Capitulo 2
Una resaca espantosa
El mundo giraba y se estremecía, y el estómago de Palin giraba y su piel se estremecía a la par, fieles compañeros de desgracia. Rodó hacia un lado y vomitó violentamente. Tendido allí, fuera donde fuera (tenía los ojos pegados y no podía mirar dónde estaba), se preguntó si aún tardaría mucho en morir para acabar de una vez con este sufrimiento.
Cuando ya no tuvo nada más que vomitar y sus entrañas, al parecer, no se le iban a salir por la boca, el joven se tumbó de espaldas con un gemido. La mente empezaba a aclarársele un poco y, al intentar mover las manos, se dio cuenta de repente que las tenía atadas a la espalda. Un aguijonazo de miedo sacudió su cerebro entumecido y despejó la bruma del aguardiente enano. No sentía los pies y tuvo la vaga percepción de unas cuerdas que le apretaban los tobillos y le cortaban la circulación de la sangre. Con los dientes apretados, se aupó un poco y movió los dedos de los pies en el interior de las flexibles botas de cuero. Poco después notaba los dolorosos pinchazos al reanudarse el riego sanguíneo.
A juzgar por lo que tocaban sus manos atadas, debía de estar tumbado sobre una plancha de madera que tenía un movimiento muy peculiar; cabeceaba de atrás a delante de un modo muy desagradable tanto para su estómago revuelto como para la espantosa jaqueca que lo martirizaba. Se oían unos ruidos extraños y se percibían olores a los que no estaba acostumbrado: crujido de madera, un raro siseo seguido de un gorgoteo, y cada dos por tres un tremendo bramido, una sacudida y una especie de bronco aleteo. Le recordaba una estampida de caballos o (la garganta se le contrajo al pensar en ello), según la descripción de su padre, el ataque de dragones. El muchacho abrió los ojos poco a poco, con precaución.
Tuvo que cerrarlos de inmediato. La luz que se colaba a través de un ventanuco redondo penetró en su cerebro como la punta de una flecha al rojo vivo y le produjo un dolor insufrible en los globos oculares. La plancha de madera se meció otra vez y Palin volvió a vomitar.
Cuando se recobró lo bastante como para suponer que no iba a morir en los próximos segundos (cosa que lamentó), el joven se obligó a abrir los ojos y a resistir el impulso de cerrarlos.
Lo consiguió, pero a costa de vomitar por tercera vez. Por suerte, o por desgracia, ya no le quedaba nada en el estómago que arrojar, y al poco rato fue capaz de echar una mirada a su alrededor. Estaba, como había imaginado, tumbado en una plancha de madera, adosada a una pared curva, también de madera, en una pequeña habitación, y que, evidentemente, estaba pensada para que hiciera las veces de cama. Varias planchas similares se alineaban en las paredes de este extraño habitáculo. En dos de ellas, Palin vio a sus hermanos tumbados, inconscientes y atados de pies y manos como él mismo. No había otros muebles en el cuarto, salvo algunos baúles que se deslizaban por el suelo de un lado a otro.
El joven sólo tuvo que mirar el ventanuco redondo de la pared que tenía frente a él para que se confirmaran sus peores sospechas. Al principio vio únicamente el cielo azul, las nubes blancas y la luz brillante del sol. Después la plancha en la que yacía se meció hacia delante de tal manera que pareció hundirse en un abismo. Los baúles pasaron a gran velocidad por su lado, arañando el suelo. El cielo azul y las nubes desaparecieron del ventanuco y en su lugar apareció un agua azul verdosa.
Palin cerró los ojos otra vez, se giró un poco de costado para aliviar la tensión de los músculos agarrotados y apoyó la dolorida cabeza en la fresca y húmeda madera del camastro. O, quizá, debería decir «litera».
«Es el término náutico ¿no? —se dijo para sus adentros con amargura—. Así es como se llaman las camas de los barcos. Y a nosotros, ¿cómo se nos llamará? ¿Esclavos de galeras? —Se preguntó desesperado—. Los galeotes, esos desgraciados encadenados a los remos, sojuzgados por el contramaestre y su látigo que arranca a tiras la piel de sus espaldas…».
El movimiento del barco varió, los baúles se arrastraron por el suelo en dirección contraria, el cielo y las nubes volvieron a asomar por el ventanuco. Palin notó que iba a vomitar (no sabía qué) otra vez.
