CAPÍTULO IX

Barney Hunter esperó unos segundos, con todos los nervios tensos como cuerdas de guitarra y los dedos fuertemente cerrados en torno a la cajita que, por fin, había logrado sacar del bolsillo.

El arachne que le eligiera como víctima guardaba una absoluta inmovilidad, como si vacilara en darle el golpe de gracia que le sumiría en el olvido... y la muerte. Hunter suspiró aliviado, y con una fugaz sonrisa, que a los demás les pasó inadvertida en la oscuridad, susurró hacia su vecino:

—Di a los demás que no tienen por qué preocuparse... de momento. Los bichos estos se han dormido para un rato.

Se produjo un leve murmullo, mientras los presos se comunicaban la grata nueva, acompañada de la advertencia de guardar el máxima silencio posible. Hunter sabía que todos hubieran querido asaetearle a preguntas, pero no pasaba por alto la posibilidad de que el lugar estuviera plagado de micrófonos ocultos. Todavía quedaba otra de que, junto con aquellos, hubiera cámaras de televisión que funcionaran con luz negra. Pero éste era un riesgo que se hacía necesario correr.

Aplicó denodadamente todas sus energías a hacer algo que, para otro que no fuera Barney Hunter, hubiera resultado imposible. Pero el famoso Harry Houdini, de vivir en esta época, no hubiera tenido nada que enseñar al aventurero, y sí mucho que aprender de él, en cuanto a destreza para zafarse de las más complicadas ligaduras. Aun así, le costó cerca de media hora, y al terminar tenía todo el cuerpo empapado en sudor; pero había logrado liberarse una mano.

El resto no ofreció tantas dificultades, y en cinco minutos más lograba ponerse en pie. Una diminuta linterna surgió del chaleco interior donde conservaba su completísimo equipo de emergencia, y la pequeña pistola completó la tarea que iniciara la sirena ultrasónica que había dejado paralizados a los arachnes.

Ya liberados todos sus compañeros, asumió el mando, sin discusión alguna por parte de los otros. Era el único que parecía tener alguna idea de lo que tenía que hacerse.

—¡Diablos, Spencer! —exclamó el sargento mayor que le conocía. ¡Ignoraba que fueras un mago!

—No soy Spencer, amigo —aclaró—. Él se ha quedado en Canopus.

—¿Quién eres, pues? ¡Os parecéis como dos gotas de agua!

—No es hora de discutir esos temas, sino de actuar. De un momento a otro pueden venir los amigos de estos bichos —señaló hacia la veintena de arachnes que acababa de matar.

—Tú pareces estar enterado. ¿Tienes algún plan?

—Sí, aunque no puedo garantizar su éxito. Lo primero que he de hacer es salir de aquí, y proporcionarnos armas. ¿Alguno de vosotros conoce las interioridades de esta nave?

Al parecer todos estaban tan ignorantes al respecto como él mismo. Ninguno llevaba más de dos días a bordo.

Alumbrándose con su linterna, Hunter se aproximó a la puerta de entrada; pero antes de llegar a ella se sintió acometido de una nueva idea, y alzó los ojos al techo.

Una fila de aberturas rectangulares indicaba el lugar por donde habían aparecido los ahora muertos arachnes.

—Vamos a subir por ahí —dispuso—. Tal vez sea más fácil de salir que por la puerta.

Tenía aún otra idea en la mente, pero incluso a él le parecía tan descabellada que no osaba comunicarla a sus compañeros.

El cabo Moore trabó los dedos de sus manos para proporcionarle un punto de apoyo. Una vez más Hunter dio muestras de su simiesca agilidad al subírsele encima de los hombros sin necesidad de buscar apoyo para las manos; de esta forma su cabeza desaparecía en el interior del negro orificio.

Paseó el estrecho rayo de luz por el nuevo recinto. Era un simple pasadizo bajo y estrecho, cuyo fin no lograba alcanzar con la linterna. Terminó de izarse y luego tendió un brazo sosteniendo el cinturón. Moore estuvo a su lado en dos segundos.

—Ayuda a subir a los demás —susurró Hunter—. No tengo ni idea de lo que encontraremos por aquí, pero, desde luego, podéis contar con gran cantidad de arachnes. Con ésos podemos entendernos bien, aunque la oscuridad les favorece. Estos deben ser sus departamentos, ya que, por su forma, no parecen adecuados a los seres humanos.

Un minuto más tarde, bajo la guía de Hunter y cogidos de las manos para no perderse en aquella oscuridad de tinta, reanudaban la marcha.

