Jugar al escondite
Nancy Varian Berberick
Pasó mucho tiempo sin que Keli supiera dónde estaba. A veces le llegaba el olor del bosque, del río; a veces sólo el de tierra y rocas. En una ocasión, al chico le pareció escuchar el retumbar de un trueno muy, muy lejano. Luego, a pesar de estar en el estrecho filo que separa la conciencia del desmayo, comprendió con claridad meridiana que no era un trueno lo que había oído.
Era una voz de pesadilla: la de un goblin.
—Tigo, tiremos a esta rata de alcantarilla al río. Ya tenemos lo que queríamos.
Keli temió que en cualquier momento las manazas grises del goblin lo cogieran y lo arrojaran a la corriente.
En algún lugar recóndito de su cerebro percibía que unas correas de cuero se le clavaban en los brazos y le ceñían asimismo las piernas a la altura de las rodillas y los tobillos. Notaba también la dureza del suelo y una piedra del tamaño de su puño que se le clavaba en las costillas. Sin embargo, el dolor no era tan acuciante como el miedo a una muerte inmediata.
—Tráelo aquí, Staag —dijo otra voz, que sonaba como el crujido de huesos—. Veamos primero qué lleva encima.
Alguien gritó primero y después chilló. Sobresaltado, Keli abrió los ojos con brusquedad al tiempo que el corazón le daba un vuelco y empezaba a latirle con fuerza. ¡No era él el único prisionero!
Su compañero de infortunio estaba magullado y maniatado como él, pero se encontraba en una situación más apurada que la suya, ya que la zarpa del goblin se cerraba en torno a su cuello con brutalidad. Era de talla pequeña, pero no era un niño; las orejas puntiagudas, su constitución menuda y corta estatura evidenciaban que era de la raza kender. Varios saquillos de diferentes materiales y tamaños colgados de su cinturón saltaban cada vez que el goblin lo zarandeaba; y Staag, aquella pesadilla de piel grisácea y hombros cargados, lo sacudía con fuerza una y otra vez por el mero hecho de que le divertía hacerlo.
Sin amilanarse, el kender encogió las piernas y golpeó con la rodilla el estómago del goblin. El resultado fue el mismo que si un ratón hubiese atacado a una montaña. Sin dejar de reír, Staag aflojó los dedos y dejó caer al hombrecillo.
—Cabestro apestoso con cerebro de serrín —farfulló el kender mientras se debatía contra las ataduras.
A Keli le dio otro vuelco el corazón. «Adiós kender —pensó—. Staag lo matará».
Pero el goblin no lo hizo al impedírselo la seca orden de Tigo.
Si Staag era una criatura de pesadilla con sus brazos excesivamente largos, sus piernas exageradamente cortas y su piel con el color de algo muerto hacía una semana, su compañero humano, Tigo, era una realidad horripilante. Alto y magro de carnes, hombros huesudos, extremidades más propias de un espantapájaros. Tigo tenía un garfio de cuatro puntas en lugar de su mano derecha. En sus turbios ojos castaños apenas quedaba un atisbo de cordura.
—¡He dicho que lo traigas aquí, Staag! —Tigo dirigió la vista hacia Keli, que se estremeció a despecho del ambiente templado de la mañana veraniega—. Y al chico también.
El kender había llamado cabestro al goblin y, en verdad, Staag tenía tanta fuerza como una de esas bestias. Se echó el kender al hombro y a Keli sobre el otro; luego, ni corto ni perezoso, tiró a ambos a los pies de Tigo como si fueran fardos.
El chico se quedó tumbado, sin moverse de donde había caído, falto de aliento. El kender barbotó otro insulto, aunque resultó incomprensible por estar con la cara aplastada contra el suelo.
—Acabemos de una vez con el kender —gruñó Staag—. Debimos rajarle el gaznate en la taberna, sin esperar más.
—Sí, claro —dijo Tigo despacio, arrastrando la sílabas—. Y dejarlo que se desangrara allí para que lo encontrara cualquiera. Dudo que viajara solo.
El goblin resopló con desdén.
—¿Y desde cuándo viajan sabandijas como ésta en compañía de alguien? Te digo que estamos perdiendo el tiempo. —Alzó la vista y escudriñó el cielo entre las densas copas de los árboles—. Es casi mediodía y estamos todavía muy cerca del pueblo. ¡Matémoslo a él y al chico y larguémonos de una vez!
Keli se mordió los labios para contener un gemido y empezó a rezar a todos los dioses que su madre le había dicho que eran verdaderos.
—Ten paciencia, no te quedarás sin diversión. Pero al muchacho no lo vamos a matar todavía. —Los hábiles dedos de ratero de Tigo se apoderaron de un pequeño estuche de cuero para mapas que llevaba el kender. Soltó una risa que a Keli le recordó el chirrido de unos goznes oxidados—. ¡Bonita colección de mapas, kender!
No sin esfuerzo, el hombrecillo rodó sobre sí mismo hasta quedar boca arriba, escupió la tierra que se había tragado y miró a Tigo con la expresión inocente de un niño.
—Te ganabas la vida limpiando letrinas, ¿verdad? Lo digo por el olor…
Keli gimió otra vez y confió en que la sangre del kender no lo salpicara mucho. A pesar de sus temores, Tigo guardó silencio, si bien la rabia lo hizo palidecer. Staag propinó una patada al kender.
—Por favor, guarda silencio —le advirtió Keli con un susurro.
A veces, cuando el chico tenía un mal sueño y el terror crecía hasta un límite insoportable, de repente daba un brusco giro y se volvía divertido. Y eso es lo que le pareció que ocurría ahora, en el momento en que el kender le guiñó un ojo.
Antes de que Keli estuviera seguro de haber visto aquel gesto, Tigo propinó un bofetón al kender.
—Dime hasta qué punto son fiables y recientes estos mapas —instó.
Con una rapidez que dejó perplejo a Keli, el kender se convirtió en la amabilidad personificada.
—Algunos son muy antiguos. Los colecciono desde hace años, ¿sabes? Es una afición que tengo. Me gustan sobre todo los que llevan esos dibujos que hacen los cartógrafos cuando no saben qué o quiénes habitan una zona. Y me encantan las anotaciones o los letreros que aparecen en los márgenes de los grandes. Por ejemplo, ese que está dibujado sobre un trozo de cuero; es el más antiguo que tengo y el que más me gusta. Lo conseguí en Schellsea. Me lo dio un anciano y me dijo… —el garfio de Tigo centelleó al reflejar un rayo de sol cuando el humano lo acercó a la cara del kender con gesto amenazador—. Vale, vale. Algunos son antiguos y otros más modernos. Supongo que todo depende de adónde quieras ir —se apresuró a añadir el hombrecillo.
—Lejos de aquí —gruñó el goblin—. Y cuanto antes, mejor.
El kender no se molestó siquiera en mirar a Staag, sino que se dirigió a Tigo.
—En tal caso, podéis consideraros afortunados de tenerme con vosotros. He recorrido toda esta región muchas veces y la conozco mejor que la palma de mi mano. Por eso no llevo ningún mapa de la zona. ¿Quién lo necesita? Yo no, desde luego. ¿Adónde queréis ir?
El humano emitió un sonido semejante al siseo admonitorio de una serpiente.
—¿Qué te hace pensar que te necesitamos de guía?
—Tú lo has dado a entender. —El kender era la viva estampa de la inocencia, y a Keli lo maravilló su presencia de ánimo—. Bueno, no es que lo hayas dicho con esas palabras, pero lo he deducido. ¿Para qué si no ibas a necesitar más mapas?
—Has llegado muy lejos con tus suposiciones, kender.
Keli pensaba también lo mismo y contuvo la respiración expectante. El hombrecillo se limitó a encogerse de hombros.
—Quizá me haya equivocado —comentó—. Pero si necesitáis un guía, y no digo que lo necesitéis, soy el más indicado. Como te he dicho, conozco bien toda…
—Esta zona, sí —lo interrumpió Staag con un gruñido.
—Exacto. Bueno, ¿qué me dices? ¿Necesitáis un guía o no? —el kender bajó la voz adoptando un tono confidencial—. Si, por ejemplo, queréis matar a alguien… —Staag lanzó un gruñido amenazador y sacó la daga que llevaba al cinto—. ¡Guau! ¡Espera! No he dicho que vayáis a hacerlo. Ni tampoco lo contrario. Pero puedo conduciros a un sitio que conozco donde podréis hacer lo que queráis sin tener testigos.
—¿A cambio de qué?
El kender resopló con impaciencia.
—¡A cambio de mi vida, claro!
Keli se hundió en el desánimo. Tuviera el significado que tuviera el guiño del kender, no había sido un gesto de solidaridad. Tigo sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa cruel.
—¿Y qué me garantiza que no te escabullirás en la noche, después de habernos apuñalado por la espalda, kender?
Su pregunta hizo reír a Staag; fue un sonido de trueno y pesadilla que produjo a Keli una sensación de vacío en el estómago.
—Lo mismo que nos garantiza que siga aquí ahora, Tigo —apuntó el goblin—. Desátale los pies para que pueda caminar, pero déjale las correas de las muñecas y llévalo sujeto con una rienda corta.
