¿Por qué siguen corriendo los pollos sin cabeza?

Antiguamente era una escena habitual en todas las granjas: un pollo sin cabeza pero batiendo las alas. Cuando un pollo tenía que ir a parar a la cazuela, lo más rápido y eficaz era liquidar la tarea con un hacha. Quien ha sido testigo del proceder del granjero no lo olvida fácilmente. Y, reflexionando sobre el sangriento espectáculo, quizá se pregunte: sin cabeza ni cerebro, falta el centro de control del resto del cuerpo; entonces ¿cómo puede el pollo agitar las alas?

«Aunque se extirpe el cerebro, todavía queda una parte importante del sistema nervioso central: la médula espinal», explica el profesor Rolf Kötter, investigador del cerebro en la Universidad de Düsseldorf. «Precisamente la coordinación de los brazos, las piernas y las alas es una tarea importante de la médula espinal».

Lo que sucede con los animales sin cabeza lo han averiguado los investigadores mediante experimentos que resultan absolutamente macabros. Por ejemplo, seccionaron la médula espinal en las vértebras cervicales de varios gatos. A continuación colocaron a los animales en cintas de correr a diversas velocidades. Resultado: los gatos pueden andar, incluso mantener el equilibrio, sin auxilio alguno del cerebro. Basta con que la médula espinal funcione. Y también el batir de alas de las aves es controlado de forma independiente por la médula.

Pero, además, los pollos sin cabeza aletean de una manera especialmente furiosa por otro motivo. El hachazo lesiona los nervios de la médula espinal, lo cual, a su vez, desencadena señales nerviosas que se extienden por todo el cuerpo de forma descoordinada, y tienen como consecuencia una serie de movimientos musculares. En un animal en principio clínicamente muerto, el proceso continúa hasta que se agotan las reservas de energía del tejido nervioso y muscular, lo cual puede durar varios minutos.

Hasta aquí sobre el tema de los pollos sin cabeza. Pero ¿qué pasa con los seres humanos? Ya conocemos la leyenda del pirata Störtebeker, de quien se cuenta que después de ser decapitado aún corrió unos metros. El investigador Rolf Kötter es escéptico: «Considero inverosímil que una persona sin cabeza pueda recorrer tanto trecho. Caminar es una acción demasiado compleja para eso». Andar sobre dos piernas requiere un consumado control del equilibrio; y la médula espinal por sí sola es incapaz de hacer frente a esta tarea. En un ser humano, igual que en un pollo, el hachazo desencadena una oleada de impulsos nerviosos. En efecto, una persona que se encuentre en la desafortunada situación del mencionado pirata también moverá brazos y piernas durante unos segundos. Pero se trata más bien de un manoteo y un pataleo descoordinados.

No obstante, en la leyenda podría haber un átomo de verdad, eso sí, suponiendo que el pirata hubiese sido decapitado en una posición más o menos erguida. En ese caso sería por lo menos imaginable que diera un postrer paso hacia delante antes de desplomarse definitivamente. Pero lo que es seguro es que Störtebeker no echó una carrera en toda regla, y menos de varios metros.

¿Por qué los escarabajos no se matan
aunque se caigan desde una gran altura?

El otro día en el cenador: un pequeño escarabajo va a parar por casualidad a la mesa al aire libre. Sus seis patitas peludas lo transportan ágilmente por la llana superficie. Pero, de repente, ¡un precipicio! El escarabajo no encuentra dónde agarrarse en el liso borde de la mesa, resbala y cae al abismo…

Pero nada más estrellarse contra el suelo sigue andando, como si nada hubiera pasado, y desaparece en la hierba. Entonces, el sorprendido observador se pone a cavilar y calcula: ¡si un escarabajo que mide 3 milímetros sufre una caída de 1 metro, en proporción es como si una persona que midiese 1,80 metros se cayera desde una altura de 600 metros! Pero puesto que el escarabajo, después de su caída, ha continuado arrastrándose como si tal cosa, no parece haberle resultado demasiado traumático.

Al margen de que tales cálculos nunca se corresponden con las verdaderas fuerzas físicas, la robustez del escarabajo tiene una sencilla explicación.

Y es que el tamaño de un escarabajo, es decir, lo que ocupa en el espacio, es muy grande en comparación con su masa corporal, que lo atrae hacia la tierra. Esto es así aunque el insecto sea diminuto. Su «enorme» volumen provoca que, cuando se cae, la resistencia del aire sea elevada y frene la caída; pensemos en una pluma, que baja flotando en el aire hasta posarse en el suelo. Todos los objetos que caen en cualquier lugar —ya se trate de bolas de hierro, plumas o escarabajos— experimentan la misma aceleración causada por la gravedad, y teóricamente deberían impactar contra el suelo al mismo tiempo, pero la ley de la gravedad se refiere a situaciones en las cuales no hay nada que obstaculice la caída libre, y esto sucede solamente en el vacío.

Además, los escarabajos tienen el cuerpo envuelto en una coraza protectora, un exoesqueleto de quitina, que en estos insectos es más sólido que en otros. Su exoesqueleto no solo es estable sino también elástico, y protege el cuerpo del escarabajo mejor que una armadura.

