Capítulo 17
Casi eran las cinco de la tarde cuando Nick se bajó en la estación Blackfriars y echó a andar por New Bridge Street. El aparcamiento estaba en Ludgate Hill; encontrarlo no fue un problema. Entrar sin que lo vieran resultó mucho más difícil. Nick fingió que era mayor de lo que en realidad era e hizo sonar su manojo de llaves como si estuviera a punto de sacar la de su coche. Sin embargo, no había motivos para el miedo. Nadie le molestó al entrar al aparcamiento; ni siquiera estaba seguro de que el vigilante que leía el periódico en su caseta lo hubiera visto.
Sacó el papel arrugado del bolsillo de su pantalón. La matrícula del automóvil que debía buscar era LP60HNR.
—Si no lo encuentras —le había dicho el mensajero—, tendrás que regresar una y otra vez, todos los días entre las cinco y las seis de la tarde hasta que hayas cumplido el encargo.
Al llegar al segundo piso, Nick tuvo suerte. Contempló el automóvil y silbó entre dientes. La matrícula LP60HNR era de un Jaguar gris plata que resaltaba entre los demás vehículos aparcados: brillaba como las joyas de la Corona. Por ningún lado se veía presencia inquietante alguna.
Nick sacó la cámara e hizo varias fotos. No iban a ser suficientes, lo sabía, pero estaban bien para empezar.
Ahora necesitaba un lugar para permanecer oculto. Tenía que mantener el coche vigilado, pero sin ser visto. Lo mejor que encontró fue un hueco diminuto entre un viejo Ford y el muro del aparcamiento. Si se acostaba en el suelo y nadie miraba hacia allí, sería prácticamente invisible. Nick desactivó el flash de la cámara y puso al máximo la función de sensibilidad a la luz. Luego se acomodó tanto como le fue posible en el frío suelo del garaje. 17:12h La calma imperaba.
De repente su móvil empezó a sonar a todo volumen: había recibido un mensaje. Por poco no le da un infarto. No había silenciado el timbre del móvil. «¿Cómo he podido ser tan tonto?». Al verse en una posición tan incómoda entre el muro y el coche, casi no podía meter la mano en el bolsillo del pantalón. Cuando finalmente lo logró y vio de quién venía el mensaje, su corazón empezó a latir: «Emily».
¡Hola, Nick! Me gustaría mucho que nos viéramos y aprovechar la oportunidad para presentarte a alguien. Se llama Victor, a lo mejor puede ayudarnos a todos nosotros. Llámame, por favor. Emily.
El nombre de Victor no le decía nada. Podía vivir sin saberlo. Aunque ¿qué significaba que él podría ayudarnos «a todos nosotros»? Quizá Emily quería ayuda para Eric, que ya estaba metido hasta el cuello en dificultades. Pero ella quería verle a él. «Emily». No importaba por qué, ella quería verle.
¡Bum! Una puerta que se cerró de golpe. Unos pasos que se acercaban.
Nick contuvo la respiración e intentó pegarse más aún al suelo de cemento. Sostenía la cámara en dirección al Jaguar para dispararla en cuanto apareciera el dueño. Un par de piernas enfundadas en unos pantalones negros se hizo visible, quienquiera que fuese pasó junto al Jaguar y se fue aproximando. ¿Un vigilante le había descubierto gracias a la cámara de vídeo? «¡No, por favor!». Y también deseó que no fuera el conductor del Ford que le servía de escondite.
Cuando el tipo pasó junto a él sin mirar hacia su escondite, Nick respiró aliviado. Poco tiempo después, un Mazda rojo aceleraba en dirección de la salida. La calma regresó.
Apenas habían pasado cinco minutos. Nick transfirió todo su peso lo mejor que pudo al otro lado de su cuerpo y depositó la cámara en el suelo con mucho cuidado. Volvieron a sentirse pasos cerca, pero se detuvieron mucho antes de llegar a la altura de Nick. Tronó la puerta de un coche y se encendió un motor.
Cinco minutos más tarde, la pierna derecha de Nick empezó a dormirse. Intentó ignorar el cosquilleo y se concentró en el ruido del aparcamiento. El sonido del ventilador que se oía en el ambiente. El tenue ruido de la calle. Volvieron a abrir y cerrar una puerta metálica. Una mujer rió, la secundó un hombre. Unos zapatos de tacón golpetearon el suelo de cemento. La cerradura del coche que se había abierto respondiendo al disparo de un control remoto estaba a solo unos cuantos metros de Nick. Se habían encendido las luces del Jaguar.