Keli se arrastró para alejarse del kender. Ya no era un compañero de infortunio, sino un compinche de aquellos dos tipos que querían matarlo por una razón que no alcanzaba a comprender. Apretó los ojos con fuerza para luchar contra la fría desesperación que lo dominaba. Sólo escuchó retazos de la discusión entre el humano y el goblin sobre si saqueaban los saquillos del kender en aquel mismo momento o lo dejaban para más tarde. Tampoco habría merecido la pena prestar atención, ya que la disputa se zanjó enseguida. Tigo argumentó que no había tiempo que perder y resultaba evidente que incluso el goblin temía a aquel hombre.
«Aún no he muerto —pensó el chico—. Pero ya sólo es cuestión de tiempo y de estar en el sitio adecuado. ¡Y ni siquiera sé por qué!».
Durante todo el invierno, Tanis había sospechado que asistir a la boda de Runne era el propósito real por el que Flint había decidido viajar este verano, aunque el enano había hecho mención a la ceremonia una sola vez cuando planeaban la ruta del viaje sobre un mapa, e incluso entonces se limitó a dar una breve explicación acerca de que la muchacha era nieta de Galan, el hombre que había sido su primer cliente y con el que había trabado amistad hacía muchos, muchos años.
—Davron, el padre de Runne, murió de manera accidental en una cacería, hace unos cuatro años. Y Galan… también ha pasado a mejor vida. Alguien tiene que ocupar el puesto de su padre en la ceremonia, y aunque tiene muchos tíos, la muchacha se ha acordado del viejo amigo de su abuelo para ese cometido. Tengo que hacerlo, Tanis.
Aunque estaban en pleno verano y una ardiente brisa levantaba el polvo de la única calle de Siete Pozos y lo arremolinaba a los pies de los transeúntes, el semielfo recordaba, como si todavía fuera aquel día de invierno, la expresión nostálgica en los ojos del enano al reflejarse en ellos el fuego de la chimenea mientras hacía el sucinto relato. Sin embargo, todos los sucesos ocurridos durante el verano parecían haberse confabulado para que Flint no llegara a Long Ridge ni a la boda.
El verano se había adelantado, con temperaturas más altas de lo normal que habían secado los arroyos; ello había causado modificaciones y retrasos en su programa de viaje. Cerca de Gateway, una de las contadas tormentas estivales que se dieron durante toda la estación descargó con rayos sobre los secos bosques que ardieron como teas. Estuvieron durante dos semanas en el frente del incendio cavando trincheras para contener las llamas que amenazaban con devastar la ciudad, y ello supuso una nueva merma del tiempo programado para el viaje. El posterior retraso con que un comerciante acudió a la cita acordada en Cañada de Pino y la circunstancia de que otro cliente no se presentara en Paraje del Cervato como había convenido, acabó por mandar al traste el plan de viaje, de manera que ahora estaban en Siete Pozos obligados a cubrir en un solo día la distancia que los separaba de Long Ridge y que en circunstancias normales llevaba dos días recorrerla.
Para colmo, Tas había desaparecido.
Caramon se negó a buscar al kender por toda la ciudad.
—A saber dónde se habrá metido ese pequeño rufián. No estoy dispuesto a desaprovechar las horas frescas de la mañana buscándolo. Sabe adónde nos dirigimos. Ya nos alcanzará.
Raistlin ni siquiera entró en la discusión. Sturm pensó que era más eficaz echar una ojeada mientras los demás discutían, pero regresó poco después sin haber encontrado al kender.
—Muy bien —bramó Flint mientras se echaba el petate al hombro—. Sólo porque se le haya ocurrido largarse en mitad de la noche para hacer cualquier tontería, no voy a quedarme a esperarlo para recordarle dónde debería estar en lugar de andar zascandileando por ahí. Caramon tiene razón: ya nos alcanzará en el camino. Y si no lo hace…, tampoco pasa nada.
Nadie quiso llevarle la contraria. Los aguardaba una larga caminata bajo el calor. Tas se había adelantado, retrasado o detenido por algo que le llamaba la atención en tantas ocasiones que a ninguno le preocupaba ya su ausencia.
Tanis se cargó su petate y fue tras el enano. El kender era a veces tan fastidioso como un cachorro revoltoso, pero también era capaz de cuidarse a sí mismo. Esta desaparición, como tantas otras, tendría una explicación inverosímil plagada de aventuras y descubrimientos. Además, Tasslehoff estaba muy interesado en la ceremonia de Long Ridge. Era de suponer que se reuniría con ellos allí.
El semielfo no estaba preocupado.
Keli caminaba con dificultad. Tigo lo llevaba atado a una correa, al igual que Staag llevaba al kender. Trastabilló y cayó al suelo de nuevo, pero esta vez ni siquiera intentó levantarse. Estaba agotado, muerto de calor y demasiado asustado por la certeza de que, fuera donde fuera a donde los conducía el kender, sería el lugar donde Tiga los asesinaría a ambos.
Lo ayudó a levantarse el kender, que se dedicaba a buscar alguna vereda o camino. El chico se libró de su mano de un tirón y se esforzó por incorporarse sin su ayuda.
—¿De verdad piensas que no te van a matar a ti también? —preguntó con rabia.
El kender esbozó una mueca traviesa mientras sacudía la cabeza.
—No lo harán. Y tampoco te matarán a ti.
—¡Muévete, sabandija! —gritó Staag a la vez que propinaba un fuerte tirón a la correa que sujetaba al kender.
El hombrecillo regresó al mismo punto donde se encontraba antes de acudir en ayuda de Keli, pero antes de reanudar el rastreo miró al chico e hizo un nuevo guiño con el que parecía decir: «confía en mí».
Keli no se sentía inclinado a fiarse de nadie y menos de un kender que hacía tratos con asesinos. Sobreponiéndose al calor y al miedo, adoptó una postura más erguida y empezó a andar. Echaba de menos su casa, de la que tan orgulloso había partido hacía sólo una semana como mensajero de su padre, Ergon, quien le había encomendado entregar una carta a su viejo amigo Cathas.
—Dale el pergamino, hijo. Y no olvides decirle que le envío mis saludos y que lamento profundamente no poder acompañarlo este año en su expedición para comprar caballos. He de cumplir la promesa que le hice a la hermana de tu madre. Tu tío estuvo mucho tiempo enfermo antes de morir y, aunque hizo cuanto pudo para atender su negocio, tu tía necesitará mi ayuda para desenmarañar el embrollo que le ha dejado. Explícaselo a Carthas, él comprenderá.
Keli se había tomado la misión como si tuviera que entregar el mensaje al Príncipe de los Sacerdotes en persona.
La posada de Siete Pozos era la tercera parada que hacía. Y, a juzgar por la marcha de los acontecimientos, sería la última. Había anochecido cuando llegó y, tras dejar el caballo en el establo, tomó una cena ligera. No quedaban habitaciones libres y tuvo que conformarse con volver a la cuadra para pasar la noche junto a su montura. Un grupo de traficantes de caballos había ocupado todas las cuadras con su reata y casi todos los cuartos de la posada para alojarse en ellos.
El chico estaba tan cansado que el montón de paja le pareció un lecho principesco. Se había quedado dormido enseguida, arrullado por los resoplidos satisfechos de las bestias.
Despertó del tranquilo sueño para entrar en una pesadilla: el goblin y el destello del garfio de Tigo al reflejar la luz de la luna. Uno de ellos le dio un golpe fuerte. Después sólo hubo dolor, oscuridad y, por último, el bosque.
Sin duda sacaron su caballo del establo para que a la mañana siguiente nadie se extrañara de que el joven correo hubiese partido dejando atrás su montura.
Y también habían atrapado al kender. Keli no comprendía el porqué, ni se le ocurría una razón que lo justificara.
En ese momento Tigo dio otro tirón de la correa, como quien llama al orden a un perro retozón, y el chico se esforzó por recobrar el paso.
Como las únicas opciones que tenía eran mirar al suelo o la espalda del kender, Keli eligió esta última y no apartó los ojos del hombrecillo que los guiaba por el bosque como si recorriera las calles de una ciudad bien conocida. El kender le recordaba un arrendajo, con sus llamativas polainas azules resaltando en contraste con los matorrales, y el copete del cabello meciéndose a un lado y a otro al compás de sus pasos. Y era tan escandaloso como uno de esos pájaros.
A Keli no le molestaba la cháchara del kender, ya que el continuo parloteo, que discurría incansable como el agua del arroyo que habían dejado atrás, le hacía olvidar lo que le aguardaba al final de la jornada: la muerte.
El hombrecillo charló largo y tendido, pero no fue el único. De tanto en tanto, Keli captaba retazos de la conversación sostenida entre los dos delincuentes. Staag estaba a favor de entrar en negociaciones para cobrar un rescate, pero Tigo tenía otros planes.
—Sí, pediremos un rescate —gruñó el humano—. El tal Ergon está en deuda conmigo y lo va a pagar caro. Pero a cambio recibirá sólo el cadáver de su hijo.
El sudor que corría por el rostro polvoriento de Keli le entró en los ojos y le escoció. Poco después, el kender se quedaba un poco atrás para ponerse al lado del chico; simuló un tropezón para chocar contra él.
