Capítulo 20
Nick no era capaz de recordar cuándo fue la última vez que durmió tan mal como la víspera. En su interior le daba vueltas al encargo una y otra vez, en algunos momentos con tranquilidad y otros acosado por el pánico, y muchas veces intentó imaginar la escena que tendría lugar al día siguiente. Se había esforzado en trazar un guión, pero la película siempre se interrumpía cuando llegaba el momento de abrir el termo para verter la sustancia desconocida.
No obstante, la hora ya había llegado. Hacía dos minutos que había sonado el timbre para entrar a la tercera clase. Nick subió las escaleras que llevaban al primer piso con el corazón palpitando con fuerza.
Tenía una hora libre. Una de las muchas ventajas de llegar a sexto año. Los demás que no tenían clase estaban en la biblioteca o en la sala de descanso; Nick no creía que alguien lo siguiera. Aun así, miraba a su alrededor a cada rato. En secreto esperaba que Dan, Alex o algún otro lo estuviera filmando con una cámara.
Se detuvo frente a la puerta del baño. Le gustaría estar en otro lugar, muy lejos. Pero ahora, eso no le servía de nada.
«Pues nada, manos a la obra».
Abrió la puerta. Echó un rápido vistazo al espejo rajado y solo encontró un rostro pálido con profundas ojeras.
Ahí, a la izquierda del lavabo, estaba el cubo de basura. Medio lleno de toallas de papel usadas, latas de refresco vacías, una cáscara de plátano, un sándwich mordido y algunas hojas de cuaderno arrugadas.
Con la punta de los dedos, Nick apartó el papel. «Falsa alarma». Bajo la primera lata tampoco había nada.
No tenía más remedio que hurgar más adentro. Había más papel arrugado. Un dibujo nada logrado de una chica desnuda. Nick metió la mano un poco más abajo. Si no encontraba nada, cogería el cubo de basura, le daría la vuelta y hurgaría entre la basura como un puerco. O, en el mejor de los casos, podría explicarle al mensajero que allí no había ninguna botellita. Apenas se estaba perfilando esta esperanza cuando la observó: una pequeña caja azul y blanco.
«Digotan®, 50 tabletas, 0,2 mg», leyó Nick. Sacó la cajita, se cercioró de que no estuviera vacía. «Maldita sea». Se encerró en el último retrete y abrió la caja. Frente a sus ojos quedó expuesta una botellita de color marrón, llena hasta las tres cuartas partes con cápsulas blancas.
Nick abrió la botella, olió el contenido y no notó nada raro. Las cápsulas parecían inofensivas; eran pequeñas, como pedacitos de gris con una ranura en medio.
Recordaba muy bien las palabras del mensajero: debía desentenderse del contenido de la botella, pero nada impedía a Nick echar un vistazo al prospecto.
La sustancia activa de las cápsulas blancas se llamaba βacetildigoxina y actuaba, según la descripción, contra la insuficiencia cardiaca.
Digotan® mejora el rendimiento cardiaco, ralentizando y fortaleciendo el latido del corazón; asimismo mejora la circulación sanguínea corporal.
Hasta ahí parecía que inspiraba confianza. Nick giró la hoja y leyó las reacciones adversas.
Advertencia: los medicamentos con glucósidos cardiacos pueden causar un rápido e incrementado efecto si sufren alteraciones en sus componentes minerales o interactúan con otros medicamentos. ¡La sobredosis constituye un peligro de muerte! Por este motivo, si sufre cualquiera de los siguientes efectos secundarios consulte inmediatamente a su médico: náuseas, vómito, trastornos visuales, alucinaciones, arritmia cardiaca.
«Peligro de muerte». El prospecto tembló ligeramente en su mano. La sustancia podía causar un rápido e incrementado efecto. ¿Qué pasaría si vaciaba todo el contenido de la botella en el termo del señor Watson? ¿Bastaría un trago de té para envenenarle?
Con los ojos cerrados, Nick se apoyó en la pared del retrete. Era imposible que hiciera eso. No podía matar a nadie. Tendría que pedirle al mensajero que le asignara un nuevo encargo, como hacer más fotos, por ejemplo. «Esto es una locura». En todo caso, tal vez fuera un error de programación; el mensajero se alegraría si Nick se lo hacía notar.