Gracias a esta protección natural, los escarabajos están bien armados para la lucha por la supervivencia en el campo, el bosque, el agua o el desierto. No en vano se cuentan entre los animales más prósperos de nuestro planeta. Andan, vuelan, nadan, se entierran, mastican madera, estiércol, granos y otros insectos, cultivan hongos, se adornan con cornamentas y cuernos de rinoceronte, brillan con colores metálicos y tienen puntitos en la espalda.

El escarabajo es un coleóptero, el orden zoológico que más especies tiene; se calculan unas 250.000. En la historia de la evolución, los animales que se arrastran son mucho más antiguos que el hombre. Este, en comparación, es un saltador muy joven. Las mesas que de repente se acaban ya hace tiempo que no desempeñan ningún papel en los espacios vitales de los escarabajos. El hecho de que a pesar de todo se tomen esos bordes con tanta impasibilidad es revelador de su tenacidad. Alguien que lleva tanto tiempo trotando por el mundo no se deja impresionar por cualquier invento humano de última moda.

¿Siguen vivas las dos partes
de una lombriz cortada por la mitad?

Anticipándonos a lo más importante de la respuesta: ¡no! ¡Las lombrices no se multiplican porque uno las parta por la mitad con la pala, más o menos intencionadamente, cuando trabaja en el jardín! El rumor según el cual de este rudo trato surgen dos nuevos gusanos capaces de seguir viviendo es lisa y llanamente falso. Por otra parte, semejante desgracia tampoco es necesariamente mortal para una lombriz. Al menos una de las mitades del gusano tiene la oportunidad de sobrevivir, dado que las lombrices poseen una considerable capacidad de regeneración.

Si un jardinero descuidado corta con la pala un trozo del extremo posterior, el gusano puede reemplazar casi íntegramente la parte del cuerpo perdida. ¡Qué práctico! Y, además, con harta frecuencia esta capacidad es decisiva para la supervivencia del gusano. Puede escapar de algunos de sus depredadores y salir relativamente indemne. Por ejemplo, si un tordo hace presa del extremo de la lombriz, esta es capaz de separar ella misma una parte de sus segmentos y liberarse así del pico que la sujeta.

Sin embargo, este truco solo funciona si el pájaro ha agarrado el extremo de la cola y no el tercio anterior del gusano, pues en él se encuentran muchos órganos vitales que la lombriz no puede reemplazar. Si a un gusano le cortan esta zona, las dos partes mueren. La lombriz es muy vulnerable en su extremo delantero, la parte de la cabeza, por decirlo así. Por ello el gusano no siempre puede sobrevivir a una herida en esa zona. Tengan, pues, todos los potenciales experimentadores con animales la total seguridad de que la población de lombrices no aumentaría por que se dividiera en dos a sus componentes. En el mejor de los casos seguiría siendo igual que antes, y la mayoría de las veces disminuiría.

Pero ¿cómo se multiplican en realidad las lombrices? Para contestar esta pregunta echaremos una mirada indiscreta al dormitorio de las lombrices, que está bajo tierra. Allí se reúnen para la reproducción dos lombrices, pero no son macho y hembra, sino ambas cosas las dos. Las lombrices son hermafroditas, es decir, tienen órganos sexuales tanto masculinos como femeninos. A pesar de ello, no pueden reproducirse solas sino que necesitan una pareja.

Cuando la encuentran, los dos gusanos se tumban con las respectivas barrigas una contra otra. Luego se produce la emisión de espermatozoides, que pasan por un diminuto canal a la espermateca del otro gusano y son almacenados allí. Hecho esto, se separan. Cada uno segrega una mucosa que acto seguido resbala por el cuerpo del gusano, primero por los oviductos, que tienen una abertura hacia fuera; la mucosa se lleva los óvulos y sigue en dirección a la zona de la cabeza, pasando por los espermiductos, donde los espermatozoides se agregan a la capa mucosa: tiene lugar la fecundación. Finalmente, la mucosa con los huevos fecundados se desprende y queda en el suelo como una especie de capullo, del cual saldrán los retoños pasadas entre siete y doce semanas. Dicho sea de paso, este método reproductivo es muy eficaz: por lo general, los gusanos que hay en el suelo de una pradera donde pastan vacas suelen pesar, en conjunto, más que todas las vacas que pastan en la pradera.

¿Los animales pueden olfatear
debajo del agua?

Todo el que tiene perro lo sabe: cada vez que lo saca, su Fifí anda con la nariz pegada al suelo. Cada árbol, cada arbusto y cada farola son olisqueados a fondo. Los científicos dicen que, para el perro, olisquear es como leer el periódico. Cada olor contiene una noticia interesante que para nosotros, los humanos, permanece oculta. Y es que la nariz del perro alberga unas veinte veces más células olfativas que la nuestra. En suma, numerosos animales pueden percibir los olores mucho mejor que nosotros. En la mayoría de ellos, esta capacidad es necesaria para la supervivencia. El que no es capaz de oler no encuentra nada que comer, o incluso acaba convirtiéndose en alimento para otros. El olfato hace posible localizar, ya desde lejos, dónde se puede esperar que haya alimento, dónde hay que temer la presencia de un veneno, dónde se esconde un enemigo o dónde espera una pareja sexual. Los seres humanos hemos desarrollado otros modos de «husmear» para procurarnos alimento o encontrar pareja. Sin embargo, nuestro sentido del olfato sigue teniendo gran importancia y a veces es responsable de decisiones inconscientes.

