¿Por qué son tan altos hoy los niños?
En una clase completamente normal con escolares de 11 años completamente normales, hacemos una pequeña encuesta entre algunos niños: ¿Cuánto mides? Lea: 1,60 metros. Nina: 1,48. Luisa: 1,55. Y Jan: 1,61. Los niños parecen crecer cada vez más, no hay duda. De hecho lo demuestra también la estadística: las chicas de trece años tienen hoy una estatura media de 158,2 centímetros, como resulta de las mediciones de la Universidad de Jena. En cambio, hace ciento veinte años las chicas solo llegaban a 142,5 centímetros a esa edad.
Los adultos han crecido también. Los varones alemanes en torno a los 25 años alcanzan 181 centímetros como media; las mujeres, 168 centímetros. Para ambos sexos, esto significa un aumento de estatura de unos 10 centímetros en los últimos cien años. Sin embargo, en la bibliografía especializada las cifras exactas varían mucho. Unos investigadores calculan un aumento de 15 centímetros y otros de solo 9 centímetros. El motivo: los datos de épocas pasadas son muchas veces escasos, sobre todo en lo referente a las mujeres. Y solo desde mediados del siglo XIX hay series de mediciones más o menos fiables con respecto a los hombres, principalmente reclutas.
El estirón que ha dado la población tiene ante todo, en opinión de los antropólogos, dos causas: una alimentación más sana y una mejor asistencia médica. «Los niños padecen enfermedades graves con mucha menos frecuencia que antes. Por tanto pueden emplear en crecer la energía que de otro modo tendrían que dedicar a curarse», dice la antropóloga Christiane Scheffler, de la Universidad de Potsdam. Hay indicios que apoyan la opinión de que las condiciones del entorno son decisivas. Así, se ha observado repetidamente la tendencia opuesta en el pasado: los niños volvieron a crecer menos cuando las condiciones de vida empeoraron. La última vez que esto sucedió fue después de 1945. Los niños de la posguerra medían unos 2 centímetros menos que la generación que creció antes de la guerra.
Pero el aumento de estatura también acarrea problemas, por ejemplo para la industria del vestido. A muchas personas ya no les sirven las tallas clásicas de la ropa confeccionada. Por eso se están realizando actualmente proyectos de medición con miles de ciudadanos. Primer resultado: las piernas han aumentado desproporcionadamente en longitud. Y segundo: el final del crecimiento está cerca. En muchos países ya se ha hecho más lento, en Estados Unidos se ha detenido.
Los científicos piensan que los responsables de ello son los genes. Según su teoría, los genes fijan a cada persona un límite máximo de aumento de estatura. En condiciones de vida óptimas, este margen genético se puede utilizar entero, pero no superar. Los genes son, además, los que hacen que determinados grupos de población muestren un crecimiento diferente aunque vivan en unas condiciones más o menos iguales. Por ejemplo, los varones alemanes son más bajos que los holandeses, pero más altos que los franceses. Por otra parte, los suecos sobrepasan a los italianos. En conjunto se puede establecer una tendencia a la baja de oeste a este y de norte a sur.
Pero sea cual sea el verdadero motivo por el que en muchos países los niños crecen cada vez más, lo cierto es que ser alto se considera atractivo, al menos en los hombres. Los tipos altos gustan más a las mujeres e incluso tienen mejores oportunidades profesionales.
¿Con qué sueñan los ciegos?
Una cosa antes de nada: en lo esencial, los ciegos sueñan exactamente igual que los videntes. En sus sueños ven escenas, unas veces más realistas y otras menos, y asimilan las experiencias del día, como todos los demás. Solo el modo en que perciben esas escenas y las narran diferencia las descripciones de sus sueños de las que hacen los videntes. Cómo experimentan los ciegos sus sueños es algo que varía en cada individuo y depende, entre otras cosas, de a qué edad se ha quedado ciego.
A menudo, las personas que perdieron la vista siendo adolescentes o adultos dicen que en sueños todavía pueden ver. Sin embargo, explican que con el paso del tiempo estas impresiones ópticas se van haciendo más infrecuentes. En cambio, aumenta la importancia de las percepciones de los otros sentidos. Al despertar recuerdan con mucha más claridad lo que han oído y tocado en sus sueños que las imágenes. La causa se halla en su cerebro. Cuando el centro de la visión ya no es utilizado, el cerebro «olvida» poco a poco las impresiones que ha almacenado. Pasan a primer plano otras percepciones sensoriales. El oído, el olfato y el tacto se vuelven más importantes a la hora de captar el entorno, y lo mismo sucede en el sueño. Quienes se quedaron ciegos en época más tardía aseguran que con el tiempo olvidan los colores o las formas de diversos objetos.
En cuanto a las personas ciegas de nacimiento, la situación es un poco más complicada. Hasta hace unos años, la ciencia estaba firmemente convencida de que en sus sueños no veían nada: al fin y al cabo, su cerebro no había aprendido a elaborar imágenes. El argumento es que sin estímulo óptico el cerebro no puede formar un centro de visión operativo, y por eso en el cerebro de estos ciegos no pueden surgir imágenes. Concuerda con esta teoría lo que cuentan sobre sus sueños la mayoría de los ciegos de nacimiento. Aunque por la noche experimentan escenas totalmente normales en las que se produce alguna «acción», afirman también que en ellas no ven nada. En sueños perciben el calor del sol en la cara, el olor de un prado, la voz de una persona, pero no colores ni formas.
En el año 2000, un estudio de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lisboa suscitó algunas dudas acerca de si esto es realmente cierto en todos los casos. Se investigó a diez ciegos de nacimiento mientras dormían y luego se les preguntó qué habían soñado. Lo sorprendente fue que algunos de los sujetos fueron capaces no solo de describir sus sueños, sino también de dibujar, a la mañana siguiente, las imágenes con las que habían soñado. Además, las corrientes cerebrales medidas durante la noche mostraron asimismo que en los ciegos se activa la zona de la corteza cerebral que normalmente tiene a su cargo la elaboración de impresiones sensoriales ópticas.
En su estudio, los científicos llegaron a la conclusión de que los ciegos de nacimiento son perfectamente capaces de representarse imágenes. Suponen que el cerebro —que a través del oído, el olfato y el tacto puede reunir mucha información sobre el tamaño, la forma y la naturaleza de un objeto— construye una especie de apariencia de estos datos. Así pues, es posible que algunas personas que nunca han visto sueñen con imágenes creadas por ellas mismas.
¿Por qué a veces
se nos pega una canción?
Esa canción que se nos pega al oído —eso que en alemán se llama «gusano en el oído»— es un ser misterioso: suele presentarse inesperadamente, sabe disimular de dónde viene y tiene gran habilidad para sustraerse a los intentos por parte de los productores musicales de criarlo a propósito. Sin embargo, los científicos musicales han trazado por lo menos un retrato robot de dichas canciones: según este modelo, se caracterizan por tener una melodía sencilla y pegadiza, un texto fácil de recordar y una duración breve, por lo general no más de quince segundos. Además, la mayoría de las veces se puede oír constantemente, en la radio o en cualquier parte.
Cuanto más ponen una canción, más familiar se hace su melodía para nuestro cerebro y mayores probabilidades tiene de perseguirnos. Aunque se trate de una melodía agradable, lo más habitual es que nadie repare en ella. Muchas personas solo le prestan atención cuando llega a sacarlas de quicio, por ejemplo cuando un éxito del pop atormenta a un aficionado al jazz.
Normalmente, el intruso se cuela en el oído cuando estamos relajados y quizá también un poco cansados. Por ejemplo, cuando uno está en la terraza, dormitando en una tumbona, y en ese mismísimo momento pasa un coche a toda velocidad con la ventanilla abierta atronando con música a todo trapo. El cerebro almacena el fragmento de melodía y desarrolla a partir de él un sonsonete machacón del que no hay manera de escapar durante horas y en ocasiones incluso días.
Los expertos en neurociencia que investigan la elaboración de la música en el cerebro suponen que una melodía candidata a dar lugar a este fenómeno se refuerza ella sola: cuando se oye música, normalmente hay otras zonas del cerebro activas, como cuando uno mismo canta. Según parece, en el momento en que la canción se pega al oído se produce un «cortocircuito» entre estos centros. Las zonas asignadas a la audición activan de forma inconsciente las responsables de cantar una melodía, y al revés. En consecuencia, la canción que nos persigue es una canción misteriosamente cantada por el cerebro. Y a veces, en efecto, uno empieza a tararearla sin darse cuenta…
La investigación de este fenómeno es desde luego difícil, ya que esos extraños seres no se dejan criar en cautividad; pero los investigadores norteamericanos del cerebro pudieron comprobar que este sigue cantando automáticamente las melodías conocidas cuando se interrumpe la música de repente. Los científicos hicieron experimentos con personas mediante resonancias magnéticas, en las que se registra con exactitud la actividad de diferentes zonas del cerebro, y les hicieron escuchar distintas canciones. De vez en cuando bajaban del todo el volumen durante unos segundos. Si los sujetos conocían la canción, la zona del cerebro que está activa en la audición continuaba trabajando en las pausas, como si la canción siguiera sonando. Si se trataba de una pieza desconocida, por el contrario, esa zona quedaba inactiva. Así pues, el cerebro intenta completar una melodía que le resulta conocida en el caso de que esta se interrumpa. Cuando este proceso se independiza, el resultado es que se pega al oído una canción.
Por eso es tan frecuente que esas canciones nos acometan desde la mañana: apagamos la radio en medio de la canción porque tenemos que tomar el autobús. O en el coche, cuando llegamos a nuestro destino y apagamos la música. El cerebro intenta entonces desesperadamente continuarla él mismo. Un posible antídoto: oír de nuevo la pieza hasta el final con tranquilidad. O tapar la impresión con otra canción que sea igual de pegadiza pero que suene de una manera completamente distinta.
¿Cenar engorda?
