CAPÍTULO III

El almirante Phelps no era, precisamente, lo que pudiera llamarse un hombre de carácter apacible. Esto lo demostró al arrojar un pesado cenicero metálico a la cabeza del alcaide Trumbull cuando tan probo funcionario fue a comunicarle la infausta nueva de que el prisionero Duncan se había esfumado de su celda sin que, al parecer, hubiera utilizado ninguno de los caminos normales que suele brindar el espacio tridimensional.

Por fortuna, para Trumbull desde luego, el cenicero erró su blanco por algunos milímetros y el cráneo del alcaide pudo conservar para la posteridad su redondeada silueta que no afeaba la más mínima vellosidad.

Phelps se tranquilizó en el acto, como si hubiera necesitado realizar aquella acción, al margen de su éxito o fracaso.

—Cuénteme lo ocurrido.

Con palabras entrecortadas por el reciente terror... y por el que le producía la expectativa de represalias por su ineptitud, el infeliz repitió lo poco que sabía: habían encerrado a Duncan en una de las celdas más seguras —ladinamente ocultó que había hecho reparar a toda prisa los aparatos—espía cuando supo lo ocurrido—; sin embargo, en algún momento indeterminado durante la noche, el preso desapareció. Las alarmas no hablan sonado; tanto el hombre que vigilaba por turno las celdas mediante un televisor, como la ronda, creyeron que el bulto echado sobre la cama correspondía al recluso, hasta que, a la hora del desayuno, se vieron obligados a salir de su error: se trataba de las ropas de cama, artísticamente modeladas.

—En ningún momento de la noche —concluyó el alcaide— se ha interrumpido la corriente que hace sonar la alarma al abrir las celdas o cuando alguien pretende saltar el muro. Los centinelas interiores y exteriores no han visto nada...

—¡Acabemos! —rugió el almirante—. ¡Ocupe usted la celda de ese hombre, y no salga de ella hasta que logre hacerlo por el mismo procedimiento que él! ¡Esto es una orden de encarcelamiento contra usted, señor mío! —aclaró, por si el otro no le había comprendido.

El infeliz se retiró temblando, y agradecido de que el castigo fuera tan leve. Phelps estuvo a punto de hundir el puño en su mesa cuando pulsó el resorte que le comunicaba con su ayudante, el coronel Boleyn.

Cinco minutos después la ciudad hervía de soldados lanzados a la busca y captura del evadido.

Sin embargo, Barney Hunter logró eludir sus pesquisas de la forma más sencilla del mundo: manteniéndose bien a la vista de todos, como quien no tiene nada que temer y se encuentra en paz con sus congéneres. Esto no tuvo inconveniente en confesarlo más tarde, pues es cosa que todo el mundo conoce a la perfección.

—Veamos, Lionel: tú, que eres tan listo: ¿qué harías de encontrarte en un planeta casi desconocido, con toda la policía lanzada en tu persecución, sin nadie a quien dirigirte... y sin nada más que lo que llevaras encima, que es bien poco? Ni siquiera tenemos un techo donde cobijarnos para pasar la noche.

El extraño ser, tan semejante a un pájaro común, extrajo uno de los brazos ocultos bajo las alas y se rascó la cabecita con el pensativo gesto que tantas veces le viera hacer al otro.

—Supongo que... buscar dinero.

—¡Eres un chico inteligente! —aplaudió Hunter—. ¡Vamos allá!

Hay que tener muy en cuenta que lo que Barney hizo a continuación era más bien reprobable e indigno de una persona decente. Pero también debe considerarse que, dada la situación, le quedaban pocas salidas a que recurrir en tan breve tiempo como disponía; y, finalmente, hay que aducir en su descargo que apropiarse de lo ajeno, aunque con sujeción a cierto código moral, era la principal actividad a que solía dedicarse nuestro héroe.

En resumen, que Barney Hunter robó una cartera. Se sintió levemente avergonzado, pues su sentido de la profesionalidad era un poco más alto que todo aquello... pero lo hizo.

Indudablemente había realizado un trabajo perfecto, se dijo con cierto orgullo al separarse de su víctima. Su desprecio hacia la especialidad de bolsillero no significaba que no estuviera práctico en ella. A veces le era necesario, como complemento para otras tareas, recurrir a utilizaría.

—Necesitamos ropas, Lionel —murmuró a continuación.

