La inspiración del pintor
Barbara Siegel y Scott Siegel
—Parece tan real —dijo Kyra Rizos con admiración. Se apartó los negros cabellos ensortijados que le caían sobre los ojos y contempló el cuadro, haciendo caso omiso de las voces que pedían otra ronda de cerveza desde una mesa de la taberna—. Es una barca preciosa. —Con voz queda y maravillada añadió—: Casi parece que vaya a salir navegando del lienzo en cualquier momento.
—Casi, pero no del todo —contestó Seron Ojos Tristes, el pintor. Era un hombre delgado, de rostro afable. Las cejas trazaban una curva descendente por los extremos que le daba una perpetua expresión de tristeza y de ahí venía su apodo. Sin embargo ahora sonreía, satisfecho del efecto que su nuevo cuadro había causado en la joven y encantadora camarera a la que había cortejado todo el verano.
—¿Se pagará bien? —preguntó ella esperanzada.
La sonrisa de Seron se borró de su rostro.
—A veces creo que tú eres la única a quien le gusta mi obra. Cualquier otra persona de Flotsam dice «¿Por qué comprar una pintura de algo que pudo ver con sólo asomarme a la ventana?».
—¡Eh, Kyra! —llamó a voces un parroquiano alzando su jarra vacía—. ¿Vas a servirme otra o tendré que ir yo mismo a llenarla?
El dueño de la taberna asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—Vuelve a tu trabajo —advirtió a la camarera.
—Vale, vale. Ya voy —contestó Kyra. Pero no se movió. En lugar de ello, sacudió la cabeza mientras contemplaba extasiada la marina que Seron había pintado con maestría.
Si las dotes del artista no eran reconocidas, no ocurría otro tanto con las de Kyra Rizos. Todos los hombres solteros y muchos de los casados anhelaban hacerla suya. La piel de la joven parecía alabastro, sus ojos marrones relucían y sus labios carnosos parecían estar hechos expresamente para besar. Y aún más invitadora que sus labios era su figura plenamente femenina: desde que ese verano había alcanzado la mayoría de edad, tenía que propinar más cachetes para apartar manos de hombres que para espantar moscones.
Con Seron, en cambio, había sido diferente. Oh, por supuesto que él también quería hacerla suya y no lo disimulaba, pero la quería de verdad y lo demostraba de mil maneras distintas. Ayudó a reparar el tejado de la cabaña de la familia de la joven sin pedir siquiera a cambio un vaso de agua. Le daba clases de pintura y le enseñaba todo, desde el modo de mezclar los colores hasta su técnica para manejar los pinceles. Y, cuando Kyra estuvo muy grave con una enfermedad desconocida durante la cual llegó a parecerse a un enano particularmente feo que Seron había retratado en una ocasión, el joven artista arriesgó su propia vida por cuidarla.
La pareja estaba acodada en el mostrador, con la marina entre los dos.
—Estás perdiendo el tiempo trabajando en esta taberna —afirmó Seron con gravedad—. Lo he dicho desde el principio; eres inteligente, tienes talento y sensibilidad. Estás capacitada para hacer algo más en la vida que servir cerveza.
—Te parezco inteligente sólo porque digo que me gusta tu obra —se burló Kyra.
Él sonrió y sacudió la cabeza.
—Lo digo en serio —insistió.
Absorta en la conversación, Kyra hizo caso omiso del creciente clamor de voces de clientes que pedían ser atendidos.
En cuanto a Seron, todavía no había intentado vender este último cuadro, pero al ver cuánto le gustaba a Kyra y llevado por el profundo amor que sentía hacia la joven, dijo sin pensarlo dos veces.
—Quiero que te lo quedes. Es un regalo.
Su oferta dejó estupefacta a la muchacha, que enrojeció y pareció que se quedaba sin aliento.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él preocupado.
Por toda respuesta, Kyra le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca. Aquella tarde Kyra perdió su trabajo, pero encontró un marido.
Su confianza en el talento de Seron no era infundada; poco después de casarse, el artista empezó a vender algunas de sus pinturas. No le pagaron grandes sumas, pero al menos era un comienzo. Como suplemento a sus escasos ingresos, Seron pintaba retratos de familia para los comerciantes locales. Aún así, no era suficiente.
—¿Por qué no das clases? —propuso Kyra una tarde mientras recogía la colada tendida en una cuerda.
—¿Qué? ¿Y contribuir a crearme competencia? —respondió risueño, en tanto doblaba la ropa que ella le iba dando.
—Tienes un talento maravilloso —prosiguió Kyra, sin hacer caso de su broma—. Podrías dar clases. Estoy convencida de que a los kenders les encantaría; serían incapaces de rechazar la oportunidad de desarrollar la agilidad de sus manos con el dibujo.
—¿Y qué te hace pensar que sería un buen maestro?
—Porque supiste enseñarme a mí.
—Sólo porque tú eras una alumna excelente. Puedes hacer cualquier cosa que te propongas. Te has conformado con muy poco. Si hubieses…
—¡Por favor! No saques a relucir otra vez el mismo tema —protestó Kyra.
—Pero es verdad. Habrías hecho cosas importantes si lo hubieses intentado —insistió Seron mientras le acariciaba la mano.
—¿No era eso mismo lo que tu hermano te decía siempre? —replicó la mujer—. ¿No te repetía que estabas descuidando tu vida con la pintura?
—No cambies de tema —dijo con gesto ceñudo—. Estamos hablando de ti. Y sabes que tengo razón. Eres capaz de hacer cualquier cosa; te conformas con poco —repitió.
—¿Qué me conformo con poco? Ni hablar. —Esbozó una sonrisa seductora. Dejó caer la sábana que estaba doblando y empezó a desabotonarse la camisa.
—Sabes cómo poner punto final a una discusión —dijo él mientras se quitaba la camisa.
Su lecho fue una alfombra de hierba verde, su techo, el cielo crepuscular, y sus almas fueron una aún mucho después de que la pasión se hubiera consumido.
El ocaso avanzaba, y Kyra sintió frío. Se acurrucó contra su esposo, que la abrazó con cariño. Se sentía segura y protegida entre sus brazos. Sentía la fuerza y la ternura de su amor cuando la tenía ceñida así. No había nada en todo Krynn que igualase aquella sensación. Nada.