Los científicos diferencian entre macrosmáticos («buenas narices», como muchos peces y mamíferos) y microsmáticos («malas narices», como los primates y los pájaros). El olfato bien adiestrado que poseen muchos animales les permite captar hasta las menores concentraciones de determinadas moléculas que llegan a través del aire o el agua. Esto significa que, al contrario que los seres humanos, muchos animales pueden olfatear debajo del agua. Por supuesto, casi nunca son vertebrados o mamíferos que viven en la tierra. Por ejemplo, al labrador, que es considerado un perro de aguas, le gusta nadar y hasta se sumerge a buscar un juguete. Sin embargo, bajo el agua no lo huele sino que lo ve. Igual que el hombre, debajo del agua el perro tiene que aguantar la respiración, como si dijéramos cerrar la nariz, para que no le entre líquido en los pulmones.

Con los peces es distinto. De acuerdo con su naturaleza, ellos no husmean el aire. Por eso no es posible diferenciar exactamente entre el sentido del olfato y el del gusto. No obstante, si por olfato se entiende la percepción de sustancias desde lejos, se comprueba que algunos animales acuáticos poseen una capacidad olfativa extraordinaria. El principal órgano olfativo de los peces se compone de dos fosas nasales por las que pasa continuamente el agua, pero muchos de ellos presentan también en las escamas y en el cuerpo células sensoriales que reaccionan a las sustancias que tienen sabor. El sentido del olfato está especialmente marcado en los peces que a lo largo de su vida deben emprender largas migraciones, como el salmón y la anguila. Las anguilas son las campeonas mundiales del olfato entre los vertebrados, y superan con mucho a los perros. Nacen en el mar, cerca de las Bermudas, en el océano Atlántico. Desde allí, las jóvenes anguilas migran a aguas dulces, a los ríos y lagos de Europa, donde pasan varios años creciendo. Casi al final de su vida recorren unos 6.000 kilómetros para volver a sus aguas natales, porque solo en ellas pueden traer al mundo a su prole. Su excelente olfato les muestra el camino. Son capaces de percibir sustancias aromáticas presentes en el agua en concentraciones extremadamente pequeñas. Las aberturas nasales de las anguilas son dos tubitos con los que pueden oler e incluso orientarse en el espacio. Lo mismo ocurre con los salmones, solo que estos nacen en los ríos y desde allí nadan hasta el mar. También los tiburones son «supernarices» debajo del agua. En dos fosas situadas junto al extremo de la boca tienen muchísimas células olfativas. Los tiburones pueden oler, por ejemplo, la sangre en una disolución de solo una partícula por un millón de litros. Las investigaciones con tiburones han revelado que su centro olfativo ocupa dos terceras partes de su masa cerebral. Esto muestra la enorme importancia que el olfato tiene para estos animales. Las focas, los delfines y las ballenas apenas captan el olor debajo del agua. Son mamíferos. Al igual que el hipopótamo, han de cerrar las fosas nasales cuando se sumergen. Aves como las gaviotas, los pingüinos, los patos y los gansos, que encuentran en el agua una gran parte de su alimento, no lo reconocen por el olor. Y aun así todos estos animales tienen en tierra mejor olfato que el hombre.

¿Por qué las tortugas llegan
a hacerse viejísimas?

En la maravillosa historia Momo, de Michael Ende, la enigmática tortuga Casiopea se encuentra con la pequeña heroína en su lucha contra los ladrones del tiempo. Las tortugas no saben hablar, y así es también en este cuento. Pero Casiopea puede hacer que aparezcan en su concha mensajes con los que guía a Momo hasta su soberano, el Maestro Hora. Qué útil sería poder preguntar a las tortugas el secreto de su larga vida y luego leer la respuesta en su caparazón, ¿verdad? Pero lo único que pueden hacer los investigadores es intentar descubrir laboriosamente por qué las tortugas llegan a una edad tan avanzada. Hasta ahora no tenemos una respuesta clara y con fundamento científico de por qué estas criaturas se cuentan entre los vertebrados más longevos de nuestro planeta.

Las que más viven son las tortugas terrestres, sobre todo las tortugas gigantes de las islas Galápagos, frente a la costa de Ecuador. El récord lo tiene un ejemplar, llamado Adwaita, del zoo de Kolkata, en la India: llegó a la increíble edad de doscientos cincuenta y cinco años. La vida de Harriet, especialmente trágica y que duró ciento setenta y seis años, está documentada. Hasta hace poco fue considerada objeto de investigación del propio Charles Darwin, lo que le confirió cierta celebridad, pero no es cierto. Más peso tuvo otro error: durante ciento treinta años se creyó que era un macho, de modo que nunca pudo gozar de las delicias del amor. Pero la renuncia al sexo no fue desde luego la razón de vivir tanto tiempo.

