II — de Armavir el poeta
Un poeta no nace, sino que se hace, como dijo otro filósofo gnomo[9], y nuestro Armavir no fue una excepción. Nacido en plena Revelación Industrial Gnoma (267 d. C.), fue un niño que creció rodeado de mimos y cuidados, y que podía esperar como su misión en la vida, el continuar con cualquiera de las de su familia, una carrera como inventor de ilusiones ópticas o como perfeccionador de tornos. En lugar de ello, y como él mismo dijo en un momento jovial, se convirtió en un «vendedor de alusiones tópicas en boga» y un «pulidor de maritornes» —groseramente traducido por un humano[10] que jamás comprendió su espíritu poético, sensitivo y generoso, por «un chismoso y un faldero».
La vida de Armavir, el menor de tres hermanos, quedó marcada por la tragedia desde su niñez. Su padre perdió la vida al engancharlo y arrastrarlo un sistema de engranajes de funcionamiento defectuoso mientras perfeccionaba un torno. —Corren rumores de que el accidente lo provocó un marido celoso—. Uno de sus hermanos confundió el reflejo de un estanque ornamental hecho de ónix por agua de verdad y, con sólo un bañador y un flotador, se tiró desde lo alto de una estalagmita de quince metros y se mató. Su hermana —que ¡ay de mi!, con sus trece años ya prometía convertirse en la belleza de la familia— se precipitó a un final prematuro al caer de un columpio experimental accionado por vapor. Huelga decir que fue la madre del muchacho, la encantadora y todavía atractiva Quacumqueviamvirtutepetivisuccesumfeminadiranegat[11], quien lo apartó de la ardua vida de espejos y física experimental y le dejó para siempre una desconfianza hacia los espejismos —sus poemas, como sabe el lector, giran de una manera obsesiva y escéptica en torno a la imagen del fuego fatuo— y una desconfianza aún mayor hacia las máquinas.
Aislado por estas circunstancias azarosas y por la decisión materna, el muchacho encontró su principal fuente de esparcimiento en las conversaciones sostenidas a su alrededor: la narración repetida de las leyendas de Krynn que todos recordamos de nuestra infancia, cuyas historias comienzan con la famosa frase «Los elfos lo narran de otra manera, pero así es como pasó en realidad»; la recitación de genealogías y la historia de los nombres —se rumorea que el joven Armavir pasó un mes sin dormir para escuchar tres genealogías al completo y que «no volvió a estar del todo bien» después de aquello[12]—; pero lo que más le gustaba era el chismorreo, del que su madre eran la principal autora, editora y juez.
A fin de que esto no parezca la autobiografía típica[13], la repetición de la misma historia trillada de un niño que en la más tierna infancia se prenda del sonido y la fuerza de las palabras, expondré de inmediato los hechos trascendentales que determinaron la vocación poética de Armavir, ya que el amor por el lenguaje y los cuentos hace juglares y narradores de la mayoría de los niños con estas tendencias, pero no florece necesariamente en la inspiración de la poesía a menos que el niño reciba instrucción, orientación.
Armavir podría haber pasado toda su vida inadvertido en el extenso e intrincado reino subterráneo, próximo al Monte Noimporta —un cortesano de segunda fila, una pescadera sin pescado—, a no ser por lo cerca que estuvo de morir electrocutado, un hecho que pudo acabar en desastre pero que tuvo una feliz consecuencia, pues estimuló sus incursiones sin objeto en la leyenda y las habladillas y las convirtió en un genuino —aunque inadvertido— don poético, y despertó en él un ansia arrolladora por conocer el mundo exterior.
Ocurrió como estas cosas suelen ocurrir; un invento juvenil que detona antes de tiempo, pero que lo hace de manera más afortunada. Uno no descarta a la ligera una misión en la vida, y la de Armavir era lo que el Gremio había calificado como «Algo relacionado con Alambres»; resistencia de tensión, conducción de calor, propiedades musicales… un mundo de circuitos y filamentos se abría ante nuestro héroe. Sin sentirse atraído por ninguna de estas ciencias salvo la musical, Armavir experimentó primero las variaciones de sonido factibles de extraerse de alambres de distinto grosor, tensión y metal, diseñando el precursor del violoncelo[14]. Al principio los experimentos fracasaron, ya que a Armavir no se le ocurrió por casualidad la idea de hacer el instrumento portátil; salas enteras en los niveles inferiores de la ciudad estaban encordadas con finos alambres de cobre tirantes, muy peligrosos para los niños, quienes cogieron por costumbre hacer carreras de pollos en aquellas salas, decapitando y troceando a los animales en un pasatiempo travieso pero muy práctico[15].
Con todo, las salas seguían siendo peligrosas y el Gremio de Ingenieros mecánicos ordenó a Armavir que desmontara el invento para evitar riesgos. Mientras desmantelaba una de las estructuras más complicadas, instalada en un cuartucho adyacente a la biblioteca principal del Monte Noimporta, Armavir se dio de sopetón con un descubrimiento sorprendente, algo que bien pudiera haber significado un gran avance en la tecnología de no ser porque la atención del descubridor se apartó pronto de los estudios.
Al parecer, uno de los alambres estaba sujeto entre dos yelmos de cobre ornamentales: uno en el cuartucho antes mencionado y el otro en una sala similar ubicada en el piso superior. Sudoroso, enredado en alambres, el joven inventor empezó a separar los hilos finales y cuál no sería su sorpresa al oír voces que emanaban del yelmo instalado en el cuartucho. Al principio, imaginó que se trataba del fantasma al que se refiere la leyenda de la «armadura parlante»[16], pero cambió de idea al reparar en que sólo se escuchaban risitas y el susurro de tejidos que, como el yelmo en cuestión, se han desechado hace tiempo.