—Palin… Palin, ¿estás bien?
La voz tenía un tono angustiado que lo sacó de su estado inconsciente. Abrió los ojos con esfuerzo. Debía de haberse quedado dormido aunque, cómo había logrado hacerlo con aquel zumbido de cabeza y el estómago tan revuelto, no alcanzaba a explicárselo.
—¡Palin! —La voz sonó ahora apremiante.
—Sí —musitó de un modo apenas audible. Le costaba un gran esfuerzo hablar. Tenía la boca tan seca y con un gusto tan horrible que parecía que varios enanos gullys se hubieran instalado en ella. La repulsiva idea le revolvió el estómago, así que se apresuró a desecharla—. Sí —repitió—. Estoy… estoy bien…
—¡Alabado sea Paladine! —Gimió la voz, que ahora reconoció como la de Tanin—. ¡Por los dioses! ¡Estabas tan pálido que creía que habías muerto!
—¡Ojalá lo estuviera! —Deseó fervientemente.
—Entendemos cómo te sientes —dijo Sturm, un Sturm mustio y abatido, a juzgar por su voz.
Palin se giró y miró a sus hermanos.
«Si mi aspecto es como el suyo —pensó—, no me extraña que creyeran que estaba muerto».
Los semblantes de ambos jóvenes tenían una palidez con un ligero tinte verdoso, a pesar de la piel morena y curtida por el sol. En el entarimado, bajo sus literas, había una amplia e inequívoca evidencia de que los dos se habían sentido muy, muy mareados. Sus cabellos rojizos estaban enmarañados, húmedos y apelmazados, y tenían las ropas empapadas. Ambos se encontraban tumbados boca arriba, con las manos y los tobillos atados con unas toscas correas de cuero. Tanin tenía un buen chichón en la frente, y las muñecas cortadas y sangrantes. Sin duda había intentado desatarse, aunque sin éxito.
—Todo esto es culpa mía —dijo el mayor con gesto hosco. Gimió al sentir otra náusea que le revolvía el estómago. Cuando se le pasó el malestar, añadió—: ¡Fui un estúpido al no imaginar que ocurriría algo así!
—No quieras llevarte todos los laureles, «Hermano Mayor» —comentó Sturm—. Yo te secundé desde el principio. Debimos hacer caso a Palin.
—No, ni mucho menos —farfulló el pequeño, que había cerrado los ojos para no ver el constante balanceo del mar y el cielo a través del ojo de buey—. Fui un fatuo petulante y criticón, como los dos me hicisteis notar. —Guardó silencio un momento, sin decidir si iba o no a vomitar otra vez. Finalmente, decidió que no lo haría, y añadió—: En cualquier caso, los tres estamos metidos en este embrollo. ¿Sabe alguno de vosotros dónde estamos y qué pasa?
—Estamos en el camarote de un barco —contestó Tanin—. Y, a juzgar por los ruidos, los que lo tripulan llevan encadenada en cubierta alguna clase de bestia enorme.
—¿Un dragón? —Sugirió Palin con un hilo de voz.
—Podría ser —respondió su hermano—. Recuerdo la descripción que hizo Tanis del gran dragón negro que los atacó en Xak Tsaroth. Oyó una especie de gorgoteo y un siseo, como cuando el agua cuece en la tetera…
—¿Y para qué iba nadie a querer tener encadenado un dragón en la cubierta de un barco? —Protestó débilmente Sturm.
—Por diferentes razones —murmuró su hermano pequeño—. Y ninguna de ellas es buena.
—Quizá para mantener a raya a esclavos como nosotros. Palin —llamó Tanin con un susurro—. ¿No puedes hacer nada? Para liberarnos, quiero decir. Con tu magia, ya sabes…
—No —admitió con amargura—. Mis componentes de hechizos han desaparecido. Y, aunque los tuviera, tampoco podría utilizarlos con las manos atadas. Mi bastón… Mi bastón —recordó, sintiendo una punzada de angustia.
Llevado por la desesperación, se incorporó un poco y miró a su alrededor. Dio un suspiro de alivio, el Bastón de Mago estaba apoyado en un rincón, contra la pared del barco. Por alguna extraña razón, no se movía con el balanceo de la nave, sino que se mantenía recto e inmóvil, desafiando las leyes de la gravedad.