—No te preocupes —susurró—. Esto es como jugar al escondite, pero estoy seguro de que mis amigos nos encontrarán. Tanis es el mejor rastreador que existe. Y Raistlin, Sturm y Caramon han aprendido de él. El sitio hacia el que nos dirigimos es un lugar donde Flint me llevó hace dos años. Una vez que hayan encontrado nuestro rastro, Flint comprenderá enseguida hacia dónde vamos. Supongo.
¿Jugar al escondite? Keli miró a otro lado, enfadado.
—Esto no es un juego, kender. Esos dos piensan matarme, ya te lo dije.
Como en ocasiones anteriores, el hombrecillo sacudió la cabeza y esbozó una mueca.
—¿Esos dos? Flint puede despachar a tres o cuatro como ellos sin ayuda de nadie. O a cinco o seis, depende de las circunstancias.
Tigo dio un puntapié al kender obligándolo a que se situara a la cabeza del grupo; Keli se quedó pensativo.
El kender había hablado de unos amigos; lo miró con los ojos entornados. El hombrecillo le resultaba familiar. Quizá lo había visto en la posada anoche… Sí. Y a pesar del comentario de Staag acerca de que los kender viajan a solas, a éste lo había vito en compañía de un tipo pelirrojo con rasgos elfos y aspecto de cazador, tres hombres jóvenes y un enano. Los recordaba porque uno de ellos, el humano delgado de ojos claros que no era guerrero como sus dos compañeros, había amenazado al kender con transformarlo en ratón y llenar la posada de gatos si volvía a ocurrírsele la idea de hurgar en sus saquillos. A juzgar por la amenaza debía de ser mago y a Keli se le había ocurrido la idea de que los otros viajaban con el hechicero con el único propósito de mantener a raya al kender.
¿Sería cierto que esos compañeros estaban buscando al kender? «Me estoy asegurando de que mis amigos puedan seguirnos la pista», le había dicho el hombrecillo un momento antes de recibir la patada. ¿Cómo? Keli respiró hondo y sintió renacer la esperanza. Pero era tan débil que casi se ahogó al momento de brotar. Al escondite se juega con amigos en las calles de la ciudad donde se vive, no con goblins y asesinos en medio de un bosque.
La novia parecía una princesa de verano, con su cabello dorado como el trigo y sus ojos azules como un amanecer brumoso. Sus mejillas semejaban rosas florecidas. Su risa recordaba el trino de los pájaros.
Tal era la opinión de Tanis. Y lo mismo debía de pensar Flint, pues le entregó la mano de la muchacha a Kavan, el hijo del molinero, como quien se desprende de una valiosa joya. Lo que sentía el novio resultaba evidente para cualquiera que lo mirara: todos los tesoros de Krynn eran simples baratijas comparados con ella.
—El Tal Kavan es un tipo con suerte —murmuró Caramon al finalizar la ceremonia.
Tanis lo miró de reojo y esbozó una sonrisa burlona.
—Al que han echado el lazo —comentó—. Para él se acabó la libertad. Pero no se puede negar que la carcelera es preciosa.
—Sí. Y le dará algo más que pan y agua. Claro que pasará algún tiempo antes de que le interese lo relacionado con la cocina y…
Caramon se interrumpió sobresaltado, sin terminar la frase, al sentir el seco golpeteo de un dedo en los omóplatos.
—Cuidado con los comentarios groseros, jovencito —lo reconvino el enano.
—No me refería…
—Sé muy bien a qué te referías. Hala, lárgate y ve a hacer lo que mejor sabes, ¡comer!
Aquélla era una sugerencia a la que Caramon era incapaz de resistirse. Tanis sonrió entre dientes mientras lo veía alejarse.
—Runne es una preciosidad, desde luego —repitió el semielfo.
—Sí, ya lo creo. Su abuelo se habría sentido muy orgulloso hoy. —Los recuerdos oscurecieron los ojos del enano como nubes en un cielo claro. Para ahuyentar la súbita tristeza que amenazaba con estropearle el día, Flint recorrió con la mirada la bulliciosa muchedumbre de familiares y amigos que rodeaba a los recién casados—. Y ese condenado kender sin aparecer.
—No lo he visto, pero Tas no es de los que se pierden una fiesta —dijo Tanis. Llegará en cualquier momento y pronto estarás deseando que no hubiese venido.
Sin embargo la larga tarde veraniega dio paso a una noche calurosa y durante todo ese tiempo los invitados deambularon de un lado a otro con copas de vino y jarras de cerveza que se llenaban una y otra vez y consumieron platos de buena comida sin que nadie gritara: «¡Al ladrón!»; nadie echó en falta su bolsa de monedas; a ninguna mujer le faltó el chal o la más pequeña baratija.
Era evidente que allí no estaba presente un kender y, cuando la luna roja Lunitari alcanzó su cénit y la blanca Solinari desapareció tras el horizonte, Sturm se acercó a Tanis y comentó extrañado el asunto.
A la caída de la tarde el bosque empezó a clarear; los robles y los pinos se hicieron más escasos y dieron paso a matorrales y un suelo pedregoso. El oscuro manto de la noche no alivió el calor del día, y a Tigo no le estaba sentando nada bien aquel bochorno. Sus ojos semejaban dos pozos negros; su huesuda y prominente mandíbula se contraía de tanto en tanto con un tic involuntario. Los dedos de la mano indemne acariciaron el garfio de la otra como si hubiera decidido utilizarlo para matar.
A Keli y a Tas les dieron sólo un sorbo de agua. Les habían quitado las correas del cuello, pero habían vuelto a atarles las piernas.
Sobrepasando el quejumbroso zumbido de los mosquitos y el canto de los grillos, Keli oyó al kender maldecir en voz baja. Giró sobre sí mismo para ponerse de cara al hombrecillo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó de mala gana.
—Lo malo no es que esté medio muerto de hambre en tanto que esos dos han dejado mondados los huesos del conejo —gruñó el kender—. Lo que no soporto son estas ataduras. No es fácil respirar cuando se está atado de pies y manos.
Saltaba a la vista que lo estaba pasando mucho peor que durante todo el día y que estar inmovilizado era una tortura para él.
Respiraba de manera entrecortada, a bocanadas, como el perro que Keli había visto una vez enganchado por el collar a una valla. Decidió distraerlo para que olvidara sus problemas.
—Eh, kender —susurró—. Me llamo Keli. ¿Y tú?
—Tasslehoff Burrfoot. Pero llámame Tas, como hacen todos mis amigos.
—¿Cómo te apresaron, Tas? ¿Y por qué?
—Me echaron un saco por la cabeza seguido de un golpe con un palo grueso; de eso no me cabe duda. Estaba en las cuadras de la posada echando una ojeada. Alguien había llegado por la noche montado en un enorme corcel rojizo. Caramon comentó que nunca había visto un alazán con unas crines y una cola tan llamativas. Eran doradas, ¿comprendes? Y yo quería verlo de cerca. ¡Era una mala bestia! Casi me arrancó los dedos de un mordisco cuando le acariciaba la crin. Y de verdad era como oro, suave y amarilla. —Tas rebulló para ponerse con la espalda apoyada contra una piedra. Luego, con expresión de desasosiego, empezó a tirar de la correa que le ataba las muñecas—. Me di de bruces con ellos cuando te estaban atando.
Keli reparó en un hilillo de sangre que resbalaba desde las muñecas hasta los dedos del kender.
—No hagas eso —siseó—. ¡Estás sangrando!
Pasaron unos segundos antes de que Tas renunciara a romper las ataduras.
—¿Por qué te cogieron a ti? —preguntó.
—No lo sé.
La sombra de Tigo, afilada y negra como un cuchillo, se interpuso entre los cautivos. Keli enmudeció y confió en que el kender hiciera lo mismo. Por una vez, Tas guardó silencio.
Los ojos del hombre relucían siniestros, como estrellas negras.
—¿De verdad no lo sabes, chico? —inquirió.
Keli se mordió los labios y sacudió la cabeza.
—¿Es que no conoces el episodio del valeroso e intrépido caballero Ergon que se enfrentó con su espada a un ratero apenas armado?
—Mi padre jamás lucharía contra un oponente que estuviera en inferioridad de condiciones —replicó Keli, cuyo rostro se había encendido.
—¿Ah, no? —Tigo alzó despacio el brazo rematado con el garfio. Durante unos segundos contempló absorto el destello de la roja Lunitari sobre el acero. Los ojos se le oscurecieron como si los curvos ganchos hubiesen absorbido su brillo. Cuando habló lo hizo con un tono hueco, sin inflexiones. A Keli le pareció una voz de ultratumba.
—Este garfio se lo tengo que agradecer al valeroso caballero Ergon. Exigió mi mano a cambio de la bolsa de un viejo.
—¡Mientes! —gritó Keli.
—Cuidado, muchacho. Esta mano no es de carne y hueso y puede hacer unos cortes muy profundos.
—¿Y qué? Vas a matarme de todas formas. Es lo que has dicho, ¿no? ¡Prefiero morir defendiendo la verdad!
Los ojos de Tigo despidieron chispas y el tic de su mandíbula reapareció.
—¡No es mentira!