Es posible que a muchos de los que, por estar gordos, se sienten un poco desdichados cuando se miran en el espejo por delante y por detrás, aún les resuene en los oídos el consejo de la abuela: desayuna como un rey, almuerza como un príncipe y cena como un mendigo. ¿Es realmente una sencilla fórmula para reducir las calorías y por fin poder volver a abrocharse el botón de los vaqueros sin problemas? Al fin y al cabo, tal o cual preparador físico asegura también, asintiendo alentadoramente con la cabeza, que uno consigue enseguida las medidas de ensueño que anhela solo con evitar las cenas tardías, y todas las top models del mundo juran que deben su delgada figura a haber renunciado a las calorías vespertinas. Así que ¿cómo no va a ser verdad, si lo afirman tres instancias tan importantes, que cenar engorda o —lo que es más decisivo aún— dejar de cenar adelgaza?
Pero por desgracia la abuela, el entrenador y la modelo están equivocados. Lograr la figura soñada sólo privándose de tomar alimentos después de las ocho de la tarde es una ilusión. Diversos estudios han demostrado claramente que las calorías que se ingieren por la noche no se depositan más ni menos que las que se consumen durante el día. De noche, nuestro aparato digestivo trabaja más lentamente pero no de una manera esencialmente distinta, y nuestro cuerpo puede utilizar también al día siguiente las calorías que le suministramos a última hora de la tarde. El secreto para adelgazar, pues, no está en cuándo comemos sino exclusivamente en qué y, sobre todo, cuánto comemos. Lo decisivo es la cantidad total de calorías ingeridas cada día, no la hora. Si fuera de otro modo, los europeos del sur, que tradicionalmente cenan muy tarde, padecerían todos de sobrepeso, y no es así.
A pesar de todo, y para quienes estén dispuestos a seguir una dieta, en el consejo de la abuela hay una pizca de verdad. En Alemania, la cena es más copiosa que el desayuno o la comida del mediodía, pues a la hora de cenar tenemos más tiempo. A menudo se trata de una ocasión relajada y divertida, y sin darnos cuenta comemos más de lo realmente necesario y puede que además bebamos cerveza o vino. Y después de cenar la gente se sienta a ver la televisión con sus patatas fritas y su chocolate, cosas que a la hora de picar se sitúan muy por delante de las hortalizas y las tostaditas. En resumen, por la noche no mostramos precisamente una actitud propicia a reducir calorías. Por eso, en la cena más que en otras comidas, y especialmente después, debemos prestar atención a lo que comemos y sobre todo a la cantidad.
Pero no hace falta pasar hambre. ¡Al contrario! Muchos nutricionistas desaconsejan hacer solamente dos comidas copiosas al día y propugnan que se hagan cuatro o cinco pequeñas. Aunque esto no tiene un efecto directo en el éxito o fracaso de las dietas, pues lo único que cuenta, como hemos dicho, son las calorías totales ingeridas en el día con independencia del número de comidas, sí ayuda a evitar los ataques de hambre.
Quien por la noche quiera hacer por su peso anhelado algo más que suprimir las patatas fritas, mejor que someterse a una dieta cero debe ponerse a hacer deporte. El ejercicio regular hace desaparecer los kilos más deprisa y, sobre todo, más eficazmente que pasando hambre cada noche, pues con el deporte aumentan los requerimientos de energía del organismo. Las calorías se gastan rápidamente y ya no pueden acumularse en forma de grasa en la cintura.
¿Por qué se conoce en la
voz
la edad de una persona?
Al teléfono o en la radio, la voz es la primera impresión que recibimos de una persona. Al oírla nos hacemos inmediatamente una imagen de ella: si es alta o baja, gorda o delgada, o qué edad puede tener. Pero ¿es cierto que de la voz se puede deducir la edad? No necesariamente, opinan los expertos.
La voz es producida por las cuerdas vocales en la laringe. Al respirar, la presión del aire hace vibrar las cuerdas vocales y se emiten sonidos. En los niños son tonos muy altos, pues la laringe y el diámetro de la tráquea son todavía pequeños. A medida que pasan los años, las cuerdas vocales aumentan en longitud y de este modo ofrecen más posibilidades de tensar las cuerdas vocales. Con diferente tensión podemos producir —lo mismo que con las cuerdas de una guitarra— tonos de diferente altura. A los varones jóvenes que están cambiando la voz, las hormonas masculinas les hacen crecer la laringe, y entonces el tono desciende una octava. En la chicas, por el contrario, la voz solo baja, aproximadamente, una tercera, es decir, dos tonos.
Pero el registro depende no solo de la anatomía sino también de cómo nos encontremos física y mentalmente. En estados de extrema tristeza o de furia, fatiga o miedo nos podemos quedar totalmente sin voz. Respirar incorrectamente, adoptar malas posturas y cuchichear con demasiada frecuencia son veneno para la voz, así como el tabaco y el exceso de alcohol. Además, las cavidades del interior de la cabeza, tan importantes para la resonancia, no siempre están en las mismas condiciones. Esto se nota perfectamente cuando uno está resfriado y tiene las fosas nasales llenas de mucosidad.
Parece evidente, pues, que la edad no es lo único que determina nuestra voz. Naturalmente, también la voz está sometida a un proceso de envejecimiento que limita su capacidad. Desde el punto de vista fisiológico hay dos fenómenos relevantes: la estructura cartilaginosa de la laringe, que sostiene la musculatura laríngea, se osifica y pierde elasticidad, lo que significa que la laringe se va cayendo. La mucosa que recubre las cuerdas vocales también es importante para un buen funcionamiento de la voz. Debe estar bien humedecida y ser móvil y robusta. Esta mucosa está dispuesta de tal manera que, por así decirlo, amortigua el frecuente choque de las cuerdas vocales una contra otra; al hablar, este choque se produce, dependiendo del tono, entre 60 y 300 veces por segundo. Además, cuida de que las cuerdas vocales se cierren hermética y rápidamente. De este modo el sonido es claro e inteligible. Pero en edad avanzada disminuyen la resistencia y flexibilidad de dicha mucosa. Se vuelve más seca, la voz se torna ronca. A partir de los cincuenta años pueden aparecer perceptibles limitaciones en la capacidad vocal. Ya no es posible hablar durante horas o muy alto sin problemas. Los políticos, que pronuncian inflamados discursos durante años, con frecuencia solo pueden hacerse oír finalmente con una voz ronca, estridente y forzada; en los cantantes se presenta, sobre todo en notas más altas, una vibración incontrolada.
A quien se haya quedado ahora sin voz del susto debemos decirle que, a pesar de todo, una voz sana satisface plenamente hasta la vejez las exigencias de una comunicación normal. Durante las siete primeras décadas de la vida, el potencial de desarrollo de una voz poco ejercitada es tan grande que es posible compensar las deficiencias causadas por el envejecimiento natural y, además, mejorarla en resistencia, claridad, sonido y expresión. Por otra parte, las voces de hombres y mujeres cambian de manera diferente en la edad avanzada: mientras que en los hombres se vuelve más queda y débil y su tono se eleva, en las mujeres es frecuente que baje una octava. Todo esto puede suceder, pero no necesariamente. La telefonista de voz melodiosa y juvenil y el simpático moderador radiofónico pueden ser mucho mayores de lo que parecen al oírles hablar. Por eso, solo quienes estén dispuestos a arriesgarse deberían deducir la edad de una persona solo por su voz.
¿Por qué nos castañetean
los dientes
cuando tenemos frío?
Cuando en otoño bajan las temperaturas y el viento se vuelve más frío y sopla con más fuerza, empezamos a sentirnos helados: las manos, los pies, la cara. Entonces ya podemos envolvernos en todas las capas de ropa que queramos —jersey, chaleco, chaqueta— que nos va a dar igual: ¡tenemos frío!
Nuestro cuerpo da la alarma, pues el frío pone en peligro la temperatura constante de unos 37 grados centígrados, necesaria para los procesos metabólicos y para el óptimo funcionamiento de los órganos. Pero la temperatura corporal solo puede permanecer invariable si la producción de calor y la cesión de calor se mantienen en equilibrio. Y el cuerpo está cediendo calor constantemente al entorno, sobre todo por encima de la cabeza. Esta requiere un buen riego sanguíneo, pues el cerebro, los ojos, los oídos y los órganos vocales acaparan mucha energía. Por eso quienes practican jogging deben llevar gorra en invierno, para evitar la pérdida de calor.
Si la temperatura es demasiado baja, unos receptores del frío apretadamente distribuidos por la piel mandan impulsos al hipotálamo, que se encuentra en el cerebro. Este miniórgano, del tamaño de una moneda de 5 céntimos, es una importante conexión entre el sistema nervioso y el hormonal. Tiene relevancia en la dirección de muchos procesos físicos y psíquicos; entre otros, controla la temperatura corporal. A unos 8 grados de temperatura exterior, nuestra capa protectora, la piel, tiene que «actuar» para evitar una mayor pérdida de temperatura. Lo intenta, por ejemplo, erizando el vello corporal. Antiguamente, cuando la piel de las personas aún era peluda, se formaba entre los numerosos pelos una cámara de aire que funcionaba como un colchón térmico. Esto ya no sirve de gran cosa hoy en día, pues apenas tenemos pelos; un resto de ese ahuecamiento del pelo es la famosa «carne de gallina». Además, los vasos sanguíneos de la superficie de la piel se contraen. De esa manera fluye menos sangre caliente por las capas externas de la piel, especialmente en manos y pies. Así, el cuerpo ahorra calor. La sangre es conducida desde los brazos y las piernas a los órganos internos, la médula espinal y el cerebro para mantener las funciones vitales. Y las glándulas sudoríparas, cuya misión es conservar fresca la piel, reducen su funcionamiento casi a cero. Instintivamente apretamos los brazos contra el tronco para disminuir la superficie corporal; al hacerlo perdemos menos energía. Como si dijéramos, nos ponemos en modo de ahorro de energía.
Por otra parte, el cuerpo puede producir más calor de forma activa. Se eleva la frecuencia cardíaca y los músculos aumentan su participación en la producción de calor desde el 20% escaso en estado de reposo hasta el 90%. Primero se ponen en tensión para generar calor. Si esto no es suficiente, empezamos a tiritar con todo el cuerpo; los músculos se contraen involuntariamente. Y cuanto más tiritamos, más calor vuelve a producirse en el organismo. Un ejemplo extremo de esto son los escalofríos que aparecen cuando hay fiebre o enfermedades inflamatorias. Pero normalmente solo sentimos estremecimientos por la espalda, tiritamos y nos empiezan a castañetear los dientes: los músculos de la zona de las mejillas se mueven rápida y rítmicamente y las mandíbulas chocan la una con la otra; no podemos evitarlo, es una función refleja, un mecanismo de autodefensa del cuerpo que se pone en marcha de manera automática.
