CAPÍTULO VIII

Barney Hunter había tenido, a lo largo de su aventurera vida, oportunidad de desempeñar los más variados papeles; apenas había actividad humana en la Galaxia que le fuera totalmente desconocida. Sin embargo, no era lo mismo caracterizarse como determinada persona y sustituirla durante unos momentos u horas, que asumir sus deberes para un tiempo indeterminado, que lo mismo podían ser dos días que varios meses, hasta que llegara la oportunidad deseada.

Por fortuna contaba con la complicidad del otro sargento, Guffrey, el amigo de Spencer, que cuidó de disimular sus pequeños deslices, e instruirle en cosas tan elementales como el nombre de cada uno de los soldados bajo su mando, él de los oficiales, las obligaciones de un buen suboficial en el desempeño de su cargo...

No era difícil una vez sabido, desde luego, y el nuevo sargento Spencer no llamó la atención con ninguna excentricidad que hubiera podido resultar peligrosa.

Al cabo llegó el día esperado, aunque de momento no pareció sino la orden de realizar una misión rutinaria más. El capitán Wallace, jefe de la guardia del Palacio Gubernamental, le hizo comparecer ante su presencia.

—Prepare un pelotón de diez hombres, sargento —dispuso con brevedad—. Escoltarán un convoy hasta el espaciopuerto.

—¿A qué hora hemos de salir, señor? —inquirió el sargento respetuosamente.

—Dentro de veinte minutos. Su misión es de gran responsabilidad, pese a que pudiera parecerle quizá lo contrario: bajo ningún pretexto deben permitir que persona alguna se aproxime siquiera a los dos vehículos que realizarán el transporte.

—Muy bien, señor.

—La orden es de disparar contra todo aquel que pretenda husmear en el cargamento..., y les incluye a ustedes mismos. Hágalo saber así a los hombres que elija. Usted, naturalmente, será responsable de que esto se cumpla a rajatabla.

Spencer salió del despacho del oficial de guardia, sonriendo interiormente. A él no le acometería la comezón de la curiosidad, pues no le quedaba la menor duda acerca de la clase de carga que escoltaría hasta el astropuerto... y no tenía el menor interés en volverla a ver.

La forma de las cajas, perfectamente selladas, que se cargaron en las máquinas de transporte le hubiera sacado de dudas, de tener alguna: sus dimensiones eran muy semejantes a las de un ataúd fúnebre, pero con bastante mayor altura de la normal, y quizá algo más anchas. Con toda seguridad se trataba de los ocupantes de aquellas pequeñas cámaras que descubriera en las paredes del departamento reservado con anterioridad a los arachnes en el Palacio. Por lo visto, su incursión les había hecho pensar que la seguridad no era suficiente en aquel lugar, y se mudaban a otro.

Cada una de las cajas, Hunter hubiera podido jurarlo, contenía un repulsivo arachne estrechamente abrazado a un ser humano, y envueltos ambos en aquella especie de capullo de seda... Se estremeció al pensar que, a no ser por él, quizá en estos momentos Fay Williams ocuparía una de las celdas en tan desagradable compañía.

El capitán, una vez estibadas perfectamente las cajas, le hizo seña de que ocuparan sus puestos de escolta. Antes de obedecer, el sargento se volvió hacia sus soldados para advertirles en voz perfectamente audible para Williams:

—¡Vamos, muchachos! Y ya sabéis las órdenes: bajo ningún pretexto está permitido ver lo que contienen las cajas. Os va en ello la vida... tanto al que lo haga como al que lo consienta sin dar su merecido al transgresor. ¡Y quiero que regresemos todos aquí!

Se despidió de Guffrey con un gesto. Cinco hombres, bajo el mando de un cabo, se alojaron en uno de los vehículos. Él, con los otros cinco, subió al restante.

En el acto comenzó a maravillarle aquel lujo de precauciones. ¿Para qué la escolta militar armada, si la puerta que acababa de cerrarse a sus espaldas era de un metal casi indestructible, al igual que todo el resto del vehículo? Caso de producirse un ataque, cosa sumamente improbable ya que no había organización en el planeta capaz de llevarlo a cabo, contaría con armas de gran potencia; y antes de que hubiera desaparecido la coraza, los alojados en ella estarían convertidos en humo.

Se encogió filosóficamente de hombros. Ya lo averiguaría... si llegaba la ocasión.

Un ligero balanceo les indicó que el aparato que ocupaban se había levantado unos centímetros del suelo para iniciar la marcha.