El calor de la noche no era nada comparado con la furia ardiente que sentía Keli. Ser un caballero en esos tiempos turbulentos no era nada fácil, pero su padre había seguido las reglas de su orden con humildad y con honor, como si hubiese nacido expresamente para cumplir su código.
—Recuerdo bien lo ocurrido —comenzó el chico—. Pensé que mi padre moriría a consecuencia de las heridas que le infligisteis tú y tus compinches. ¡Y al pobre anciano lo matasteis, ladrón! No tenía la menor oportunidad de defensa contra vuestros cuatro cuchillos. Como casi ocurrió con mi padre. ¡No empleó su espada, sino su propia daga!
Cegado por la furia, Keli habría dicho más, pero Tas chocó contra él simulando un calambre y lo hizo callar. Tigo reaccionó a las frases del chico lanzando un aullido de rabia.
—Moritás por falsear la verdad, muchacho; y muy pronto. Pero todavía no. En este momento es el kender quien me interesa —dijo, mirando a Tas—. ¿qué guardas en tus saquillos, ratero?
—Nada —respondió, encogiéndose de hombros y sonriendo.
—¿Nada? ¿Por qué será que no te creo?
La mano del hombre se disparó sobre el kender como un halcón lanzado en picado, lo agarró por la pechera y lo sacudió como a un pelele. Keli tuvo la sensación de que el zumbido de los mosquitos y el escandaloso chirriar de los grillos subía de volumen. Deseó de todo corazón que el kender no hiciera nada que lo incitara a matarlo; según estaban los ánimos, no haría falta mucho para provocarlo.
Los oscuros ojos del ladrón se habían estrechado hasta hacerse meras rendijas. Los dientes, blancos en contraste con la luz de la hoguera, asomaron cuando el hombre gruñó como una alimaña. Arrojó al kender a los pies de Staag. El rictus de su boca se ensanchó en una mueca retorcida ante las protestas de Tas cuando el goblin empezó a despojarlo de los saquillos cortando los cordones que los sujetaban al cinturón.
Keli no entendía al kender. Lo que poco antes parecía un malestar insufrible —sus manos y pies atados— no tenía punto de comparación con el hecho de ser desposeído de sus pertenencias y ver desperdigados por el suelo lo que él llamaba sus tesoros.
—Un trozo de mecha —gruñó Staag—. Una pluma gris, dos puntas de flechas despuntadas, un ovillo de cuerda… ¡chatarra! ¡Sólo hay chatarra! —comentó mientras revolvía el contenido de los saquillos con sus zarpas. Al parecer le divertía el enfado del kender.
Se guardó un pendiente de oro en la bolsa colgada de su cinto, así como un anillo de cuarzo pulido y un pequeño prendedor esmaltado. El resto, un surtido de objetos carentes de valor salvo para el kender, lo tiró al suelo. Tigo se inclinó sobre Tas, como un buitre escuálido y negro.
—Dime adónde nos llevas, kender —lo apremió con suspicacia.
—Ya te lo he dicho; a un sitio que conozco donde podrás hacer lo que quieras sin que nadie te descubra.
—¿De veras? ¿Y no será a través de un atajo que nos meta en algún problema?
Desde donde permanecía tumbado, Keli percibió la furia del hombre, contenida pero todavía ardiente. Rezó para que el kender tuviera cuidado con lo que decía. Pero no fue así.
—Si tenéis problemas no es culpa mía. Vosotros os los habéis buscado.
Tigo propinó una fuerte patada a Tas. El impacto hizo que el kender soltara de golpe el aire de los pulmones. A Keli se le revolvió el estómago. Tas se quedó doblado en dos, casi enroscado en torno a la pierna del ladrón. Estaba furioso, pero no tanto como para que la ira le cegara y no supiera dónde dirigir su ataque. Lo mordió en la pantorrilla, donde la bota no lo protegía. Staag tuvo que emplearse a fondo para liberar a Tigo de los dientes del kender.
—¡Sujétalo mientras le saco las tripas! —rugió el hombre.
Keli protestó a voces en tanto se debatía contra las ataduras.
—Adelante, mátame —lo zahirió Tas—. ¿Qué harás entonces, cretino, cerebro de serrín, borrico mano de garfio? ¡Estarás perdido! ¡No tienes puñetera idea de dónde te encuentras ahora!
Tigo habría regado gustoso el suelo con la sangre del kender, pero a Staag no le apetecía quedarse sin guía. Se movió con una rapidez que Keli no sospechaba tuviera un goblin; puso al kender fuera del alcance de su compinche y lo arrojó junto al inmovilizado muchacho.
—Cierra el pico, sabandija —siseó—. La próxima vez no podré librarte de él.
Medio ahogado, Tas inhaló hondo y tosió. Keli se arrastró junto a él y lo empujó con el hombro.
—¿Te encuentras bien? —El kender farfulló algo ininteligible, ya que estaba tumbado con la cara contra el suelo—. ¿Qué?
—¡Que quiero mi daga, mi jupak, una piedra, cualquier cosa!
El chico apretó su brazo contra el de Tas en un gesto de camaradería, conmiseración y consuelo.
—Tal vez tus amigos estén ya sobre nuestra pista —murmuró, más para animarlo que porque se lo creyera.
Un sol de justicia caía a plomo, abrasaba el suelo y hacía reverberar los peñascos arracimados. Tanis se enjugó el sudor de los ojos con el dorso de la mano y se agachó a recoger algo que el enano había pasado por alto: una pluma de ala de uno de los cisnes grises de Cristalmyr.
Puesto que desde Long Ridge hasta Karse había una marcha de un día atajando por el bosque, el semielfo y sus compañeros se habían despedido de los novios la noche anterior y habían partido con las primeras luces del alba en dirección sureste. A Runne le habría gustado que se quedaran más tiempo, pero Flint pretextó un negocio urgente y le prometió que volverían a visitarlos en su camino de regreso al norte.
—En cualquier caso, no creo que nos eche de menos a mí ni a nadie durante un tiempo —comentó a Tanis con ironía.
El semielfo no había olvidado el golpe en las costillas que Caramon se había ganado por hacer un comentario similar en consecuencia se limitó a esbozar una sonrisa evasiva. Al parecer, en lo concerniente a Runne ciertas cosas sólo podía decirlas el tío adoptivo.
Ahora, mientras evocaba lo ocurrido horas atrás, el semielfo acarició con gesto abstraído la pluma gris. Tas había pasado por aquí no hacía mucho.
O al menos, sus saquillos, que habían sido vaciados sin contemplaciones de manera que el contenido estaba esparcido por el suelo. La ardiente brisa trajo la voz profunda de Caramon desde la parte alta de la trocha y la de Sturm que le respondía. Tanis supo por el tono de sus voces que no habían encontrado señal de lucha ni tampoco el cuerpo del kender. Salió de los matorrales y se reunió con el enano, que estaba arrodillado a un lado del camino.
—Aquí hay otra cosa, Flint.
El viejo enano cogió la pluma gris sin mirarla y la puso junto al montón de objetos raros que iba guardando en los saquillos de Tas, con gestos bruscos e iracundos.
Una daga con la hoja rota; un tintero de loza; un pequeño yesquero; una hebilla de cobre de un cinturón, que Caramon había perdido sin sabor cómo y que Tas habría jurado tener intención de devolver; un trozo de tela de color rosa pálido; un puñado de plumas verdes de las que Tanis prefería para hacer los penachos de sus flechas… Todos estos tesoros kenders y mucho más habían sido desechados como chatarra inservible.
Con su retahíla barbotada entre dientes, el enfado de Flint parecía dirigido contra un kender recogedor de basura; pero Tanis conocía muy bien al enano para dejarse engañar.
—Lo encontraremos, Flint.
El enano no alzó la vista y anudó con brusquedad el cordel que cerraba el último saquillo.
—¿Encontrasteis su estuche de mapas?
—No.
—Estupendo. ¡Le deseo a quienquiera que lo haya cogido la alegría que le reportará encontrar su camino siguiendo uno de esos mapas! Ni uno solo vale siquiera el papel en que está hecho.
Tanis sonrió. Pocos mapas de Tas servían de algo a menos que se contara con su propia interpretación, la cual, por otra parte, difería de una vez para otra.
—Vamos a llegar tarde a la cita en Karsa, Flint.
—Sí —gruñó el enano—. Y ten por seguro que eso también me lo cobraré en las costillas de ese bribón cuando lo encontremos.
Tanis pensó que la amenaza no sonaba convincente. Silencioso como una sombra, Raistlin se reunió con ellos.
—Si alguien se apoderó del estuche de mapas y no hay señales de que haya matado al kender, no es descabellado deducir que tanto el estuche, como Tas y quienquiera que lo asaltara siguen juntos. La trocha continúa por un terreno pedregoso más adelante, Tanis.
—¿Alguna huella?
—Ninguna. Pero hay otra cosa —contestó Raistlin señalando con un gesto hacia un pequeño grupo de peñascos—. Allí quedan señales de un campamento. Quizá convendría que les echaras una ojeada.
El semielfo inició un ademán para llamar a Flint, pero el joven mago sacudió la cabeza. El temor hizo que Tanis sintiera un vacío en el estómago.