Los latidos del corazón de Nick se aceleraron. Levantó la cámara y dirigió la lente hacia el vehículo. El hombre y la mujer se aproximaban. Estaban en su objetivo. El hombre emanaba nerviosismo como la temperatura de los altos hornos.
¡Clic!
La mujer podría ser la estrella de una serie vespertina de televisión. Pendientes relucientes, abrigo de piel, cabello rubio recogido. El hombre era alto y tenía el cabello oscuro, aunque ya peinaba sienes plateadas. Vestía traje y corbata. «Quizá un doctor. O un abogado».
¡Clic!
El hombre abrió la puerta del automóvil y colocó una bolsa en el asiento trasero.
¡Clic! ¡Clic!
—La próxima vez vamos al Refettorio —dijo la mujer—. Vivian dice que allí la carne de cordero es magnífica.
—Si eso es lo que quieres, querida.
¡Clic!
La mujer se subió al Jaguar.
¡Clic!
El hombre se detuvo de pronto y miró a su alrededor. «¿Había escuchado el sonido de la cámara?». Nick intentó fundirse con su oscuro rincón.
—¿Qué ocurre, cariño?
—Nada —el hombre se pasó la mano por la frente—. Absolutamente nada. Debo de haberme equivocado. Sabes, estos últimos días…
Nick no escuchó el resto, el hombre se subió al coche y cerró la puerta. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros con ademán desvalido, después encendió el motor. Medio minuto más tarde, el Jaguar abandonaba el aparcamiento.
«Misión cumplida. —Nick presionó la cámara contra su pecho—. Ahora vámonos, rápido. No, primero tengo que comprobar si las fotografías merecen la pena. Un poco borrosas, bueno, y con muy mala definición, pero no podían salir mejor sin flash».
Aun así todo era reconocible: la mujer, el hombre, la matrícula del automóvil. Doce fotos aceptables.
Entre la multitud del metro Nick sacó su móvil del bolsillo y volvió a leer el mensaje de texto de Emily. «Victor… ayudarnos a todos nosotros». No sonaba a una cita romántica. Más bien sonaba como si quisiera ayudar a Eric a salir de su aprieto. Nick empezó a teclear una respuesta, le pareció bastante tonta, la borró y cerró los ojos.
Si se sabía que él tenía algo que ver con la caja de Galaris, también Emily estaría al tanto. Nadie creería que él no estaba enterado de lo que había escondido. Los periódicos escribirían sobre cómo se había logrado evitar la matanza en un instituto. O algo así. Su padre lo mataría.
Nick volvió a abrir los ojos y observó las caras de cansancio que lo rodeaban. Todos verían su foto en el periódico.
Emily vería su foto en el periódico. Volvió a teclear un mensaje de texto para ella, pero una vez más lo borró antes de enviarlo. ¿Y si ese Victor era policía?
Nick cerró los ojos. Debía asegurarse de que Erebos seguía estando de su parte.
—Ya he recibido las fotografías —dijo el mensajero. Estaba sentado sobre un peñasco a la orilla del pantano, estiró sus largas piernas e hizo un gesto de satisfacción.
Sarius se tranquilizó. Subir las fotografías al servidor que le había indicado no fue tan fácil: hasta dos veces se cayó la conexión.
—¿Ya has cenado?
—Sí.
«¿Desde cuándo le interesaban este tipo de cosas al mensajero?».
—¿Has hablado con tus padres? ¿Parecías contento al hablar con ellos?
—Creo que sí.
«Hablé y hablé como si me hubieran dado cuerda, para que no se les ocurriera la idea de preguntarme sobre mis deberes».
—Bien. Tenemos que ser muy cautelosos. Se habla mucho sobre Erebos fuera de Erebos. Nuestros enemigos se están agrupando. Hemos de poner mucha atención para que no nos puedan atacar por ningún lado. Por eso quiero que vayas todos los días al instituto y que te comportes con discreción. No des pie para que se sospeche de tu comportamiento.
—De acuerdo.
—Ahora bien, ya eres todo un ocho. Aumento tu fuerza vital y tu magia de fuego. Antes de que te vayas, infórmame: ¿ya ha empezado a surtir efecto tu cristal mágico?, ¿obtuviste lo que habías deseado?
