 10.000 metros. Por eso el avión —al contrario que los coches— tiene que recorrer unos kilómetros para que nos percatemos de que se ha movido. La estrella polar, una de nuestras «estrellas fijas», está a unos 429 años luz. Por lo tanto, tendría que recorrer una distancia enorme para que advirtiéramos su cambio de posición, y eso no sucede en la duración de la vida humana. Pero también la estrella polar se mueve y no está en modo alguno fija.

A pesar de todo, desde hace dos mil años guía a los marineros de la Tierra en su camino hacia el norte. Lo que tiene de especial la estrella polar es su posición, relativamente cerca siguiendo el eje imaginario de la Tierra, en el polo norte celeste. Imaginemos una naranja y una brocheta. La naranja es la Tierra, y el pincho el eje imaginario de la Tierra. La estrella polar se encuentra muy cerca de nuestra brocheta. Eso quiere decir que cuando la naranja gira alrededor de la brocheta, o la Tierra alrededor de su propio eje, la estrella polar permanece casi siempre en la misma posición a ojos de un espectador que se encuentra en la Tierra. A la distancia de un grado, señala con exactitud en qué dirección se halla el norte. En cualquier caso, tampoco el norte está fijo, debido a que la Tierra no gira de manera uniforme. Baila un poco, como una lenta peonza de niño. Esto significa que el extremo superior de la brocheta describe un pequeño círculo en el cielo, un movimiento circular que dura veintiséis mil años. En ese tiempo, el eje imaginario de la Tierra se acercará medio grado a la estrella polar. Cuando más cerca estará del polo celeste será en el año 2100. En ese momento solo la separará del eje de la Tierra el diámetro de la Luna llena. Después, el eje de la Tierra volverá a alejarse de ella en su balanceo y serán otras las estrellas que estén más próximas al polo celeste y se conviertan en guía hacia el norte.

Este movimiento tambaleante del eje de la Tierra tiene además una influencia claramente mayor sobre el «desplazamiento» de la estrella polar que el movimiento de la propia estrella. Por eso, un marinero que pusiera hoy rumbo al norte arribaría a kilómetros de distancia del punto hacia el que habría navegado un capitán de navío hace dos mil años.

¿Se puede detener el tiempo
en el polo norte?

Las zonas horarias de la Tierra existen desde 1884. El tráfico marítimo y ferroviario entre los países y los continentes hizo imprescindible en esa época abolir el complicado sistema de la hora regional. En su lugar se acordó dividir el planeta en veinticuatro grandes zonas, llamadas «husos horarios», y asignar a cada país una única zona. Solo los países muy grandes abarcan varias zonas. Para viajar por la Tierra, este sistema, hoy como ayer, es muy práctico, y por eso rige en todos los medios de transporte, hasta una altura de vuelo normal, entre 10.000 y 11.000 metros. En todo tipo de vuelo, la pantalla muestra a los pasajeros, junto con la hora del lugar de despegue y la del de aterrizaje, la hora local en el huso horario que se está sobrevolando en cada momento.

Por supuesto, en el espacio este sistema no sirve. La Estación Espacial Internacional gira alrededor de la Tierra a una velocidad de casi 30.000 kilómetros por hora. Si un astronauta quisiera poner el reloj en hora cada vez, según el país sobre el que pasara, tendría que hacerlo cada pocos minutos. Esto no solo sería una pesadez y una pérdida del costoso tiempo de trabajo de los astronautas, sino también una fuente de malentendidos. Ningún centro de control del mundo querría oír comunicaciones como «Houston, tenemos un problema. ¡No sabemos qué hora es!». Por eso se han abolido en el espacio los husos horarios y se ha acordado utilizar el llamado «tiempo universal coordinado» (UTC). Corresponde a la hora en el grado cero de longitud sin el cambio de hora del verano. En el cosmos, por tanto, el mediodía es una hora antes en invierno y dos horas antes en verano que en la Tierra.

El sistema de zonas vale para el polo sur, pero no para el polo norte. Allí no hay ningún huso horario definido. Así, un viajero que estuviera entre los hielos del polo norte podría hacer un interesante experimento. Supongamos que no tiene nada mejor que hacer que pasearse por aquella helada región y dar vueltas alrededor del polo, bien pegado a él.