—¿Qué haremos si nos salen al paso una tropa de esos repugnantes bichos que parecen arañas? —quiso saber Moore—. ¿Cree usted que únicamente con su pistola, y nosotros con las manos, podremos deshacernos de ellos?

—Ningún arachne puede llegar a menos de diez metros de nosotros sin quedar paralizado —le tranquilizó Hunter—. Son muy sensibles a los ultrasonidos, según pude comprobar en cierta ocasión, y voy prevenido para ello. Llevo una sirena que no ha cesado de funcionar ni un momento desde que pude ponerla en marcha con el tiempo justo para impedir que se nos merendaran los que hemos dejado allá abajo.

—Entonces... ¡ése fue el chillido, como de rata, que se oyó!

—Exacto. Mientras se calentaba, el aparato emitió, durante un par de segundos, ondas sónicas en la escala audible... ¡Fíjate en éste!

Su linterna mostró una de aquellas arañas de formidable aspecto, y tamaño semejante al de un hombre. Estaba en el suelo, en posición normal de marcha, pero con los cuatro pares de patas replegados bajo el cuerpo, en igual forma que hacen los insectos al morir. Hunter le lanzó una descarga de su pistola para convertir la parálisis en muerte real.

—Uno menos... —murmuró Moore.

—¡Silencio! —le interrumpió Hunter con un susurro, al tiempo que apagaba la linterna.

Quedaron inmóviles, aplastados contra el suelo del bajo pasadizo que apenas les permitía otra cosa que ir a gatas. A sus oídos llegó un rumor de conversaciones, y por delante pudo verse un leve resplandor que enmarcaba aquella especie de tubo. Un par de segundos más tarde veían pasar, a dos o tres metros de ellos, por un corredor transversal, unas piernas humanas cuyo poseedor empuñaba una potente linterna. Tras el primero iban otros tres hombres.

—¿Cómo cree usted que han podido lograrlo, capitán? —inquirió una voz—. Yo no consigo explicármelo...

Hunter se deslizó rápidamente hacia adelante, asomó a espaldas de los otros, e hizo tres rápidos disparos.

—¡A ellos, muchachos! —ordenó—. Capturadme vivo por lo menos a uno.

Tumultuosamente le siguieron los demás. Pillados en absoluto desprevenidos, dos de sus víctimas se desplomaron sin saber siquiera que se les atacaba. Hunter dio una rápida carrera, cayendo sobre el capitán que les había entregado a la voracidad de los arachnes.

Lo violento del empujón les hizo rodar a ambos por el suelo; la linterna del capitán salió despedida, destrozándose contra una pared, pero otras dos lámparas tuvieron más suerte y, luego de desprenderse de las muertas manos de sus propietarios, quedaron alumbrando la escena.

Hunter lanzó un formidable puñetazo a la cara de su adversario, quien replicó con igual violencia mientras se esforzaba en extraer la pistola. Era una lucha a muerte y el aventurero no estaba todavía preparado a terminar su carrera, por lo que redobló sus esfuerzos, machacando desconsideradamente el físico del secuaz de los arachnes.

Era casi increíble la cantidad de castigo que aquel ser era capaz de soportar. Hunter se las vio y deseó para no ser vencido, pese a que el otro recibía cien veces más castigo que él mismo... pero los golpes no parecían producirle otro efecto que redoblar sus ansias de lucha.

Al cabo, jadeante ya por el esfuerzo, consiguió atenazarle en una dolorosísima presa de judo, y con ella le mantuvo inmovilizado hasta que sus compañeros acudieron en su auxilio.

—¿Y... y los otros? —inquirió.

—Muertos los tres —repuso Moore, que se había convertido implícitamente en su segundo—. A dos de ellos los destrozó usted a tiros, y al otro ha sido preciso romperle el cuello para que dejara de luchar.

—Sujetadme a éste unos momentos. Si impedís que cambie de postura le será difícil hacer nada.

Fueron necesarios los esfuerzos de tres hombres, pero lo lograron. Hunter echó nuevamente mano a su maravilloso equipo de trabajo, y en breves segundos le había aplicado a su víctima una poderosa inyección de suero de la verdad.

Esperó unos momentos a que la droga produjera efecto, y por fin le preguntó:

—¿Me oyes?

—S... sí —balbució el otro.

—¿Contestarás a mis preguntas?

—S... sí —repitió.

Hunter quiso asegurarse de que el otro no fingía.

—¿Dónde están vuestros jefes principales?

—En la sala de control.

Un par de preguntas hábilmente dirigidas, le permitieron obtener las suficientes indicaciones para poder hallar lo que buscaba. Se puso en pie.

