Capítulo 30

Esa mañana, Nick recibió un importante mensaje de Victor: «Los gnomos hablan de Ortolan y sus hermanos oscuros. Quizá no nos equivocamos con la estación Blackfriars»[1].

El mensaje también lo recibió Emily.

«¿Qué hay de especial en Blackfriars?», le preguntó Emily a Nick en un mensaje.

«Blackfriars. Ahí no hay nada… claro, sin contar el Blackfriars Bridge, el teatro y la gran estación de trenes. ¿La estación es la fortaleza? No, seguro que no. Además de eso solo hay edificios de oficinas, restaurantes y… ¡el aparcamiento donde hice las fotos! El lugar está cerca de la estación de Blackfriars. Posiblemente fue una coincidencia, pero… ¡quizás no lo sea».

Nick sopesó sus opciones. El aparcamiento y el Jaguar eran los únicos puntos de referencia. Eran las siete y media. ¿Y si vigilaba todo el día en el aparcamiento?

«Debes de estar chiflado».

Lo estúpido era que no se le ocurriese nada mejor. Envió a Emily un mensaje para decirle que no iría al instituto y preparó su mochila.

Cuando llegó al aparcamiento eran las ocho y cuarto. El área no estaba preparada para ponerse a esperar. Por ningún lado veía una esquina o un rincón donde pudiera esconderse. Caminó por aquí y por allá. Dentro de lo posible, intentó no llamar la atención mientras mantenía a los coches vigilados. Obviamente, el aparcamiento era un lugar muy concurrido por los empleados de oficina de la zona: un coche tras otro cruzaba la barrera con rayas amarillas y negras. Pero no había ningún Jaguar.

«No te hagas el sorprendido, Dunmore —se sermoneó Nick a sí mismo—. Era una idea descabellada. El solo hecho de que el hombre haya aparcado aquí su coche una vez no significa que lo haga de nuevo».

Sin embargo, el mensajero había dicho que tenía que venir a este lugar hasta obtener las fotos, y el mensajero sabía muy bien de lo que hablaba.

De nuevo caminó calle arriba y abajo. «Un Ford, un Toyota, un Suzuki, otra vez un Toyota. Un Golf». Nick se dio cuenta de que su atención se esfumaba. Trató de mantener el control sobre sí mismo. Intentó dejar de divagar. Allí venía un Mercedes. «Un Honda, otro Honda».

Media hora más tarde, empezaba a sentirse desgastado. Ya no le parecía sensato el propósito inicial de pasar ahí todo el día. Además, comenzaba a congelarse y maldijo por no haberse puesto una cazadora de más abrigo. Pero sí podría soportar una hora más, él era culpable de lo que pasaba…

Un Jaguar gris plateado se detuvo ante la barrera. «¿Es el mío?». Nick entrecerró los ojos para mirar bien: LP60HNR. Ese era el número de matrícula. La barrera se levantó y el Jaguar continuó su avance.

«¡Victor tiene razón, soy un genio, un genio, un genio!».

Ahora solo tenía que permanecer alerta para no perder de vista al dueño del Jaguar cuando abandonara el aparcamiento. «¿Dónde está la salida de peatones?». Encontró la salida para vehículos, pero «¿y la salida de peatones?».

Se quedó quieto durante un instante, volvió a mirar en derredor y le vio. Sin duda era el hombre al que había fotografiado, y este emprendió su camino rumbo a New Bridge Street. «Bien, ahora lo único que tengo que hacer es seguirle el rastro». Fue tras él manteniendo cierta distancia, pero casi no se atrevía a parpadear por miedo de perderlo entre la multitud.

Caminaron por New Bridge Street. «¿Se dará cuenta de que le estoy siguiendo?». Nick daba la impresión de sentirse inquieto, muy inquieto; cada dos pasos volvía la mirada sobre sus hombros o giraba a los lados. Como alguien que tuviera miedo. Tomó más distancia, aunque eso le causó dolor de estómago. No podía distraerse por nada del mundo, ni siquiera con la parejita de turistas japoneses, que sonrientes le preguntaron cómo podían llegar a la catedral de Saint Paul. Sin decir palabra, les indicó la dirección que le pareció más correcta y siguió avanzando.