Puede ser muy práctico si, por ejemplo, estamos en Nochevieja. Con dar unos pocos pasos podemos pasar al siguiente huso horario y descorchar otra vez el champán cada hora. Aun con todo, en algún momento habrá que poner fin a la juerga, ya que el reloj del viajero polar, a pesar de sus maniobras, no para de hacer tictac. Y el hecho de haber abandonado el grado 1 de longitud, para seguir paseando hasta el siguiente en dirección oeste, no hace que la hora se quede en el antiguo grado de longitud. Para volver al punto de partida, el viajero ha tenido que cruzar la línea internacional de la fecha y ya es un día más tarde, pues en el lugar en el que inició su caminata han pasado entretanto —igual que en su reloj— veinticuatro horas. No es posible detener el tiempo.

¿La materia procedente del universo
hace que la Tierra pese más?

Cuando la Tierra atraviesa el cosmos a toda velocidad, no se mueve por un espacio totalmente vacío. La verdad es que aquello está la mar de cochino. Hay nubes de polvo interplanetarias flotando por los alrededores y cruzándose en la órbita de la Tierra, así como meteoroides, fragmentos de roca pequeños y grandes o compuestos de hierro. Cuando la Tierra pasa a través de toda esa inmundicia cósmica, recoge una parte apreciable. Como si fuera un dedo deslizándose por una estantería llena de polvo, limpia el cosmos. Por supuesto, no podemos imaginar nuestro planeta como una aspiradora que absorbe todo lo que se le acerca. La fuerza de atracción de la Tierra solo contribuye en una pequeña parte a este efecto de recogida; es mucho más decisivo su tamaño. Al igual que a un ciclista que atraviesa una nube de mosquitos se le quedan algunos pegados a la camiseta o a las gafas protectoras, la Tierra recoge el polvo estelar.

La mayoría de las partículas que atrapa no miden más de una décima de milímetro; de vez en cuando también algunos fragmentos más grandes, que pueden tener un diámetro de unos pocos centímetros; y solo muy raras veces trozos tan grandes que puedan caer a la Tierra. La mayoría de los meteoroides se funde en la atmósfera, lo que, claro está, no quiere decir que desaparezcan, pues los elementos de los que están compuestos dichos cuerpos celestes se acumulan en la atmósfera y al final son transportados a la superficie de la Tierra por la acción del viento y la lluvia.

Para averiguar cuánto nos llueve encima cada día, los científicos han analizado el fondo del mar. Basándose en los elementos procedentes del cosmos que encontraron allí, realizaron sus cálculos; el resultado fue que la Tierra, en efecto, pesa cada vez más, unas 40.000 toneladas al año de media. Quizá parezca mucho, pero es una ínfima parte del peso de la propia Tierra, o sea nada realmente significativo. Aumenta sobre todo de peso los días que cruza órbitas de cometas, pues sus colas no son otra cosa que un montón de polvo que el cometa pierde y es arrastrado por la Tierra.

Esta manía recolectora no tiene graves consecuencias. La vida terrestre no sufre ningún daño por su causa. Únicamente los días se hacen un poco más largos, ya que cuanto más aumenta de peso la Tierra más lentamente gira sobre su eje. Sea como fuere, este efecto es tan minúsculo que nadie se daría cuenta. Solo se deja notar con el paso de millones de años, pues, a la inversa, la Tierra no puede perder peso. Por lo general, todas las sustancias llegadas a la Tierra se quedan dentro de la atmósfera. Únicamente en el caso de una erupción volcánica extremadamente violenta sería imaginable que parte de la masa terrestre fuese arrojada al cosmos y la Tierra se volviese más ligera. Mientras eso no ocurra, solo perderá la masa que los seres humanos lancen al espacio en sus cohetes.

¿Son dos continentes Europa y Asia?