—Atadlo bien —dispuso— y metedlo, junto con sus compañeros, en uno de esos túneles bajos. Allí será quizá más difícil que los encuentren pronto.

* * *

—Hemos tenido suerte, dentro de todo —comentó Hunter al reanudar la marcha—. Estos fulanos que hemos sorprendido acababan de darse cuenta de nuestra huida e iban, probablemente, a dar la alarma.

—De todas formas, no tardarán en tener conocimiento de lo ocurrido —repuso un sargento llamado O’Leary.

—Sí, pero probablemente lo sabrán por nosotros. Siempre es una ventaja —sonrió el aventurero.

Ahora disponían de más linternas, y cinco de ellos iban armados. No dejaban de ser una fuerza insignificante, pero su potencia ofensiva se había multiplicado un poco.

* * *

El comandante Katov, de servicio en la antecámara real, salió al encuentro del capitán que penetraba como una tromba en sus dominios.

—¿Qué significa...? —rugió.

—¡Varios presos han escapado, comandante! —le interrumpió el recién llegado—. ¡Es necesario dar la alarma en el acto!

Los cuatro soldados que montaban guardia en el lugar se pusieron en pie de un salto, empuñando sus armas. Katov se dirigió a la puerta que tenía por misión guardar, pero antes de llegar a ella dio media vuelta rápidamente.

—No le reconozco, capitán. ¿Quién es usted?

—Uno de los presos escapados —repuso el aludido con una amable sonrisa.

La pistola que empuñaba hizo fuego en el acto, ante la reacción del comandante, que pretendía extraer la suya. Se produjo una breve batalla, en la que rápidamente fueron aniquilados los soldados por los disparos procedentes del oscuro pasadizo por donde acababa de surgir el falso capitán.

Un tropel de hombres irrumpió en el lugar, y varios de los que iban desarmados se apropiaron de los fusiles y pistolas caídos en el suelo. Hunter comenzó a dar rápidas órdenes.

—¡O’Leary! ¡Tú y otros dos cuidad que no entre aquí nadie desde ese pasillo! ¡Wells! ¡Escoge cinco hombres y permaneced a la expectativa para ayudarnos a nosotros o a O’Leary, si es necesario! Los demás, preparados para irrumpir en la cámara tan pronto esté abierta la puerta.

Bajo la expectante mirada de sus compañeros comenzó a examinar la entrada a la sala de control, dedicando especial atención al lugar a que se dirigía el comandante cuando entró en sospechas sobre su identidad. En un hueco del mamparo metálico había una pequeña palanca y, sin vacilar, la bajó.

Al parecer, aquello no causó efecto alguno, pues la puerta siguió inmóvil.

Pero sólo por unos instantes, ya que cuando Hunter se apartaba de allí con intención de probar otro procedimiento, la pesada plancha de metal se alzó con lentitud hasta dejar una abertura poco más que suficiente para permitir el paso a un hombre.

Barney, sin vacilar un segundo, se introdujo por allí, seguido de sus hombres.

Se detuvieron en seco, luego de dar los primeros pasos: el recinto estaba totalmente a oscuras, y la luz que entraba por la puerta era insuficiente para permitirles distinguir otra cosa que unos oscuros bultos que rebullían. A espaldas de Hunter sonaron varios disparos mientras se esforzaba por poner en funcionamiento su potente linterna.

Una fuerza invisible le hizo caer de rodillas. Se debatió con todas sus energías para sacudirse la parálisis que amenazaba con dominar por completo, mientras en su cerebro sonaba una imperiosa orden que se sentía incapaz de desobedecer:

—¡No te muevas! ¡No te muevas!

De súbito funcionó la linterna, y en el acto aquella voz inaudible cesó en sus mandatos. Hunter se encontró mirando a la criatura más espantosa con que jamás se había visto cara a cara.

Era un arachne, desde luego. Pero de dimensiones descomunales: mediría tal vez tres metros de estatura sobre sus ocho largas y delgadas patas que apenas parecían capaces de sostener aquella mole. Hunter supo que era de ella de donde habían surgido aquellas órdenes que estuvieron a punto de derrotarle, y que nuevamente volvían a fluir, aunque no con tanta potencia: seguramente la luz le producía una molestia física que disminuía el poder de concentración necesario para dominar una mente extraña.

Hizo un disparo contra los ojos que brillaban como azuladas gemas a la luz. Al mismo tiempo, algo chocó con fuerza contra su costado, y se encontró luchando desesperadamente con otro arachne, aunque éste de tamaño normal. Sus compañeros se debatían también, enzarzados en una lucha a muerte con la multitud de colosales arañas que se les habían echado encima.