Los zoólogos ven más plausibles otros motivos. Por una parte, las tortugas terrestres adultas se hallan en una situación muy cómoda: no tienen en la naturaleza ningún genuino enemigo que pueda llegar a ser peligroso para ellas. Además, son estrictamente vegetarianas y por tanto no necesitan salir de caza, sino solamente caminar con toda su pachorra hasta la golosina más cercana. A ello hay que añadir que los reptiles no tienen que producir calor corporal, por lo que su metabolismo es con toda evidencia más lento que el de muchos animales y que el del hombre. Y es bien sabido que un organismo vive más cuando puede reducir su metabolismo.

En años más recientes se ha indagado con mayor intensidad en las razones genéticas de este fenómeno, a fin de revelar el misterio de la longevidad. En 2007, unos bioquímicos de la Universidad de Mainz identificaron trece genes que guardan relación con la esperanza de vida. Estos genes dan lugar a determinadas proteínas, que son las responsables de la producción de energía en el organismo. Como las tortugas gigantes muestran una síntesis química singularmente estable de dichas proteínas, esta circunstancia podría explicar su larga vida. Los investigadores deducen de sus resultados que los mecanismos básicos del envejecimiento funcionan de manera similar en todos los seres vivos. Así pues, para la ciencia, detrás de la indagación de la edad de las tortugas se halla siempre la búsqueda de la fuente de la eterna juventud para los seres humanos.

A propósito, las tortugas no pueden reclamar el récord de vejez de todos los seres vivos de la Tierra. En 2002, unos investigadores del Instituto Alfred Wegener de Bremerhaven descubrieron en la Antártida, en el fondo del mar, una viejísima esponja gigante. Calcularon que esta esponja, de unos 2 metros de alto y en forma de jarrón, podía tener más de diez mil años. En comparación con ella, hasta el Matusalén que se esconde bajo la concha de la tortuga terrestre parece un jovenzuelo.

¿Los peces beben agua?

Todo aquel que se haya fijado alguna vez en la boca de los peces habrá podido suponer que se trata de animales mamíferos. En el acuario es posible observarlos bien: los peces se deslizan apaciblemente por el agua abriendo y cerrando la boca todo el rato, como si estuvieran bebiendo. Pero es una impresión engañosa. A los peces, abrir y cerrar la boca les sirve para respirar, pues tienen que hacer pasar agua continuamente por las agallas para obtener oxígeno. Aunque todos los peces (con excepción de las pocas especies de «peces pulmonados») realizan la respiración branquial, solo los peces marinos se hinchan a beber el agua en la que están sumergidos.

Los peces marinos beben del agua en la que nadan: no tienen otra cosa a su disposición. Un claro caso de aberración del gusto, se podría pensar, pues al fin y al cabo el agua salada es bastante repugnante al paladar humano. Pero los peces de agua salada tienen que tomar gran cantidad de agua, ya que de lo contrario se quedarían secos en medio del mar.

El agua del mar es mucho más salada que el fluido orgánico de los peces. Las células de estos contienen solo una pequeña cantidad de sal. Estas células están envueltas en una membrana que no deja pasar la sal pero sí el agua. Como las moléculas de agua atraviesan la membrana siempre hacia donde hay mayor concentración de sal, los peces marinos pierden agua constantemente a través de las agallas y las mucosas, corriendo el peligro de secarse. Para compensar la pérdida de agua tienen que beber mucho.

Pero al tomar mucha agua de mar les entra gran cantidad de sal en el cuerpo y la sangre. En los peces óseos, el exceso de sal es eliminado por las branquias. En las branquias hay unos canales que transportan activamente la sangre al exterior a través de la mucosa de las propias agallas. Los peces cartilaginosos como el tiburón tienen glándulas rectales especiales por las cuales se libran de la sal sobrante. Los peces de agua salada segregan orina solo en cantidades muy pequeñas, a fin de limitar la pérdida de agua.

A los peces de agua dulce les sucede justo lo contrario. No beben, pero eliminan mucha agua. El agua circundante entra por sí sola en su organismo a través de las mucosas de la boca y las agallas porque contiene menos sal que el cuerpo del pez. Para no reventar, los peces de agua dulce han de expulsar agua sin parar. Por esta razón, muchos zoólogos, de un modo un tanto grosero, los llaman «meones» en contraste con los «bebedores» de agua salada.

La cantidad que orinan los peces de agua dulce es efectivamente enorme: por término medio 300 mililitros diarios por kilo de peso. Esto equivale a 3 litros de orina diarios para una carpa de 10 kilos. En la naturaleza esto no es un problema, pues la orina de pez es muy acuosa y, con tanta agua alrededor, se diluye y es arrastrada. Sin embargo, como con la orina siempre se pierde sal del cuerpo, los peces de agua dulce absorben abundantes sales del entorno por las agallas.

De los peces se puede decir, pues, que o beben o mean. Algunas especies alternan entre la fracción de los bebedores y la de los meones. Por ejemplo, los salmones nadan desde el mar hasta aguas dulces para desovar. En el lugar donde el río desemboca en el mar, pasan por aguas salobres, mezcla de agua dulce y salada. Allí, los peces pueden habituarse poco a poco a una concentración de sal que va cambiando, así como invertir su regulación de la sal y el agua mediante la influencia de determinadas hormonas.