Por fortuna, el traje que se pusiera para abandonar la Alden no era llamativo. Habían miles muy parecidos a su alrededor. Y la eliminación de la corta barbita del capitán Duncan había completado el disfraz. Sin embargo, sé hacía necesario contar con vestidos que nadie pudiera relacionar con él.

Mientras caminaba perezosamente sin rumbo, aunque fingiendo ir a alguna parte, le alcanzó una chica. Era bonita, eso lo vio al primer golpe de vista. Pero no tuvo tiempo de fijarse en nada más, pues ella, sin detener el paso ni parecer dirigirse a él, saludó en voz baja:

—Buenas tardes, capitán Duncan.

Se quedó de piedra; pero siendo un maestro en el control de sus emociones, logro aparentar que no le había oído siquiera. Siguió su camino hasta desviarse hacia una calle poco concurrida, dispuesto a darle un golpe si era necesario y huir rápidamente. La rubia le acompañó, fingiendo tanta indiferencia como él mismo.

—Bien, señorita. ¿Qué le hace creer que yo soy ese capitán Duncan? ¿Tanto nos parecemos? —inquirió, deteniéndose en seco para enfrentarla francamente.

Ahora pudo contemplarla a placer. Era alta, aunque no tanto como él, y sus azules ojos parecían reír a carcajadas, aunque sus labios únicamente dibujaban una leve y encantadora sonrisa.

—Mire, capitán: no empecemos a discutir su personalidad. Acabo de ver cómo despojaba de su cartera a un infeliz que lo estaba pidiendo a gritos. Es lo primero que me ha llamado la atención en usted. Luego, habiéndome enterado de que van como locos buscando a un tal capitán Duncan que se les ha escurrido como un anguila de entre los dedos, he visto que sus ropas se parecen a las de él; y la cara, salvo algunos pequeños detalles, fácilmente cambiables, es la misma.

Hunter comprendió que no iba a sacar nada con negativas. Hubiera podido desprenderse de ella con facilidad, pero ella no parecía dispuesta a correr en busca de la policía para denunciarle, y era alguien que pudiera estar más enterado de la situación que él mismo. Decidió, pues, contemporizar, salvando lo más posible del naufragio.

—Bien, me ha descubierto. ¿Qué piensa hacer?

—Nada... de momento. Siga esta calle, y cuando llegue a su final, espéreme. Pasaré con mi coche, y en mi casa hablaremos con tranquilidad.

Así lo hicieron. Al parecer, la muchacha no se sentía tampoco muy tranquila, pues le obligó a ir agachado para que nadie lo viera a través de las ventanillas, no permitiéndole levantarse hasta que se encontraron dentro da un estrecho departamento con apenas más espacio del imprescindible para el vehículo.

Momentos después, cómodamente arrellanados en sendas butacas, la desconocida le ofrecía licores y tabaco. Barney negó con la cabeza ante los primeros y no hizo caso del último.

—Desconfiado, ¿en? —dijo ella irónicamente—. Porque usted fuma: le he visto encender un cigarrillo luego de su hazaña. ¿Teme que le narcotice?

Hunter extrajo su pitillera, casi agotada ya, eligió cuidadosamente uno de los blancos cilindros y le prendió fuego antes de contestar.

Ella hizo lo mismo con uno de los suyos.

—¿Qué quiere que le diga? —respondió al fin con una diplomática sonrisa—. No puedo contestar afirmativamente porque supondría una ofensa hacia quien me brinda su casa; tampoco puedo decir lo contrario, pues usted se iba a sentir ofendida, en el supuesto de creerme, por haberse equivocado.

—No me ofendo con facilidad, señor... Duncan —recalcó la vacilación—. Sin embargo, me va a permitir que le...

Barney no supo lo que ocurría a continuación. Al despertar se encontraba fuertemente atado sobre la misma butaca, y la chica se inclinaba hacia él.

—¿Quién eres realmente? ¿Cuál es tu nombre verdadero?

—Siento tener que defraudarte, nena —contestó con toda tranquilidad—. Soy inmune a todos esos sueros de la verdad.

Ella se echó atrás como si le hubieran dado un golpe, y se derrumbó en su asiento, todavía con la jeringuilla en la mano.

—¿Qué..., qué quieres decir con eso?

—¿Donde está Lionel? —inquirió a su vez Barney, sin contestar a su pregunta.

