La hija de Raistlin
Margaret Weis y Dezra Despain
Los primeros rumores de que Raistlin había tenido un hijo llegaron a mis oídos unos cinco años después de la muerte de mi gemelo. Es fácil suponer que aquellos inquietantes comentarios me intrigaron, así que hice cuanto estuvo en mi mano para investigar el asunto. Para ello conté con la ayuda de mis amigos, los antiguos Compañeros, que por entonces estaban dispersos por todo Ansalon. Encontramos versiones de la leyenda en casi todas las partes del continente. Se relataba entre los elfos de Silvanesti, las gentes de Solamnia, y los Hombres de las Llanuras, que regresaron a Que—shu. Pero no hallamos nada consistente que ratificara la historia. Incluso Tasslehoff Burfoot, que viaja por todas partes y escucha cuanto se dice (como es habitual en los kenders), no logró obtener ninguna información de primera mano referente a esa leyenda. La historia la relataba siempre una persona a quien se lo había contado una tía, quien tenía una prima que conocía a la comadrona de la supuesta madre…, etcétera, etcétera.
Llegué incluso a ponerme en contacto con Astinus de Palanthas, el cronista que deja constancia de la historia según transcurre ante sus ojos, que todo lo ven. Tenía pocas esperanzas de obtener alguna información útil de él, ya que el historiador es notoriamente conocido por tener la boca bien cerrada, en especial si se trata de algo que presenció en el pasado y que puede afectar al futuro. Por ello le pedí sólo que me dijera si la leyenda era o no verdadera. ¿Mi gemelo había engendrado una criatura? ¿Era niño, o niña, vivía todavía?
La respuesta fue característica de tan enigmático personaje, de quien se rumorea que es el mismo Gilean en persona: «Si es cierto, se sabrá. Si no lo es, quedará la incógnita».
He accedido a que esta historia se publique por ser un tema curioso e interesante y también porque quizá, en un futuro lejano, tenga alguna trascendencia en la historia de Krynn. No obstante, quien la lea queda advertido de que tanto mis amigos como yo opinamos que sólo son habladurías sin fundamento.
Caramon Majere
La luz del ocaso bañaba con delicadeza la Posada Rebelde, de manera que aquel edificio destartalado y de tan mala fama parecía un refugio acogedor a quienes transitaban a pie o a caballo por el sendero que pasaba ante su puerta. A plena luz del día se veía que la madera de la estructura deteriorada por los elementos estaba carcomida y podrida, pero en aquel momento tenía un aspecto rústico que le otorgaba el reflejo dorado de la tarde. Las contraventanas rotas y agrietadas relucían ahora al captar las últimas luces del día y las sombras se proyectaban en el tejado con el ángulo preciso para disimular sus incontables parches. Acaso fuera éste el motivo por el que la posada estaba tan concurrida en esa tarde invernal. O quizá se debía al frente de nubes grises y bajas que avanzaba desde el este como un ejército silencioso y fantasmal.
La Posada Rebelde se levantaba en los aledaños del bosque de Wayreth; si sus mágicos árboles lo juzgaban oportuno, se entiende. Cuando decidían todo lo contrario, cosa que ocurría con frecuencia, la posada se encontraba en los límites de un terreno estéril en el que no habría crecido nada aun en el caso improbable de que alguien hubiera tenido la peregrina idea de cultivarlo. Pero ningún granjero lo había intentado siquiera. ¿Quién habría tenido el atrevimiento de sacar fruto de una tierra que, conforme al saber popular, estaba bajo el dominio de los archimagos de la torre de la Alta Hechicería y del misterioso y temible bosque?
A algunos les parecía muy peculiar que la Posada Rebelde se hubiera construido tan cerca del bosque de Wayreth…, cuando el bosque estaba a la vista, claro. Pero el propietario, Slegart Alberque, era a su vez un hombre peculiar. En apariencia, lo único que le interesaba era obtener ganancias y así se lo decía a cualquiera que le preguntara. Y no era difícil sacar dinero a quien quiera que sorprendiera la noche en las cercanías de las tierras de los hechiceros.
A juzgar por las apariencias, eran muchos los que ese día se encontraban en esa situación, ya que casi todas las habitaciones de la posada estaban ocupadas. Los viajeros eran en su mayor parte humanos, ya que transcurrían los años precedentes a la Guerra de la Lanza y en aquella época tanto elfos como enanos se mantenían aislados en sus dominios y apenas salían al mundo exterior. Había, eso sí, unos cuantos enanos gullys a los que Slegart había contratado para limpiar y cocinar. El posadero tampoco ponía pegas a que los goblins se hospedaran en su posada, siempre y cuando supieran comportarse. Aquella noche en particular no había goblins en el establecimiento, si bien entre los humanos asistentes había algunos a los que podría tomárselos como tal si se juzgaba por sus rostros retorcidos y astutos. Era este numeroso grupo el que había alquilado varias habitaciones dejando libre sólo otras dos, ya que el pequeño y destartalado establecimiento no tenía muchas.
Acababa de aparecer la primera estrella en el firmamento para quedar casi de inmediato cubierta por la avanzadilla de nubes, cuando la puerta de la posada se abrió de par en par dando paso a una ráfaga de aire frío, a un guerrero vestido con armadura de cuero y a un mago de rojas vestiduras. Desde su puesto tras el sucio mostrador, Slegart frunció el entrecejo. No es que a Slegart le disgustaran los magos (se rumoreaba que su posada existía por obra y gracia de los hechiceros de la Torre), pero tampoco le gustaba tenerlos tan cerca.
Tanto el posadero como los reunidos en la sala advirtieron el magnífico físico y la juventud del corpulento guerrero cuando éste se dirigió al mostrador.
—Cena —pidió, al tiempo que echaba una moneda sobre la barra. El ceño de Slegart se trocó de inmediato en una sonrisa, si bien tampoco duró mucho cuando el mocetón añadió—: Y una habitación para esta noche.
—Estamos completos —rezongó Slegart mientras dirigía una mirada significativa a la estancia abarrotada—. Esta noche hay buena luna para cazar…
—¡Bah! —resopló el guerrero—. Hoy no habrá luna para cazar ni para nada. La tormenta estallará en cualquier momento y a menos que se esté interesado en cazar copos de nieve, no habrá otra cosa sobre la que disparar… —Dicho esto, el hombretón recorrió con la mirada la estancia como retando a los presentes a llevarle la contraria.
Habida cuenta de la anchura de sus hombros, la usada armadura y la soltura con que llevó la mano a la empuñadura de su espada, hasta los individuos de peor catadura mostraron su conformidad con tan sagaz deducción por medio de un cabeceo: definitivamente, esa noche no se podría cazar nada. La mirada firme del guerrero se volvió hacia Slegart.
La mirada de Slegart fue hacia el mago, que, efectivamente, parecía estar al borde del agotamiento. Vestía la Túnica Roja y la capucha le cubría la cabeza de manera que su rostro quedaba en las sombras. Se apoyaba en un bastón de madera, decorado en la parte superior con una garra de dragón dorada que aferraba un cristal facetado. El mago no se apartaba del cayado y su mano lo sujetaba en un gesto que semejaba tanto una caricia como una necesidad de constatar su presencia.
—Sírvenos una jarra de tu mejor cerveza y un cazo con agua caliente para mi gemelo —pidió el guerrero mientras soltaba otra moneda de acero sobre el mostrador con gesto enérgico.
A la vista del dinero, los sentidos de Slegart se pusieron en alerta.
—Acabo de recordarlo —empezó, al tiempo que cogía la moneda y sus ojos iban hacia la bolsa del hombretón, en la que se oía un tintineo metálico. Incluso encogió la nariz, como si pudiese oler el dinero—. Queda un cuarto en el segundo piso.
—Ya me parecía a mí —dijo el guerrero con semblante hosco. Soltó sobre el mostrador una tercera moneda con un golpe sordo.
—Es uno de los mejores —puntualizó Slegart. El hombretón soltó un gruñido y torció el gesto. El posadero agregó—: Va a ser una noche muy desapacible, tanto para hombres como para animales.
En aquel momento una ráfaga de aire golpeó las paredes de la posada y silbó a través de las desencajadas ventanas, por cuyos resquicios penetraron algunos copos de nieve. Al mismo tiempo, el Túnica Roja empezó a toser, una tos violenta que lo dejó sin aliento y lo hizo doblarse sobre la mesa. Encapuchado y abrigado como el tiempo exigía, no era mucho lo que se percibía de su físico, pero Slegart había dado por sentado que tenía que ser joven si él y el gigantón eran gemelos. En consecuencia, el posadero se quedó perplejo al atisbar un mechón de pelo blanco bajo la capucha y reparar en la extrema delgadez y fragilidad de la mano que sostenía el bastón.
—Lo alquilamos —murmuró el guerrero mientras dirigía una mirada preocupada a su hermano.
—¿Qué le ocurre? —Preguntó Slegart, sin apartar los ojos del mago en tanto que sus dedos se crispaban junto a la moneda pero sin decidirse a cogerla—. No está enfermo, ¿verdad? —Se echó hacia atrás—. No tendrá la peste ¿eh?
—¡Por supuesto que no! —Replicó ceñudo el guerrero. Se inclinó sobre el posadero y dijo en voz baja—: Venimos de la Torre de la Alta Hechicería. —Los ojos de Slegart se abrieron como platos—. Acaba de pasar la Prueba…
—Ah, comprendo —dijo el posadero con actitud de entendido. Dirigió una mirada compasiva al mago—. He visto a muchos como él durante los últimos años. —Sus ojos se volvieron hacia el guerrero—. Y también he visto a muchos como tú que regresaban solos, sin otra cosa que un paquete de ropas y uno o dos libros de hechizos. Era cuanto quedaba de ellos. Tanto tú como él podéis consideraros afortunados por haber sobrevivido.
El guerrero asintió con un cabeceo, aunque a juzgar por la expresión acosada reflejada en su rostro y el dolor patente en sus ojos oscuros no se consideraba un tipo muy afortunado. Fue hacia la mesa ocupada por su hermano y puso la mano sobre el hombro del mago, pero su gesto fue rechazado con un amargo gruñido.
—¡Déjame en paz, Caramon! —Oyó Slegart al hechicero mientras se acercaba a la mesa con una bandeja en la que llevaba una jarra de cerveza y un cazo de agua caliente—. ¡Tu cargante solicitud me llevará a la tumba antes que esta maldita tos!