La hoguera de campamento había sido pequeña y los restos estaban rodeados de piedras. Unos cuantos metros más allá se alzaba la pared lisa de un peñasco. En el lado más cercano de la roca, a un palmo del suelo, se percibía una marca no mayor que el puño de un kender. Aunque el dibujo era rústico y pintado con sangre, Tanis reconoció el símbolo de inmediato: un yunque estilizado partido con la runa enana «f». El cuño de Tas.
—¿Obra de Tas?
—¿Quién si no dejaría esa marca? —Raistlin rozó las líneas oscuras del dibujo—. Todavía no está del todo seca.
Los compañeros se volvieron al oír que alguien se acercaba. Flint se detuvo junto a Tanis.
—¡Maldito kender! —El viejo enano apretó los dientes—. ¡Sólo a él se le ocurre desaparecer ante nuestras narices para meterse en sabe Reorx qué embrollo! —Contempló largo rato el dibujo del cuño con que marcaba sus mejores y más bellas obras y que ahora aparecía impreso con sangre en la roca. Parecía que fuera la primera vez que veía aquel sello y quisiera memorizarlo.
Tanis guardó silencio, reacio a sacar ninguna conclusión en este momento. Raistlin se movió de manera que su sombra se interpuso entre el enano y el dibujo de la roca.
—La sangre es fresca, Flint, de hace pocas horas. Aún está vivo —dijo, mirando a uno y a otro—. Y, a juzgar por esto, le vamos siguiendo el rastro. Más vale que no perdamos tiempo preguntándonos qué habrá ocurrido.
Pero Tanis no pudo evitar preguntarse si llegarían demasiado tarde.
El estruendo de la cascada semejaba el rugido furioso de algún dios enojado. En su discurrir tumultuoso, el río se precipitaba por un cortado de casi sesenta metros en una cortina de espuma blanca y desaparecía a un tercio de la vertical. Luego, como por arte de magia, reaparecía como un surtidor impetuoso bajo una pared escarpada y lisa de algo menos de diez metros de altura y terminaba su precipitada caída en un pequeño lago.
En la orilla, la neblina era densa como una llovizna y empapaba como tal. Keli y Tas estaban atados a la base de una peña puntiaguda, y la sed y el calor del día parecieron desvanecerse bajo la caricia de la refrescante niebla vaporosa. El chico se aproximó a Tas cuando le fue posible. Echó una rígida ojeada por encima del hombro para asegurarse de que los dos malhechores seguían ocupados llenando sus cantimploras y dejó escapar un largo y profundo suspiro con el que expresaba la fascinación que le producía el grandioso y agreste paisaje.
—Lo sabías —susurró—. Conocías el sitio.
—Oh, sí. He estado ya aquí. —Tas frunció el entrecejo y se encogió de hombros—. Aunque no es exactamente donde deberíamos estar.
—¿Qué?
—Bueno…, no es el sitio que Flint conoce. La trocha me parecía la que lleva allí, pero supongo que me equivoqué. Debemos de estar… —entrecerró los ojos para mirar al sol poniente— más al este. O al norte. O…
El ánimo del chico se vino abajo y con él cualquier esperanza que hubiera albergado de ser rescatado.
—Oh, sí, claro que vendrán. Sólo que… tardarán más de lo que pensaba. Pero no importa. Todo saldrá bien si te pegas a mí. —Tas guiñó un ojo, un gesto que el chico empezaba a reconocer como señal de que se avecinaban más problemas—. Hasta el final.
—¿Hasta el final?
—Hasta allí arriba.
—¿Te refieres a lo alto de la catarata? —A Keli se le quedó la boca seca de repente, más de lo que la había tenido todo el día—. No creo… No estoy seguro de…
—¡Tranquilo chico! —Los ojos del kender brillaban de excitación—. En verdad te preocupas mucho más que cualquier persona que conozco. A excepción de Flint, claro. ¡Ése sí que es un alarmista! Por cierto, ¿cuántos años tienes?
—Doce.
—¡Doce! Demasiado joven para tomarse las cosas tan en serio.
—Siento que esos dos te capturaran, Tas —dijo Keli mientras cerraba los ojos para no ver la rugiente catarata.
—¿Qué me capturaran? —El kender parecía indignado—. ¡Vaya! Son ellos los que están atrapados. ¡Yo los he metido en una trampa! ¡Al fin y al cabo ni siquiera sabían adónde los conducía! ¡Ja! Claro que, tal y como han ido las cosas, tampoco yo lo sabía. Pero eso no tiene la menor importancia. Por cierto, ¿sabes nadar?
—Sí —contestó Keli, con un hilo de voz.
—¡Fantástico! Así queda resuelto el último inconveniente.
—¿El último? Pero…
—¿Qué hacen esos dos? ¿Los ves?
Keli echó otra ojeada por encima del hombro.
—Siguen junto al lago. Veo a Tigo, pero no a Staag, aunque lo oigo.
—Con eso me vale. Mira.
El kender se giró un poco a fin de ponerse de espalda al muchacho. En sus manos atadas sostenía una daga.
—¡Tas! ¿De dónde la has sacado?
—Oh, pues… Verás… —El kender se encogió de hombros—. A veces la gente es algo descuidada y olvida dónde deja las cosas y yo…, en fin, las encuentro. —Esbozó una sonrisa pícara—. Esta daga la encontré en el cinturón de Staag esta mañana. Tarde o temprano la echará en falta, pero para entonces estaremos lejos y temo que no podré devolvérsela. Vamos, date la vuelta y quédate muy quieto. No quisiera hacerte un rasguño.
Cortó a tientas las ataduras de Keli, de espaldas al muchacho. La paciencia precisa para desenredar los nudos más complicados y unas manos firmes y ágiles eran cualidades innatas de los kenders. Keli estuvo libre antes de tener tiempo de preocuparse de que Tas le cortara una muñeca en lugar de la correa.
—Toma la daga y suéltame.
El chico lo hizo despacio, ya que tenía los dedos entumecidos y sentía punzadas en las manos al reanudarse el riego sanguíneo de manera tan repentina. Poco después el kender también estaba libre.
—¡Y ahora, sígueme! —susurró Tas.
Echando una mirada furtiva atrás, Keli siguió al kender, silencioso y veloz como una liebre. Se distanciaron haciendo un ángulo hacia el norte y después hacia el oeste, en dirección a la pedregosa orilla del lago. El kender se frenó con brusquedad junto a unas rocas y Keli chocó contra él.
—Tas, no creo que… —pero no tuvo ocasión de exponer sus dudas.
Tigo había descubierto la huída de los prisioneros, y su grito de alerta resonó en el aire. Un instante después, el humano y el goblin salían furiosos en su persecución.
—Nada directamente hacia la catarata, Keli. Cuando sientas el empuje de la corriente, gira al norte. Pasa bajo la cascada. Te estaré esperando.
Tas se zambulló en medio de un remolino de brazos y piernas. Chocó con fuerza contra el agua y después emergió limpiándose los ojos.
—¡Vamos! —gritó el muchacho.
Keli sentía la boca seca como un estropajo. Dirigió una mirada aterrada a sus espaldas y otra al lago y la rugiente catarata.
Estaba seguro de que si Tigo lo cogía ahora le arrancaría el corazón con los ganchos acerados del garfio. No habría falsa nota de rescate para su padre. Sólo la venganza de aquel loco por una ofensa inexistente.
Con la demencia era imposible razonar.
Había una altura de casi dos metros desde el saliente rocoso hasta la superficie del lago. Keli inhaló profundamente y se zambulló de pie en el agua, que estaba tan fría como si fuera el deshielo de un glaciar.
—¡Vamos! —le gritó Tas—. ¡Vamos!
El muchacho braceó con todas sus fuerzas y velocidad. El kender lo alcanzó un momento después deslizándose con la misma facilidad de una nutria juguetona. No habían cubierto la cuarta parte del recorrido cuando escucharon el ruido de dos chapuzones; sus perseguidores no se daban por vencidos.
—¿Dónde están tus amigos? —gimió Keli.
—¡No lo sé! ¡Por lo general no son tan lentos siguiendo un rastro!
El sol poniente entrelazaba cintas del fuego dorado en el agua de la cascada y sus haces se reflejaban en los resaltes de la pared vertical del risco como si fueran vetas de oro y rubíes. La cola del lago estaba en la orilla occidental. En la oriental, la violenta caída de la rugiente catarata convertía las aguas en algo blanco y mortífero.
Tanis se olvidó hasta de respirar mientras escrudiñaba la cegadora neblina. No era la belleza del paisaje lo que lo había dejado sin aliento, pues apenas se había fijado en él. Lo que lo había paralizado era el espanto.
Lejos, al otro lado del lago, las diminutas figuras de dos nadadores flotaban en las proximidades del remolino. Algo en la manera juguetona de moverse y patear de uno de ellos hizo que reconociera a Tas de inmediato. El otro parecía un chiquillo. Los seguían otros dos nadadores que acortaban distancia con rapidez. Uno de ellos era sin duda un goblin, a juzgar por sus brazos enormes y su piel grisácea. El otro, un tipo delgado y manco, iba a la cabeza y maniobraba como si quisiera cortar el camino al chico.