Siguiendo su consejo, Seron dio clases a los kenders y a cualquiera que pagara por ello. Los resultados económicos no fueron brillantes. A despecho de su entusiasmo, los kenders eran unos estudiantes inconstantes y atolondrados que por lo general se marchaban llevándose las pinturas, los pinceles y la mitad de la comida del día siquiente.
A fin de mantener mejor a su esposa, Seron aceptó un trabajo por las tardes como cocinero en la posada El Señor del Mar. Kyra no quería que se dedicara a otras cosas que lo apartaran de su arte, pero él no soportaba la idea de verla pasar privaciones. Le prometió que trabajaría en la posada sólo hasta que sus cuadros les dieran dinero suficiente para vivir sin agobio.
Esperaba que tal cosa ocurriese pronto, ya que se le había presentado la oportunidad de expresar su arte con un tema nuevo y excitante cuando conoció a un dragón.
—¿Tienes una manta roja? —preguntó un ejemplar joven de dragón broncíneo que se encontraba al borde de un claro del bosque.
Seron no daba crédito a sus ojos y menos aún a sus oídos; ¡el dragón le hablaba a él!
—¿Eres… eres real? —balbuceó el pinto.
—Eso no parece la respuesta adecuada a la pregunta: «¿Tienes una manta roja?». ¿Te importaría intentarlo de nuevo?
La curiosidad de Seron superaba su temor. Adelantó unos pasos y tocó una de las alas del dragón.
—Eres real —musitó perplejo. Al punto retrocedió.
—Vaya, todo el mundo reacciona igual al verme —dijo el dragón sacudiendo la cabeza con actitud triste—. ¿Es que no habías oído hablar de los de mi especie?
—Sólo…, sólo en las leyendas —contestó Seron en tanto examinaba con detenimiento al alto y majestuoso dragón que tenían ante sí. No quería que se le olvidara ningún detalle cuando lo plasmara en el cuadro que sabía pintaría algún día. Por fin se le presentaba la oportunidad de triunfar para Kyra. ¡Este cuadro le reportaría una fortuna!
—Es terrible —se quejó el dragón—. Vaya donde vaya, la gente se queda aturdida y boquiabierta. De verdad, no lo comprendo. Lo entendería si luciera colores llamativos. Lo que, dicho sea de paso, me lleva otra vez a lo de la manta roja. ¿Tienes una o no?
Seron no quería que el dragón se marchara. Todavía no. Necesitaba más tiempo para estudiar a esta criatura fabulosa.
—Te conseguiré una manta roja —prometió—. Espérame aquí.
El pintor corrió de vuelta a la cabaña.
—¿Dónde estás, Kyra? —llamó al encontrar la casa vacía.
—Aquí atrás, en el huerto.
Para no perder tiempo, Seron buscó en el armario y en el arcón. Estaba seguro de que tenían algo parecido a una manta roja. Una petición un tanto extraña, ahora que lo pensaba. La búsqueda fue infructuosa.
—¿Ha habido suerte? —preguntó el dragón, que se había plantado a la puerta de la cabaña.
—Te dije que me esperaras allí —lo reprendió Seron con nerviosismo mientras salía a reunirse con la criatura. Temía que el dragón le hiciera algún daño a su esposa.
—¿Quién anda ahí? —sonó la alegre voz de Kyra mientras daba la vuelta a la cabaña—. Me pareció oír otra voz y…
La joven se frenó en seco, con una expresión de pasmo.
—¡Una manta roja! —exclamó entusiasmado el dragón, señalando el mantón rojo que Kyra llevaba sobre sus hombros.
Seron parpadeó. Ésa era la prenda que había estado buscando. Kyra sonrió al dragón. Había crecido escuchando historias referentes a estas criaturas mágicas.
—¿Te gusta? —preguntó mientras se quitaba el mantón y se lo tendía.
—Oh, sí, mucho —contestó el dragón.
—Entonces, tuyo es. Tendrás un aspecto maravilloso con él. Te sentará mejor que a mí.
—Vaya, eres un ser humano que podría llegar a caerme bien —dijo el dragón—. ¿Cómo te llamas?
—Kyra —esbozó una cálida sonrisa—. ¿Y tú?
—Tosch. He de decir que estoy encantado de conocerte. —El dragón la saludó con una inclinación de cabeza. Luego señaló a Seron—. En cuanto a él, tengo que pensarlo todavía.
—No me ofendas —reprochó Kyra con suavidad—. Seron es mi esposo y, si yo te gusto, también tiene que gustarte él.
—¿Es esa una norma de los humanos? —preguntó Tosch.
—Es una norma mía —dijo Kyra.
El dragón aceptó con un cabeceo.
—Estupendo. Vamos, acércate para que te ponga tu nueva capa.
Tosch agachó la cabeza y Kyra ató el mantón rojo alrededor del cuello del dragón. La prenda resultaba una insignificante pincelada roja en comparación con el inmenso corpachón de la bestia, pero a Tosch no pareció importarle. Estaba entusiasmado con su nueva apariencia y lo puso de manifiesto adoptando diversas posturas, al tiempo que preguntaba qué tal aspecto tenía.
En opinión de Seron, todo el asunto era una ridiculez, pero Kyra se lo tomó muy en serio y aconsejó al dragón cómo ponerse la capa para sacarle el mejor partido.
Por fin Tosch guardó silencio y se volvió hacia el pintor.
—Tu esposa me ha hecho un regalo maravilloso —afirmó—. ¿Qué vas a darme tú?
—Te haré un retrato —contestó con voz tranquila—. Una vez que los humanos te hayan visto en un cuadro, no se sorprenderán tanto cuando te vean en carne y hueso. ¿No era eso lo que querías?
Tosch dirigió una mirada dubitativa a Kyra.
—¿Sabes pintar? —le preguntó.
—Levanta un poco más el ala derecha —instruyó Seron, que pintaba el retrato de Tosch en el claro del bosque donde se habían conocido—. Un poco más. Así, eso es. No te muevas.
—Creo que estaría mucho mejor con las alas más bajas y la cabeza más erguida —protestó el dragón—. Y mi perfil izquierdo es fantástico. Tú mismo lo dijiste.
—Mi intención es crear un efecto dramático —le recordó el pintor—, lo que no implica necesariamente representarte lo más atractivo posible.