El guerrero, Caramon, no respondió y tomó asiento frente a su hermano. La preocupación y la tristeza le ensombrecían los ojos.
Mientras servía la mesa, Slegart procuró por todos los medios atisbar el rostro oculto bajo la capucha, pero el mago estaba acurrucado cerca del fuego con el rojo embozo echado sobre los ojos y ni siquiera alzó la cabeza cuando el posadero colocó en la mesa platos, cubiertos y jarras haciendo más ruido de lo que era preciso. El joven se limitó a sacar un puñado de hierbas secas de uno de los saquillos que llevaba colgados del cinturón y se lo tendió a su hermano.
—Prepárame la infusión —ordenó con voz ronca. Luego se recostó en la pared con actitud desmayada.
Slegart, que no le quitaba ojo de encima, sufrió un sobresalto al reparar en que la piel de la delgada mano del mago brillaba con un tinte metálico dorado a la luz de la chimenea.
El posadero se esforzó otra vez por atisbar el rostro del hechicero, pero el joven se echó más hacia atrás buscando el refugio de las sombras, a la vez que agachaba la cabeza y bajaba la capucha sobre los ojos.
«¡Si tiene la piel de la cara como la de la mano, no me extraña que se esconda!», reflexionó Slegart, que ya se arrepentía de no haberse librado de este mago enfermo, con dinero o sin él.
El guerrero cogió las hierbas y las echó en una taza, que a continuación llenó de agua caliente.
Curioso a despecho de sí mismo, Slegart se inclinó sobre la mesa para echar una ojeada a la infusión con la esperanza de que se tratara de alguna clase d poción mágica. Sufrió una decepción, ya que la mezcla tenía un aspecto normal, como té, con unas cuantas hojas flotando en la superficie. Le sorprendió el súbito olor acre que se desprendió de la mezcla. Encogió la nariz e iba a hacer un comentario cuando la puerta se abrió de golpe y dio paso a otra ráfaga de viento, más copos de nieve y un nuevo huésped. El posadero llamó con un ademán a una de las desaliñadas camareras para que terminara de servir al mago y a su hermano y él salió al encuentro del recién llegado.
A tenor del donaire de sus movimientos y su constitución alta y delgada, debía de tratarse de un joven humano, o una joven humana o un elfo. Pero iba tan arropado en sus voluminosos ropajes que resultaba imposible distinguir su sexo o raza.
—Estamos completos —empezó Slegart, pero, antes de que tuviera oportunidad de añadir algo más, el huésped se deslizó hacia él (no podía describirse de otro modo su manera de caminar), alargó una mano notablemente hermosa y delicada y puso dos monedas en la del posadero, notable sólo por su suciedad.
—Un rincón junto a la chimenea donde pasar la noche me bastará —dijo el huésped en voz baja.
—Me parece que todavía queda una habitación —anunció Slegart.
Sus palabras provocaron el alborozo de los humanos malcarados, que acogieron su comentario con groseras risotadas.
Incluso el guerrero esbozó una sonrisa desganada y sacudió la cabeza en tanto que daba un codazo a su hermano. El mago no dijo nada y se limitó a señalar con gesto irritado la taza de infusión.
—La alquilo —dijo el huésped, que sacó otras dos monedas de la bolsa y se las entregó a Slegart, quien sonreía entre dientes.
—Muy bien… —El posadero dirigió una mirada apreciativa a las ropas de buena calidad del desconocido y se consideró muy listo cuando preguntó mientras hacía una reverencia—: Eh…, ¿a nombre de quién?
—¿Tan importante es la habitación que se nos tiene que presentar? —Replicó el huésped tajante.
El guerrero soltó una risita divertida y al parecer el comentario hizo incluso mella en el mago, que movió la encapuchada cabeza con suavidad en tanto daba unos sorbos a la humeante y maloliente infusión.
Falto de palabras, Slegart se devanó los sesos para encontrar otro modo de determinar la identidad del misterioso huésped, pero, antes de que discurriera algo, el desconocido le dio la espalda y se encaminó hacia la mesa apartada donde apenas había luz y que estaba lejos de la chimenea.
—Sírveme comida y bebida —ordenó con tono imperioso.
—¿Qué le apetece señ… señoría? —preguntó Slegart mientras corría tras el huésped con la cabeza ladeada para no perderse ni una palabra, ni una inflexión en la voz.
Aunque el huésped hablaba en Común lo hacía con un acento extraño, y el posadero todavía no estaba seguro de si era hombre o mujer.
—Cualquier cosa —respondió con tono cansado el desconocido, sin volverse hacia Slegart. En su camino hacia el apartado rincón pasó ante la mesa de los hermanos echó una breve ojeada—. Eso mismo. Lo que quiera que sea que estén comiendo —dijo, señalando a la camarera que servía a rebosar los platos con un guiso pastoso y gris y que aprovechaba mientras tanto para rozar a Caramon con su cuerpo.
Entonces, ya fuera de la forma de caminar del misterioso personaje, ya por el modo en que gesticuló o más bien por sutil tono despectivo que adoptó su voz al advertir que la mano del guerrero se alzaba y daba un rodeo para palmear la zona más redonda y prominente de la anatomía de la camarera, lo cierto es que Slegart tuvo la certeza de que su huésped era una mujer.
Era peligroso viajar por Ansalon en aquellos tiempos, unos cinco años antes de la guerra. Muy pocos se atrevían a hacerlo a solas y menos aún mujeres. Las pocas que lo hacían o eran mercenarias bien pertrechadas con espadas y escudos o eran damas ricas que llevaban de escolta una horda armada hasta los dientes. Esta mujer, si es que lo era, no llevaba arma alguna a la vista y, si tenía escoltas, les debía gustar dormir al aire libre, bajo lo que presagiaba que iba a ser una de las peores ventiscas desatadas en la región.
El posadero no destacaba por ser demasiado inteligente ni observador y llegó a la conclusión de que su huésped era una mujer sola y sin protección dos minutos después de que todos los presentes lo hubieran deducido. Esto se hizo patente en la expresión levemente sombría del guerrero y la mirada interrogante que dirigió a su hermano, quien movió la cabeza en un gesto negativo apenas perceptible. También lo puso de manifiesto el súbito silencio en el que se sumió el grupo de «cazadores» sentados cerca del mostrador, y los murmullos precipitados y las risotadas amortiguadas que se produjeron a continuación.
Al oírlo, Caramon echó una ojeada a sus espaldas, con el entrecejo fruncido. Sin embargo, el suave roce de una mano y un comentario en voz baja del mago lo convencieron de que, tras soltar un sonoro suspiro, siguiera engullendo su cena con actitud impasible si bien, y para disgusto de la camarera, no apartó los ojos de la desconocida.
Slegart regresó al mostrador y se puso a frotar las jarras con un trapo mugriento, dando a medias la espalda a la sala, pero sin que se escapara detalle a sus penetrantes ojos. Uno de los rufianes se incorporó despacio, se desperezó y pidió a gritos otra cerveza. Cogió la jarra a la camarera antes de que la soltara en la mesa y se acercó a la desconocida.
—¿Te importa si me siento? —dijo, uniendo la acción a las palabras.
—Sí —fue la cortante respuesta.
—¡Oh, vamos! —Protestó el rufián. Sonrió entre dientes mientras se acomodaba en el banco de cara a la mujer, que siguió comiendo la pastosa mezcla gris del plato sin levantar la cabeza—. En esta parte del país se tiene por costumbre que los compañeros de taberna se diviertan juntos en una noche como ésta. Vamos, únete a nuestro pequeño grupo…
La mujer hizo caso omiso de él y siguió con su cena. Caramon se incorporó un poco en su asiento a la vez que dirigía una mirada suplicante a su hermano, pero este respondió con un brusco movimiento de su encapuchada cabeza. El guerrero suspiró y siguió comiendo.
El rufián se echó hacia adelante y alargó la mano para tocar el chal con el que la mujer se cubría la cabeza y gran parte del rostro.
—Debes de tener mucho calor con… —empezó el hombre. No pudo terminar la frase, ya que le habría resultado muy difícil hablar con el plato y el resto del guisado resbalándole por la cara.
—He perdido el apetito —dijo la desconocida. Se levantó con parsimonia, se limpió las manos con una servilleta grasienta y se encaminó a la escalera—. Me retiro ya, posadero. ¿Qué número es mi habitación?
—La dieciséis. Podéis atrancar la puerta por dentro con el pestillo para que no os moleste este canalla —dijo Slegart, frotando la jarra con más lentitud. Las trifulcas eran mala cosa para el negocio. Mermaban las ganancias—. La criada subirá en un momento para abrir la cama.
El «canalla», a quien le salía el guisado por la nariz, tal vez se habría resignado y habría dejado que la misteriosa mujer siguiera su camino. Su voz había sonado con tranquila frialdad y su presencia de ánimo ponía de manifiesto que estaba acostumbrada a cuidar de sí misma. Pero el comentario del posadero provocó una risita de aprobación en el corpulento guerrero, que acto seguido fue coreada por el grupo de «cazadores». Las risas de estos últimos eran de mofa, zahirientes.
El hombre objeto de burla lanzó una mirada enconada a sus compinches mientras se limpiaba el estofado de la cara y luego se levantó del banco con tanta brusquedad que tiró la mesa patas arriba. Fue en pos de la mujer, que se encontraba ya a mitad de escalera.
—Yo te llevaré a tu habitación —dijo, mirándola con lujuria. La agarró por un brazo y la atrajo hacia sí.
Cogida por sorpresa, la misteriosa viajera cayó en brazos de rufián a la vez que soltaba un grito con el que, si aún quedaban dudas, quedó despejada la incógnita de su sexo.
—Raistlin… —suplicó Caramon mientras llevaba la mano a la espada.
—Está bien, hermano —susupiró resignado el mago. Alargó la mano hacia el bastón que había recostado contra la pared y buscó su apoyo para incorporarse.
El guerrero empezaba a levantarse del banco cuando vio que los ojos de su hermano se dirigían hacia un punto situado a su espalda. Asintió con un leve cabeceo para indicar al mago que había captado su advertencia. En ese momento una pesada mano se cerró sobre su hombro.
—Buen guiso, ¿no te parece? —dijo una de los componentes del grupo—. Sería una lástima que interrumpieras tu cena por algo que no te concierne. A menos, por supuesto, que quieras tomar parte en la diversión. Si es así, ya te avisaremos cuando llegue tu tur…
El puño de Caramon se estrelló en la mandíbula del sujeto con un ruido sordo.