Al parecer, el alambre era conductor del sonido, además del calor, y los pensamientos del joven Armavir tomaron de inmediato un rumbo patriótico: crear un complicado sistema de alarma realizado con alambres muy tirantes que fueran de la parte inferior de la ciudad hasta le mundo del exterior, donde podrían sujetarse a cuencos metálicos, hábilmente disimulados bajo la apariencia de frutas o estrellas, y situados en los inmensos vallenwoods que crecían en las laderas del Monte Noimporta. Abajo, en un lugar bien seguro, los que tuvieran a su cargo la defensa de la ciudad podrían escuchar cualquier movimiento amenazante por parte de los que habitaban bajo el sol y las lunas, y actuar en consecuencia, evitando de este modo un ataque por sorpresa y cualquier posible emboscada[17].
Muy excitado con su proyecto en desarrollo, al que llamó «Estrella y Alambre», Armavir decidió poner a prueba su descubrimiento antes de someterlo al Gremio de Ingenieros Mecánicos. Se dirigió hacia el mundo exterior llevando consigo un yelmo, treinta metros de alambre, un mapa detallado de la ciudad y un ingenio pronosticador; comenzó por taladrar el suelo bajo varios vallenwoods de los más altos en las laderas de la montaña, una tarea que, por supuesto, le llevó unos años, ya que, como poeta e ingeniero, erraba en sus augurios de vez en cuando. Mas basta ya de equivocaciones y esfuerzos; no es la labor tediosa y oscura lo que queremos saber de la obra de un genio, sino el fruto acabado y sin fisuras —las estrellas— de este trabajo.
Así pues, cuando la complicada conexión estuvo hecha, es decir, el primer yelmo instalado a salvo en las ramas altas de un gran vallenwood, el segundo en el oído de nuestro héroe en un cuarto apartado de la biblioteca —no el que se mencionaba antes—, y los dos conectados por un alambre de cobre tan tirante que parecía a punto de romperse, el joven Armavir se arrodilló en silencio y escuchó el mundo exterior.
Cuando llovía, los cantos de los pájaros cesaban y el bramido del trueno en la distancia se hacía más próximo mientras Armavir escuchaba el golpeteo de la lluvia contra las hojas y el suave susurro de las ramas mecidas por el viento. Eran sonidos arrulladores, apacibles, y muy pronto el bisoño ingeniero, el protovioloncelista, el joven poeta, durmió el sueño de los justos y de los absortos hasta que se despertó con el ruido de unos truenos más fuertes y se encontró con que la cabeza se le había quedado encajada en el yelmo experimental y enredada en el alambre de cobre de manera que le apretaba debajo de la barbilla, lo que le hizo recordar a los desafortunados pollos y le provocó un escalofrío.
Fue este instante cuando el rayo descargó en la instalación del vallenwood y nuestro lírico héroe descubrió que el alambre de cobre no sólo era un conductor de calor y sonido, sino también de la considerable energía del propio rayo, una energía tan violenta que no recordó nada de lo acontecido durante los siguientes siete años, salvo imágenes fugaces de luz solar y hojas, los brillantes y ambarinos fondos de tres jarras de cerveza medio llenas, algo acerca de un enano y un kender y, cuando recobró la memoria, a sí mismo sentado en la posada El Último Hogar tras haber vagado a la deriva —como diría en su inmortal pero imperfecta «Canción de los Diez Héroes»—[18] «hacia el corazón de la historia».
Y el resto, amigos míos, fue la historia misma. Desde Solace a Sancrist, a Palanthas, y más allá, nuestro poeta dejó constancia —ensalzándolos como héroes— de los Compañeros en rima y canción, de sí mismo como la personificación más completa del ideal gnomo del equilibrio, equilibrio entre acción y pensamiento, movimiento y reflexión —en palabras de su querida hermana muerta, «vaivén y bamboleo»—. Debido a la modestia, desde luego, muchas de las mayores hazañas de Armavir no quedaron reflejadas en su obra poética; pero algunas —en verdad, estrofas y estancias (a veces pasajes enteros) en los que Armavir aparece como un Compañero de propio derecho— empezaron a conocerse fuera de la historia[19]. Pues, cosa rara, los Héroes se distanciaron de él cuando la guerra dio la vuelta a su favor[20], e incluso hasta el día de hoy, a pesar de que he enviado las correspondientes cartas y súplicas a varios de los Compañeros originales, «aún tengo que escuchar su respuesta» —como Armavir termina el «Cántico del dragón».
Cuán fácilmente olvidan estos «Héroes»; pero en su robo de la poesía para adornar su partidista historia editada —el nivel del agua sigue subiendo en mi aposento; el flotador de mi hermano, apenas estropeado por la caída, me sostendrá a flote hasta que termine de escribir—, en su robo de la poesía sustrajeron igualmente las claves para su propio descubrimiento, su propia turbación, como lo demuestra un famoso fragmento, como lo demostraré en otras publicaciones —si se me concede tiempo, si se me concede un público[21], si se me concede un lugar seco en este túnel que se inunda a gran velocidad—. En cuanto al momento presente, mis lectores, aquí está la «Canción de los diez Héroes» complementada con notas explicativas; la primera crónica verdadera de la Dragonlance.