—No veo la diferencia —objetó Tosch con altanería—. Si ofrezco una imagen atractiva, el cuadro será bueno, ¿no?
—Es justo al contrario, amigo mío —se rio Seron—. Si el cuadro es bueno, tendrás una imagen atractiva.
El dragón resopló con desdén.
Nadie más se había ofrecido a pintar su retrato, así que Tosch se avenía a posar como modelo a despecho de la diferencia de opiniones con Seron. Kyra era quien pacificaba los ánimos. Se reunía con ellos a menudo en el claro del bosque y acariciaba al dragón en la cabeza cuando su marido le permitía descansar tras una larga y agotadora sesión.
La verdad es que Tosch no era un modelo fácil de pintar. El dragón broncíneo llegaba tarde a las sesiones cada dos por tres y a veces ni siquiera aparecía. A menudo, musitaba en voz baja las palabras de un conjuro, golpeaba con la cola el suelo tres veces y hacía que los pinceles de Seron desapareciera. Al dragón parecía divertirle irritar a Seron.
Pero Kyra apaciguaba siempre a su iracundo marido con la explicación de que en las historias que le habían contado de pequeña los dragones eran de sobra conocidos por su carácter caprichoso e independiente.
—Un dragón broncíneo va y viene a su antojo y le gusta hacer travesuras —comentaba—. Está en su naturaleza.
De este modo continuaron las sesiones. Al menos durante un tiempo…
Tosch podría haberse quedado durante años en lugar de unos pocos meses, pero, cuando la Señora del Dragón y sus tropas invadieron Flotsam, el joven dragón broncíneo huyó a las montañas.
Seron y Kyra pudieron haber hecho lo mismo, pero Flotsam era el único lugar que conocían; los dos habían nacido en la ciudad y ni el uno ni el otro habían salido de ella nunca.
La verdad es que tenían miedo de marcharse.
La situación empeoró después de que el ejército ocupó la ciudad. Aún así, Seron se ganó la vida, aunque a duras penas. Se las ingenió para vender los cuadros de Tosch y a pesar de que ahora los dragones eran ya un espectáculo casi cotidiano. Una de las pinturas la adquirió el propietario de la posada donde Seron trabajaba como cocinero. Otra se la vendió a una feroz capitana de barco que dijo que la colgaría en su camarote. Otra la compró un vendedor ambulante. A todos los compradores les encantaba la maestría con que el artista había sabido captar por igual la inocencia y la arrogancia natural del dragón broncíneo.
Con cada venta, Kyra se sentía más y más orgullosa de su marido. Crecía su reputación de pintor, pero la verdad es que tal circunstancia no había cambiado las cosas. Seguían viviendo en la misma choza, sus ropas eran aún viejas prendas de segunda mano, servibles gracias a los hábiles remiendos de Kyra, y Seron tenía que seguir trabajando en la posada para incrementar sus ingresos.
—¡No lo vas a creer! —exclamó Seron una tarde mientras entraba en su hogar de manera precipitada—. Me encontraba en el cabo de Roca Fría y vi a la Señora del Dragón montada en su dragón azul —explicó—. Dirigía una falange de soldados que también montaban dragones. Cubrían todo el cielo. ¡Donde quiera que mirases había dragones! Batían las alas con tal fuerza que casi me lanzaron por el borde del acantilado y de sus inmensas fauces salían unos alaridos que casi me dejaron sordo. ¡Pero qué gran espectáculo, Kyra! ¡Tengo que plasmarlo en un cuadro!
Durante semanas trabajó para representar la imagen que había contemplado. Era como si la idea lo consumiera. Tenía que pintarla antes de olvidar el espectáculo que ofrecía, lo que hacía sentir, lo que significaba.
Kyra lo observaba trabajar. Al principio solamente vio unos trazos imprecisos, después aparecieron los dragones, uno tras otro. Y cada uno era más maligno que el anterior. Se percibía el peligro en el cuadro. La Señora del Dragón y su ejército adquirieron forma con rostros amenazantes, y el cielo asumió una apariencia tenebrosa y abominable. Kyra podía sentir el aire frío levantado por el batir de las inmensas alas de las bestias, percibir el aliento ardiente de sus fauces rugientes y supo —como en una repentina revelación— que el cuadro había captado el horror inefable de los invasores.
Por supuesto, no podían vender la pintura. Si la Señora del Dragón o cualquiera de sus hombres lo veían, cortarían las manos a Seron. A pesar de todo, el pintor no se arrepentía de haberlo hecho.
Tampoco Kyra se lo reprochaba. Ambos esperaban que algún día quedaran atrás esos tiempos tenebrosos, y entonces el cuadro adquiriría un gran valor como recordatorio de una época de maldad. Lo que es más, estaban convencidos de que esta obra daría a conocer a Seron como uno de los artistas más relevantes de Krynn.
Escondieron la obra maestra en una caja de madera bajo su cama. No obstante, no pasó mucho tiempo antes de que a ambos los sacara de quicio el hecho de que la mejor creación de Seron quedara para siempre en el anonimato. ¿De qué servía haber pintado el cuadro si nadie podía admirarlo?
Así fue como concibieron el arriesgado plan de pasar de contrabando el cuadro y hacerlo llegar hasta Palanthas, donde se podría exhibir. Pero para llevar a cabo el proyecto necesitaban ayuda.
—¿Por qué no le pides ayuda a Tosch? —sugirió Kyra—. Podría volar hasta aquí una noche oscura y llevarse el cuadro con él.
—¿Crees que Tosch querría hacerlo? ¿Arriesgaría su vida por un cuadro?
—Por preguntarle no perdemos nada.
Dos días más tarde, el vendedor ambulante que había comprado uno de los retratos de Tosch a Seron sacaba una nota de la ciudad y se adentraba en las laberínticas montañas. En la nota pedían a su amigo que se reuniera con ellos después del ocaso durante la noche en que las tres lunas estuvieran en su fase nueva. Era un gran favor que no le pedían a la ligera. También le decían que, si le parecía muy peligroso, no acudiera; lo comprenderían.
A pesar de todo, los dos confiaban en que el dragón aparecería planeando en el oscuro cielo.