¿Qué árboles producen más oxígeno,
los de hoja ancha o los de hojas
en forma de aguja?

Tanto los árboles de hoja ancha como las coníferas producen oxígeno, exactamente igual que todas las demás plantas verdes. Este fenómeno tiene lugar gracias al pigmento de la clorofila, tanto en las hojas anchas como en las agujas. De todos modos, la pregunta «¿cuáles producen más oxígeno?» no es tan fácil de contestar. En primer lugar, depende de qué región se tome en consideración. Si nos referimos al mundo entero está claro cuál es el vencedor. Aproximadamente el 70% de las zonas de bosque de la Tierra se componen de árboles de hoja ancha, sobre todo en los países tropicales y subtropicales, y solo el 30% son bosques de coníferas. A nivel mundial y en términos absolutos, los árboles de hoja ancha producen más oxígeno. Por una parte, hay más árboles; por otra, están en zonas climáticamente favorables, y las plantas crecen más deprisa cuanto mejores son las condiciones de temperatura y el suministro de agua y nutrientes. Pero si nos fijamos en un área en la que las condiciones climáticas para unos y otros no estén tan desigualmente distribuidas, la situación parece distinta.

Por ejemplo, en Renania del Norte-Westfalia, en Alemania, la proporción entre bosques de hoja ancha y de coníferas es casi equilibrada. Sin embargo, esto no quiere decir que ambas variedades de árbol participen por igual en la producción de oxígeno. Aquí entra en juego un nuevo factor: el tiempo. Las coníferas crecen más deprisa que los árboles de hoja ancha, y por tanto alcanzan antes su máxima producción de oxígeno. Además, en invierno pueden —ya lo dice el villancico: «Oh, abeto»— conservar sus hojas y seguir produciendo oxígeno en la época del frío, aunque hay que admitir que menos que en verano.

Pero la mayor ventaja de las coníferas en el balance del oxígeno es la superficie de sus hojas, es decir, de las agujas. Por ejemplo, un pino tiene una superficie de hojas bastante mayor que un haya. Si tomamos en su conjunto la superficie de todas las agujas de un pino viejo, equivale aproximadamente a la de 20 o 25 campos de fútbol. Un haya adulta tiene solo la mitad. Por supuesto, esto tampoco está mal, pues incluso con esa superficie menor produce entre 1 y 2 kilos de oxígeno por hora, cubriendo cada día las necesidades de unas 60 personas, claro está que solo en verano.

Y aún hay otro motivo para que en la competición entre los dos árboles salga vencedor el de hojas en forma de aguja: una conífera desarrolla en total más biomasa y, unido a esto, un mayor rendimiento fotosintético. Con todo, de esta comparación no se puede deducir la hipótesis de que más coníferas en el mundo proporcionarían más oxígeno, ya que buena parte de este gas es generado por otras plantas terrestres como las hierbas de pastos y prados, y sobre todo por el plancton marino. Así pues, podemos seguir organizando nuestro jardín de acuerdo con criterios puramente visuales.

¿En qué se diferencian
la fruta y la verdura?

Una comida buena de verdad se compone de un primer plato, a menudo sopa o ensalada, y después el segundo plato, una carne de primera con abundante salsa, patatas, pasta o arroz y —por la salud— verdura. Este menú tan rico se completa con un postre: pudín, helado o —para conservar la línea— fruta. Todo en un orden establecido: primero lo sustancioso y luego lo dulce, con verdura o fruta como complemento. La mayoría de las veces creemos poder decir de inmediato si algo es una verdura o una fruta. Sin embargo, los ecoantropólogos, nutricionistas, biólogos y botánicos se topan con bastantes dificultades para formular una definición exacta.

La palabra alemana que significa verdura, Gemüse, se deriva de Mus, que significa «puré o papilla». Según los diccionarios de alimentos, las verduras y hortalizas son plantas o partes de plantas que se consumen cocinadas. Son partes de plantas, por ejemplo, las inflorescencias de la coliflor o del brécol, los bulbos del colinabo o las hojas de la lombarda. Suele tratarse de plantas que contienen mucha agua, herbáceas, no leñosas y anuales. La mayoría de las clases de verdura las comemos preparadas, es decir, hervidas, al vapor o asadas. Por su gran contenido en fibra, la verdura cumple una importante función en la digestión. Además, contiene muchas sales minerales y extractos como aceites esenciales, y por añadidura educa el sentido del gusto y abre el apetito.

También la palabra alemana que designa la fruta, Obst, procede del alto alemán antiguo, y significaba originariamente «guarnición», es decir, todo lo que se comía aparte del pan y la carne: frutas y semillas, legumbres y verduras. La fruta suele crecer en plantas leñosas plurianuales y se desarrolla a partir de las flores fecundadas. Generalmente la comemos cruda. Contiene mucha agua y azúcares, por lo que a menudo tiene más calorías que la verdura. Por su alto contenido en vitaminas, oligoelementos y ácidos, se cuenta entre los alimentos de mayor valor nutritivo.