Algo análogo sucede en caso de gran tensión emocional. En situación de estrés es importante que nuestro organismo reciba un buen riego sanguíneo a fin de estar siempre preparado para reaccionar con celeridad. Los músculos se ponen en movimiento y en ocasiones la mandíbula superior y la inferior entrechocan: lo que se llama «el llanto y el crujir de dientes».
¿Existen las «aves nocturnas»?
Nos parece muy bien que haya personas que necesiten dormir poco y se levanten temprano. Pero nos preguntamos por qué tantos célebres gallos madrugadores —Napoleón, Churchill, Rockefeller— criticaban a todos aquellos que se entregaban a su necesidad de sueño y solo se sentían bien despejados avanzada ya la mañana, como Goethe y Einstein. Hay también muchos refranes que apelan a la conciencia de todos los dormilones empedernidos, por ejemplo: «A quien madruga, Dios le ayuda». Podría parecer que el requerimiento de dejar reposar un poco más la cabeza en la almohada por la mañana tuviera algo que ver con la pereza.
Por el contrario, nadie acusaría de indisciplinado a un búho por cazar ratones de noche y no hacer otra cosa de día que levantar amodorrado un párpado de vez en cuando, ni le pondría como modelo el modo de vida del gallo. Entre los seres humanos existe también esa diferencia: unos se levantan a las seis sin despertador y otros permanecen despiertos hasta altas horas y nada les gusta más que quedarse acurrucados hasta las diez de la mañana entre las sábanas. Y digámoslo de antemano: los madrugadores están numéricamente en minoría. Las encuestas muestran que la mayoría de las personas son «aves nocturnas», es decir, por propia elección se meterían en la cama hacia las doce o la una para dormir hasta las nueve o las nueve y media de la mañana… si pudieran hacerlo.
Este ritmo está genéticamente predeterminado. En el cerebro de cada persona hay lo que se denomina un reloj interno, que establece un ritmo sueño-vigilia de 25 horas aproximadamente. Lo que determina su marcha no es el péndulo, la rueda dentada ni el cuarzo del cronómetro, sino unas hormonas del propio organismo.
Pero como el día terrestre solo dura 24 horas, el ritmo del reloj interno está corrigiéndose constantemente. Sirve de sincronizador sobre todo el sol, pero también el despertador, el horario laboral y todas las restantes influencias de nuestra vida social. Solo la interacción del reloj interno y los sincronizadores posibilita una adaptación flexible a las circunstancias externas. Si el reloj interno no se pudiera regular, los europeos nunca podrían desayunar en California o ir al cine en Tokio a las horas normales.
Sin embargo, la relación de fuerzas entre el reloj interno y los sincronizadores externos no es igual en todas las personas. En unas es más poderoso el reloj interno y no se deja poner en hora tan fácilmente. Además, las innumerables fuentes luminosas de la rutina moderna hacen competencia al sol como sincronizador. Por otro lado, en los trasnochadores el ritmo es todavía más largo y en los madrugadores más corto que las 25 horas, lo cual significa que, de acuerdo con su reloj interno, el día siguiente empieza más tarde para los primeros y antes para los segundos. Especialmente los adolescentes son auténticos «mochuelos». Los cambios hormonales de la pubertad influyen en el reloj interno y trasladan la necesidad de dormir a una hora más tardía. Por eso los jóvenes no pueden evitar estarse bailando hasta las tantas. Hay investigadores del sueño que reclaman por tanto, desde hace tiempo, que las clases empiecen más tarde, ya que levantarse demasiado temprano es perjudicial para la concentración y para la salud en general.
Y tenemos que establecer una diferencia más: no podemos decir que alguien es un dormilón solo porque no se despierta antes de las diez de la mañana; tal vez no se ha ido a la cama hasta las cuatro de la madrugada. Y puede ser que un madrugador que se despierta a las cinco y media necesite sus nueve o diez horas de sueño. El tiempo que se duerme y el ritmo del sueño son dos cosas completamente distintas.
¿Podría una persona caminar
sobre
las aguas como Jesucristo?
El Hijo de Dios nos enseñó cómo se hace: mientras sus discípulos velaban en la barca, en el lago Tiberíades, Jesús se dirigió hacia ellos… andando sobre las aguas. Cuando los discípulos se recuperaron del susto, Pedro quiso desafiar las leyes de la física y descendió de la barca para ir hacia Jesús. Pero poco después Pedro se hundió, por falta de fe, como dice el Nuevo Testamento.
Los naturalistas mencionan otros motivos por los que una persona no puede pasearse por la superficie del agua: el peso de una persona es mucho mayor que la denominada «tensión superficial» del agua. La tensión superficial actúa a modo de una piel elástica, porque en la superficie de contacto entre el agua y el aire la cohesión entre las moléculas de agua es especialmente intensa. Entre las partículas de agua existen fuerzas de atracción y repulsión. Se forman enlaces entre partículas vecinas que, sin embargo, pueden también volver a separarse porque las partículas de agua están en movimiento. Dentro del agua esas fuerzas están equilibradas, pero en la superficie no, pues el aire no atrae a las partículas de agua. Por tanto, las partículas de agua de la superficie son atraídas por una fuerza hacia el interior del líquido y forman una especie de piel.
Así pues, quien quiera caminar sobre las aguas tendrá que conseguir que no se rompa esa unión de las moléculas del agua. Y de hecho existen seres vivos que imitan a Jesucristo: por ejemplo, las hidrómetras. Estos insectos, de la familia de las chinches, corren como balas por encima de estanques y lagos, distribuyendo su peso, ya de por sí ligero, sobre unas patas muy largas y aprovechando así la tensión superficial para andar (a menos que se les haga la perrería de echar detergente, lo que reduciría tanto la tensión superficial que ni siquiera estos bichitos se podrían mantener sobre el agua).
Las patas de la hidrómetra apoyan en la superficie del agua una longitud de hasta 4 centímetros de largo. Si no contamos las dos delanteras de las seis —que se sumergen en el agua cuando cazan presas—, una hidrómetra adulta tiene un total de 16 centímetros de patas sobre la superficie del estanque. Además, la superficie de la pata se incrementa con los numerosos pelillos que hay en ella. En este apoyo, una hidrómetra podría cargar un peso corporal de hasta 1 gramo sin hundirse. Evidentemente, una hidrómetra pesa menos y está muy lejos de romper la tensión superficial del agua.
Si ahora tomamos la hidrómetra como modelo veremos que la persona tendría que modificar considerablemente su silueta para repetir el milagro. Se trata al fin y al cabo de repartir la masa del cuerpo, y de hacerlo de tal modo que el peso de este, en proporción a la superficie, sea menor que la tensión superficial. Para un peso de 50 kilos harían falta unas piernas de una longitud total de 4.000 metros apoyadas en el agua. Esto equivaldría a dos pies de una longitud de 2.000 metros cada uno, o bien a innumerables piececillos.
El lago o mar de Tiberíades, donde Jesucristo hizo su milagro, mide como máximo 21 kilómetros. Para cruzarlo serían muy útiles los pies de 2 kilómetros, pues en diez ligeros pasos estaríamos en la otra orilla.
¿Por qué ciertos ruidos
hacen
que se nos ponga la carne de gallina?
Solo con imaginar una tiza rechinando al deslizarse por la pizarra, a muchas personas ya se les ponen de punta los pelos de la nuca. Casi mejor aún: grandes trozos lisos de porexpán frotándose uno contra otro.
Sin embargo, se trata de cosas completamente inocuas. El hecho de que estos ruidos produzcan un efecto tan poderoso tiene que ver con la necesidad humana de sonidos armónicos. Una propiedad peculiar del oído consiste en que todas las personas perciben como agradable o bella una mezcla de sonidos solo si las frecuencias de estos guardan una determinada relación armónica entre sí. No influye en nada el tener o no especial afición a la música. A todo el mundo sin excepción le resulta desagradable que le hiera el tímpano una mezcla de sonidos completamente inarmónica.
Arañar una pizarra es un excelente ejemplo de caos sonoro altamente disonante, y es muy notable la sensibilidad con que reacciona a ello el oído humano. En comparación con la vista, su capacidad diferenciadora es mucho mayor. El oído percibe desviaciones mínimas en la frecuencia de las ondas sonoras, mientras que el ojo solo puede distinguir frecuencias luminosas a rasgos relativamente grandes, y por tanto colores diferenciados.
En cualquier caso, esto no es más que un intento de explicación de las sensaciones desagradables que producen los ruidos estridentes. Quien observe la reacción del organismo tendrá la pista de otra explicación: el pelo se eriza y se nos pone carne de gallina. Se trata de un reflejo que en tiempos inmemoriales, cuando el cuerpo humano aún estaba cubierto de espeso pelo, cumplía una importante función. Con los pelos de punta uno parecía más grande, lo que seguramente impresionaba al enemigo.
Pero ¿por qué surge un gesto de amenaza tan arcaico precisamente al oír ruidos desagradables? Evidentemente, nuestro oído los relaciona de uno u otro modo con el peligro. Y, a juicio de los investigadores, por una razón especial: el oído los considera gritos de alarma. Hay dos rasgos característicos tanto de los gritos de alarma como de todos los ruidos especialmente desagradables: son disonantes y se emiten en una frecuencia alta. Si ambas propiedades aparecen combinadas, casi nunca nos dejan indiferentes. Aunque estemos leyendo, trabajando muy concentrados o incluso durmiendo, si llega a nuestros oídos un ruido estridente y muy agudo, nos sobresaltamos; ya sea el penetrante grito de un niño, el aullido de alarma de un animal o un ruido de cristales rotos. Por su papel esencial como órgano de alarma, el oído nos informa constantemente sobre el entorno, nunca se desconecta, al contrario que la vista. Ya no nos acechan tantos peligros en la vida cotidiana, pero los antiguos reflejos que antaño, en la sabana, eran vitales para la supervivencia siguen funcionando todavía.