Las noches pasaban con la misma lentitud con que un gnomo fabrica una máquina. Los días se hacían aún más largos. Pero por fin las lunas alcanzaron su fase nueva. Casi había llegado el momento.
A medida que el sol descendía en el horizonte proyectando largas sombras sobre la triste ciudad conquistada, el nerviosismo se apoderó de Kyra y de Seron. Ésta era la noche acordada.
—¿Crees que la nota le llegaría a Tosch? —preguntó la mujer.
—No lo sé.
—¿Y si detuvieron al vendedor? Si la Señora del Dragón hubiese interceptado nuestro mensaje…
De repente sonó un fuerte golpe en la puerta. Con una reacción instintiva, la pareja se abrazó. Los dos guardaron silencio. Al parecer, había ocurrido lo peor: los habían descubierto.
El golpeteo en la puerta continuó al mismo ritmo que le latido de sus corazones. Seron respiró hondo y besó con suavidad la frente de su esposa.
—Intentemos ser valientes —dijo con una voz que lo traicionaba.
Ella asintió en silencio, y Seron se incorporó y fue hacia la puerta.
—¿Qué pasa, os he pillado en la cama? —gruñó Cheb Mandíbula Larga, el hermano de Seron—. ¿Por qué has tardado tanto en abrir? No es tan largo el trecho que te separa de la puerta —añadió mientras dirigía una mirada desdeñosa a la pequeña choza.
—No…, no esperábamos verte aquí —respondió Seron cuando recobró el aliento—. Es una gran sorpresa. ¿Qué te trae por Flotsam? ¿Es que… ocurre algo malo?
—¿Acaso tiene que ocurrir algo para que venga a ver a mi única familia?
—Seron no quería decir eso —intervino Kyra en defensa de su marido—. Se alegra de verte, como yo.
—Eres muy amable —dijo Cheb, sonriendo a su cuñada—. Y permíteme decirte que verte a ti sigue siendo una alegría para los ojos —agregó—. Como siempre he dicho, mi hermano ha hecho un montón de tonterías en su vida, pero casarse contigo no fue una de ellas.
Aceptar el cumplido significaba aceptar el desaire a su marido y por ello Kyra guardó silencio. Se limitó a inclinar la cabeza en un gesto cortés y con un ademán le ofreció asiento en una de las sillas que estaban junto a la mesa.
Cheb vestía como un príncipe, pero sus ropas no lo hacían más atractivo. Su rostro era largo y descarnado, tenía los ojos verdes, pero muy hundidos, rasgo que le daba un aspecto cadavérico que en cierto modo resultaba fascinante.
Mientras su hermano cruzaba el umbral pavoneándose, Seron lanzó una mirada nerviosa por la ventana al cielo cada vez más oscuro. Tosch no se dejaría ver si había una persona desconocida en la cabaña; tenían que librarse de Cheb cuanto antes. Si es que Tosch venía, claro está.
—Te alegrará haber recibido esta visita inesperada cuando te diga a lo que he venido —anunció su hermano con grandilocuencia. Soltó su mochila en el suelo y tomó asiento en la silla más cómoda—. Pero antes sírveme un poco de cerveza, muchacha.
Cuando su cuñada regresó con una jarra llena, Cheb le guiñó un ojo.
—Una camarera nunca olvida su oficio —comentó.
Kyra cruzó la salita hasta donde estaba su marido.
—Dijiste que nos traías una noticia —dijo con frialdad.
Cheb apuró de un trago la jarra de cerveza.
—Éste es el mejor quitapenas. Con un buen trago se palan los malos tragos. ¡Eh, no diréis que no soy chistoso!
—¿Qué querías decirnos? —preguntó Seron.
—Oh, desde luego. Estarás ansioso por saberlo. Bueno, está claro que os hace falta recibir buenas noticias —añadió, señalando en derredor con un ademán—. En fin, el asunto es que un día recibí un pedido de veinte cuadros de un hombre rico que quería decorar su nuevo hogar con un toque artístico. Naturalmente no quería pagar mucho, pero nos las arreglamos para acordar un precio razonable. No le dije que tenía un hermano pintor, desde luego. Ni tampoco que mi hermano artista tenía su cabaña rebosante de obras sin vender.
—¿Y qué precio alcanzaste para la venta de mis cuadros? —preguntó Seron.
—El precio es lo de menos —comentó Cheb al tiempo que hacía un ademán desdeñoso—. Todo lo que precisas saber es que voy a llevarme veinte cuadros elegidos por mí y que te daré un cinco por ciento de las ganancias.
Seron se encogió ante las palabras de su hermano como si lo hubiese abofeteado. Aunque el engaño era casi tangible, luchó por dominar la ira y cuando habló su voz era sosegada.
—Perdona que pase esta oportunidad por alto, pero no acepto. Sé cómo has hecho tu fortuna: comprando mercancías que no tenían salida en una ciudad a un precio mucho más bajo de su coste para después venderlas en otra localidad con unos márgenes muy altos. Estás en tu derecho de sacar beneficio, pero un cinco por ciento de veinte cuadros significa que doy gratis diecinueve pinturas. No, muchas gracias.
—Oh, vamos, no seas necio. Esto te reportará dinero —adujo Cheb—. ¿Por qué pones tantas pegas? De todas formas jamás venderías este material. Deberías agradecerme que te lo quitara de en medio.
Seron guardó silencio. Se había vuelto de espaldas y miraba por la ventana; después giró la cabeza hacia Kyra.
—¿Qué opinas? —le preguntó.
—Yo digo que no —respondió ella con firmeza—. En un día no muy lejano tus cuadros, todos, tendrán un valor mucho más alto —añadió con intención, al tiempo que seguía la mirada de él hacia el oscuro cielo.
—Ya tienes tu respuesta —dijo Seron a su hermano.
—Esto es ridículo —insistió Cheb—. Encuentro un comprador poco exigente y tú rechazas la oportunidad. En fin, seré generoso. Subo la oferta a un diez por ciento. ¿Qué respondes?
—No —contestó Seron con un tono enfático—. Será mejor que te marches —agregó, temeroso de que la ira echara abajo su fingida actitud calmosa.
Los dos hermanos se observaron con fijeza. Cheb no alcanzaba a comprender que el artista tuviera tan poca cabeza. Por su parte, Seron sabía por experiencia que jamás lograría hacerse entender por un hombre tan hambriento de dinero.