—¡Encended las linternas! ¡Cegadlos con ellas! —pudo gritar, mientras intentaba zafarse de los venenosos quelíceros que buscaban su cuerpo.

Con un supremo esfuerzo se quitó de encima al asqueroso ser que le había atacado. Su pistola restalló una y otra vez, manteniendo a raya a sus adversarios; el cabo Moore había logrado liberarse también de momento y hacía lo mismo que él, en tanto que Wells y sus hombres de reserva disparaban a mansalva desde la puerta, contribuyendo al espantoso escándalo.

De pronto salió un disparo desde la parte más lejana de la estancia, y uno de los hombres de Hunter se desplomó sin un quejido. Barney hizo fuego hacia allí y, aunque tuvo la seguridad de haber acertado pese a no ver a su enemigo, obtuvo la inmediata respuesta de cuatro o cinco armas. Arriesgándose a servir de blanco, encaró su linterna aquella dirección, y vio a varios hombres que surgían por una estrecha puertecilla.

Aquél era un enemigo con el que no había contado. Antes de darles tiempo a reponerse de la momentánea ceguera causada por la potente luz de su lámpara, derribó a otros dos, obligando a los demás a retirarse.

El campo de batalla estaba bastante despejado, y sus hombres se las entendían a la perfección con los arachnes que quedaban, la mayor parte de los cuales eran de pequeño tamaño y casi inofensivos. Dejando en sus manos la total limpieza, se dedicó a aquellos que se habían ocultado; eran un peligro en potencia y estaban acorralados, pues la única salida de este lugar era la puerta por donde había irrumpido él.

Dejando su linterna en un lugar desde el que alumbraba la puertecilla, se deslizó hacia allí con el silencio de un fantasma. Paso a paso fue aproximándose hasta quedar pegado junto al quicio. La linterna hacía resaltar los bultos de los tres hombres que había cazado poco antes, y calculó el mejor procedimiento para introducirse en la guarida de los otros sin darles tiempo a reponerse de la sorpresa que causaría su aparición.

Tensó todos sus músculos, y de un formidable salto pasó al interior del recinto. Por pura casualidad fue a parar sobre un cuerpo humano, que con un gemido de dolor cedió bajo su peso. Ambos rodaron por tierra, golpeándose fieramente y tratando de impedir que el adversario hiciera uso de las armas de que se sabían portadores. Hunter lanzó un violento puñetazo sin afinar demasiado la puntería; y su enemigo cesó en la resistencia.

Pero todavía quedaba otro, por lo visto más asustado que otra cosa, pues súbitamente salió de la oscuridad para lanzarse a la carrera en dirección a donde peleaban los compañeros de Barney. Éste asomó, sin atreverse a disparar por si acertaba a alguno de los suyos.

—¡Atrapad a ése! —gritó—. ¡No le dejéis escapar!

Pero, al parecer, nadie esperaba que una figura humana fuese un enemigo, y éste aprovechó la momentánea indecisión para ganar el cuerpo de guardia exterior y perderse en el dédalo de pasadizos que servían de madrigueras a los arachnes, temerosos de la luz. Un par de disparos realizados por los hombres de O’Leary no lograron detenerle en su huida.

—¡Pronto! —ordenó Hunter—. ¡Todos aquí dentro y a defender esa entrada! ¡Dentro de un minuto vendrán a centenares!

Su linterna recorrió la carnicería ocasionada allí dentro. Cuatro de sus hombres habían pagado con la vida la conquista de la cámara real, y el suelo estaba literalmente cubierto de arachnes. A un lado se veía una compuerta de poco más de un metro de altura, y Hunter supuso que era un acceso a los túneles utilizados por los hombres—araña; estaba cerrado desde este lado, por lo que no cabía esperar que, al menos de momento, entrara nadie por allí.

—Ya estamos aquí —el cabo Moore se acercó al hombre que afirmaba no ser el sargento Spencer—. ¿Tiene alguna idea de cómo saldremos?

—Ninguna, hijo —sonrió éste—. De momento vamos a ver de instalar alguna luz, pues no me gusta vivir como un topo. Luego haremos el mayor daño posible en los controles y... habrá terminado la invasión arachne en Canopus. Lo cual no significa, ni mucho menos, que con ello acaben también nuestros apuros.

—¿Es decir que no saldremos de aquí con vida?

—Algo así... Pero no pierdas la esperanza mientras puedas respirar. Yo me he visto muchas veces en situaciones parecidas... y aquí estoy.