«No lo sé —pensó Sarius—. Eso no tuvo nada que ver conmigo. No creo que esa horripilante escena fuera cosa mía».
—¿No quieres darme ninguna respuesta?
—Es que no estoy seguro. Es posible. Puede ser que esté dando resultado. Que comience a surtir efecto.
El mensajero asintió satisfecho.
—¿Lo ves? Aguarda. Seguirá surtiéndolo y el resto quedará en tus manos, Sarius.
«No puede darse cuenta de que tengo miedo, ¿o sí? Es imposible que me lo note».
Esperó a que el mensajero por fin lo dejara ir; sin embargo, este continuó mirándole y desplegó sus huesudos dedos.
—No estaría mal que Aisha contara con un testigo —dijo—. Alguien que pudiera confirmar sus acusaciones. ¿Se te ocurre alguien, Sarius?
«No puede estar hablando en serio —pensó el elfo—. No voy a hacerlo. Maldita sea, ¿por qué me pide eso?».
—Ayer a esa hora estaba en el café con Brynne. Eso quiere decir que no puedo ser testigo.
—Lo sé. Te he preguntado si se te ocurre alguien, no que tú lo seas.
—Ah, bueno. Lo siento, pero tampoco se me ocurre nadie.
—Entonces vete.
El mensajero lo despidió y Sarius, contento de escapar de la mirada de los ojos amarillos, siguió su indicación. No hablaron de la caja de Galaris, pero sin duda el mensajero ya lo sabía todo sobre ella.
Sarius pudo ver desde lejos el resplandor de la enorme hoguera. A la derecha estaba el pantano; a la izquierda, una construcción circular se elevaba contra el cielo nocturno. En medio se extendía un prado con apenas unos cuantos arbustos espinosos y algún que otro árbol mutilado.
—¡Hola, Sarius! —Arwen’s Child fue la primera en descubrir su presencia.
Estaba sentada junto a LordNick ante la fogata que se reflejaba sobre su nueva coraza. Advirtió que ambos le superaban en grado, pues no alcanzaba a ver los suyos. Lelant se había sentado un poco más allá; se había recuperado de su última pelea y de nuevo era un siete.
—¿Te has inscrito para el siguiente combate en la arena? ¡Allí, en aquel sitio! —Arwen’s Child señaló hacia el edificio redondo—. Prácticamente eso es lo único que puedes hacer por el momento. No está pasando nada. Llevamos como media hora aquí sentados.
Sarius no había oído nada acerca de un nuevo combate en la arena, pero por supuesto que quería participar. Con lo que no contaba era con que el ser de los grandes ojos saltones recibiría su inscripción. Se hallaba de pie sobre la arena de la palestra bajo la noche, estaba rodeado de gnomos y aparentaba ser enorme, casi el doble de alto que Sarius. Nuevamente le irritó la rara apariencia del gigante, no se parecía a ninguno de los presentes. Y estaba semidesnudo.
—Regístrate aquí —dijo al tiempo que señalaba con su extraño bastón la lista que colgaba de la pared—. Los duelos comenzarán dentro de siete días, dos horas antes de la medianoche.
Sarius escribió su nombre bajo el de Bracco. «Mira, aún sigue vivo». Blackspell también se hallaba en la lista, y lo mismo pasaba con BloodWork, Lelant, LordNick y Drizzel. No pudo leer más, pues el maestro de ceremonias lo echó de allí.
—No seas curioso, pequeño elfo. Regresa con los demás.
Al salir de la arena, vio que Feniel venía en su dirección. Debía de haber jugado día y noche, porque cuando Sarius y ella coincidieron por última vez era un cuatro malherido y ahora ni siquiera podía ver su grado. «Así que como mínimo es un ocho». Todo su armamento era nuevo y traía dos espadas. Algo le dijo a Sarius que esta vez perdería si se volvían a enfrentarse.
Alrededor de la hoguera reinaba un ambiente de tertulia. Sapujapu estaba sentado en medio de una horda de enanos que comparaban hachas, pero saludó a Sarius en cuanto le vio llegar.
—¿Ninguna misión para hoy?
—Al parecer no.
—Para variar no está mal.