—Toma, coge una vela —ofreció Kyra—. Podrás encender una de tus antorchas para alumbrarte el camino por el sendero.
Seron acompañó al enfurruñado Cheb hasta la puerta.
—Si te das prisa, encontrarás todavía una cama libre en la posada El Señor del Mar —le aconsejó—. Di al propietario que vas de mi parte. Me conoce.
Cheb había salido ya y encendía una antorcha cuando recordó que se había dejado la mochila en la cabaña. Entró de nuevo en la casa de manera precipitada, con la antorcha encendida, y se agachó para recoger el morral.
—Déjame que te ayude —se ofreció Kyra, agachándose al mismo tiempo. —Chocaron de manera accidental al intentar coger la mochila, y Cheb perdió el equilibrio. Cayó de espaldas y la antorcha escapó de su mano.
La ardiente tea fue a parar a un rincón de la cabaña, justo en medio de los cuadros de Seron. Las pinturas se incendiaron con un estampido y surgió una llamarada naranja. Cheb se incorporó con rapidez.
—¡Corred si queréis salvar la vida! —gritó. Agarró de un manotazo su mochila y salió disparado por la puerta sin volver la vista atrás.
—¡Sal de aquí! ¡Ponte a salvo! —gritó Seron a su esposa, que intentaba sacar a rastras la pesada caja de debajo de la cama.
—¡No me marcharé sin tu cuadro! —chilló ella.
El fuego se propagó con rapidez por la choza. Poco después, la cama y el resto de los muebles eran presa de las llamas. Dos de las paredes y parte del techo ardían; un humo espeso y mortal se extendía por la única habitación de la cabaña.
Seron agarró a su esposa por la cintura y la obligó a levantarse. Los dos tosían, los ojos les lloraban y la piel empezaba a chamuscárseles. El fuego lamió el borde de sus ropas en el mismo momento en que Seron cruzaba la puerta de la cabaña con su mujer en los brazos y la soltaba sobre la suave hierba del exterior.
Pero él no la siguió a la seguridad de la noche. En lugar de ello, regresó a toda prisa al interior de la ardiente choza y se metió de cabeza bajo la cama. El mueble de madera empezaba a prenderse, pero el pintor sabía que aún tenía tiempo; el cuadro guardado en la caja no había sufrido daños todavía. Sacó rápidamente el bastidor de debajo de la cama y lo levantó. La puerta estaba a escasos metros de distancia…
Aunque la puerta estaba abierta, las llamas y el humo impedían a Kyra ver el interior de la cabaña.
—¡Olvídate del cuadro! —chilló—. ¡Seron! ¡Sal de ahí! ¡Aprisa!
El techo se desplomó. La choza se derrumbó y Seron quedó enterrado bajo un rugiente infierno. Kyra lanzó un alarido que se prolongó durante minutos, hasta que se quedó sin aliento y se dejó caer sobre la hierba húmeda del rocío.
Kyra no se movió. No había razón para hacerlo. Más tarde, a altas horas de la noche, una voz le susurró al oído:
—¿Llego tarde?
Al principio la mujer se sobresaltó. Alzó la cabeza y vio a Tosch. La presencia familiar del dragón broncíneo hizo que Kyra prorrumpiera otra vez en sollozos. Él hizo cuanto pudo para consolarla, rodeando su frágil cuerpo entre su ala derecha y su corpachón, aunque no comprendía qué era lo que causaba tal turbación.
Kyra explicó a Tosch lo que había ocurrido y después siguió sollozando el resto de la noche. Por fin, poco antes del amanecer, Kyra se sumió en un sueño exhausto. El dragón suspiró. El sol saldría pronto… Supuso que lo mejor que podía hacer era llevársela con él. Aquí ya no había nada que la retuviera. La subió sobre su espalda y después levantó el vuelo con delicadeza.
Tosch observó que una hembra de dragón broncíneo planeaba en lo alto trazando lentos y pequeños círculos. De manera inconsciente, el dragón se giró de modo que ofrecía su mejor perfil hacia la hembra.
—Creo que nunca te lo he dicho, pero me gusta Palanthas —comentó Kyra, que estaba sentada en un tocón de árbol cercano.
Tosch asintió en silencio, con gesto ausente, y dirigió la vista hacia los tejidos de color azul, amarillo y naranja que Kyra cosía para él.
—¿Cuándo tendrás terminada mi nueva capa? —preguntó.
—Ya te dije que tardaría seis meses. Y sólo han transcurrido cuatro —respondió la mujer.
—Sabes que sólo los humanos lleváis cuenta del tiempo —dijo el dragón mientras encogía los hombros gigantescos—. ¿De verdad han pasado cuatro meses?
—También a mi me parece imposible —contestó ella con voz vacía y dolida.
—Ah, pareces sentirte tan sola, Kyra… Tal vez convendría que te casaras otra vez.
—¡No! —replicó con énfasis. Un instante más tarde, una sonrisa triste distendía su rostro—. Sé que piensas que sería lo mejor para mí, pero jamás podré amar a otro hombre después de haber amado a Seron. No sólo éramos amantes, sino también amigos. Adivinábamos nuestros pensamientos, reíamos los chistes del otro. —Cerró los ojos—. Apenas duermo por las noches, lo busco a mi lado en el lecho —admitió en voz baja. Se frotó los párpados—. Te he visto que mirabas de reojo a esa hembra —señaló hacia arriba mientras sonreía—, y lo primero que me pasó por la cabeza fue comentar con Seron que no habías cambiado nada.
—No señales, por favor —dijo el dragón con cortedad—. Se dará cuenta de que hablamos de ella.
—Lo siento —se disculpó Kyra bajando la mano.
—Disculpa aceptada —contestó él con actitud indulgente.
Kyra le acarició la cabeza como solía hacer en los viejos tiempos, y el dragón sonrió.
La mujer había pasado la mayor parte de las horas de vigilia, así como también muchas de sueño, reviviendo el tiempo compartido con Seron. Cada conversación, cada abrazo, cada noche apasionada acudían a su mente una y otra vez. Recordaba la insistencia de él para que hiciera algo importante en su vida. Le había repetido que era capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera. Sin embargo, su única meta había sido amarlo. ¿Acaso no era eso más que suficiente?