¿Por qué crecen la
nariz
y las orejas en la vejez?
Caperucita Roja era muy desconfiada. Allí estaba su abuela tan formalita, metida en la cama, ¡pero de su gorro de dormir sobresalían unas orejas sospechosamente grandes! Por lo menos la supuesta abuelita tenía preparada la explicación de que aquellos enormes pabellones auditivos eran para oírla mejor. Lo cierto es que Caperucita Roja se dejó engañar y, como agradecimiento por su credulidad, el lobo se la zampó.
Pero ¿son las orejas grandes un claro indicio de que en vez de la abuela es un lobo el que está en la cama? Si nos fijamos bien en las personas de edad avanzada, muchas veces las orejas y la nariz son muy conspicuas: cuantos más años tiene uno encima, más grandes son los órganos sensoriales cartilaginosos. Se puede corroborar que esta observación no tiene su origen en el reino de los cuentos. Aunque los datos no son tan abundantes como la merienda que lleva Caperucita Roja en su cesta, hay algunos estudios en los cuales los investigadores se han esforzado en medir la proporción entre el tamaño de la cara y la longitud de la nariz o el tamaño de la oreja en personas de distintas edades. Unos científicos daneses publicaron en el año 2000 uno de estos estudios, en el que demostraron que la proporción entre el tamaño de la oreja y la cara aumenta con la edad, de manera que las orejas se hacen en efecto más grandes. Estos resultados coinciden con las cifras de un estudio británico anterior para el cual se hicieron mediciones en 200 sujetos. En él, los investigadores pudieron incluso cuantificar de forma concreta este aumento de tamaño: las orejas de un adulto crecen aproximadamente un quinto de milímetro al año, lo que en el plazo de cincuenta años equivale a 1 centímetro.
Hasta ahora, la ciencia ha mostrado poco interés por los motivos de este fenómeno. Sin embargo, ya en 1897 Ernst Schwalbe, un patólogo de Heidelberg, estudió con el microscopio los cartílagos nasales en algunos cadáveres. Le llamó la atención el hecho de que la sustancia cartilaginosa, con la edad, sufriera una pérdida de elasticidad y se expandiera en cierta medida. Así pues, el cartílago no crece, sino que pierde su flexibilidad, con la consecuencia de que la oreja parece más grande. Podemos imaginarlo como algo similar al cartón corrugado, que ocupa una superficie menor que un cartón liso. Sesenta y pico años después de Ernst Schwalbe, el otorrinolaringólogo Dietrich Pellnitz puso también cartílagos bajo el microscopio y comprobó que la sustancia fundamental del cartílago que hay entre las células cartilaginosas se incrementa con la edad. Por ello, las orejas pueden «crecer» realmente, ya que se deposita más material de relleno entre esas células. Este efecto podría explicar también el aumento del tamaño de la nariz en la gente mayor.
Pero las narices y orejas que «crecen» no tienen un sentido biológico, aun cuando mucha gente supone que unos pabellones auditivos agrandados podrían por ejemplo compensar las dificultades para oír. Para ello las orejas tendrían que estar orientadas hacia delante, como una trompetilla, y adoptar una forma de embudo.
Por lo tanto, Caperucita Roja no tenía ninguna razón para sorprenderse al ver las grandes orejas de su anciana abuela. Antes bien, se plantea otra cuestión: ¿por qué nadie hasta ahora se ha dado cuenta de que Caperucita Roja necesitaba gafas urgentemente?
¿Por qué nos hacen
chiribitas los ojos
cuando nos ponemos de pie de repente?
En primera fila en un concierto de rock, después de cortarse por descuido en la cocina o haciendo una cola interminable en un sitio con calefacción: la sangre desciende a las piernas, se siente un desfallecimiento en el estómago y de pronto todo empieza a dar vueltas. Una de cada cinco personas padece a lo largo de su vida algún problema circulatorio agudo, hasta un desmayo. Pero también muchas que nunca han sufrido nada tan aparatoso saben en qué momento les va a dar un bajón de tensión y es preferible sentarse de inmediato. Quien, por la mañana, se levanta de la cama con demasiada brusquedad no lo ve todo negro, al contrario. Es frecuente incluso ver algo que no existe en realidad: durante una fracción de segundo cruzan el campo de visión unos pequeños destellos. ¿Por qué nos hacen chiribitas los ojos cuando se produce una súbita bajada de la presión sanguínea?
Encontramos un indicio de las causas de este fenómeno en la mayoría de los álbumes de fotos. En muchas fotografías hechas con flash, las caras muestran, junto con una radiante sonrisa, unos ojos rojos también radiantes. El deslumbrante flash es reflejado por el fondo del ojo, que tiene un profuso riego sanguíneo, de modo que lo que sale en la foto es un punto rojo. La retina necesita un buen suministro de oxígeno; por eso los ojos están entre los órganos del cuerpo que reciben mayor riego sanguíneo. Igualmente sensible es la reacción de la vista cuando llega poco oxígeno a los ojos, porque la sangre se baja al estómago o a las piernas. Se podría suponer que dejamos de ver cuando los ojos no reciben el suficiente suministro. Sin embargo, ver estrellas guarda relación con el mecanismo de procesamiento de los estímulos luminosos entre los ojos y el cerebro.
Imaginemos que estamos a oscuras y con los ojos cerrados. No vemos absolutamente nada. Pero detrás de las células de la visión del ojo hay células nerviosas conectadas con ellas que, aunque no se vea nada, envían continuas señales al centro de visión del cerebro. Por fortuna, estos incesantes fuegos artificiales son normalmente eliminados; con este fin, las células de la visión del ojo segregan ciertas sustancias mensajeras que avisan a las células nerviosas: «¡Tranquilas! No se ve nada». Si los ojos no reciben suficiente oxígeno, las células de la visión ya no pueden realizar adecuadamente su tarea de despachar estas sustancias mensajeras. Consecuencia: aunque la retina no manda imágenes al cerebro, las células nerviosas conectadas con las de la visión inician sus caprichosos fuegos artificiales. Y estas señales las percibimos como estrellas.
Por romántico que sea contemplar las estrellas en el cielo por la noche, la verdad es que nos gustaría ver lo menos posible esas estrellas que aparecen ante los ojos a causa de algún problema circulatorio. Quienes tengan la presión sanguínea baja deberán tomarse un poco más de tiempo al levantarse por la mañana y no saltar de la cama bruscamente. Y un consejo más para los momentos en que, durante el día, nos amenaza un bajón de tensión: cruzar las piernas y tensarlas, así como los glúteos; encajar los dedos de una mano en los de la otra y tirar con energía como si quisiéramos ver cuál de las dos manos tiene más fuerza. Estos pequeños ejercicios circulatorios pueden ayudar a superar el momento de desfallecimiento. Y si a pesar de todo uno ve estrellas, puede consolarse: según las estadísticas, si se tiene la tensión baja se vive más tiempo que si se tiene alta. De manera que ver estrellas de vez en cuando tiene su lado bueno después de todo.
¿Se puede sudar dentro del agua?
Qué gusto da en los calurosos días de verano: nos vamos a la piscina y nos quedamos tan fresquitos. Pero el que no se limita a chapotear, sino que se mueve en el agua como es debido, comprueba que nadar largos trechos sin parar o hacer aqua-jogging pueden hacer sudar. Se nota al sacar la cabeza fuera del agua; al cabo de poco rato tenemos la cara caliente y es probable que nos pongamos colorados —claro está que no de vergüenza, sino por el esfuerzo—. Además, nos corren por la frente unas gotas que no son de agua de la piscina sino las características gotitas de sudor.
Pero en realidad también el resto del cuerpo suda, lo que pasa es que debajo del agua no nos damos cuenta porque, naturalmente, el agua arrastra el sudor enseguida. Por eso durante mucho tiempo fue un axioma para la ciencia que dentro del agua no se sudaba. Sin embargo, según algunas investigaciones con nadadores de competición, todo parece indicar que en la natación el organismo pierde agua en forma de sudor. Para averiguarlo se pesó a los nadadores antes y después del entrenamiento. Luego se restaron todos los factores que en cualquier caso contribuyen a reducir el peso, y quedó una diferencia de peso que los investigadores explicaron como la consecuencia de la pérdida de agua a través del sudor.
Por supuesto, dentro del agua el sudor no puede en modo alguno realizar su función más importante, justamente la de refrescar el cuerpo. Los seres humanos son organismos de temperatura constante y tienen que mantenerla dentro de unos límites. Si aumenta, como cuando corremos, montamos en bicicleta o nadamos, se pone en marcha el aparato de aire acondicionado que tiene nuestro cuerpo: las diminutas glándulas sudoríparas de la piel segregan un humor acuoso que se evapora. De este modo se produce el llamado «enfriamiento por evaporación». Significa que, cuando el agua se evapora, algunas moléculas de agua se liberan de la fuerte cohesión del líquido y escapan al aire. Para hacerlo necesitan mucha energía; toman esta energía de su entorno inmediato, precisamente en forma de calor. Por tanto, cada molécula de sudor que se evapora absorbe un poco de calor de la piel sudada, refrescando el cuerpo. La velocidad a la que se evaporan las partículas de agua depende de la humedad del aire circundante: si ya hay muchas moléculas de agua flotando en el aire, a las de sudor les cuesta más liberarse de la cohesión. Y si todo el medio circundante es agua, las gotitas de sudor no tienen posibilidad alguna de evaporarse: en vez de pasar a estado gaseoso, son arrastradas por aquel.
En cualquier caso, el hecho de que sudar dentro del agua no ayude a refrescarse no es preocupante, ya que el peligro de calentamiento excesivo dentro del agua es en principio muy pequeño: el agua es un conductor del calor mucho mejor que el aire; puede disipar una considerable cantidad de calor del cuerpo y de esta manera bajar la temperatura corporal. Esto lo comprueba muy bien cualquier forofo de la natación, cuando tras una prolongada estancia en el agua llega un momento en que tiene los labios azulados y empieza a helarse.