Llegaron a Bridewell Place. El hombre entró en un edificio de oficinas recién restaurado. Gran parte del frente era de vidrio y la fachada blanca aún estaba obstruida por un andamio. Indeciso, Nick se detuvo. Su primer impulso fue entrar, pero por nada del mundo quería llamar la atención. Solo siguió con la mirada a su objetivo, vio cómo saludaba al portero y se dirigía a uno de los relucientes ascensores de latón.

Eso quería decir que su oficina estaba en uno de los pisos superiores. «Claro, un automóvil caro, un traje caro y una oficina cara». De inmediato descartó la idea de preguntarle algo al portero. Pero en el vestíbulo del edificio había placas que daban información sobre las compañías que tenían ahí sus oficinas… posiblemente fuese de utilidad.

«Una consultoría, una inmobiliaria». Las dos casaban sin ningún problema con el aspecto del hombre. «Una compañía de productos farmacéuticos y además…». Nick tomó aire profundamente. La cuarta compañía era el tiro que daba en el blanco:

Para asegurarse, Nick hizo una foto de la placa de la compañía con su móvil. ¿Debía comunicárselo a Emily? «No, todavía está en clase. ¡Victor!». Tenía que contárselo a Victor. Pero no contestaba el teléfono. «Maldición». Entonces tendría que ir a su casa.

Tomó el camino de regreso a la estación del metro. Gracias a sus sentidos agudizados por la manía persecutoria, advirtió la presencia de Rashid al otro lado de la acera.

¿También lo habría visto él? No. Rashid caminaba, como siempre, arrastrando los pies por la calle con la cabeza gacha y ni siquiera se giraba a mirar a izquierda o derecha. Pegada a su pecho traía una especie de maletita color gris verdoso, cuyo contenido despertó el interés más ardiente de Nick.

Por supuesto que Rashid se dirigía al edificio de oficinas. Nick se ocultó entre las sombras del acceso a un edificio. Rashid se detuvo, miró hacia arriba para ver la fachada y sacó una cámara fotográfica del bolsillo de su pantalón. Hizo fotos del edificio, de cerca, de lejos y desde distintos ángulos.

Él había sacado fotos al automóvil del hombre y ahora Rashid fotografiaba el edificio donde estaban sus oficinas. Giró a la izquierda, siempre con la cámara preparada. Seguramente quería hacer una foto de la vista lateral del inmueble.

Nick esperó que volviera a aparecer, pero no ocurría nada. Inquieto, lo buscó desde su entrada del edificio. Si seguía a Rashid, podría toparse con él. Y no quería correr ese riesgo. Esperó cinco minutos, se reprendió llamándose idiota y se largó. Aunque Rashid se le había escapado, lo que había descubierto era de gran importancia.

—Espero que tengas una buena razón para sacarme de la cama a medianoche.

Victor, enfundado en su albornoz de Snoopy, estaba de pie en el umbral. Bostezaba y tenía los ojos medio abiertos.

—Voy a prepararte un té, después hablaremos —dijo Nick.

—Suenas como mi ex.

Victor caminó soñoliento hacia la cocina y se apoyó en la nevera.

—Por cierto, estuve peleando hasta las cuatro y media de la mañana alrededor del templo. Mi equipo ya es de oro y combina perfectamente con mis escamas de lagarto color violeta.

Nick puso el agua a hervir y llenó el colador con hojas de té.

—¿Te dice algo el nombre de Soft Suspense?

—Claro —dijo Victor bostezando—. «Hacemos todo para su diversión». Ellos crearon, por ejemplo, Los Malditos de la Noche, First Shot y Halcón Real… Son juegos excelentes.

—Pues tienen sus oficinas cerca de Blackfriars. En Bridewell Place.