Él se había esforzado por darle cuanto podía. Nunca había traído grades sumas de dinero, pero había llenado la casa de ternura, de alegría y afecto. Si siempre deseó para ella que alcanzara una meta en la vida, ¿por qué no intentarlo ahora, en memoria de él?
Kyra se rio de sí misma. Seron le habría dicho: «No lo hagas por mí, sino por ti».
¿Sería demasiado tarde para ambos? Bajó la vista a sus manos. Luego se planteó una pregunta. «Si puedo hacer cualquier cosa que me proponga, ¿qué podría ser?». Pero su mente estaba blanco.
—Oye, ¿qué te parece el nuevo estilo de mis escamas? —preguntó Tosch, sacándola de sus reflexiones.
—¿Qué?
—Mis escamas… En la espalda —contestó el dragón mientras se daba la vuelta para que la mujer lo viera mejor—. He doblado un poco los bordes. Bonito estilo, ¿verdad?
—Muy actual, sí. Quizá se ponga de moda.
—¿Tú crees?
—Si hay alguien capaz de conseguirlo, eres tú —contestó risueña.
—Bueno, el único modo de implantar una moda es exhibiéndote ante todos —dijo Tosch con gesto pensativo—. Así que supongo que será mejor que me ponga en marcha. —Batió las alas y remontó el vuelo despacio—. Volveré pronto para recoger mi nueva capa. Adiós.
Kyra consiguió un empleo en el único negocio que conocía: servir cerveza. Trabajó largas horas en una nueva taberna donde gozaba de la confianza del dueño y los parroquianos que apreciaban su diligencia. Pero los años de penalidades y trabajo duro le habían pasado factura. Ahora las camareras más jóvenes eran las que tenían que eludir pellizcos y rechazar proposiciones, y sólo los clientes habituales se fijaban en la pálida y desaliñada Kyra. A ella no le importaba. A decir verdad, no le importaba ni eso ni nada.
Transcurrieron seis años antes de que Tosch regresara. Kyra no estaba enfadada con él porque comprendía que para un dragón broncíneo seis años significaban poco más que una semana para ella. Además, en su inmensa y duradera tristeza eran tan escasos los momentos de felicidad que los valoraba al máximo, y el ver de nuevo a un viejo amigo significaba un cambio agradable que aliviaba aquella continua sensación de pérdida que la agobiaba.
Se sentaron en la arena de la playa en un extremo de la bahía. Kyra alzó la cabeza y sonrió; entrecerró los ojos. Tosch iba cubierto con telas de todos los colores imaginables y casi la cegaba cada vez que volvía la vista hacia él. Era evidente que ya no estaba en la capa tricolor que le había confeccionado con tanto trabajo.
—Fijate, me he arreglado los dientes —dijo el dragón, empeñado en atraer su mirada sobre él—. ¿Qué te parece? Rectos y perfectos, ¿verdad?
Kyra se llevó la mano a la frente para resguardarse los ojos y mirarle las fauces.
—Cada vez que te veo tienes un aspecto diferente. Apenas recuerdo cómo eras hace seis años.
De improviso una lágrima se deslizó por su mejilla, y la barbilla le tembló.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Tosch, inquieto.
—Lo siento. Es que a veces también olvido cómo era Seron.
El dragón inclinó la cabeza adornada con penachos de plumas y soltó un suspiro exasperado.
—¿Todavía te acuerdas de él?
—En todo momento.
—Todavía no entiendo qué viste en él. Admito que era un pintor medianamente bueno, pero contaba con un modelo maravilloso. Nunca le gusté mucho, ¿sabes?
—Eso no es cierto. Le caías muy bien —objetó Kyra con actitud desafiante—. Y no quiero que vuelvas a decir ni una sola palabra en contra de Seron. Jamás.
—Lo siento —se disculpó Tosch, un poco amilanado ante su cólera. Pensó que era un buen momento para decirle algo agradable de su esposo muerto—. Es una pena que nunca hiciera un autorretrato. Así habrías tenido siempre una imagen de él.
Kyra asintió en silencio, con expresión entristecida.
—Oye, déjame que te lleve a dar un paseo —propuso el dragón para cambiar de tema—. Te levantará el ánimo. ¿Adónde quieres ir?
—A casa —contestó apesadumbrada—. No soy una compañía agradable cuando me siento así.
Estuvo tumbada en la cama durante horas incapaz de contener el llanto. «Han pasado seis años —se dijo—. ¿Por qué sigue afligiéndome su pérdida? ¿Por qué no encuentro consuelo?»
La respuesta era tan clara como sus lágrimas. Su amor no se había consumido en aquel instante. Sí, su memoria fallaba, pero sus sentimientos eran tan fuertes como siempre.
Por fin, a última hora de la tarde, se incorporó vacilante del lecho y prendió la lumbre para prepararse un tentempié. Después, tras sentarse a la destartalada mesa para comer, reparó en que tenía las manos manchadas de carbón. De manera inconsciente se limpió los dedos en el desgastado mantel blanco trazando un boceto de la imagen de su marido.
Cuando cayó en la cuenta de lo que había hecho, se quedó paralizada y contempló con fijeza el dibujo. El esbozo le devolvía la mirada. No tenía una gran semejanza con Seron, pero aun así resultaba evidente que se trataba de él. Lo que es más, mientras estaba dibujando había sentido por primera vez después de seis años la misma sensación de paz y seguridad que sentía al estar en brazos de su esposo.
Al cabo de tanto tiempo, Kyra supo por fin lo que podía hacer con su vida aparte de servir cerveza. Con los ojos prendidos todavía en el boceto, susurró:
—Voy a pintarte, Seron. No soy tan buena artista como tú lo fuiste, pero me esforzaré por hacerlo lo mejor posible. No me conformaré con menos. No puedo conformarme con menos, porque es la única manera de tenerte cerca de mí.
Kyra compró pinturas, pinceles y un lienzo con sus escasos ahorros y empezó el retrato de su esposo esa misma noche. Trabajó a la luz de la chimenea hasta el amanecer. Le dolía el cuerpo, tenía los ojos hinchados y estaba totalmente agotada. Cuando el sol salió estaba también totalmente insatisfecha. Propinó un manotazo al lienzo, que cayó boca abajo en el suelo.