No solo dentro del agua se produce un desperdicio de sudor; también fuera de ella realizan las glándulas sudoríparas un trabajo inútil, pues el verdadero enfriamiento solo lo lleva a cabo el sudor que permanece invisible, precisamente porque al evaporarse se disipa en el aire. No todas las gotas de sudor que nos corren por la frente pueden evaporarse; en consecuencia, las que no lo hacen contribuyen poco a refrescar el cuerpo. Pero por suerte el exceso de producción de sudor no es un problema ni dentro ni fuera del agua, siempre y cuando se reponga el líquido perdido bebiendo.
¿Se puede pillar un
resfriado
en una corriente de aire?
Varios jóvenes están sentados en un frío pasillo sin ventanas. Hay una corriente de los demonios. Y eso no es todo: los pobrecillos llevan los calcetines mojados. Tienen que aguantar media hora en el pasillo sin una bebida caliente ni ninguna otra cosa que los ayude a entrar en calor. Aunque después les dejan escapar de la corriente, deben seguir con los calcetines mojados puestos durante horas.
No es una escena de tortura de una novela negra, sino un experimento científico. Se realizó hace más de cincuenta años en un departamento especial del Gobierno británico. Los participantes fueron estudiantes de Medicina que, desafiando a la muerte, se prestaron voluntariamente a ello. Mientras tanto, otro grupo de estudiantes estuvo en un entorno a temperatura agradable. Al final llegó el punto culminante del experimento: a los sujetos pasmados de frío la nariz les segregaba un líquido que contenía virus del resfriado. Lo mismo sucedió con los que habían estado bien calentitos. Pasados unos días se obtuvo el sorprendente resultado: el índice de resfriados entre los estudiantes pasmados de frío con calcetines mojados no había aumentado en lo más mínimo.
¿Se han equivocado, pues, generaciones de madres enteras al advertirnos con insistencia que no nos pusiéramos en medio de las corrientes ni saliéramos de casa con el pelo mojado? Evidentemente, puesto que otros experimentos lo dan a entender también. Por ejemplo, unos investigadores estadounidenses han llevado a cabo experimentos similares con presos. A los sujetos la nariz les segregó el virus del resfriado por igual después de haber estado expuestos a diferentes condiciones como calor y frío. Tampoco en este caso mostraron los participantes helados una mayor propensión a resfriarse.
Ninguno de estos experimentos ha podido demostrar una clara relación entre el frío y la frecuencia de los resfriados. Antes bien, para que una persona se resfríe hacen falta dos requisitos indispensables. En primer lugar, tiene que entrar en contacto con el virus del resfriado. Por mucho frío que pase, una persona no se puede resfriar si no tiene cerca a alguien que sea portador de aquel. En segundo lugar, el sistema inmunitario ha de estar tan debilitado que no pueda mantener en jaque al virus. Por lo tanto, en el estado de las defensas inmunitarias no influyen, al menos a corto plazo, factores externos como las corrientes de aire o el frío.
Por el contrario, sí influye en las defensas el estado psíquico de una persona. Así lo han demostrado muchos experimentos científicos posteriores. Y aquí entran nuevamente en juego las madres con sus (falsas) creencias: ni su hijo ni su hija van a pillar un resfriado solo por ir con el pelo mojado. Pero si, tras infinidad de solícitas advertencias, ellos mismos llegan a creerlo a pies juntillas, es posible que en efecto lo pillen. Con el pelo mojado. O en una corriente de aire.
¿Por qué suenan las tripas?
¿Qué oficinista no lo conoce? La reunión tenía que durar solo hasta las once. Pero todo el mundo debate y discute y rechaza esto y lo otro, y nada avanza… excepto el reloj. De repente son las doce y media y, en algún punto de la concurrencia, las tripas de alguien anuncian que a esas horas la gente querría estar ya hace rato en la cafetería. Hacen un ruido sonoro y perceptible. ¿Cómo consiguen las tripas enviar esa señal de hambre tan determinada? ¿Y por qué no hacen ruido también cuando estamos llenos y satisfechos?
Los borborigmos son en lo esencial un número aéreo, pues hay unas menudas burbujitas que se abren paso a través de los líquidos del estómago. Estos gases llegan al estómago en los procesos de la digestión y sobre todo al tragar. Cada día tragamos, junto con los alimentos, entre un litro y litro y medio de aire aproximadamente. La actividad de la musculatura del estómago, que se reanima, pone en movimiento este aire. Cuando no se ha comido nada desde hace tiempo, dicha musculatura empieza a trabajar los jugos del interior del tubo digestivo. Por tanto, esos movimientos de las paredes del estómago se denominan «contracciones de hambre». Pero esta actividad por sí sola no bastaría para producir esos gruñidos.
A ello se añade que lo que hay en el estómago a esa hora no es el viscoso quimo sino un ácido muy fluido. Y cuando los músculos lo trabajan, este ácido, utilizando el aire existente, genera unas burbujitas que hacen un ruido fantástico. Podemos imaginar esta diferencia como la que hay entre soplar con una pajita fina en agua o soplar en la cola para papel pintado. Al soplar en el agua aparece un chorro de menudas burbujitas que estallan gorgoteando en la superficie. Por el contrario, en la cola solo se produce ocasionalmente un «plop» sordo.
En ocasiones también después de comer notamos ruidos como de gárgaras, procedentes de zonas cercanas al estómago. Sin embargo, la mayoría de las veces no se originan en este sino en el intestino, donde prosigue la digestión mientras los alimentos recorren durante horas todas sus vueltas, y se producen burbujas de aire que dan lugar a ruidos muy parecidos a los del estómago.
La ciencia todavía no ha investigado pormenorizadamente los ruidos de las tripas. Como las punzadas en el costado, son un fenómeno físico que casi todo el mundo conoce pero apenas nadie sufre de forma grave. Aquello que no es necesario tratar, solo en muy pocos casos lo investigan los médicos en profundidad.
Pero ¿qué se puede hacer para evitar estos molestos ruidos? Si lo acosan a uno con frecuencia, lo primero que se recomienda es observar si el ruido aumenta después de tomar determinados alimentos. Los motivos pueden ser distintos según las personas, pero un alimento rico en hidratos de carbono o en fibra puede fomentar el ruido, por ejemplo la ensalada, las verduras de hoja, la coliflor o su pariente el brécol.
Antiguamente, los feligreses trataban de acallar sus hambrientos estómagos durante las interminables misas utilizando semillas de hinojo, pues contienen aceites esenciales que pueden mitigar diversas molestias de estómago e intestino. Además se puede relajar la musculatura del estómago, por ejemplo tomando una infusión de menta. Y el último y más natural método preventivo contra estos ruidos sigue siendo tomar un tentempié… y terminar las reuniones a su hora.
¿Cómo se forma un nudo en la garganta?
Puede ser la tan esperada entrevista para el nuevo trabajo, el encuentro con la mujer de tus sueños o un examen importante que va a ser decisivo para tu carrera. En esos momentos, casi todo el mundo traba conocimiento con el nudo en la garganta.
De repente la laringe se queda seca como la lija, se pierde la voz y se tiene la sensación de que hay un cuerpo extraño en la garganta que dificulta increíblemente la respiración. No es posible emitir ni un sonido; por alguna razón las cuerdas vocales no quieren vibrar. Los locutores de radio cuentan para esos casos con el expediente del carraspeo. Recurren a él y los oyentes no se enteran de sus intentos desesperados por recuperar la voz. Sin embargo, muchas veces no sirve de nada tragar, toser ni carraspear para librarse del nudo en la garganta. De pronto se planta ahí, bien agarrado, y se resiste a desaparecer. Es como si se hubieran reunido montones de flemas y se hubiesen solidificado formando un cuerpo extraño. El pánico va en aumento.
No obstante, en la inmensa mayoría de los casos es un problema puramente psicológico. Los médicos conocen muy bien el tristemente célebre nudo en la garganta. También lo denominan «síndrome del globo» o «globo histérico», porque en realidad no hay ningún nudo, solo lo parece. Esta sensación se origina en la parte superior del esófago, justo debajo de la nuez, y hace que la musculatura de la deglución se contraiga.
Con el nudo en la garganta tienen que ver expresiones como «a Fulano no lo trago». Lo que provoca esta sensación es el miedo, la depresión, la excitación o la furia. Nos hallamos en una situación de estrés y el organismo se pone en estado de alerta. Lo que sucede es en detalle lo siguiente: el sistema nervioso, activado por el cerebro, informa a las glándulas suprarrenales —pequeños órganos situados como una capucha sobre los riñones—. Las glándulas suprarrenales liberan la hormona adrenalina. Al mismo tiempo, el sistema nervioso envía a la sangre la sustancia mensajera llamada «noradrenalina». Ambas hormonas se distribuyen instantáneamente por el cuerpo. El corazón late más deprisa, la presión sanguínea sube, los músculos reciben el suministro óptimo de oxígeno y se tensan, hasta temblar literalmente, por ejemplo de miedo. Simultáneamente disminuye la salivación. Asimismo se movilizan las reservas de azúcar y grasa del organismo. El cerebro está alerta: la actividad y la rapidez de decisión se incrementan enormemente. Las pupilas se dilatan para dejar pasar más luz. La sangre se desvía a la musculatura y los órganos internos, las manos y los pies se enfrían, la cara palidece, pero el cuerpo está en su máxima disposición para la lucha o la huida. La respiración se acelera, los bronquios se dilatan. Puede aparecer brevemente una sensación de falta de aliento, opresión en el pecho o incluso el nudo en la garganta. De improviso, este estrangula la garganta. Pero su finalidad es, en última instancia, el suministro óptimo de oxígeno. En cuanto el peligro real o supuesto ha sido conjurado, el organismo toma contramedidas para recobrar la calma. Se reducen las sustancias mensajeras, remite el estrés y las reacciones se van normalizando.
Por otra parte, el estrés es un proceso enteramente natural que experimentamos también en situaciones positivas. Por ejemplo, en momentos de gran alegría. Sucede cuando el novio o la novia, ante el funcionario del registro civil, en el momento decisivo no son capaces de pronunciar el sí, sencillamente porque el nudo en la garganta es demasiado gordo. Sin embargo, nunca existe peligro de muerte y no causa daño alguno al organismo. La mayoría de las veces desaparece por sí solo al cabo de unos minutos. Sirve de alivio beber o mascar chicle; también es útil hacer ejercicios de relajación o dar un corto paseo. Lo mejor es la comprensión y la ayuda de los demás. Solo en casos totalmente excepcionales, el nudo en la garganta tiene alguna causa orgánica, por ejemplo cuando algo no marcha bien en las glándulas suprarrenales.