—Gracias, pero creo que mi turno ya ha llegado —dijo con frialdad el guerrero, que desenvainó la espada y se giró para hacer frente a los maleantes que tenía a la espalda.
Una silla voló desde la parte posterior del grupo y fue a estrellarse contra el hombro del brazo armado de Caramon. Dos de los hombres que estaban delante se abalanzaron sobre él. Uno le agarró la muñeca y forcejeó para que soltara el arma, y el otro empezó a descargar puñetazos sobre el guerrero. El resto de la chusma se le echó encima al ver que se tambaleaba.
—¡Ve con la chica, Raist! ¡Yo me encargo de éstos! —Gritó Caramon con la voz ahogada bajo un montón de cuerpos—. ¡Lo tengo… todo… ufff… controlado!
—Como siempre, querido hermano —dijo con sorna el mago. Hizo caso omiso de gruñidos, bufidos, gritos y crujidos de muebles y huesos, y apoyándose en el bastón se dirigió a la escalera.
La chica se defendía de su agresor con los puños al carecer aparentemente de otra arma, y era evidente que el hombre la reduciría en cualquier momento. El rufián tenía volcada toda su atención en arrastrar a su forcejeante víctima escaleras arriba y por ello no se percató de que el Túnica Roja se acercaba con rapidez a sus espaldas. Hubo un destello plateado, un brusco movimiento de la mano del mago y el canalla soltó a la chica y se llevó las manos al costado. La sangre salió a borbotones entre sus dedos crispados. Durante un instante miró sorprendido a Raistlin, pasó junto a él tambaleante y luego rodó escaleras abajo, con la daga del mago hundida entre las costillas.
—¡Raist! ¡Ayúdame! —gritó Caramon desde abajo.
Aunque el guerrero ya había vencido a tres de sus adversarios, se hallaba enzarzado en una brutal pelea contra un cuarto oponente, entorpecidos sus movimientos por un enano gully que se le había encaramado a la espalda y le golpeaba la cabeza con una sartén.
Pero Raistlin no pudo auxiliar a su hermano. La chica se tambaleó debilitada y mareada por los esfuerzos, y dio un traspié.
El mago soltó el bastón, que a saber cómo se quedó erecto en el aire, y agarró a la mujer antes de que cayera.
—Gracias —murmuró ella sin levantar la cabeza.
El chal se le había soltado con los forcejeos e intentó anudarlo otra vez para cubrirse el rostro. Pero Raistlin sonrió con sorna y sus ágiles dedos atraparon la prenda por una punta con un diestro y veloz movimiento.
—Se te ha caído esto —dijo con frialdad mientras le tendía el chal. Sus penetrantes ojos la escudriñaron para descubrir la razón por la que una joven mujer escondía el rostro. Dio un respingo.
Tras perder el chal, la muchacha había mantenido la cabeza agacha, pero al notar el sobresalto del mago supo que su gesto era inútil. La había visto. Entonces suspiró y levantó despacio la cabeza. Las facciones que contempló le causaron tanto sobresalto como el experimentado un momento antes por Raistlin.
—¿Qué…, qué clase de ser humano eres? —Preguntó mientras se apartaba de él.
—¿Y tú? —Preguntó el mago a su vez con tono perentorio, al tiempo que la retenía.
La joven se sorprendió de que unas manos tan delicadas fueran al mismo tiempo tan increíblemente fuertes.
—Soy… una mujer corriente —balbuceó con un hilo de voz, sin apartar del mago sus ojos, desmesuradamente abiertos.
—¿Corriente? —Raistlin apretó más los dedos cuando la muchacha hizo intención de escabullirse. Miró con incredulidad la fina estructura ósea y los delicados rasgos de su cara, la mata de cabello que tenía el color y el brillo de plata fundida, los ojos oscuros y aterciopelados como un cielo nocturno—. ¡Corriente! Tengo ante mí a la mujer más hermosa que he visto en mis veintiún años de vida. Lo que es más, tengo entre manos a una mujer ¡a la que no veo envejecer! —Soltó una risa amarga, destemplada—. ¡Y dice de sí misma que es una persona «corriente»!
—¿Y qué me dices de ti? —Replicó ella, temblorosa. Alzó la mano hasta rozar la piel dorada de su rostro—. ¿Y qué me quieres decir con que…, con que no me ves envejecer?
El mago vio que el miedo ensombrecía los ojos de la joven al hacerle la pregunta, y sus propios ojos se estrecharon y la estudiaron con intensidad.
—Mi piel dorada es el sacrificio por mi magia, como lo es mi cuerpo quebrantado. Y en lo que se refiere a que no te veo envejecer, significa que mis ojos no captan en ti el deterioro del paso del tiempo. Has de saber que mi visión es diferente de la de los demás. —Hizo una pausa, sosteniendo fija la mirada en la chica, que empezó a temblar bajo aquel escrutinio inflexible—. Mis pupilas ven cómo pasa el tiempo, ven la muerte en todo lo que vive. Estos relojes de arena ven cómo la carne humana se agosta y marchita. Cómo los árboles dejan caer sus hojas recién brotadas. Cómo las rocas se deshacen en polvo. Sólo los más jóvenes entre los longevos elfos podrían parecerme normales por un momento, pero incluso a ellos los veo como capullos que no tardarán en marchitarse. Tú, sin embargo…
—¡Raist! —Retumbó la voz apremiante de Caramon desde abajo.
Se oyó un crujido. En sus esfuerzos por sacudirse de encima al gully que le tapaba los ojos con las manos, el guerrero tropezó y cayó de bruces sobre una mesa que se hizo astillas. El mago no se movió, ni tampoco la chica.
—¡No envejeces en absoluto! Y no eres de raza elfa —dijo Raistlin.
—No —murmuró ella. Con los ojos prendidos en el mago trató sin éxito de librarse de sus garras—. Me… me haces daño…
—¿Quién eres? —exigió él.
La joven, temblorosa, se debatió entre sus manos.
—Un ser humano, como tú mismo —protestó mientras alzaba de nuevo la vista hacia aquellos extraños ojos—. Te agradezco que me hayas salvado pero…
De repente se quedó paralizada y cesaron todos sus esfuerzos para librarse. Su mirada quedó prendida en Raistlin y la del mago en la suya.
—No —dijo la joven con un murmullo ahogado—. ¡No! —El susurro se tornó un grito desgarrado que sobrepasó el bramido del viento en el exterior de la posada.
Raistlin se tambaleó y chocó contra la pared, como si ella lo hubiera atravesado con una espada. Pero ni siquiera lo había rozado. No había hecho más que mirarlo. Con un chillido salvaje, la muchacha se incorporó precipitadamente y echó a correr escaleras arriba dejando al mago desplomado contra la pared y con los ojos desorbitados, mirando sin ver, fijos en el punto donde ella había estado agachada frente a él.
—Ya me he librado de esa escoria, aunque no gracias a tu ayuda —rezongó Caramon mientras subía hacia donde se encontraba su hermano.
Miró por la barandilla con actitud satisfecha. Él tenía un labio partido y le sangraba, pero cuatro hombres yacían en el suelo, sin contar el que su hermano había apuñalado y cuyo cuerpo inerte seguía acurrucado al pie de la escalera, hecho un ovillo. El enano gully estaba metido cabeza abajo en un barril, pataleando de forma patética y profiriendo unos berridos tan estridentes que amenazaban con romper la cristalería.
—¿Qué pasa con los desperfectos? —Preguntó Slegart, que inspeccionaba el estropicio.
—Haz una colecta entre ésos —gruñó Caramon, señalando a los quejosos integrantes del grupo—. Aquí tienes tu daga, Raistlin. —El guerrero tendió el arma a su hermano—. La he limpiado lo mejor que he podido. Supongo que no querías desperdiciar tu magia con este miserable, ¿eh? De todos modos… Eh, Raist, ¿te encuentras bien?
—Si… N… no estoy herido… —balbuceó el mago mientras alargaba la mano para agarrarse a su hermano.
—¿Entonces qué te pasa? —preguntó el guerrero desconcertado—. Parece que hayas visto un fantasma. Oye, ¿dónde está la chica? —Miró a su alrededor—. ¿No se ha quedado para darnos siquiera las gracias?
—Le…, le dije que se fuera a su habitación —murmuró Raistlin. Parpadeó aturdido y miró a Caramon como si no lo conociera. Transcurridos unos segundos pareció salir del estupor y volvió a ser él mismo. Tomó la daga que le tendía Caramon y la colocó de nuevo en la correa que llevaba sujeta a la muñeca—. Y nosotros deberíamos hacer lo mismo, hermano —dijo con firmeza, al observar que los ojos del guerrero miraban anhelantes la jarra de cerveza que aún seguía en su mesa—. Déjame que me apoye en tu brazo. El esfuerzo me ha dejado exhausto —añadió mientras agarraba el bastón.
—Oh… Eh… ¡Claro, Raist! —La preocupación por su hermano hizo que Caramon olvidara su sed.
—Es la número trece —gruñó el posadero que ayudaba a los rufianes a arrastrar hacia un rincón a sus compinches caídos.
—Tenía que ser ese número —resopló el guerrero, que sostuvo a su hermano y lo ayudó a subir la escalera—. ¡Eh, por cierto! ¿Pudiste echarle una ojeada a la chica? ¿Es guapa?
—¿Por qué me preguntas eso, hermano? —Dijo con voz queda Raistlin, al tiempo que se echaba la capucha sobre la cabeza para eludir la mirada de su gemelo—. Ya sabes lo que ven estos ojos míos.
—Sí, claro… Eh… Lo siento, Raist. Sigo olvidándolo —Caramon enrojeció—. ¡Maldita sea! Uno de esos bastardos me rompió la silla en los riñones cuando estaba agachado. Seguro que tengo un montón de astillas clavadas.
—Sí, querido hermano —murmuró Raistlin sin escuchar lo que decía. Su mirada fue hasta una puerta situada al final del pasillo, señalada con el número dieciséis.
Tras aquella puerta, Amberyl paseaba arriba y abajo mientras cerraba y abría los puños y emitía de tanto en tanto un apagado gemido.
—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —Se preguntaba febril, sin cesar de recorrer el cuarto de un extremo a otro. La habitación estaba a oscuras y hacía frío. Absorta en su preocupación, Amberyl había dejado que el fuego se apagara—. ¿Cómo sucedió? ¿Cómo pudo suceder? ¿Por qué ninguno de los ancianos previó que pudiera pasar algo así?