—Vaya. —Victor frunció el ceño—. Lo siento, pero no entiendo qué me quieres decir con eso.

Nick le habló sobre su encargo fotográfico, sobre el Jaguar y sobre el dueño del automóvil.

—Mientras fui jugador, ese fue el único encargo que tuvo que ver con Blackfriars: por eso decidí ir y esperar fuera del aparcamiento. El hombre apareció, le seguí y ya te puedes imaginar hacia dónde se dirigía.

—A las oficinas de Soft Suspense —las arrugas de la frente de Victor se hicieron más profundas—. Sigo sin entender. Estoy seguro de que Soft Suspense no ha desarrollado Erebos. Me habría enterado. Habría salido en los medios de comunicación. Todo el mundillo de los juegos de ordenador lo esperaría y lo habría recibido con los brazos abiertos.

—¿Qué más sabes de la compañía?

—En realidad nada… Solo conozco sus juegos. Y sé que han absorbido a otras compañías pequeñas que desarrollaban programas, algo muy habitual en el ramo. Les va muy bien en el negocio. Eso es todo lo que puedo decirte.

Pensativo, Nick vertió el agua hirviendo sobre las hojas de té y aspiró el aroma que ascendía de ellas.

—Tiene que haber alguna conexión entre la compañía y Erebos. Uno de mis compañeros de clase también estaba en Bridewell Place… Haciendo fotos del edificio.

—¿De verdad? ¿También estaba siguiendo al tipo del Jaguar? —Victor sacudió fuertemente la cabeza—. Eso es bastante confuso para mí… A estas horas mi cerebro aún no funciona. Necesita dormir un poco más.

—Pero… por fin tenemos una pista, tengo que saber quién es ese tipo.

—Sí, estaría bien —murmuró Victor y cerró los ojos.

Nick se rindió en su intento de obtener oraciones con sentido. Le dejó acostarse en uno de los sofás, le hizo beber un poco de té y se sacó de los bolsillos todas las monedas que tenía para comprar el desayuno.

Mientras esperaba en la cola de la panadería, no pudo resistir las ganas de enviarle un mensaje de texto a Emily: «Tengo noticias emocionantes. Estoy en Cromer Street, ojalá estuvieras aquí».

Cuando regresó, Victor lo esperaba pálido, aunque muy despabilado.

—No puedo comer nada ahora.

—¿Por qué?

—Mientras estuviste fuera de compras consulté en Google. No te lo vas a creer.

Esperó hasta que Nick colocó sus cruasanes sobre la mesa y lo llevó ante el portátil.

—Ahí está. Tú solo mira.

El sitio de Internet de Soft Suspense estaba abierto: en la primera página había publicidad sobre un nuevo juego llamado Sangre de los Dioses. Los dioses no tenían parecido alguno con los griegos, más bien se veían de acero, y su diseño gráfico nada recordaba al de Erebos.

—¿Y luego?

Victor puso una mano en el hombro de Nick.

—Esta es solo la página de inicio. Tienes que entrar a los comunicados de prensa.

Nick hizo clic en «Noticias» y leyó:

Soft Suspense se congratula por el récord de ventas de Halcón Real. Tan solo en el primer mes se vendieron 600.000 copias del juego.

Abajo, una fotografía que mostraba al conductor del Jaguar: posaba sentado en un sofá de piel de oficina y sonreía ante la cámara. «Eso es —pensó Nick—, mi pista es correcta». Después vio el pie de foto e intercambió una mirada con Victor.

—No, ¿es posible?

—Sí. Encontraste una mina de oro. La cámara del tesoro de Aladino. Diablos, Nick, tenemos que prevenirle.

—Sí. Tienes razón.

Nick contempló la cara sonriente y despreocupada, pero el texto que había debajo de la imagen reclamaba todo el tiempo su atención.

«Hemos invertido todo nuestro esfuerzo y creatividad en Halcón Real y estamos muy satisfechos de que nuestro juego haya sido tan bien aceptado», afirmó el director de Soft Suspense, Andrew Ortolan.