Quien cruce el Bósforo de occidente a oriente no solo hará un precioso viaje en barco y seguramente una foto detrás de otra; puede que también, al volver a casa, cuente muy orgulloso a sus amigos que en vacaciones ha salido de nuestro continente y ha llegado a Asia. Nuestro viajero, efectivamente, habrá estado en Asia, pero muchos geógrafos negarían que haya pisado otro continente. Según la definición geográfico-geológica, un continente es una gran masa de tierra delimitada por costas, y es bien evidente que Europa no tiene costa por el Oeste. Antes bien, por esa parte está totalmente unida a Asia. Por esta razón los geógrafos hablan del gran continente Eurasia, que, junto con América, África, Australia y la Antártida, representa el quinto continente de nuestro planeta. Europa y Asia serían, de acuerdo con esta definición, dos partes de la Tierra distintas, pero no dos continentes diferenciados, exactamente igual que América del Norte y América del Sur.

Desde el punto de vista geográfico-natural tampoco hay nada que haga pensar que Europa sea un continente por sí misma. Desde hace millones de años forma con Asia una masa de tierra común, y el límite entre las dos áreas está trazado de una manera muy caprichosa. Pasa por el mar de Mármara y el Cáucaso y después por los montes Urales hacia el norte. En medio se abren enormes vacíos y, al menos en esa zona, no es posible establecer con exactitud una frontera.

Pero entonces ¿a qué se debe que todos los colegiales, cuando recitan los cinco continentes, los enumeren —a diferencia de un profesor de Geografía— como Europa, Asia, África, América y Oceanía? Hay dos intentos de explicación, la primera de las cuales se basa en un error. Antiguamente se defendía la tesis de que Europa y Asia estaban situadas sobre dos placas tectónicas diferentes. Hoy se sabe que esto no es cierto, pero puede que esta teoría equivocada haya llevado a difundir la idea de que se trata de dos continentes.

La segunda explicación echa la culpa al geógrafo, etnólogo e historiador griego Heródoto, que trazó en el siglo V a. C. el primer mapamundi, con tres continentes: Europa, Asia y Libia, que entonces representaba a África. Posteriormente partieron de Europa numerosos exploradores; se elaboraron mapas terrestres y cartas marinas, y en el centro de todos ellos estaba siempre Europa. La visión eurocéntrica del mundo que tenían los griegos pudo ser el motivo de que hoy veamos a Europa como un continente por derecho propio. Al fin y al cabo, nadie quiere ser menos importante que los vecinos. Sin embargo, estos lo ven de una manera completamente distinta. Para los asiáticos, por ejemplo, Europa no es un continente por sí misma sino una parte de Eurasia: una pequeña parte, desde luego.

Únicamente una definición histórico-política podría conservar para Europa el rango de terra continens, de territorio continuo y por tanto continente. Según esta concepción, un continente puede ser una unidad claramente diferenciada de otras regiones en el aspecto cultural, religioso, histórico o político. Si ello es aplicable a Europa y por dónde pasan entonces sus fronteras, que lo decida cada cual. Después de todo, la respuesta a la pregunta de si Europa es un continente es una cuestión de definiciones.

¿Por qué el agua se congela
de arriba abajo?

Cuando, en invierno, hiela durante un tiempo, se forma pronto una capa de hielo en charcos, estanques y lagos. Enseguida tenemos la tentación de comprobar el grosor de esa capa de hielo, por ejemplo lanzando una piedra contra la superficie. Pero poner los pies encima requiere prudencia, pues debajo de toda superficie helada hay agua en estado líquido, al menos en nuestras latitudes, donde el frío invernal raras veces es tan intenso que congele completamente una masa de agua.

El hecho de que el proceso de congelación se realice de arriba abajo se debe a una peculiaridad física del agua. Normalmente, las partículas de las que se compone una materia o sustancia, cuando esta se congela, se acercan cada vez más unas a otras. La sustancia se vuelve más «pesada»; dicho con exactitud, su densidad aumenta, pues en un volumen determinado hay más partículas que a una temperatura más elevada.