Repitió las mismas frases una y otra vez mientras sus pies recorrían incansables el mugriento entarimado del suelo, como siguiendo el ritmo del torbellino de ideas que giraba en su cabeza.
—Hablaré con él —se le ocurrió de pronto—. Al fin y al cabo, es mago. Tal vez sepa el modo de…, de arreglarlo. ¡Sí, tengo que hablar con él!
Cogió el chal y se cubrió de nuevo la cabeza y el rostro. Abrió la puerta con precaución. El pasillo estaba desierto.
Se sintió desfallecer al comprender que no tenía idea de cuál era la habitación del mago.
—Quizá ni siquiera se haya quedado a pasar la noche —musitó, recostándose con desánimo contra el marco de la puerta—. De todas formas, ¿qué le iba decir? —Se dio media vuelta, avanzó un paso hacia el interior del cuarto y después se detuvo—. No. ¡He de encontrarlo! —Decidió. Cerró la puerta con firmeza para no caer en la tentación de regresar—. Si se ha marchado, iré tras él.
Amberyl caminó pasillo adelante y se acercó a las puertas para escuchar con atención. Tras algunas se oían quejidos y maldiciones proferidas en voz baja. Se alejó de ellas con premura al comprender que dentro estaban sus agresores, recuperándose tras la pelea con el mago y su hermano. Detrás de otra puerta escuchó una risa aguda de una mujer y la ronca de un hombre. Amberyl se acercó a la número trece.
—¡Pero, Raist! ¿Qué se supone que voy a decirle a esa chica? ¿«Ven a nuestra habitación que mi hermano quiere verte»?
Reconociendo la voz del guerrero, Amberyl se pegó a la hoja de madera y escuchó con atención.
—Si es lo único que se te ocurre, entonces dile eso.
La voz, desdeñosa y susurrante, apenas se escuchaba con el bramido de la tormenta, pero traspasó el cuerpo de Amberyl con punzadas dolorosas. Estremecida, se acercó más a la puerta.
—Hazlo como quieras, ¡pero tráemela!
Amberyl oyó el movimiento inquieto de unos pies y una tosecilla desaprobadora.
—Ejem… Raist, no sé lo agradecida que puede sentirse, pero por lo poco que he visto…
—Caramon —interrumpió la voz susurrante—, me siento débil y enfrermo y yo no tengo paciencia para soportar tu estupidez. Te he dicho que traigas a la muchacha. Hazlo… —la voz se cortó con una tos espasmódica.
El sonido de unas fuertes pisadas se acercó a la puerta. Temerosa de ser sorprendida espiando pero incapaz de alejarse, Amberyl se preguntó desesperada qué podía hacer. Acababa de decidirse a volver corriendo a su habitación y esconderse cuando la puerta se abrió.
—¡Por todos los dioses! —Exclamó Caramon sorprendido, aunque reaccionó al instante y alargó la mano para sujetar a la joven, que había dado un paso atrás—. ¡Estaba aquí, Raist! En el pasillo. ¡Escuchando detrás de la puerta!
—¿De veras? —El mago de piel y ojos dorados estaba sentado junto al fuego, acurrucado y contempló con curiosidad cómo su hermano medio arrastraba, medio conducía a Amberyl al interior del cuarto—. ¿Qué hacías ahí fuera? —Preguntó, entrecerrando los ojos.
Por un instante, Amberyl fue incapaz de articular una sola palabra. Se quedó de pie, mirando al mago y retorciendo la punta del chal con nerviosismo.
—¡Vamos, Raist! No le grites —dijo con suavidad Caramon—. La pobre chica está helada. Tiene las manos ateridas. Acercaos aquí, señora —ofreció el hombretón mientras la conducía desmañadamente más cerca de la chimenea y le arrimaba una silla—. Sentaos. Vais a enfermar si no os calentáis. —Posó la mano en el chal—. Está húmedo. Dejadme que lo coja y…
—¡No! —Gritó Amberyl con voz ahogada, al tiempo que se llevaba las manos al chal—. No —repitió más suavemente, abochornada al ver que Raistlin la miraba esbozando una sonrisa desabrida—. Estoy… Me encuentro bien. Nunca…, nunca me resfrío. Por favor…
—Déjanos solos, Caramon —ordenó el mago con frialdad.
—¿Qué? —El guerrero parecía desconcertado.
—He dicho que nos dejes a solas. Vuelve con tu jarra de cerveza y tu camarera. La moza parecía impresionada con tus encantos.
—Eh…, claro, Raist. Si es lo que quieres… —Caramon vaciló y miró a su gemelo con una expresión tan perpleja que a Amberyl se le escapó una risita, si bien al momento se tornó en un sollozo. Escondiendo el rostro tras el chal, intentó enjugarse las lágrimas.
—Déjanos —repitió Raistlin.
—¡Sí, claro! —aceptó Caramon. Amberyl lo oyó dirigirse a la puerta—. Pero… no olvides que estás débil, Raist…
La puerta se cerró con suavidad.
—Lo s… s… siento —tartamudeó Amberyl. Apartó el chal de su rostro—. No quería llorar. Perdí el control. N… no volverá a suceder.
El mago guardaba silencio. Acomodado en el un viejo sillón se limitaba a mirarla con fijeza. Sostenía en las frágiles manos un tazón de té que se había enfriado hacía tiempo. Tras él, a su alcance, estaba el bastón apoyado en la pared. Por fin rompió el largo mutismo.
—Quítate el chal —ordenó fríamente.
Tragándose las lágrimas, Amberyl cogió la prenda y la apartó de su cara. La expresión de los ojos dorados no varió: eran fríos y duros como el cristal. Al mirarlos, Amberyl reparó en que se veía reflejada en su superficie. Ya no podía penetrar en ellos; no del modo en que lo había hecho en la escalera. El mago había levantado barreras entre el mundo y su alma.
«¡Demasiado tarde! —Se dijo desesperada—. Demasiado tarde».
—¿Qué me has hecho? —Preguntó Raistlin, manteniéndose inmóvil—. ¿Qué conjuro has utilizado conmigo? Dímelo y, tal vez, pueda romperlo.
Amberyl bajó la mirada, incapaz de sostener un instante más la de aquellos ojos extraños.
—No es ningún hechizo —murmuró, retorciendo el chal una y otra vez—. Yo…, yo no soy hechicera…, como ya habrás advertido y…
—¡Maldita sea! —Raistlin se levantó de la silla con la rapidez de una serpiente lanzada al ataque. Arrojó la taza al suelo, agarró a Amberyl por las muñecas y tiró de ella obligándola a ponerse de pie—. ¡Estás mintiendo! ¡Me has hechizado! ¡Has invadido mi ser! ¡Te siento vivir dentro de mí! ¡Sólo puedo pensar en ti! Lo único que ve mi mente es tu rostro. No logro concentrarme. ¡La magia se me escapa! ¿Qué has hecho conmigo, mujer?
—¡Me haces daño! —Gimió la joven con un hilo de voz, debatiéndose entre sus manos. Su contacto la quemaba. Sentía el extraño calor que irradiaba su cuerpo, como si un fuego interno lo estuviera consumiendo en vida.
—¡Podría causarte un dolor aún mayor si no me respondes! —Siseó el mago, a la vez que la atraía hacia sí.
—Yo… No puedo explicártelo —susurró Amberyl con la voz entrecortada por los gemidos al sentir que los dedos de Raistlin aumentaban la presión sobre sus muñecas—. ¡Por favor, debes creerme! ¡No lo hice deliberadamente! No quería que esto sucediera…
—¿Entonces por qué viniste a mi habitación?
—Tú…, tú eres mago. Pensé que habría un modo…, que tú sabrías…
—…cómo romper el hechizo. —Raistlin finalizó la frase con voz queda mientras aflojaba las manos y miraba fijamente a la joven—. Así pues, no me has mentido. A ti también te ocurre. Ahora me doy cuenta. Ésa es la verdadera razón que te impulsó a venir, ¿no es cierto? De algún modo también yo he invadido tu ser.
Amberyl agachó la cabeza.
—No. Quiero decir, sí. Bueno, en parte. —Levantó la cara hacia el mago—. Es cierto que vine a ver si existía algún medio de…
Raistlin soltó una risa desabrida y le dejó libre las muñecas.
—¿Y cómo quieres que deshaga un hechizo si no me dices cuál has utilizado?
—¡No ha sido ningún hechizo! —Chilló exasperada la joven. Se miró las huellas que el mago le había dejado marcadas en las muñecas.
—¿Qué es entonces? —Gritó Raistlin. Su voz se enronqueció y le sobrevino un golpe de tos tan brutal que lo hizo retroceder, encogido y con las manos crispadas sobre el pecho.
—Déjame que te ayude —dijo Amberyl alargando los brazos hacia él.
—¡Vete! —Jadeó Raistlin, que tenía los labios manchados de sangre y saliva. Con las escasas fuerzas que le quedaban apartó a Amberyl y después se hundió en el sillón—. ¡Vete! —Repitió.
A pesar de que sus palabras eran casi inaudibles, sus ojos hablaban con claridad. La rabia dilataba las pupilas en forma de reloj de arena.
Aterrada, Amberyl se dio media vuelta y echó a correr. Abrió la puerta y salió al pasillo con tal precipitación que chocó con Caramon y la marera, quienes se dirigían a otra habitación.
—¡Eh! —Exclamó el guerrero mientras la sujetaba en sus brazos—. ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?
—Tu hermano… —farfulló Amberyl, que procuraba ocultar el rostro con el largo cabello—. Se…, se ha puesto enfermo…
—¡Se lo advertí! —Masculló entre dientes Caramon, torciendo el gesto al escuchar la tos seca de su hermano.
Olvidándose de la camarera, que se quedó protestando a su espalda, el guerrero entró en el cuarto a toda prisa. Amberyl corrió ciegamente por el pasillo, abrió la puerta de su habitación de un empujón y cerró tras ella. Se recostó en la pared, temblorosa, en medio de la oscuridad.
Debía de haberse quedado dormida. No estaba segura, ya que los sueños fueron una prolongación de sus cavilaciones. Pero la despertó un ruido. Sí, ahí estaba de nuevo. Una puerta se cerró de golpe. Aunque podría haber sido cualquiera de las otras habitaciones, Amberyl supo con certeza a qué cuarto pertenecía.
Se levantó de la cama, en la que se había tumbado sin desnudarse, y abrió la puerta una rendija. Una voz resonó el final del pasillo.
—¡Raist! ¡Fuera sigue la tormenta! ¡Moriríamos! ¡Es una locura!