«Un pájaro cantor, ¡ya! Para nada».

—Teníamos que haber investigado mejor —murmuró Nick—, lo habríamos encontrado mucho antes.

—O no. Hay muchísima gente con ese mismo apellido. Bueno, en realidad no tanta gente pero sí bastante.

Andrew Ortolan sonreía impasible en su fotografía.

«¿De verdad habían creado Erebos… para eliminarlo, como había dicho el mensajero? ¿Y por qué? ¿Cómo podrían ponerle sobre aviso? ¿Y, sobre todo, de qué?».

—Yo lo hago —dijo Victor y tecleó el número que encontró en la página de la compañía—. ¿Sí? ¿Hola? ¿Podría hablar con el señor Ortolan? Sí…, por favor, póngame con él.

Pausa.

—¿Sí? Mire, mi nombre es Victor Lansky —dijo Victor, pero era evidente que hablaba con otra persona—. No, no espera mi llamada.

Nick no entendía nada de lo que decía la secretaria, pero sí escuchó su voz aguda y negativa.

—Como usted vea —continuó Victor en un segundo intento—, soy de la prensa y hay algo muy importante que tengo que decir al señor Ortolan.

De nuevo se oyó una rápida y estridente respuesta de la secretaria.

—Escúcheme bien —dijo Victor con manifiesta paciencia—, estoy seguro de que su jefe quiere escuchar lo que tengo que decirle… No, no puede darle ningún mensaje… ¿Cómo? Lansky. L-A-N-S-K-Y. Sí, me puede devolver la llamada. ¡Y debe darse prisa!

Colgó y dio un soplido.

—Está claro que no va a llamarme. La vaca de la antesala ni siquiera me ha pedido el número de teléfono.

—¿Quizá lo haya visto en la pantalla del teléfono?

—No lo creo. —Victor sacó un cruasán de chocolate de la bolsa de papel—. Mi número es secreto. No sale nada.

Nick reflexionó durante un momento y presionó la tecla de repetición automática de la última llamada.

—Buenos días, quisiera hablar con el señor Ortolan.

—Le pongo con la oficina de su secretaria particular.

Se escuchó que del auricular salía una música de saxofón hasta que del otro lado alguien contestó la llamada.

—Oficina del señor Andrew Ortolan, mi nombre es Anne Wisbourn —era la desagradable voz de hacía un rato.

—Hola. Mi nombre es Nick Dunmore y me gustaría hablar con el señor Ortolan. ¡Es urgente! Cosa de vida o muerte.

—¿Cómo ha dicho, perdón?

—¡De vida o muerte! ¡Lo digo en serio! —de tanto nerviosismo, Nick tenía la boca reseca. ¿Cómo podría explicarle a Ortolan la situación sin que lo tomara por un lunático?

Salió ruido del auricular, Nick escuchó algunas palabras pronunciadas en voz baja. Seguramente, la secretaria tapaba el auricular con la mano. Después se escuchó un ruido como si algo estallara, los tonos de voz se volvieron cada vez más nítidos y un hombre gritó al teléfono:

—¡Voy a instalar un dispositivo de intercepción! ¡Esto es acoso telefónico! ¡Voy a cogeros, desgraciados, y acabaréis entre rejas! Esta es mi última advertencia, ¿ha quedado claro?

Clac. Colgó el teléfono.

El corazón de Nick martilleaba como si hubiera corrido una carrera de cien metros.

—Se ha creído que le estaba amenazando.

—Sí, lo he escuchado. Lo dijo con bastante fuerza.

Eso estaba tan claro como una mañana estival.

—Apuesto a que ha estado recibiendo llamadas aterradoras.

—Sí, de parte de Emily, por ejemplo —dijo Victor.

El desayuno que compartieron pasó en silencio. Ambos se hallaban demasiado concentrados en sus pensamientos. Nick rumiaba las posibilidades que les quedaban. Podía volver a Blackfriars y llamar a la puerta de la oficina de Ortolan, hasta que lo escuchara.