El gemido que lanzó Flint denotó que estaba tan asustado como el semielfo. Con un esfuerzo de voluntad, Tanis salió de su estupor, se desprendió del arco y del carcaj y se quitó las botas de un tirón. La esbelta mano de Raistlin se cerró sobre su muñeca.
—¡Espera, Tanis! Que vayan mi hermano y Sturm. Eres un buen arquero y el que mejor vista tiene. Cúbrelos mientras nadan.
Aunque de mala gana, el semielfo tuvo que darle la razón.
Los dos jóvenes guerreros se habían despojado de casi toda la ropa y avanzaban a poderosas brazadas por el agua antes de que Tanis tuviera tiempo de recoger su arco y las flechas. Sin embargo, tenían que cubrir más de la mitad del lago y el goblin acortaba distancias con rapidez, en tanto que su flaco compinche tenía al chico casi al alcance de la mano.
—No llegarán a tiempo —susurró Flint.
El semielfo encajó una flecha en el arco, tensó la cuerda y apuntó. La flecha silbó a través de la neblina brillante y falló por un centímetro su blanco: la garganta del goblin. No obstante, fue suficiente para obligar al sorprendido sujeto a buscar protección bajo la superficie.
Tanis apuntó otra vez, pero no encontró diana alguna. El lago se había quedado repentinamente vacío, a excepción de sus dos compañeros. Caramon vaciló un instante y escudriñó las aguas mientras se apartaba el pelo de los ojos.
Tanto perseguidos como perseguidores habían desaparecido.
El agua estaba gélida, y Keli temía que los miembros le pesaban como plomo. Se agitó con frenesí y dio una patada y a continuación otra. ¡Al fin había conseguido zafarse del garfio de Tigo! A la derecha se atisbaban unas figuras borrosas que luchaban: Staag y Tas. Al frente, tan próximo que amenazaba con arrastrarlo al fondo, rugía el remolino.
El estruendo de la catarata lo envolvía. Las oscuras aguas del lago eran blancas y relucientes en este punto. De improviso, Tigo emergió a su lado, alargó el garfio, lo agarró por el cinturón y lo hundió bajo la superficie. El chico se debatió y pataleó. Los pulmones le ardían. Tenía que respirar cuanto antes. Se sumergió un poco más, agarró a Tigo por las orejas y tiró de ellas como si quisiera arrancárselas de la cabeza. Cuando el hombre abrió la boca para gritar debió de tragarse varios litros de agua, pensó Keli, y el muchacho lo pateó en ese momento y de nuevo estuvo libre. Emergió y aspiró aire a bocanadas; vio que Tas salía también a la superficie. A sus espaldas, alzándose sobre las aguas como un monstruo marino, surgió Staag. El goblin lanzó un rugido y tuvo que hacer un brusco sesgo para aludir una flecha adornada con un penacho de plumas verdes.
—¡Tas! —Keli agitó las manos y señaló hacia la orilla—. ¡Bucea! ¡Ponte a cubierto!
El kender miró en la dirección señalada por el muchacho y lanzó un grito de alegría.
—¡No temas! ¡Ése es Tanis! ¡Vienen a rescatarnos, mira!
Dos hombres jóvenes, uno de pecho ancho y musculoso y el otro más esbelto pero también más rápido, cortaban el agua con brazadas potentes y veloces.
—¡Son Caramon y Sturm! —Tas se echó a reír, feliz—. ¡Ahí llegan, siempre dispuestos a actuar! —Buceó y salió a la superficie junto a Keli.
Staag salió disparado tras él, alargó los brazos y faltó poco para que lo agarrara.
—¡Están muy lejos, Tas!
El kender arrastró al chico bajo el agua haciendo caso omiso de sus protestas. Las gruesas piernas del goblin pasaron a su derecha, por encima del sus cabezas, y Tigo emergió en la superficie a unos palmos de su compinche.
Tas soltó a Keli y le hizo una seña con la cabeza, señalando hacia la izquierda. Rodearon a los dos malhechores bajo el agua, antes de que advirtieran su maniobra. Keli fue en pos del kender, deseando fervientemente que su amigo supiera lo que estaba haciendo.
Ahogarse no parecía la mejor solución a sus problemas.
Sturm dio un grito y a continuación otro. O había perdido la pista del hombre del garfio o había encontrado a Tas y al chico. Tanis no estaba seguro, pero no se atrevió a desviar ni por un instante su atención. Sus manos estaban sólo para manejar el arco; sus ojos, para divisar la diana de sus flechas. Y esa diana era un enloquecido goblin de piel gris que había arrastrado a Caramon bajo la superficie del agua.
Con los pies asentados firmemente en el suelo, contuvo la respiración y aguardó a que su compañero emergiera durante el interminable espacio de tiempo en que su corazón latió cinco veces, temeroso de soltar la flecha y que Caramon se interpusiera entre ésta y el goblin. Percibió que Raistlin también contenía el aliento y oyó a Flint maldecir primero y después musitar una súplica.
Caramon no emergía.
El semielfo alzó una plegaria a los dioses pidiendo su gracia, su favor, su misericordia… y disparó la flecha.
Un arco iris relucía titilante a todo lo ancho del pie de la cascada. Su súplica a los dioses y su flecha alcanzaron su destino al mismo tiempo. La flecha voló con precisión y alcanzó al goblin en la garganta. En medio del velo de la neblina apareció Sturm grácil como un delfín.
Al ver que estaba solo volvió a sumergirse. Poco después emergía para coger aire. Repitió aquella operación otras dos veces. En la segunda, salió llevando consigo a Caramon, que daba boqueadas.
Estaban solos en el lago. El remolino había arrastrado el cadáver de Staag, y Tigo había desaparecido. De Tas y del chico no había señales.
Aunque los dos guerreros bucearon y buscaron durante más tiempo de lo que cualquier ser humano podía aguantar sin respirar, no encontraron a Tas ni a su compañero.
Caramon levantó los puños hacia la rugiente cascada en un gesto de impotencia. El sol poniente tiñó de rojo y dorado sus brazos musculosos. Su grito de ira retumbó en las orillas del lago, fue un alarido tan fuerte y doloroso que Tanis no oyó el golpeteo de su arco contra el suelo rocoso cuando sus fláccidos dedos lo dejaron caer.
Aturdido, el semielfo miró a sus dos amigos mientras regresaban a nado hasta la orilla. Ayudó a Raistlin y a Flint a sacarlos del agua. Siguió sumido en el estupor largo rato, sintiendo un gran vacío en su interior. Vio el mismo estado de ánimo reflejado en los ojos de Caramon, en los de Sturm, en la expresión aturdida e incrédula de Flint.
Más tarde, cuando el sol casi se había puesto y todavía seguían esperando no sabían qué, Tanis sintió que el enano daba un respingo.
—¡Se ha vuelto loco! —Las palabras de Flint no encajaban con su tono perplejo, atemorizado—. ¡Por la forja de Reorx! Si es que ese cerebro de mosquito ha tenido alguna vez un pizca de sensatez, ya la ha perdido. ¡Mira, Tanis!
El semielfo estaba sentado con las piernas recogidas contra el pecho y levantó la cabeza que había reclinado sobre las rodillas. Miró hacia donde señalaba Flint. «Imposible —pensó aturdido—. Se ha ahogado. Está muerto».
Pero «imposible» no era una palabra que pudiera aplicarse a las mañas de un kender sin caer en un error. Con el copete ondeando por el aire de la catarata y los brazos extendidos para equilibrarse, Tas cruzaba un puente natural de piedra de unos dos palmos de ancho, que salvaba el último tramo de la cascada, donde el agua se desplomaba en un rugiente surtidor sobre el lago. Mientras Tanis lo observaba, el kender volvió la cabeza como si hablara con alguien que le seguía a gatas.
El semielfo se incorporó de un brinco y corrió a la orilla del lago. Sturm y Caramon se le unieron y escudriñaron con atención las figuras apenas visibles con la mortecina luz del ocaso.
—Sí, es él —musitó Sturm—. ¡Y está también el canalla del garfio que se me escabulló en el lago! ¿Cómo han llegado hasta allí? —Miró frenético en derredor, buscando un camino que llevara al arco suspendido sobre la catarata. Pero no divisó ningún otro que no fuera atravesando a nado el lago. Y lo habría hecho, pero Tanis se lo impidió.
—No llegarías a tiempo, Sturm.
—¿Y adónde irán después de que hayan cruzado ese paso? ¡Al otro lado sólo hay la pared vertical del risco!
—A ninguna parte —dijo Tanis, sacudiendo la cabeza. Dio la espalda al lago y vio a Raistlin encaramado a un saliente rocoso. El joven mago observaba con fijeza los colores titilantes del arco iris que se formaba al pie de la catarata; sonreía y en sus ojos claros había una mirada penetrante y vehemente.
—¿Puedes ayudarlos, Raistlin?
El mago movió despacio la cabeza arriba y abajo en un gesto de asentimiento. Estaba pensativo, sin apartar la mirada de la brillante neblina y de los últimos rayos del sol.
—Creo que sí. Por fortuna nuestro amigo es un hábil escalador, ya que le va a hacer falta esa pericia.
Las aristas de la roca se le hincaban a Keli en las manos. Paralizado en mitad del estrecho paso, no se atrevía a mirar abajo ni podía mirar atrás.