—Mi bastón podría sernos útil, pero lo único que sé hacer con él hasta ahora es que encienda el cristal —admitió avergonzado. Se tumbó de nuevo en la litera con gesto desfallecido—. Además, tengo un dolor de cabeza tan espantoso que no recuerdo ni mi nombre, y, por ende, menos aún cualquier hechizo.
Los tres jóvenes guardaron silencio, absortos en sus propios pensamientos. El mayor intentó de nuevo soltar las ataduras, pero acabó dándose por vencido. Las tiras de cuero habían sido empapadas con agua y al secarse se habían puesto tirantes, con lo que resultaba imposible aflojarlas por mucho que se esforzara Tanin. De improviso, Sturm lanzó un suave silbido y se volvió hacia su hermano pequeño.
—Oye, Palin, acabo de recordar aquella historia en la que unos malhechores capturaron a padre y a tío Raistlin, y cómo éste consiguió cortar las correas que lo ataban valiéndose de la daga que llevaba sujeta al antebrazo. ¿No llevarás tú…?
—Sí —lo interrumpió el joven—. También llevo una daga así. Justarius me la envió después de haber pasado la Prueba. Está sujeta a mi muñeca con una correa. —Hizo una pausa y añadió de mala gana—: Pero todavía no sé cómo funciona el maldito trasto.
Sturm y Tanin, que se habían incorporado muy animados, se dejaron caer hacia atrás mientras lanzaban un gruñido de desencanto.
—Así pues, parece que estamos atrapados en este condenado agujero. Somos prisioneros…
—¿Prisioneros? —Lo atajó una voz estruendosa—. ¡Perdedores, quizá, pero no prisioneros!
Se abrió una trampilla que había en el techo y una figura oronda y baja, envuelta en terciopelo rojo, de pelo y barba ensortijados y negros, asomó la cabeza.
—¡Sois mis invitados! —Voceó con entusiasmo Dougan Martillo Rojo, contemplándolos desde el hueco de la trampilla—. ¡Y los más afortunados de los mortales, puesto que os he elegido para que me acompañéis en mi grandiosa misión! ¡Será una hazaña que, en comparación, esas aventurillas en las que vuestros padres tomaron parte parecerán una batida de kenders rateros!
Llevado por el entusiasmo, Dougan se había asomado tanto al hueco de la trampilla que la sangre se le agolpaba en la cara y estuvo en un tris de caerse de cabeza.
—¡No te acompañaremos en ninguna misión, enano! —Barbotó Tanin, a lo que añadió una sonora palabrota. Por una vez, sus dos hermanos estuvieron por completo de acuerdo con él.
Desde lo alto de la trampilla, Dougan les lazó una mirada maliciosa y esbozó una mueca.
—¿Qué os apostáis? Veréis, muchachos. ¡Es una cuestión de honor! —dijo el enano, mirándolos con complacencia.
Luego, soltó una escala de cuerda por el hueco y se deslizó por ella, no sin peligro, ya que, en el descenso, su enorme barriga le impedía ver dónde ponía los pies. Por fin, y tras resbalar en varias ocasiones, llegó abajo. Una vez que hubo puesto los pies en el entarimado, descansó un instante para recuperarse del esfuerzo realizado, sacó de una manga un pañuelo orlado de puntillas, que usó para enjugarse el sudor de la cara.
—¿Sabéis una cosa, chicos? Estoy en baja forma —admitió con gesto solemne—. ¡Por Reorx, que aguantáis bien la bebida! Claro que ya me lo dijisteis. —Tambaleándose un poco al cabecear el suelo bajo sus pies, el enano apuntó con el dedo a Sturm—. ¡Sobre todo tú! Juro por mi barba que te veía doble, chico —dijo, atusándosela—. Y llegué a verte cuádruple antes de que se te pusieran los ojos en blanco y te desplomaras. Casi derribaste los cimientos de la posada, ¿sabes? Tuve que pagar un montón de desperfectos.
—Dijiste que nos ibas a soltar —gruñó Tanin.
—Sí, lo dije —murmuró Dougan mientras sacaba una daga de su cinturón. Tras esquivar los baúles desperdigados por el suelo, el enano se acercó a Tanin y cortó con eficiencia las ligaduras.