«Eso no te lo crees ni tú».
Recordó lo que el gnomo de piel blanca le había dicho dos días atrás ante la hoguera: tenían que tratar a sus enemigos como enemigos. A los que quisieran destruir el mundo de Erebos. «¿En serio hablaba de matarlos?».
Nick sacudió el frasquito que tenía en la mano. Por un instante pensó en volcar el contenido por el retrete, pero no se atrevió. Quizás aún podría necesitar las cápsulas. Tenía que ocurrírsele algo.
El resto de la hora merodeó inquieto por todo el instituto como un fantasma. Necesitaba una idea, pero no una cualquiera, sino una buena. Una idea que permitiera que Watson y Sarius conservaran la vida.
En el siguiente descanso, Watson tenía que encargarse de la supervisión de los alumnos que estaban en el recreo. Nick lo observaba, no podía apartar la mirada del termo de cromo que llevaba con desenfado bajo el brazo.
Así Nick no podría lograrlo. «Completamente descartado». La única posibilidad era esperar a que Watson lo dejase en algún sitio. Y probablemente lo haría en la sala de profesores, donde siempre había un montón de gente. Ahí no podría entrar con facilidad y mucho menos tendría posibilidad alguna de echar las cápsulas en el té.
«¡No va a funcionar nunca!».
Tocó la botellita en el bolsillo de su pantalón. No era justo. El encargo no podía realizarse, aun cuando Nick arrojara toda su conciencia por la borda, aun cuando…
—¿Nick?
Se le escapó un grito que reprimió al instante.
—Joder, Adrian, ¿qué necesidad tienes de acercarte tan silenciosamente?
—Lo siento.
Sin embargo, no parecía lamentarlo. Se le veía decidido, aunque parecía pálido y se lamía los labios una y otra vez.
—¿Qué quieres?
—¿Es cierto que en los DVD hay un juego? ¿Un juego de ordenador?
Adrian lo miró con cara suplicante, pero Nick no le respondió.
En ese momento, el señor Watson dejó el termo en el alféizar de una ventana para intentar apaciguar una pelea que se había desatado entre dos de las chicas más jóvenes. Por desgracia, el gimnasio estaba lleno de gente, y Nick no podía acercarse… ¡Y además, aunque pudiera tampoco lo haría! ¡Tenía que dejar de pensar en eso!
—¡Nick! ¿Es cierto?
Se giró y vio cómo Adrian se mordía la uña del pulgar. Perdió los nervios de repente.
—¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué no lo averiguas tú mismo? ¡No puedo decirte nada y tampoco quiero! ¡Lárgate!
Colin estaba cerca de la escena, y un poco más allá se encontraba Jerome. Los dos se giraron hacia ellos. En el rostro de Colin se esbozó una sonrisa delgada y Nick se arrepintió de su arrebato. Tampoco quería que Adrian cayera dando tumbos por las escaleras mecánicas.
—Déjame en paz, ¿vale? —dijo Nick con más calma—. Si te interesa, consigue tú mismo un DVD. No es difícil. Si no puedes, olvídate de esto.
—Si se trata de un juego —susurró Adrian—, deja de jugarlo. En serio… Deja de jugarlo.
Nick lo miró sin comprender nada.
—¿Podrías explicarme qué quieres decir, por favor?
—No, solo créeme. Es una pena que los demás no lo hagan, ni siquiera los que van en mi grupo.
—¿Y por qué deberían hacerlo? —Nick observó cómo el señor Watson regresaba al alféizar de la ventana y cogía su termo.
«Mierda».
De nuevo se volvió hacia Adrian.
—¡Dilo! ¿Por qué deberían dejar de jugarlo? ¡Tú no tienes ni idea de lo que se trata! ¿Por qué quieres aguarles a los demás un rato de diversión?
«Diversión». Acababa de decir diversión.
—No es eso lo que quiero. Pero tengo un presentimiento…
—Un presentimiento —interrumpió Nick—. Ahora te voy a dar un buen consejo: deja de molestar a los demás por tus presentimientos. Solo te dará problemas y, además, de los que más duelen.
«Estupendo», le había dado una advertencia a Adrian ante los otros jugadores. Si se corría la voz, seguramente el mensajero no lo encontraría muy gracioso, por lo menos eso lo tenía claro. Y luego estaba la cuestión de las cápsulas. Aún no se le había ocurrido ninguna idea brillante.