¿Por qué crujen los nudillos?
Los científicos son una lata: no hay nada, pero lo que se dice nada, que esté a salvo de su espíritu investigador. Todo nos lo pueden explicar, siempre y en todos los terrenos. Analizan la luz de las estrellas distantes como si fuese la de la lámpara de su mesa de trabajo; lanzan los elementos más pequeños de la materia por unos aceleradores de partículas que parecen cosa de locos; leen en el genoma humano y animal como en un libro abierto. ¿Cómo llega a saber todo eso esta gente de laboratorio? ¿Y cómo pueden estar siempre tan seguros? Es frustrante para nosotros, para quienes ya las pequeñas cosas habituales de la vida cotidiana son muchas veces un enigma.
Por ejemplo los crujidos de los nudillos, con los que a algunos tipos les divierte tanto sobresaltar a los demás. Por eso nos anticipamos aquí a dar, con toda franqueza, la que es quizá la respuesta más curiosa de todas las peliagudas preguntas de este libro. La contestación de la ciencia a la pregunta «¿Por qué crujen los nudillos?» es: «¡No lo sabemos!». Casi podríamos decir que a este enigma nadie le ha metido aún el diente. Pero los que se dedican a explicar el mundo desde el laboratorio no se dan por vencidos tan fácilmente. Siempre hay una teoría. Dicho con más exactitud, hay varias teorías, y por desgracia nadie puede decir con seguridad si alguna de ellas es la correcta.
Según la teoría más generalizada, al estirar las articulaciones estallan pequeñas burbujas de gas que salen del líquido sinovial. Cuando se tira de los dedos aumentando el espacio entre los huesos, se forman en ese fluido lubricante diminutas burbujitas que explotan con un ruido seco. Los médicos ya han podido demostrar la existencia de estas burbujitas de gas en otros lugares, por ejemplo en las hernias discales, con ayuda de los rayos X.
Como hemos dicho, esta es una de las diversas teorías. Otra posibilidad sería que los tendones móviles, que pueden moverse no solo hacia delante y hacia atrás sino también de lado, se engancharan, al cruzarse y tensarse, en una pequeña rebaba de la articulación, haciendo ruido. Podría ser también que los tendones resbalaran sobre pequeñas cicatrices produciendo ese fastidioso sonido, como al disparar un arco de juguete.
La tercera respuesta posible es poco verosímil, pues en realidad solo es valedera para las personas de edad avanzada, en cuyas articulaciones se han formado ya pequeños sedimentos óseos. Estos rebordes en el hueso se deslizan uno sobre otro dando así lugar al crujido.
Pero es posible tal vez que los crujidos de los nudillos sean el hermano pequeño de ese famoso chasquido causado al reducir una dislocación, cuando ciertas manos hábiles, mediante un enérgico tirón, encajan una articulación de modo que cartílagos, cápsulas y huesos vuelvan a la posición que les corresponde. Suele ir acompañado de un crujido que da miedo, al oír el cual a uno casi le cuesta imaginar que el procedimiento sirva para curar al paciente. Pero ¿es comparable a esto el crujido de los nudillos?
La verdad es que, en el fondo, no debe sorprendernos ni es una vergüenza para la ciencia el no haber desvelado el enigma del crujido de los nudillos, ya que al fin y al cabo no es una enfermedad y la mayoría de la veces los propios «crujidores» lo provocan deliberadamente.
¿Todos los bebés tienen los ojos azules?
Según un dicho popular, «ojos verdes son traidores, azules son mentirosos». Los ojos azules son apreciados porque en nuestra sociedad el color claro representa a menudo la inocencia y la alegría, el cielo y lo divino. No es de sorprender que muchos jóvenes progenitores se pongan contentísimos cuando su hijo recién nacido los mira con unos ojos zarcos tan radiantes como los de Paul Newman.
El iris que vemos cuando miramos los ojos de un niño tiene dos capas: la superior es incolora, blanda y esponjosa, y está compuesta por delgadas fibras de tejido conjuntivo. Detrás hay una capa coloreada, el denominado «epitelio pigmentario». En los recién nacidos contiene todavía muy poco pigmento. De la luz que llega al iris, en lo esencial son absorbidos solo los componentes de onda larga. Por el contrario, los de onda corta, muy energéticos, son reflejados. El resultado es un color de ojos que hay que clasificar entre el violeta, el azul, el gris y el verde. Pero los típicos ojos azules de los bebés no necesariamente siguen siendo azules, pues en los dos primeros años de vida el color puede cambiar mucho por obra de los pigmentos almacenados. El pigmento más importante es la melanina, una proteína que determina también el color de la piel y del cabello de una persona. Para el azul tiene que haber una cantidad mínima de pigmento. En una concentración un poco mayor, las moléculas de melanina forman un filtro amarillo que, junto con la luz azul, da lugar a un tono verde. Los ojos castaños son consecuencia de que haya una gran cantidad de melanina.
En líneas generales, la evolución ha dado preferencia en los climas fríos a los colores de ojos claros y azulados sobre los oscuros. Se cree que esto depende también de la melanina: en un pequeño número de estos pigmentos se asimila más fácilmente la luz del sol al contacto con la piel y se produce mejor la esencial vitamina D. Por otra parte, la melanina protege a los ojos de ser dañados por el sol. Por eso son más comunes en el sur los ojos de color marrón oscuro o casi negros. Los niños con ojos azules son menos frecuentes. La aparición de diversos matices no se ha explicado del todo aún. Posiblemente tenga un papel en ello la proporción de cobre en la melanina.
Una singularidad es el llamado «albinismo»: en este trastorno del metabolismo no se forma melanina. Los ojos se ven rojizos, porque la luz incidente es reflejada sin obstáculos por la retina, que tiene mucho riego sanguíneo. En la mayoría de los casos, el albinismo se hereda de los padres. Tener cada ojo de un color distinto es otro defecto congénito o un atractivo capricho de la naturaleza, según queramos expresarlo.
En general son varios los genes de los padres responsables del color de ojos de sus vástagos. De las posibilidades de combinación de estos genes surgen matices entre el azul, el marrón y el verde. Si los dos tienen, por ejemplo, los ojos castaños, es poco probable que el niño tenga los ojos azules. En las personas adultas, normalmente el color de los ojos no cambia a lo largo de su vida, a menos que haya una grave inflamación, que suele provocar una coloración verdosa. Algunos medicamentos especiales, utilizados por ejemplo para el tratamiento del glaucoma y para disminuir la tensión ocular, pueden tener como consecuencia modificaciones en el color; dan lugar a una mayor formación de melanina y por tanto los ojos se vuelven más oscuros.
Un método mecánico para cambiar el color de los ojos son las lentes de contacto de color, que existen en el mercado desde hace años. Con ellas, hasta los ojos castaños pueden convertirse en azules, aunque por supuesto no azul celeste. Pero, como continúa el citado dicho popular, los ojos «negros y acastañados, firmes son y verdaderos».
¿Por qué se distingue una
voz conocida
en medio del barullo?
Cuando en una fiesta los invitados están ya como sardinas en lata, el ruido de fondo se convierte en un animado barullo. Todo el mundo habla en todas direcciones, cada cual trata de hacerse oír por encima de los demás y se forma una masa de conversaciones aparentemente impenetrable. A pesar de ello, casi siempre somos capaces, en una concurrida fiesta, de concentrarnos en el interlocutor que tenemos enfrente y distinguir entre el revoltijo lo que dice. Esta capacidad del oído humano se denomina «efecto cóctel». Es uno de los más curiosos enigmas que plantean nuestros sentidos a los científicos. Durante décadas, los investigadores del oído han intentado comprender e imitar esta extraordinaria habilidad del oído con el fin de aplicarla a la fabricación de audífonos.
Por el momento se sabe que somos capaces de suprimir los ruidos secundarios perturbadores de 9 a 15 decibelios. Por eso, la fuente sonora que nos interesa da la impresión de oírse entre 2 y 3 veces mejor que el ruido ambiente. Para esta habilidad es decisiva la cooperación de ambos oídos, lo que se llama la «audición binaural». Esto quiere decir que los ruidos que llegan no son percibidos por cada oído de manera independiente, sino reunidos y comparados. En una fracción de segundo el aparato auditivo es capaz de reconocer las menores divergencias temporales en las impresiones acústicas, pues un ruido perturbador que venga de la izquierda llegará al oído izquierdo un brevísimo instante antes que al derecho. El oído aprovecha esa minúscula diferencia de tiempo para localizar la dirección de la que procede el sonido y así podemos concentrarnos conscientemente en una fuente sonora.
Hasta ahora, los científicos han entendido solo en sus rasgos principales este asombroso aspecto del funcionamiento del aparato auditivo humano; se continúan investigando los detalles. No fue hasta 2008 cuando unos médicos de Heidelberg descubrieron que se transmite al cerebro, a través del nervio auditivo, mucha más información acústica de la que percibimos conscientemente. Según parece, en el sistema nervioso central se filtra una parte de las informaciones sonoras para no sobrecargar la capacidad de asimilación del cerebro. Poco después, unos científicos de Münster explicaron que, conforme a lo esperado, era sobre todo la mitad izquierda del cerebro la responsable del efecto cóctel, es decir, la parte del cerebro en la que tiene lugar el procesamiento del lenguaje.
Los audífonos modernos imitan este efecto con la ayuda de dos diminutos micrófonos direccionales que reciben todos los ruidos en el oído izquierdo y en el derecho. Ambos audífonos comunican por radio cuáles son, por la diferencia de tiempo, los sonidos que vienen de los lados y los que vienen de delante, porque llegan al mismo tiempo a los dos micrófonos. Con un software especial en los audífonos es posible amortiguar las señales de las fuentes perturbadoras, que son laterales, y reforzar la voz del interlocutor, que viene de delante. Por tanto, un audífono moderno también puede ayudar a una persona con dificultades auditivas a filtrar una voz determinada en medio del barullo de una nutrida multitud. Por supuesto, esta imitación técnica de la «audición de cóctel» está lejos de alcanzar la agudeza discriminadora de un oído sano. La capacidad del oído humano sigue sin tener rival en este aspecto.