—Si no somos prisioneros, ¿por qué nos ataste de pies y manos? —preguntó el pequeño.
—¡Caray, jovencito! —replicó el enano, que se volvió hacia él con aire ofendido—. ¡Lo hice por vuestra propia seguridad! ¡Sólo deseo lo mejor para vosotros! ¡Os mostrasteis tan eufóricos cuando visteis que os subíamos a bordo de este maravilloso barco que tuvimos que refrenar vuestro entusiasmo de algún modo!
—¡Entusiasmo! —Protestó Tanin—. ¡Pero si estábamos fuera de combate!
—Bueno, a decir verdad, no lo estabais. —Luego señaló con un gesto a Palin y admitió—. Él sí. Dormía como si estuviera en el regazo de su madre. Pero vosotros dos, muchachos, sois grandes luchadores, como advertí desde el primer momento en que os puse los ojos encima. ¿No te has preguntado cómo te hiciste ese chichón en la frente?
Tanin guardó silencio y miró con fijeza al enano. Luego se sentó y se llevó la mano a la cabeza, donde se palpó un chichón del tamaño de un huevo.
—¡Entusiasmo, sí! —Repitió Dougan, mientras se acercaba a Sturm para soltarlo—. Ésa es una de las razones por las que os elegí para compartir mi misión.
—¡La única misión que me plantearía emprender contigo sería el modo de mandarte al Abismo! —Replicó Tanin con obstinación.
Palin, todavía tumbado, suspiró.
—Mi querido hermano —comentó con tono paciente—, ¿se te ha ocurrido pensar que no tenemos muchas alternativas? Estamos en un barco, a muchas millas de la costa… —miró a Dougan, que confirmó sus palabras con un cabeceo—… y a la total merced de este enano y su tripulación de degolladores. ¿Crees acaso que nos quitaría las ataduras si existiera la más remota posibilidad de que pudiéramos escapar?
—Es un chico listo —dijo Dougan con un gesto de aprobación, al tiempo que le cortaba las correas. Entretanto, Sturm, ya libre, se sentó y arqueó la espalda mientras se frotaba las muñecas. Dougan continuó—: Claro que, al fin y al cabo eres mago. Y todos los magos son listos, o, al menos, es lo que se dice. De hecho, son tan inteligentes que estoy convencido de que cualquiera de ellos lo pensaría dos veces antes de realizar el primer conjuro que se le viniera a la mente —comentó con socarronería—. Como, por ejemplo, un hechizo de sueño. Podría ser muy efectivo y dejar dormida a mi tripulación de «degolladores». Claro que, dudo mucho que entre los tres fueseis capaces de navegar el barco, ¿verdad? Además —añadió al advertir la hosca expresión de Palin—, como os dije antes, es una cuestión de honor. Perdisteis la apuesta, ni más ni menos. Yo cumplí mi parte: llevaros a la cama. Ahora os toca a vosotros cumplir con la vuestra. —Los bigotes de Dougan se alzaron al esbozar el enano una mueca. Se atusó la barba con actitud satisfecha—. Tenéis que pagar la apuesta.
—Que me condene si lo hago —gruñó Tanin—. ¡Te arrancaré la barba de raíz!
La voz del joven se ahogó por la furia. Palin se encogió sobre sí mismo cuando vio que su temperamental hermano, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, saltaba sobre el sonriente enano. Cayó de bruces sobre la porquería amontonada en el suelo.
—Vaya, vaya, muchacho —se burló Dougan mientras lo ayudaba a ponerse de pie—. Deja que tus piernas se acostumbren primero al bamboleo del mar y después podrás intentar arrancarme la barba… si es cierto lo que se cuenta de Caramon Majere, me decepcionaría descubrir que sus hijos no son hombres de palabra, sino… en fin, unos fulleros.
—¡No somos unos fulleros! —replicó Tanin con resentimiento. Se apoyó en la litera y se agarró con las dos manos cuando el suelo pareció desaparecer bajo sus pies con un balanceo—. ¡Y, aunque es muy discutible que la apuesta no estuviera amañada, cumpliremos lo acordado a pesar de todo! ¿Qué es lo que quieres de nosotros?