Sin decir una palabra más, dejó a Adrian allí quieto.
Una hora más tarde Nick iba camino de la cafetería. No tenía ganas de comer, pero tenía que entretenerse con algo. Solo el hecho de estar allí sentado y sobrellevar la pausa del mediodía lo volvía loco.
Eric se encontraba allí. Nick vio que estaba quieto en un rincón en compañía de tres personas del club literario. Discutían acaloradamente. Al acercarse él, bajaron la voz, pero Nick escuchó con toda claridad el nombre de Aisha.
«Y de Emily, ni rastro».
También notó que el señor Watson se hallaba de pie ante la ventana de la clase de Biología junto con Jamie y una chica gorda. Nick examinó al maestro con detenimiento. No llevaba su termo, tampoco estaba sobre el alféizar.
Sin pensar mucho en lo que estaba haciendo, se dirigió a la sala de profesores. No cumpliría con el encargo, claro que no, pero necesitaba saber si en teoría era posible. Así podría explicarle al mensajero por qué no había funcionado. Si es que en verdad no funcionaba.
La puerta de la sala de profesores estaba entreabierta. Nick se asomó por la rendija. Solo había dos profesores sentados ante las largas mesas dispuestas en U y ni siquiera alzaron la cabeza cuando dio un paso dentro de la habitación. Uno estaba corrigiendo los ejercicios de los cuadernos de sus alumnos y el otro leía el periódico mientras le daba mordiscos a su sándwich. Ni rastro del termo del señor Watson.
Un tanto decepcionado, pero también aliviado, se dio media vuelta y se marchó. «¿Y ahora qué?». Por lo menos debería fingir que había intentado cumplir con el encargo, porque seguramente alguien lo observaba y había tomado nota de sus acciones. En ese momento apareció Dan por el pasillo y, aunque no volvió la mirada en su dirección, Nick tuvo la certeza de que había pasado por allí para saber qué estaba haciendo.
Lentamente, Nick regresó por donde había venido, pero después de unos pasos un pensamiento lo detuvo. «¿En dónde más, aparte de la sala, guardan sus cosas los profesores? En el vestuario, claro». La pequeña habitación estaba justo frente a él y, antes de accionar el picaporte, lo supo. Inmediatamente vio el termo como si atrajera su mirada como un imán. Asomaba desde una mochila de piel que colgaba de un gancho entre las cazadoras y los abrigos.
Rápido como un rayo, Nick entró al vestuario y cerró la puerta. Ese hecho podría acarrearle graves problemas, puesto que ningún alumno tenía por qué andar por ahí. Sin embargo, tampoco nadie podría observarlo, ¡vaya!, ni Dan ni Colin ni Jerome.
Nick alzó un poco el termo de la mochila. Todavía borboteaba un poco, debía de estar medio lleno. Mientras lo abría sentía cómo su corazón impulsaba la sangre hasta el cuero cabelludo. «Té de hierbabuena». El frasco de cápsulas en el bolsillo de su pantalón le apretaba como si quisiera decirle algo.
«Podría hacerlo —pensó Nick—. Ahora mismo. Rápido».
No. ¡No estaba loco! ¿Qué diablos estaba haciendo allí?
Con mucha más prisa que al abrirlo, Nick cerró el termo, limpió con la sudadera las huellas digitales de la superficie cromada y volvió a meterlo en la mochila.
Pero había estado allí. Seguro que alguien le había visto entrar. Eso era lo más importante.
Salir del vestuario de profesores le costó un gran esfuerzo. ¿Qué pasaría si echaba a correr directamente a los brazos del señor Watson? Sin embargo, nadie le prestó mucha atención cuando salió del cuarto y cerró la puerta tras él. Solo Helen pasaba por ahí, y lo taladró con una mirada insondable.
Después de las clases arrojó el frasco de pastillas a un cubo de basura cerca de la estación de metro y de inmediato sintió un alivio sorprendente. Había actuado con inteligencia, y tenido en cuenta hasta el mínimo detalle. En el vestuario podría haber hecho todo al pie de la letra, y nadie podría demostrar lo contrario. El señor Watson viviría, al igual que Sarius. Prácticamente ya era un once.