«Pero no sabes por qué le odia tanto Erebos. Tiene que haber una razón».

—¿Victor? Tú conoces el mundillo de los videojuegos de ordenador.

—De arriba abajo.

—¿Tienes alguna explicación? ¿Cualquiera que tenga algún sentido?

—Cero pistas. Ando a tientas en la oscuridad más absoluta. Creo que debemos obtener más información sobre el señor Ortolan.

Cuando Emily llegó, mucho más temprano de lo esperado, Nick y Victor no habían avanzado un paso más: sabían que Ortolan era miembro del Club Wimbledon Park Golf, que de tanto en tanto organizaba cenas de caridad para Unicef y que muy rara vez concedía entrevistas.

Emily, que se quedó de una pieza al enterarse de la verdadera identidad de Ortolan, reinició la búsqueda con nuevos bríos.

—Quizá no sea nada personal. Quizá tenga que ver con la compañía —giró el ordenador portátil hacia ella y escribió «Soft Suspense» en Google.

—Estás buscando una aguja en un pajar —predijo Victor—. Para cuando hayas hurgado en todas las reseñas y críticas sobre los juegos y las subastas en Ebay, ya estaremos cerca de Navidad.

—Tienes razón —entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en rendijas.

Escribió «enemigos de Ortolan» y le apareció un montón de información sobre pájaros cantores y halcones peregrinos devoradores de pájaros cantores.

—Mierda. Pero vale. Intentémoslo de otra manera.

Los términos buscados «Soft Suspense» y «víctima» arrojaron sobre todo descripciones de juego de Halcón Real. El nombre de la compañía junto con «competencia» lanzó datos de economía sobre el ramo de los videojuegos de ordenador.

Emily soltó un juramento muy poco femenino.

—No entiendo nada de nada. Si es un competidor que quiere eliminar a Soft Suspense, nunca lo entenderemos —caviló sobre la enumeración de las distintas compañías de juego—. Quizá la compañía haya hecho algo malo —dijo, y escribió algo nuevo: «Delito Soft Suspense».

La lista de resultados no era tan larga: solo tenía cuatro páginas. Las primeras decían que hacer copias piratas era un delito y que poco tiempo atrás Soft Suspense había mejorado la protección contra la reproducción de sus juegos. Emily recorrió el texto de la pantalla de arriba abajo y siguió dando clics.

Se detuvo en un comunicado judicial de hacía dos años.

… fue declarado culpable por fraude y robo y sentenciado a seis años de prisión. El juego que dispone de recientes e innovadoras tecnologías proviene de la casa Soft Suspense, cuyos…

Emily pinchó en el link. Era una noticia de la hemeroteca del Independent. Nick y Emily solo tuvieron que leer las primeras líneas para darse cuenta de que no tenían que seguir buscando. Ahí estaba con toda claridad y, peor aún, lo que Nick jamás habría imaginado.

Desarrollador de videojuegos sentenciado.

Después de dos años, el proceso judicial por la autoría del videojuego de ordenador Destello de los Dioses finalmente desembocó en un juicio. Larry McVay, titular y director ejecutivo de la compañía desarrolladora de software Vay Too Far, fue declarado culpable por fraude y robo y sentenciado a seis años de prisión. El juego, que dispone de una reciente e innovadora tecnología, proviene de la casa Soft Suspense. Su director ejecutivo Andrew Ortolan celebró la sentencia.

«Se han invertido años de trabajo y millones de libras esterlinas —sostuvo Ortolan—. No es algo que se pueda robar así como así. McVay afirmó desde el comienzo del juicio que él había sido el programador de Destello de los Dioses, y que Soft Suspense se lo había robado. Pero nunca fue capaz de aportar las pruebas correspondientes, cosa que excusó con aparentes robos y manipulaciones por parte de Soft Suspense».