¿Por qué hay personas
que no engordan nunca?
Por la mañana, dos panecillos bien untados de mantequilla; a mediodía, dos buenos platos de pasta; por la tarde, pan, salchichas y un gran pedazo de queso. Además, una cerveza. Hay quienes piensan que engordarían solo con leer semejante menú. Otros se zampan realmente esas cantidades y sin embargo se mantienen delgados y esbeltos, incluso en edad avanzada. ¿Cómo es posible?
Cuando las personas engordan, el motivo es siempre el mismo: ingieren más energía de la que gastan. Ojo: hemos dicho «energía». El aporte de energía no es necesariamente grande en el caso de los que comen «mucho». Un vistazo a las tablas de calorías lo aclarará: una ración enorme de zanahorias de 750 gramos contiene la misma cantidad de energía que una tableta de chocolate. Una gran ración de pasta, 100 gramos de peso en seco, contiene la misma cantidad de energía que una chocolatina «para matar el gusanillo». Y, dicho sea de paso, la misma que una barrita de muesli, ya que los productos integrales son muy energéticos, aunque esto no se corresponda en absoluto con su imagen.
Pero no siempre las personas que ingieren mucha energía engordan. Una posible explicación es que esas personas se mueven con regularidad o hacen deporte. Sin embargo, solo moviéndose no es fácil volver a perder el peso que se ha aumentado, pues para quemar el contenido energético de una tableta de chocolate hay que correr aproximadamente una hora.
Existen también personas afortunadas que mantienen su peso ideal sin ningún esfuerzo y sin ascetismo. Se cuentan entre los malos «transformadores del alimento». Las personas se diferencian por el índice de conversión de lo que comen. Lo mismo que una máquina, el ser humano tiene un rendimiento, es decir, solo una parte de la energía de los alimentos se transforma en energía del propio cuerpo. Por término medio, este rendimiento se sitúa en el 40%. Lo que no se utiliza, el organismo lo convierte en grasa. El que es muy buen «transformador del alimento» tiene un rendimiento en torno al 50%, esto es, tiene tendencia a almacenar más energía alimentaria en forma de grasa corporal. Por el contrario, el índice de los «transformadores del alimento» muy malos es aproximadamente de un 30%. Por supuesto, su absorción de energía al comer y beber puede ser mayor que el de otros sin ponerse gruesos.
Pero quien crea haber descubierto por fin el verdadero motivo de su permanente problema de peso (precisamente un rendimiento demasiado bueno) es probable que esté simplificando mucho la cuestión, pues los nutricionistas han investigado ya en numerosos estudios cuándo se engorda y cuándo no. Registraron con exactitud lo que cada individuo comía y bebía y cuánto se movía. Casi todos estos estudios llegaron al mismo resultado: las diferencias fisiológicas existentes entre las personas no son responsables, por regla general, de que unas engorden y otras se mantengan delgadas. Casi siempre las diferencias están en lo que uno come y bebe y en cuánto se mueve. Ocupaciones sedentarias, falta de ejercicio, fast food a mediodía y empanadas y bollos por la tarde: con ese panorama, el muesli matinal no puede arreglar gran cosa, ni siquiera en el caso del peor «transformador del alimento». Y es que, ahora y siempre, sigue teniendo validez el principio de que engorda quien ingiere más energía de la que gasta.
¿Comer tierra limpia el estómago?
Los pájaros no tienen dientes. Por eso necesitan una artimaña especial para desmenuzar su alimento. Picotean granitos de arena muy pequeños y se los tragan. Los papagayos, los periquitos y otras aves ingieren esta arenilla cuando se les esparce por la jaula. El estómago del pájaro amasa enérgicamente el alimento y lo tritura con ayuda de los granitos de arena. Así pues, en lo que se refiere a los pájaros sí es verdad aquello que se decía cuando alguien comía algo con tierra: que no importaba porque «comer tierra limpia el estómago». Los murciélagos tropicales conocen asimismo los efectos positivos del consumo de arena: en 2008, unos zoólogos de Berlín averiguaron que estos animales comen barro para protegerse de las sustancias nocivas que contienen las frutas, que constituyen su principal alimento.
Pero también los seres humanos saben desde hace tiempo que un poco de tierra en el estómago puede tener su lado bueno. Esta experiencia se remonta a más de dos mil años atrás, a los griegos de la Antigüedad, quienes comprobaron que en la isla de Lemnos los enfermos del estómago se curaban más deprisa si se les daba a comer el barro de la isla. El fenómeno se investigó posteriormente, y se descubrió que algunas tierras contienen ciertos minerales, compuestos de aluminio o magnesio, capaces de neutralizar los ácidos del estómago y así ejercer un efecto positivo sobre la digestión y las dolencias estomacales.
Las experiencias de los antiguos griegos siguen siendo populares hoy entre mucha gente. En las estanterías de las tiendas de productos dietéticos se apilan paquetes de tierra con propiedades curativas. Los fabricantes prometen remedios contra el ardor de estómago, la diarrea y la hiperacidez estomacal. Pero, al fin y al cabo, es difícil que la «tierra» curativa logre hacer más que una alimentación equilibrada. En el fondo, tiene una función similar a la fibra alimentaria: aunque la tierra pueda absorber sustancias extrañas, por ejemplo ácidos biliares, la fibra de los productos integrales es igualmente útil para esta finalidad.
No todas las promesas de curación que tienen que ver con el barro y la tierra se deben a mitos griegos o a astutos mensajes publicitarios. Los científicos reconocen desde hace mucho tiempo que en el suelo no solo hay tierra, sino también, en ocasiones, un asombroso poder curativo. Por ejemplo, unos investigadores británicos consiguieron, hace unos años, obtener de microbios del suelo muertos una vacuna contra el asma.
En las últimas décadas se ha dado al dicho «comer tierra limpia el estómago» un significado distinto al que tenía en los tiempos de la abuela. Cada vez hay más médicos que parten del supuesto de que muchas de las llamadas enfermedades de la civilización tienen que ver con el hecho de que en la infancia tenemos muy poco contacto con la tierra. Diversos estudios científicos han puesto de manifiesto que los niños que se crían en un medio casi libre de gérmenes son más propensos a las alergias y a las enfermedades infecciosas. Es de todo punto conveniente que el organismo aprenda de algún modo a manejarse con bacterias que le son ajenas. En principio, pues, alguna que otra vez podemos comer con toda tranquilidad, sin lavarla, fruta no fumigada de nuestro propio huerto. Aunque el estómago no se limpia, como afirma el dicho, los diminutos granos de tierra de las fresas tampoco tienen por qué hacernos daño. Por supuesto, esta manera despreocupada de manipular la tierra tiene sus límites. No se debe dejar jugar a los niños en una zona por la que pasean perros o junto al agua estancada de un estanque, pues, aunque haya mucho de verdad en ese dicho, con gran frecuencia tiene lugar lo contrario: la tierra infecta el estómago.
¿Por qué a la gente le
entra
el tembleque cuando tiene
ganas de hacer pis?
Muchos conocen esta situación o al menos una similar: hemos quedado en el bar con unos amigos; el primero de los citados elige la mejor mesa en un rincón. Se van añadiendo más y más amigos al grupo; se apretujan y piden una ronda tras otra. Al cabo de un rato, los primeros en llegar son los que peor lo pasan. Probablemente son los que más han bebido y, cuando la vejiga aprieta, resulta que hay otros diez entre ellos y la puerta del cuarto de baño. Por eso, el que haya tanto meneo de acá para allá en los asientos del rincón no tiene nada que ver con la música que se oye en el bar. Los tertulianos se aguantan las ganas disimuladamente y sin decir ni pío, pasan el peso del cuerpo de un lado a otro y aprietan los muslos. Empieza a entrarles el tembleque porque quieren esperar un poco más para ir al servicio, cosa que está difícil.
Mientras tanto, en el interior de su cuerpo las vías nerviosas se recalientan. En la vejiga hay unos receptores que comprueban cuánto se ha dilatado ya la misma y lo llena que está. Transmiten al cerebro estos «avisos del nivel del agua» —en sentido literal— en forma de impulsos nerviosos. En el cerebro se procesan dichos impulsos y, cuando los nervios advierten que la vejiga se está llenando poco a poco, este envía a su vez al organismo otros estímulos que indican: ¡Por favor, vacía la vejiga! Este proceso termina en el sistema nervioso vegetativo y no se deja influir ni aun recurriendo a una enorme fuerza de voluntad.
De todos modos podemos hacer caso omiso de esta exigencia corporal de ir al baño, pues el músculo que cierra la vejiga está bajo nuestro control consciente, y la propia vejiga es un músculo hueco que puede dilatarse extraordinariamente. En personas sanas puede almacenar entre medio litro y un litro de líquido. Al igual que su dueño, por lo general reacciona al cordial requerimiento «¡venga, la última!».
Pero todo tiene un límite. Cuando se alcanza la máxima dilatación, el organismo reacciona a las continuas negativas con estímulos más poderosos. La presión es cada vez mayor, hasta que acaba doliendo de verdad. El que todavía siga intentando aplazar la visita al cuarto del baño empezará infaliblemente a hacer los típicos movimientos agitados. Constituyen una especie de actividad sustitutoria que se intenta superponer a ese poderoso estímulo —que clama que es preciso ir de una vez al baño— utilizando otro estímulo generado por uno mismo. Ya sea menearse de acá para allá, dar saltitos o apretar las piernas, toda esa gimnasia que revela «tengo que ir urgentemente al baño» no es otra cosa que una maniobra de distracción. Por medio de otros estímulos que podemos gobernar, intentamos relegar a un segundo plano el poderoso estímulo que ordena vaciar la vejiga; por lo menos en los casos en que tenemos bloqueado el camino hasta la puerta salvadora del baño mientras atravesamos un bar que está de bote en bote.