En el extremo de la pasarela, Tigo se agazapaba como un depredador escuálido y hambriento que espera a que su presa comprenda que está atrapada. No tenía necesidad de aventurarse por el paso, no tenía que continuar la persecución. ¡Por fin obtendría su venganza mortal!
Al otro lado estaba Tas, con la espalda apoyada en la pared afilada.
—¡Keli! ¡Vamos, sigue adelante! —le gritó.
—No… puedo… No puedo. —El chico era incapaz de moverse, sólo podía balbucear.
—¡Tienes que hacerlo! ¡No puedes quedarte ahí! ¡Eh, imagina que eres una araña! ¡Las arañas nunca se caen! ¡Ánimo, será divertido!
¡Divertido! Keli sentía un nudo en la garganta, pero tenía la boca tan seca que le era imposible tragar saliva; intentó con empeño imaginar que era una araña, aunque en el fondo lo que habría deseado ser era un pájaro. Poco a poco, muy despacio, gateó por la resbaladiza piedra en tanto que farfullaba vanas maldiciones infantiles en voz baja. ¡Divertido!
—¡Muy bien, eso es! ¡Te dije que sería divertido! —gritaba Tas.
Al otro lado de la pasarela, Tigo se echó a reír. Su risa era fantasmagórica, apenas un susurro audible con el estruendo del agua. Keli hizo caso omiso de él y se concentró en Tas y en el puente.
—¡Vamos, Keli, un poco más! ¡Casi lo has conseguido! ¿A que no habías hecho nunca algo tan divertido?
El chico gruñó y sacudió la cabeza. Al instante se arrepintió de haberlo hecho. El paso pareció balancearse debajo de él.
—No —jadeó, sin apartar la vista de sus nudillos, blancos por la tensión—. ¡Nunca he hecho algo parecido!
Adelantando primero una mano y luego otra, una rodilla y a continuación otra, Keli gateó mientras intentaba no dejarse dominar por el vértigo y deseaba que no le costara tanto esfuerzo respirar.
Tras lo que pareció una eternidad, los dedos del chico tocaron los frío y resbaladizos del kender. Éste se adelantó un poco para agarrarlo por la muñeca y después por el brazo.
—¡Arriba! Ponte en pie. ¡Ya te tengo!
Keli se incorporó, se tambaleó ligeramente y luego recobró el aliento.
—Muy bien. Ahora avanza hasta aquí y pégate contra la pared. Cabemos los dos en el saliente. Creo…
¡Creo! «Loco como un kender» era una expresión que Keli había oído alguna vez. Antes creía saber lo que significaba. Ahora estaba seguro. El chico hizo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban para llegar tambaleante hasta la pared. Apoyó la cara contra la roca oscura y húmeda, sacudida por los temblores.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—No podemos regresar, pero no parece que él tenga intenciones de venir —fue la evasiva respuesta del kender.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Podemos esperar.
En el lago, los tonos brillantes del atardecer que se reflejaban en la neblina se habían apagado. En la orilla surgieron las sombras púrpuras del ocaso, mensajeras de la noche.
—Sería fantástico que pudiéramos volar —dijo Keli con voz tensa.
—Ya lo creo. Y mucho más entretenido que estar atascados aquí.
El muchacho apretó los dientes para contener el impulso de chillar.
—¿Para qué hemos venido aquí? —susurró—. ¡Supuse que conocías un camino que nos sacaría de este atolladero!
—No imaginé que nos seguiría. —Tas se encogió de hombros—. Creí que se había ahogado en el lago.
Al otro lado del paso, Tigo tomó asiento con la espalda recostada en la roca, tan paciente como una condena inevitable. Keli era incapaz de mirarlo sin ponerse enfermo, sin sentir —en su imaginación— la desgarradura de aquel garfio, seguida de una larga y mortal caída al lago.
Una luz, mezcla de los últimos rayos dorados del sol y los tintes plateados del anochecer, ondeaba en la oscura superficie del lago, se entretejía y se alzaba en el crepúsculo como una promesa de esperanza.
Allá abajo, lejos, el arquero pelirrojo al que Tas había llamado Tanis y uno de los jóvenes que se había echado al agua para ayudarlos se encontraban de pie en la orilla. El otro se había zambullido de nuevo en el lago y nadaba hacia la catarata. El enano y el joven delgado se dirigían presurosos en dirección note.
—¿Qué hacen, Tas?
—No lo sé. Pero planean algo. ¡Mira! Tanis nos señala. —El kender se inclinó hacia adelante para ver mejor, y Keli tuvo que sujetarlo por el cinto.
—¡No hagas eso!
Era evidente que al kender no le preocupaba el hecho de haber estado a punto de precipitarse a una muerte segura. Se echó a reír, y el alegre sonido se alzó por encima del rugir de las aguas.
—¡Mira, Keli! ¡Raistlin está haciendo algo al aire! —Dio una palmada al chico en la espada que a poco no lo lanza fuera de la estrecha repisa—. No sé qué se propone. Bueno, casi nunca lo sé; ni yo ni nadie. Pero siempre es algo mágico y siempre merece la pena esperar.
Aferrado a la pared como un murciélago empapado, Keli contuvo la náusea. Si lo que se proponía hacer el mago merecía o no la pena esperar, era algo que el chico ignoraba, pero no había otra alternativa.
Las manos de Raistlin se movían con destreza y seguridad en una extraña danza mágica. Recogieron los translúcidos colores del arco iris y el destello de la neblina; separaron los brillantes filamentos y los trenzaron rápidamente los unos en torno a los otros de manera que tejieron una cuerda de reluciente embrujo.
La cuerda mágica creció a pasos agigantados desde las manos del joven mago y se dirigió a su destino merced a la voluntad y el poder del hechicero. Voló a través de la superficie del lago y se remontó en el aire con la gracia de un halcón y la precisión de las flechas de Tanis.
Sturm saltó al lago y avanzó sobre las gélidas aguas con brazadas potentes. Cuando alcanzó a Caramon, la cuerda reluciente los había sobrepasado en su vuelo hacia la pasarela rocosa y a la mano extendida de Tas. En la orilla, Flint lanzó un grito de triunfo que dio paso a otro de alarma.
Tigo se encontraba a mitad de camino del puente, la mortecina luz del anochecer arrancó un destello siniestro en el garfio.
Tas se situó delante de Keli y enrolló la reluciente cuerda mágica en torno a las manos del chico.
—Iremos juntos. Aguantará, lo juro. Sólo tienes que deslizarte por ella. No temas, no te quemará…, casi no se nota al tacto.
Keli lanzó una rápida ojeada al lago y después a Tigo, que avanzaba poco a poco por el puente.
—¡Tas, esto no es una cuerda! ¡Es luz y aire! ¡No nos sostendrá!
—Oh, seguro que sí. Es magia de Raistlin. —Tas ladeó la cabeza como si acabara de ocurrírsele algo—. No estarás preocupado otra vez, ¿verdad?
—¿Preocupado? ¡Tas, estoy muerto de miedo!
—Te aseguro que aguantará. Ya te lo he explicado: es magia. Y Raistlin es el mejor mago que conozco. No te dejará caer.
—¡Tas. La cuerda no es real!
—¡Lo es! Pero…, en fin… ¡Mira! Allá abajo, en el lago. Son Caramon y Sturm… ¿Te he dicho que Sturm quiere ser Caballero de Solamnia? Como tu padre. Y será muy bueno. Se sabe eso del Código y la Medida como si la hubiese inventado él…
—¡Tas!
—Bueno, vale. Sea como sea, si te caes, cosa que no ocurrirá, ellos te cogerán. No te pasará nada. Vamos, salgamos de aquí o vamos a tener un encuentro con Tigo muy pronto.
Más que todas las frases de ánimo del kender, este último comentario fue lo que decidió a Keli. Agarró la cuerda de oro y plata tejida con magia y luz. Cerró los párpados con fuerza, respiró hondo y saltó al vacío.
Tas fue a continuación.
A sus espaldas, Tigo lanzó un aullido de rabia, como una bestia cuya presa escapa de sus garras y la deja sola con su impotente furia.
El aire nocturno era frío junto al oscuro lago. En la distancia, sobre la negra superficie, se reflejaban las estrellas. Sentado junto a la hoguera, Keli creyó ver algo más del brillo fantasmagórico de una luz plateada y el débil titilar de un arco iris. ¿Algún residuo de la magia de Raistlin?
A aquella hora tardía sólo quedaban despiertos Keli, Tas, el semielfo Tanis y el enano Flint. El joven mago había sido el primero en dormirse. Keli no sabía nada de magia ni del alto precio que exigía su práctica, pero sí se dio cuenta de que ese tejer luz había dejado exhausto a Raistlin. En su opinión, el joven hechicero no era lo bastante fuerte como para realizar semejante esfuerzo muy a menudo. «O quizá sí lo sea», rectificó para sus adentros mientras echaba una mirada furtiva al mago dormido. Incluso en su agotamiento, algo poderoso y fuerte había iluminado los ojos del hechicero.