—¿Te refieres al pájaro ese que llevabas en un bolsillo interior? Lo he metido en un saco de plástico... con la cabeza fuera, desde luego. Ahí lo tienes —señaló, todavía aturdida, hacia un extremo de la mesa.

Lionel estaba despierto.

—¿Lo has mirado bien? —preguntó Hunter—. Es muy bonito y hubiera sentido que le ocurriera algún daño. Fíjate en el mechón de plumas lleva sobre su cabeza...

La muchacha obedeció de un modo inconsciente. Antes apenas prestó atención al diminuto pájaro que había encontrado al registrar a Duncan, limitándose a ponerlo en seguridad para que no escapara. Tenía, desde luego, una cabeza hermosa y de unos colores tan brillantes... Y aquellos ojos que brillaban como ascuas...

Se sintió irresistiblemente tentada de verlo más de cerca. El transparente plástico amortiguaba algo las irisaciones del cuerpo del ave, y con sumo cuidado lo liberó de su prisión. El animal la miraba fijamente, como temeroso de que aquella desconocida le causara algún daño... Sus ojos eran enormes, casi no parecían caber en aquella cabecita. Un torbellino pareció formarse en ellos, agrandándose, agrandándose... fascinándola con su fantástica belleza...

Abrió la mano y Lionel quedó plantado sobre la palma, siempre con los ojos clavados en los suyos. Pero la desconocida no veía sino dos grandes esferas hirvientes que se introducían en su cerebro haciéndole olvidar el pasado, el presente y el porvenir. Únicamente existían los dos globos de fuego...

Por fin, con un suspiro se inclinó sobre su cautivo. Lionel fue a posarse, en extraño vuelo retrógrado, sobre el hombro de Duncan, sin apartar la mirada de la muchacha. Los ágiles dedos de ella trabajaron en los nudos, y las cuerdas de tenaz plástico se aflojaron.

Cuando volvió a darse cuenta de donde estaba, no había transcurrido tiempo alguno para ella: volvía a tener a Lionel entre sus dedos y lo contemplaba con admirativos ojos.

—Es precioso. ¿De dónde lo has sacado?

—De un planeta muy lejano, al otro lado de la Galaxia —respondió él, encendiendo tranquilamente otro cigarrillo.

Sólo entonces se percató la muchacha de que su prisionero no era tal.

—¿Cómo te has soltado? —inquirió con sobresalto—. ¿Eres un mago, acaso?

—Sí —repuso él con todo descaro—. No hay prisión ni ataduras sean capaces de retenerme. Y ahora que volvernos a estar en plan de igualdad, puedes soltar a Lionel: no escapará. Dime para quién trabajas y por qué me has capturado en lugar de denunciarme a la policía.

Ella no era tonta, ni mucho menos. En el acto comprendió que Duncan estaba receloso.

—No me vas a creer, y es una lástima. He cometido un error al tratar de sondearte por medios un poco... expeditivos —tenía sangre fría y lo estaba demostrando—. Sin embargo, yo confío en ti, puesto que aún ignorando quién eres realmente y para qué has venido a Canopus, sé que estás contra los arachnes.

—Si me dijeras quién son esos... arachnes, quizá podría confirmar o denegar esa suposición tuya.

Una vez más, se mostró desconcertada.

—¿Lo haces adrede para confundirme... o ignoras en realidad tanto como dices?

—Mira, nena —Barney agitó la cabeza en ademán condescendiente—; lo primero que debieras hacer es decirme tu nombre, puesto que ya sabes el mío.

Ella vaciló, acabando por encogerse de hombros.

—Fay Williams. No creo que eso te diga gran cosa.

—No. Sobre todo porque no es verdad —dijo Duncan tranquilamente—. ¿Por qué no me hablas con franqueza... o te niegas a ello en redondo? Así no vamos a ningún lado.

—¡Pero, bueno! —se exasperó Fay—. ¿Qué es lo que quieres?

—Yo, nada. Eres tú quien me ha traído aquí y me ha propuesto una alianza... o casi.

—Fay Williams es mi nombre en Canopus. Estamos en Canopus y aquí es donde trabajaríamos juntos. Confórmate con eso —hablaba con la seguridad de quien sabe el terreno que pisa—. Y ahora vamos a lo positivo: Los arachnes cayeron sobre Canopus cuando yo me encontraba aquí por casualidad; nadie sabe de dónde han venido, aunque se supone que de la Galaxia de Andrómeda. Se les llama de esa forma porque son muy semejantes a arañas.