—Que me acompañéis en mi misión —repitió el enano—. El lugar al que nos dirigimos es extremadamente peligroso. Necesito dos guerreros fuertes y con experiencia; y un hechicero nunca viene mal.
—¿Y qué pasa con tu tripulación? —preguntó Sturm mientras bajaba con precaución de la litera. A pesar de sus movimientos cautelosos, perdió el equilibrio cuando la nave volvió a cabecear, y salió lanzado contra la pared.
El semblante sonriente de Dougan se tornó serio de repente. Echó una ojeada hacia arriba, donde se escuchaba otra vez el extraño sonido retumbante, mezclado en esta ocasión, según observó Palin, con gemidos y gritos.
—Ah, mi…, eh…, tripulación —farfulló el enano mientras sacudía la cabeza con actitud triste—. Ellos, bueno, creo que será mejor que subáis y los veáis vosotros mismos, muchachos.
Giró sobre sus talones y se dirigió a la escala de cuerda, tambaleándose al hundirse el barco en dirección contraria. Uno de los baúles chocó contra su espinilla al deslizarse por el suelo.
—¡Aug! Esto me recuerda que guardamos vuestros equipos aquí —dijo, frotándose la pierna—. Espadas, escudos, armaduras y todo lo demás. Os harán falta en el lugar al que vamos —finalizó con tono alegre.
El enano agarró la bamboleante escala, trepó por ella y pasó a través de la trampilla.
—¡No tardéis mucho! —se lo oyó gritar.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Sturm al tiempo que se incorporaba con precaución, si bien se fue otra vez de bruces al suelo. El joven tenía un color verdoso y su frente estaba perlada de sudor.
—Cojamos nuestras espadas —dijo Tanin con voz ronca. Fue hacia los baúles con pasos inseguros.
—Y salgamos de este asqueroso agujero —propuso Palin, que se tapaba la nariz y la boca con la manga—. Necesitamos respirar aire fresco. Y yo, por lo menos, quiero saber qué se está cociendo ahí arriba.
—Algo interesante. ¿Qué te apuestas? —bromeó Tanin.
El joven mago esbozó una sonrisa desganada. Se las ingenió para llegar hasta el Bastón de Mago que continuaba inmóvil en el rincón. Si se debió a alguna propiedad mágica del cayado o, simplemente, a que su roce le producía seguridad, lo cierto es que el joven se sintió mejor en el mismo momento en que su mano se cerró en torno a la suave madera.
«Recuerda los peligros en que se ha visto este bastón y que siempre ha conseguido sacar indemnes a sus dueños de tales situaciones —se animó Palin a sí mismo—. Magius lo manejaba mientras luchaba al lado de Huma. Mi tío lo manejaba cuando entró al Abismo para enfrentarse a la Reina de la Oscuridad. La situación actual no debe de significar gran cosa para él».
Agarrándolo con firmeza, el joven empezó a trepar por la escala de cuerda.
—Un momento, hermanito. —Tanin lo detuvo cogiéndolo de una manga—. No sabemos qué demonios hay ahí arriba y tú mismo has admitido que no estás en condiciones de realizar ningún hechizo. ¿Por qué no dejas que vayamos delante Sturm y yo?
Palin miró a su hermano mayor con sorprendida complacencia. No le había dado una orden, como habría hecho antes. Casi podía imaginar lo que le hubiera dicho en cualquier otra ocasión: «¡Palin, estúpido! Espera abajo. ¡Sturm y yo iremos primero!»
Sin embargo, Tanin le había hablado con respeto, dando su parecer de un modo lógico y dejando que fuera él quien tomara la decisión.
—Tienes razón, Tanin —admitió mientras se apartaba de la escala (aunque se apartó más de lo que era su intención, pues perdió el equilibrio al cabecear de nuevo el barco). Sturm lo agarró y los tres hermanos se quedaron quietos, esperando a que el suelo cesara el infernal balanceo. Después, uno tras otro, subieron por la escala.
La fuerte mano de Sturm ayudó a Palin a subir a la cubierta. El joven mago respiró hondo, con ansiedad, el fresco aire marino; parpadeó por la brillante luz del sol e intentó hacer caso omiso de la dolorosa jaqueca. Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la claridad cuando oyó a sus espaldas un gemido quejumbroso, un sonido terrible, mezcla de aullido, grito, crujido y siseo. El puente vibró y tembló bajo sus pies. Alarmado, iba a darse media vuelta para enfrentarse a la bestia o lo que fuese que lo atacara, cuando oyó gritar a su hermano mayor:
—¡Palin, cuidado!