Entonces, ¿es todo así de sencillo? ¿Las frutas son los frutos de los árboles y arbustos y tienen un sabor dulce, y las verduras y hortalizas, por el contrario, son partes de plantas anuales y tienen un sabor más consistente? Pero ¿qué pasa con los tomates, los pimientos, los calabacines, las calabazas y los pepinos? ¿No serían frutas según esta definición por su sabor intenso? Sin embargo, como proceden de plantas anuales y no presentan un sabor dulce, los tomates y otros se clasifican como hortalizas y se utilizan como tales. Las fresas y los plátanos crecen en arbustos, no en plantas leñosas, al igual que las verduras, pero para nosotros son frutas. El ruibarbo presenta un gran problema: crece en una planta plurianual y por lo general se utiliza, bien azucarado, en pastelería o como compota, es decir, como fruta. Pero como no se obtiene de las flores sino de los peciolos y no se consume crudo sino cocinado, entra en la definición de verdura. Al final será el consumidor el que decida si quiere comer el tomate escarchado a modo de fruta o los albaricoques en vinagre a modo de verdura. Todo lo que agrade está permitido, o mejor aún: ¡sobre gustos no hay nada escrito!

¿Por qué las gallinas
ponen un huevo cada día?

¿Qué sería un desayuno sin huevos? Pasados por agua, duros, fritos o revueltos, nos encantan los huevos: los de gallina. Por ejemplo, en Alemania cada persona consume 225 al año de media. Por fortuna, las gallinas ponen suficientes para satisfacer nuestro apetito. Sin embargo, no es un modo natural de proceder sino que interfiere el «ladrón de huevos», el hombre.

Las aves silvestres, como los tordos, los herrerillos o los gansos salvajes, ponen siempre un solo huevo, y eso si disponen del alimento óptimo, es decir, si existen las condiciones adecuadas para criar a la prole. En nuestras latitudes, las estaciones con más luz son la primavera y el principio del verano. Unas hormonas que se producen al cambiar la luz inducen a las aves a realizar la incubación.

La alimentación también influye en la frecuencia con que un ave pone huevos. Las currucas o mosquiteros, por ejemplo, incuban una única vez; después alimentan a sus polluelos con variedades especiales de orugas que solo hay una vez al año. Los tordos, por el contrario, alimentan a sus crías con lombrices, que se pueden encontrar todo el año. Por eso pueden poner huevos hasta tres veces al año. Pero no más, pues la producción de un huevo es para el pájaro un proceso que consume mucha energía.

Un ejemplo: un herrerillo adulto pesa unos 17 gramos. Uno de sus huevos pesa 1,2 gramos. Una puesta media de siete huevos equivale a casi la mitad de su peso, una pesada carga. El cambio de plumaje —la denominada «muda»—, que tiene lugar cada año, cuesta asimismo al pájaro mucha energía, de modo que durante esa época no pone huevos.

Las gallinas no son las únicas aves que ponen huevos en cautividad. Los periquitos y los canarios lo hacen también de vez en cuando. El estímulo hormonal que los lleva a hacerlo actúa y los pájaros intentan empollar los huevos. Pero como la puesta no es fecundada en el caso de las hembras que se mantienen aisladas, no salen pollitos. Por lo tanto, pasado un tiempo dejan de incubar, y también de poner huevos.

Con las gallinas las cosas son diferentes: ponen huevos durante todo el año. Esto es consecuencia de la manera de criarlas. Las gallinas «modernas» se caracterizan por un rendimiento muy alto en sus puestas. En cambio, la variedad primitiva de la gallina, la gallina bankiva, del sudeste asiático, solo pone unos veinte huevos al año. Fue domesticada probablemente hace unos seis mil años en China.

En las condiciones actuales en que se realiza la puesta, el hombre se aprovecha de la conducta natural de las gallinas. Normalmente, una gallina pondría huevos hasta que el nido estuviera lleno, unos diez o doce. Como se los quitan constantemente, sigue poniendo más y más. El resultado son unos trescientos huevos anuales por gallina.

Una gallina pone huevos con independencia de que sean fecundados o no. Esto se debe a que realiza una ovulación casi a diario. El óvulo va desde la ovoteca, a través del oviducto, hasta la cloaca, la cavidad destinada a la excreción, abierta al exterior. Por el camino, si ha sido fecundado por un gallo, el óvulo se une a la célula espermática para formar un embrión. Mientras recorre el oviducto, la yema es envuelta en varias capas de clara. Poco antes de salir de la cloaca, una capa calcárea, la cáscara, recubre el huevo. Si se desprenden dos óvulos el mismo día, la gallina no pone dos huevos sino uno con dos yemas.

Ejercen también influencia en el rendimiento de la puesta el suministro periódico de pienso y la luz artificial en los gallineros. La iluminación regular corresponde a la duración del día en verano y hace creer a los animales que es la época propicia para poner huevos. Las gallinas jóvenes empiezan a poner a la edad de cinco meses. Alcanzan la máxima actividad ponedora a los ocho meses aproximadamente. En la actualidad, el período medio de puesta de una gallina es de unos quince meses; no es posible engañar ilimitadamente al sistema biológico que se ocupa de la reproducción. Un reloj interno señala el comienzo de la muda. Las gallinas ponen menos huevos o incluso ninguno. Entonces ya no tienen interés para el hombre como productoras de huevos y con frecuencia acaban convertidas en sopa. No obstante, en medio de la naturaleza las gallinas ponedoras podrían vivir hasta ocho años.