—Horrible —musitó—. Esa no era su apariencia.
Fue entonces cuando Tosch aterrizó frente a la puerta de la casa y la llamó.
—¡Eh, sal a ver mis nuevas alas!
Kyra se asomó por la venta y advirtió los destellos dorados que titilaban en las alas del dragón a la luz del amanecer.
—Te has superado a ti mismo —afirmó.
—Tamibén tú —gritó alegre Tosch al fijarse en las manchas de pintura que tenía la mujer en el rostro—. ¿Has decidido adornarte el cuerpo con colores como yo?
—No. —Suspiró con cansancio—. He decidido pintar un cuadro.
—Ooooh, déjame verlo. Quiero verlo. —Tosch reventaba de excitación.
—Todavía no hay nada que ver —explicó Kyra. Pero sabía en lo más hondo de su alma que, aunque lo hubiese habido, no se lo habría enseñado a nadie. Ni siquiera a Tosch. Su trabajo era algo muy íntimo, muy personal. Más adelante, sólo cuando su técnica hubiese mejorado, cando fuera capaz de captar la imagen de Seron tal como la recordaba, mostraría al mundo su obra. No antes.
A Tosch le desilusionó no poder ver lo que había pintado, pero la expresión en el rostro de la mujer lo animaba.
—Te llevaré a la taberna —se ofreció alegre—. Vamos.
—Hoy no. Quiero seguir trabajando.
Su viejo amigo se encogió de hombros.
—De acuerdo. Te veré más tarde.
Y, en efecto, Tosch la vio más tarde. Catorce años después. Para entonces, Kyra era ya una camarera que había ido envejeciendo mientras trabajaba sólo lo preciso para ganar el dinero que necesitaba para procurarse pinturas, pinceles y lienzos. Nunca había dejado de pintar a su amado Seron.
—¿Me ves algo diferente? —preguntó con tono superficial el dragón, como si continuase una conversación mantenida el día anterior.
Pero Kyra estaba acostumbrada a la forma de ser del dragón, y su rostro se iluminó de alegría al verlo aparecer a la puerta de su destartalada choza.
—Tu nariz —dijo, tras observarlo un momento—. Es distinta… ¡Ahora es más pequeña!
—¡Exacto! ¡Sabía que te darías cuenta!
—¿Pero qué te ha pasado? Parece que está…, en fin, apretada y respingona.
—¿No es una preciosidad?
—Bueno…
—Le pedí a un puñado de gnomos que me la arreglaran. Tenía que tener una nariz más pequeña. No sé con exactitd qué es lo que hicieron. Construyeron un artilugio extraño, pero creo que funcionó. Mírame. ¿A que estoy monísimo?
—¿Puedes respirar bien?
—No del todo mal. Te gusta, ¿verdad? —preguntó, preocupado de repente ante la idea de que hubiese cometido un error.
—Te demostraré lo que pienso de ella. Acércate a mí.
El enorme dragón broncíneo agachó la cabeza y Kyra le dio un beso cariñoso en la nariz.
—Para mí serás siempre el dragón más atractivo, más adorable y más encantador del mundo —le dijo.
Tosch se sonrojó, aunque apenas se notó a causa de la capa multicolor que lucía. Carraspeó para disimular su turbación.
—¿Qué tal vas con tus cuadros? —preguntó—. ¿Puedo ver alguno ahora?
—Lo siento —contestó de manera evasiva—. Todavía no son muy buenos. Algún día te los enseñaré —prometió.
—¿Pronto?
Una sonrisa apareció en el semblante de la mujer, todavía encantador a pesar de las arrugas.
—Considerando tu concepto del tiempo, sí. Pronto.
Unos Señores de los Dragones sustituyeron a otros. Grandes ciudades se levantaron y se derrumbaron. Se libraron guerras, se perdieron y se ganaron. Pero Tosch, a su modo, fue algo constante. En el transcurso de los años visitó a su amiga que iba envejeciendo; vino a verla once años después, luego a los nueve años, y después a los doce. Pero en ninguna de esas ocasiones le enseñó sus cuadros.
El asunto empezaba a enojarlo. En tanto que el dragón seguía siendo tan joven y vital como el día en que había conocido a Kyra y a Seron, la mujer había llegado a una edad en la que parecía estar de mal humor siempre. Sobre todo durante la última visita. Se había reunido con ella por la mañana y no se había mostrado muy impresionada con su nuevo sombrero de color púrpura. Lo único que quería era volver a sus pinturas. Le dijo que ya estaba cerca de conseguir lo que se había propuesto durante todos estos años. Al dragón le parecía todo aquello muy bien, pero ¿por qué no mostraba más interés por su sombrero? Al fin y al cabo, todos los demás opinaban que era un detalle original y llamativo. Llegó a la conclusión de que tenía que hablar con ella acerca de su comportamiento caprichoso y malhumorado y decidió ir a verla aquella misma noche.
Kyra experimentaba siempre una sensación de dulce melancolía después de cada visita de Tosch; era uno esos momentos cuando se daba cuenta de su soledad. En esta ocasión no fue diferente, pero después de una tarde agotadora de servir mesas estaba ansiosa por coger sus pinceles y seguir pintando mientras le restaran fuerzas para hacerlo.
No sabía cuántos retratos de Seron había pintado; había perdido la cuenta hacía mucho tiempo. De hecho, eran muchas las cosas que había olvidado… Pero no el rostro de su esposo.
La imagen de su marido, con toda su dulzura, colgaba sobre su lecho.
Otro retrato de Seron, en el que se reflejaba su firmeza y aspiraciones, estaba colgado en la alcoba que ella llamaba su estudio.
Incluso en el reducido espacio donde cocinaba y comía, su faz la contemplaba rebosante de su encanto infantil y su humor.
Había retratos de Seron por todas partes. Se apilaban unos sobre otros y colgaban de todos los rincones de la choza. Kyra estaba rodeada de su imagen. Y, no obstante, todavía no había concluido su obra.
A pesar de sentirse débil y enferma no había dejado de pintar. Había perdido vista, le dolían las articulaciones, los dedos le temblaban, pero continuaba embadurnando los lienzos con sus pinceles confiando en que al final lograría captar la imagen perfecta del hombre al que todavía amaba.