El agua no cumple esta ley: hasta los 4 grados centígrados, las partículas de agua se aproximan unas a otras cada vez más, pero a esa temperatura alcanzan su densidad máxima. Ya no se pueden acercar en mayor medida; si la temperatura sigue bajando, vuelven a alejarse unas de otras. Por tanto, en 1 metro cúbico de agua a 4 grados hay más partículas de agua que en 1 metro cúbico de agua entre 1 y 3 grados: el agua a 4 grados pesa más. En un estanque, el agua a 4 grados se hunde hasta el fondo y forma allí una especie de piso inferior líquido, que no se congela. El agua entre 1 y 3 grados se queda arriba formando una capa más fría y puede congelarse si el frío persiste.

El hielo tiene una densidad todavía menor, y por lo tanto es más ligero que el agua líquida. En el hielo, las moléculas de agua están ordenadas formando una red, pero no muy juntas. Ello se debe a las distintas cargas eléctricas de los átomos de hidrógeno y de oxígeno que componen las moléculas de agua; hacen que los átomos de hidrógeno estén cerca de los de oxígeno pero lejos de otros átomos de hidrógeno. Debido a ello, los témpanos de hielo flotan en la superficie del agua.

A causa de esta anomalía, los tritones, los gusanos y los caracoles pueden soportar la estación gélida en el fondo de un charco, gracias a la capa de agua a 4 grados pero en estado líquido, aunque las capas de agua de la superficie, que están más frías, se congelen cuando hiela. Además, dicha anomalía hace que las aguas estancadas de zonas con acusados cambios estacionales se entremezclen dos veces al año.

Sucede así: cuando, en primavera, el tiempo se vuelve más cálido, el agua de la capa superficial alcanza la misma temperatura que el agua del fondo, o sea 4 grados. Entonces la masa de agua tiene la misma densidad en todas partes. En este momento, hasta una leve brisa puede remover toda el agua. Al mezclarse, el agua del fondo llega hasta arriba y puede cargarse nuevamente de oxígeno en la superficie. El estanque se agita otra vez en otoño, cuando la temperatura del agua vuelve a bajar. De este modo, en las profundidades del estanque se hace acopio del oxígeno necesario para la vida. Por eso a los animalillos que viven en los estanques —a diferencia de los seres humanos— les encanta que el otoño empiece temprano y con borrascas y que la primavera traiga mucho viento y lluvia.

¿Por qué es azul el cielo?

El cielo que vemos no es siempre azul celeste, pero así es como más nos gusta. No el azul nocturno, casi negro, ni tampoco el azul real, tan intenso que parece caribeño, no: el azul celeste claro y suave nos hace sentirnos radiantes. Los psicólogos dicen que ejerce un efecto tranquilizador sobre el espíritu.

Cómo se produce ese azul tan popular es algo que entra dentro de las competencias de los físicos, que se ocupan de este fenómeno desde hace siglos. A muchos el enigma les resultó imposible de resolver. Ni siquiera eminencias como Leonardo da Vinci o Isaac Newton descubrieron la clave del misterio.

Lord Rayleigh, el físico británico, dio por fin con la solución en 1871. Es el aire el que tiñe el cielo de azul. La luz del Sol no llega directamente a la superficie de la Tierra. Primero tiene que atravesar la atmósfera. En su largo camino se encuentra con las partículas más diversas: polvo, gotitas de agua y moléculas de gases como oxígeno o nitrógeno. La luz se desvía en estas partículas; los físicos describen el fenómeno como la dispersión de la luz.

Sin esta dispersión en la atmósfera, el cielo sería oscuro como boca de lobo, igual que en el cosmos. No sería de un blanco amarillento como la luz solar sino azul, porque la luz solar contiene el espectro de colores completo. Los componentes rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, añil y violeta de la luz se dispersan de manera muy distinta. El caso extremo es el violeta; es de onda corta y por eso tiene muchas más ocasiones de dispersarse que, opuestamente, la luz roja, que es de onda larga. De esta manera, los rayos azul-violeta nos llegan del cielo en todas las direcciones, y esto hace que el cielo parezca azul. El azul es más intenso cuanto más limpio y seco está el aire. Estas condiciones dominan bajo los efectos del aire frío. Por el contrario, si el aire es húmedo y contiene muchas partículas de vapor y de polvo, también los componentes de onda larga de la luz se dispersan más: la consecuencia es un cielo blancuzco o nublado.