Conversaron acerca de la lucha en la arena, sobre lo que Sapujapu también trataba de discutir, y después de esto el elfo continuó su camino. Observó a BloodWork sentado solo sobre el tronco de un árbol con la mirada fija en las llamas. El anillo que llevaba colgado en el collar alrededor del cuello brillaba como un rojo rubí ante el resplandor de la hoguera. Sarius titubeó un instante, y después decidió hablar con el bárbaro.
—¿Sabes qué va a pasar?
—No.
—Vale. Lo siento. Que pases una buena noche.
BloodWork alzó la cabeza.
—Estoy muy cansado.
—No me extraña. Creo que últimamente hemos podido dormir muy poco.
—No tienes ni la menor idea.
Sarius podía prescindir de las fanfarronerías.
—Entonces déjalo todo por hoy y échate en tu piel de bárbaro —dijo, pero BloodWork no estaba de humor para bromas.
—Lárgate de aquí, elfo de mierda —contestó al tiempo que alzaba su enorme cuerpo para acercarse al hombre gato y a los otros bárbaros que se hallaban cerca de ellos. También tenían círculos rojos en el cuello.
El hombre gato no formaba parte del círculo privilegiado durante el último combate en la arena, de eso Sarius estaba seguro.
—No te hagas ilusiones.
Drizzel apareció junto a Sarius y bruscamente lo empujó a un lado.
—Nunca pertenecerás al círculo privilegiado, debilucho. Yo sí, ¿te apuestas algo? Ten cuidado y espera hasta la siguiente arena.
Mostró sus largos colmillos.
Sarius quiso sacar su espada por si acaso, pero algo distrajo su atención. Un gnomo de piel verde clara se había plantado sobre una roca que había cerca de la hoguera.
—Se espera que los combatientes del círculo privilegiado se reúnan en un sitio secreto. Hay novedades.
BloodWork, sus dos interlocutores y la maga elfa llamada Wyrdana se levantaron y se encaminaron a la parte occidental del bosque que parecía un muro de sombras. No veía al quinto elegido. Sin embargo, de repente Blackspell se desprendió de la oscuridad junto a la arena y siguió a los otros cuatro. La medalla roja resplandeció sobre su negra capa.
—¿Blackspell pertenece al círculo privilegiado? —preguntó Sarius sorprendido.
—Mierda. Tampoco lo sabía —replicó Drizzel—. Pero así es mucho mejor. ¡Le voy a hacer papilla en la arena!
Sarius pensó para sí que se alegraría de verlo. No le importaba quién hacía papilla a quién; la verdad era que no soportaba a ninguno de esos vampiros.
Blackspell desapareció igual que los otros en la oscuridad del bosque y Sarius tuvo que hacer de tripas corazón para quedarse en la fogata. Le gustaría saber de qué se hablaba en el círculo privilegiado.
Mientras tanto, el gnomo de piel verde permaneció sentado sobre el peñasco, y dio otro anuncio.
—¡Combatientes! —comenzó—. La última pelea está cerca. Aún no ha empezado, pero hoy más que nunca se cuenta con que en estas fechas se separe el grano de la paja.
Hizo una pausa considerable.
—Este campamento no está muy lejos de la fortaleza de Ortolan. Nos vamos a acercar a él paso a paso. Mi amo dice que Ortolan ya puede sentirnos. Pero no nos atacará. No puede atacarnos, porque no tiene ni idea de quién somos.
Otra vez hizo una larga pausa.
—No obstante, hay otros que intentan hacernos fracasar en nuestra misión. Nos espían, nos calumnian, tratan de perjudicarnos. Y si no nos unimos, se infiltrarán entre nosotros. Van a destruir nuestro mundo. Más que nunca vale el propósito de guardar silencio. Mantener la calma. Guardar secretos. Tratar a los enemigos como a enemigos.
Tras esto, el gnomo se bajó del peñasco y con sus piernas torcidas regresó a la arena.
En las siguientes horas, los combatientes permanecieron sentados juntos. Primero esperaron que pasara algo, pero nadie les encomendó nada, nadie los atacó, ningún monstruo de Ortolan se les lanzó encima. De modo que buscaron cómo entretenerse con tranquilidad. Jugaron a los dados por monedas de oro y piezas de carne, el ambiente era relajado, nadie tenía ganas de lanzarse sobre el vecino. Sarius no se dio cuenta de cómo pasaba el tiempo. Cuando se despidió de los demás, ya eran las dos de la madrugada y sentía un cansancio agradable. Nunca antes se había sentido en Erebos tan protegido, tan en casa.