—Yo no he visto ninguno.

—Ni nadie, luego de los primeros días. Se dejaron caer inopinadamente sobre nosotros, tendiendo una especie de cortina que anulaba la salida de toda radiación más allá de los límites del sistema planetario, y desde entonces han impedido que saliera nadie de él. Al parecer se ocultan porque la luz les es perjudicial.

—¿Y qué buscan? Porque la gente hace su vida normal...

—¡Ése es el misterio! Se han limitado a aislarnos del universo exterior... ¡Y yo quiero salir de aquí!

—Inténtalo si tienes mucho interés. Lo más que puede pasar es que te capturen y te hagan regresar...

—¡Para convertirme en un autómata a sus órdenes! No, gracias. Prefiero la cautividad, mal que me pese. ¿Me vas a ayudar? Te ayudarías a ti mismo a la vez.

Barney se levantó.

—Lamento defraudarte, preciosa. Soy un simple comerciante, cuya única aspiración es que le dejen trabajar y ganar un poco de dinero para retirarse tranquilamente dentro de unos años. Y veo que en lo que me propones hay muchas posibilidades de no llegar a la vejez.

—No me engañas, Duncan... o como te llames. Simplemente se trata de que no confías en mí.

—Desengáñate. No soy el tipo osado y aventurero que pareces imaginar.

—Te capturarán. No conoces a nadie aquí. Estás solo.

Esto era cierto.

—¿Conoces algún medio de impedirlo?

—Sí... si accedes a lo que te he propuesto. Entre los dos podríamos...

—¡No vuelvas otra vez con eso! Lo único que puedo hacer es prometerte que lo tendré en cuenta. Dame una semana de plazo para la contestación definitiva... y ayúdame hasta entonces.

Ella alzó resignadamente los hombros.

—No tengo otro remedio. Quédate aquí. Hay sitio de sobra para los dos.

—Lamentaría...

—¡Oh, no te preocupes por mi buena fama! ¿Sabes dónde estamos? Esto es una especie de restaurante—hotel. La entrada comercial está en la otra calle. Tú serás uno más de los huéspedes. Ven, te mostraré tu habitación...

* * *

El coronel Boleyn vaciló un buen rato antes de decidirse a pedir autorización a su superior para comunicarle las novedades... negativas en la desesperada búsqueda del comerciante Duncan.

Phelps no estaba de mucho mejor humor; sus jefes, los arachnes, le habían tildado veladamente de inepto por el mismo asunto.

—Bien, coronel —le espetó como saludo—. ¿Viene a decirme que ya ha localizado a ese condenado Duncan... o únicamente que tiene una pista que indefectiblemente le conducirá hasta él?

—Ni una cosa ni otra, señor —confesó francamente el coronel—. Si no fuera porque los arachnes insisten en la imposibilidad de ello, yo juraría que no se encuentra en el sistema de Canopus.

—Pero usted y yo sabemos que ni siquiera ha salido de este planeta. ¿Han registrado a fondo su nave?

—La hemos desguazado prácticamente. En ella no hay nada que no sea propio de un aparato mercante. Y él tampoco llevaba encima cosa alguna anormal.

—Hay que encontrarlo por todos los medios... o podemos irnos preparando a ceder nuestros puestos a otros que los arachnes consideren más competentes.

—¿Se vigilan los bajos fondos?

—Literalmente tenemos bajo observación a todos los residentes en la ciudad. Nadie parece relacionarse con persona alguna sospechosa. Se han distribuido fotografías de nuestro hombre, se exige la documentación a todos los transeúntes... Yo creo que de un momento a otro caerá en nuestras manos.

—Ruegue por que sea así... en beneficio de usted y mío, coronel. A los arachnes hay que presentarles resultados positivos, no simples promesas.

—Haré lo que sea posible, señor... —bajó la voz hasta un casi inaudible murmullo—. ¿Se sabe ya algo acerca de Teller?

—Nada —repuso el otro en el mismo tono de voz, y mirando recelosamente a un lado y a otro—. Penetró en el Palacio del Gobierno, y no ha vuelto a salir. Francamente, me siento aterrado cada vez que me llaman allí: siempre temo que sea para hacerme descender por aquellas escaleras...