¿Huelen más las rosas
cuando les da el sol?

Johann Wolfgang Goethe se entusiasmaba cada vez que veía una rosa. «Como la más bella de todas eres reconocida; reina de las flores te llaman»: así hacía su panegírico. El derroche de color y el espléndido espectáculo que ofrecen estas flores, y por supuesto su aroma, eran irresistibles para el poeta. También en la novela El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, se rinde homenaje a las rosas: el perfume «denso, casi impúdico» de las flores evoca el recuerdo erótico de una danzarina.

Pero hasta cuando nos aproximamos de una forma menos poética a esta familia vegetal, su intenso y dulce aroma nos resulta fascinante. La razón de que las rosas tengan un olor tan delicioso, al menos la conoce la mayoría de la gente desde la infancia: es la vieja historia de las abejitas y las florecitas. El olor sirve a las rosas para anunciar a los posibles polinizadores que están maduras para la fecundación. El dulce aroma que despiden tiene como objetivo a abejas y abejorros, los encargados de transportar el polen. Otros animales encuentran este aroma menos atrayente. Por ejemplo, todo el mundo sabe que a la moscarda le gustan más las cosas que huelen a podrido.

Todas las flores, pero también casi todas las sustancias que nos rodean, desprenden moléculas aromáticas que nuestra nariz percibe como olores de diferente intensidad. En una rosa, estas moléculas aromáticas están primeramente unidas en estado líquido para después ser irradiadas en estado gaseoso al aire circundante. Pero las rosas no huelen con la misma intensidad a todas las horas del día y haga el tiempo que haga. Cuando hace más calor pasan al aire más moléculas aromáticas en forma de gas. Simultáneamente, si el aire está más caliente puede contener más aromas.

Lo podemos imaginar con un vaso de agua: en una habitación fría, siendo constante la humedad del aire, se evapora menos agua que en una habitación muy caldeada. Aplicando el mismo principio, a una temperatura más elevada el aroma de la rosa se difundirá más. Así pues, sería mejor que los pretendientes eligieran días así para sorprender a sus amadas con un ramo de rosas rojas iluminadas por el sol.

Por el contrario, en un día fresco y lluvioso son más aconsejables otras flores que exhalan su perfume por la noche, obedeciendo a otro principio. Estas plantas no desprenden más moléculas aromáticas con temperaturas más altas sino con un índice más elevado de humedad en el aire. Entre ellas figuran en nuestras latitudes, por ejemplo, la correhuela o la madreselva. Sus flores son polinizadas por animales de actividad nocturna como las polillas, las mariposas nocturnas e incluso los murciélagos. Emanar su valioso aroma durante el día, cuando estos polinizadores no están preparados, significaría para estas plantas «trabajos de amor perdidos».

A ojos de Johann Wolfgang Goethe, es inútil e incluso dañino acercarse a las maravillas de la naturaleza con excesivo afán investigador. Aunque el propio Goethe se dedicó a estudios de botánica, química y óptica, no quería que el rigor científico arrebatara a la «reina de las flores» su dulce y perfumado secreto. Así, su poema sobre la rosa, «la más bella de todas», concluye en un tono reprobatorio: «Mas la indagación se esfuerza y porfía, sin cansarse jamás, por conocer la ley y el motivo, el cómo y el por qué».

¿Por qué no hay moscas en invierno?

Una cuadra es un paraíso para las moscas. Tanto en verano como en invierno, allí se está la mar de calentito y está todo bien cochino. En esas condiciones, las moscas pueden multiplicarse durante todo el año, y por ese motivo en las cuadras hay moscas en las cuatro estaciones.

En nuestras casas es distinto, pues el zumbido de las moscas en los cristales de las ventanas es un ruido típico del verano. Solo cuando hace calor vuelan las moscas en zigzag alrededor de la lámpara del salón o se lanzan sobre las migas del desayuno olvidadas en la cocina. Duran todo el verano y desaparecen en otoño. Hasta en las casas que tienen la calefacción a más de 20 grados enmudece el zumbido en invierno. Esto se debe a que —en contra de lo que opinan, siempre regañando, madres, padres y gente que ayuda en la casa— la verdad es que por lo general no parecen pocilgas.

Gracias a los productos de limpieza multiuso y a la recogida de basuras, las moscas no encuentran en nuestras casas la base de su alimentación. En las cocinas y salones no pueden sobrevivir, pues hay muy poca comida echada a perder. El hecho de que, a pesar de todo, en verano estemos hartos de espantárnoslas una y otra vez o tengamos que cazarlas con la pala matamoscas se debe a que entran por las ventanas y por las puertas. En verano pueden reproducirse muy deprisa. En esa época crecen enseguida varias generaciones de moscas; cada hembra puede poner centenares de huevos en el transcurso de su vida. Cuantas más moscas haya fuera dando vueltas, más serán las que se despisten y se nos cuelen en casa.