La noche estaba avanzada, y Kyra respiraba de manera entrecortada mientras pintaba a la luz de las rojas brasas de la lumbre agonizante. Estaba cansada, pero no quería pararse ahora… No hasta que finalizara su última obra.
En este retrato Seron estaba tendido sobre una sábana que había extendida sobre la hierba, en la parte trasera de la cabaña. A su izquierda se veía un montón de ropa limpia y doblada de la reciente colada. En su rostro se reflejaba una expresión anhelante y sus ojos tenían una mirada triste. Estaba solo en el cuadro, mirando al frente, con los brazos extendidos ante sí.
«¿Era ésta realmente su apariencia?», se preguntó Kyra.
Contempló con fijeza la imagen de Seron. Los ojos tristes de su marido le devolvían la mirada. Poco a poco, al igual que la niebla rojiza del Mar Sangriento desaparece cuando el sol alcanza su cénit, asimismo se disipó la bruma que envolvía la memoria de Kyra.
Así era exactamente su marido. Aquél era Seron hasta el último detalle. Sus manos, con los largos y esbeltos dedos; sus pómulos prominentes; su marcada mandíbula; sus hombros, en los que ella había recostado la cabeza tan a menudo… Era exacto.
¿Lo era de verdad?
Kyra sintió los alocados latidos de su corazón. ¿Había algo mal en el cuadro? ¿Le faltaba algo? Daba la impresión de que la pintura le estuviera pidiendo a voces el último toque de perfección. No alcanzaba a ver qué era, pero estaba segura de que había pasado por alto un detalle vital.
En este momento se sintió tan poco merecedora de su Seron que dio la espalda al húmedo lienzo. Pero no podía escapar a la triste mirada de su esposo; sus ojos la contemplaban desde todos los rincones de la choza. Alzó los brazos hacia su imagen.
—Quiero que todo Krynn se detenga ante ti y te contemple con amor, al igual que yo. Quiero que todos sientan algo de lo que yo siento. Pero mira —sollozó mientras señalaba con un ademán a su alrededor—. No he conseguido captar tu amor ni en una sola de estas pinturas. ¡En ninguna!
Kyra cayó de rodillas y lloró con tanta angustia como aquella noche en que el fuego le arrebató a su marido. A pesar del dolor que le comprimía el pecho consiguió gritar:
—¿Te he decepcionado todos estos años? ¿Te avergüenzas de mí? Oh, Seron, ¿no soy siquiera la mitad de la mujer que esperabas que fuera?
Cuando Tosch llegó a la cabaña de Kyra llamó a su vieja amiga, pero nadie le respondió. Repitió su nombre, y de nuevo sólo hubo silencio. Por fin rugió exasperado, con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡¡Kyra!
La mitad de los habitantes de Palanthas rebulleron en sus lechos, sobresaltados por el temible rugido.
Pero Kyra no le respondió.
A Tosch se le acabó la paciencia. Empujó con una de sus inmensas patas la puerta, que se abrió de par en par.
La ira del dragón broncíneo se tornó de inmediato en pena al ver la figura de Kyra desplomada en el suelo, al pie de un cuadro.
Tosch soltó un suspiro hondo y apesadumbrado. A pesar de la avanzada edad de Kyra, no esperaba de ella que actuara como cualquier otro humano y se muriera. Siempre había estado allí para opinar sobre su apariencia, para aconsejarle lo que debía ponerse…, para ser su amiga. Y ahora se había marchado.
Había muerto en soledad, en esta choza destartalada.
Echó un vistazo al interior y por primera vez se fijó en el cuadro que estaba sobre el cadáver de Kyra. Los ojos del dragón se abrieron de par en par. Era Seron, tal como lo había sido en vida. Era una semejanza magnífica; hasta el más mínimo rasgo de su carácter, el más leve matiz de sus sentimientos, estaba plasmado en el rostro del pintor muerto mucho tiempo atrás.
El dragón asomó más la cabeza en el interior de la cabaña y vio decenas y decenas de retratos de Seron en cualquier pose y actividad imaginable. Pero la mirada de Tosch volvía una y otra vez al cuadro del caballete. La pintura estaba todavía húmeda. Comprendió que ésta era la postrera y apasionada obra de su amiga.
Nunca había sabido lo que había estado pintando durante todos esos años; ni siquiera lo había imaginado. Incluso ahora, contemplando aquella muestra evidente de la devoción de Kyra por Seron, Tosch sólo fue capaz de sacudir la cabeza con perplejidad. No alcanzaba a comprender que pudiera amarse a una persona tan profundamente. Aunque quizá sí lo entendía. Después de todo, ¿no lo amaba también a él a su manera?
Sintió un temblor en las alas y supo que estaba a punto de hacer algo muy raro: iba a llorar. Kyra había significado mucho en su vida, y él había hecho muy poco por ella. Se sintió avergonzado al comprender que había sido un egoísta que sólo había recibido sin dar a cambio. ¿Por qué no le había regalado polvo de oro para sus vestidos? ¿Por qué no había hecho que le arreglaran también los dientes? Podría haber hecho por ella todas esas cosas, pero no lo había hecho. ¿Y qué podía darle ahora?
Contempló su cuerpo fláccido y frío y entonces alzó la vista hasta el cuadro de Seron. Lo observó con más detenimiento…
Faltaba algo. El cuadro no era del todo perfecto. Lo estudió durante un largo instante en silencio, intentando descubrir qué era lo que pasaba por alto.
«Ah, ya sé qué es —se dijo Tosch—. ¡Es evidente!». Articuló un conjuro y a continuación golpeó el suelo tres veces con la cola.
Kyra se encontraba ahora junto a Seron en el cuadro. Ahora era perfecto.
Se abrazaban el uno al otro riendo y llorando, renacidos en su arte. En los confines del lienzo estaban los espíritus de Seron y Kyra, vivos, palpitantes, enamorados. Tosch batió las alas con alegría. Había hecho feliz a su amiga. Cuando se volvió para emprender el vuelo oyó a Seron decir a su amada:
«Eres la mujer completa que esperaba que fueras».
—Ése sí que es un buen cuadro —comentó el dragón mientras volaba en la noche. Después, mientras planeaba entre las nubes, agregó—: Aunque para mi gusto no le habría venido mal un poco de colorido.