—¡Me voy de esta posada! ¡Ahora! —se oyó la voz del mago, que ya no era susurrante, sino un sonido ronco, alterado por la furia y el miedo—. Me marcho. Y lo haré tanto si me acompañas como si no. ¡Tú decides!
El mago echó a andar corredor adelante, apoyado en su bastón. Se detuvo y lanzó una mirada penetrante a la habitación de Amberyl, que retrocedió asustada, como si él pudiese verla. El mago se dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera. Su hermano estaba de pie, con las manos extendidas en un gesto de impotencia.
—Esto tiene que ver con la chica, ¿verdad? —Gritó Caramon—. ¡En nombre del Abismo, respóndeme! Yo… —Se oyó un portazo—. ¡Se ha marchado! —Solo en el pasillo, el hombretón se rascó la cabeza—. Bueno, no llegará muy lejos sin mí. Iré tras él. ¡Mujeres! —Farfulló mientras regresaba con rapidez a la habitación de la que salió poco después, forcejeando con un bulto de ropas—. Tenía que ocurrir ahora, cuando acabamos de salir de ese maldito bosque embrujado. Supongo que acabaremos de nuevo en él. ¡Maldita sea!
Amberyl vio al guerrero, que, parado en el rellano, miraba hacia su puerta. La joven retrocedió otra vez.
—Me gustaría saber qué ha ocurrido entre los dos, señora —rezongó el hombretón. Luego, sacudiendo la cabeza, se echó el petate al hombro y bajó la escalera apresuradamente.
Amberyl se quedó inmóvil un momento en la oscuridad de su cuarto, esperando recobrar la calma para razonar con claridad. Después cogió el chal y se lo ajustó en torno a la cabeza. Sacó de la bolsa de viaje una capa de pieles y se dirigió cautelosa hacia la salida, en pos de Caramon.
Amberyl no recordaba haber visto una tormenta peor en toda su vida y eran muchos los años que había vivido a pesar de que entre los suyos era una mujer joven. La nieve arrastrada por el vendaval la cegaba y desdibujaba las formas del entorno, incluso sus manos, extendidas frente a ella, se perdían en las tinieblas de aquella blancura punzante y cegadora. No había modo de rastrear a Raistlin y a su hermano. Es decir, no había ninguno salvo el que utilizó: el vínculo creado por accidente entre el mago y ella.
Por accidente, sí. Tenía que tratarse de un hecho fortuito, pensó mientras seguía avanzando con esfuerzo. A pesar de que la nieve había empezado a caer pocas horas antes, le llegaba ya por las rodillas. Aun siendo fuerte, estaba teniendo dificultades para caminar a través de la nieve amontonada, así que imaginó lo que estaría pasando el mago con sus largos ropajes…
Amberyl sacudió la cabeza y suspiró. Bien, los dos humanos tendrían que detenerse muy pronto. De eso no le cabía la menor duda. Se ajustó más el chal para cubrirse el rostro y proteger la piel del azote de la ventisca. Se preguntó qué haría una vez que les hubiera dado alcance. ¿Se lo diría al mago?
«¿Acaso me queda otra alternativa? —Pensó con amargura. En ese momento trastabilló y resbaló. Se apoderó de ella un miedo enfermizo que la hizo estremecer—. ¡Ya está! ¡Empiezo a sentir la debilidad causada por el vínculo! Y, si lo siento yo, también le estará afectando a él. ¿Será peor para un humano? —se preguntó con un súbito temor—. ¿Y si muere?».
No. Imposible. Se lo contaría todo esta noche, decidió. Hizo un alto para recostarse contra un árbol y recobrar el aliento. Cerró los ojos. Y, una vez que se lo hubiese revelado todo, ¿qué?
—No lo sé… —musitó con la voz entrecortada—. Los dioses me asistan. ¡No lo sé!
Tan perdida estaba en sus temores, en el torbellino interno que la agitaba, que de momento no reparó en que había dejado de nevar de manera repentina. El viento cortante se había calmado. Cuando cayó en la cuenta, miró en derredor. Se veían estrellas e incluso había luz de luna. Solinari brillaba radiante, transformando en plata la nieve y haciendo del bosque un lugar mágico de increíble belleza.
El bosque… Había cruzado la linde. Amberyl acarició con suavidad el tronco del árbol en el que se apoyaba. Sentía la vida latiendo en la corteza y, debajo de ella, el pálpito de la magia.
Estaba en el bosque encantado de Wayreth. Aunque la fuerte ventisca seguía sin amainar a pocos pasos de distancia, aquí, en el refugio de estos árboles, podría ser verano si lo hechiceros lo dispusieran así. Pero no era ése el caso. Aunque había cesado el inhumano gemido del viento, aún sentía la mordedura de sus dientes de hielo a través de las ropas, y en algunos puntos el manto de nieve alcanzaba casi un metro de espesor. Pero al menos la tormenta no descargaba con toda su furia dentro del bosque. Amberyl veía ahora sin dificultad. La luz de Solinari se reflejaba en la nieve y proporcionaba tanta claridad como si luciera el sol. Ya no tropezaría en la oscuridad y sólo tendría que dejarse conducir por el recuerdo abrasador del mago de ojos dorados, de su contacto…
La joven suspiró y reanudó el camino hasta que por fin encontró un rastro en la nieve. Eran huellas dejadas por humanos. Sí, su instinto había sido infalible. No es que hubiese dudado ni por un momento de su poder, pero no tenía la seguridad de que funcionara en el interior del bosque mágico. Eran muchas las historias que había oído.
Amberyl hizo una pausa y examinó las huellas. Su miedo se acrecentó. Había dos rastros. Uno era el de unas pisadas que avanzaban con firmeza entre los montones más profundos. El otro, en cambio, era un surco ancho de nieve aplastada; era la huella dejada por el caminar vacilante de un hombre que arrastra una pesada y húmeda túnica. En más de un punto se percibían con nitidez las marcas de unas manos, como si el mago hubiese caído. La joven apresuró la marcha y de pronto el corazón le dio un vuelco. Uno de los rastros, el del mago, acababa allí. Su hermano debía de haberlo cogido en brazos. Quizás él… Quizás había…
¡No! Amberyl contuvo la respiración y sacudió la cabeza. El mago podía parecer débil, pero en su interior latía una fuerza más inquebrantable que la hoja del mejor acero jamás forjado. Lo cierto es que este hecho significaba que los dos hermanos tendrían que detenerse y buscar refugio. Una circunstancia que jugaba a su favor.
No pasó mucho tiempo antes de que oyera unas voces. Se agachó detrás de un árbol procurando mantenerse a la sombra proyectada por el tronco y atisbó el parpadeo de una luz tenue. El débil resplandor salía de lo que en apariencia era una cueva en la cara de un risco; un risco que parecía haber salido de la nada, ya que la joven habría jurado que antes no estaba allí.
—Por supuesto —murmuró—. Los hechiceros protegen a uno de los suyos. ¿Habrán advertido mi presencia? —se preguntó de repente—. ¿Me reconocerían? Tal vez, no. Al fin y al cabo, ha pasado mucho tiempo…
En cualquier caso, tanto daba. Ellos poco podían hacer al respecto. Con suerte, ni siquiera intervendrían.
—¡Tengo que ir en busca de ayuda, Raist! —Oyó decir al guerrero cuando se acercó más a la cueva. La voz de Caramon sonaba tensa y angustiada—. ¡Estás muy mal! ¡Nunca te había visto así! ¡Nunca!
Siguió un silencio. Después se escuchó de nuevo la voz de Caramon como respuesta a unas palabras que Amberyl no había captado.
—¡No lo sé! ¡Regresaré a la posada si es preciso! De lo que estoy seguro es de que esta fogata no durará hasta el amanecer. Y tú mismo me has advertido que no corte ramas de estos árboles. Además, están mojadas y no prenderían. Ha dejado de nevar y en el peor de los casos estaré ausente sólo unas cuantas horas. Aquí estarás a salvo. Probablemente mucho más de lo que estaré yo en este condenado bosque. —Hubo otra breve pausa y luego—: No, Raist. ¡Esta vez haré lo que en mi opinión es más acertado!
En su mente, Amberyl casi pudo oír el áspero reniego del mago y sonrió a despecho de sí misma. Una sombra oscureció por un instante la luz que salía de la cueva. La silueta de Caramon se perfiló en la entrada y se detuvo. Parecía vacilar. ¿Acaso iba a cambiar de idea? La figura se giró un poco, como si fuera a regresar al interior de la hendidura.
Rápidamente, en un lenguaje que nadie en el continente de Ansalon había escuchado desde había innumerables siglos, Amberyl musitó unas palabras a la vez que gesticulaba con las manos. Apenas visible desde donde se encontraba, surgió a lo lejos el brillo tenue de una fogata, en otra zona del bosque.
Caramon captó el débil resplandor por el rabillo del ojo.
—¡Raist! —gritó—. ¡Allí se ve una hoguera! ¡Hay alguien cerca! Tú quédate aquí, arropado. ¡Volveré pronto!
La silueta se movió y se confundió con la oscuridad de la noche. Después, Amberyl vio el reflejo de la luna en la armadura del guerrero y escuchó sus firmes pisadas y su pesada respiración al abrirse paso con dificultad entre la nieve. Sonrió.
«No, no volverás pronto, amigo mío —dijo para sus adentros cuando pasó junto al árbol donde estaba escondida—. Ni mucho menos».
Aguardó inmóvil hasta que estuvo segura de que Caramon se había alzado un buen trecho en busca de la fogata que, como ella bien sabía, estaría siempre un poco más allá de su alcance. Respiró hondo, elevó una plegaria a su dios y trepó con rapidez hacia la cueva.
Apartó a un lado la manta que el guerrero había colgado a la entrada en un patético intento de proteger la cueva de la inclemencia del tiempo. Entró en el reducido espacio. Hacía frío y humedad y estaba oscuro, ya que la única luz la proporcionaba un pequeño fuego que chisporroteaba débilmente cerca de la entrada para favorecer la ventilación. Amberyl sacudió la cabeza mientras echaba una ojeada a su alrededor. La madera empleada por Caramon estaba empapada por la nieve y el hielo. El que hubiese sido capaz de hacerla arder daba una buena idea de la pericia y habilidad del guerrero en tales menesteres. Pero no duraría mucho y no quedaba más leña con la que alimentar el fuego cuando aquélla se consumiera.