—Sargento... —comenzó uno de los soldados.

—¡Silencio! ¿No sabéis las órdenes? ¡Cada cual a su puesto! —su voz era más ruda de lo normal... en beneficio de sus hombres. Tenía la absoluta seguridad de que, no sólo sus palabras, sino hasta el menor de sus movimientos, era estrechamente vigilado desde alguna otra parte. La carga era demasiado preciosa para que los arachnes corrieran con ella más riesgos de los imprescindibles.

Y por eso resultaba extraño que hubieran encomendado su custodia a hombres que no formaban en el círculo de los invasores.

Torvamente, ofendidos por la sequedad del tono de un superior que siempre solía tomar todo a broma, los soldados se acomodaron ante los pequeños ventanillos de observación, que les permitían vigilar tanto el frente como los lados y la retaguardia de aquella fortaleza ambulante. Las cajas, fuertemente aseguradas sobre el suelo, se amontonaban dejando pasadizos por los cuatro costados para que pudieran cumplir perfectamente esta misión.

El trayecto no era desmesuradamente largo, y los transportes eran muy rápidos. Un cuarto de hora después se detenían junto a la colosal silueta de una astronave que en otros tiempos perteneció a la Armada Galáctica, y Hunter echó pie a tierra apenas se hubo abierto la puerta de descarga.

Un comandante, con el llamativo uniforme de las Fuerzas Espaciales, esperaba allí. El sargento Spencer le dio la novedad en el más puro estilo castrense:

—¡A sus órdenes, señor! ¡Sin novedad!

—Está bien, sargento —contestó el otro con gran rigidez—. Haga descender a sus hombres y monten guardia aquí mientras se procede al transbordo de las cajas. Luego las acompañarán a su destino.

—¿Acompañarlas, señor? —se extrañó—. El capitán Wallace me ha dicho...

—Ha habido contraorden, sargento. Limítese a cumplir la que le doy.

—Sí, señor —Hunter llevó la mano izquierda al fusil iónico que empuñaba con la derecha, al tiempo que sus talones entrechocaban sonoramente.

Se sentía interiormente satisfecho, pese a no ignorar lo peligroso que podía resultar aquel viaje inesperado: quizá en él lograra descubrir algo que lo sacara de la penumbra en que se veía metido. Últimamente la situación se encontraba en algo muy parecido a una pausa, por culpa de las endiabladas dificultades que le impedían seguir llevando a cabo la misión encomendada por el general Leahy, y que le valdría un buen puñado de dinero.

—¡Al diablo con el dinero! —se sorprendió pensando. ¿Es que, acaso, ya no le interesaba poseer la mayor cantidad posible de aquello que era capaz de proporcionar prácticamente todas las cosas materiales que podían hallarse en el Universo? Se dijo que no; que éste no era el caso, pero que, probablemente, sin el impulso que ello te daba, hubiera actuado igual con tal de ver expulsados de su mundo aquellos repelentes seres salidos de nadie sabía dónde. ¡Qué infiernos, uno también tenía derecho a tener su corazoncito!

Se volvió hacia sus hombres.

—Ya lo habéis oído, muchachos. Bajad de ahí y desplegaos en semicírculo alrededor de los camiones. Luego nos daremos un viajecito por ahí arriba.

—¡Oiga, sargento! —musitó el cabo Moore, acercándosele—. No me gusta este asunto...

—¿Tienes miedo de que nos asesinen en cualquier asteroide? —replicó Hunter burlonamente—. No te preocupes; mientras nos portemos bien, nadie tiene por qué meterse con nosotros.

Sin embargo, él tampoco estaba muy seguro de cómo iba a terminar aquello... y lo lamentaba por los soldados. Los pobres muchachos no tenían culpa alguna de verse metidos en semejante fregado; y el destino que les aguardaba si él no lograba impedirlo, no era, precisamente, agradable.

Lo peor del caso era que no tenía la menor idea de cómo iba a arreglárselas, pues ignoraba casi todo acerca de lo que iba a encontrar.

Un enorme portalón de carga se abrió en uno de los costados del crucero. Por la abertura asomó un largo brazo de cabria, y varios tripulantes iniciaron la tarea de cargar las cajas. Realizaban la tarea con un lujo de precauciones que resultaba impresionante, casi como si temieran que el más leve balanceo causara algún daño a su contenido, y la operación les tomó tres veces más tiempo del que normalmente hubieran debido emplear.

Por fin la última de las cajas estuvo debidamente estibada; el comandante dio una seca orden:

—¡Síganme, sargento!