Pero no solo el azul del cielo nos hace resplandecer por dentro, sino también el Sol cuando se oculta detrás del horizonte despidiendo un fulgor rojizo. Cuando el Sol se pone, la luz tiene que abrirse camino a través de la atmósfera en un trecho muy largo y es más frecuente que se encuentre con moléculas que puedan dispersarla. Los componentes azul y verde se dispersan tantas veces que apenas llegan a nuestros ojos. Solo los de onda más larga penetran hasta nosotros e impregnan el cielo de un rojo espectacular.

El sitio donde se ve el cielo más azul y luminoso de la Tierra, es decir, el azul celeste más intenso, es probablemente, según los investigadores del Laboratorio Nacional de Física británico, Río de Janeiro. La razón radica en que en la atmósfera de la ciudad del Pan de Azúcar hay muy pocas gotitas de agua y partículas de polvo que puedan perturbar la entrada de la luz azul, de onda corta. El resultado es un azul especialmente radiante.

¿Por qué las olas siempre llegan
a la playa en línea recta?

Si damos un largo paseo por la playa en una isla del mar del Norte, podremos no solo sentir el fresco viento en la cara y oír los graznidos de las gaviotas, sino también observar una cosa curiosa: el «fenómeno isla». No se trata de que las personas que viven en una isla sean singularmente testarudas y excéntricas, sino de un desconcertante efecto natural que llama la atención del caminante en cuanto mira al mar: da igual en qué lado de la isla nos encontremos, las olas siempre se mueven en línea recta hacia la playa. Si estamos en el lado occidental de la isla, las olas vienen del oeste; si estamos en el lado oriental, vienen del este. Y esto aunque el viento sople en una dirección constante. Es como si las moviera una mano invisible.

En alta mar, allí donde se originan las olas, es distinto: el viento sopla sobre la superficie del mar y provoca pequeños remolinos que luego se transforman en olas. Si se mira el mar desde una barca, se puede identificar la dirección del viento por el movimiento de las olas. Solo cuando estas se aproximan a la orilla y la profundidad del agua disminuye poco a poco se añade un nuevo efecto: cuando una ola rueda en diagonal hacia la playa, la parte del frente de la ola que se encuentra más cerca de la orilla, es decir, en aguas menos profundas, es frenada con mayor fuerza por el fondo del mar, y al poco tiempo la ola corre en línea recta hacia la playa.

Para comprender mejor este efecto podemos imaginar que la ola es un ala delta que tiene que posarse en la ladera de una montaña. Cuando el ala delta se acerca en ángulo a la ladera, en un momento u otro la punta choca con la montaña. Entonces, el impulso que lleva la hace girar hacia la montaña hasta que vuela en línea recta en dirección a ella. De forma similar, la ola gira hacia la playa, cada vez menos profunda, cuando entra en contacto con el fondo del mar. Este efecto es perfectamente comparable a la refracción de la luz en el cristal; los físicos lo denominan «refracción» de una ola.

Para que tenga lugar este fenómeno es decisivo que la profundidad del agua en la orilla vaya disminuyendo lentamente. Si no es así, se asemeja a una escarpada costa rocosa. En ese caso el fondo estará demasiado profundo como para influir en el movimiento de las olas. Por tanto, en una costa de rocas la mayoría de las olas vienen de la dirección de la que sopla el viento.

Una playa con escasa profundidad y en pendiente es requisito indispensable para que la ola rompa. El fondo del mar frena las partículas de agua de la parte delantera de la ola cuando ruedan hacia la playa. La parte de atrás de la ola se sigue acercando, de modo que unas olas que en mar abierto aún son bajas y largas se elevan en un frente vertical, hasta que la ola rompe. Tampoco este fenómeno es visible en los acantilados. En ellos, las olas azotan las rocas sin que nada las frene. Por el contrario, en las playas del mar del Norte, poco profundas, se puede observar por doquier cómo rompen las olas y cómo se produce el «fenómeno isla». Y si no se puede, lo más seguro es que haya marea baja.