La joven escudriñó la oscuridad. Al principio no vio al mago, aunque sí oía su respiración trabajosa y olía la aromática fragancia de los componentes de hechizos. Entonces él tosió y se agitó un montón de ropas y mantas apiladas cerca de la fogata, y Amberyl atisbó una esbelta mano que se extendía para coger una taza humeante que había cerca de las llamas. Los dedos, temblorosos, estuvieron a punto de tirar el recipiente. La joven se agachó con rapidez y evitó que cayera.
—Déjame ayudarte —dijo. Cogió la taza sin esperar respuesta y ayudó a Raistlin a incorporarse—. Apóyate en mí —ofreció al ver cómo el mago se esforzaba por sostenerse a pesar de su debilidad—. No te sorprende verme, ¿verdad?
Raistlin la contempló unos instantes con aquellos ojos dorados, impenetrables. Luego, esbozando una amarga sonrisa, recostó su frágil cuerpo en Amberyl, que se había sentado a su lado. Aunque el mago estaba tiritando, la joven percibía el extraño calor que irradiaba su cuerpo delgado. Estaba tenso, rígido, y respiraba con dificultad. Se llevó la taza a los labios, pero empezó a toser otra vez. Era una tos violenta, tanto que pareció que lo rompería en pedazos.
Amberyl le cogió la taza y la dejó en el suelo. Lo sujetó mientras él, medio asfixiado, intentaba llevar una bocanada de aire a sus pulmones. Lo abrazó fuerte, como temiendo que el frágil cuerpo fuera a hacerse pedazos. Su propio corazón estaba desgarrado, tanto por la compasión que le inspiraba el sufrimiento del mago como por el temor que sentía por sí misma. ¡Estaba tan debilitado! ¿Y si moría?
No bastante, el espasmo cesó finalmente, y Raistlin fue capaz de inhalar aire. Estremecido, señaló con un gesto la infusión. Amberyl le acercó la taza a los labios; el acre olor le hizo encoger la nariz.
Despacio, a pequeños sorbos, el mago se tomó la pócima.
—Me preguntaba si nos encontrarías aquí, si los hechiceros te permitirían entrar en el bosque —murmuró.
—Yo también me preguntaba lo mismo —dijo con voz queda Amberyl. Suspiró—. Pero, si no te hubiera encontrado yo, habrías tenido que buscarme tú. No habrías podido evitarlo. Te habrías sentido impelido a hacerlo.
—Con que así están las cosa, ¿no? —Repuso Raistlin, que respiraba ya con más facilidad.
—Así están —susurró la joven.
—Ayúdame a tumbarme —pidió el mago.
Se arrebujó de nuevo entre las mantas. Amberyl hizo cuanto estuvo en su mano para que se sintiera cómodo. Volvió la vista hacia el fuego. Una repentina ráfaga de viento hizo ondear la manta de la entrada, y un remolino de nieve chisporroteó al caer sobre las llamas.
—Siento cómo me debilito poco a poco, como si la vida se me escapara —dijo Raistlin, acurrucándose más entre las húmedas mantas—. ¿Es consecuencia del hechizo?
—Sí. Yo también lo siento. Pero no se trata de ningún hechizo —contestó Amberyl mientras intentaba reanimar la fogata. Luego se volvió hacia el mago y se sentó a su lado, con las piernas dobladas, y se las rodeó con los brazos. Los dos se miraron fijamente, con intensidad.
—Quítate el chal —susurró Raistlin.
Despacio, Amberyl desanudó el pañuelo y lo dejó caer sobre los hombros. Sacudió la húmeda melena, y unas gotitas de agua le salpicaron las manos.
—Quítate el chal —susurró Raistlin—. Qué hermosa er… —Se interrumpió y apretó los labios. Luego preguntó con brusquedad—. ¿Qué me va a ocurrir? ¿Moriré?
—Yo… no lo sé —respondió ella de mala gana mientras desviaba la vista hacia el fuego. Era incapaz de mirarlo. Los ojos del mago abrasaban, traspasaban, llegaban a lo más hondo de su ser y la llenaban de un dulce dolor—. Nunca…, nunca había oído que esto…, le hubiera sucedido a… un humano.
—Es decir, que tú no eres humana —comentó Raistlin.
—No, no lo soy. —La joven contestó sin volver la cabeza, incapaz aún de mirarlo a la cara.
—Tampoco eres elfa, ni perteneces a ninguna de las razas de Krynn con las que estoy familiarizado. Y te diré algo más, eh… ¿cómo te llamas?
—Amberyl.
—Amberyl —repitió, pronunciado las sílabas despacio, como saboreándolas. Ella se estremeció de nuevo. El mago continuó—: Te diré algo más, Amberyl. Conozco todas las razas de Krynn.
—Puede que seas extremadamente sabio, mago —susurró la joven—. Pero los misterios de este mundo aún por descubrir son tan numerosos como los copos de nieve.
—¿Y el tuyo? ¿No vas a revelármelo?
—No puedo —dijo Amberyl sacudiendo la cabeza con energía—. No puedo. Es un secreto que no me pertenece sólo a mí.
Raistlin guardó silencio. La muchacha tampoco habló. Los dos se quedaron escuchando los gemidos y crujidos del bosque, el silbido del viento entre los árboles.
—Ya veo. Entonces…, voy a morir —dijo por fin el mago, rompiendo su mutismo. Pero su voz no denotaba rabia o miedo, sino una tranquila resignación.
—¡No, no, no! —Gritó la joven, volviendo los ojos hacia él. Dejándose llevar por un impulso, tomó entre sus manos la frágil del mago y la apretó contra su mejilla—. No —repitió—. Porque entonces yo también moriría.
Raistlin apartó de un tirón la mano y se incorporó sobre un codo con esfuerzo.
—¿Esto tiene cura? —preguntó con voz ronca—. ¿Hay algún modo de deshacer este… hechizo?
—Sí —contestó Amberyl con un hilo de voz, sintiendo que la sangre se le agolpaba en las mejillas.
—¿Cómo? —preguntó Ratislin, con los puños apretados.
—Pero debería… —Se atragantó—. Pero primero debía explicarte algo sobre…, sobre el Valin.
—¿El qué? —Inquirió con rapidez Raistlin. Amberyl vio un destello en sus ojos. Aun enfrentado a la muerte, la mente del mago seguía alerta, trabajando, absorbiendo con ansia cualquier información nueva, almacenándola.
—El Valin. Así es como se llama nuestra lengua. Significa… —Hizo una pausa y frunció el entrecejo en actitud pensativa—. Supongo que en tu lenguaje el término más similar a esa palabra sería «compañero elegido». —El rostro del mago adoptó una expresión tan atónita que resultaba graciosa, y Amberyl se echó a reír a pesar de su nerviosismo—. Espera, déjame que te lo explique. —El rubor aumentó y sintió arderle las mejillas—. Por razones que atañen sólo a nuestra raza, mi pueblo huyó de esta tierra en una época tan remota que se pierde en la noche de los tiempos y se recluyó en otor lugar donde podría vivir en paz. Como tú mismo has observado, nuestra raza es muy longeva. Pero no somos inmortales. Al igual que el resto y para preservar la especie, debemos procrear descendientes. Sin embargo, éramos muy pocos y con el paso del tiempo nuestro número se redujo aún más. La tierra que escogimos para vivir es cruel, durísima. Además, tenemos tendencia a la soledad, a tener pocos contactos entre los de nuestra propia especie. Lo que vosotros llamáis familia es algo desconocido para nosotros. En consecuencia, vimos cómo nuestra raza empezaba a extinguirse y los más ancianos temieron que, de seguir así, desapareciera por completo. Por ello se instauró el Valin, para asegurar que los jóvenes… Que ellos… Que nosotros…
El rostro de Raistlin estaba impasible y sus ojos la observaban con fijeza. Amberyl fue incapaz de continuar bajo aquel escrutino implacable.
—¿Elegiste voluntariamente abandonar tu tierra o te lo ordenaron ellos? —Preguntó el mago.
—Me enviaron los… ancianos. Hay otros como yo. No soy la única.
—¿Por qué? ¿Para qué?
Amberyl sacudió la cabeza. Cogió un trozo de palo y atizó la lumbre, procurando eludir sus ojos.
—Pero vuestros ancianos debieron imaginar que algo así podría ocurrir si os adentrabais en otras tierras —dijo Raistlin con acritud—. ¿Tanto hace que os marchasteis para que lo hayan olvidado?
—No puedes imaginar siquiera cuánto tiempo ha pasado desde entonces —susurró Amberyl sin apartar la vista del fuego, que empezó a apagarse a pesar de sus esfuerzos por avivarlo—. En cuanto a tu otro comentario, te diré que esto no tendría que haber ocurrido. No con alguien que no es de nuestra raza. —Volvió la mirada hacia Raisltin—. Ha llegado mi turno de preguntas. ¿Qué hay en ti que te hace distinto del resto de humanos? Porque es indiscutible que hay algo, algo más que no es tu piel dorada y tus pupilas que ven morir lo que está vivo. Al observarte he visto la sombra de otro. Eres joven y, pese a ello, tienes algo de intemporal. ¿Quién eres, Raistlin, para que haya ocurrido esto entre los dos?
La reacción del mago la sorprendió. Raistlin se puso pálido, sus ojos se abrieron aterrados y después los estrechó en un gesto de suspicacia.
—Al parecer, ambos tenemos un secreto —dijo al cabo, encogiéndose de hombros—. Y creo que ya nunca sabremos la causa de que nos haya sucedido esto. En cualquier caso, lo único que debe importarnos es qué tenemos que hacer para librarnos de…, del Valin, como tú lo llamas.
La joven cerró los ojos y se humedeció los labios. Tenía la boca seca. La cueva se tornó repentinamente fría. Tiritando, intentó hablar varias veces, pero sus esfuerzos fueron infructuosos.
—¿Y bien? —La apremió Raistlin entre dientes.
—Yo… Tú… Tienes que… He de tener un hijo tuyo —repuso con desmayo Amberyl, sintiendo que se ahogaba.
Durante unos instantes interminables sólo hubo silencio. La joven no se atrevía a abrir los ojos y menos a mirar al mago. Abochornada, asustada, escondió la cara entre los brazos. Pero un sonido extraño le hizo levantar la cabeza.
Raistlin yacía boca arriba en las mantas y reía. Era una risa casi inaudible, pero risa al fin y al cabo; una risa burlona, hiriente. Apesadumbrada, Amberyl se dio cuenta de que el cortante filo de aquella risa no iba dirigido contra ella, sino contra sí mismo.