Tanin se echó sobre él y lo arrojó a la cubierta en el mismo momento en que algo oscuro y atroz pasaba zumbando sobre sus cabezas con una especie de aleteo salvaje.
—¿Estás bien? —le preguntó Tanin con ansiedad. Se incorporó y tendió la mano para ayudarlo a ponerse en pie—. No quería golpearte tan fuerte.
—Creo que me has roto todos los huesos —comentó jadeante. Mientras intentaba recobrar el aliento, volvió la vista hacia la proa del barco, por donde la cosa había desaparecido por la borda—. ¿Qué demonios era eso? —preguntó mirando a Dougan.
El enano se incorporaba también en ese momento. Parecía sentirse azorado; sus mejillas estaban tan rojas como sus polainas. Se sacudió las ropas, llenas de astillas, hebras de cuerda y espuma de mar. De repente, una horda de pequeñas criaturas parlanchinas lo rodearon, ansiosas por ayudarlo…
—¡Alto ahí! —gruñó Dougan con irritación mientras alejaba a los pequeños personajes a empujones—. ¡Apartaos! ¡Apartaos he dicho! ¡Volved a vuestros quehaceres!
Sumisas, las criaturas se marcharon a todo correr, si bien hubo algunas que se detuvieron un instante para echar un vistazo a los tres hermanos. Una de ellas, incluso se aproximó a Palin y alargó una mano ansiosa hacia su bastón.
—¡Atrás! —gritó el joven mago que apretó el cayado contra sí.
El pequeño ser dio un respingo y retrocedió, pero sus ojos siguieron prendidos en el bastón, brillantes, mientras volvía a la tarea que tuviera entre manos.
—¡Gnomos! —exclamó sorprendido Sturm, que bajó la guardia.
—Eh… sí —balbuceó Dougan, algo turbado—. Ésta es mi…, eh…, mi tripulación de degolladores.
—¡Los dioses nos asistan! —suplicó fervientemente Tanin—. ¡Estamos en un barco gnomo!
—¿Y esa cosa…? —A Palin se le quebró la voz y no pudo acabar de hacer la pregunta.
—Es… una… eh… Es la vela —informó Dougan con un murmullo apenas audible mientras se retorcía la barba para que escurriera el agua que la empapaba. Luego señaló con un gesto vago—. Volverá dentro de unos diez minutos, así que…, eh…, estad preparados.
—En nombre del Abismo, ¿qué hace un enano en un barco gnomo? —exigió saber Tanin. La turbación de Dougan se incrementó.
—Eh, bueno, veréis… —farfulló mientras se enrollaba la punta del bigote en el dedo índice—. Es parte de una larga historia. Quizá tenga tiempo de contárosla…
Balanceándose sobre la inestable cubierta y apoyado en el bastón, Palin miró al mar. Acababa de ocurrírsele una idea y sintió que el corazón le daba un vuelco tan brusco como los que daba la nave. Tenían el sol a la espalda, se dirigían en dirección oeste, navegando en un barco gnomo cuyo capitán era aun enano.
—¡La Gema Gris!
—¡Exacto, chaval! —gritó Dougan a la vez que le palmeaba la espalda—. Has cogido a la lagartija por el gaznate, como dicen los gullys. Es la razón por la que me encuentro en esta nave…, eh…, digamos especial. —Dougan trastabilló unos pasos hacia atrás e intentó recobrar el equilibrio—. Ésa es mi misión.
—¿Cuál? —preguntó receloso Tanin.
—Hermanos míos, parece ser que estamos embarcados en la búsqueda de la legendaria Gema Gris de Gargath —dijo Palin.
—En la búsqueda, no —corrigió el enano—. ¡Sé dónde está! ¡Nuestra misión acabará con todas las búsquedas! Vamos a recuperar la Gema Gris y… ¡Ojo chicos, cuidado! —advirtió Dougan, que, tras echar un rápido vistazo a su espalda, se tiró de cabeza a la cubierta y gritó—. ¡Ahí viene la vela!