Y la patrulla, en impecable formación militar, embarcó. Un minuto después el experimentado Hunter sentía en su cuerpo el levísimo hormigueo indicador de la sustitución del campo gravitatorio del planeta por el artificial creado por la nave, que impediría que sus ocupantes sé vieran afectados por cualesquiera cambios de velocidad o dirección durante la marcha. El crucero se había convertido en un diminuto universo, aislado del resto.

Naturalmente, en aquellas condiciones y sin tener oportunidad alguna de asomarse al exterior, era imposible saber cuándo emprendieron la marcha. Hunter supo únicamente que había transcurrido cosa de tres horas cuando el comandante que, al parecer, estaba encargado de coordinar las acciones de su pelotón, hizo nuevamente acto de presencia en el pequeño departamento que les habían asignado.

—Terminó su misión, sargento —le dijo—. Pueden dejar las armas aquí mismo. Un ordenanza les acompañará a sus nuevos alojamientos.

—¿No regresamos a Canopus IV, señor? —inquirió Hunter.

—De momento, no. No hay nave alguna que se dirija hacía allí, por ahora. Ya se les avisará cuando llegue la ocasión. En tanto, quedan libres de todo servicio.

Con un encogimiento de hombros, Barney Hunter dejó su fusil iónico. Lamentaba hacer aquello, que equivalía a entregarse inerme... o casi, en manos del enemigo, aunque aquél casi podría suponer una fundamental diferencia: la pequeña pistola que únicamente un registro a fondo sería capaz de descubrir sobre su persona. Los soldados le imitaron.

Un tripulante guió al grupo a lo largo de un pasillo que parecía prolongarse de un extremo a otro del crucero; luego un ascensor los dejó en otro nivel distinto, desde el que pasaron a una esclusa de aire. Estaba abierta, y como prolongación de ella se abría un negro túnel que Hunter identificó como un tubo de comunicación entre dos naves ancladas en el espacio. Aquél tendría sus buenos quinientos metros de longitud, y al otro lado terminaba en otra cámara estanca.

No se encontraron con nadie a todo lo largo del camino; pero aquí parecían estar esperándoles: dos hombres con uniformes de tipo desconocido para Hunter se adelantaron.

—Aquí los tenéis —habló por vez primera el que les sirviera de guía. Y volviendo a Hunter, agregó—: Vayan con ellos, sargento. Les indicarán dónde se encuentran sus cuarteles.

Si enorme era el crucero que los había traído hasta allí, el lugar donde se encontraban ahora debía tener unas dimensiones apocalípticas. Tuvieron ocasión de comprobarlo, pues por lo visto allí no se disponía de vehículos, que hubieran podido caber a la perfección en los amplios pasadizos, y Hunter calculó que no habrían recorrido menos de tres kilómetros, y bajado por rampas deslizantes quizá dos docenas de niveles. Gente encontraron, desde luego, pero poca, y nadie les prestó la menor atención. A un lado y otro se veían puertas, invariablemente cerradas. En algunas de ellas había rótulos escritos en unos caracteres absolutamente indescifrables.

Su guía abrió una de ellas.

—Aquí es —dijo escuetamente.

Entraron. Era una habitación de regulares dimensiones, totalmente desnuda de mobiliario. La puerta se cerró a sus espaldas, mostrándoles solamente su lisa superficie, sin nada que se pareciera a una cerradura.

—Ya estarnos en casa, muchachos —murmuró Hunter burlonamente—. Podéis acomodaros a vuestro gusto.

—¡Nos han encerrado, sargento! —exclamó el cabo Moore, luego de forcejear infructuosamente con la puerta.

—¡Naturalmente! ¿Qué creías, que nos iban a dejar sueltos para que husmeáramos por ahí a tontas y a locas? Tomadlo con calma y descansad mientras podáis.

Y, dando el ejemplo, se tumbó sobre el duro suelo metálico.

* * *

Barney Hunter había esperado que transcurrieran quizás algunos días de encierro antes de que nadie fuera en su busca. Pero se equivocó. Dos horas después de su llegada, volvía a abrirse la puerta y un capitán vestido con aquel extraño uniforme lanzó una orden al interior de la estancia.

—¡Sargento! ¡Cabo! ¡Vengan conmigo!

—Vamos, Moore.

Esta vez no iban muy lejos. Dos puertas más allá el capitán les hizo pasar a otro local.

Moore se detuvo con una exclamación de asombro, y Hunter le imitó. Pero se vieron imposibilitados de retroceder, pues la puerta se había cerrado a sus espaldas.