—Por favor, no. Basta —suplicó la joven, arrastrándose contra él.
—Mírame. ¡Mírame bien, mujer! —jadeó Raistlin, cuya risa se había trocado en un golpe de tos. Luego, esbozando una amarga sonrisa, señaló al exterior—. Será mejor que esperes a mi hermano. Caramon regresará pronto.
—No. No lo hará —lo contradijo la joven con voz queda mientras se acercaba más a él—. Tu hermano no volverá antes del amanecer.
Los labios de Raistlin se entreabrieron. Sus ojos, a los que asomó una súbita ansia, devoraron su rostro.
—Al amanecer —musitó.
—Al amanecer —repitió ella.
La mano trémula del mago se alzó par apartar el cabello de aquel rostro delicado.
—El fuego se habrá consumido mucho antes —susurró.
—Sí —Amberyl apoyó la mejilla en su mano—. Y… ya se nota el frío. Tendremos que hacer algo para conservar el calor, o pereceremos…
Raistlin acarició con la punta de los dedos la tersa piel de la mujer, sus cálidos labios. Ella cerró los ojos y se tumbó a su lado. El mago rozó las largas pestañas, tan finas como un encaje elfo. Sintió el cuerpo firme de ella apretarse contra el suyo y notó cómo se estremecía. La rodeó con el brazo y la estrechó aún más contra sí. En ese momento, la última llama de la fogata parpadeó y se apagó. El manto suave y tibio de la oscuridad los envolvió. Fiuera se oyó la risa del viento y los árboles susurrándose secretos.
—O pereceríamos… —musitó Raistlin.
Amberyl despertó de un sueño intranquilo y en el primer momento se preguntó dónde se encontraba. Al moverse un poco sintió el brazo del mago que la rodeaba en un gesto protector y su cálido cuerpo yaciendo junto al suyo. Recostó la cabeza en su hombro y suspiró. Se permitió seguir así un rato más, envuelta en su calor, retrasando todo lo posible lo que era inevitable.
El viento había dejado de soplar. La tormenta había amainado. La oscuridad que los había arropado dejaba paso al alba, si bien con aquella luz grisácea todavía no se distinguían con precisión los restos ennegrecidos de la fogata. Se giró un poco para ver el rostro de Raisltin.
Él tenía el sueño ligero y al sentirla moverse se despertó y murmuró algo entre dientes. Tosió y empezó a despertarse. Amberyl le acarició los párpados, y él dio un hondo suspiro y se quedó dormido otra vez. Las huellas de dolor impresas en su rostro se suavizaron.
Qué joven parecía. Qué joven y qué vulnerable. Lo habían herido profundamente. Por eso llevaba puesta aquella coraza de arrogancia e insensibilidad. Una coraza que todavía le molestaba, que le hacía daño. Aún no se había acostumbrado a ella, pero algo le dijo a Amberyl que el mago llegaría a familiarizarse con su contacto antes de que su breve vida acabara.
Para no molestarlo, Amberyl se escabulló de su abrazo con cuidado, sin hacer ruido, aunque sabía que el joven mago no despertaría del sueño encantado en el que lo había sumido. Recogió sus cosas y se envolvió la cabeza con el chal de nuevo. Luego se arrodilló junto al mago dormido y contempló su rostro una última vez.
—Podría quedarme —musitó con dulzura—. Estaría contigo durante un corto tiempo. Pero después mi naturaleza solitaria se impondría obligándome a abandonarte y te haría daño. —Un súbito pensamiento la hizo estremecerse. Cerró los ojos y sacudió la cabeza—. O tal vez descubrirías la verdad sobre mí. Si eso llegara a suceder, me aborrecerías, me despreciarías. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Lo que es peor, despreciarías a nuestro hijo.
Con ternura, Amberyl le apartó de la cara el cabello prematuramente blanco y acarició su piel dorada.
—Hay algo en ti que me asusta —susurró con voz temblorosa—. Ignoro qué es. Quizá los ancianos puedan decírmelo… —Una lágrima se deslizó por su mejilla—. Adiós, mago. Lo que hago ahora nos evitará un dolor a los dos. —Se agachó y besó el rostro dormido—. Y también lo mantendrá alejado de ese ser que debe llegar al mundo libre de sus penalidades.
La joven puso las manos en las sienes del mago, cerró los ojos y recitó unas palabras en un lenguaje arcano. Luego escribió el nombre de Caramon en el polvo del suelo y repitió las mismas palabras. Se incorporó y se dirigió presurosa hacia la boca de la cueva. Allí se detuvo. La gruta estaba húmeda y fría. Oyó toser al mago. Señaló las cenizas de la fogata y pronunció otras palabras. Una llamarada brillante prendió en la roca y derramó luz y calor en la cueva. Echó una última mirada atrás, suspiró y salió al exterior. Poco después se perdía entre los vigilantes árboles del bosque de Wayreth.
La luz del amanecer relucía deslumbrante en la nieve cuando Caramon regresó por fin a la gruta.
—¡Raist! —Llamó con voz angustiada a medida que se acercaba—. ¡Raist, lo siento! ¡Este condenado bosque! —Rezongó a la vez que echaba una mirada inquieta a los árboles—. ¡Este… endemoniado sitio! He pasado la noche rastreando una maldita fogata que se desvaneció al salir el sol. ¿Estás… estás bien? —Asustado, exhausto, mojado, Caramon avanzó a trompicones por la nieve esperando oír la respuesta de su hermano, o una tos…, cualquier cosa.
Al no percibir en el interior de la cueva otra cosa que un silencio ominoso, el guerrero echó a correr y arrancó de un tirón la manta de la entrada en su afán por acceder a la cueva cuanto antes. Ya dentro, se detuvo y miró perplejo a su alrededor.
Un alegre y acogedor fuego ardía con fuerza. La cueva estaba tan caliente como el cuarto de una buena posada, quizás incluso más. Su gemelo estaba acostado y aún dormía; su rostro reflejaba un gran sosiego, como si estuviera sumido en un dulce sueño. El aire estaba cargado con una fresca fragancia, un aroma a lilas y espliego.
—¡Que me convierta en gully si lo entiendo! —Musitó sobrecogido. De pronto reparó en que el fuego ardía en la roca viva. Estremecido, el hombretón miró a su alrededor—. ¡Magos! —Murmuró, procurando mantener una distancia prudencial entre el fuego y él—. Cuanto antes salgamos de este misterioso bosque, mejor. No es que no me sienta agradecido —añadió apresuradamente—. Al parecer, vosotros, hechiceros, habéis salvado la vida de Raist. Pero me pregunto a santo de qué teníais que enviarme a esa absurda caza de fuegos fatuos. —Se arrodilló junto a su hermano y lo sacudió por el hombro—. Raist. —Llamó con suavidad—. ¡Raist, despierta!
Los ojos del mago se abrieron de par en par. Se incorporó y miró en derredor.
—¿Dónde está…? —comenzó, pero se interrumpió.
—¿Quén? ¿Qué? —Gritó alarmado Caramon mientras giraba sobre sí mismo y se llevaba la mano a la espada—. Lo sabía…
—Es…, es… —Raistlin enmudeció con el entrecejo fruncido—. Nadie, supongo —dijo luego, a la vez que se apretaba las sienes con las manos. Se sentía mareado. Viendo la inquietud de Caramon, dijo irritado—: Tranquilízate, hermano. Aquí no hay nadie más que nosotros dos.
—Pero… ese fuego… —Objetó el guerrero, que miraba las llamas con suspicacia—, ¿quién lo ha…?
—Yo —cortó brusco el mago—. Después de que te marchaste dejándome solo, ¿qué otra cosa podía hacer? Ayúdame a levantarme. —Raistlin alargó la frágil mano y se agarró a la fuerte de su hermano para incorporarse poco a poco de entre las mantas apiladas.
—No sabía que fueras capaz de hacer algo así —comentó Caramon mientras echaba otra ojeada a aquel fuego cuyo único combustible era la roca viva.
—Son muchas las cosas que ignoras sobre mí, hermano —respondió Raistlin. Se arrebujó en la capa y observó a Caramon, que recogía las mantas con movimientos apresurados.
—Todavía están un poco húmedas —masculló el hombretón—. Supongo que deberíamos quedarnos un rato hasta que se sequen.
—No. —Raisltin se estremeció. Agarró el bastón que había dejado apoyado contra la pared—. No deseo pasar ni un momento más en el bosque de Wayreth.
—Tienes mi voto afirmativo en eso —dijo con fervor Caramon—. Me pregunto si habrá alguna posada por los alrededores. He oído decir que hay una por aquí cerca, en la linde del bosque. —Sus ojos se iluminaron—. Quizás esta noche cenemos caliente y bebamos una buena cerveza, para variar. ¡Y hasta puede que durmamos en una cama!
—Sí, tal vez —dijo Raistlin encogiéndose de hombros, como si aquello no le importara demasiado.
Caramon siguió con su parloteo acerca de los rumores que corrían sobre la extraña posada mientras recogía la manta que había colgado a la entrada de la cueva. La dobló y la puso con las otras en un paquete.
—Iré delante y abriré un paso en la nieve para que camines con más facilidad —dijo a su hermano.
Raistlin asintió con la cabeza, sin pronunciar una palabra. Se detuvo en el umbral de la cueva, observando cómo su corpulento gemelo abría un paso para que lo siguiera su débil hermano. Los labios del mago se curvaron en una mueca amarga, pero la expresión desdeñosa desapareció de su rostro al volverse y mirar el interior de la cueva. El fuego se había extinguido casi en el mismo instante en que Caramon había salido. De hecho, empezaba a sentirse el frío.
No obstante, en el aire aún flotaba una tenue fragancia a lilas, a primavera… Conteniendo un nuevo estremecimiento, Raistlin dio media vuelta y salió al bosque cubierto de nieve.
La Posada Rebelde ofrecía mejor aspecto en verano, una estación que tenía una influencia benigna tanto en las personas como en las cosas. Bajo tal influencia, una densa enredadera había sido persuadida para crecer pujante y acunar a la posada en su abrazo verde y frondoso, de manera que algunas de las peores deficiencias del edificio quedaban encubiertas. El techo seguía necesitando una reparación urgente. Era lo que pensaba Slegart cada vez que llovía, cuando era imposible salir a repararlo. Durante el tiempo seco, ni que decir tiene, no había goteras y por tanto no era preciso arreglarlo. Las ventanas aún tenían grietas pero durante el caluroso verano se agradecía la fresca brisa que se colaba por los resquicios.