El director ejecutivo de Ortolan rechazó algunas recriminaciones en su contra. «Somos una empresa que siempre ha sido honesta, no una organización delictiva, y nos alegramos de que esto haya sido reconocido. Alguien ha intentado darle la vuelta a las cosas sin tener la menor prueba». McVay anunció que agotará todos los recursos legales, y que «no se dará por vencido».

Nick abrió la boca, pero no pudo pronunciar palabra. Vio a Emily: estaba pálida y apretaba los labios con fuerza.

Victor, que también lo leyó, aplaudía con las manos.

—¡Muy bien, Emily!, tienes el olfato de Sherlock Holmes y Philip Marlowe juntos. ¡Excelente!

En el pensamiento de Nick solo predominaba el caos. ¿Larry McVay era el padre de Adrian? El apellido no era común… no podía imaginar otra posibilidad.

—¿Qué pasa? —preguntó Victor sorprendido—. ¿Estáis mudos? Hemos dado un gran paso hacia delante: Larry McVay puede ser una pieza del rompecabezas, al fin y al cabo perdió un juicio contra Ortolan. Seguro que está muy cabreado con él. Quizá sepa algo sobre Erebos. Tenemos que ir a verle.

Con un poco de esfuerzo, Nick recuperó la voz.

—No va a ser posible… se suicidó.

Pusieron a Victor al corriente, le hablaron sobre Adrian y su extraño comportamiento en las últimas semanas.

—Siempre quería saber lo que tenía el DVD, y después, cuando se dio cuenta de que era un videojuego, me suplicó que dejara de jugarlo.

Nick aún no entendía por qué el juego del juicio no se llamaba Erebos, sino Destello de los Dioses.

«Alegría, hermoso destello de los dioses», pensó furioso.

Victor tomó el portátil y volvió a leer el artículo.

—Creo que recuerdo el caso… Lo interesante era que ninguna de las dos partes quería explicar con detalle qué era lo que hacía del juego algo tan extraordinario… Solo se pelearon por él como perros por un hueso, por eso no ha salido al mercado.

Mientras Victor se concentraba cada vez más en la lectura, Nick y Emily discutían su siguiente paso.

—Tenemos que hablar con Adrian —suspiró Emily profundamente—. Es un chico muy simpático, hablamos mucho y muy a gusto, es maduro para su edad y vaya si es inteligente.

—Vamos a hablar con él. —Nick le dio la razón y recordó lo que Adrian le había dicho: él no tenía permiso para coger el DVD, pero debía saber de qué se trataba.

Visto desde la distancia, aquello tenía sentido, pero Nick no podía definirlo con precisión. Cuando se encontraran con él, le diría la verdad a Adrian, le contaría todo lo que sabía y como compensación…

—¡No! —el grito de Victor hizo que ambos se giraran de golpe y al mismo tiempo—. Mierda, esto se está poniendo cada vez más inquietante.

—¿Qué pasa?

—El programador sí se suicidó —leyó Victor en voz alta—. La noche del 13 de septiembre, en la azotea de su casa en el norte de Londres, se encontró ahorcado a L. McVay, propietario de una compañía de software. Tras las primeras investigaciones, la policía descarta que hubiera influencia externa, todo apunta a que él mismo puso fin a su vida. La razón que se dio fue la sentencia en un juicio por fraude fallado hace tres semanas, según la cual McVay fue condenado a seis años de prisión. Estaba libre bajo fianza y había anunciado que interpondría un recurso de apelación.

—Eso ya lo sabemos —dijo Nick.

Victor le lanzó una oscura mirada.

—¿Y conocías a Larry McVay? ¿Alguna vez te cruzaste con él?

—No, Adrian entró en nuestro instituto después de que muriera.

—Eso suponía. Entonces prepárate para una sorpresa. —Victor giró la pantalla.

A Emily se le escapó un grito y tomó la mano de Nick.

—Eso es… Eso no es…

—Sí —susurró Nick.

Miró a McVay a la cara y reconoció los ojos, el rostro delgado, la boca pequeña… Larry McVay era el hombre muerto.