—Tómenlo con calma, muchachos —les aconsejó el capitán.

Sobraba la advertencia, pues las pistolas neurónicas que sostenían en sus manos cuatro hombres, no dejaban lugar a elección alguna.

Optaron por permanecer quietos, contemplando la fila de hombres tendidos a lo largo del suelo. Todos ellos tenían los brazos pegados al cuerpo, y en aquella posición eran mantenidos por sendas argollas que les sujetaban pecho, muñecas y tobillos. En las mangas de sus uniformes podían verse las sardinetas de cabo, sargento y sargento mayor, salvo en tres de ellos que iban vestidos de paisano.

Bajo la amenaza da las armas se vieron obligados a ocupar el extremo de la hilera. Mientras los sujetaban como a los demás, Moore volvió sus desencajados ojos hacia el que creía sargento Spencer.

—¿Qué van a hacernos, sargento? —murmuró con voz temblorosa.

—No tardarás mucho en saberlo, compañero —repuso éste—. Desde luego, puedo asegurarte que no vas a recibir una agradable impresión.

—¿Tienes alguna idea de lo que significa todo esto, Spencer? —quiso saber un sargento mayor, por lo visto conocido del hombre cuya personalidad suplantaba Hunter.

—Sé lo mismo que tú —dijo el aludido, no deseando hacer entrar en sospechas a sus aprehensores—. Pero no creo que falte mucho rato para que nos enteremos. Mi abuela me dijo siempre que, tarde o temprano, se sabe todo.

Y lanzó una irónica risita.

Los que le estaban sujetando se miraron con asombro.

—Tiene valor —observó uno de ellos.

—No le durará mucho —repuso otro. Alzó la vista hacia el capitán—. Ya puede traer a los siguientes, señor.

—Están todos. Los demás son simples soldados y gente sin gran importancia. No corren la prisa que éstos. Vámonos.

Los dejaron solos.

A un extremo de la hilera, un hombre comenzó a forcejear con sus ataduras. Inútilmente, desde luego. Por alguna parte sonó algo semejante a un sollozo. Una voz lanzó una maldición, agregando en tono de reproche:

—¡No lloriquees como un crío, maldita sea! ¿Crees que así vas a solucionar algo?

Las luces se extinguieron de pronto.

—¡Eh! ¿Qué significa esto? ¿También nos van a dejar a oscuras?

—Así el espectáculo será más bonito —ironizó Hunter—. Preparaos, muchachos; no tardará nada en comenzar.

Tenía la seguridad de que la oscuridad no era tan absoluta como le decían sus sentidos, pero por más que se esforzaba no lograba ver absolutamente cosa alguna. Tenía los oídos tensos, a la espera de un rumor que, estaba seguro, iba a llegar de un momento a otro.

Y sus manos se esforzaban en alcanzar algo que llevaba prevenido para esta ocasión. Retorció el cuerpo: sus dedos tocaron un objeto plano y cuadrado en un bolsillo, pero necesitaba sacarlo un poco y esto resultaba más difícil de lo que había pensado.

Un hombre exclamó con voz temblorosa:

—¡Fijaos en... el techo...!

Todos los ojos se clavaron en el lugar indicado. Cada uno de los cautivos pudo ver, directamente encima de él, un par de objetos levemente luminosos, que descendían poco a poco.

¡Y la cajita no llegaba a salir!

Hunter sabía lo que era aquello: los arachnes se disponían a iniciar aquella especie de hibernación que concluía en una increíble metamorfosis. Y, para llevarla a cabo, necesitaban el concurso de un ser humano, para el que supondría la muerte.

Los ojos fosforescentes estaban a menos de dos palmos de los suyos propios. Hunter sintió que un sudor frío le empapaba el rostro. Reanudó sus esfuerzos. Algo entró en contacto con sus brazos: las ásperas extremidades del arachne que le había escogido como víctima.

Un hombre lanzó una exclamación de susto. Hunter casi podía ver cómo se abrían las horribles mandíbulas en torno a su cuello, para incrustarle en ambos lados aquellos formidables aguijones que inyectarían el veneno cuya eficacia había podido observar en Fay Williams y los otros dos hombres a quienes liberara. Dentro de dos segundos perdería el sentido... para no recobrarlo más.

En alguna parte de la estancia sonó un breve y agudo grito, semejante al de una rata. Sus vibraciones parecieron atravesar como cuchillos los órganos auditivos de todos los presentes.