Durante estos meses de trasiego, los viajeros eran más numerosos. Enanos herreros, alguno que otro elfo, muchos humanos y más kenders de los que nadie hubiera deseado, mantenían ocupado por lo general a Slegart y a sus camareras desde la mañana hasta altas horas de la noche.
Sin embargo, hoy reinaba una gran calma. Era una tarde veraniega, fragante. El ocaso se despedía pintando el paisaje con matices oro y púrpura. Los pájaros habían cantado sus últimas canciones diurnas y ahora arrullaban a sus polluelos. Incluso los viejos árboles de Wayreth parecían haberse adormecido olvidando su deber de vigilancia y dormitaban perezosos en sus puestos. El silencio se había adueñado también de la posada.
Demasiado silencio, pensaron los dos forasteros mientras se aproximaban al establecimiento. Vestían ricos ropajes y se cubrían las cabezas y los rostros con unos pañuelos de seda, algo chocante con un tiempo tan caluroso. Sólo sus ojos eran visibles. Intercambiaron una rápida mirada y apresuraron el paso. Abrieron la puerta de madera y penetraron en la posada.
Slegart estaba sentado tras el mostrador y frotaba una jarra con un trapo sucio. Hacía más de una hora que limpiaba la misma jarra y probablemente habría seguido haciendo lo mismo otra hora más si no lo hubieran interrumpido dos incidentes que se produjeron de manera simultánea: la llegada de los dos forasteros embozados y la aparición de una joven criada que bajó corriendo la escalera, falta de aliento.
—Mis disculpas a ambos, caballeros —dijo el posadero mientras se ponía en pie lentamente y estudiaba a los recién llegados durante su corto parlamento. Luego se volvió hacia la muchacha y preguntó son voz ronca—: ¿Y bien?
La chica sacudió la cabeza. Los hombros de Slegar se encorvaron.
—Ya —murmuró—. Bueno, tal vez sea mejor así.
Los dos forasteros intercambiaron una mirada.
—¿Y el bebé? —Se interesó el posadero. La chica prorrumpió en llanto—. ¿Qué? ¿El bebé también? —Preguntó atónito.
—No —acertó a decir por fin la chica, con la voz entrecortada por los sollozos—. El bebé se encuentra bien. Escuche… —El sonido de un débil llanto llegó del piso de arriba—. La oye, ¿verdad? Pero… Pero… ¡Oh! —La joven criada se cubrió el rostro con las manos—. ¡Es espantoso! ¡Nunca había visto algo tan horrible!
Al oír esto, uno de los forasteros asintió con un cabeceo, y el otro se acercó al mostrador.
—Disculpadme, posadero. —Tenía una voz refinada, con un acento raro—. Al parecer ha ocurrido una gran tragedia. Quizá sería mejor que siguiéramos nuestro camino y…
—No, no —se apresuró a decir Slegart, que volvía a ser el de siempre ante la posibilidad de perder unas ganancias—. Vamos, Lizzie. O dejas de gimotear y me echas una mano o te vas a llorar a la cocina.
La muchacha se cubrió la cara con el delantal y corrió hacia la cocina, cuyas puertas de vaivén siguieron meciéndose tras su paso.
—¿Sería indiscreto por nuestra parte preguntaros qué ha ocurrido? —Se aventuró a decir el forastero con un tono despreocupado, aunque un observador más astuto que Slegart se habría dado cuenta de que estaba más tenso y nervioso de lo normal, al igual que su compañero.
—Tranquilizaos, caballeros. No es nada por lo que debáis preocuparos —dijo Slegart—. Una de nuestras camareras ha muerto de parto.
Uno de los forasteros alargó la mano en un gesto involuntario y agarró el brazo de su compañero. Éste le lanzó una severa mirada admonitoria.
—Un triste acontecimiento, en verdad. Lo sentimos mucho —dijo el cabecilla. Era evidente que mantenía la voz firme merced a un férreo autocontrol—. ¿Era… pariente vuestra? Perdonad que os pregunte, pero parecéis muy afectado.
—Y lo estoy, caballeros —respondió Slegart con franqueza—. Pero, no. No era pariente mía. Llegó aquí a finales de invierno, medio muerta de hambre y pidiendo trabajo. Al principio me pareció ver en ella algo familiar, pero justo cuando me puse a pensar de qué se trataba… —Se llevó la mano a la cabeza—. Tuve una rara sensación. Estuve a punto de echarla, pero… —Echó una ojeada al piso de arriba—. Bueno, ya sabéis cómo son las mujeres. La cocinera se encariñó con ella y armó un gran alboroto. —Slegar adoptó una actitud solemne—. He de admitir que no soy de los que crean lazos con otras personas con facilidad, pero ella era la criatura más encantadora que he conocido en toda mi vida. Y también una buena trabajadora, por cierto. Jamás protestó. Todos teníamos debilidad por ella.
Al oír esto, uno de los forasteros agachó la cabeza. El otro puso la mano sobre la de su compañero en un gesto de ánimo.
—Bien —dijo el posadero, sacudiéndose la tristeza—. Puedo ofreceros carne fría y cerveza, caballeros. Pero me temo que esta noche no habrá guiso caliente. La cocinera está muy afectada. —Echó una mirada fugaz a las puertas de la cocina, que todavía se bamboleaban—. Además, por lo que ha dicho Lizzie, al bebé le ocurre algo raro…
El forastero hizo un repentino gesto con la mano y el viejo Slegart se quedó petrificado como una estatua, con la boca abierta en mitad de la frase, el cuerpo vuelto hacia la cocina y con una mano levantada. Las puertas de vaivén también se habían quedado quietas en mitad del balanceo. Los ahogados sollozos de la criada cesaron. En el barril de cerveza una gota quedó suspendida en el aire, entre la espita y el suelo.
Los dos extraños se incorporaron y remontaron la escalera con rapidez en medio de aquel silencio embrujado. Fueron abriendo las puertas de las habitaciones buscando. Por fin llegaron a una pequeña habitación que había al fondo del pasillo. Uno de los forasteros abrió la hoja de madera, miró dentro y llamó con una seña a su compañero.
Una gruesa matrona, sin duda la cocinera, se había quedado paralizada en el acto de cepillar el precioso cabello de una figura pálida y fría que yacía en el lecho. Las lágrimas brillaban en el bonachón rostro de la cocinera. Evidentemente habían sido sus ajadas manos las que habían preparado el cadáver para su descanso final. Los ojos de la muchacha estaban cerrados, tenía las manos cruzadas sobre el pecho, y sus dedos yertos sujetaban un pequeño ramo de rosas. La suave luz de una vela se derramaba sobre el joven rostro y su increíble belleza quedaba resaltada por una sonrisa dulce y melancólica que curvaba sus cenicientos labios.
—¡¡Amberyl!!
El grito de uno de los forasteros sonó desgarrado. Corrió a arrodillarse junto al lecho y cogió las frías manos entre las suyas. Su compañero se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro.
—Lo lamento de veras, Keryl.
—¡Debimos llegar antes! —Farfulló el otro, apretando las manos de la chica.
—Vinimos tan pronto nos fue posible —lo consoló su compañero—. Cuando ella quiso que lo hiciéramos.
—Nos envió un mensaje —dijo Keryl.
—Sólo cuando supo que se estaba muriendo.
—¿Por qué? —Gritó desesperado con la mirada prendida en el sosegado rostro de Amberyl—. ¿Por qué eligió morir entre… entre humanos? —Dijo, señalando con un ademán a la cocinera.
—Supongo que jamás lo sabremos —contestó con voz calma su compañero—. Aunque creo imaginarlo —añadió en un murmullo, más para sí mismo que para su trastornado compañero. Se dio media vuelta y fue hacia la cuna, que había sido fabricada a toda prisa con una caja de madera. Musitó una palabra para levantar el hechizo del bebé, que respiró y empezó a lloriquear.
—¿Y la criatura? —Preguntó Keryl, mientras se incorporaba—. ¿Está bien su bebé? La sirvienta dijo… —El miedo hizo que le temblara la voz—. ¿Está…? ¿Está muer…? —Fue incapaz de hacer la pregunta.
—No —contestó su compañero con un tono de perplejidad—. No es lo que temes. La criada dijo que nunca había visto algo tan horrible. Sin embargo, parece que el bebé está bien… ¡Oh! —El forastero contuvo el aliento, sobrecogido. Se acercó a su amigo, con la criatura en brazos.
—¡Mira, Keryl! ¡Mira sus ojos!
El forastero más joven se inclinó sobre la llorosa criatura y acarició con cariño la minúscula mejilla. El bebé giró la cabecita y abrió sus grandes ojos buscando de manera instintiva alimento, amor, calor.
—¡Son de oro! —Susurró Keryl—. ¡Un dorado tan radiante como el sol! Jamás había ocurrido algo semejante entre nuestro pueblo. Me pregunto…
—Un legado de su padre humano, no cabe duda —lo atajó su amigo—. Aunque tampoco sé de ningún humano con unos ojos así. Pero ése es otro secreto que también se ha llevado Amberyl a la tumba. —Suspiró y sacudió la cabeza. Miró de nuevo a la llorosa criatura—. La hija es tan hermosa como lo fue la madre —dijo, envolviéndola en las mantas—. Y ahora, amigo mío, debemos marcharnos. Hemos permanecido en esta tierra extraña y terrible tiempo más que suficiente.
—Sí —dijo Keryl. Pero no se movió—. ¿Qué hacemos con Amberyl? —Preguntó, mirando una vez más la rígida y pálida figura que yacía en el lecho.
—La dejaremos entre aquellos con quienes eligió estar hasta la muerte —contestó con voz grave su compañera—. Tal vez uno de sus dioses la acepte ahora y guíe su espíritu errante hasta su última morada.
—Adiós, querida hermana —musitó Keryl. Se acercó al lecho, cogió las rosas que sostenían las manos yertas, en las que puso un beso, y después se guardó el ramo en un bolsillo de la túnica.
Su compañero pronunció unas palabras en un lenguaje arcano con las que levantó el hechizo que había detenido el tiempo en la posada. Los dos forasteros, con la criatura en los brazos, se desvanecieron en la habitación en medio de una sutil lluvia plateada, centelleante.
Y la pequeña fue muy hermosa, tan hermosa como su madre. Pues se dice que en tiempos remotos, antes de que se volviera tan arrogante que se dejara seducir por el Mal, la raza más bella de todas las creadas por los dioses, fue la de los ogros…