El fornido guerrero, Caramon, era su hermano y a sus ojos castaños asomaba una expresión alegre y traviesa que le confería un gran encanto personal. Se había dormido casi inmediatamente después de su hermano y ahora sus ronquidos resonaban como un trueno lejano.
—Míralo. Dormido en un visto y no visto —gruñó Flint—. Tal vez estemos presenciando el inicio de una nueva era de maravillas.
Keli se habría echado a reír de buena gana, pero se contuvo. Lo atemorizaba un poco el perpetuo gesto ceñudo del enano, que se irritaba con facilidad y gruñía por todo. No era la clase de persona con la que se intima con facilidad.
Durante un rato pareció que Sturm permanecería despierto el tiempo suficiente para cumplir hasta el final su oferta de hacer la primera guardia. Pero el sueño acabó por vencerlo. Sin embargo, Keli comprendió que sus amigos lo conocían lo bastante para no llevarle la contraria y también para saber que no tardaría en dormirse por el cansancio de los esfuerzos realizados en el lago.
Tanis, con su cabello rojizo que a la luz de la hoguera semejaba cobre, sus almendrados ojos elfos de color avellana que a veces parecía tornarse verde, dividía por igual su atención en suavizar los rezongos del enano y en escuchar la inagotable cháchara del kender. Esto último lo hacía con la actitud de quien sabe que la tormenta no terminará hasta que haya descargado el último rayo y la última gota de lluvia.
Así pues, éstos eran los compañeros de Tas en los que el kender había confiado ciegamente. De todos ellos, sólo Tanis y Flint habían permanecido despiertos para escuchar la narración de su captura y fuga que relataron a medias entre Tas y él. No obstante, a Keli le indignó que ninguno de los dos diera crédito a los actos heroicos que él atribuía al kender.
Con la espalda recostada en una piedra y los pies tan cerca de la hoguera como le aconsejaba la prudencia, Keli miró primero a Flint y después a Tanis.
—De no ser por Tas, Tigo me habría matado. Es un héroe.
—¡Un héroe! —rio Flint—. ¿Éste? ¡Sí, muchacho, y yo soy el capataz de la forja de Reorx!
—¡Lo es! —insistió Keli con tozudez.
Tanis intentaba contener la risa para no aumentar el enfado del chico. Miró de reojo a Tas, que se sentaba en cuclillas ante la fogata. La dignidad del kender no parecía haberse resentido ni una pizca por la habitual actitud burlona del enano.
—Me salvó la vida —insistió Keli—. Se las ingenió para que esos dos se perdieran, les dio esquinazo, encontró la cueva detrás de la catarata y las escaleras que conducían a la pasarela. A mí jamás se me habría pasado por la imaginación que hubiera una cueva, ni una escalera, ni el paso de piedra.
—Supongo que el impecable rastreo de Tanis o la cuerda luminosa de Raistlin no tienen nada que ver con que ahora estés a salvo ¿verdad, muchacho? —preguntó Flint.
Keli no se acobardó con la brusca pregunta del enano e insistió en la defensa de su amigo.
—Claro que tienen que ver. Y os agradezco todo cuanto habéis hecho por mí, pero… Casi llegasteis tarde. Y… —el chico vaciló y miró a uno y a otro. Sus expresiones seguían siendo divertidas y no entendía qué les hacía tanta gracia—. Y… ¡Tas me salvó!
—Más bien te puso en peligro en más ocasiones de las que recuerdas o imaginas —rezongó el enano—. Ha sido cuestión de suerte el que estés ahora aquí para contarlo. Tienes un aspecto famélico a pesar de haberte comido un conejo y medio, chico. Y también pareces agotado. Anda, échate a dormir. Por la mañana verás el asunto bajo otra perspectiva.
—Lo veré como ahora —dijo con firmeza Keli, a la vez que volvía los ojos hacia Tas.
El kender se encogió de hombros.
—Son un poco duros de mollera —comentó con voz cansina. Luego sonrió y fue como si un cometa cruzara el oscuro cielo nocturno—. Pero al final la comprensión se abre paso en sus cerebros obtusos. —Se desperezó a la par que soltaba un bostezo descomunal. Miró de reojo a Flint y luego hizo un guiño a Keli. Aquel gesto siempre precursor de que alguien iba a tener problemas, arrancó una sonrisa en el muchacho.
Flint inició una protesta, pero Tas se limitó a sonreír otra vez, se despidió hasta el día siguiente con un ademán y buscó un sitio donde tumbarse a dormir.
A pesar del cansancio, el muchacho estaba desvelado. Se acomodó mejor frente a la hoguera y suspiró.
—Tenemos que llevarte de vuelta a casa, Keli —dijo Tanis tras unos minutos de silencio.
—Bastará con que me acompañéis hasta Siete Pasos —susurró el chico—. Mi caballo seguirá allí y aún he de entregar la carta al amigo de mi padre.
—Oh, no —gruñó Flint—. Si te dejamos marchar solo, quién sabe en qué clase de lío te volverás a meter. A casa, muchacho, a casa. El mensaje lo entregaremos en el camino.
El enano rebuscó en su mochila, sacó un pedazo de madera y se pudo a tallarlo con una navaja, sumido en el silencio. Keli habría querido darle las gracias, pero Tanis atrajo su atención y sacudió la cabeza en un gesto de negación a la vez que sonreía. Cuando Flint alzó de nuevo la vista, sus palabras iban dirigidas al semielfo.
—Si nos quedara un poco de sentido común, nosotros también deberíamos regresar a casa después de entregar esa carta.
Su comentario cogió a Tanis por sorpresa.
—¿Volver a casa a mediados de verano?
El enano guardó silencio unos instantes. Cuando volvió a hablar su voz era brusca, ronca.
—Pensé que había muerto. —Keli comprendió que se refería a Tas—. De verdad. No es que lo temiera. En el temor hay siempre un resquicio para la esperanza. Creí que había muerto desde el momento en que vi mi cuño dibujado en aquella piedra. Perdí toda esperanza. Mal asunto cuando eso ocurre. —Carraspeó para aclararse la voz—. Y después, Caramon. Cuando no salía a la superficie y Sturm tuvo que bucear para buscarlo, también pensé que estaba muerto.
Keli percibió el miedo del enano en su voz. Ya no había dureza o severidad en sus ojos. Sus rudas facciones se ensombrecieron con una expresión extraña que Keli no supo interpretar. Pero había visto aquella misma expresión otras veces en el rostro de su padre.
Tanis atizó la lumbre y el resplandor de las llamas. Keli constató que también el semielfo había creído que sus amigos habían muerto. Sin embargo, sus siguientes palabras fueron para tranquilizar al enano.
—No les ha ocurrido nada. Están a salvo.
El viejo enano respiró hondo y soltó un sonoro suspiro. Echó una ojeada a sus jóvenes amigos dormidos alrededor de la hoguera: Caramon, con su espada envainada cerca de la mano; Sturm, que a pesar de dormir profundamente se despertaría en el momento en que lo necesitaran; Raistlin, que seguramente vivía en sueños algo sólo comprensible para él; y Tas, enroscado como un cachorro exhausto contra la espalda de Caramon. Cuando Flint habló de nuevo, Keli percibió en su tono que el enano había tomado una determinación. Se echó hacia adelante y escuchó atento.
—Sí, Tanis, están a salvo. Pero se están produciendo cambios, muchacho. Siento en mis huesos que algo tenebroso está tomando forma. Al principio me alegré de que nos acompañaran en nuestros viajes, pues así disfrutaba de su compañía. Ahora me alegro de tenerlos a mi lado porque me habría sido imposible continuar con mi negocio y recorrer las rutas sin ellos. ¡Fíjate lo que le ha ocurrido a este chico! ¡Goblins y malhechores! Sin olvidar los rumores que corren de que cosas aún más extrañas andan al acecho en las calzadas.
Con gesto abstraído, Tanis alargó la mano y revolvió el cabello de Keli.
—Aunque quieras, no conseguirás sujetarlos en Solace fuera de peligro, viejo amigo.
—No, los conozco lo bastante para saberlo. Tú y yo somos socios y lo hemos sido durante mucho tiempo. Esto nos incumbe a ambos y no tengo derecho a tomar una decisión sin contar contigo. —Flint sacudió la cabeza. Esbozó una sonrisa en contraste con su gesto adusto, pero fue este último el que prevaleció—. Tampoco hemos hecho muchas ganancias en estos últimos días, persiguiendo a esa peste de kender desde un extremo a otro de la región, ¿verdad? La idea de regresar a casa me resulta más apetecible por momentos.
A diferencia de lo que le ocurría con el enano, a Keli le resultaba fácil adivinar lo que Tanis pensaba: Solace no retendría por mucho tiempo a Tas ni a ninguno de los otros compañeros, a pesar de ser su hogar.
—De acuerdo, Flint —dijo en voz alta, pese a ello—. Volvemos a casa. Tanto Keli como nosotros.
«No —pensó el muchacho—. No estarán mucho tiempo en Solace». Su padre le había dicho en una ocasión que los halcones se posaban en el brazo un rato, pero jamás se los domesticaba por completo.
Flint se echó hacia adelante y acarició con ternura la mejilla de Keli.
—Vamos a casa, ¿eh, chico?
Keli sonrió.
—Oh, sí. A casa.