Pero cuando refresca, la supervivencia resulta a menudo doblemente difícil para las moscas. Por una parte les complica la vida el hongo Entomophthora muscae. Este hongo aparece sobre todo en otoño y es capaz de aniquilar grandes cantidades de moscas en poco tiempo. Por otra, las moscas no están hechas para el frío. Cuando la temperatura es baja, estos insectos están demasiado adormilados para entrar en las casas. En ese tiempo buscan, por ejemplo, cuadras, bodegas o desvanes para invernar en ellos.

Con temperaturas que rondan los 0 grados, las moscas ya no pueden ni moverse. Se aletargan, reducen su metabolismo al mínimo y son incapaces de volar. Pero de esta manera es posible que sobrevivan al invierno.

Para conseguirlo, las moscas tienen que reducir el contenido en agua de su cuerpo, pues si el agua se congela se forman agudos cristales que podrían traspasar las paredes de sus células. Por eso, al final del otoño las moscas suspenden la ingesta de alimento y así disminuyen la parte acuosa de su organismo al mínimo. Además, producen abundantes compuestos alcohólicos que hacen bajar el punto de congelación de su líquido corporal. De este modo una mosca, que normalmente vive tres meses como máximo, puede resistir el invierno.

Cuando, en primavera, el tiempo vuelve a ser más cálido y el sol a lucir, las moscas se despiertan de su letargo. Son las últimas del año anterior, que ponen los huevos de los que saldrá la primera generación de moscas del nuevo año. Al mismo tiempo salen nuevos insectos que han soportado el invierno por ahí en estado de larva. Cuanto más calor hace, más moscas hay, y con ello aumentan las probabilidades de que acierten a colársenos en casa y tengamos que ponernos a cazarlas otra vez.

¿Por qué las vacas, cuando están pastando,
miran todas en la misma dirección?

Al ser rumiantes, las vacas se pasan todo el santo día en el prado ocupadas principalmente en una sola cosa: comer. Arrancan la hierba del suelo, mascan, tragan, regurgitan y vuelven a mascar. Naturalmente, no es que tengan que ponerse en fila india para hacerlo, pero es frecuente que las veamos a todas mirando en la misma dirección.

Un motivo por el que las vacas de un rebaño se colocan así es el mal tiempo. Cuando hace mucho viento se ponen con los cuartos traseros vueltos hacia la dirección de la que sopla. Se trata simplemente de ahorrar energía, pues si el viento soplara contra los flancos de las vacas chocaría con una superficie mayor. Las vacas se enfriarían más y por tanto perderían más energía que si el viento les viniese por detrás. Claro está que también podrían ponerse de cara al viento, pero las vacas parecen ser de la misma opinión que las personas: nosotros preferimos el viento de popa al de proa, en especial cuando trae gotas de lluvia. Dicho sea de paso, con los pájaros ocurre lo contrario: prefieren estar con el pico hacia el viento para que no les revuelva las plumas y poder mantenerlas elegantemente alisadas.

Por supuesto, no todas las vacas son iguales. Las vacas gordas son más indiferentes por lo que al viento se refiere. Un estudio holandés pudo demostrar que las vacas delgadas ponen antes el pompi contra el viento. La gordas tienen un panículo adiposo que les proporciona un buen aislamiento contra el frío. Tardan más en empezar a tener frío con el viento de lado y no gastan energía adicional. Para que ningún enemigo aproveche el momento propicio y pueda deslizarse sin ser visto mientras todo el rebaño está mirando en dirección contraria, hay vigilantes en el rebaño: algunas vacas levantan de vez en cuando la cabeza y miran a su alrededor, ya que un ataque inesperado por la retaguardia es peor que un poco de viento en la nariz.

Sin embargo, la más reciente investigación acerca de la manera en que se sitúan las vacas en los prados ha llegado a un sorprendente resultado: al parecer estos animales, cuando pastan en rebaño, se colocan siguiendo el campo magnético de la Tierra. Los zoólogos de la Universidad de Duisburg-Essen han analizado imágenes por satélite de más de trescientos rebaños de vacas y han realizado un estudio de campo. Como conclusión, el estudio afirma que las vacas, los ciervos y los corzos ajustan el eje de su cuerpo, con independencia del sol, el viento y la temperatura, al eje norte-sur del campo magnético terrestre. Se trata de un argumento que revelaría que las vacas, al igual que las aves migratorias y las tortugas de mar, disponen de un sentido del magnetismo. Los investigadores no saben todavía qué utilidad tiene para estos animales. Es posible que se trate de una herencia arcaica de aquellos tiempos en los que los vacunos aún iban de un lado para otro en rebaños.

Pero a veces la dirección en que miran las vacas no tiene nada que ver ni con el tiempo que hace ni con el campo magnético ni con ninguna otra fuerza de la Tierra: así es cuando se les acerca alguien y les habla o les hace señas… y es que las vacas son tremendamente curiosas. Desde luego, a la gente de la ciudad le encanta montar un número exclamando: «¡Oooh, vaaacaaas!», y se ve bien recompensada por la mirada atenta de esos grandes y hermosos ojos saltones.