Por otra parte, si alguien quiere seguir sentado un rato más puede aumentar la capacidad de su vejiga. Como sucede con cualquier otro músculo, su capacidad de dilatación se puede ejercitar, precisamente esperando repetidas veces hasta el último momento, incluso hasta que comience el tembleque. A quienes tienen una vejiga que aguanta poco se les aconseja de todas maneras empezar este entrenamiento en casa, pues de lo contrario es fácil acabar mojándose los pantalones.
¿Son convenientes
los tratamientos depurativos?
Si hiciéramos la lista más frecuente de buenos propósitos, figuraría en lugar destacado el dichoso asunto de «adelgazar». Ahora bien, hay dietas y curas de adelgazamiento a montones. Una forma especial son los tratamientos depurativos. Estos procedimientos no sirven solo para perder peso, sino que además limpian el organismo, incluso lo «depuran». Pero ¿funciona realmente eso de depurar el organismo? Y esos tratamientos, ¿son adecuados desde el punto de vista médico?
Casi todas las curas de ayuno o depurativas empiezan por tomar un purgante. Desde luego, agradable no es. Pero sí razonable. En efecto, los estudios médicos han demostrado que los grupos de pacientes que se purgan con los medios acostumbrados, como sulfato de sodio o lavativas, suelen tener menos problemas con los efectos secundarios. Sobre todo se domina la sensación de hambre; también los dolores de cabeza aparecen con menor frecuencia en el curso de un tratamiento depurativo cuando los pacientes se han purgado al principio.
A ello se añade que la mayoría de quienes se someten a estas curas tiene la sensación subjetiva de no estar totalmente «limpios» o «desintoxicados» sin dicha terapia. Lo cierto es que durante largo tiempo dominó la opinión según la cual con una cura de ayuno se expulsaban del estómago y del intestino los restos indigeribles y se eliminaban del metabolismo los productos residuales. Pero ¿existe algo que se pueda llamar «depuración del intestino»? «Cuando se hace una colonoscopia durante el ayuno, se muestra que eso no existe», dice el internista Andreas Michalsen, de la Sociedad Médica de Ayuno Curativo y Nutrición. Y tampoco se deja ver en el metabolismo ningún veneno del que pueda uno librarse con una cura de ayuno. Así pues, ¿es todo una patraña? ¿Sirve para tranquilizar la conciencia pero médicamente es un disparate? No del todo. «Después de abandonar en un principio la depuración, hemos vuelto a entrar por la puerta de atrás. Existe, solo que de una manera distinta de como la habíamos imaginado hasta ahora», explica Michalsen.
Las investigaciones más recientes se centran en determinadas albúminas que se combinan con el azúcar. Estas albúminas «caramelizadas» se encuentran a menudo en la alimentación, por ejemplo en la carne asada churruscada, pero también en las patatas fritas. Un conocido representante de ellas es la acrilamida, considerada incluso cancerígena.
Estas albúminas tienen una cosa en común: son perjudiciales para la salud y al organismo le cuesta mucho eliminarlas a través de los riñones o el hígado. Estudios actuales ponen de manifiesto que, al ayunar, al menos se incrementa el índice de eliminación de esta «depuración», con lo que de hecho se consigue una especie de desintoxicación. Pero de todos modos aún hay que investigar mucho para cuantificar este efecto.
Con independencia de la importancia de la depuración, algunos estudios médicos han probado posteriormente que ayunar tiene en principio una influencia positiva en el organismo. Reduce el sobrepeso y baja el nivel de colesterol, así como la presión sanguínea. Investigadores austriacos han afirmado hace poco que la flora intestinal se regenera. Y un equipo de investigadores estadounidenses averiguó que los mormones son menos proclives a la muerte por fallo cardiaco que el resto de la población norteamericana, quizá porque ayunan con regularidad.
¿Los pedos ajenos
huelen
peor que los de uno?
Cuando una emisora de radio busca canciones para los niños, exige imaginación y sentido del humor. No hay duda de que el cantante Joachim Bettermann, con «El pedete», posee ambas cosas: «Llámese pedete, cuesco o ventosidad, siempre se le nombra con gran brevedad. Sus efectos duran mucho tiempo, y el ruido que hace es también estupendo». Es una cancioncilla tan chusca y tan corta que no puede entrar en un detalle decisivo: la cuestión del olor de las ventosidades propias en comparación con las ajenas.
Se trata, pues, del olfato, que naturalmente también tiene sus lados agradables. En primavera, por ejemplo: el cielo azul, el gorjeo de los pájaros, el perfume de las flores, aunque fuésemos ciegos y sordos nos daríamos cuenta de que es primavera por el perfume. Flores y capullos esparcen sus deliciosos aromas y nuestro olfato es lo bastante fino para olerlo todo. Pero, además, lo que denominamos «gusto» es en realidad olfato. Es decir, mientras que nuestra lengua solo puede distinguir unos pocos tipos de sabor, la nariz abarca varios miles de olores diferentes. Es fácil comprobar lo importante que es la nariz para apreciar de verdad una comida sabrosa: cerramos los ojos, nos tapamos la nariz y tratamos de reconocer por el sabor, por ejemplo, una patata. Resulta que apenas podemos distinguirla de un nabo. Y una manzana sabe casi igual que un pepino. Por tanto, la nariz desempeña un papel decisivo en nuestra vida, aunque en comparación con los monos o los perros tenemos un olfato más bien malo. Es un importante sistema de alerta precoz; nos protege de humos peligrosos, gases venenosos o alimentos en putrefacción.
La percepción de los olores es muy compleja; el propio sentido del olfato plantea todavía muchos enigmas a los mejores investigadores. Al fin y al cabo, el olfato va unido a muchos procesos inconscientes, y por ello es difícil de descifrar. Muchas sensaciones olfativas llegan al cerebro por un camino muy directo e influyen, por ejemplo, en las hormonas que rigen nuestras pautas de conducta sin que nos demos cuenta de ello. Se ha llegado a saber que el olor desempeña un importante papel en la elección de pareja, por ejemplo. Todas las personas exhalan, sin percibirlo conscientemente, un olor que contribuye a determinar quién —en sentido tanto figurado como literal— nos da «buen tufillo». Cuáles sean las sustancias olfativas que despedimos es algo que tiene su fundamento en determinados genes, con independencia de desodorantes, jabones o perfumes. Los buenos sabuesos pueden olfatear este olor individual característico. Solo con los gemelos univitelinos tienen que renunciar: no es posible distinguirlos por el olor.
Nuestra apreciación de los olores no es innata sino producto de la educación. Un niño pequeño no percibe el olor de las heces como especialmente desagradable. Solo por influencia de los padres —«puf, puah, qué asco»— aprende a apreciar positiva o negativamente los olores. El olor personal desempeña además otro papel. Como nos acompaña constantemente, la nariz se acostumbra a él y no lo advertimos en absoluto. Se trata al mismo tiempo de una función protectora, por así decirlo un vestigio de tiempos remotos. El olor propio se extingue en cierto modo para no tapar los demás olores, quizá «peligrosos». Además, el olor personal es por lo general apreciado más positivamente que un olor ajeno. Y esto explica también por qué a cada cual un pedo ajeno le parece más apestoso que uno propio, y es al propio al que uno prefiere llamar sencillamente «pedete».
¿Por qué la orina siempre
es amarilla,
se beba lo que se beba?
Da lo mismo que bebamos licor de menta, rojo zumo de frambuesas o transparente agua mineral: lo que entra por arriba siendo un líquido de tal o cual color vuelve a salir por abajo siendo orina amarilla. Lo que se haya bebido antes no cambia por lo general en nada el color de la orina, aparte de que unas veces sea más clara y otras, más oscura. Lo normal es un amarillo claro; muchos médicos, poéticamente, dicen «ambarino».
La orina es secretada por los riñones, que protegen al organismo de una excesiva acumulación de agua. Pero con la micción el organismo no se libera solamente del líquido sobrante, sino también de productos de desecho que se filtran a los riñones desde la sangre. El más conocido de estos productos residuales es la urea. Sin embargo, no es la urea lo que hace amarilla la orina, sino los llamados «urocromos». Este concepto abarca un grupo de diferentes sustancias que se generan sobre todo en la descomposición de la hemoglobina, el pigmento rojo de la sangre. Estos productos de desecho son amarillos y se expulsan en diminutas cantidades con la orina. Los urocromos son conocidos también en relación con otro asunto: cuando se padece ictericia, se concentran de forma patológica y tiñen de amarillo la piel y los ojos.
Si en una visita al cuarto de baño se descubren otros colores en la orina, puede deberse a distintos motivos: el rojo quizá sea indicio de una hemorragia, pero también puede presentarse cuando se han comido remolachas. Tampoco un tono anaranjado tiene que resultar sospechoso: en algunas personas la orina adopta ese color tras comer pimientos. La orina con tonalidades de verde o negro podría ser indicio de alguna enfermedad del hígado. Quienes toman medicamentos quizá se lleven una sorpresa: algunos antidepresivos prestan un tono azul a la orina.
Pero tampoco la orina normal y sana es siempre igual. Según lo concentrada que esté, la urea presenta tonos amarillos claros u oscuros. Por la mañana o después de hacer deporte, o cuando se ha bebido poco durante el día, tiene un color más fuerte. Si por el contrario se ha bebido mucho líquido, es clara y al final transparente como el agua, aun cuando se haya bebido cerveza.
La orina recién evacuada de una persona sana no huele mal. Y al contrario que el intestino, donde las heces son preparadas por un ejército entero de bacterias, el camino que sigue la orina hasta la salida del tubo urinario está libre de gérmenes. Solo una vez excretada, las bacterias del entorno pueden descomponer la urea de la orina en amoníaco y producir un intenso olor. La época de los espárragos trae consigo una excepción: muchas veces, a quien vaya a orinar tras comer esos tallos blancos le subirá a la nariz un fuerte olor. Lo que huele de esa manera son unas sustancias que se originan en los espárragos a causa de la descomposición de una sustancia aromática sulfurosa. En todo caso, el pis produce esa peste solo en uno de cada dos consumidores de espárragos: la mitad de la población carece probablemente de la enzima que hace que se formen los componentes hediondos.